La construcción social de los indicadores de pobreza: una aplicación al caso de Argentina

The Social Construction of Poverty Indicators: an Application to the Case of Argentina

  • Giuseppe M. Messina
Este artículo presenta una discusión teórica en torno a la construcción social de la categoría de pobreza, con el objetivo de indagar sobre los supuestos y los usos del principal indicador utilizado en el debate público (la tasa de pobreza). El análisis parte de establecer los vínculos entre la categoría de pobreza, la estructuración del espacio social y la intervención del Estado. En segundo lugar, se elabora una problematización de los indicadores de pobreza, identificando sus principales debilidades en el marco de los límites del paradigma positivista dominante. Por último, se discuten estos elementos teóricos en el caso de la medición de la tasa de pobreza en Argentina. Aquí, además de estas cuestiones de tipo metodológico, ha surgido un conflicto político evidente en torno a la producción y uso de este indicador.
    Palabras clave:
  • Sociología de la cultura
  • Indicadores socioeconómicos
  • Pobreza
  • Argentina
This article presents a theoretical discussion about the sociocultural construction of the category of poverty, in order to investigate the assumptions and uses of the most used indicator in the public debate (the poverty rate). The analysis starts by establishing the links between the category of poverty, the structuring of social space and state intervention. Secondly, it problematizes poverty indicators, by identifying its main weaknesses within the limits of the dominant positivist paradigm. Finally, these theoretical elements are discussed in the case of measuring the poverty rate in Argentina. Here, in addition to these methodological issues, a manifest political conflict has arisen over the production and use of this indicator.
    Keywords:
  • Cultural Sociology
  • Socio-Economic Indicators
  • Poverty
  • Argentina

1 Introducción

Los indicadores sociales constituyen instrumentos poderosos de representación y transformación de la realidad, afectando a la percepción que tienen los actores sociales de sí mismos y de las relaciones que los vinculan. Pese a que en metodología los indicadores suelen tratarse como intermediarios empíricos entre la realidad y los conceptos teóricos que el investigador adopta para aproximarse a ella, cuando son utilizados en el discurso social no deben ser considerados como herramientas puramente técnicas y exógenas a la sociedad. Al contrario, las estadísticas sociales deben pensarse endógenamente como el producto de las maneras de pensar la realidad social y de las formas que asume la intervención del Estado en cada contexto histórico (Desrosières, 2011). Como tal, el discurso en torno a los indicadores debe hacerse a la luz de la construcción socio-cultural de las categorías de análisis que cada uno de ellos aproxima. Además, como toda forma de producción en la esfera cultural, no puede entenderse sino en relación con las otras esferas del espacio social, en particular la económica (predominante en el modo de producción capitalista, cfr. Bourdieu, 1989).

Todo ello resulta especialmente evidente en el caso de la discusión pública sobre la pobreza. La tasa de pobreza es una cantidad numérica que es tratada en los medios de comunicación y en el discurso político sin ninguna problematización. Sin embargo, este indicador contribuye a la construcción de un conjunto de significados en torno a la pobreza, que dan lugar a nuestra representación del ordenamiento social y del distanciamiento entre individuos y grupos sociales, y por lo tanto constituyen objeto del conflicto político.

En particular, la perspectiva que guiará el análisis será la delineada por Pierre Bourdieu (1989) cuando afirma que “no se puede hacer una ciencia de las clasificaciones sin hacer una ciencia de la lucha de las clasificaciones” donde cada agente o grupo social ocupa posiciones desiguales en términos de “poder de conocimiento” y “poder por el conocimiento” (p. 41). En particular, los protagonistas del discurso en torno a la pobreza, los “pobres”, raramente tienen voz, porque quienes “ocupan las posiciones dominadas en el espacio social están también situados en posiciones dominadas en el campo de la producción simbólica” (Bourdieu, 1989, p. 43).

Partiendo de estas consideraciones, en las secciones que siguen se presenta una discusión específica a propósito de la construcción de la categoría de pobreza (sección La categoría de pobreza como una construcción social) y del indicador más utilizado para caracterizarla, la tasa de pobreza, tanto en el ámbito del discurso económico (sección El discurso de las ciencias económicas sobre la pobreza) como en el caso específico de Argentina (sección El cálculo de la pobreza en Argentina). El caso de este país adquiere relevancia ya que la deslegitimación de las estadísticas públicas (por razones que se explicarán más abajo) produjo una erosión del monopolio estatal de producción

de información y un intenso debate público en torno a la medición de la tasa de pobreza. Sin embargo, la discusión no se orientó hacia el desarrollo de un análisis crítico en torno a la construcción sociocultural de este indicador. El objetivo de las palabras que siguen es aportar elementos para un debate que vaya en esa dirección.

2 La categoría de pobreza como una construcción social

La palabra “pobreza”, ya desde un punto de vista lingüístico, es rica de connotaciones, al hacer referencia a un estado de escasez, privación, ausencia de cualidades o de un “algo” a lo que se atribuye socialmente un carácter positivo. Se trata de lo que Gerald Cohen (1989) llamó la “moneda de la justicia”, el “algo” que se debe cuantificar para reflexionar sobre la justicia de una distribución y de los principios que la rigen. De ello deriva que el pobre sería quien no tiene lo “suficiente”, sobre la base de algún parámetro normativo establecido ex-ante. En estos términos, una posible definición de pobreza alude a una situación de insuficiencia de medios respecto a los fines que un sujeto se pone (Simmel, 1965, p. 136). Desde este punto de vista, la “pobreza” se diferencia por ejemplo de la desigualdad, en cuanto este último concepto discute el grado en que la distribución de objetos sociales (que suponen una determinada ventaja o beneficio para quienes la poseen) favorece más a unos que otros (ver Reygadas, 2008). En cambio, el discurso sobre la pobreza se asocia al concepto de suficiencia y permite razonar sobre si un determinado individuo o grupo humano tiene bastante de esos bienes socialmente valorados1.

Esta definición básica del concepto de pobreza está marcada por un enfoque positivista, ya que presupone que el investigador se abstraiga de su posición en el espacio social y, exógenamente, determine si un individuo o grupo pertenece o no a la categoría de “pobre” sobre la base de ese parámetro de referencia elegido a priori. Este proceso presupone, por un lado, que no existe reflexividad de parte de los sujetos, es decir que el acto de observar y clasificar tiene un efecto neutro sobre sus comportamientos. Al mismo tiempo, este enfoque descarta toda información que no sea relevante para un análisis de tipo objetivo: en particular, los elementos subjetivos constituirían un ruido innecesario para nuestros cálculos. Así las percepciones de los propios sujetos respecto a su condición, el hecho de que subjetivamente se sientan “pobres” o no, y bajo qué parámetros ellos mismos clasifican a los pobres y a los no pobres no son tomadas en consideración. Se trata de supuestos muy fuertes y que operan un fuerte recorte de la realidad empírica y en nuestro foco de análisis, pero raras veces se problematizan en el debate político, donde la pobreza y los pobres adquieren una calidad casi natural y a-histórica. Estas consideraciones no niegan que exista una vasta literatura económica que ha desarrollado un conjunto muy sofisticado y riguroso de indicadores de pobreza (Gasparini, Cicowiez y Sosa 2013), sino que por su interpretación intuitiva y su fácil comunicabilidad predomina en el discurso público la tasa de pobreza, como medida dicotómica que divide la sociedad en pobres y no pobres.

La neutralidad de esta construcción social de la pobreza y su constitución como problema social aislado de cuestiones distributivas es naturalmente una ilusión, como se advirtió desde el principio. Su persistencia en el tiempo como problema sugiere, al contrario, que la situación de desventaja de algunos está asociada a los privilegios de otros. Sin embargo, la construcción de la pobreza como condición individual (asociada a los ingresos) oculta este vínculo y despolitiza la situación de prejuicio que sufren algunos en beneficio de otros (en razón de procesos de explotación o exclusión, cfr. Therborn, 2015). Además, estas formas persistentes de desigualdad pueden estar asociadas a determinadas categorías dicotómicas (de género, etnia, casta, etc.) que legitiman y naturalizan la condición de superioridad/inferioridad de determinados grupos, reforzando aún más tales procesos de “desigualación” (Tilly, 2000). Frente a la observación de estos procesos y estructuras se pueden adoptar, naturalmente, posturas ideológicas encontradas. Como escribe Norberto Bobbio (1994):

El igualitario funda su razonamiento en la convicción de que la mayoría de las desigualdades que lo indignan, que querría desaparecieran, son sociales, y como tales, eliminables; el desigualitario, en cambio, parte de la convicción opuesta, que las desigualdades sean naturales, y como tales, ineliminables (p. 75, traducción propia)

Lo que resulta imposible es una mirada neutral y abstracta en torno a la sociedad que presupone un enfoque positivista.

En otras palabras, los discursos en torno a la pobreza y a la desigualdad se articulan en torno a principios de justicia social que atribuyen un valor diferente a los resultados que emergen de la distribución de los bienes sociales. No hay lugar para un examen extenso de esta literatura (entre los autores más influyentes se recuerdan Hayek, 1944; Rawls, 1971; Nozick, 1974), pero se hace mención a este debate por el impacto que ha tenido sobre un discurso económico dominante que suele articularse en torno a dicotomías como eficiencia/equidad, positivo/normativo, mercado/Estado, donde el análisis científico ortodoxo se caracteriza por priorizar el primer término de cada pareja. Simplificando mucho, el término medio de la discusión se ha situado en torno a una postura liberal (moderada) donde se privilegia el desarrollo de análisis centrados en la pobreza por sobre preocupaciones distributivas. Es decir, se considera que cierto grado de desigualdad es necesario (por razones de eficiencia u otras) para maximizar el bienestar de la sociedad en su conjunto, pero al mismo tiempo se estima necesario garantizar el acceso de las personas con menores oportunidades a un conjunto de bienes básicos. Estos “bienes primarios”, en términos de John Rawls (1996), garantizarían que los ciudadanos tomen parte “en la formación y en el cultivo de sus fines y preferencias (p. 182).

Una vez más, si bien esta postura justifica cierto grado moderado de redistribución hacia los sectores sociales con menores recursos, no se trata de una toma posición ideológicamente neutral. En el caso de la intervención estatal en el ámbito de la denominada “política de lucha contra la pobreza” queda claro que la redistribución a favor de las personas pobres no apunta a “igualar sus posiciones individuales” ni mucho menos a “suprimir las diferencias sociales entre los ricos y los pobres”. Todo lo contrario, ya que la asistencia social está construida a partir de la estructura social existente. De hecho “el objetivo de la asistencia social es precisamente el de mitigar ciertas manifestaciones extremas de la diferenciación social, de manera que la estructura social pueda seguir reposando sobre esa diferenciación” (Simmel, 1965, p. 122, trad. propia). Dado este objetivo, se fijará la ayuda en ese nivel mínimo que permite “el mantenimiento del status quo social” (p. 122, trad. propia). Si objetivo de la asistencia fuera el de satisfacer las demandas de los “pobres”, no habría en principio ningún límite a la redistribución de recursos desde los que más tienen hacia quienes menos tienen, por lo que se produciría un flujo de transferencias hasta el punto en que se produciría un estado de igualdad absoluta y de no existencia de la pobreza así definida (p. 122).

Como analiza extensamente Karl Polanyi (1944/1989), esta modalidad de intervención estatal sobre los pobres está más bien ligada a la mercantilización progresiva de las relaciones sociales, en particular, a la construcción social del trabajo en una mercancía ficticia que se puede intercambiar en el mercado. En primer lugar, fue necesaria una “liberación” del trabajo de los vínculos tradicionales de la sociedad preindustrial (“señoriales, parroquiales, corporativos y paternales”, según Edward Thompson, 1979, pp. 44-45). En segundo lugar, la fuerza de trabajo desposeída (potencial) tuvo que ser transformada (activada) en trabajo asalariado, y ello no fue posible sin que el Estado ejerciera funciones de control, regulara el acceso y la salida del mercado laboral y garantizara las precondiciones materiales mínimas de la reproducción social (Offe, 1984, pp. 93-95). Se trataba de dar solución a la denominada “cuestión social”, es decir, el problema de qué “lugar podían ocupar en la sociedad industrial las franjas más desocializadas de los trabajadores”, privados de toda propiedad excepto la de su fuerza de trabajo (Castel, 1997, p. 20). En otras palabras, se debía resolver la contradicción entre la difusión del orden jurídico-político del liberalismo, fundado sobre el reconocimiento de la igualdad de los derechos civiles y políticos del ciudadano, y el predominio de un orden económico capitalista que se fundamenta sobre la desigualdad, el principio de acumulación y la protección absoluta de la propiedad privada (Donzelot, 2007).

En este esquema, a la obligación del Estado de prestar asistencia al pobre no corresponde necesariamente su derecho a recibirla sino más bien a determinadas obligaciones, condicionalidades y otras. En otras palabras, la persona tiene que demostrar “merecer” la ayuda estatal, una lógica presente tanto en el sistema de workhouses de la primera industrialización inglesa (cfr. Polanyi, 1944/1989) como en los contemporáneos sistemas de workfare (Boyer 2014, pp. 115-119) o en los programas de transferencia condicionada en la región latinoamericana (Cecchini y Madariaga, 2011; Sojo, 2007). Si estas consideraciones son ciertas, la política social cumple pues un papel ambiguo en el que, como señala Murray Edelman (1991), la solución precede al problema y el problema no se constituye en favor de los teóricos “beneficiarios” de la ayuda sino de aquellos individuos que más se benefician de un sistema que reproduce sus privilegios y ventajas en detrimento de los primeros. Este fenómeno se observa claramente en sistemas de política social donde predominan transferencias focalizadas hacia los pobres. En estos casos, se produce la llamada “paradoja de la redistribución”, ya que se observa un menor gasto redistributivo y una menor reducción de la desigualdad, pese a que el gasto social se orienta prioritariamente hacia los sectores de menores recursos (Korpi y Palme, 1998). Una posible explicación es que, si el alcance de las políticas sociales es limitado y no beneficia también a la clase media, el gasto social tenderá a ser más pequeño, ya que no existirá un consenso suficiente para incrementar su financiación (Huber, Pribble y Stephens, 2009). Por otra parte, fenómenos recientes como la “nueva pobreza” de sectores previamente integrados en los mercados laborales y que pasan a recibir ayudas asistenciales, reservadas a anteriormente a los “pobres estructurales”, representan no solo una caída de ingresos sino también una pérdida de estatus, es decir, el ingreso a una situación de “pobreza descualificante” (Paugam, 2007, pp. 163-167).

Ahondando más en este último punto, es necesario tener en cuenta que “las representaciones sociales” de categorías como los pobres, los desocupados, los excluidos, son inseparables de las “técnicas de acción” sobre los mismos (Topalov, 2004, p. 52). Este enfoque relacional, supone considerar pobre a las personas que “reciben asistencia o deberían recibirla acorde a las normas sociales” y definir a la pobreza no “como un estado cuantitativo, sino solo en términos de la reacción social” que suscita la condición de determinadas personas o grupos (Simmel, 1965, p. 138, trad. propia). Entonces es solo a partir de ser objeto de un acto de ayuda que una persona entra en la categoría de la pobreza, un grupo que “no permanece unido por las interacciones entre sus miembros, sino por la actitud colectiva que la sociedad en su conjunto adopta hacia ellos” (Simmel, 1965, p. 139, trad. propia). En otras palabras, el problema de la pobreza está estrechamente asociado al problema de la cohesión y del orden social. El abandono de las políticas de pleno empleo y de promoción del crecimiento de la posguerra y la celebración de la responsabilidad individual significa que una parte significativa del gobierno de la población pasa por políticas públicas de seguridad activa y represiva que apuntan al control de las protestas populares y a la invisibilización de los problemas sociales (Wacquant, 2010).

Este conjunto de consideraciones han ocupado desde largo tiempo el debate sociológico, cuyo tratamiento por razones de espacio ha sido necesariamente breve. En cambio, en el campo de la ciencia económica sigue prevaleciendo una perspectiva positivista y por largo tiempo unidimensional, pese a los avances que se discutirán en la siguiente sección. Este reduccionismo tiende a minimizar o ignorar explicaciones alternativas y, por lo tanto, diagnosis y posibles soluciones contra-hegemónicas. Por ejemplo, la cadena causal que vincula la pobreza a la inserción laboral y esta última a las cualidades o actitudes individuales es una expresión “de la misma estructura de poder que crea el problema” promoviendo soluciones que no alteran la estructura, sino que procuran “obtener la aquiescencia pública” para garantizar su reproducción (Edelman, 1991, pp. 24-25, 34). Por otra parte, a cada explicación de la pobreza corresponde la otorgación de autoridad a un determinado saber experto (y a los representantes de esa disciplina) guiando la actuación de la práctica reformadora hacia determinados factores sociales o la exclusión de otros) considerados no relevantes (Topalov, 2004, pp. 52-58). Si, por ejemplo, los psicólogos, trabajadores sociales y educadores pueden reclamar su autoridad de intervención en el tratamiento de casos individuales, el análisis macrosocial de la pobreza, el diseño de programas de lucha a la pobreza y su posterior evaluación, ha sido un ámbito dominado por los economistas y sus técnicas de medición. Es en este nivel del debate entre “expertos” donde se produce la construcción dominante de los problemas sociales y de las posibles soluciones, no carente de intereses e ideología, al margen de que la apelación a los saberes técnicos ubiquen a estos actores, en el plano simbólico, “por encima de las luchas políticas y sociales” (Morresi y Aronskind, 2009, p. 389). En un periodo histórico caracterizado por el predominio de determinados paradigmas político-ideológicos (Harvey, 2005), esta construcción “desde arriba” de los problemas sociales tiende a reducir el universo de posibles soluciones consideradas aceptables y legítimas en el debate público (Hall, 1993). Con este trabajo se pretende abrir un poco este campo de las posibilidades a partir de una deconstrucción del discurso económico ortodoxo sobre la pobreza y los supuestos que se ocultan tras ese discurso. Se trata con esto de ofrecer un pequeño aporte al proceso colectivo de producción de una ciencia social contra-hegemónica (una sociología de las emergencias, en los términos de Boaventura de Sousa Santos, 2006).

3 El discurso de las ciencias económicas sobre la pobreza

3.1 ¿Pobreza de qué?

Este punto es sólo una de las muchas decisiones metodológicas que están detrás de los indicadores de pobreza que más son utilizados como arma retórica en el discurso político2. La primera cuestión es cómo fijar el parámetro que establece la frontera entre los pobres y los no pobres. La fijación de esta “línea de pobreza” constituye el primer paso para “contar a los pobres”. En este punto, la decisión fundamental está en la elección entre alguna medida absoluta o relativa. En este segundo caso, lo “suficiente” se establece en relación contexto social donde se toma la medida. Por lo tanto, en el caso de la pobreza relativa, lo “suficiente” está influido por la situación de los que más tienen. El supuesto es que a mayor grado de riqueza de la sociedad más debería elevarse la vara de lo básico (la línea de pobreza) para considerar satisfactoria la situación de las personas que están en desventaja en la distribución de esos recursos.

Al contrario, un enfoque de tipo absoluto establece normativamente y de manera exógena un conjunto mínimo de bienes básicos que debe ser garantizado de manera universal a todos los miembros de una sociedad, según los principios de justicia social descritos en la sección anterior. Estos bienes básicos adquieren valor en cuanto son satisfactores, es decir, objetos materiales e inmateriales que poseen la cualidad de satisfacer una necesidad humana (cfr. Doyal y Gough, 1991). Sobre estas bases, se construye un concepto pobreza como insatisfacción de necesidades básicas, a causa de un poder adquisitivo insuficiente para obtener en el mercado esa canasta de bienes básicos. Así las cosas, la solución al problema de la pobreza, construido en estos términos, está en transferir, asignar o garantizar que todas las personas puedan acceder o disponer de ese conjunto mínimo de satisfactores que les permita, por definición, salir de la categoría de pobres, transcender su condición de pobreza. Si aceptamos una concepción relativa de la pobreza, ello no sería posible: en el caso de que todo el mundo recibiera la cantidad suficiente establecida en un dado contexto histórico, se debería a continuación establecer un nuevo parámetro de comparación, que tomara en cuenta la mejora generalizada de las condiciones de vida de la población y situara la vara de la pobreza en un punto más elevado que el anterior. Concretamente, este debate no es puramente teórico, ya que se puede observar una prevalencia del concepto relativo de pobreza en los países “desarrollados”, respecto al concepto absoluto de pobreza que predomina en los países “en desarrollo” y desde el que se discute también a nivel de los organismos internacionales de “ayuda al desarrollo” como el Banco Mundial3.

Asociado a esta cuestión está el problema de la naturaleza de la frontera entre los pobres de los no pobres. ¿Qué tipo de objetos sociales definen ese parámetro? En la perspectiva economicista y positivista dominante se ha adoptado una perspectiva materialista, que apunta a establecer un conjunto de bienes y servicios que otorga a su poseedor en su actividad de consumo un determinado grado de bienestar. Qué es exactamente el bienestar y como se transfiere de los objetos a la persona que los posee y los consume (entendiendo por consumo su adquisición y agotamiento en el tiempo, su acaparamiento, su ostentación, su contemplación, etc.) no queda claro. En términos generales podría decirse que se trata de un “algo” que hace preferir un estado A (donde se han consumido esos bienes y servicios) a un estado B (antes del acto de consumo). En términos de la economía ortodoxa (neoclásica) se habla con más frecuencia de “utilidad”, en referencia a la corriente filosófica del utilitarismo inglés, representada, por ejemplo, por Jeremy Bentham. Como bien señala Estela Grassi (2008), este proceso cultural no es problematizado. El establecimiento de un mínimo esencial presupone la existencia de un conjunto no-mínimo de bienes y servicios cuyo atributo de “superfluo” es puramente relativo, ya que su consumo fundamenta formas de distinción entre los miembros de cada clase social. Así, por ejemplo, la adquisición de determinados bienes de consumo (un celular último modelo, por ejemplo) que viene estigmatizado en el caso de los sectores de menores ingresos bajo asistencia (ya que son vistos como un derroche de dinero público) es considerada esencial en las clases medias y altas. Y, sin embargo, estos bienes, no necesarios a la mera supervivencia, podrían estar satisfaciendo necesidades igualmente significativas de ocio y recreación, comunicación y participación a la vida social, etc. (Nussbaum, 2003), además de tener un impacto en la capacidad de estas personas de generar mayores ingresos en el mercado laboral (Banerjee y Duflo, 2011).

Volviendo al concepto de utilidad, y sin entrar en el detalle de los supuestos sobre la naturaleza y el comportamiento humano que constituyen la base de la teoría económica dominante (como el concepto de homo economicus o la teoría de la elección racional), vale la pena destacar algunos supuestos, que tienen implicancias significativas respecto a la relación que se establece entre las personas (en su papel de consumidores) y los bienes y servicios consumados. En primer lugar, se supone la “no satisfacción” en el consumo, es decir que la persona preferirá siempre un estado en que posee más bienes a uno en el que tiene menos bienes. Sin embargo, también se supone que la “utilidad marginal” del consumo es decreciente, es decir que el bienestar que le proporciona el consumo de una unidad añadida de un bien será cada vez menor. Del primer principio deriva la confianza en el crecimiento imparable de las necesidades humanas y por lo tanto de la producción de bienes y servicios, más allá de los límites físicos y ecológico-ambientales. Del segundo principio derivan el impulso al intercambio y las leyes de demanda y oferta que regularían todos los mercados, incluidos los que no tienen por objeto bienes y servicios, como el mercado laboral, donde se trata esa mercancía ficticia que es el trabajo humano (Polanyi, 1944/1989).

Huelga decir que una perspectiva con estos parámetros no tiene en cuenta otras formas de bienestar (no consumistas) ligadas, por ejemplo, a la sociabilidad de los afectos o las amistades o al disfrute de la naturaleza (Bartolini, 2010). Por otra parte, el propio trabajo, una de las principales actividades humanas, supone en la teoría económica una “desutilidad”, que debe ser compensado por el salario: medios monetarios para adquirir bienes y servicios que producen utilidad. En este esquema, el trabajo es un factor más de la función de producción, cuyo uso seguirá las reglas de la maximización utilizadas para cualquier otro bien. Paradójicamente, esta visión del trabajo asalariado es muy cercana al concepto de trabajo enajenado en Karl Marx (1844), donde se afirma que el trabajo, de medio principal de autorrealización del ser humano, pasó a convertirse en un elemento negativo, ya que no es “voluntario, sino forzado, […] no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo” (p. XXIII). Al mismo tiempo, toda forma de trabajo no remunerado, como el trabajo de cuidados, imprescindible para la reproducción social, resulta invisibilizado, al no ser cuantificado monetariamente (Rodríguez, 2012).

Bajo este paradigma predomina, en conclusión, una concepción monetaria y unidimensional de la pobreza. Una primera consecuencia es que, según la economía ortodoxa, las transferencias monetarias serán siempre superiores, en términos de utilidad/bienestar, a las transferencias en especie, ya que sólo el individuo está en condiciones de maximizar su utilidad sobre la base de sus preferencias en el consumo, en un contexto dado de restricciones (su presupuesto monetario, las horas de trabajo que puede “vender”, los precios que toma en el mercado, etc.). Las transferencias no monetarias limitan, según esta perspectiva, la libertad individual. Si todos estos supuestos se aceptan, entonces las variables monetarias, en particular los ingresos, se convierten en la clave para construir nuestro parámetro de comparación y nuestra vara de medición, es decir nuestra línea de pobreza.

3.2 Los ingresos como parámetro de referencia

No obstante, aún si se acepta esta concepción monetarista y unidimensional, es necesario resolver numerosos problemas metodológicos. Para empezar, la definición más general de ingreso individual establece que el ingreso de individuo equivale a la suma de su consumo y el cambio de valor de su patrimonio (donde se incluyen sus ahorros) en un periodo de tiempo determinado, excluyendo así fuentes de ingresos que son complicadas o imposibles de calcular en términos monetarios (Baldini y Toso, 2004)4. Esta definición no nos dice cuanto la persona efectivamente consume en bienes y servicios que le proporcionan bienestar (o satisfacen sus necesidades), sino que es una aproximación indirecta a esta dimensión. El problema es que medir directamente el consumo presentaría dificultades tanto por la complejidad del relevamiento (en el caso argentino, las encuestas de consumo y gasto de los hogares se producen a distancia de años), como por razones teóricas: ¿cómo distinguir, por ejemplo, entre la frugalidad (voluntaria) y la pobreza (involuntaria), ambas relacionadas con bajos niveles de consumo? o ¿cómo medir el autoconsumo, donde persisten elementos no capitalistas de producción? Al margen de esto, también sería necesario medir la riqueza patrimonial, es decir la propiedad sobre recursos materiales y no materiales, capitales financieros y no financieros. Estos bienes no sólo generan ingresos monetarios de capital (que se suman a los ingresos laborales, las transferencias estatales, etc.), sino también generan una mayor seguridad económica (garantizando, por ejemplo, un mayor acceso al crédito) y prestigio social. Sin embargo, una vez más se trata de un atributo difícil de cuantificar, ya que es comparativamente móvil y líquido, fácilmente transferible de un activo a otro y de un país a otro, y además tiene un valor muy volátil, según el andamiento del mercado. A ello se suma el problema de las sub-declaraciones o las no respuestas en las encuestas lo que nos estaría dando una imagen sesgada de la distribución, no pudiendo observar ni los percentiles más ricos, quienes captan un porcentaje cada vez mayor del ingreso nacional (cfr. Piketty, 2014), ni los más desaventajados (personas sin hogar o en viviendas informales).

La crítica más influyente a esta concepción proviene de los trabajos del economista Amartya Sen. Este autor considera que reducir el bienestar a la dimensión monetaria es una limitación, ya que lo que importa no son los bienes y los recursos materiales en sí, sino aquello que permiten hacer o ser (Sen, 1995). Con este fin, Sen define el bienestar en términos de ‘funcionamientos’ (functionings). Éstos son el conjunto de acciones y condiciones que caracterizan la vida de un individuo: las actividades que emprende (dar un paseo), sus estados físicos (tener buena salud), sus situaciones mentales (estar contento) y sus atributos sociales (estar integrado en la sociedad). Finalmente, define a las ‘capacidades’ (capabilities) a la gama de ‘funcionamientos’ entre los que el individuo puede elegir. Por ejemplo, tanto una persona de ingresos elevados, pero con graves problemas de salud, como una persona en aprietos económicos (pero que goza de buena salud), ven reducidos sus capacidades (de elección). En este sentido, la amplitud de las capacidades de un individuo no sólo es una medida de su bienestar sino también es una medida de su libertad (positiva) de perseguir su proyecto de vida. Sobre este concepto de Sen se han construido listas de las capacidades fundamentales del ser humano (véase por ejemplo Nussbaum, 2003) y se han derivado numerosas propuestas a favor de un análisis multidimensional de la pobreza, como los que se desarrollan en el Oxford Poverty and Human Development Initiative (OPHI, n.d.). Se trata de un concepto según el cual “la pobreza de una vida no se basa solamente en el estado empobrecido en el que una persona efectivamente vive, sino también en la falta de oportunidades reales —determinada por limitaciones sociales o circunstancias personales— de vivir vidas valiosas y valoradas” (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo -PNUD, 1997, p. 16). El propio PNUD difunde desde principios de los años 90 el Índice de Desarrollo Humano, donde se agregan indicadores de ingreso, educativos y sanitarios. Recientemente, este organismo también construye un Índice de Pobreza Multidimensional, que busca capturar las privaciones a nivel de hogar en múltiples dimensiones (sanitarias, educativas, estándares de vida). En América Latina, ya a partir de los años 80, la CEPAL propuso la adopción del enfoque de las Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) para capturar, sobre la base de datos censales, alguna de las dimensiones de la llamada “pobreza estructural”, incluyendo indicadores de vivienda, saneamiento, educación y empleo en determinadas áreas geográficas (Feres y Mancero, 2001). Argentina es uno de los países que implementó este indicador, en correspondencia de los Censos de población. Más recientemente, varios países de la región han adoptado los avances teóricos mencionados, en términos de construcción de indicadores multidimensionales (pueden recordarse México, Colombia y Ecuador, véase CEPAL, 2013). Se trata de intentos de superar la unidimensionalidad economicista, que han visto un desarrollo muy importante en los últimos años (Gasparini et al., 2013), pero que todavía no han encontrado un uso en el debate público que sea comparable a aquel de las medidas monetarias como el PIB, la tasa de pobreza, etc.

3.3 ¿Qué unidad de análisis?

Finalmente, otros puntos conflictuales nacen de la contradicción entre un enfoque de la pobreza que es esencialmente individualista y la elección prevalente de los hogares como unidad de análisis fundamental. Las razones son múltiples, sociales, demográficas y económicas. Por un lado, en términos generales, el hogar representa el lugar donde se desarrollan las estrategias de sobrevivencia de las personas: además de los lazos afectivos-relacionales, existen vínculos de cuidado entre los miembros del hogar, que llegan a ser predominantes en los primeros años de vida y en la fase final de la misma. Por otra parte, los hogares son unidades económicas formadas por una o más personas que viven juntas, compuestos por una o más familias (grupos de personas emparentadas entre sí), que proveen a satisfacer de forma conjunta sus necesidades sobre la base de un presupuesto común donde pueden confluir en grado variable los ingresos de cada uno de los miembros (ONU, 2008).

Implícitamente esta conceptualización presupone algún grado de distribución igualitaria de los recursos y de los esfuerzos dentro del hogar. Se trata de una suposición fuerte porque se sabe que la distribución intrafamiliar esconde niveles más o menos amplios de desigualdad (además de jerarquías de poder y relaciones de dominación simbólica), en la que entran en juego factores como la división sexual del trabajo, los derechos garantizados a las personas mayores y a los niños, niñas y adolescentes, las desigualdades laborales de género, la violencia de género, etc. El problema de tratar este tema es una vez más la falta de datos y de estudios, por lo que, en general, se utiliza la hipótesis simplificadora de una desigualdad nula al interior de la familia, con la consecuencia de sobreestimar, en mayor o menor medida, el bienestar de los niños y las mujeres (Chant, 2003, pp. 21-22). Otro de los muchos aspectos que evidencian el sesgo de género que todavía afecta a la recolección de información estadística, pese a las recomendaciones de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer de Beijing (ONU, 1995), es la persistencia del enfoque del “jefe de hogar”, el cual tiende a invisibilizar y subordinar a la mujer y al trabajo que ella ejerce dentro del hogar (United Nations Economic Commission for Europe, 2010), ya que sistemáticamente son los varones quienes se auto-asignan ese rol en mayor medida.

Estos sesgos, a la hora de aproximarse a los hogares, esconden, claramente, un fuerte elemento cultural que es funcional al mantenimiento de las jerarquías de género existentes. Sin embargo, gracias a la lucha de décadas de las mujeres por el reconocimiento de sus derechos, tanto a nivel local como global, se ha ido avanzando en la dirección de analizar con mayor precisión a las cuestiones que atienen a las desigualdades de género. Entre otras, pueden recordarse la difusión de las encuestas de uso del tiempo o la consideración de parte del PNUD de estas desigualdades en el índice de Desarrollo Humano de Género. Es precisamente a nivel internacional donde se han podido establecer los estándares de derechos humanos, a partir de los cuales se han elaborado las mencionadas recomendaciones en torno a la medición de indicadores sociales con perspectiva de género, lo que ha permitido captar fenómenos como la denominada “feminización de la pobreza” (véase también Facio, 2011).

En términos analíticos, también se presenta el problema de cómo tener en cuenta la composición de cada hogar en términos de número de miembros y sus características (sexo y edad) a la hora de asignar a cada uno de ellos una cuota de los ingresos totales del hogar. También deberían ser tenidas en cuenta las considerables economías de escala, fruto de la convivencia en un mismo domicilio, ya que los gastos de vivienda, los servicios y el mantenimiento, etc. crecen menos que proporcionalmente al incremento del número de componentes del hogar. Para tener en cuenta estos elementos, son utilizadas las llamadas “escalas de equivalencia”, un conjunto de índices que ajustan el número de componentes familiares a un valor de componentes equivalentes (según la escala de referencia, por ejemplo el varón adulto), lo que permite comparar los costes de vida relativos entre familias con diferente tamaño y composición (como se verá en el caso argentino). Otras escalas paramétricas (como la OCDE utilizada por EUROSTAT) descuentan implícitamente las economías de escala que se generan en el hogar (para una discusión más detallada véase Mancero, 2001).

Es evidente que este tipo decisiones metodológicas no son neutrales respecto a la medición de la pobreza y pueden sobre-estimar o subestimar el fenómeno que sufren las familias numerosas con personas dependientes. Además, esta perspectiva puramente monetaria oculta elementos no monetarios, como por ejemplo el incremento de los cuidados que deriva de un nacimiento, lo que impacta en el número de horas de trabajo no remuneradas y afecta la disponibilidad de horas para ejercer un trabajo remunerado (Rodríguez y Pautassi, 2014). Es decir, aún si se acepta que los gastos aumentan menos que proporcionalmente al crecer las dimensiones del hogar, indudablemente se reducen los ingresos laborales y/o aumentan las horas trabajadas totales (por un aumento de las no remuneradas, que no son calculadas en esta medición). Dado las desigualdades de género existentes (particularmente en la división sexual del trabajo), esta situación afecta especialmente a las mujeres, produciéndose una situación de “pobreza de tiempo” que supera a la puramente material (cfr. por ejemplo Carbajal, 2011; Rodríguez, 2012).

Finalmente, no se debería analizar a la situación de los hogares como átomos aislados, como en el caso del indicador que estamos discutiendo, sino como un componente de un más amplio entramado de relaciones sociales que constituyen la matriz de la provisión de bienestar, donde intervienen otros actores sociales colectivos, estatales, mercantiles o comunitarios (Adelantado, Noguera, Rambla y Sáez, 1998). Por la acumulación de desventajas que se da en determinados sectores sociales y su concentración en determinadas áreas geográficas (si se producen grados de segregación espacial según los niveles de ingreso), puede producirse un déficit en el acceso a bienes y servicios básicos, que se hace visible a nivel de comunidades enteras y no sólo a nivel individual o de hogar. Algunos autores definen esta situación “empobrecimiento comunitario”, en la que se produce un deterioro, supresión y/o inexistencia de bienes y servicios colectivos en un determinado territorio habitado (Kessler y Minujin, 1995, p. 161). En estos casos, a las carencias sufridas a nivel de cada hogar se suman los efectos amplificadores de la desigualdad en la provisión y calidad de bienes públicos (educación, salud, vivienda y hábitat, etc.). Esta situación es parcialmente capturada por indicadores como el ya mencionado NBI. Sólo si se excluye la provisión de estos bienes y servicios de la esfera mercantil, como fundamentos materiales de los derechos sociales, es posible que el acceso a ellos no dependa de los niveles de ingreso de cada hogar (Gamallo y Arcidiácono, 2012).

4 El cálculo de la pobreza en Argentina

Entrando al caso argentino, el peso que el problema de la pobreza ha adquirido en el discurso político en este país tiene un origen histórico bien preciso, que incluye las transformaciones de la sociedad luego del golpe militar de 1976, y que, a su vez, tiene un paralelo con la construcción de la categoría de pobreza y de los indicadores necesarios para su medición. Así no es casual que, después del regreso a la democracia y paralelamente al Plan Alimentario Nacional, implementado para luchar contra la “emergencia de la pobreza”, se desarrollaran instrumentos metodológicos para su medición, por medio de estudios como La pobreza en Argentina (1984) o la Investigación sobre la Pobreza en la Argentina (1987) del Instituto Nacional de Estadística y Censo (INDEC), para la construcción de “mapas de la pobreza” y posteriormente la definición de una línea de pobreza nacional (Grondona, 2012).

Adoptando una pauta común al resto de América Latina, se estableció una línea de pobreza a partir de la determinación de una conjunto básico de satisfactores, y el ingreso promedio necesario para adquirirlos en el mercado, conocido como canasta básica, en moneda local (CEPAL, 1991). En el caso de Argentina, el INDEC calcula una canasta básica de alimentos (CBA), compuesta por el valor monetario de una selección de bienes que satisfacen las necesidades nutricionales mínimas necesarias a la sobrevivencia (en términos de calorías) según parámetros científicos, cuya tipología y variedad concreta es elegida sobre la base de los hábitos de consumo predominantes en el país, los cuales surgen de la Encuesta de Ingresos y Gastos de los Hogares (la primera de 1985/1986, repetida en 1996/1997, 2004/2005 y 2012/2013). Esta labor se vio interrumpida por un cierto número de años y algunas de estas encuestas (como la de 2012/2013) se consideran afectadas por ese periodo, como se discutirá más abajo.

La canasta básica así construida corresponde a la línea de indigencia, la cual permite calcular la tasa de indigencia en una población determinada, a partir del porcentaje de personas cuyo ingreso per cápita familiar se sitúa por debajo de ese nivel. El ingreso per cápita familiar se calcula a partir del ingreso total familiar de cada hogar, dividido por el número de adultos “equivalentes” que lo componen, para hacer comparables los ingresos de núcleos familiares cuya composición es heterogénea (ver discusión en la sección ¿Qué unidad de análisis?). En el caso argentino el parámetro de referencia de las tablas de equivalencia es la necesidad calórica, lo que atribuye valor de unidad al varón adulto y valores menores a las mujeres o las personas de edad no adulta (Morales, 1988). Cabe decir que la condición de indigencia se atribuye de forma interdependiente tanto a los hogares como a sus componentes, ya que se asigna el mismo ingreso per cápita familiar a cada uno de ellos. El ingreso total familiar, por otra parte, se obtiene de la suma de los ingresos laborales y no laborales que reciben cada uno de los componentes, según se relevan de forma trimestral en la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), cuya cobertura es esencialmente urbana5.

A continuación, la línea de pobreza se obtiene calculando el valor monetario de una canasta básica total (CBT), que agrega a la CBA el gasto en bienes y servicios básicos no alimentarios. Ese valor se obtiene presuponiendo que las personas bajo la línea de pobreza gastan una cierta proporción relativamente constante de sus ingresos en adquirir la CBA (el denominado coeficiente de Engel)6. Esta relación permite obtener entonces la CBT a partir de la CBA, la cual fue construida exógenamente, como se dijo, a partir de parámetros fijados por expertos nutricionistas. Con un cálculo análogo a la tasa de indigencia, pero utilizando la línea de pobreza (CBT), se obtiene la tasa de pobreza (H, del inglés headcount index, que trasmite la idea de “contar cabezas”). H se obtiene de la proporción de personas (q), calculado sobre el total de la población (n), que viven con un ingreso Yq (ingreso per cápita familiar) inferior al nivel de pobreza absoluta establecido Yp (CBT) es decir: H=q/n con Yq < Yp. Por razones de simplicidad el resto del análisis se limitará al índice de pobreza (y no de indigencia), aunque las consideraciones que se pueden hacer para ambos son análogas.

Pese a ser el índice más utilizado en el debate público, H presenta serios límites, incluso en el marco de las ciencias económicas (el análisis es análogo en el caso de la tasa de indigencia). Por un lado, no da cuenta de la intensidad de la brecha de ingresos de los pobres, ya que calcula sólo cuantas personas se sitúan por debajo de la línea de pobreza, no la distancia de cada una de ellas en términos de ingresos. Por esta razón, el índice H no refleja ningún cambio (positivo o negativo) en los ingresos de las personas ya pobres: la eliminación de un subsidio público perfectamente focalizado a los pobres produciría una caída de sus ingresos pero ninguna variación de H. Además, H tampoco da cuenta de la distribución del ingreso entre pobres: ninguna transferencia de ingresos (regresiva) de una persona en pobreza extrema a una en situación de pobreza moderada produce un incremento en esa tasa (Sen, 1992). Por último, la fijación de una demarcación dicotómica para categorizar individuos a lo largo de un variable continua como los ingresos, además de presuponer que pobres y no pobres constituyen grupos internamente homogéneos (lo que es una ficción), es en último análisis siempre arbitraria. Sin embargo, su simpleza no sólo constituye su límite, sino también su más fuerte baza, ya que es fácilmente comprensible a una mayoría, expresando una visión simplista de la pobreza como de aquellos que no tienen lo suficiente para vivir dignamente, al margen de otras consideraciones sobre la estructura social y los procesos que los sitúan en esa condición7.

Haber mostrado cómo se construye, permite también tocar un tema en el que se ha centrado la atención del debate público argentino en los últimos años y que todavía no se ha resuelto de forma satisfactoria. A primera vista, y correctamente, los dos factores que más influyen sobre la evolución de este índice son la variación de los ingresos nominales de las personas situadas por debajo de la línea de la pobreza y la variación en términos monetarios de la misma, es decir los incrementos de los precios de los bienes y servicios contenidos en la CBT. En otras palabras, el efecto del incremento del ingreso nacional sobre las personas en situación de pobreza (la parte del crecimiento del PIB que efectivamente va a esos sectores) estará mediado por la distribución del mismo. Por otra parte, el crecimiento de los precios al consumo será diferenciado para el consumidor promedio respecto al impacto que sufrirán las personas pobres (en términos del incremento de la CBA y CBT). Por ejemplo, en el caso de Argentina, país productor de productos primarios, el incremento de los precios internacionales de bienes agropecuarios ha producido una tendencia a un aumento más acelerado de los precios alimentarios, cuyo impacto ha sido mayor para los sectores de menores ingresos (que consumen una cuota más grande de sus ingresos en estos productos).

Todo ello deriva, por cierto, de la metodología con la se construye este indicador, al margen del conjunto de críticas que se le han movido a lo largo de este texto. Sin embargo, la baja legitimidad de las estadísticas oficiales, en el caso específico de Argentina, ha hecho que el debate se centrara en la medida exacta de la tasa de pobreza, más que en abordar las complejidades asociadas con las relaciones sociales entre Estado, sectores pobres y no pobres, y las debilidades que presenta este indicador para medir este fenómeno.

En efecto, a partir de la intervención oficial del INDEC en 2007 (Lindenboim, 2011) los problemas de medición de la inflación han afectado al conjunto de las estadísticas oficiales y han supuesto un cuestionamiento de la tasa de pobreza calculada por este organismo y una proliferación de medidas alternativas. Es decir, a los problemas globales que afectan a este indicador se han sumado problemas locales que han implicado una mayor complejidad en su uso y a la vez una presencia constante de este tema en el debate público. Ello ha dado espacio para que otros centros de producción cultural sustituyeran al Estado en la medición del fenómeno rompiendo con el monopolio público: entre ellos, el Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA, 2016) o el Centro de Investigación de Formación de la República Argentina (CIFRA, 2015) del sindicato CTA (Central de Trabajadores de la Argentina), donde se registraron tasas de pobreza que multiplicaban por 4 o 5 veces a la oficial8. Entre finales de 2013 y mediados de 2016, estos indicadores de elaboración no pública han constituido la única fuente de información a nivel nacional, ya que el INDEC ha dejado de publicar la tasa de pobreza. Bajo la nueva presidencia de Mauricio Macri, se declaró la emergencia en el “Sistema Estadístico Nacional” (Decreto 55/2016) y se ha llevado a cabo una reestructuración del INDEC. Finalmente, en septiembre de 2016, el INDEC (2016) publicó nuevamente una estadística oficial de la tasa de pobreza, en niveles que superaban las estimaciones no públicas. Aún es pronto para evaluar los cambios metodológicos de la nueva gestión, pero en el debate público ya se alzaron voces que han criticado los cambios en el cálculo de las canastas (véase por ejemplo “Especialistas ya cuestionan nueva medición del INDEC sobre pobreza”, 2016). Por otra parte, la nueva medida incluye avances interesantes como la presentación de indicadores de brecha de pobreza y la construcción de canastas diferenciadas según área geográfica. En todo caso, estos acontecimientos evidenciaron con claridad el conflicto político en torno a los indicadores (y su uso) y como su construcción no fue nunca una cuestión puramente técnica.

5 Conclusiones

A lo largo del texto se discutió cómo el discurso público sobre la pobreza, tanto en terminos generales como en el caso específico argentino, ha sido dominado por un enfoque economicista (unidimensional). Un primer objetivo del texto fue problematizar la construcción de la pobreza como categoría humana, establecer su vínculo con la estructuración del espacio social y discutir su relación con la política social. Un objetivo secundario fue el de evidenciar las contradicciones que resultan de una mirada economicista y unidimensional de la pobreza, cuyo predominio deriva de la legitimidad de los saberes expertos en esta disciplina y de la funcionalidad de este discurso al mantenimiento del status quo. Es a partir de una crítica a esta perspectiva, que se puede abrir a otras disciplinas la tarea de construir indicadores más complejos o llevar a la atención del debate público los avances que se han venido desarrollado en distintos ámbitos (como es el caso de la medición multidimensional), frente a la debilidad del indicador que suele utilizarse en mayor medida en el debate público (la tasa de pobreza).

Estos temas fueron desarrollados en la primera sección donde se evidenció la autoridad del Estado en el establecimiento de la categoría de pobreza a través de la asistencia pública y cómo la persistencia en el tiempo de este problema sugiere que su construcción y posterior tratamiento es funcional al mantenimiento del orden socioeconómico existente.

En la segunda sección se presentó una problematización del indicador de pobreza más difundido (la tasa de pobreza), indentificando sus principales debilidades (respecto al objeto de la medición, la unidad de análisis, etc.), dentro de los propios límites del paradigma positivista (es decir, al margen de las discusiones desarrolladas en la primera sección). Este análisis sugirió la necesidad de incorporar nuevas dimensiones y nuevos enfoques (de género, en particular) para superar la “ceguera” de este indicador frente a diferentes elementos que caracterizan a la pobreza, si se la entiende como un estado de privación objetivo.

Por último, en la tercera sección fueron presentadas algunas cuestiones relacionadas al caso argentino y a la medición de la pobreza en este país, donde, a las debilidades mencionadas de tipo metodológico, se ha sumado un conflicto político muy evidente en torno a su producción y uso. Este conflicto está siempre presente tras las bambalinas, pero rara vez se ha expresado con tanta evidencia y a nivel de discusión pública, aunque ésta se ha traducido en muchos casos en una simple desconfianza de unos y otros en torno a las estadísticas públicas. Esta situación hace que el caso argentino adquiera relevancia para una discusión más general en torno a la construcción social del indicador de pobreza, como se ha delineado a lo largo del texto.

Esta discusión sugiere la necesidad de adoptar una perspectiva relacional para identificar los procesos estructurales y de largo plazo relacionados con la pobreza, un propósito que excede los límites de este trabajo y se deja para futuras investigaciones. En particular, en el caso argentino se trataría de articular una literatura extensa pero generalmente separada en disciplinas y ámbitos de estudio diferentes, para abarcar un estudio comprensivo cualitativo y cuantitativo de la asistencia social y de cómo fue modificándose la categoría de pobre (desde su instalación en el debate público a partir de principios de los años 80) y los significados sociales asociados a esta categoría, en relación a otras categorías de la política social, como los desocupados, los vulnerables, los excluidos, etc. Este trabajo pretende ser un aporte a las líneas de investigación que han avanzado en esa dirección en los últimos años.

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