Entre finales de 2012 y principios de 2014 en Uruguay se legisló en torno a la interrupción voluntaria del embarazo, el matrimonio igualitario y la regulación de la marihuana por el Estado, pautando un proceso político que luego decantó en ser denominado como “agenda de derechos” y que incluye también la aprobación de otras medidas, como la "ley de medios", que regula los medios de comunicación, las cuotas para personas afrodescendientes o la ley de salud mental. En particular suele contarse en este período un cuarto hito: la victoria en una votación nacional obligatoria frente a una iniciativa que proponía rebajar la edad de imputabilidad penal de 18 a 16 años, que tenía al principio un apoyo de en torno al 70% de la población y de casi todo el espectro político.
Los defensores de la agenda de derechos parecerían haberse salido con la suya, contra todo pronóstico inicial y sin embargo, desde el punto de vista de esos mismos defensores, un definido malestar rodea las implementaciones y las políticas oficiales establecidas: avances y retrocesos en todos los casos configuran un escenario donde aún tiene lugar una disputa. Bajo el cambio en el Derecho, subyace todavía el forcejeo.
En lo que sigue se profundiza en esta situación, se busca interpretar el proceso en el entendido de que es relevante para comprender y expresar elementos de la situación política en el Uruguay actual, pero también para reflexionar en torno a este tipo de demandas de importancia creciente y los movimientos y organizaciones sociales que las sostienen.
Existe una literatura importante sobre el período a nivel nacional1; aquí se problematizan solamente cuatro aspectos concatenados. De una parte, se muestra su origen acontecimental (Badiou, 1988/1999, Lazzarato, 2006), su procedencia de fuerzas vivas que desarrollaron una estrategia exitosa. En segundo lugar, se discute el componente “juvenil” que anima estas demandas, en un país envejecido y con problemáticas relaciones de edad, y la conexión generacional específica que las soportó. De otra parte, se comenta el componente emancipatorio de estas propuestas: implican avances respecto al ejercicio despótico del soberano, heterotopías, pero a la vez resultan en la demarcación de poblaciones, sujeto gubernamental (Foucault, 2004/2006; 2005/2007). En último término, en tanto la vida sigue, se presenta cómo en cada caso un conjunto de suplementos y dispositivos durante la discusión y las respectivas implementaciones implicaron efectivamente una serie de límites que insistían buscando inmunizar a la comunidad (Espósito, 2002/2009), estableciendo fronteras y desafiando nuevamente esos acontecimientos, en un cierto estado de excepción (Agamben, 1995/2006) donde se pone en juego la relación entre fuerza de ley y Derecho (Derrida, 2008).
En la discusión del estatus político de esta agenda, del desafío que significan la inclusión de nuevas prácticas y el ensanchamiento de límites en el Derecho, pueden encontrarse algunas pistas que permitan interpretar ese forcejeo subyacente: ¿quién sostiene estas iniciativas?, ¿en qué tensiones más generales se enmarcan en nuestro país?, ¿qué tipo de avance plantean, en qué territorio pretenden inscribirse? Y finalmente, ¿cómo comprender las resistencias en su implementación?
El texto es un ensayo en su forma y en tanto intento de pensar nuevamente. Se utilizan, para fundar y orientar la reflexión, entrevistas y seis grupos de discusión realizados con activistas de las cuatro campañas principales mencionadas al principio; también la participación observante en reuniones que sostuvieron en el período, y análisis de la prensa escrita de ese lapso2. No es de cualquier modo este un trabajo empírico, sino un análisis situado, una aplicación de categorías de sociología política que busca mostrar algunas aristas específicas.
En la cobertura de los medios de comunicación internacionales, la gestación de la agenda de derechos suele asociarse con el carismático presidente José Mujica. Sin embargo, recorriendo sus entrevistas antes de 2013 no se encuentran defensas firmes del aborto ni referencias al matrimonio igualitario, ni mucho menos alusiones a la necesidad de legalizar la marihuana: su discurso en esta materia era más bien relativamente conservador, plagado de referencias despectivas a los "faloperos”, apuestas a la internación compulsiva y a “encerrarlos a todos” en chacras en el campo3.
Otra interpretación frecuente deposita el origen de estas innovaciones legislativas en el Frente Amplio (FA), partido gobernante y mayoritario en el país durante tres períodos consecutivos, desde 2005 a la actualidad. Sin embargo, en los documentos de programa del lapso 2009-2014 (aprobados en diciembre de 2008) no se encuentran referencias específicas a ninguna de las medidas aprobadas. Tras el polémico veto en el período anterior del primer presidente de ese partido, el oncólogo Tabaré Vázquez4, a una iniciativa en favor de la regulación del aborto, no se incluían referencias explícitas en ese sentido. En materia de drogas se proponía un debate nacional, combatir el gran narcotráfico, fortalecer la red de asistencia en drogas, lógicas de prevención y otros asuntos; pese a criticar la política global de "guerra contra las drogas" dista de leerse la apuesta a una inédita regulación de la marihuana. El matrimonio igualitario tampoco era una iniciativa presente en el programa, aunque sí se mencionaba el avance que habían significado iniciativas aprobadas en el período anterior, como el reconocimiento legal de uniones homosexuales.
En lo referido a la disminución de la edad de imputabilidad penal, la propuesta, que emergió del conjunto de la oposición política, no fue resistida inicialmente por el FA ni por el entonces presidente, mayormente debido al alto apoyo al Sí en el plebiscito que mostraban las encuestas; la estrategia oficialista fue más bien aprobar previamente iniciativas similares que evidenciar que no era necesaria la reforma constitucional.
¿Cuál es la procedencia de esa agenda de derechos entonces? Nos encontramos ante una irrupción: emerge desde actores sociales organizados que lograron ejercer fuerza de ley y cambiar el Derecho, incluir derechos. En un lapso inusitadamente corto, la incorporación de las demandas, primero a la agenda pública y luego a la legislación, provino de un entramado de organizaciones con una importante acumulación, capacidad de articulación, de lobby político y de movilización.
El segundo gobierno del FA representó nítidamente una "estructura de oportunidad política", "dimensiones congruentes aunque no necesariamente formales o permanentes del entorno político, que ofrecen incentivos para que la gente participe en acciones colectivas al afectar a sus expectativas de éxito o fracaso" (Tarrow, 1994/1997, p. 155). El presidente, el Poder Ejecutivo y los parlamentarios fueron más permeables al diálogo con la sociedad civil; en el período también se aprobaron leyes propuestas por el movimiento sindical y otros actores. Por supuesto el sistema político, al que se circunscribe la producción y formulación de leyes y normas, tiene fronteras porosas: como todo sistema deja entrar asuntos en formas dosificadas y en términos adaptados a sus propios códigos, su idioma, que permite que esas iniciativas e intereses traspasen traducidos la frontera que lo delimita del entorno. Corporaciones, iglesias, bases locales, inciden en la agenda y muchas veces ven sus demandas plasmarse en forma de legislación. Sin embargo, la irrupción de “fuerzas vivas”, la aparición imprevista de una demanda social apoyada en la movilización callejera, la opinión pública y en la incidencia estratégica de organizaciones sociales es una forma específica, “acontecimental”, y particularmente interesante, de creación de Derecho.
En esa estructura de oportunidad política se constituyó un movimiento social a partir de un conjunto de organizaciones que establecieron una articulación exitosa, casi idéntica en las cuatro campañas, en torno a coordinadoras que las agrupaban y acumulando en aprendizajes prácticos que fueron centrales. Así, la Coordinadora por el aborto, la Coordinadora por la regulación de la marihuana, la Coordinadora por la diversidad, la Comisión No a la Baja, Regulación responsable, eran el nombre de instancias específicas, que reunían a organizaciones sociales para cada demanda o campaña: la FEUU, Ielsur, Serpaj, Ovejas Negras, Proderechos, Cotidiano Mujer, representantes del Pit-Cnt y varias otras. En cada causa el liderazgo correspondía a una u otra de esas organizaciones. Pero en todos los casos participaron todas ellas.
Fue también similar en los cuatro casos el trabajo de enmarcado: “el esfuerzo estratégico consciente realizado por grupos de personas y organizaciones para forjar formas compartidas de considerar el mundo que legitimen y muevan a la acción colectiva” (Mc Adam, Mc Carthy y Zald, 1996/1999, p. 27): se cuidó la comunicación y los mensajes, con un criterio pragmático orientado al éxito en el objetivo final. Así, fue permanente el uso de datos de opinión pública, el peso de líneas argumentales médicas y legales, el trabajo de incidencia asociado a grandes manifestaciones públicas, el uso de redes sociales y el intento de establecer en forma profesional ejes discursivos que centraran la discusión y permitieran convencer a quienes se encontraban en duda.
El repertorio de protestas y tácticas de las organizaciones fue también casi idéntico e innovador. La visibilidad de las coordinaciones a través de íconos sencillos que se convirtieron en sendos logos de cartón muy ampliamente difundidos, el manejo de redes sociales con campañas específicas (como “Un beso es un beso”, censurada por algunos canales televisivos y difundida por internet, o "Nadie más se calla", campañas de fotos en facebook con ese cartel), páginas web o intervenciones urbanas (como los nocturnos "amaneceres”, que vestían la ciudad de naranja, verde, amarillo, según el caso), similares conciertos y actividades públicas de apoyo, el posicionamiento de figuras públicas —muchas de ellas las mismas en las distintas demandas—, lograron en todos los casos una fuerte convocatoria social con herramientas muy similares.
La agenda de derechos irrumpió como un acontecimiento, inesperado, imprevisible, de la mano de un movimiento social, por supuesto acompañada, primero por legisladores concretos y luego, no sin resistencias internas en todos los casos, por el partido gobernante Frente Amplio. Y es relativamente infrecuente que actores organizados consigan modificar el Derecho, en sentidos no dispuestos por el poder político y de carácter contracultural, desatando "acontecimientos".
El concepto, la perspectiva de la acontecimentalidad, adquiere en el desarrollo de Maurizio Lazzarato (2006) un gran potencial para el estudio de los movimientos sociales actuales. Su síntesis del pensamiento de la multiplicidad de Gilles Deleuze, de las nociones de gubernamentalidad y biopolítica de Michel Foucault y del marxismo desde el pragmatismo pluralista de Henry James, se concentra en las condiciones de producción de lo nuevo: habría una imposibilidad de prever y evaluar la deriva del presente, de pensar en forma anticipada los sucesos detonadores de activación, las acumulaciones que fisionan en eventos, una indecidibilidad porque “es necesario que la sociedad sea capaz de formar agenciamientos colectivos correspondientes a la nueva subjetividad, de manera que ella quiera la mutación” (Lazzarato, 2006, p. 44), y una indecibilidad, en tanto la novedad expone la imposibilidad de aprehensión según el idioma anterior. Por eso, también, va de suyo en lo acontecimental una relativa fragilidad de lo que viene como nuevo. Una vez aprobadas las leyes, quienes habían de ponerlas en práctica no eran sus defensores, sino quienes, muchas veces con ciertas reticencias, debían implementarlas.
El acontecimiento siempre sorprende, pero puede estudiarse en forma retrospectiva para dar cuenta de las condiciones que le dieron lugar e incorporar claves y palabras que permitan comprender lo que vino y vendrá. En el caso uruguayo el componente generacional y las relaciones de edad se vuelven variables fundamentales para interpretar esta agenda.
Fuertemente envejecido tras una temprana transición demográfica, con la más alta proporción de personas mayores de 65 años de América Latina en relación a la cantidad de personas entre 15 y 64 años (Thevenet, 2013), Uruguay presenta también tristes récords en cuanto a suicidio juvenil (MSP-OUD-Mides, 2013), en la proporción de jóvenes encarcelados, en la brecha entre las posibilidades de ser pobre entre los adultos mayores y los jóvenes5, o en la distancia entre las tasas de trabajo informal en los distintos grupos de edad (OIT, 2007). Con la secuencia de presidentes de mayor edad del mundo (López, 2016), con el parlamento y el gabinete también más envejecidos, la presencia política de los jóvenes es limitada. En este marco, la agenda de derechos significó la más clara irrupción de jóvenes en esta arena en la última década.
Por su parte, los activistas, cuando conversan en los grupos de discusión, se resisten a identificar sus demandas como asuntos de jóvenes. Insisten en que la campaña por el aborto fue liderada por conocidas referentes feministas adultas y mayores, en que el movimiento LGBT participan militantes de todas las edades o que el consumo medicinal para personas mayores fue uno de los argumentos para la regulación. También apuntan lo arbitrario y complejo de estas demarcaciones cronológicas. Tienen razón. Sin embargo, también puede sostenerse que fue un proceso juvenil: de una parte porque así lo consideraban públicamente los medios de comunicación y la mayoría de los políticos, y esto fue percibido como real y tiene consecuencias reales; es aún una afirmación recurrente en cualquier conversación sobre el tema en Montevideo. De otra parte, porque efectivamente fue una movilización pública mayormente de personas de edad joven la que agitó las aguas y alimentó la ola de protestas.
Es que no cabe duda de que las nuevas cohortes nacieron en contextos donde la presencia pública de estos temas es mucho mayor. En 2011 una de cada tres personas de entre 18 y 24 años declaraba haber fumado marihuana alguna vez. A su vez, el apoyo a la legalización entre los menores de 29 años duplica al de los adultos (Aguiar y Musto, 2015). Las demandas en el marco de la diversidad sexual también presentan una clara consolidación pasando de manifestaciones con pocas decenas de personas hace quince años hasta las decenas de miles convocadas por la marcha de la diversidad desde 2010. En cuanto al aborto, durante los últimos lustros ha sido una reivindicación casi permanente, con numerosos hitos.
En este marco puede identificarse claramente una posición generacional entre las tres demandas, que muestra a las personas más jóvenes mucho más expuestos a la marihuana, la diversidad sexual y la demanda por el aborto. Por supuesto, no todas: las cuatro situaciones que nos ocupan aparecen juntas en una “conexión generacional”6 en la “posición generacional” joven actual, entre movimientos como el estudiantil, la juventud sindical, la cooperativista o incluso juventudes de sectores políticos u organizaciones culturales, o basadas en medios de comunicación (prensa alternativa, radios y televisión comunitarias, por ejemplo, Filardo y Aguiar, 2013). No es evidentemente tampoco la única conexión generacional en la cohorte. Otros grupos de jóvenes también actúan con un “destino común”, apuntando a la producción cultural o en actividades de compromiso individual. Las generaciones, la edad y en ello lo joven, son evidentemente designadores rígidos para fenómenos relativos.
Estas leyes también fungieron como una “bisagra generacional”. Tras la salida de la dictadura pueden encontrarse hitos en los ciclos de protesta “joven” cada aproximadamente 6 u 8 años en el Uruguay reciente. En 1982-83 las movilizaciones estudiantiles, en 1988-89 la coordinadora anti-razzias; en 1996 las ocupaciones de liceos; en 2004 las redes frenteamplistas. Esas “olas de protesta” no tuvieron una continuidad visible, pero capacitaron militantes, fomentaron vocaciones políticas y establecieron redes. Así, varios de los legisladores que hicieron de principales impulsores de las leyes, los jerarcas encargados de su implementación, o las tácticas festivas, coloridas, con componentes culturales, reconocen con claridad antecedentes en esas oleadas anteriores. Además, las tres demandas también conectaron con buena parte de la generación adulta de nivel económico y educativo alto, que creció absorbiendo la revolución cultural, sexual y política de la década de los sesenta, como por ejemplo varios de los expertos involucrados y los legisladores y actores del Ejecutivo que vehiculizaron cada uno de los proyectos de ley definitivos (Arocena y Aguiar, 2014).
Es de cualquier modo en la campaña contra la baja de la edad de imputabilidad penal donde esta presencia de lo joven adquiere una nueva dimensión. La conexión generacional que dirige sus demandas hacia el Estado, y que fue el actor fundamental para la irrupción en el Derecho de la nueva agenda, se articula con el conjunto de organizaciones juveniles voluntarias, religiosas, culturales, orientadas más bien al compromiso individual, completando así un arco total entre los activistas de esa cohorte. Y, además, esos jóvenes organizados defendían a otros jóvenes, que eran posicionados como “víctimas”, sin voz. Unos jóvenes se movilizaron por otros, y eso también vuelve visible un cierto desajuste, una situación out of joint de la vocería de las víctimas.
Un espíritu joven recorre de algún modo estas demandas. Se invisten de juventud las protestas y se posiciona públicamente como un “asunto de jóvenes”, pese a la relativa oposición de los propios activistas. Sin duda, tienen lugar varios efectos asociados a este posicionamiento. Pueden destacarse dos. De una parte, el potencial que esta activación generacional significa en este país envejecido y hostil con sus jóvenes. De otra parte, que calificar las demandas de "juveniles" implica una cierta "captura": se invisibilizan las acumulaciones y herencias, se limita el alcance de las demandas al circunscribirlas, se unifican en forma indistinta posiciones, conexiones y bisagras y, además, finalmente, en Uruguay la política no es cosa de jóvenes (Cardeillac, 2012, Serna, 2016), por lo que nuevamente, tampoco es asunto suyo la implementación de la política. Al inicio del siguiente gobierno, del oncólogo Tabaré Vázquez, el ministro de salud, del que dependía directamente la política, como el ministro de interior, el ministro de economía o el propio Secretario de la Junta Nacional de Drogas, superaban ampliamente los sesenta años.
Los activistas argumentan en los grupos de discusión que la agenda de derechos tiene un fuerte componente emancipatorio. Ciertamente, desafía un hegemón masculino, heterocentrado, burgués y logocéntrico segregando la homosexualidad, el aborto, las culturas de lo excluido, las drogas. También, coinciden en atribuirle centralidad a la relación de cada una de las demandas con las desigualdades económicas: sostienen que en todos los casos son problemas que se agudizan al interseccionalizarse con la pobreza y la exclusión.
Además del componente de algún modo defensivo, que implicaba la búsqueda de dejar de excluir y castigar con la fuerza del Derecho prácticas que se presentaban como comunes, estas demandas pretenden un componente contracultural. Los activistas planteaban que la agenda de derechos era “la punta de lanza de una revolución cultural”, se referían mutuamente en sus proclamas y redibujaron nociones como la igualdad o la diversidad (Sempol, 2016). Buscaron establecer una cadena equivalencial, una frontera común contra el “Uruguay conservador”, un significante vacío que sólo a medias se encargaron de hegemonizar (Laclau y Mouffe, 1996/2004) y que se apoyaba en varias convicciones. La articulación de las demandas se expresa por ejemplo en el festival "Puño único contra el Uruguay conservador", en diciembre de 2013, organizado por la Comisión No a la Baja, la Coordinadora por Aborto Legal, la Coordinadora de la Marcha por la Diversidad y la Coordinadora Nacional por la Regulación de la Marihuana.
En los grupos de discusión entre activistas destacan la equivalencia entre sus luchas y defienden su carácter revulsivo, su apuesta estratégica para dar la discusión sobre algunos significantes representativos de la articulación (igualdad, diversidad, libertad), algunas oposiciones (patriarcado, sistema heterocéntrico, conservadurismo) y a la vez sobre leyes específicas. También coinciden en su alineamiento con el movimiento social más tradicional —sindicatos, estudiantes, derechos humanos— y en su diálogo con sectores del Frente Amplio. Es recurrente su auto-posicionamiento en el espectro político, cuando son apurados para definirse, como "marxistas", o "post-marxistas"; sin embargo, su discurso global no apuntaba a un cambio de sistema general ni se enmarca en un discurso trascendente del capitalismo, sino que más bien se plantea como lugares-otros; las demandas no se ordenan en un meta-relato, una apuesta global, sino más bien son formuladas como "heterotopías" (Foucault, 1968/1999).
Pero fundamentalmente sus coordinaciones, sus articulaciones, organizaciones y estrategias se caracterizaron por un giro pragmático, del que los activistas son conscientes y que argumentan tácticamente: buscaron hablar el idioma oficial, del derecho y de la medicina. Así, en este giro pragmático se defendía la vida de las mujeres que optaban por abortar, exigiendo su inserción en el Derecho para lograr condiciones médicas aceptables desde un enfoque de salud pública; se proponía que el matrimonio igualitario implicaba “los mismos derechos con los mismos nombres”; se defendía que la regulación de la marihuana permitiría un mejor control, luchar contra el narcotráfico y también una mejora en la salud pública; se argumentaba que para el cerebro de los adolescentes la prisión temprana los condicionaba y provocaría una mayor inseguridad. Todo esto, buscando convencer y generar condiciones en el terreno parlamentario. De cualquier modo, es quizá preciso insistir en ello, los activistas coinciden en que buscaban por ese medio principios trascendentes: libertad, igualdad, cambios culturales, enfrentarse al conservadurismo.
Eligieron, estratégicamente, hablar el idioma del otro, lo lograron y sus victorias representaron avances respecto al ejercicio despótico del soberano patriarcal. Pero el giro pragmático también implicó, paradojalmente, hipotecar el componente libertario de las protestas: la aspiración de hablar el idioma del Estado —de la seguridad en una estela hobbesiana, del monopolio de la violencia en Max Weber—, médico y legal, significó también entrar en el terreno de la biopolítica.
Como es conocido, esta noción seminal es introducida en la filosofía política por Michel Foucault, arrojando luz sobre dos grandes asuntos, conectados entre sí: de una parte, el gobierno de poblaciones, animadas como si estuviesen vivas, con sus desvíos, promedios, riesgos, estadísticamente, en un dispositivo central en la episteme del Estado moderno; de otra parte, más específicamente en tanto administración pública de lo vivo, de las cosas de la vida. La primera línea de trabajo ha derivado en forma arborescente en una serie de trabajos sobre la gubernamentalidad (2004/2006, 2005/2007). La segunda, ha sido continuada fundamentalmente por Giorgio Agamben (1995/2006) y su estudio de la bios como matriz central de la modernidad, aunque también por Mario Lazzarato (2006) y su defensa de que la "vida" y lo "viviente" son los retos de las nuevas luchas políticas y de las nuevas estrategias económicas.
De este modo, las demandas benefician e inscriben los derechos de poblaciones que ahora son autorizadas, contadas, administradas, con promedios, evoluciones y controles, ya sea de abortos, de casos exitosos, rechazos, edades; de registros matrimoniales; registros de prevalencias y consumos. Se solicita la huella dactilar para probar formar parte de un registro de consumidores de cannabis. En todos los casos se esgrimen argumentos de salud pública, estadísticos. Los porcentajes permiten un control normal de posibles desvíos y señales de alarma, y año a año generan, a la hora de su publicación, debates y portadas de prensa, por ejemplo, al conocerse el número de mujeres que recorren el camino de la interrupción voluntaria del embarazo.
En cuanto a la baja de la edad de imputabilidad, es también clara la demarcación de “poblaciones”: los adolescentes o “menores” se consolidan como un espacio problemático, chivo expiatorio privilegiado para la aplicación del código, de la ley, lugar del desajuste. El 70% de la población piensa que los adolescentes cometen más de la mitad de los delitos, cuando cometen menos del 10%. La propuesta implica una reforma constitucional en función de una delimitación cronológica, en una lógica argumentativa que M. Foucault no habría dudado en tildar de grotesca (Foucault, 2005/2007): desde interpretaciones del ciclo de vida se argumenta acerca de la conciencia o falta de ella por los adolescentes "actuales", se elucubran nuevos límites a la responsabilidad, para poder castigar con más dureza a los menores transgresores.
En el otro sentido, las demandas también son biopolíticas. Como destacan Agamben y Lazzarato, cada uno a su manera, el gobierno se extiende al terreno de lo vivo, de la vida. Se regula así el nacimiento, se discute el momento inicial de la vida y la concepción, se legisla en torno a la formalización del amor y la familia, se mercantiliza la marihuana fetichizándose, se proponen edades de inicio del raciocinio y de aplicabilidad de la responsabilidad penal con intervención de reputados neurobiólogos.
Cuando la demanda nace es libertaria: arguye control del cuerpo, igualdad de derechos, no ser criminalizada, se incrementa la violencia de la que es objeto. Para entrar al Derecho, habla el idioma legal, médico, de la seguridad. Y en ese proceso piden gobierno de la vida; quizá antes inermes y sometidos a cierto estado de excepción, ahora poblaciones administradas y objeto de gobierno.
Recapitulando brevemente, en una estructura de oportunidad política favorable un conjunto de organizaciones desarrolló una exitosa estrategia de incidencia en una ola de protestas con un fuerte componente acontecimental. Pero en su irrupción el acontecimiento es momentáneo y su construcción, frágil. Así sucedió en las primaveras árabes, los occupy, los indignados, junio de 2013 en Brasil, esos grandes eventos impredecibles que dieron pie a la perspectiva del acontecimiento.
En Uruguay, como en todos esos otros ejemplos, la agenda de derechos tuvo un fuerte componente juvenil, generacional. Un conjunto de conexiones entre los activistas, bisagras con generaciones anteriores, permitieron la irrupción de lo nuevo. Pero en un país hostil con sus jóvenes, donde éstos ocupan muy pocos espacios de poder, el proceso no queda en sus manos: no serán los convencidos quienes deban llevar adelante los engranajes de la aplicación de las políticas.
Son también políticas frágiles por una cierta “impostura idiomática”, que quita la raíz, la radicalidad de las demandas, en pro de un trabajo hacia la opinión pública que no es tan seductor para los defensores. El discurso heterotópico, que asocia además consignas trascendentes, libertarias, se hipoteca para convencer en un giro eficiente pero que nuevamente se somete a códigos respecto a los cuales es extranjero; operar en el idioma del derecho y la medicina, en el terreno de la biopolítica y la regulación.
No es extraño que las leyes o avances hayan quedado de algún modo huérfanos. Pese a la derrota de la propuesta plebiscitada, rápidamente se endurecieron las medidas para personas de esas edades. Pese a la legislación que habilita el aborto o la obtención de marihuana, aún los procesos son tediosos y están teñidos de inercias y dispositivos más sutiles. El matrimonio igualitario continúa investido de excepcionalidad. Se pusieron en práctica nuevos procedimientos de inmunización, como resistencia a compartir el munus, que segregan nuevamente. Se incorpora, pero manteniendo una distancia, poniendo límites (Espósito, 2002/2009).
En el caso del aborto, los procedimientos de inmunización, de incorporación controlada, tuvieron lugar en varios niveles. En primer lugar, la redacción de la ley implicó una serie de condicionamientos, en particular el establecimiento de una instancia tribunal integrada por médicos y trabajadores sociales, que informa a la mujer tras lo cual se le impone un período de reflexión. En segundo lugar, rápidamente se organizó un plebiscito nacional para buscar derogar la ley. Pese a la trascendencia pública y el clima de empate que mantuvieron el sistema político y los medios de comunicación, sólo el 8% del padrón voto para anular la iniciativa.
Pero en particular, en un nivel más práctico, más capilar, los procedimientos son insidiosos: se narran numerosas anécdotas con las ecografías o enfermeros, el lugar está descuidado y deteriorado en varias instituciones mutuales, y las mujeres sufren en sus casas el muchas veces doloroso y siempre largo efecto del anticonceptivo sin supervisión médica. Además, tuvo lugar un boicot de ginecólogos que condicionó el servicio en varios departamentos del país, y más recientemente, tuvieron lugar polémicas resoluciones judiciales que impedían continuar con la interrupción del embarazo ante demanda del padre.
En el caso del matrimonio igualitario la dialéctica ha sido menos notoria. El proceso parlamentario fue lento, demorado en varios niveles, su aprobación fue postergada in extremis en la última sesión del año 2012, pero finalmente una amplia mayoría de los parlamentarios de todos los partidos votó a favor. No hubo grandes protestas públicas, pero nuevamente, a nivel capilar la dificultad de los procesos de adopción, la discusión respecto a los apellidos, pautan cierta resistencia.
Los procesos de inmunización que señalan los activistas apuntan más bien en otro sentido: una espectacularización que mantiene viva la especialidad. La trascendencia pública del casamiento de dos mujeres policías en 2015 por ejemplo, o el de una figura mediática en 2016, a cuyo festejo asistieron conocidos parlamentarios notoriamente opuestos a la propuesta, parecerían indicar que el matrimonio “igualitario” dio también pie al matrimonio “gay”. Pese a esta objeción, los activistas acuerdan el avance en el tema y encuentran otros lugares de disputa donde impera el derecho heterocentrado: el freno a la reasignación de sexo, la discriminación cotidiana, en particular, contra las personas trans. En particular, los procesos de inclusión condicionada y de aislamiento del munus, del sustento de la comunidad, en materia de derechos LGBTQ tuvieron lugar en el terreno educativo: la publicación de una guía para docentes, primero, y luego de una "Propuesta didáctica para el abordaje de la educación sexual en Educación Inicial y Primaria", suscitó en las ambas oportunidades una fuerte polémica sobre la presentación de los roles de género, que redundó en que las publicaciones fuesen retiradas.
En la regulación de la marihuana la intensidad del nuevo establecimiento de fronteras fue nítida, al punto de que cuatro años más tarde no se aplica en varias de sus dimensiones. La ley fue aprobada, reglamentada y presenta resultados: disminuyeron fuertemente los procesamientos por pequeñas cantidades de cannabis, más de 7000 personas se inscribieron a la fecha como cultivadores y más de 60 clubes producen para sus cerca de 2500 socios. Se presentaron problemas, casos particulares de autocultivadores detenidos, de clubes señalados como espacios de tráfico, y a nivel capilar nuevos dispositivos la implementación de controles (de tránsito, laborales), que también operan como mecanismos de resistencia.
Pero uno de los ejemplos más notorios de esta situación liminar estribó en la principal apuesta de la política pública: la venta controlada por el Estado. El listado de inconvenientes resulta cómico: primero errores en la licitación, que se prolongó hasta dos años; tras ello autoridades del Ministerio de Salud Pública (MSP) impugnaron sucesivamente el envase del producto y luego los análisis de resultados de THC; quince declaraciones oficiales de jerarcas anunciaron en el lapso distintas fechas de inicio de la venta; huelgas en la implementación en el Correo del “registro de consumidores”, que aunque anónimo permitirá el control del consumo y la demarcación de poblaciones; problemas con las farmacias que deben funcionar como dispensarios. La iniciativa se mantuvo en suspenso hasta julio de 2017, cuando inició del sistema de venta en farmacias, finalmente sólo unas pocas en todo el país. Luego, problemas de abastecimiento generaron una oferta insuficiente, con lo que se formaban largas colas y el producto solo duraba unos días. Más tarde, un frenazo del sistema bancario estadounidense, amenazó congelar las cuentas de los establecimientos que vendían marihuana. En la actualidad, sólo se cuenta con 12 puntos de venta en todo el territorio nacional, que además distribuyen en forma muy esporádica.
El segundo ejemplo notorio es la ausencia de implementación del cannabis medicinal, pese a la amplia aprobación de la opinión pública a este aspecto en específico, y a que, desde que la ley se aprobó varios países, han decidido y ya comenzado a implementar políticas de acceso. Todos los actores coinciden en localizar la resistencia en la órbita del MSP, que ejerce fuerza de ley, precisamente contra la ley. Recién en los últimos meses de 2017 se anunció la instalación de un laboratorio que elaborará productos medicinales en forma muy conocida.
En cuanto a la baja de la edad de imputabilidad, tras el plebiscito, donde no se habilitó la reforma constitucional que reducía la edad de imputabilidad penal, siguen tomándose medidas en torno a ese nuevo sujeto específico, el “menor”, chivo expiatorio dilecto en esa sociedad hostil a sus jóvenes que se refería. Otros dispositivos (asentamiento masivo de policía militar en la periferia de la zona metropolitana, ley de faltas que persigue y sanciona micro delitos y problemas de convivencia, endurecimiento de algunas penas y procesos penales) multiplican los intentos de detectar si el adolescente efectivamente se encuentra del otro lado, ha transgredido los límites, pese al “espíritu” expresado en las urnas.
Como se señalaba al principio, la agenda de derechos, que tuvo los acontecimientos analizados como los más destacados, se acompañó de varias otras iniciativas, como por ejemplo la ley de salud mental o la de servicios de comunicación audiovisual ("ley de medios"). Todas ellas con coordinaciones, actores, tácticas, similares. También en esos casos fueron notorios procedimientos de inmunización de distinto tipo, judiciales, parlamentarios, reglamentaciones, han impedido su implementación completa.
Las resistencias permanecen, lo que era previsible en toda innovación legal polémica. ¿Pero triunfar? ¿Operar sobre el Derecho, y con cierta fuerza, impedir la ley? De distintas formas, capilares, espectaculares, corporativas, ¿aborto dificultado, educación y diversidad en conflicto, marihuana paralizada, baja de la edad de imputabilidad de hecho?
Queda de relieve entonces un espacio entre la norma y su aplicación efectiva; que son momentos autónomos y la norma “puede ser suspendida, sin cesar con ello de permanecer en vigencia” (Schmitt, 1921/2005, p. 137): el “estado de excepción”. Siguiendo a Agamben, podemos definir el estado de excepción en la doctrina schimittiana como un lugar en el cual la oposición entre la norma y su actuación alcanza su máxima intensidad. Es un campo de tensiones jurídicas en el cual un máximo de vigencia formal coincide con un mínimo de aplicación real (y viceversa). Una “zona de absoluta indeterminación entre anomia y derecho” (2003/2010 p. 111): “El estado de excepción separa, la norma de su aplicación, para hacer que esta última sea posible. Introduce en el derecho una zona de anomia para hacer posible la normación efectiva de lo real” (2003/2010 p. 77)
Sin duda resulta grandilocuente apelar a un concepto acuñado para dar cuenta de la situación en campos de concentración. Pero como metáfora, en un sentido suave, como señala G. Agamben, la contribución específica es el aislamiento de la “fuerza de ley” respecto a la propia ley. Define un estado en el cual, por un lado, la norma está vigente pero no se aplica (no tiene fuerza) y, por otro, actos que no tienen valor de ley adquieren "la fuerza” (2003/2010 p. 80). La regulación de la marihuana en suspenso tras tres años de aprobación de la ley; el aborto que requiere un momento de presencia y discusión técnica, donde aparecen consejos asesores y jueces que pueden obligar a gestar; la imagen de la contaminación aplicada a la inclusión de otras categorías de género en la educación; las medidas de hecho que apuntan a la población “menor” marginal, todas funcionan en cierto estado de excepción donde queda de relieve la falta de fuerza de las nuevas normas, y a la vez la existencia de una fuerza de ley que ejerce autoridad por fuera del Derecho, o al menos en cierto espacio excepcional7.
En su conocido trabajo Fuerza de ley (2008), que recoge conferencias dictadas en Estados Unidos y da pie a los apuntes de Agamben, Jacques Derrida presenta algunos ejemplos de aporías entre derecho y justicia, como uno de los espacios privilegiados para la puesta en práctica de una estrategia deconstructiva8; en ese marco, apunta que el fundamento de la autoridad:
Se trata siempre de la fuerza diferencial, de la diferencia como diferencia de fuerza, de la fuerza como diferenzia, o fuerza de diferenzia (la diferenzia es fuerza diferida/difiriente); se trata siempre de la relación entre la fuerza y la forma, entre la fuerza y la significación; se trata siempre de fuerza ‘performativa’, fuerza ilocucionaria y perlocucionaria, de fuerza persuasiva y de retórica. (Derrida, 2008, pp. 19-20)
La irrupción de esos nuevos derechos fue un acontecimiento, relativamente imprevisible, animado por un movimiento social, en la acepción de Alain Badiou (2000), que busca modificar la situación en un sentido de mayor justicia. En una estructura de oportunidad política favorable, se introdujeron derechos al Derecho. Fue preciso para ello un forcejeo, una táctica y una pragmática con argumentos de salud pública, legales, y estatales o de seguridad para volver verosímil la incorporación al munus, a la comunidad, de situaciones hasta entonces excluidas. En una mirada retrospectiva, aparece que el acontecimiento es remitido socialmente a “los jóvenes”, son “demandas juveniles”. En primera instancia cabe rechazar esa etiqueta, en tanto los activistas LGBT, de género, de derechos humanos, no son únicamente jóvenes y no todos los jóvenes, si algo así existe, se movilizaron por las iniciativas; más en concreto, se configuró una conexión generacional al interior de la cohorte joven organizada, que estableció una bisagra general con otras generaciones. Pero en segunda instancia, esta identificación es esclarecedora, en un país hostil (de hostis, extranjeros y enemigos) con sus jóvenes. Los activistas presentan sus propuestas como heterotopías, espacios otros, y provocan una irrupción de lo nuevo; para ello, las demandas ingresan en el terreno de la delimitación de poblaciones gubernamental y la regulación de lo vivo como espacio de disputa.
El giro pragmático no obsta que las iniciativas sigan funcionando como extranjeras, ajenas a la comunidad, y sean objeto de una hospitalidad condicionada, una recepción que continúa inmunizando y manteniendo la separación respecto a esos “otros”. Ya no son bárbaros, incapaces del lenguaje, sino más bien metecos, que, asentados en la polis, no disponen de derechos políticos. ¿Pero qué hospedero impone esas normas a la recepción del otro? Parecería que la inscripción en el Derecho sería suficiente, pero no lo es. Una fuerza de ley, de algún modo fuerza de ley, barrada en tanto no se inscribe del todo en el derecho, ahora cambiado, mantiene el estado de excepción para estas demandas biopolíticas, administradas en tanto poblaciones, con la retórica de los riesgos, los controles, las amenazas, que resulta infinita y agota el acontecimiento.
En Uruguay, ya a principios y mediados del siglo XX, en momentos de prosperidad económica, líderes carismáticos y un conjunto de políticos vanguardistas en un país con una élite letrada reducida, eurocéntrica y centralizada habían instalado antes que otras naciones derechos sociales novedosos (Arocena y Aguiar, 2014). Una circunstancia estructural, si cabe el oxímoron para referir a la peculiar constitución de un pequeño país periférico, parece entonces habilitar este tipo de situaciones, estas agendas innovadoras. Abundante literatura refiere a ese proceso en la historiografía nacional: destaca en particular la hipótesis de Carlos Real de Azúa (1964), presentada en "El impulso y su freno", donde analiza el ascenso y la caída del ímpetu reformista de principios del siglo pasado. Sin embargo, Real de Azúa se concentra en características intrínsecas del modelo, sus bases endebles, en un análisis concentrado en las élites políticas del momento. Es válido extrapolar el modelo analítico, concentrarse en los procesos de sucesión internos en el Frente Amplio o los problemas de los líderes carismáticos, que sin duda fueron también factores que contribuyen a esta particular parálisis. De cualquier modo, la instancia, el lugar específico del freno, en este caso es más bien una capilaridad gubernamental, que opera en cierto espesor de la aplicación de la ley.
El forcejeo está aún abierto, continúa siendo una lucha de fuerzas diferencial, fuera o dentro del Derecho. Las formas de protesta y acción acontecimentales, pese a sus irrupciones llenas de vida, se enfrentan luego en tanto poblaciones a una fuerza de ley hostil, que de un modo u otro mantiene los límites. No es algo sorprendente: como apuntaba la octava tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin “el estado de excepción en el cual vivimos es la regla. Debemos adherir a un concepto de historia que corresponda a este hecho” (Benjamin, 2010, p. 64).
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