Encarnaciones poéticas. Cuerpo, arte y necropolítica

Poetic Incarnations. Body, Art and Necropolitic

  • Ileana Dieguez Caballero
En este trabajo discuto la emergencia de la sangre como mimesis de la pérdida de cuerpos y vidas en un contexto de necropolítica, pero también como impregnación espectral de la ausencia a través de acciones artísticas. La presencia de la sangre ha comprometido estrategias metafóricas, como figuras de semejanza con las escenas de la violencia. Y también ha comprometido a la sangre misma como flujo abyecto, implicando estrategias metonímicas que generan poéticas secrecionales. A partir de las elaboraciones teóricas de Georges Didi-Huberman, me interesa abordar el imaginativo vínculo entre encarnar y sangrar a través del efecto del rojo cinabrio. Este texto aborda acciones de tres artistas. Ricardo Wiesse, Rosa María Robles y Teresa Margoles. Pero más allá de los escenarios del arte, busco pensar lo que se pinta, lo que se trastorna, en los escenarios abyectos, teñidos por la catástrofe de los cuerpos desencarnados.
    Palabras clave:
  • Cuerpo
  • Arte
  • Sangre
  • Necropolítica
This work talk about the emergence of blood as mimesis of the loss of bodies and lives in a context of necropolitic, but also as a spectral impregnation of absence through artistic actions. The presence of blood has compromised metaphorical strategies, such as figures resembling scenes of violence. And also has committed the blood itself as an abject flow, including metonymic strategies that generate poetics of secretions. From the theoretical elaborations of Georges Didi-Huberman, I am interested in addressing the imaginative link between incarnate and bleeding through the effect of cinnabar red. This text addresses actions of three artists. Ricardo Wiesse, Rosa Maria Robles and Teresa Margoles. But beyond the scenery of art, I try to think what is painted, what is disturbed, in the abject scenaries, stained by the catastrophe of the disincarnate bodies.
    Keywords:
  • Body
  • Art
  • Blood
  • Necropolitic

I

El poder de los excesos que de manera enfática vivimos en México desde diciembre del 20061, ha permeado la vida cotidiana, los hábitos y comportamientos, las iconografías y los imaginarios. Según el proyecto de investigación “Justicia en México”, a cargo del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de San Diego, que desde 2010 elabora un reporte para dar seguimiento a la violencia en el país, en promedio cada hora dos personas han muerto desde 2007 (Carrasco, 2017).

El espacio público devino necroteatro en el que se desplegaron iconografías del terror y la exhibición de la barbarie. La aparición pública de los restos, la irrupción de los cuerpos militares y paramilitares en la vida cotidiana de pueblos y ciudades, y el creciente número de desapariciones forzadas con participación del Estado, fueron las irrefutables señales de un terrible síntoma. Comenzamos a vivir en medio de una guerra siniestra en la que los civiles quedamos atrapados y muchos fueron contados como muertes colaterales2.

Nos hemos apropiado de los términos introducidos por Achille Mbembe (2006/2011) —necropoder, necropolítica— para dar cuenta de las formas contemporáneas de la vida bajo el poder de la muerte o de las políticas de la muerte. Para el teórico camerunés, el trabajo de la violencia hoy implica la re-Balcanización de nuestro mundo, gracias a la proliferación de los señores de las guerras que expresan el poder como puesta en obra en un cuerpo.

A la espectacularización de la muerte violenta en México, le ha seguido la sustracción y la invisibilización de los cuerpos, el despedazamiento atroz y su diseminación en fosas clandestinas, la reducción de los cuerpos a litros de un líquido viscoso, la desaparición de personas y el emprendimiento de sus búsquedas por grupos de familiares que han devenidos desenterradores, peritos y forenses por cuenta propia.

Pensar la corporalidad en estas circunstancias nos ha llevado a enunciaciones que no buscan ser categóricas, pese a que se han ido instalando densamente en nuestro presente y en nuestro pasado reciente. Bajo esta contingencia y desde el influjo del pensamiento de Achille Mbembe (2006/2011), sumando también las reflexiones que en este continente aportaron antropólogas y sociólogas colombianas, muy particularmente María Victoria Uribe y Elsa Blair respecto a la ritualización y teatralización de la muerte violenta, comencé a pensar el despliegue de los necropoderes en México como manifestaciones de un necroteatro (Diéguez, 2013/2016). Una palabra acotada a un te

rritorio, a una barbarie. Una noción de emergencia, no una cínica taxonomía. Una palabra pensada para borrarse, que desearía quedara inutilizada con la posibilidad de una vida digna. Quisiera equivocarme cuando he pensado que la desmaterialización, la espectralidad, el necroteatro y el cuerpo roto constituyen hoy modos reiterados para el destino de nuestros cuerpos.

Hoy ya se dice que vivimos en campos de muerte, como expresan los familiares convertidos en excavadores y forenses empíricos que buscan a sus seres queridos. Retorna la noción de espacios de muerte enunciada por Michael Taussig (1992/1995) en sus estudios sobre la violencia colonial y la cultura del terror. Bajo la acumulada oscuridad de estos tiempos, insisto en preguntarme cómo se sigue transformando el poder de dar la muerte y la distribución de la visibilidad. Achille Mbembe (2013/2016) vincula la espectacularidad infernal que trastoca cuerpos y tiempos a fuerza de operaciones de sustitución y aniquilación, en lo que él llama los “dominios fantasmales” (p. 225) del desmembramiento generalizado: “Sólo existe la vida resquebrajada y mutilada. Es el reino de las cabezas sin cuerpo, de los cuerpos sin cabeza” (p. 225).

En México, el sistema de este necroteatro estructuralmente espectral —la escena es un espacio poderosamente fantasmal, pues se constituye a partir de invocar apariciones y espectros (Carlson, 2001/2009)— ha redistribuido las formas de lo visible y sus propios regímenes de representación. Su sistema no sólo opera por la abierta exposición del régimen espectacular. Su política explora progresivamente lo siniestro, adentrándose en estrategias más fantasmales para intensificar esa condición de niebla que Zygmunt Bauman (2006/2007) ha ubicado en los cuerpos del terror. Las marcas exteriores se han ido desplazando hacia la interioridad de los espacios, hacia la secrecía impune. Lo cóncavo viene bien a lo que se oculta para intensificar su densidad. Estas redistribuciones en los regímenes de visibilidad nos empujan a mirar más allá de las cosas, más allá de los cuerpos rotos y expuestos. El terror es cada vez más líquido, pero no por ello invisible.

II

En estas circunstancias emergió en el 2011 el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, convocado por el poeta Javier Sicilia3 a partir del asesinato de su hijo, en el cual se integraron familiares y ciudadanos en general, hartos de la desenfrenada violencia e impunidad: “¡No más sangre! ¡Estamos hasta la madre!”, gritaban en sus carteles mientras avanzaban en silencio en la primera gran marcha por la Paz que caminó desde Cuernavaca hasta la Ciudad de México entre el 5 y el 8 de mayo de ese año (ver figura 1).

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Figura 1

Marcha Nacional por la Paz, convocada por el poeta Javier Sicilia. Imágenes en la Ciudad de México el 8 de mayo de 2011.
Fuente: Fotos Juan Enrique Gonzlez Careaga

En apoyo al Movimiento, miles de ciudadanos salimos a las calles, entre ellos numerosos artistas, intelectuales y activistas desplegaron diversas convocatorias. Surgieron iniciativas y colectivos que fueron tomando los espacios públicos para visibilizar las pérdidas, y que, más allá de concebirse como espacios de lamentaciones, se fueron constituyendo en gestos de indignación, en acciones de lucha y resistencia por la memoria y la justicia. Una de esas iniciativas fue “Paremos las balas, pintemos las fuentes”, que comenzó a teñir de rojo las fuentes de la Ciudad de México. Como refiere Katia Olalde (2016) en el exhaustivo estudio dedicado a “Bordando por la Paz y la memoria en México”, el grupo de personas que integraron la iniciativa de pintar de rojo las fuentes y que con el tiempo asumió el nombre Colectivo Fuentes Rojas, convocó a bordar en rojo pañuelos con los nombres de personas asesinadas en la guerra contra el narcotráfico emprendida por el gobierno mexicano. Como señala Olalde (2016), a partir de junio de 2011 se instalaron talleres de bordados al aire libre que invitaron a transeúntes e incorporaron a ciudadanos en general, constituyéndose como un “memorial ciudadano” (p. 16). Ya no sólo se bordaba en rojo. Los familiares de personas desaparecidas comenzaron a bordar en verde los nombres de los seres queridos a los que buscaban. Leticia Hidalgo, madre de Roy Rivera, desaparecido el 11 de enero de 2011 en Nuevo León, fue una de las bordadoras que instó a utilizar el color verde en los pañuelos donde se refirieran casos de desapariciones (ver figura 2).

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Figura 2

Bordados por la Paz. Pañuelos realizados por personas de distintas ciudades de México que bordan los nombres de los desaparecidos y asesinados desde el sexenio de Calderón. Fueron expuestos en la calle Juárez del Centro Histórico de la Ciudad de México, el 1ro de diciembre de 2012.
Fuente: La fotografía fue tomada por Salomé Fuentes Flores unas horas antes de la represión que acompañó la toma de posesión presidencial de Enrique Peña Nieto. Cortesía de la autora

Estas communitas de bordadoras y bordadores de pañuelos, que se multiplicaron en distintas ciudades de México, e incluso del extranjero, se instalaron en parques y plazas fueron configurando el tejido luctuoso que nos ha determinado a lo largo de estos años de predominio necropolítico: Bordar por la paz de los vivos y de los muertos. Decir sus nombres, contar cómo se los llevaron, dónde los vieron por última vez, cómo aún se les espera.

Katia Olalde (2016) destaca la dimensión sensible de los pañuelos, y señala que esta práctica privilegia no la representación del horror en imágenes, sino “la lectura, la escritura y la intervención manual de objetos que pudieran ser vistos, tocados, manipulados, agrupados, trasladados y exhibidos, tanto en espacios públicos como en redes sociales”, posibilitando que las cifras de las pérdidas tuvieran una escritura más cercana, más afectiva y adquirieran “formas posibles de empatía y solidaridad” (pp. 34-35) (ver figura 3).

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Figura 3

Pañuelos bordados por integrantes y solidarias con Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos, Nuevo León, México, instalados en el Salón de los Pañuelos Blancos del Espacio de Memoria y Derechos Humanos (Ex ESMA), Buenos Aires, el 27 de mayo de 2015, con la presencia de dos Madres de Plaza de Mayo, Línea Fundadora: Laura Conte y Enriqueta Maroni.
Fuente: Foto de Ileana Diéguez

El pañuelo, esa prenda altamente cargada de sobrevivencias luctuosas en otros espacios sudamericanos, emergió en estos escenarios como testimonio de las reiteradas pérdidas4, como documentaciones del horror que pueden hacer unos hombres contra otros; como antes lo hicieron las madres de Plaza de Mayo, las arpilleras chilenas, las mujeres guatemaltecas, las bordadoras wayuu de la Guajira colombiana y en Perú “la chalina de la esperanza” de aproximadamente un kilómetro de extensión, convocada por el Colectivo Desvela integrado por Paola Ugaz, Marina García Burgos y Morgana Vargas Llosa, tejida desde Ayacucho, Huamanga, Huanta, Cayara, Rajalla, Chuschi, Cangallo, Chimbote, Arequipa y Lima, por los familiares de las personas desaparecidas durante el conflicto armado que tuvo lugar entre 1980 y el 20005.

Expuestos en el espacio público, los pañuelos mexicanos son colgados como si evocaran el procedimiento de las literaturas de cordel. Portados sobre las cabezas de enlutadas madres argentinas, o expuestos como documentos y testimonios del horror y la pérdida, los pañuelos condensan las narrativas del dolor en Latinoamérica.

III

El color rojo con el que se tiñeron las fuentes de México y con el cual se siguen bordando los nombres de los asesinados, es una mimesis de la sangre derramada en un país que en apenas diez años ha perdido cerca de doscientas mil personas, sin contar una incierta cifra de mucho más de treinta mil desaparecidos. La mimesis de la sangre como mimesis de los cuerpos que nos faltan. Una roja y espectral encarnación de la ausencia.

Me interesa plantear la emergencia de la sangre, como mimesis de la pérdida de cuerpos y vidas, pero también como impregnación espectral de la ausencia, a través de acciones artísticas realizadas en México en el contexto de la creciente violencia que seguimos viviendo. La presencia de la sangre ha comprometido estrategias metafóricas, como figuras de semejanza con las escenas de la violencia. Y también ha comprometido a la sangre misma como flujo abyecto, implicando estrategias metonímicas que generan poéticas secrecionales.

La aproximación mimética a la sangre como manifestación de vida en la historia de la pintura, ha sido reflexionada desde la técnica del “encarnado”. Encarnar, en el vocabulario técnico de la pintura, es colorear semejante a la carne, que es también semejante a la sangre. Georges Didi-Huberman (1985/2007) ha afirmado que “un fantasma de sangre reticular recorre (…) toda la historia de la pintura” (p. 12). Y con ello apunta al “encarnado” de la pintura como un fantasma (p. 29). El encarnado es “la voz de la carne”, según Fulvio Pellegrino (1535) en su tratado Del significato de colori. “Es un colorido mediante el cual la pintura se habrá podido imaginar como cuerpo y como sujeto” (cit. por Didi-Huberman, 1985/2007, p. 31). Mediante el efecto de encarnado, la pintura imagina un cuerpo. En las antiguas recetas de Cennino Cenini, el encarnado se logra añadiendo al “blanco de San Juan”, “un rojo llamado cinabrio” (p. 27). El cinabrio “es el mejor color para imitar la sangre” y mientras más se aplique, consideraba Cenini, más profundidad daría a la superficie de las carnes, imitando a la perfección la piel desollada o “en-carnada en el sentido de una intromisión en la carne de adentro” (p. 28).

Me interesa abordar el imaginativo vínculo entre en/carnar y sangrar a través del efecto del rojo cinabrio. Porque mediante ese efecto se quiere señalar un indicio de cuerpo, un indicio de vida en la pintura: “Es un colorido gracias al cual se imagina a la pintura como si pudiera ser afectada” (Didi-Huberman, 1985/2007 p. 30).

En un contexto marcado por los excesos de violencia con la permisión y la complicidad de Estados bajo regímenes de necropoderes y necropolíticas, el arte ha recurrido a los efectos del rojo cinabrio para figurar la pérdida de la vida. Ya no para, mediante el encarnado, vestir a los cuerpos de la pintura. Sino para manchar prendas y espacios en los que se han esparcido y desaparecido restos y flujos corporales.

IV

En el momento más álgido de la llamada guerra sucia en el Perú, el artista visual Ricardo Wiesse intervino con rojo cinabrio uno de los cerros de Cieneguilla, en el municipio de Lima. Me estoy refiriendo al período marcado por el enfrentamiento entre el Ejército, sus fuerzas paramilitares y los grupos en situación de guerrilla y lucha armada desatada en el Perú a finales de 1980. En esos casi veinte años de violencia, fue la sociedad civil la más afectada. Según el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación que se hizo público en agosto de 2003, en ese período fueron asesinadas y desaparecidas más de sesenta y nueve mil peruanos y peruanas, y de esas cifras un alto porcentaje era población campesina quecha-hablante6.

El 27 de junio de 1995, pocos días después de haberse promulgado, bajo el gobierno de Fujimori, la Ley de Amnistía que exoneraba de cargos a los militares, Ricardo Wiesse realizó una ofrenda de flores de cantutas pintadas con rojo cinabrio sobre la ladera de un cerro de Cieneguilla. Allí habían sido lanzados los cuerpos de nueve estudiantes y un profesor de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, conocida como La Cantuta por las flores que allí abundan. Los nueve estudiantes y el profesor habían sido detenidos la noche del 18 de julio de 1992 por un comando del Grupo Colina7; fueron asesinados y sus restos ocultados en una fosa clandestina.

Utilizando plantillas de cartón, cuyos vacíos eran rellenados con arena y rojo cinabrio puro, Wiesse fue disponiendo o “sembrando” diez cantutas junto al sitio donde se habían encontrado las fosas. Dispuestas en distintas direcciones, las flores dibujadas alegorizaban las tumbas. La intervención insistía en la tragedia. Las manchas rojas sobre las faldas del cerro anunciaban la exhumación sangrienta de la memoria (ver figura 4).

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Figura 4

Cantuta, intervención de Ricardo Wiesse en los cerros de Cieneguilla el 27 de junio de 1995, en homenaje a las víctimas de La Cantuta, Lima, Perú.
Fuente: Fotografía de Herman Schwarz. Cortesía del artista

Cuando en La pintura encarnada, Didi-Huberman (1985/2007) desgrana las antiguas recetas de Cennino Cennini, para precisar ciertas intensidades en los usos del rojo cinabrio y precisa, citando a Cennini, que el uso intenso del pigmento “puede convertirse de golpe en una imitación de la llaga” (p. 28), nos propicia una estrategia para mirar la evocación pictórica de una de las tantas tragedias vividas por los peruanos en aquellos años. Los kilos de pigmento que Wiesse esparció con sus propias manos sobre las cavidades trazadas en el cartón para siluetear las cantutas sobre el cerro, generaron las densas manchas rojas que inevitablemente apuntaban a la herida, a la carne rota y abandonada entre las arenas del cerro.

Mucho más que una obra de arte, esta acción de Ricardo Wiesse fue una real ofrenda, un gesto de alto riesgo al ser realizado prácticamente en solitario en un terreno bajo vigilancia oficial y bajo una Ley de Amnistía que exoneraba a los militares de toda responsabilidad ante los hechos del pasado reciente, lo que hacía aparecer como un desafío al Estado todo señalamiento sobre las responsabilidades de las fuerzas militares en aquella y muchas otras masacres. El gesto oferente y el riesgo estuvieron en el modo en que el artista se involucró con el rojo cinabrio, una sustancia muy tóxica que en la cultura peruana está connotada de una poderosa capacidad para evocar a los muertos (Buntinx, 2010, p. 51) y que Wiesse manipuló sin ninguna protección, en contacto directo con su cuerpo. También la flor andina de la cantura, conocida como flor sagrada de los incas, es utilizada en los rituales fúnebres por la creencia de que su alto contenido de agua pueda servir para calmar la sed de los difuntos. Es usada incluso para realizar ofrendas a los Apus o cerros sagrados. La cantuta es conocida como “sangre de Cristo” —según apunta Gustavo Buntinx (2010, p. 54)— por florecer durante el período de Pascua de Resurrección.

V

La sangre, sin mediación pictórica alguna, ha tomado los escenarios del arte desde la segunda década del siglo XX, cuando los Accionistas Vieneses iniciaron sus rituales y acciones performáticas buscando el intercambio de energías y flujos. Tres décadas antes, la poética radical de Antonin Artaud insistía en el compromiso corporal del actor/poeta/performer como productor de un arte secrecional que involucraba sus fluidos, desechos y materias orgánicas, planteando también una compleja relación entre arte, cuerpo y dolor.

Bajo los influjos del pensamineto de Artaud, Lévy-Strauss, Bataille y Deleuze, los artistas exploraron la materialidad, los flujos y secreciones de los cuerpos como textos corporales pictóricos. Como un ejemplo notable de este tipo de prácticas, señalo la obra de la artista cubana Ana Mendieta que desde 1961 vivió exiliada en Estados Unidos, donde murió trágicamente en 1985, circunstancias inciertas. En un momento —como declarara Ana Mendieta (en Ruido, 2002)— en que los hombres estaban en el arte conceptual y hacían cosas muy limpias, ella opta por trabajar con su sangre y su cuerpo (p. 24). La sangre fue utilizada por esta artista en calidad de texto político: la sangre como rastro y pérdida (Body tracks, 1974); la sangre política con la que buscaba dar cuenta de la violencia “escondida en la intimidad de su propia casa” en Iowa (People looking at blood, 1973), mientras observaba a las personas que al pasar descubrían el sospechoso líquido derramado bajo su puerta (Ruido, 2002).

Algunos artistas que viven y trabajan en Latinoamérica desarrollan sus prácticas comprometiendo restos y fluidos corporales, propios y de otros, como estrategia narrativa: los restos y las materias hablan. No sólo exponen la avalancha de la pérdida, sino las perversas prácticas que han normalizado el trabajo de la muerte.

El desborde sensorial que nos ha impuesto la visión de las atrocidades practicadas sobre los cuerpos, ha ido marcando buena parte de los discursos y prácticas artísticas. Si los feroces excesos dan cuenta de la densidad iconofílica en la que nos hemos sumergido, las configuraciones del arte emergen entre los vestigios de estos excesos con una densidad espectral que evoca y conjura las celebraciones de lo necrofílico.

Dos artistas del norte de México, Rosa María Robles y Teresa Margolles, han realizado significativas obras a partir de las contaminaciones sanguíneas de tejidos con los que se han envuelto cuerpos de personas asesinadas en el contexto de la narcoguerra que hace más de diez años estamos viviendo. Es recurrente en el arte contemporáneo la incorporación de prendas y objetos diversos que exponen los restos metonímicos y la realidad última de los cuerpos. En determinadas circunstancias, prohibir el uso de estos contaminados objetos deviene alegato político en nombre de un supuesto estado moral. Allí donde las pruebas y los vestigios contaminantes y abyectos son desaparecidos por los propios elementos del orden llamado a investigar, los artistas se obstinan en ex/poner lo abyecto y lo obsceno.

Julia Kristeva (1980/1988) plantea lo abyecto como los desechos que caen para que podamos vivir. La orina, la esperma, la sangre menstrual, el excremento. El cadáver como “el más repugnante de los desechos” (p. 10). Lo abyecto que no es “ni sujeto ni objeto” (p. 7), está asociado a lo contaminante, pero no es la suciedad la que vuelve abyecto algo, “sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden” (p.11). De allí que nos sitúe en una relación compleja con lo moral al exhibir la fragilidad de lo legal, perturbando el orden (p. 11). Porque la abyección es “coextensiva al orden social y simbólico” (p. 92).

VI

Desde el año 2006, la artista sinaloense Rosa María Robles, ha venido desarrollando el Proyecto Navajas, realizado desde la agonía de la violencia y la crisis generalizada que vivimos en México. Una obra crucial de este proyecto es Alfombra Roja, una instalación en la que se incluían cobijas manchadas por la sangre de los cuerpos asesinados, envueltos en ellas y enviados como mensajes de terror entre los cárteles. Las cobijas ensangrentadas fueron dispuestas ante un espejo, de manera que en él se reflejaran quienes caminaran sobre las mantas. Eran cobijas que habían sido obtenidas por la artista a través de oscuros funcionarios públicos, en un país en el que la justicia es una inmensa ausencia. Pero cuando fueron expuestas en el Museo de Arte de Sinaloa, fueron retiradas y confiscadas por la Procuraduría del Estado. El desmantelamiento de la obra por parte del Ministerio Público tuvo lugar en junio de 2007. Días después, Rosa María Robles convocó a prensa y realizó el acto público de extraer su sangre para instalar un nuevo manto sangrado en el mismo lugar del que habían sido retiradas las cobijas originales. Robles creó una Nueva Alfombra Roja. Con la sangre que públicamente se hizo extraer, nuevas telas fueron contaminadas y expuestas. Como expresó la artista:

En virtud de que legalmente no es posible exhibir cobijas auténticas de personas asesinadas y encobijadas recientemente en Sinaloa, dejo aquí esta cobija manchada con mi propia sangre para seguir planteando una reflexión profunda sobre la creciente violencia y el doloroso silencio con que nuestra sociedad la enfrenta día a día. (Robles, 2007, p. 89) (ver figura 5)

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Figura 5

Alfombra Roja, del Proyecto Navajas, de Rosa María Robles. Museo de Arte de Sinaloa, Culiacán, 2007. Primera versión de esta instalación en la que se utilizaron cobijas auténticas de personas asesinadas en el estado de Sinaloa y que fueron retiradas de la exposición por la PGJS, la noche del 20 de junio de 2007.
Fuente: Fotografía de Jesús García. Cortesía de la artista.

Alfombra Roja renacía en la respuesta iracunda a la equizofrenia de las instituciones, cómplices de la barbarie, incapaces de impartir justicia, pero jugando a limpiar la imagen del Estado. La obra fue tomando la forma de un doloroso viacrucis: al abrir sus exposiciones, la artista siempre ha realizado una misma performance en la que se hace extraer sangre para verterla sobre vacinicas, cálices y manchar cobijas, mantos, sábanas. Esa acción ha ido generando instalaciones de restos que portan un inevitable registro testimonial, una pronunciación del cuerpo como mancha sintomática del destino de los cuerpos. Los mantos sangrientos son instalados como traza del acontecimiento, evocando los dolores y martirios del cuerpo social bajo regímenes de necropoder, prescribiendo la aparición de un orden sacrificial y fantasmal (ver figura 6).

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Figura 6

Performance de Rosa María Robles al inaugurar Navajas en el Centro de las Artes de Monterrey, marzo de 2012. Instalación de cobijas manchadas con la sangre que la artista se hace extraer.
Fuente: Foto de Ileana Diéguez

Alfombra Roja es una obra construida a partir de la intervención de diversos acontecimientos de la realidad. Primero irrumpieron los fragmentos corporales, los pedazos de cuerpos, las cobijas contaminadas por el flujo abyecto. Irrumpieron también los personajes llamados a representar un teatro aséptico y moral, los encargados de higienizar la escena. Y ya que no podían ex/ponerse las cobijas con los vestigios sangrientos que dieran cuenta de la transgresión violenta a los cuerpos, irrumpieron los vestigios de flujos que la propia artista expulsaba de su cuerpo. La diseminación de aquello que pretendía ser controlado, se transfiguró en nuevos gestos, nuevos mantos y texturas fantasmales que reiteraban un mismo y perturbador síntoma.

El encarnado en la pintura ha sido pensado como manifestación de un síntoma, en tanto ese colorido busca dar cuenta de características propias de un cuerpo “habitado por cambios de humor” (Didi-Huberman, 1985/2007 p. 30). Usar la sangre para manchar tejidos, enfatizando la materialidad fúnebre y fantasmal que los impregna, en un contexto donde el fantasma de la muerte violenta determina nuestra cotidianidad y modifica nuestros hábitos, es también una manera de pensar el uso del “encarnado” directamente a través de la sangre —y no del rojo cinabrio— para dar cuenta de la ausencia y la masacre de los cuerpos; no ya para dar cuenta de la vida que buscaba la pintura renacentista. Las cobijas en/carnadas colocadas por Rosa María Robles en sus instalaciones y luego en sus fotografías, son la manifestación de un resto corporal que hace demasiado ruido. No sólo escandaliza la mirada, sino el conocimiento sobre lo que sucede con los cuerpos, la vergüenza de un saber tácito que el arte grita. Las cobijas cargadas de información corporal, impregnadas de vestigios que debieran ser objeto de investigaciones periciales, en el marco del arte parecen un signo incomprensible y violento, justamente por todos los indicios que sugieren ante los ojos que quieran leer.

VII

La imagen es una forma de conocimiento, ha insistido Didi-Huberman (2012). Pero este mismo teórico ha desplazado brillantemente la noción de síntoma desde los territorios freudianos y psiconalíticos, al campo del arte, y ha pensado el síntoma como fisura en los signos, capaz de interpelarnos cuando no podemos saber “de dónde un conocimiento puede extraer su momento decisivo” (p. 24). El síntoma entonces como una interrupción en el supuesto saber que comunican las imágenes.

Los mantos en/carnados por la sangre de los cuerpos martirizados en los escenarios de la necropolítica mexicana, son el síntoma que disloca la mirada artística e interpela el sentido de la vida bajo los regímenes de los necropoderes. Esta es también la zona de tensión para pensar parte de la producción “más reciente” de Teresa Margolles. Cuando digo “más reciente” quiero apuntar a la obra realizada a partir de que “el dolor, la pérdida y el vacío” se instalaran en las calles, pues “el país ha dado un cambio tan violento que desde la morgue ya no es posible describir lo que está pasando afuera” (Margolles, 2009, p. 85). Es un modo de referirnos a la muerte violenta extendida en México como resultado de la supuesta guerra declarada por el Estado al narcotráfico.

Me referiré a algunas de las piezas de Margolles expuestas en el Pabellón dedicado a México, durante la 53 Bienal de Venecia. El título de esta exposición fue de por sí altamente sintomático, al sugerir un referente inevitable a la vez que inefable: ¿De qué otra cosa podríamos hablar?

La sangre derramada en las calles de Ciudad Juárez (Chihuahua) y Culiacán (Sinaloa), impregnada en telas, fue la sustancia con la que se pintaron lienzos y se contaminaron los salones del Palazzo Rota Ivancich en Venecia. Las telas eran sumergidas en los escenarios donde ocurrían los asesinatos, una vez que habían sido realizados los peritajes. Un grupo de colaboradores y la propia artista realizaban esta impregnación en restos de sangre aún húmeda. Una vez secas, las telas fueron transportadas a Venecia, donde eran humedecidas, rehidratas “con el agua local”, para obtener aguas contaminadas de sangre con las que se “lavaban” diariamente los pisos del Palazzo (Limpieza). Como ha expresado la artista, la idea de esta acción surge a partir de la pregunta: “¿quién lava las calles? Cuando es un cuerpo, cuando son tres, cuando son 6000 personas asesinadas en un año: ¿quién lava los restos que quedan?” (Margolles, 2009 p. 90). ¿Quién puede lavar la abyección que se extiende a todo un orden social?

Las telas y la sangre como soportes “de lo que quedó de una vida”, fueron a su vez el soporte de la mayoría de las piezas que integraron la exposición de la artista en Venecia, realizada por la literal en/carnación —como acción de manchar de rojo— con la sangre de los cuerpos asesinados en México. Las telas contaminadas por el lodo y la sangre fueron directamente expuestas (Sangre recuperada), colgadas como estandarte nacional (Bandera), intervenidas con textos-mensajes del narcotráfico que fueron bordados en oro (Narcomensajes), realizadas como acciones públicas en las calles de Venecia (Bordados).

Si bien es inevitable reconocer que la contaminación fue la estrategia fundamental que operó en el traslado e instalación de las piezas, para Margolles el sentido era involucrar, más que contaminar, como declaró en la entrevista que forma parte del catálogo de la exposición: “Yo no pienso nunca en provocar “una contaminación”, ni intento que la gente se contamine. Quiero que la gente se involucre” (2009 p. 89).

Inevitablemente, este tipo de prácticas interpelan, perturban, trastornan las supuestas narrativas confortables que algunos siguen buscando en el arte. ¿Cómo no pensar las visiones, las materialidades y los cuerpos que han ido tomando las escenas del arte? ¿Cómo no preguntarnos qué vienen a decirnos esos restos, esas prendas que se han ido instalando en el corazón de la práctica artística?

VIII

Más allá de los escenarios del arte, no puedo dejar de pensar lo que se pinta, lo que se trastorna, en los escenarios teñidos por la catástrofe de los cuerpos desencarnados, abyectos, abandonados por los flujos y las carnes. Si la encarnación en pintura fue pensada por Cenini como “una intromisión en la carne de adentro” (en Didi-Huberman, 1985/2007 p. 28), pensemos la desencarnación de los cuerpos como una salida y un abandono de las carnes, pero también como una contaminación que implica una en/carnación, una inquietante coloración, un trastorno, una mutación de los entornos hacia donde se disipan los flujos y las carnes de los cuerpos.

Existe un terreno en México que parece pintado por ese terrible rojo cinabrio. Parece también como si allí tomara siniestra forma la declaración que en el siglo XVI hiciera Dolce: “Yo creo que en este cuerpo Tiziano ha empleado carne para hacer los colores”, como si imagináramos en palabras de Didi-Huberman (1985/2007) “a algún Apolo desollando a Marcias para llenar su paleta” (p. 25). Ese lugar se llama La Gallera, está en las márgenes de Tijuana. Fue un predio utilizado por Santiago Meza, conocido desde el 25 de enero de 2009 como El Pozolero, por sus labores como “cocinero” de cadáveres humanos al servicio de uno de los cárteles mexicanos. En ese sitio se disolvieron en sosa caústica alrededor de 300 cuerpos, según confesiones del propio Meza. Un pequeño letrero blanco, sujeto a una pared de ladrillos, da hoy testimonio de que en las fosas ubicadas junto al muro se encuentran 17 mil litros de restos humanos desintegrados en ácido. En el documental Pie de página, realizado por Paola Ovalle y Alfonso Díaz, aparece una difícil imagen, cuando un familiar hurga con un palo y va removiendo la tierra enrojecida, encarnada, por las materias y los flujos de los cuerpos disueltos en ácido y vertidos sobre esos terrenos.

IX

Los cambios en la coloración y texturas de los terrenos y paisajes en México, son un indicio importante para los familiares organizados en Brigadas de Búsqueda, cuando viajan al interior de los estados para detectar fosas clandestinas y localizar cuerpos: un cambio de color y textura puede dar cuenta de la tierra removida recientemente y de la cercanía de fosas clandestinas (ver figura 7).

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Figura 7

Fotografía de fosas clandestinas tomadas por familiares organizados en Brigadas de Búsqueda por los desaparecidos en México.
Fuente: Cortesía de Mario Vergara

La falta de sepultura, ha insistido Nelly Richard (2007), “es la imagen sin recubrir del duelo histórico que no termina de asimilar el sentido de la pérdida y que mantiene ese duelo inacabado” (p. 109). Lo insepulto es una deforme figura que aparece de múltiples maneras en los escenarios pasados y presentes de América Latina. A veces el arte va tras ella, en una siniestra fascinación por lo deforme, lo improbable, lo inasible. Pero como acto desesperado por imaginar formas posibles para tan desgarrador pathos. Las prácticas artísticas en este contexto están deviniendo ritos luctuosos, marcos para conmemorar y llorar a los que ya no están, moradas alegóricas donde habitan vestigios de lo que fue una vida.

Una parte del arte latinoamericano contemporáneo —concebido a partir de materialidades que estuvieron vinculadas a negociaciones de flujos y cuerpos—, nace de las contaminaciones con las formas de supervivencia de la vida y la muerte. Walter Benjamín (1989/2006) nos dejó una comprensión de la alegoría en el trabajo de lo vestigial, de lo fragmentario, de lo que está vinculado al trabajo de la muerte y la descomposición. En nuestra contemporaneidad, los vestigios que el arte abraza pudieran ser leídos como alegorías espectrales del despedazamiento de lo humano, como en/carnaciones de lo que fue un cuerpo. Y aunque el arte es parcamente la reverberancia de la pérdida, aun así, lo que sucede en ese marco redimensiona lo que parece invisible en el espacio real. Los cuerpos desencarnados en los escenarios abyectos teñidos por la catástrofe del desmembramiento y la aniquilación, son apenas evocados en las formas espectrales de las en/carnaciones poéticas. Es necesario reconocer la transformación destructiva que opera en las emanaciones fantasmales que encarnan los vestigios a los cuales son reducidos los cuerpos. Precisamente por ello no creemos en la idea de que el arte hace “aparecer”: El arte no hace “aparecer” nada, no cambia nada, apenas apuesta a imaginar, pese a todo.

Referencias

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