A nivel internacional, desde los años noventa se posiciona con fuerza el indígena como actor social (Albó,1991; Arregi, 2006), configurando un conjunto de demandas y reivindicaciones que oscilan entra la autonomía y el reconocimiento de territorialidades propias (Zibechi, 2007) hasta la búsqueda de políticas de aceptación de y desde la diferencia (Barth, 1976; Beaucage, 2000), remarcando sus prácticas culturales como ejes de este proceso, como las lenguas indígenas, las festividades, ritualidades, danzas y sonoridades. Es así que hoy en las principales manifestaciones y movilizaciones indígenas se hace presente una suerte de estética de la resistencia, a través de un conjunto de símbolos que constituyen un repertorio interpretativo (Wetherell y Potter, 1996) y configuran una identidad étnica, a través del uso de vestimenta tradicional, banderas, ejecución de danzas, entre otros elementos (Scott, 2000; Taypi Aru, 2011).
Específicamente en la zona andina (Bolivia, Ecuador, Perú, norte de Argentina y Chile) esta emergencia estará asociada a la idea de pachakuti. En este concepto están articulados dos términos, el de pacha, el cual hace referencia a la tierra, al espacio, la territorialidad, a un tiempo histórico y mítico, y la palabra kuti, ciclo, vuelta, giro. Por lo tanto, pachakuti se puede entender como la reinversión del mundo, el reordenamiento del cosmos (Albó, 1991; Avelar, 2009; Bouysse Cassagne, 1987). Algunos sabios han asociado el término a un ciclo de quinientos años donde la Conquista de América en 1492 evocaría un pachakuti, al igual que 1992, fecha que daría inicio a una era de luchas y reivindicaciones indígenas.
En Santiago de Chile, en esta última década, se ha ido instalando poco a poco un imaginario andino, reforzado tanto por la realización de una serie de ritos y festividades por parte de migrantes del norte de Chile, Bolivia y Perú, y de agrupaciones de danza y música andina, como por un conjunto de investigaciones arqueológicas, etnohistóricas y antropológicas, que posicionan la idea de un valle de Mapocho andino.
En la década de los ochenta y noventa se produce la migración desde Arica, Iquique, Antofagasta y Calama hacia Santiago, de un conjunto de cultores de música y danza andina, y a su vez se consolidan un conjunto de organizaciones indígenas (CONACIN, Inti Marka) y la migración de aymaras y quechuas de Bolivia y Perú se expande. En este mismo período surgen diversos colectivos de danza y música andina compuesta fundamentalmente por personas no indígenas (Mardones, 2012; Taypi Aru, 2011). A la par de este proceso se han llevado a cabo una serie de investigaciones (Bustamante, 2006; Stehberg, 2006) sobre el Pucara-huaca del cerro Chena, y diversos sitios de Santiago (León, 1983; Manríquez y Planella, 1994), a modo de caracterización de la zona central como espacio andino, lo que hoy se ha ido profundizando con los estudios
actuales de Rubén Stehberg y Gonzalo Sotomayor (2012) sobre el valle de Mapocho como inca.
Este proceso de etnificación andina ha configurado memorias e identidades de resistencia tanto de sujetos indígenas como no, desde la reelaboración de lo que se concibe por lo andino. Existe una apropiación de elementos de la cosmovisión andina de las comunidades indígenas campesinas de Bolivia, Perú, y del norte de Argentina y de Chile, los cuales son resignificados en el espacio urbano de maneras diversas, y además por sujetos que sin ser indígenas se autoafirman como andinos por el hecho de habitar en una territorialidad pluricultural. Nos encontramos con la reivindicación de otras formas de organización, sobre todo la asamblearia, que retratan el sistema de autoridades indígenas bajo la lógica de la figura del Cabildo comunitario. Se instalan prácticas como el ayni (ayuda mutua, reciprocidad) entre sujetos y colectividades, mediante el desarrollo de fiestas, como carnavales, día de todos los santos, inti raymi (año nuevo), el desarrollo de ritualidades como la pawa (mesa ceremonial), la challa (bendición a través del rocío de alcohol, de objetos, sujetos, animales y otras entidades espirituales).
A nivel político, uno de los hitos a destacar es la marcha que se realiza año a año en Santiago centro, en el marco de la conmemoración de los 500 años de conquista/resistencia en América. Aquí se despliegan un conjunto de símbolos y ritualidades de lo andino articulando lo político con lo ritual (Pease, 1981; Rengifo, 1996; Untoja, 2001).
Frente a lo expuesto, este artículo tiene como finalidad problematizar lo andino en el espacio urbano como articulación de identidades de resistencia, generadas por aquellos actores que se encuentran en posiciones/condiciones estigmatizadas, que reivindican repertorios interpretativos subalternos a la lógica de dominación e imposición mono-cultural, como reivindicaciones étnicas, prácticas festivas, y acciones políticas desde lo andino.
Este artículo se enmarca en lo que fue la realización de una investigación postdoctoral, de dos años, sobre memorias y festividades andinas en Santiago de Chile, en el Programa Psicología Social de la Memoria, Departamento de Psicología, Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Chile, mediante el desarrollo de una serie de etnografías en el ámbito de lo festivo, a través de una observación participante, en mi condición tanto de investigadora como también de danzante del colectivo Quillahuaira, y la realización de entrevistas en profundidad a migrantes aymaras y quechuas del norte de Chile, Bolivia y Perú, danzantes y músicos andinos.
Como se señala anteriormente, uno de los ejes desde donde reflexionar sobre el espacio festivo y político andino en Santiago de Chile, es la memoria en tanto configuración de identidades colectivas, y sus usos políticos de construcción del presente, la reformulación del pasado y la formación de presentes significativos. Esto implica entender la tradición como un bagaje cultural en constante transformación según los usos y significados que las comunidades elaboran y sustentan la memoria histórica y la identidad (Anquino, 2003).
La memoria es el soporte de construcción del pasado, y al mismo tiempo del futuro, otorgando continuidad y sentido al presente, mediante su reconstrucción y resignificación a través del uso del lenguaje. La memoria posee un carácter normativo en tanto generadora de pautas y de modelos de comportamiento socialmente construido y compartido, que se enmarcan en un contexto social determinado. En este sentido, recordar es hacer memoria, por ello su condición de acción social, creando y resignificando el pasado y con ello dando forma a una experiencia histórica (Vázquez, 2001).
Considerando la definición de Vázquez (2001) se entenderá por memoria de los pueblos indígenas una memoria histórica como representación del pasado a partir de su recreación y resignificación en el presente, como mecanismo de proyección identitaria, a través de sus diversos usos políticos.
La formulación de contrahegemonías es uno de los usos de la memoria que los indígenas han desarrollado para reclamar sus derechos. Las representaciones del pasado han sido utilizadas para formar identidades colectivas y alianzas más allá del ámbito de la comunidad local. La conciencia de un pasado común en términos de opresión y dominación, han resultado ser cruciales en la construcción de la identidad étnica y en la formación de proyectos políticos como la autonomía, pero al mismo tiempo integrando y resignificando elementos de la hegemonía. Por ejemplo, comunidades andinas rurales han logrado utilizar tanto la memoria oral como la escrita para reclamar derechos de posesión de sus resguardos. En este caso han utilizado las tecnologías de poder que introdujo el colonialismo tales como la escritura y los fundamentos legales de la administración colonial en aspectos agrarios para defender la posesión comunal de su territorio (Anquino, 2003).
Las memorias indígenas como resistencia se vinculan tanto a la noción de tiempo como espacio. El tiempo como construcción cultural se asocia, por ejemplo, en el mundo andino, a los sistemas de cargo (elección de las autoridades tradicionales) y a los rituales cíclicos agrarios, lugares que fijan la memoria de los actores, en que se construye una retórica de resistencia en contra del Estado colonial y nacional, articulando las demandas de hoy con la evocación de las luchas de ayer. Se enfatizan hechos del pasado, otorgándoles el carácter de símbolos en las prácticas del presente, siendo invocados como una forma política de identidad, inventando grandes trazos de su tradición.
En cuanto al espacio, la memoria produce un transitar entre sitios que se tornan acontecimientos, y éstos, a su vez, en lugares. Estos lugares no se deben pensar sólo como monumentos o sitios sagrados, sino también como instituciones o rituales celebratorios, como por ejemplo las festividades, siendo una memoria anclada en relaciones sociales concretas que le dan marco (Isla, 2003).
Según Maurice Halbwachs (1925/2004) el recuerdo individual es sostenido y organizado por la memoria colectiva a través de la pertenencia grupal, que se sostiene en marcos sociales como el lenguaje, las nociones de tiempo y espacio, y que posibilitan procesos de rememoración. La memoria se inscribe en una materialidad espacial donde las colectividades se reconocen y se diferencian, situando los recuerdos en puntos de referencia colectivos. Por ello la memoria de un pasado reconstruido está estrechamente vinculada a la construcción de identidad, de colectividad, que se expresa en el posicionamiento cotidiano de los actores.
Al hacer memoria, los sujetos construyen identidad, los recuerdos nos sitúan en colectividades configuradas desde un conjunto de sentidos de pertenencia, por ello no podemos referirnos a la memoria sin la identidad de quienes la sostienen (Piper, 2002).
En este marco, la identidad se materializa en las narrativas sobre el pasado, donde las conmemoraciones colectivas resultan escenarios propicios para que las biografías particulares y la acción de rememorar de los sujetos se inscriban en una memoria oficial, o en proceso de serlo (Isla, 2003).
En la construcción, legitimación y disputa de versiones del pasado, la memoria tanto fija como subvierte significados socialmente compartidos, mediante la identificación de las condiciones de una política del recuerdo, entendida como posibilidad para la construcción de identidades sobre el pasado y resignificadas en el presente (Piper, 2009).
La memoria, o más bien las narrativas de la memoria, son un campo de fuerzas, de luchas de poder por inscribir determinados símbolos, en que se enfatizan determinados acontecimientos convirtiéndolos en hitos y ejes de la identidad (Isla, 2003). Por ello, hablar de memorias de resistencia es hablar de identidades de y para la resistencia. Según Manuel Castells (2003) la identidad para la resistencia conduce a la formación de comunas o comunidades, que construyen formas de resistencia colectiva contra la opresión. Estas (re)elaboraciones identitarias asumen un camino diferente que el de la modernidad, los sujetos ya no se construyen basándose en las sociedades civiles, sino como una prolongación de la resistencia comunal, pero además originadas en otros marcos de referencia. A mi modo de ver lo que acontece en Santiago da cuenta de la configuración de identidades, memorias y estéticas de resistencia, a través de la reivindicación, reelaboración y apropiación de lo andino, mediante la articulación de lo festivo y lo político.
Las colectividades que se definen como andinas han movilizado y resignificado memorias históricas para construir identidades alternativas a la realidad monocultural como un mecanismo de lucha contra la homogeneización, reivindicando y recreando una nueva territorialidad, un Santiago andino, desde lo conmemorativo y ritual.
Una conmemoración es una práctica colectiva que hace e instala una memoria compartida, fijándola temporal y espacialmente, en objetos, fechas y lugares, a través de diversas acciones que buscan generar el recuerdo y la conexión entre pasado y presente (Escobar y Fernández, 2008).
Las conmemoraciones cumplen una función primordial en la permanencia de la memoria, mediante su sistematización y organización, siendo fijaciones que nos permiten analizar las tensiones y contradicciones entre los rituales que dan cuenta de continuidades identitarias y otras que se inscriben como rupturas y/o transformaciones en las prácticas y significados de la conmemoración (Jelin, 2002).
Es así que las festividades que se analizan a continuación pueden ser entendidas como conmemoraciones rituales que consolidan, resignifican una identidad colectiva y una memoria andina recreada en el espacio urbano mediante una acción performativa, en este caso festiva, reiterada en el tiempo. Lo ritual se nos presenta como una secuencia y guía de actos en que se articulan diversos lenguajes (gestos, palabras) y objetos, en un determinado lugar y momento, que influyen en un espacio extra cotidiano en función de los intereses de los actores involucrados y la atribución de un poder o una eficacia simbólica a objetos, sujetos, relaciones y hechos (Turner, 1988).
Toda territorialidad remite a una construcción cultural, configurando un espacio en que se inscriben diversos significados, por ello su uso y simbolización variará según el tipo de saberes desplegados.
Desde la cosmovisión de diversos pueblos indígenas, las montañas, los árboles, las piedras, el agua, y los caminos se convierten en símbolos que expresan el vínculo entre el mundo de los espíritus y el mundo terrenal, dando cuenta de la sacralidad de un lugar. A su vez, cada espacio sagrado conectado con otros espacios entra en comunicación con otros seres y configuran una red articulada, dibujando una territorialidad, un sistema de interacción entre naturaleza y cultura (Zapata, 2010).
El valle central de Chile históricamente constituyó un espacio intercultural, de encuentros y desencuentros entre pueblos (picunche, promaucae, inca). En esta condición, cada cultura esbozó un modo particular de sacralización del espacio. Sin embargo, desde la historia oficial, se ha tendido a negar e invisibilizar su ocupación previa, como si únicamente con la conquista española se iniciara la vida cultural en la zona.
Una serie de investigaciones (Bustamante, 2006; Stehberg, 2006) sobre el Pucara-huaca del cerro Chena, y diversos sitios de Santiago (León, 1983; Manríquez y Planella, 1994), han permitido sostener la presencia indígena en la zona, pero sobre todo la incaica en el valle de Mapocho (Stehberg y Sotomayor; 2012). Santiago no se fundaría con la llegada de Pedro de Valdivia, sino más bien habría sido un espacio cultural habitado y organizado como un nuevo taypi (centro) administrativo del Kollasuyu, en su condición de zona fértil, con abundante vegetación y afluentes de agua. Nos encontramos con una cartografía sagrada similar a otras zonas andinas, donde el centro, en nuestro caso la Plaza de Armas, configura el punto inicial desde donde se articulan cerros (como el Santa Lucía, Renca, Blanco, San Cristóbal) y huacas, en tanto sitios sagrados interconectados (Bustamante, 2006). Del mismo modo se ha ido instalando un imaginario andino, reforzado tanto por la realización de una serie de ritos y festividades por parte de migrantes del norte de Chile, Bolivia y Perú, y de agrupaciones de danza y música andina (Fernández, 2011), como por el conjunto de investigaciones arqueológicas, etnohistóricas y antropológicas, que posicionan la idea de un valle de Mapocho andino habitado por un conjunto de huacas.
Las huacas constituyen fuerzas sobrenaturales que configuran sitios, objetos sagrados y hasta personas, donde la fuerza de la pacha, la tierra, se expresa de diversas formas, como piedra, agua, tierra, o como divinidades, pero sobre todo que reflejan toda la energía (chama) del universo en una entidad específica, contenida de símbolos y significados por los sujetos que las veneran. Son ordenadores macro y micro espaciales que dibujan y establecen una geografía sagrada (Cruz, 2009; Méncias, 2009).
Una huaca es una fuerza que se encarna en cualquier objeto, sujeto o lugar sagrado, pero sobre todo tiene una fuerte relación con el culto a los antepasados. Al mismo tiempo es un lugar de concentración de poder y energía, que puede ser natural o también creado por un hombre o una mujer de amplio conocimiento; cada persona tiene la facultad de crear una huaca, siendo un trabajo intenso y complejo, por lo que no sólo remite al pasado sino también al ejercicio actual de resignificación del espacio desde sus usos y apropiaciones por una colectividad. El término también es utilizado para identificar a diversos cerros sagrados, siendo integrados a un territorio y paisaje con fuertes cargas de significación religiosa y política, en que se vivencia y perpetúa la memoria histórica de los pueblos andinos (Cruz, 2009),
El valle central, así como todo el cordón de la Cordillera de Los Andes en Chile, refleja esta dinámica de sacralización, tanto en el pasado como hoy; es así que en la región metropolitana podemos encontrar huacas-cerros como el Chena, achachilas como el cerro Blanco (Wechuraba) y Renca, y apu como el cerro El Plomo. Por lo general los apu son cerros tutelares, los mayores guardianes, que cumplen esa función dado por su altura, su poder se sostiene por su cercanía con el Tata Inti (padre sol). Los achachilas, en cambio, son los cerros más bajos o hermanos menores, protectores de las comunidades locales, donde habitan y recuerdan a sus ancestros (San Ramón, el cerro Provincia, El Abanico, la Punta de Dama, entre muchos otros).
En 1954, se genera un hallazgo que reconfirma la condición sagrada de El Plomo, el cuerpo de un niño en buen estado de conservación, acompañado por diversas ofrendas y colocado en un costado de la cima del cerro en que justo aparece el sol en tiempos de Inti Raymi, festividad correspondiente al solsticio de invierno. Este niño apodado “Niño del Plomo”, habría sido parte de un ritual llamado Capacocha, siendo una ofrenda para las deidades andinas, y por ello enterrado en una huaca de un cerro tutelar por parte de una comitiva inca, para ensoñar un nuevo Cusco, un nuevo ombligo del mundo. Según información del Museo Nacional de Historia Natural, Eliana Durán, jefa del Área de antropología en la década del 70, indicó que habría encontrado una cita en donde el visitador extirpador de idolatrías del siglo XVII, Rodrigo Hernández Príncipe, haría mención del envío de un niño para ser sacrificado en Chile, llamado Cauri Pacssa.
Actualmente, diversas organizaciones de danza y música andina, días previos al Inti Raymi, ceremonian y visitan al Niño del Plomo, el que se encuentra en el Museo Nacional de Historia Natural. Esta actividad es organizada por la Coordinadora Nacional Indianista hace más de siete años, y actualmente cuenta además con el apoyo de la propia institucionalidad del museo, constituyendo otro hito en la configuración y reivindicación de una identidad andina en la región.
Danzar es un gesto de pertenencia a una cultura. En el caso del mundo andino, a la llegada de los españoles existía un calendario de danzas, donde se festejaban y conmemoraban los diferentes estados de la tierra a través del profundo conocimiento de la astronomía, producto de la relación intrínseca del sujeto andino con el universo (Waman, 2006). Estas prácticas se llevaban a cabo en la cima de cerros o huacas y eran enseñadas por los amautas (sabios). Al imponerse la religión cristiana, estas huacas fueron remplazadas por santos cristianos, o cruces, pero su significado tradicional agrícola se ha mantenido hasta nuestros días, siendo el símbolo más importante la yuxtaposición y fusión entre Virgen y Pachamama (Milla, 1999).
La danza es ante todo en el mundo andino un espacio ritual, festivo, un universo simbólico en el que se construye un sentido de pertenencia y apropiación de una colectividad con sus prácticas culturales. Desde esta lógica el concepto de fiesta, y por tanto el de festividad responde a una necesidad interpretativa de dominar simbólicamente diversas facetas de la vida cotidiana, un fenómeno social que transita en el nivel del poder simbólico, articulando colectividades, plasmando aspiraciones grupales, facilitando la toma de conciencia o consolidando en algunos casos la alienación (Rossells, 2009). Toda festividad refleja el escenario de representaciones de los diversos rostros de una sociedad, sus contradicciones, anhelos, confrontaciones, y el reconocimiento de identidades. Es en este contexto que cobra sentido y fuerza el que sujetos y colectividades no aymaras ni quechuas se definan y se identifiquen como andinas, mediante la reivindicación de lo festivo como un lugar posible desde donde construir una identidad alternativa al modelo hegemónico.
Para caracterizar lo festivo andino en Santiago, se analizarán cuatro fiestas vinculadas al calendario agrícola y astronómico: Inti raymi, Wiñay Pacha, Anata y Chakana.
Desde la cosmovisión andina, el Inti Raymi, la fiesta del sol, que se realiza en el solsticio de invierno, es la celebración más importante, ya que es considerada como el hito que marca el fin e inicio de un nuevo ciclo, lo que podemos asociar con un nuevo año. Cabe destacar que ha sido una festividad asociada fundamentalmente al mundo inca, en tanto devoción y celebración al dios Tata Inti (padre sol), deidad central, de quien descendería el Inca. El Inti Raymi marca el inicio del retorno del sol, siendo necesario llamarlo para que regrese a su camino, a través de ofrendas, cánticos y música instrumental de caña, recibiendo los primeros rayos del sol con los brazos extendidos. Hoy se ha convertido en unos de los hechos más turísticos tanto en Cusco como en La Paz (para el caso aymara a esta fecha se le conoce como Willka Kuti, Mara T´aqa o Machaq Mara).
En Chile, la celebración no es parte del acervo cultural de aymaras y quechuas de la zona. Podemos encontrar crónicas que relatan la presencia de esta festividad en el altiplano, pero con la colonización y luego chilenización de la zona, no logró mantenerse. Será a fines de los años noventa, impulsado por la Corporación Nacional Indígena (CONADI) y algunos dirigentes e intelectuales aymaras, bajo la influencia del proceso boliviano, que la fiesta se posiciona como parte del calendario tanto oficial como local de las comunidades y organizaciones andinas.
En Santiago, hace alrededor de unos cinco años que se ha generalizado entre organizaciones indígenas y andinas, su celebración. Grupos aymaras y quechuas como Inti Marka, Kurmi y Jacha Marka, han iniciado un proceso de recuperación de cerros y huacas, a la espera de la salida del sol. Es así que hoy nos encontramos ante la presencia de organizaciones indígenas, grupos de danza y música aymara, en cerro Blanco, Chena y Santa Lucía, en la condición de espacios sagrados, pero también de observación astronómica y del entorno del Valle de Mapocho.
Hace algunos años que la festividad se lleva a cabo en cerro Blanco, siendo un espacio más bien semi-privado, y por ende menos masivo que otras festividades, realizándose en las inmediaciones de la Casa Aymara, contando con la participación mayoritaria de personas y organizaciones andinas, no indígenas, y de la agrupación aymara-quechua Kurmi.
La fiesta se inicia en la noche anterior al 21 de junio, a eso de las 21 hrs. Se realiza una mesa ceremonial donde cada persona deposita sus ofrendas, como alcohol, cigarrillos, hojas de coca, dulces, además de abundar comida y bebida para consumo de los participantes. La música y la danza constituyen elementos centrales para festejar, pero además para resistir el frío, ya que en esta zona esta fecha marca el inicio del invierno y se le considera la noche más larga y fría del año.
A diferencia de otras fiestas, donde existe claridad respecto qué danzas e instrumentos tocar según la estación del año, el Inti Raymi posee un carácter más flexible, intercambiándose diversas sonoridades. Lo importante es esperar la salida del sol en comunidad, siendo uno de los mayores gestos de ofrenda la propia espera. Al amanecer, todos se dirigen a una cima del cerro, en dirección al Apu El Plomo, para recibir el sol, dirección donde para la fecha nace el sol, y donde además fue encontrando el Inti Wawa, por lo que para muchas personas este hecho daría cuenta la sacralidad de lugar respecto de la festividad (Taypi Aru, 2011).
De manera simultánea, organizaciones como comunidad Santiago Marka junto a Fraternidad Ayllu, realizan una vigilia en cerro Chena, en su condición de huaca pero además por su condición estratégica de mirador del Valle del Mapocho, en dirección al Apu El Plomo. Del mismo modo años anteriores Kurmi y Jacha Marka celebraron esta festividad en la cima del cerro Santa Lucía sobre todo por tener una de las vistas más panorámicas del valle en pleno centro de Santiago, pero también como una forma de validar los hallazgos en torno a la presencia inca en la zona.
La conmemoración del día de difuntos es uno de los hitos del calendario andino, que cada vez se posiciona con más fuerza en Santiago.
En algunas comunidades andinas rurales, para la recepción de los difuntos, que ocurre a mediodía del 1 de noviembre, se preparan altares familiares la noche anterior, los cuales son cubiertos con un mantel, sábana o aguayo, de uno, dos o hasta tres peldaños, representando los diversos mundos andinos. Las apxatas o altares ceremoniales de difuntos, son el espacio de recepción de las almas en su visita anual, es el lugar donde se colocan los productos a ingerir por el alma en su visita, los cuales dependerán de la zona geográfica y los hábitos alimenticios de la comunidad. Por lo general sobre la apxata se coloca un manto negro o aguayo, y alrededor chuño, papa, mazorcas de maíz, y en el centro un tari (pequeño aguayo) con hojas de coca, cigarros y botellas de aguardiente y cerveza. Luego se colocan panes, frutas y guirnaldas, y finaliza su preparación con la colocación de una foto del difunto. Se enciende una vela y se da comienzo a la visita del alma (Fernández, 2006).
Las almas llegan el 1 de noviembre, a mediodía, manifestándose con la aparición de una mosca, una mariposa nocturna, ciertos vientos o sonidos, o a través del estallido de dinamita o petardos. Los familiares se reúnen en torno al altar, y se da la bienvenida a los difuntos invitándoles a que se sirvan comida. Los muertos comen a través de las visitas. En la tarde aparecen los rezadores, generalmente niños, que oran a cambio de comida, cantantes y músicos con sus pinkillos (Fernández, 2006).
En la mañana del 2 de noviembre todos se reúnen para continuar con las oraciones, tomar desayuno, y después el altar es desmantelado para ser llevado al cementerio. Las almas se trasladan al cementerio de igual forma que como aparecen, como moscas o vientos. La tumba es reconstruida encima de los sepulcros. Luego se realiza la despedida de las almas. Una vez concluida, los deudos y comunarios danzan en una fiesta que puede durar varios días (Fernández, 2006). El día 3 de noviembre se despide a las almas con una gran kacharpaya (música y danza de despedida), se desmontan las apxatas, se reparten los productos entre quienes acompañaron a la familia del difunto y comienzan detonaciones de dinamita para despedir a las almas.
El 1 de noviembre, Día de Todos los Santos en Chile, diversas formas comunitarias de conmemorar a los difuntos han logrado permanecer en el tiempo, sobre todo en sectores periféricos y alejados del poder central, político, administrativo y eclesiástico. Esta situación ha permitido que se desplieguen antiguas ritualidades y que surjan nuevas. En este día en el Cementerio General miles de personas visitan a sus difuntos, algunos cercanos, otros conocidos, algún personaje de la política y/o de la cultura nacional, o bien simplemente se acercan a dar un paseo (Fernández & Michel, 2014).
Una práctica que se ha venido dando los últimos años es la presencia de una tarqueada al interior del cementerio. La tarqueada consiste en un grupo de músicos que en conjunto realiza la ejecución del instrumento tarqa, flauta andina de madera. Esta iniciativa surgió el año 2009 por parte de algunos integrantes del Colectivo Quillahuaira, que deciden visitar a parientes y algunos muertos de carácter político-cultural del lugar. La Comunidad Wiñay Katari continuó más tarde con esta práctica, y a pesar de la disolución de la agrupación, algunos de sus integrantes han mantenido las visitas, siendo acompañados por Sariri Bailes Andinos.
En cada tumba los familiares o amistades presentan al fallecido, luego se le interpreta una canción, se le ch’alla (rocía) con cerveza, hojas de coca, mixtura, serpentinas y dulces.
Después del mediodía se pasa por el Patio 29, lugar emblemático de los crímenes cometidos durante la dictadura militar, en el que fueron depositados cuerpos de ejecutados políticos y detenidos-desaparecidos como NN. Se continúa con las visitas y saludos a los familiares para luego dirigirse a las tumbas de Víctor Jara y Violeta Parra, para finalizar con la visita al Memorial de los Detenidos-Desaparecidos y Ejecutados Políticos de la dictadura del 73 (Fernández & Michel, 2014).
En el año 2009 el Colectivo de Danzas Andinas Quillahuaira conmemoró por primera vez en Santiago la fiesta de Difuntos apodándola Wiñay Pacha. Producto de conversaciones entre personas del grupo Quillahuaira y Tinkus Legua, nace la necesidad de realizar una actividad el 31 de octubre, que desplace la fiesta de Halloween, mediante la recuperación de algunas prácticas rituales andinas por día de difuntos y reelaborando otras a partir de nuestras vivencias citadinas. El concepto de Wiñay Pacha es finalmente adoptado por Quillahuaira mediante una serie de lecturas e investigación bibliográfica sobre cómo nominar de otra forma la fiesta católica mestiza de Todas Almas, retratando un concepto más cercano a la cosmovisión andina.
Uno de los referentes pilares para esta reconceptualización serán los documentos y entrevistas realizadas a Fernando Huanacuni Mamani, aymara, investigador de la comunidad Sariri, de Bolivia, donde se plantea la referencia a un tiempo y espacio eterno, siendo la fiesta de reencuentro entre la tierra y el cielo, las fuerzas ancestrales y las comunidades de este mundo, aludiendo a la idea de Wiñay Pacha como festividad andina (Fernández & Michel, 2014).
Se decide realizar un pasacalle en la noche del 31 de octubre, en el centro de Santiago, como una forma de mostrar que existen otras posibilidades, otras lecturas de la muerte. No se plantea realizar una festividad andina propiamente tal, sino más bien tomando elementos de las culturas andinas, crear un espacio festivo mestizo, citadino. Se convocó a diversos grupos de danza y música andina, así como a los figurines de la Escuela Carnavalera de Chinchintirapié para armar un pasacalle, y luego realizar una ceremonia en lo que era la sede en ese entonces de Quillahuaira, la Capacha, en las cercanías del barrio Brasil.
Se adquiere la modalidad de traspasar año a año la organización de la festividad, mediante la figura del alferazgo, donde el grupo organizador en cuestión debía hacerse cargo del pasacalle, la ceremonia, pero además de ubicar territorialmente la fiesta. El primer Wiñay Pacha fue en la Capacha. Es así que luego de Quillahuaira, será Tinkus Legua el colectivo encargado del Wiñay Pacha, luego Alwe Kusi, que lo traspasa a Kuyukusi, para finalizar con la comunidad de Santiago Marka, que en conjunto con la Marka [organización constituida por varios ayllu de danza y música en Santiago] posicionan la festividad desde elementos más andinos, finalizando con la idea del alferazgo y de pasacalle, además de tensionar si realmente sea el concepto de Wiñay Pacha el correspondiente para denominar a esta festividad. A partir de ese momento la conmemoración se dispersa, algunos grupos realizarán la festividad en cerro Chena, otros en cerro Blanco o simplemente en sus casas, sedes, o visitando cementerios. Lo interesante de esto es que, a pesar de la fragmentación, año a año son más las agrupaciones e individualidades que realizan mesas ceremoniales para recordar a sus difuntos (Fernández & Michel, 2014).
El anata es una festividad que ha sido asociada al término Carnaval Andino. El carnaval, como festividad europea, se instala con la Colonia como un tiempo de alegría, subversión y reversión de la normalidad, celebrando la finalización de las tareas del campo, el cambio de ciclo (Quiroz, 2002; Rossells, 2009). Pero del mismo modo es necesario restablecer el orden de las cosas, por lo que para la culminación del carnaval era indispensable su muerte y entierro, que además indicaba la preparación hacia la Cuaresma, tiempo de penitencia. Con la conquista, el carnaval en el mundo andino se enlaza con el Anata. Thérese Bouysse-Cassagne y Olivier Harris (1988) señalan que el término hace referencia al tiempo de juego, pero también es conocido como supay phista, refiriéndose a la fiesta de los diablos, en tanto figuras asociadas al bajo mundo desde la imposición cristiana en los Andes. Se realiza en época de jallupacha o lluvias en el Altiplano.
Para los aymaras es el tiempo femenino, tiempo de la Paxsi Mama (Luna) y de la Pachamama, ya que la tierra está abierta, fue sembrada y aparecen los primeros frutos y flores (Rossells, 2009).
El Anata, también conocido como la fiesta o floreo de la gente, marca el fin del tiempo húmedo en el altiplano, pasando a la temporada fría y seca, asociada a lo masculino y a la madurez que se representa en el matrimonio. Es el espacio festivo de reproducción social de la comunidad. Son tres días de fiesta en la que aparece la organización espacial y social de la marka o pueblo central, en torno a las mitades, arax saya y manqha saya. En ella se pone en escena la adscripción y pertenencia a un grupo de parentesco y comunal identificado por los antepasados. En el contexto urbano cobra una nueva significación, un uso que rememora prácticas propias de los pueblos indígenas andinos, así como una reelaboración desde la vivencia citadina.
La celebración del Anata se realiza en los meses de febrero o marzo, cuando las plantas están en florecimiento. Por considerarse una época femenina es el momento vinculado a la fertilidad de todo ser viviente. Las plantas de la papa florecen, así también la quinua y las habas. Los encuentros sexuales entre mujeres y hombres de las comunidades se generalizan, derivando en muchos casos en matrimonio al finalizar la fiesta, por ello la gran mayoría de las danzas que se ejecutan reflejan un juego de seducción entre solteros (Rossells, 2009).
El Anata está relacionado con el uso de instrumentos de viento tradicionales como tarqas, moseños, y pinkillos, que representan el tiempo lluvioso. Las danzas ejecutadas están en directa relación con el instrumento. Una de las danzas principales de este período es la tarqueada, festejando la floración de las sementeras de papas en la época de cosecha. La tarqa recibe la melodía de la naturaleza en una ceremonia con el sereno, entidad encargada de dar vida y sonoridad al instrumento. Dentro de los aguayos las personas portan los primeros productos de las chacras, seleccionando los mejores para ser challados, los cuales posibilitan la multiplicación en la cosecha.
En la celebración es fundamental la challa y la instalación de mesas ceremoniales en las cuatro esquinas de todo espacio. Este agradecimiento se extiende a todo el conjunto de la naturaleza, animales, casa, bienes, etc. Lanzar agua representa la fecundidad de la tierra, donde es trascendental que esté mojada, razón por la cual se challa con líquidos para que sea más fértil. Por otra parte, la Pachamama necesita dulces para satisfacer su hambre. La serpentina y la mixtura (challa) son otros elementos fundamentales para esta festividad, simbolizando la continuidad, alegría, unidad y cooperación (Fernández, 2011).
Como se señalara, con la conquista española el Anata comenzó a ser vinculado con el carnaval europeo, como una estrategia de subordinación cultural e imposición del cristianismo mediante la asociación con elementos andinos, generándose un proceso de reelaboración, de sincretismo cultural, que finalmente dio paso a la creación de un “cristianismo andino”. A tal nivel se generalizó esta festividad que, a fines del siglo XIX, en ciudades de Bolivia y Perú, el carnaval se transformó en un conjunto de pasacalles a cargo de cofradías religiosas y de bandas de bronce, representando danzas mestizas e indígenas. Actualmente no solo grupos religiosos participan del carnaval, sino también organizaciones de trabajadores, grupos estudiantiles y folclóricos, a la par de la presencia de las comunidades indígenas. Uno de los carnavales más emblemáticos es el de Oruro.
En Chile, se pierde la tradición del carnaval en la urbe a mediados del siglo XIX, pero seguirá esta práctica viva en comunidades aymaras, quechuas y licanantay (atacameños). Poco a poco diversas organizaciones indígenas andinas fueron recreando en el espacio urbano de Santiago esta festividad. Y es así como, posteriormente a la conmemoración de los 500 años de conquista española, José Segovia, a cargo del Centro Cultural Conacin, junto a diversos actores, demandan la condición de centro ceremonial al cerro Apu Wechuraba, conocido como cerro Blanco, para celebrar el Anata andino (Fernández, 2011; Taypi Aru, 2011).
En cerro Blanco la fiesta se da inicio con el desentierro del Abuelo Carnavalón, personaje que representa la llegada de un nuevo ciclo. Este desentierro es simbólico ya que lo que acontece realmente es la confección de un muñeco que simboliza el nuevo carnaval. Durante tres días, se baila al son de bandas de bronce como de lakas (zampoñas); se come, challa (bendice) a la Pachamama, y a los asistentes, para finalizar con la limpieza del cerro, y el entierro del Abuelo Carnavalón.
El día viernes se inicia el Anata con la entrada oficial de los alférez del año en curso, para luego dar inicio al desentierro del Abuelo Carnavalón. Desde las primeras horas de la tarde comienzan a llegar los músicos, danzantes y participantes, quienes se visten para la ocasión con vestimentas andinas, portando aguayos, chullos, ojotas, polleras. La música de las tarqas marca el inicio de la festividad. Es interesante observar que la tarqueada es compuesta por músicos, tanto mujeres como hombres, de diversas agrupaciones, Lakitas San Juan, Lakitas Nuevo Milenio, Zampoñaris, Sikuri Malta, Manka Saya, además de contar con músicos provenientes de grupos de danza. Se inicia la fiesta con un pasacalle en dirección hacia el centro ceremonial del Apu Wechuraba, donde esperan los alféreces e invitados, quienes se suman al pasacalle como cabecera.
Ha llegado la hora del desentierro. Todos se dirigen hacia un costado de la Casa Andina, donde aparece el Abuelo Carnavalón del fondo de la tierra, cargado en hombros de un danzante o músico. Esta tradición del Abuelo Carnavalón es recogida del norte de Chile, Putre. José Segovia, Patara, habría traído esta práctica a Santiago (Fernández, 2011). Con el desentierro se oficia una pequeña ceremonia de bienvenida al Anata. A modo de saludo al abuelo se le challa con alcohol, saliendo luego en andas, danzando junto a los invitados, camino de regreso al centro ceremonial. En la entrada del centro ceremonial se colocan los alféreces challando a cada invitado, sirviendo alcohol; todos siguen danzando al compás de la tarqueada. El abuelo es colocado en el centro del escenario, a modo de observador; junto a él se coloca la comida, cerveza, siendo challado constantemente, encendiéndolo su cigarrillo. Se da inicio a una fiesta con música envasada, al son de tinkus, caporales, morenadas, música que se mezcla con el sonido de las tarqas, que no ha parado de sonar desde el inicio del Anata.
La fiesta dura hasta el amanecer, llegando el esperado rompimiento del alba, la espera de la llegada del Tata Inti. Esta ceremonia es realizada en lo alto del cerro, en el altar mayor donde se encuentra la chakana, la cruz andina.
Ha llegado el día sábado. Esa noche es la velada de las bandas de bronce, pero sigue siendo la tarqueada el centro de la fiesta. Los alféreces encabezan la tarqueada llevando en sus manos un aguayo que los une; el resto de los danzantes hace lo mismo con pañuelos blancos o aguayos. De tanto en tanto el abuelo es sacado en andas (en su silla) del escenario para danzar con las personas, quienes lo challan, lo saludan. Segunda noche de amanecida.
El domingo, último día de Anata, es el día de la limpieza del cerro, pero sobre todo es el momento de entregar el alferado al próximo grupo o pareja. En la tarde se desarrolla el juego de la challa, que consiste en el enfrentamiento con agua, harina, serpentina, espuma, entre el actual alferazgo y el que va a asumir el siguiente año. Al finalizar, todos regresan al centro ceremonial, donde el Abuelo Carnavalón es colocado en el centro del escenario. Todos los asistentes se cacharpayean, se lavan y visten para dar término a la fiesta. Se inicia el ritual de despedida con una tarqueada donde todos danzan. A modo de término, se continúa con la lectura del testamento del Abuelo Carnavalón. Ha llegado el momento de enterrar al abuelo en el lugar donde fue desenterrado.
En el mundo andino, la constelación de la Cruz del Sur, conocida como chakana, ha sido representada iconográficamente como una cruz cuadrada escalonada, con doce puntas y ocho aristas, correspondiendo a un símbolo de la complementariedad y ayuda mutua, base de la ordenación de la sociedad. Algunos pueblos andinos celebran el día 3 de mayo como el día de la Chakana, porque en este día (el 2 de mayo a medianoche) se genera el cenit de la Cruz del Sur (cuando la tenemos exactamente en línea recta sobre nosotros) asumiendo la forma astronómica de una cruz perfecta, indicando el tiempo de cosecha, lo que explica la tradición que hasta hoy en día persiste de proteger los cultivos marcando el área cultivada con diversas chakanas (Fernández, 2011).
Con la conquista la chakana fue asociada con la cruz cristiana, por lo que en la misma fecha de culto de su cenit la Iglesia católica impone como festividad de la Cruz de Mayo, día en que todas las comunidades indígenas adornan y sacan a procesión sus cruces, para finalmente retornarlas en lo alto de sus cerros y apachetas para el cuidado de sus cultivos agrícolas y de la comunidad en general (Fernández, 2011).
Específicamente al norte de Potosí, Bolivia, en la localidad de Macha, zona altiplánica quechua, se realiza a principios de mayo, como culto a la chakana, el tinku, ceremonia en que las dos mitades de una comunidad indígena, la parte alta y la parte baja, se encuentra en un rito de lucha, en el cual, a través de una serie de peleas entre grupos de personas que representan a la mitad de la comunidad correspondiente, se establece el grupo ganador, quienes velarán por el cuidado de los cultivos, de las fiestas patronales y de la armonía en la comunidad durante el año. El derramamiento de sangre es visto como una ofrenda a la Pachamama y la lucha entre comuneros una forma de restablecer el equilibrio mediante una intermediación simbólica y física, minimizando las tensiones internas existentes (Fernández & Fernández, 2015).
El tinku se establece como un mecanismo de regulación del conflicto, siendo además un concepto que hace referencia al conflicto pero al mismo tiempo representa la unión, el equilibrio entre fuerzas opuestas, por lo que más que un rito, es un principio articulatorio del mundo andino.
En la década de los setenta esta ceremonia poco a poco fue transformada en una danza folclórica presente en la actualidad en el Carnaval de Oruro así como en la Entrada Universitaria de La Paz. Esta danza se basa en los movimientos característicos de cómo los comuneros pelean en la festividad de la Chakana, tomando elementos de la vestimenta tradicional potosina para diseñar los trajes de los danzantes.
En Chile el tinku llega primeramente como una danza folclórica que teatraliza el encuentro, la lucha entre dos mitades, estando presente en festividades como las Fiestas de la Virgen de Las Peñas (Arica-Parinacota), de la Tirana (Tarapacá) y de la Virgen de Ayquina (Antofagasta).
Hace alrededor de diez años que organizaciones de danza y música andina en Santiago de Chile han recreado la festividad de la Chakana a través de la ejecución del tinku de corte folclórico (Fernández & Fernández, 2015) y de la celebración de la fiesta de la Chakana en el cerro Chena, San Bernardo. Este cerro ha sido elegido por las diversas organizaciones andinas por su condición de cerro tutelar, achachila, vigilante, entidad de las alturas. La reutilización del espacio del cerro Chena ha implicado un proceso de recuperación de tradiciones andinas en la religión, a pesar de no existir información respecto de la celebración en esa zona, por lo que estamos ante un proceso de creación y recreación de costumbres.
La Fiesta, en sus inicios, es organizada por el grupo de danzas andinas Yuriña. Su origen está en una postulación que realizó este grupo y otras agrupaciones a un proyecto Fondart para realizar talleres de danza andina en diversas comunas de Santiago, de tinku fundamentalmente, para finalizar con la conformación de una gran comparsa donde todos danzaran a modo de muestra. Luego surgió la idea de hacer un gran encuentro de tinku, donde participaran diversas colectividades. Se propone como fecha posible el 3 de mayo, oportunidad que calza con la festividad de la Chakana y en consecuencia del tinku. El encuentro finalmente se realiza en el cerro Chena, donde participaron los grupos Yuriña, Ayllu e Inti Talla, y es la única vez en que se portó una cruz cuadrada como representación de la chakana.
Al año siguiente la festividad contó con la presencia del Amauta Antonio, sabio andino, quien manifestara la importancia de esta festividad en cuanto generadora de guerreros en la ciudad. Para el quinto aniversario de la festividad, por primera vez los grupos logran acordar pasos conjuntos, coincidiendo en que la fiesta se celebrara en un mismo 3 de mayo.
El año anterior, gracias a un gran pasacalle llamado Encuentro del Ande, se reunieron varias agrupaciones a modo de evaluación y se comenzó a trabajar en la idea de una fiesta de la Chakana organizada de manera colectiva. La chakana se convirtió en una instancia de participación de los grupos de danza andina, a través del trabajo de comisiones (comida, permisos, transporte, etc.). Cada grupo ofrendó su paso; finalmente se hizo un convite (ensayo-convivencia) detrás de la Estación Mapocho, dando inicio a un ciclo de tres años de pasos conjuntos. Cumpliéndose ese ciclo los danzantes deben ofrendar nuevos pasos, lo que se mantiene actualmente (Fernández, 2011).
Se da inicio a la fiesta al amanecer del primer sábado de mayo, con una caminata hacia la cima del cerro Chena. Los danzantes y algunos músicos suelen juntarse en el centro de Santiago para partir en caravana de buses. Al llegar al cerro Chena todos los danzantes se encuentran vestidos de tinku; allí realizan una ceremonia al pie del cerro, para proseguir conjuntamente hacia la cima donde tiene lugar la ceremonia central a cargo de un yatiri (curandero), amauta (sabio), chasqui (mensajero) o alguna persona en condiciones de oficiar una ceremonia. Para la preparación de la mesa ceremonial los participantes, así como los encargados del ritual, ofrendan hojas de coca, dulces, alcohol, serpentina, mixtura (challa), copal, incienso. La mesa corresponde a un espacio cuadricular delimitado por un aguayo, una manta andina, que colocada en el suelo, representa los cuatro puntos cardinales. Junto a la mesa se colocan sombreros, banderas (wiphalas), instrumentos de caña, de bronce, trajes, todos los objetos que se deseen challar (bendecir) (Fernández, 2011).
Comienza la ceremonia al sonido de instrumentos de caña, se pide permiso para que sea una buena fiesta y un buen año para todos. Luego a cada uno de los participantes se le entregan hojitas de coca para que las ofrenden. Posteriormente todos los participantes challan con alcohol la tierra y beben, uno a uno, para dirigirse luego a bendecir y ser bendecidos por el fuego. Finalmente depositan la ofrenda en un costado de la mesa. Se termina con una gran danza comunitaria (Fernández, 2011).
Cuando se les pregunta a quienes dieron origen a la festividad las razones de por qué se eligió bailar en el centro de Santiago, al costado de la Catedral, muchos señalaron que se debe a que ahí existe una gran cantidad de energía concentrada en la tierra, lo más probable es que en esa zona haya habido una huaca, ya que la mayoría de las iglesias fueron construidas encima de espacios sagrados, pero sobre todo se danza en Santiago centro como una forma de irrumpir, dar un quiebre, romper con la cotidianidad de la ciudad. Actualmente, al alero de una serie de investigaciones, se ha establecido la existencia de un templo inca en la zona.
Antes del pasacalle todos los danzantes forman una gran chakana, ejecutando los pasos compartidos por las agrupaciones, de manera conjunta. Después se da inicio al pasacalle, por bloques, apoyados cada uno por una banda de bronce, por calle Estado. Al llegar a la Alameda se reinicia el pasacalle por Paseo Ahumada hasta la Plaza de Armas, punto de inicio, donde vuelven a reencontrarse las agrupaciones de danza.
La celebración culmina con una gran fiesta (el local ha variado año en año) donde participan danzantes, músicos y organizadores, y los grupos intercambian regalos, como una forma de confraternizar entre las distintas colectividades.
¿Por qué pensar el espacio festivo como lugar de resistencia?
Las festividades andinas en la ciudad de Santiago adquieren un carácter contrahegemónico en tanto lugares de memoria que desplazan el ideario monocultural nacional mediante la reelaboración y transformación de lo que se concibe por lo andino.
Uno de los repertorios interpretativos fundamentales de este proceso ha sido la reivindicación de una territorialidad andina, una geografía sagrada preexistente a la Conquista y posterior colonización, mediante una nueva representación del pasado en tanto realidad pluri e intercultural de la región metropolitana. Este proceso de construcción se sostiene sobre todo a partir de la presencia de cerros sagrados, considerados como huacas, destacando como cerro tutelar, como apu, El Plomo, donde fue encontrado un niño que habría sido colocado por los incas para ensoñar un nuevo Cusco.
Por otra parte, la propia celebración y realización de festividades en Santiago de corte conmemorativo y al mismo tiempo ritual constituyen repertorios situados en esta dinámica, como el Inti Raymi, el Wiñay Pacha, el Anata y la Chakana. En cada una de estas fiestas se despliegan un conjunto de acciones, como challar, danzar, cantar, realizar mesas ceremoniales, masticar hojas de coca y cumplir alferazgos, que reafirman el sentido de pertenencia a una identidad colectiva andina y a su vez urbana.
Hoy se puede ser andino en la urbanidad, pero además sin necesariamente ser indígena sino desde la reafirmación identitaria y resignificación de hechos pasados como símbolos presentes (Isla, 2003).
La apropiación de elementos de la cosmovisión andina aymara y quechua son resignificados en el espacio urbano a través de la reivindicación de otras formas de organización (asamblea, cabildo comunitario, ayni), articulando lo político con lo ritual. Pero sobre todo los cuerpos de danzantes y músicos devienen en el propio territorio de lucha. Las vestimentas, las técnicas corporales, la wiphala (bandera), el masticar hoja de coca, todos estos elementos configuran repertorios interpretativos desde donde posicionarse como andinos y andinas. Si bien hay lecturas y posiciones de sujeto diversos, estos cuerpos unidos en sonoridades y danzas, dan forma, de manera momentánea, lo que dura la fiesta, a un solo gran cuerpo, el cuerpo comunitario.
Es así que las festividades devienen en espacios de memoria como lugares de resistencia, desde su reelaboración y asociación con lo contrahegemónico, al mismo tiempo, asumiendo su carácter de fusión y yuxtaposición de diversos contenidos culturales, a través de un sincretismo cultural sobre la base de la indianización o etnificación de lo mestizo urbano.
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