Mediaciones políticas del parentesco: tiempo, documentos y ADN

Political mediations of kinship: time, documents and DNA

  • Claudia Fonseca
En el siguiente análisis, inspirado en estudios de ciencia y tecnología así como en investigaciones sobre el parentesco, se describe un movimiento político que busca la reparación jurídica por violaciones a los derechos humanos de hijos de pacientes de la enfermedad de Hansen (lepra) que a mediados del siglo XX fueron internados a la fuerza en el Brasil. La investigación se llevó a cabo a través del examen de tres tecnologías interconectadas —documentos escritos, testimonios orales y pruebas de ADN— utilizadas por los principales actores para dar cuenta de los vínculos familiares que están en el centro de este drama. El concepto de tecnologías nos permite resaltar no solo la materialidad de ciertos procesos, sino también las complejas temporalidades que intervienen, permitiendo trazar la articulación entre los acontecimientos políticos y un tipo particular de socialidad, entrelazada con percepciones de la familia y de la comunidad.
    Palabras clave:
  • Derechos humanos
  • Enfermedad de Hansen (lepra)
  • ADN
  • Parentesco
  • Temporalidad
In this paper, we draw on literature from both science and technology studies and the anthropology of kinship, we describe a political movement aimed at legal reparation for human rights violations perpetrated by the Brazilian government against children of the compulsorily institutionalized patients of Hansen’s disease. We conduct our investigation by exploring the action of intertwining technologies – narrated recollections, written documents, and the DNA test – employed by major actors to “reckon” the family connections at the core of this drama. The notion of technologies helps underline not only the materiality of certain processes, but also the complex temporalities at play. Responding to a challenge proposed by Janet Carsten, our ultimate aim is to show how political events as well as collective institutionalized structures – operating through the mediation of these diverse technologies – produce a particular kind of sociality, interwoven with perceptions of family and community.
    Keywords:
  • Human rights
  • Hansen’s disease
  • DNA
  • Kinship
  • Temporality

1 Introducción

En el siguiente análisis, inspirado en estudios de ciencia y tecnología así como en investigaciones sobre el parentesco, se describe un movimiento político que busca la reparación jurídica por violaciones a los derechos humanos de hijos de pacientes de la enfermedad de Hansen (lepra) que a mediados del siglo XX fueron internados a la fuerza en el Brasil. La investigación se llevó a cabo a través del examen de tres tecnologías interconectadas —documentos escritos, testimonios orales y pruebas de ADN— utilizadas por los principales actores para dar cuenta de los vínculos familiares que están en el centro de este drama. El concepto de tecnologías nos permite resaltar no solo la materialidad de ciertos procesos, sino también las complejas temporalidades que intervienen.

El vínculo entre política, tiempo y relaciones familiares ha sido tema de estudio de la antropología desde que Evans-Pritchard trazó los linajes altamente maleables de los nuer. No obstante, aunque este precursor británico percibió el parentesco como inseparable de la estructura política, Janet Carsten (2007) señala que investigaciones recientes han tendido a seguir dos caminos divergentes. El análisis antropológico del parentesco se ha centrado en las experiencias vividas de las relaciones familiares y ha eludido sistemáticamente la dimensión política de esa experiencia. Por otro lado, algunos analistas que se interesan por temas políticos demuestran las interrelaciones entre memoria y contexto —en referencia, por ejemplo, a la violencia de regímenes represivos—, pero dejan de lado la cuestión del parentesco y las relaciones familiares (Alexander, 2002; Borneman, 1997; Vecchioli 2013).

Hay varias áreas en las que el análisis de la violencia política y la pertenencia familiar podrían ofrecer una potente combinación analítica. Una de esas áreas tiene que ver con las pruebas genéticas de antepasados raciales utilizadas para validar reclamos de derechos de las minorías (acción afirmativa en las esferas de la educación, el empleo, los derechos territoriales, etc.). Paradójicamente, al menos en el Brasil, estos esfuerzos por ahora no parecen haber tenido mucha incidencia a nivel judicial, y sirven más bien como argumento en contra de tales reclamos (Kent, 2011; Santos y Maio, 2004; 2005). Otra área se refiere a la utilización de muestras de ADN para identificar restos mortales —por ejemplo, de víctimas de masacres—, un proceso que facilita no solo la tramitación del duelo para las familias de las víctimas, sino también el enjuiciamiento de los culpables1. Si bien contribuyen a reescribir la memoria colectiva, con claras implicancias políticas, como norma tales casos no han llevado a los analistas a in

vestigar las consecuencias de las intervenciones genéticas en términos de una posible reconfiguración de las nociones de tiempo, identidad personal y relaciones familiares2.

Carsten busca un punto de convergencia entre las dos líneas de análisis —experiencia familiar y memoria política— y propone un enfoque centrado en la forma en que la memoria personal y la familiar interactúan con grandes acontecimientos políticos, así como con estructuras colectivas institucionalizadas, y en cuya interacción se llega a concebir el parentesco como “un tipo particular de socialización en la que se hacen posibles ciertas formas de temporalidad y construcción de la memoria y ciertas disposiciones hacia el pasado, el presente y el futuro” (Carsten, 2007). Propongo tomar esta apuesta, utilizando instrumentos analíticos de estudios de ciencia y tecnología sobre la materialidad y la temporalidad.

2 El concepto de reckoning

Si bien es posible analizar la memoria como un proceso mental “interno”, buscamos trazar los elementos materiales a través de los cuales la gente conoce y siente. Consideramos que, al tomar forma concreta en fotos, reliquias familiares o relatos orales, la memoria funciona como un dispositivo tecnológico que, junto con otros —registros escritos, documentos jurídicos, pruebas de ADN— ayuda a medir y calcular formas de evaluar la identidad personal y la pertenencia familiar. En nuestro análisis, la memoria se ve permanentemente “asediada” por diversas agencias, que desestabilizan la posibilidad de un único tema unitario (Jasanoff, 2004, Latour, 2005) y cuestionan el flujo unidireccional del tiempo.

Guiada por estas inquietudes académicas, encontré que el concepto inglés de reckoning, que significa tanto calcular y medir o evaluar como determinar culpables y ajustar cuentas, empleado en análisis antropológicos sobre tiempo, identidad étnica y pertenencia familiar, fue desplazando gradualmente a la “memoria”. Como gerundio, reckoning llama la atención a un proceso continuo y eternamente inacabado. Como sustantivo, se pluraliza con facilidad, destacando la multiplicidad y heterogeneidad de modos caracterizados por asimetrías de poder (Gingrich, Ochs y Swedlund, 2002). Pero lo que llama más la atención es cómo se combinan connotaciones instrumentales y morales en los múltiples y muchas veces ambiguos significados del término (cálculo, ajuste de cuentas, etc.).

Por un lado, aprendemos cómo los cálculos están raramente exentos de implicaciones políticas y morales. Pauline Strong y Barrik Van Winkle (1996), por ejemplo, muestran cómo en los esfuerzos por determinar o calcular (reckon) la proporción de sangre indígena de una persona a fines del siglo XX en América del Norte intervienen políticas de gobierno, reclamos tribales de derechos colectivos y estrategias individuales en una tensa interacción. Por otro, en trabajos académicos sobre las atrocidades cometidas en el marco de guerras y dictaduras (Atencio, 2014; Stern, 2010), se nos recuerda cómo el término reckoning también evoca una suerte de reconocimiento o aceptación colectiva de hechos que la gente se resiste a recordar. Diane Nelson (2010), por ejemplo, explora las diversas facetas del concepto de reckoning en su provocador análisis del período posterior a la guerra civil en Guatemala. Su descripción de la forma de contabilizar los muertos se entrelaza con su ilustración de cómo se calculan las compensaciones, mostrando las ironías de las diversas formas de reckoning que convergen hacia la producción de una especie de juicio final de hechos ambiguos del pasado. El término reckoning en este caso está preñado de la promesa bíblica de un “Día de Juicio Final”, en el que la verdad se une con la virtud para garantizar que se haga justicia y todos reciban lo que se merecen.

Como veremos en el caso de los brasileños afectados por la enfermedad de Hansen, que es lo que nos interesa analizar aquí, es la combinación de materialidad burda y moralidad sutil que hace que el término reckoning resulte tan útil. Las diversas modalidades de reckoning de lazos familiares que examinaremos dependen enormemente no solo de estructuras políticas y burocráticas históricamente determinadas, sino también de las esperanzas casi mesiánicas de que a la larga se hará justicia.

Con respecto a la temporalidad, un artículo reciente sobre “ADN indígena” (Kowal, Radin y Reardon, 2013), en el cual se analiza la críopreservación de tejidos corporales —la congelación y descongelación de muestras de sangre utilizadas en investigaciones científicas—, subraya los elementos que median el impacto que tienen las “pruebas materiales” en las visiones del pasado y el presente. Lejos de tratar al ADN de las muestras de sangre como una suerte de entidad atemporal, los autores sostienen que el significado de este artefacto “coproducido” se transforma a lo largo del tiempo. Buscando una “forma temporalizada” capaz de interpelar las negociaciones dinámicas entre los órdenes técnico y social (p. 471), examinan el biovalor de las muestras de sangre conservadas en laboratorios científicos y detectan que con el paso del tiempo se producen una serie de “mutaciones”. En primer lugar, las actitudes de los grupos indígenas encargados de custodiar o liberar las muestras de sangre no son las mismas ahora que hace décadas. ¿Está obligada la nueva generación a aceptar acuerdos celebrados por sus antecesores? En segundo lugar, muchos de los científicos que establecieron los acuerdos originales que rigen la toma y utilización de muestras de sangre envejecieron y se retiraron de la actividad de investigación (o se están por retirar). ¿Qué pasará cuando una nueva generación de investigadores tome el control de los bancos biológicos? Y, por último, avances tecnológicos recientes han multiplicado los usos que se les pueden dar a las muestras biológicas, lo que ha resultado en una revalorización del “ADN indígena”. Según los autores, la “mutación biosocial” que supone la conjugación de estas distintas temporalidades expone dicotomías simplificadas de moderno/pre(o pos)moderno, procientífico/anticientífico, Norte/Sur o ellos/nosotros.

Las reflexiones de Emma Kowal et al. apuntan, naturalmente, a un objetivo distinto al nuestro. Son el resultado de un esfuerzo de reflexión dirigido a poner la ética de la ciencia y los científicos bajo el microscopio analítico. No obstante, es tentador transponer sus conclusiones a nuestro tema. Al evocar la temporalidad del ADN, los autores barren a un lado las presunciones de datos científicos “duros”. Ponen el énfasis en diversas formas de “brujería científica” —esto es, la red necesaria para garantizar la utilidad científica de una muestra de sangre— y defenestran al ADN, colocándolo al lado de otros procedimientos tecnológicos (véase Fonseca, 2016). Al hacerlo, nos obligan a examinar las “mutaciones” que intervienen en esas otras tecnologías, por ejemplo, los documentos jurídicos escritos. Mientras que Kowal et al., al abordar la dinámica de la tecnociencia en su conjunto, hablan de “compulsiones imperiales” que tienden a colonizar “conocimientos subyugados”, nosotros nos centraremos en la burocracia jurídica estatal que compite con las experiencias vividas. En vez de biólogos, guiados por un “optimismo tecnocrático” y la creencia de un pasado claramente definido, examinaremos a los operadores estatales y jurídicos que dependen enteramente de la documentación escrita. En vez de ADN críopreservado, descongelado y explotado para nuevos fines, consideraremos muestras de sangre entregadas voluntariamente por sujetos vivos con la esperanza de producir una recreación adecuada de esta sustancia en el escenario contemporáneo de los derechos humanos. En resumen, como aporte a lo planteado por los organizadores de este libro, buscaremos explorar la “sangre política”, rastreando la materialización de reckonings que supone el ADN, junto con documentos y testimonios orales.

3 La construcción oportuna de una causa de derechos humanos

Una serie de actores han contribuido a que los “hijos separados” de víctimas de la enfermedad de Hansen se constituyeran en una causa de derechos humanos. Los principales impulsores de este proceso han sido los activistas y voluntarios del movimiento social MORHAN3. Desde su fundación en la década de 1980, MORHAN ha demostrado gran astucia para navegar las turbulentas aguas políticas y promover los objetivos del movimiento. Iniciado por expacientes de la enfermedad de Hansen que pasaron la mayor parte de sus vidas en colonias de leprosos, el movimiento comenzó durante la “reapertura democrática” de principios de la década de 1980. Sus líderes rápidamente forjaron lazos con otras de las tantas asociaciones populares que surgieron en esos años y establecieron su sede nacional en São Bernardo dos Campos —el corazón del movimiento sindical— donde encontraron un aliado incondicional en la persona de Luis Ignácio (Lula) da Silva, quien años más tarde se convertiría en el presidente del Brasil.

A pesar de los muchos desafíos que debió enfrentar el movimiento —desde la muerte de figuras clave y el cambio de liderazgo hasta un clima de conservadurismo nacional en la década de 1990 y, más recientemente, la profesionalización de las ONG— logró sobrevivir y prosperar sin perder su fuerte base popular en las clases trabajadoras que son las que más se han visto “afectadas” por la lepra. En 2002, cuando fue electo presidente del Brasil, Lula hizo de los derechos humanos y la reparación de violaciones pasadas un tema prioritario de su gobierno. Con ello reflejó una oportuna tendencia internacional del humanitarismo que era particularmente sensible a imágenes de sufrimiento, y ese nuevo clima sacó a la luz diversos tipos de “víctimas” (Fassin, 2012, Gatti, 2011). Aquí, junto a los reclamos de una amplia gama de actores —desde quilombolas (descendientes afro-brasileños de esclavos fugitivos), grupos indígenas, personas con discapacidades, mujeres golpeadas, etc.— MORHAN rápidamente se ubicó en un papel de liderazgo. El decreto presidencial, posteriormente consagrado en una ley de 2007, que otorgó pensiones vitalicias a las víctimas de internación forzada marcó una importante victoria para el movimiento.

MORHAN tiene el apoyo de muchos aliados y ha colaborado en particular con una gran cantidad de académicos, entre los que me cuento (por ejemplo, Maciel, Oliveira, Gallo & Damasco, 2003, Mendonça, 2009, Monteiro, 2003, Serres, 2009). Junto con periodistas que en años recientes han producido una impresionante cantidad de videos y artículos de difusión, estos investigadores han jugado un papel importante en la reconfiguración de la imagen de las cerca de cuarenta colonias de leprosos que se construyeron en el Brasil en la década de 1940 bajo el impulso de una ferviente administración de salud pública. Proyectadas originalmente como un refugio utópico para personas marginadas de la sociedad, las colonias son vistas actualmente como recintos espeluznantes propios del Holocausto y sus reclusos —considerados en su momento como afortunados receptores de la benevolencia humanitaria del gobierno— se ubican hoy al lado de otras “víctimas del terrorismo de estado”4.

La historia es hoy bien conocida: fue en estas colonias sanitarias construidas en su mayor parte en zonas rurales aisladas que los servicios de salud del Brasil recluyeron a pacientes de lepra desde los primeros años de la década de 1940 y durante casi medio siglo. Al principio, se traía a “enfermos” de todas las edades y clases sin importar si querían ser tratados o no. Hay muchos relatos conmovedores de madres a quienes la “policía sanitaria” les arrebató sus hijos y de menores que fueron “raptados” en la escuela y llevados a las colonias (Maciel et al., 2003, Mendonça, 2009, Serres, 2009). Con los años, las políticas de internación se flexibilizaron, pero quienes permanecieron en estas instituciones —en algunos casos por décadas— fueron sometidos a restricciones draconianas, de las cuales las peores tenían que ver con la vida familiar.

Aunque a la larga los pacientes conquistaron el derecho a establecer uniones maritales, se les negó toda posibilidad de llevar una vida familiar normal. Aduciendo razones de bienestar de las criaturas, se obligaba a las madres a entregar a sus hijos a pocas horas de dar a luz y estos eran llevados al preventório (como se llamaba a los orfanatos dedicados exclusivamente a los “niños saludables” de víctimas de la enfermedad de Hansen) más cercano. Son numerosos los relatos desgarradores de recién nacidos arrancados de los brazos de sus madres. Las políticas institucionales establecían que la comunicación entre padres e hijos debía ser mínima, limitándose a lo sumo a una visita mensual en la que no se permitía contacto físico alguno.

No todos los filhos se criaron en un orfanato. Muchos de ellos, especialmente los que habían nacido antes de la internación de su madre o padre, fueron reubicados con parientes lejanos o amigos de la familia. Algunos permanecieron poco tiempo en un orfanato antes de ser dados en adopción legal, con o sin el consentimiento de sus padres. Otros menores institucionalizados fueron “reintegrados” a sus familias originales cuando sus padres pudieron dejar la colonia, ya sea porque se determinó que estaban “curados” o porque fueron expulsados abruptamente debido a un cambio en las políticas de salud del gobierno. Pero estos menores continuaron sufriendo secuelas mentales y físicas debido a sus años de institucionalización en condiciones para nada ideales. En el caso de algunos de estos menores, esa situación ya de por sí dolorosa fue empeorada por la pérdida de todo rastro de su identidad original. Debido a fraude o incompetencia o por simple indiferencia burocrática, no tienen pruebas legales de lo que han sufrido. Y es allí donde entra en escena otro grupo importante de aliados, los genetistas, que les ofrecen la posibilidad de determinar su identidad personal y de reunirse con sus familias mediante una prueba de ADN.

La coordinadora del INAGEMP (Instituto Nacional de Genética Médica Poblacional) de la Universidade Federal do Rio Grande do Sul ya colaboraba en forma voluntaria con MORHAN desde hacía tiempo. Había jugado un papel clave en la articulación de un proyecto anterior sobre la historia de las colonias de leprosos en el Brasil (Schüler-Faccini, 2004). En 2011, cuando el movimiento de filhos cobraba impulso, propuso un nuevo tipo de asociación con MORHAN a través del Proyecto Reencuentro. Esta vez, con fondos de investigación aportados por el Ministerio de Ciencia y Tecnología del Brasil (CNpq), la idea era poner el ADN al servicio de los derechos humanos, validando la identidad de estos filhos que, debido a errores en la documentación o ausencia de registros documentales, no han podido demostrar sus vínculos familiares. Los organizadores estimaron que cerca de 1.000 de los 30.000 filhos requerirían esa validación.

El empleo de pruebas de ADN en el Proyecto Reencuentro está inspirado, sin duda, en la experiencia argentina de las Abuelas de Plaza de Mayor (Abuelas, 2008, Regueiro, 2012). Así como se utilizó el ADN para restituir la “identidad robada” de hijos de padres asesinados por la dictadura militar, ahora se podría usar para reafirmar la identidad biológica de aquellos brasileños cuyos padres, víctimas de la enfermedad de Hansen, fueron recluidos por la policía sanitaria del Estado. El vínculo entre los dos movimientos fue resaltado por el coordinador del proyecto en conferencias para públicos no especializados, así como en artículos académicos (Penchaszadeh y Schuler-Faccini, 2014). Sin embargo, a diferencia del caso argentino, el proyecto MORHAN/INAGEMP no tuvo estuvo dirigido a enjuiciar a ningún responsable en particular. Por lo tanto, al no existir ninguna obligación judicial de participar en el proceso, había que limitarse a hacerle pruebas a los que se presentaran voluntariamente. Los “acusados” aquí eran el Estado mismo, que debía reparar a las víctimas por violentar sus derechos humanos fundamentales.

Lo que pretendo con este breve esbozo de la evolución de los alineamientos de las últimas décadas es mostrar cómo una serie de circunstancias políticas prepararon el terreno para la aparición en escena de determinadas identidades personales y familiares. En ese proceso, ciertas tecnologías de reckoning o determinación resultan menos útiles o incluso obsoletas, mientras que otras emergen con fuerza y efectos insospechados.

4 Las “huellas documentales” un tanto borrosas que dan cuenta del pasado

La primera generación de activistas se basó enteramente en pruebas documentales para demostrar su condición de víctimas de segregación obligatoria a efectos de recibir una compensación. Entre la promulgación de la ley en 2007 y el mes de enero de 2014, se presentaron casi 12.000 expedientes en Brasilia donde una Comisión Interministerial de expertos (investigadores, médicos, directores estatales y un representante de MORHAN), creada por la Secretaría Especial de Derechos Humanos (SSHR), estuvo encargada de estudiar la documentación para determinar qué candidatos tendrían derecho a recibir la pensión vitalicia.

Teóricamente, el proceso sería simple. Los candidatos tenían que probar que habían estado internados en un lugar determinado (una de las colonias de leprosos) y dentro de un período determinado (durante los años de segregación obligatoria). Pero, en los hechos, determinar quiénes habían sufrido esa experiencia fue difícil. Cada estado había tenido una política distinta. En algunas regiones, la internación obligatoria parecería haberse flexibilizado ya en la década de 1950, luego de que especialistas de las Conferencias Mundiales de Lepra declararan que la segregación como medida para combatir las epidemias de lepra era ineficaz. En otras regiones, se habría continuado con las medidas de reclusión hasta entrada la década de 1980, mucho después de la ley de 1976 que decretó su cancelación definitiva. También surgieron diferencias respecto al tipo de lepra que había padecido cada paciente, ya que no todos los tipos de lepra habían requerido segregación obligatoria (Maricato, 2015).

Debido a que esta forma particular de dar cuenta (reckoning) de la biografía de una persona —mediante “huellas documentales”— no había sido considerada muy importante en el pasado, los exinternados enfrentaron un obstáculo no menor para promover sus reclamos. No les era fácil encontrar documentos escritos que probaran el dónde y cuándo de experiencias ocurridas cuatro décadas atrás, y los que sí encontraban les resultaban difíciles de descifrar5. En ese sentido, la Ley General de Archivos, que determinó que los directores gubernamentales son responsables de los registros que mantienen, es algo muy reciente, ya que se aprobó en 1991. La mayoría de las colonias no tenían ni el personal ni los conocimientos técnicos para mantener registros adecuadamente. Si, por algún milagro, el expediente de un paciente había logrado sobrevivir décadas de descuido administrativo, las fichas impresas estaban por lo general incompletas y plagadas de ambigüedades. En algunos expedientes presentados a la Comisión, los expacientes no tenían más que una declaración firmada del director actual a cargo del dispensario del hospital local, en la cual se dejaba constancia de que el solicitante había estado internado en una colonia en determinada fecha. En tales casos, se pedía a los historiadores y antiguos directores de las colonias que integraban la Comisión que interpretaran los datos dudosos brindados en los expedientes y que tomaran una decisión final sobre su legitimidad.

Otro de los problemas que debió enfrentar la Comisión tenía que ver con la identidad misma del solicitante: ¿se trataba realmente de la persona indicada en la documentación histórica proporcionada por los directores de las colonias? En el Brasil existe el documento nacional de identidad, en el cual consta la huella del pulgar del titular, su foto y fecha de nacimiento, así como el nombre de ambos padres. Pero este documento, conocido como RG, generalmente se emite sobre la base del certificado de nacimiento del titular, que no incluye ni foto ni huellas digitales. Dado que, sobre todo en las décadas de mediados del siglo pasado, los certificados de nacimiento no se emitían inmediatamente al nacer el titular y podían pasar años antes de que se emitieran, era casi imposible que para registrar a un hijo el registro civil les exigiera a los declarantes más pruebas que su propio testimonio. Asimismo, como los documentos nacionales de identidad son expedidos por distintos estados y el sistema no está articulado a nivel federal, una misma persona puede tener más de un documento de identidad. Por lo tanto, no es sorprendente que en la depuración de los reclamos los expertos de la Dirección Federal de Seguridad Social que se asignaron a la tarea detectaran una serie de fraudes aparentemente deliberados: una misma persona que había presentado varios reclamos de compensación financiera bajo distintas identidades, o personas que habían asumido la identidad de una persona ya fallecida que había estado internada, etc. No obstante, era mucho más común encontrar lo que parecerían ser errores administrativos: documentos de la misma persona en las que los nombres tenían pequeñas diferencias; datos como el nombre de los padres o la fecha de nacimiento en los documentos de identidad que no coincidían con los registros hospitalarios correspondientes, etc. Estas imprecisiones ya habían causado algunos inconvenientes en el pasado. Las deficiencias que presentaba esta particular tecnología de identificación personal recién se pudieron detectar cuando la burocracia gubernamental alcanzó una escala suficientemente grande como para realizar verificaciones sistemáticas (y detectar incongruencias).

Si para la primera generación de activistas (los internados en las colonias) la obtención de documentación ya resultaba un problema, estas complicaciones se ven agravadas para la generación de los filhos, quienes, además de tener que documentar la internación obligatoria de sus padres, deben probar el vínculo de parentesco. En el mejor de los casos, los padres siguen vivos y ya transitaron por algunos de los procedimientos para probar que fueron internados en las colonias por padecer la enfermedad de Hansen durante el período crítico de represión. A los hijos de estos exinternados se les asegura que, al haber sido declarados hijos biológicos de sus padres al momento del nacimiento y al poder probar su filiación mediante un documento de identidad correcto, no tendrán problemas para que se les reconozcan los derechos que reclaman y que los harían beneficiarios de una eventual compensación. Pero en la mayoría de los casos los padres fallecieron con anterioridad a la aprobación de la ley de 2007 y los hijos deberán investigar por su cuenta, persiguiendo documentos antiguos que esperan que alguien haya conservado en los archivos de las colonias.

Como los preventórios estaban reservados exclusivamente para los hijos de personas internadas en las colonias, un filho podría probar su derecho a reparación demostrando que estuvo en uno de estos orfanatos en algún momento de su infancia. Sin embargo, si los expedientes médicos de las colonias dejan mucho que desear, la documentación escrita de estos orfanatos es aún más problemática. Muchas de estas instituciones pasaron por distintas administraciones durante su existencia, alternando entre distintas órdenes religiosas de la Iglesia Católica. Para principios de la década de 1980, con el fin de la segregación obligatoria, las instituciones se orientaron hacia otros sectores de la población (personas sin hogar, ancianos). En la siguiente década, bajo el fuerte impulso del movimiento antimanicomios, y ante la condena general de los grandes orfanatos, estipulada en el Código del Niño de 1990, se demolieron la mayoría de los edificios donde se alojaba a los filhos. De manera que quienes tratan ahora de seguir las “huellas documentales” para probar su condición de beneficiarios suelen quejarse de que no han podido encontrar ni rastro de los registros de la institución, y mucho menos un director legalmente responsable de tales registros. Algunos de estos interesados, cuyas sospechas fueron avivadas por informes en la prensa que destapaban escándalos relacionados con orfanatos católicos en el pasado, y previendo que la iglesia no querría responder económicamente, se quejarán de que la “pérdida” de documentos fue intencional: “Ellos dirán que fue un incendio, pero para mí, la causa del incendio no fue un accidente.”

Los filhos también podrían esperar encontrar pruebas de su filiación consultando los formularios que se llenaron cuando internaron a su madre o a su padre en la colonia. Pero en la mayoría de los casos no encontrarían más que una indicación, escrita a mano bajo “Otras observaciones”, de la cantidad de hijos que tenía el paciente. Es muy raro encontrar algún otro dato: ni la edad ni el sexo ni mucho menos el nombre de esos hijos. Para probar su filiación, el filho separado debe por lo tanto presentarse con el certificado de nacimiento correspondiente, lo que es muy difícil para personas nacidas a mediados del siglo XX, cuando el Brasil era un país predominantemente rural y la mayoría de las madres daban a luz en sus casas e inscribían a sus hijos varios años después de nacidos.

La circulación de los niños entre la casa de sus padres y las de sus abuelos, padrinos, vecinos y amigos era una práctica común de las clases trabajadoras del Brasil (Fonseca, 1995) que se acentuó en el caso de los filhos. La enfermedad fue un elemento más en una larga lista de dificultades (pobreza, migraciones, muerte e instabilidad de la pareja) que llevaba a las familias a aunar recursos. Aunque no fueran analfabetos, la mayoría de los padres “sustitutos” no estaban familiarizados con la burocracia estatal, de manera que si en alguna instancia (en la escuela o un hospital) se les pedía que presentaran documentos de los niños a su cargo, optaban por la vía más expeditiva y simplemente los inscribían como hijos propios para poder obtener un certificado de nacimiento. Esta práctica, aunque técnicamente ilegal, estaba muy extendida y, en la mayoría de los casos, parece haber servido a todos los interesados. Sin embargo, esta tecnología particular de establecimiento de la identidad familiar no resistiría el paso del tiempo y resultaría totalmente inadecuada para satisfacer los requisitos de la Comisión Interministerial.

Vemos entonces que al tratarse de elementos que pueden perderse o destruirse fácilmente, puede resultar difícil dar con tales documentos, que además son frágiles e incluso perecederos. Y aún cuando aparecen, puede ponerse en duda su autenticidad. De hecho, fuera de la red tecnológica que se considera necesaria para su estandarización, preservación y clasificación, los registros escritos tienen poco valor. Puede ser que se los actualice, se los ponga “en orden” —con los sellos requeridos por las exigencias del momento— pero, aún así, el aura de legitimidad duradera puede ser solo una ilusión. Otras tecnologías, tanto anteriores como posteriores, pueden entrar en escena y provocar giros inesperados.

Queda aún una pregunta importante: ¿Hasta qué punto estos cambios en tecnologías de identificación se refieren a (o reflejan) relaciones sociales reales? En la siguiente sección, nos acercamos a otra tecnología —los recuerdos de los sujetos— con la que esperamos delinear algunos puntos que pueden proponer una respuesta.

5 Recuerdos: la importancia de las tecnologías de apoyo

Para quienes siguen viviendo en las inmediaciones de las colonias, los relatos orales —especialmente de los integrantes más viejos de la comunidad— son la fuente de información más confiable del pasado. A través del relato de sus experiencias personales, las parteras, empleadas de hospitales o simples vecinos y familiares de la generación mayor resultan esenciales para llenar los vacíos dejados por certificados de nacimiento con errores, padres desconocidos o adopciones informales. Aún quienes ya no viven en la zona pueden tener recuerdos de un funcionario particular que son más útiles que los registros oficiales. Alba, una joven que fue adoptada con pocos meses de vida por una familia de clase media de Belém, nunca había pensado en buscar a su familia biológica. Pero un día, luego de perder su documento de identidad y consultar su acta de nacimiento para tramitar un documento nuevo, se sorprendió cuando el funcionario público que la atendió en un pueblo cerca de la colonia donde había nacido, le dijo: “¡Pero! Así que eres la hija de X e Y. Yo soy el funcionario que casó a tus padres”. Poco después de recibir esa información, y aunque no lo había buscado, Alba se reencontró con gusto con su familia biológica.

La historia de Alba muestra un tipo de “tecnología de apoyo” —esto es, pequeños datos aportados por testigos directos—que puede desencadenar relatos y generar un sentido de pertenencia familiar o cambiarlo. Pero en muchos casos, la muerte y las distancias geográficas crean obstáculos que impiden acceder a esa información. En el siguiente caso, veremos cómo llevó años —y la proliferación de tecnologías modernas de comunicación (transporte, telefonía, etc.)— para que vagos recuerdos surtieran realmente efecto.

Marília, una madre de tres que vive en Belém, es uno de los “niños separados” que, a pesar de no haber padecido ella misma la enfermedad de Hansen, la ha incorporado como parte integral de su saga familiar. Ella cuenta que su madre, que vivía en una zona rural de Macapá, tenía solo nueve años cuando sus padres se enteraron de que tenía lepra. Al principio, construyeron una casita para que ella viviera apartada de los demás, pero su hermano mayor estaba preocupado y decidió llevarla a la ciudad con la esperanza de que allí recibiera tratamiento. La niña fue colocada en el servicio doméstico en la lejana ciudad de Belém, pero sin que se les dijera nada a sus empleadores de la enfermedad que padecía. A medida que pasaban los años, la enfermedad avanzaba, con síntomas cada vez más visibles. Cuando los patrones se dieron cuenta de que la empleada, ahora una joven de quince años, tenía lepra, la llevaron en seguida a la colonia de leprosos más cercana (Colônia do Prata, en las inmediaciones de Belém). Poco tiempo después, tras conocer el paradero de su hija, la madre se trasladó a la colonia, con la esperanza de poder llevársela a casa, “pero los médicos le explicaron que no podían vivir juntos debido al riesgo de contagio”. De manera que la joven maduró, se casó, tuvo hijos, envejeció y murió —todo dentro de la colonia— sin volver a ver a ningún integrante de su familia original.

Marília tenía más de cuarenta años cuando conoció por primera vez a un pariente materno. Había llevado a sus hijos a pasar unos días en la casa de un tío (paterno) en un pueblo construido en los alrededores de lo que había sido la antigua Colônia do Prata, y estando allí vio a un hombre que sacaba fotos y preguntaba si alguien conocía a una “Dona Sebastiana”. Cuando Marília le dijo que así se llamaba su madre, vio que el hombre sacaba un teléfono celular y anunciaba entre llantos a alguien del otro lado de la línea: “Ma. Los encontré. Encontré a la familia de la Tía”.

La madre de Marília, internada en la década de 1960, obviamente no conoció los beneficios de Internet. Es más, probablemente tampoco haya tenido ninguno de los otros respaldos materiales de identificación. Como ya señalamos, muchos, e incluso la gran mayoría, no tuvieron certificado de nacimiento —el principal documento de identidad en ese momento— hasta muy entrada la adultez. Las fotos eran prácticamente inexistentes. Ocasionalmente pude ver un retrato formal de antepasados colgado en la sala, una foto en blanco y negro gastada, por ejemplo, de una pareja de novios en el día de su boda, vestidos con ropas sencillas y mirando a la cámara con seriedad, reflejando la estética de solemnidad de esa época. Pero aún en el caso poco probable de que la madre de Marília hubiera podido encontrar y retener tesoros tales como una foto —o incluso los nombres completos de sus padres— probablemente no le habrían servido de mucho. La mujer no tenía los medios (dinero o mapas) para viajar, casi no había teléfonos y en poblaciones mayormente analfabetas como esta las direcciones son irrelevantes.

Yo supe de solo una instancia en la que se logró ubicar por carta a un familiar del que no se sabía nada hacía muchos años y fue a raíz de un contacto iniciado por el mismo familiar, a quien habían adoptado legalmente en Alemania. Luego de haber ubicado a su madre biológica a través de registros judiciales, le escribió una larga carta que envió a los servicios sociales locales para que se la entregaran a ella. Sin embargo, la hermana de la adoptada me cuenta que nadie de la familia se acuerda mucho de los detalles, si la carta estaba escrita en alemán o portugués, cuál era la dirección de la hermana alemana, nada de eso.… La madre murió hace tiempo y la carta al parecer se perdió cuando la familia se mudó a otra casa. El hecho de que la hermana adoptada en Alemania no reactivara el vínculo con sus familiares brasileños sugiere que los lazos de sangre no son suficientes para generar un sentido de “pertenencia” a una familia. Parecería que, en este caso, para que este tipo de “reconocimiento familiar” surta algún efecto deberá incluir más que el recuerdo de lazos biológicos.

6 Narrando el pasado, activando y desactivando parentescos

Como vimos en el caso de Marília, los recuerdos ayudan a llenar lagunas al colocar a las personas dentro de lo que perciben como la estructura determinada de su parentesco de sangre. Pero también reavivan nociones de parentesco “práctico” o “performativo”, es decir, relaciones familiares creadas a través de experiencias compartidas (Bourdieu, 1979; Carsten, 2000; Van Vleet 2008)6. Muy al principio, en uno de mis primeros encuentros informales con un grupo de filhos en la Colônia do Prata (cerca de Belém), me di cuenta de hasta qué punto la idea de pertenencia a una familia se construye en torno a hechos de la infancia políticamente cargados.

Mientras escuchaba los relatos de unos seis o siete amigos de entre treinta y cinco y cuarenta y pocos años de edad, sentados alrededor de una mesa en la cocina de la casa de uno de ellos, me sorprendió la cantidad infinita de recuerdos que podían hilar juntos. Los vínculos que sentían parecían tener que ver tanto con la experiencia compartida de vivir en un pueblo pequeño como con lo que habían sufrido durante los años que estuvieron en el orfanato. Se sostiene que algunos de los filhos tienen incluso una marca física de su pasaje por el orfanato, un fenómeno que se conoce como cabeza de “tapa de olla” (tampa de panela), un aplastamiento de la cabeza que supuestamente se producía por dejar a los bebés acostados durante horas en la cama bajo los efectos de calmantes para facilitar el cuidado. Pero esa hermandad que sentían era más evidente en las muchas anécdotas sobre cómo se cuidaban unos a otros.

La mayoría de los “niños separados” tenían hermanos internados en la misma institución, pero sus recuerdos más vivos en general tienen que ver con otros niños: los más cercanos en edad, los que trabajaban con ellos en el campo o los que sufrieron a manos de los mismos cuidadores. En esa charla informal, contaban sus anécdotas y apelaban a los demás para que las confirmaran con preguntas como “¿Te acuerdas cómo te cuidé cuando te quebraste el brazo?”, etc. La cercanía a otros del mismo grupo etario parece haberse intensificado con el sentimiento que muchos comparten de haber sido “abandonados” por sus padres.

Muchos de los internados en los orfanatos pasaron años sin tener contacto alguno con su madre o su padre. Algunos cuentan que, “para no asustar a los niños”, solo se les permitía visitar a sus hijos a aquellos pacientes internados en la colonia que no tenían lesiones en la piel. Otros sostienen que sus padres tenían que “dar negativo” —esto es, debían ser declarados curados— antes de que pudieran acercarse al orfanato. En cualquier caso, los adultos tenían generalmente prohibido tocar a sus hijos, lo cual explica la reiterada referencia en los relatos a un muro bajo de ladrillos (o un vidrio, dependiendo de la colonia) que separaba físicamente a las dos generaciones durante las visitas. No es sorprendente que, además de la enfermedad y la miseria, la frustración que significaba la visita llevó a que muchos padres desistieran de intentar ver a sus hijos, y también es natural que para los niños en los orfanatos la familia pasara a estar representada por vínculos que poco tenían que ver con la biología: “Cuando llegaba el día de visitas, ahí, todos éramos padre y madre”.

Años más tarde, cuando estos hijos fueron reintegrados a sus familias por decisiones sumarias (ya fuera por haber alcanzado la mayoría de edad o, como en el caso de los filhos menores, por el cierre del orfanato), muchos padres, y también muchos hijos, tuvieron la sensación de que se los condenaba a vivir con perfectos desconocidos. Edmundo, un empresario y activista de mediana edad, me cuenta que las monjas del orfanato le comunicaron a su padre (un exinternado) que le devolverían a sus hijos y que el hombre les contestó: “¿Hijos? ¿Qué hijos? Si el gobierno me los quitó que los críe el gobierno”. Es significativo que Edmundo insista en que no necesita probar su vínculo de sangre con sus padres para poder acceder a los beneficios que le corresponderían por su condición de filho separado. Según él, alcanza con demostrar que nació en el hospital de la colonia porque, en la época en que nació, los hijos eran separados inmediatamente de sus familias. Nuestro interlocutor ha optado por representar su identidad documental en términos de su experiencia de vida, minimizando el papel del padre que lo rechazó tan abiertamente.

Vemos en esta historia cómo ciertas experiencias desactivan lo que algunos considerarían relaciones naturales de parentesco. Hay, por otro lado, experiencias que activan formas inesperadas de vínculos. Edmundo agrega que cuando dejaron el orfanato, sus hermanos y él fueron a vivir por unos seis meses con los padres “adoptivos” de una de sus hermanas. Para ese entonces su madre biológica había fallecido de complicaciones de la enfermedad de Hansen y Edmundo empezó a “rodar” de casa en casa, alojado a veces por exinternados de la colonia y otras veces por monjas que prestaban ayuda en el vecindario.

Como dijimos anteriormente, esta forma de socialización de las responsabilidades de crianza era habitual entre las clases trabajadoras del Brasil. Muchos de los filhos tenían hermanos mayores que antes de cumplir el año habían sido colocados con otra familia (generalmente familiares o vecinos) con anterioridad a que sus padres biológicos fueran enviados a la colonia. Otros, como Marília, nacida cuando la madre ya estaba internada, pasaron su infancia en el orfanato o en un hogar de acogida elegido por sus padres. Hubo otros, como Edmundo, que ampliaron su red de seres queridos al dejar el orfanato. Entre los que fueron separados cuando tenían pocos meses de edad, algunos quizás no se enteren nunca que fueron adoptados. Si bien es normal que al crecer la gente sepa distinguir claramente entre unos “padres” y otros, muchos no hacen una distinción entre familia biológica y vínculos jurídicos y siguen refiriéndose a quienes los adoptaron o criaron como “mi madre” y “mi padre” cuando se les pide que abunden sobre los lazos familiares.

No obstante, la idea de los lazos de sangre sigue siendo fuerte y —como vimos en los casos de Aida y Marília— es escuchando a los vecinos y sopesando los chismes locales que los filhos logran determinar con algo de certeza quiénes son sus parientes biológicos. Estos recuerdos son necesarios, pero no suficientes, para que una persona adquiera la condición jurídica de filho. Para aquellos que no cuentan con documentación o que solo obtienen documentación incompleta o con errores, las autoridades sugieren que precisarán algo más que testimonios orales para demostrar el “hecho” de la filiación. Y es ahí que entran a jugar lógicamente las pruebas de ADN, para demostrar no tanto el vínculo filial sino el lazo biológico entre hermanos.

7 De descendientes a hermanos

Igual que en el caso argentino, aquí también tiene cierta urgencia la recolección de material genético de la generación de los padres. La mayoría de los pacientes originales que fueron internados por la fuerza en las colonias de leprosos ya murieron, pero hay algunos que siguen vivos. Debido a que el equipo del INAGEMP no tiene previsto exhumar restos humanos, las muestras genéticas de los que aún viven pueden resultar cruciales para la identificación de filhos “perdidos”. No obstante, muchas de las muestras vinculadas a los más o menos sesenta registros que hay en el banco fueron donadas por personas que buscan a un hermano o una hermana, lo cual es un fuerte indicador de la importancia del vínculo fraternal en este contexto.

Gran parte del rigor técnico y jurídico aplicado en el caso de los filhos es similar al aplicado en Argentina. Allí, ante la necesidad de ubicar a sus nietos, a mediados de la década de 1980 las Abuelas crearon un “índice de pruebas de abuelos” para que se pudiera verificar la relación genética entre generaciones alternas, aún en ausencia de los padres (Abuelas, 2008). Los criterios utilizados hoy en el Proyecto Reencuentro para verificar la relación fraternal son una extensión lógica. Pero la tecnología es a la vez más sofisticada y más simple que cuando las Abuelas iniciaron su búsqueda. Hoy, ambos proyectos utilizan los kits de pruebas de Applied Biosystems que tienen un número alto (23 en el caso del Brasil) de loci de repeticiones cortas en tándem. Al utilizar saliva en vez de sangre, las muestras se recogen con relativa facilidad en distintas ubicaciones geográficas, luego se colocan los frasquitos con las muestras en bolsas que mantienen la temperatura ambiente y los protegen de la luz y se envían a un laboratorio universitario acreditado donde se realizan los análisis. Como los activistas de MORHAN son quienes se encargan de preparar la documentación necesaria —incluida fotocopia del documento de identidad y una constancia de domicilio de cada interesado—, con solo dos técnicos se pueden recoger hasta cien muestras por día. A principios de 2014, se habían realizado unas 196 pruebas. En 158 casos se confirmó una relación entre hermanos. En otras pruebas que tuvieron menos del 80% de coincidencia de repeticiones cortas en tándem (STR) se determinó que los resultados no eran concluyentes, lo cual estaría indicando que hay relaciones entre medio hermanos o familiares más distantes (Penchaszadeh y Schuler-Faccini, 2014). Hasta el momento solo ha habido dos “exclusiones” determinantes de consanguinidad.

Para los fines legales que persiguen los filhos, sin embargo, los resultados de ADN aún están en la etapa preliminar de los “datos jurídicos duros”. Todavía no hay ley que les otorgue una compensación a los filhos; por el momento, los posibles beneficiarios no tienen mucha necesidad de “pruebas sólidas” de filiación. Si se llegara a aprobar una ley al respecto, queda por verse exactamente qué importancia se le adjudicará a las pruebas genéticas. Si bien las pruebas tienen el aval de una universidad y se realizan bajo controles rigurosos —desde la toma de muestras de saliva hasta la firma del informe final de laboratorio— no tienen el valor oficial de una prueba realizada por orden judicial. Si es que se promulga una nueva ley y cuando se promulgue, solo el tiempo dirá si estas pruebas serán validadas por la justicia o si se exigirán otras.

Pero las pruebas genéticas parecen tener otros efectos importantes, más allá de su validez jurídica. En referencia al enorme interés popular que despierta el ADN, los coordinadores de MORHAN señalan que las pruebas han servido para aumentar la cobertura de los medios al tiempo que garantizan una concurrencia considerable a las reuniones de la organización. El ADN es por lo tanto un ingrediente activo en la construcción colectiva del pasado (Fonseca y Maricato, 2013). Opera además como una fuerza aglutinadora, acercando literalmente a la gente. Hermanos que no se han visto en años se conectan porque uno de ellos necesita documentar legalmente su vínculo familiar. En muchas situaciones, los años de alejamiento han alimentado un resentimiento contra lo que perciben como abandono. Para algunos de mis interlocutores, que un hermano o una hermana los haya “olvidado” es tan condenable como el “abandono” de un padre o una madre. Los activistas están convencidos de que entender las circunstancias excepcionales que provocaron la separación de la familia ayuda a cerrar esas heridas, “eleva el autoestima” y promueve relaciones más armónicas entre familiares. La prueba parece estar entonces contribuyendo a la mística genética imperante (Nelkin y Lindee, 1995).

Las muestras de sangre recogidas por los genetistas pueden, de hecho, considerarse “políticas” en varios planos. La necesidad de contar con muestras de sangre materiales es el resultado de años de disputas a nivel político sobre los derechos de los ciudadanos y las políticas de salud pública —desde la benevolencia autoritaria de mediados del siglo XX hasta el clima más reciente de derechos humanos y humanitarismo liberal. Pero esta sangre también sacude las nociones de pertenencia familiar— desafiando y a veces hasta reescribiendo historias de lealtad y abandono, forzando el acercamiento entre hermanos o reforzando tensiones de larga data. Por último, la intervención de una nueva categoría de especialistas altamente calificados (los genetistas) aporta prestigio político a los reclamos del movimiento y logra así atraer la atención no solo de los medios sino de un círculo cada vez más amplio de integrantes potenciales del movimiento.

8 En espera de un día de ajuste de cuentas

Quizás el efecto más impactante producido por la introducción del ADN tiene que ver con una forma de sociabilidad que se extiende de la vida a la muerte, proyectándose hacia el futuro. Como se mencionó anteriormente, los genetistas se inspiraron en la experiencia argentina ante lo sucedido durante la última dictadura, cuando los hijos de presos políticos y desaparecidos fueron apropiados y criados por los responsables del asesinato de sus padres. Al descubrir el potencial que ofrecían las pruebas de ADN, las Abuelas se volcaron con entusiasmo a dar sus muestras genéticas al “banco” con la esperanza de que, aún muchos años después que ellas ya no estuvieran, las víctimas de supresión de identidad tendrían la posibilidad de descubrir la verdad sobre sus orígenes. Así sucede también en el caso de los filhos: ahora existe un banco de datos conformado por muestras genéticas tomadas de personas que hoy están con vida, con la esperanza de que en algún momento aparezca un familiar que todavía no se conoce.

Esta esperanza es más conmovedora aún en el caso de familiares que se creen que murieron ya hace muchos años. Durante los años de internación en las colonias, no era raro que padres recibieran la noticia de la muerte de un hijo que había sido enviado al orfanato. Pero, según me cuentan, no se les daba pruebas tangibles de la muerte de ese niño, ni el certificado de defunción ni la posibilidad de visitar el lugar donde había sido sepultado. Mis interlocutores se enteraron mucho después por la prensa que, en aquella época, los orfanatos habrían entregado niños en adopción en forma encubierta a cambio de grandes sumas de dinero. Se preguntan entonces si cuando el orfanato les informó de la muerte de un hijo no era simplemente una forma de esconder este tipo de operación ilícita.

En efecto, la revisión de hechos que parecían ya establecidos demuestra hasta que punto la noción de “familia” es una extrapolación de relaciones padre-hijo diádicas que afectan a una amplia gama de familiares de generaciones sucesivas. En los actos públicos organizados por MORHAN se puede ver grupos de personas de mediana edad —todos con algún grado de parentesco entre sí y algunos acompañados de sus hijos adolescentes— que vienen a buscar información sobre un hermano, primo o tío perdido. Antes del movimiento que literalmente creó a los filhos como colectividad reconocida y que se reconoce a sí misma, las muertes de bebés estaban prácticamente olvidadas, incorporadas a vagos recuerdos sin implicancias claras. En cierta medida los bancos de ADN han resucitado a estos familiares muertos. Elementos definitorios como las circunstancias en que se dio el nacimiento y la edad que tendría la criatura, deducidos de recuerdos de la generación anterior, se transforman de repente en datos concretos de la historia familiar. Y la inexistencia de pruebas documentales (de la muerte, y a veces hasta de la vida, del hijo) solo contribuye a ahondar el misterio que se espera que algún día resuelvan las muestras de ADN.

En este caso, la prueba de ADN funciona como una especie de conexión moral entre, por un lado, el reconocimiento de los “hechos” de los vínculos de los filhos y, por otro, el reconocimiento de la violación de sus derechos fundamentales por el Estado. La culminación de este proceso se proyecta hacia el futuro, en una suerte de día de ajuste de cuentas, en el que quienes se suponen muertos recobrarán vida y se reunirán con sus familias y los filhos finalmente recibirán la compensación que se merecen. Es interesante observar cómo en esta expectativa de retribución moral, el reconocimiento (reckoning), que hasta el momento se había definido como un proceso nunca acabado, ahora es acotado a algo que se asemeja a una verdad absoluta. Así como el ADN revela una verdad ineludible sobre los vínculos familiares, la ley de reparación sacará finalmente a la luz la “historia que el Brasil quiere ignorar”. La ciencia y la moral se unen en una victoria fundamental, relegando a segundo plano las conexiones frágiles que hicieron posible todo esto: los cálculos genéticos producidos a través de técnicas de laboratorio rigurosamente observadas, así como las duras apuestas políticas que supusieron décadas de activismo.

9 * * * *

En las ciencias sociales actuales hay casi pleno consenso respecto al carácter complejo y fluido de entidades tales como la memoria, la identidad personal y la pertenencia familiar. En este trabajo recurrimos a la noción de reckoning con el objetivo de encontrar un método de investigación que destaque las redes sociotécnicas heterogéneas que operan para estabilizar estas frágiles entidades. Hemos intentado mostrar que a pesar de que los recuerdos personales, registrados en testimonios orales, parecen ser una de las vías más efectivas que tienen los sujetos para llegar a la autopercepción, sus efectos pueden ser relativamente fugaces. Las narrativas personales reelaboran hechos y relaciones con respecto a la importancia de los lazos de sangre en función de las posibilidades que ofrecen nuevas circunstancias sociales, políticas y tecnológicas.

Para 2014, cuando realicé el grueso de mi trabajo de campo, MORHAN estaba movilizando a los filhos a través del trabajo entusiasta de secciones locales, reabriendo episodios largamente olvidados del pasado de cada uno y ayudando a consolidar un sentido de comunidad. Este movimiento social había recibido aliento público de altas autoridades del gobierno que veían con optimismo la posibilidad de reparación de los “hijos separados” 7. Fue este contexto político que trajo los testimonios personales a la atención pública. Fue también este contexto el que hizo de la documentación legal del pasado (y el presente) una cuestión vital.

Tradicionalmente, las pistas documentales han sido consideradas confiables, en particular en los procesos jurídicos. Sin embargo, como pudo constatar muy pronto la Comisión Interministerial, los registros escritos también pueden falsificarse, perderse o destruirse debido a circunstancias imprevistas. Su legitimidad y su utilidad definitiva dependen enormemente de estructuras burocráticas organizadas que tengan la capacidad de garantizar una validación, preservación y acceso adecuados. Y aún cuando estas estructuras de validación están establecidas, la llegada de las nuevas tecnologías de ADN puede provocar la “mutación” de lo que antes se aceptaba como prueba documental sólida. Janet Dolgin (2009), por ejemplo, habla de cómo los tribunales estadounidenses han “trastornado la tradición” al defenestrar la “presunción marital” en los juicios por paternidad8. De igual manera, en Francia se han revertido adopciones “irrevocables” sobre la base del derecho del padre biológico a reclamar la paternidad de un hijo dado en adopción por la madre biológica (Fonseca, 2009). Por esta razón, es entendible que ciertos filhos, a pesar de tener todos los documentos en orden, igual exigieran que se les hiciera una prueba de ADN para probar sus lazos de parentesco con un exinternado de una colonia. Como planteó un hijo particularmente persistente: “¿Qué seguridad puedo tener de que en un par de años los documentos tendrán valor alguno? Pienso que en el futuro la única prueba válida de identificación será la prueba de ADN.”

Sin embargo, las pruebas de ADN suponen una red aún más compleja para llegar a “datos concretos”: desde la labor de activistas en el reclutamiento de sujetos para pruebas hasta la toma y análisis de muestras por científicos y la (esperada) validación de las pruebas por juristas. En otras palabras, ninguno de estos modos de reckoning parece ser intrínsicamente más consistente o duradero que los otros. La utilidad de estas distintas tecnologías depende muchísimo de la brujería científica brindada por las estructuras formales e informales que las rodean y que les dan vida. Parafraseando a Kowal et al, propondríamos que las diversas tecnologías compiten entre sí y se entrelazan, reelaborando el pasado y el futuro en formas no lineales en consonancia con presentes con una fuerte carga política (2013, p. 472).

Volviendo a la tesis de Carsten, en esta instancia se ve claramente cómo hechos políticos y estructuras colectivas institucionalizadas —que operan a través de la mediación de estas diversas tecnologías— han producido un tipo particular de socialización, entrelazada con nuevas formas de percibir la familia y la comunidad. Las fuerzas políticas han jugado un papel crucial en la realineación de distintos modos de reckoning que miran hacia el pasado y proyectan hacia el futuro elementos que constituyen la manera en que las personas se posicionan en el mundo. Al hacerlo, los hechos se reordenan y las relaciones se consolidan o, a la larga, se rompen. Pero en todo ello encontramos la idea de un derecho moral que crece sostenidamente y brinda al menos la esperanza de un objetivo común: un objetivo que a la vez evoca y reformula las nociones de pertenencia familiar así como los ideales de justicia social.

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