Hace ya algunos años, para interpretar la comparecencia masiva al espacio público de algunas naciones europeas en los años finales del siglo XX de ciudadanos que se reclamaban “víctimas del Holocausto”, el sociólogo belga Jean Michel Chaumont propuso el concepto de concurrence (1997). Alcanzó un considerable éxito, pues ayudaba a visualizar los movimientos de quienes se reclamaban portadores legítimos de esa condición, víctimas, y que comparecían a una escena pública que se saturó de ciudadanos que aspiraban al capital simbólico asociado a ella, en particular el de víctima del Holocausto. Había motivos para competir: la de víctima era una condición que había escalado muchas posiciones en la pirámide de prestigio de las sociedades centrales, tantas que devino un lugar social reconocido.
Sin embargo, no era ese —hasta hace poco— el caso en España: no había opciones para competir por hacer un uso legítimo de esa categoría, ocupada por una sola de sus variantes, la que representaban las víctimas de la violencia ejercida por ETA. Pero en el comienzo del siglo XXI, ese espacio sufre dos transformaciones: por una parte, se abre y se pluraliza; por otra, se normaliza, se regula, se tecnifica. Así es, en muy poco tiempo (entre 2000 y 2016), el número de asociaciones de víctimas o de afectados pasa de unas 20 a algo más de 400; de pronto también se pluralizan los motivos: ahora las víctimas ya no lo son solo de razones y violencias trascendentes (genocidio, terrorismo, violencia del Estado) sino de otras para las que, de tan variadas, resulta imposible proponer una clasificación sensata: tortura, desaparición forzada, tráfico, violencia de género, bullying, negligencias médicas, paro, desahucios, estafas de la banca, mordeduras de animales, obstetricia, la crisis…1. Y también, de pronto —esto es, en apenas 15 años—, todo este complejo universo de dolientes, expertos, reclamaciones, protocolos, victimarios, agravios históricos, violencias… pasa a regularse, no en el carismático y trascendente territorio de la religión, la política o el discurso moral, propio de las viejas víctimas, sino en el de la ley y la experticia técnica, las instancias propias de la administración de las cosas del ciudadano ordinario, figura que se confunde cada vez más con la de la víctima.
Es en ese contexto en el que constatamos dos datos: de un lado, el ya mencionado incremento exponencial en la España de los últimos 15 años (desde el año 1999 hasta la actualidad) del número de colectivos e individuos que demandan ser reconocidos como víctimas; de otro, la comprobación, igualmente llamativa, del aumento en número y en orientación de normas que a distintos niveles administrativos (europeo, estatal, autonómico, municipal) tienen a la figura de la víctima, en muchas de sus modulaciones (del terrorismo, de la violencia de género, de la siniestralidad, de la violencia urbana…), como objetivo: en 1999, la primera, la Ley de Solidaridad con las Víctimas del Te
rrorismo, todavía con hechuras propias de una lectura tradicional de la figura de la víctima; en 2004 la Ley contra la Violencia de Género, que dio visibilidad a lo que la ley nombra y a sus víctimas; en 2006 la Ley de Dependencia, que problematizó la cuestión de las cadenas de cuidado y de vulnerabilidad e instaló y popularizó la figura del dependiente; en 2007, la Ley de Memoria Histórica, que contribuyó a allanar el camino para que desembarcasen en España algunas categorías del derecho humanitario internacional y (re)naciesen las víctimas de la Guerra Civil y de la represión franquista; en 2011, la Ley de Reconocimiento de Víctimas del Terrorismo, que abrió el horizonte del concepto de víctima de terrorismo a muchas situaciones distintas a las que contemplaba la vieja ley de 1999, que consideraba apenas a las de la acción de ETA… Y otras hasta que finalmente, en 2015, aparece el Estatuto de la Víctima del Delito, orientado ya, definitivamente, a las víctimas, sin apellidos, sin distinguir las violencias que las producen.
Cabe pensar que el proliferar asociativo y legislativo en la materia responde a cambios culturales de envergadura planetaria, esos que atañen a lecturas de lo humano sensible a sus posiciones más desdichadas, sensibilidad que tiene su traducción en la cultura penal y en la orientación de muchas propuestas legislativas, atentas ahora al que padece y no tanto a la punición del que comete delito (Garapon, 1997; Garapon y Salas, 2007; Sánchez Silva, 1999). Sin rechazar esta explicación, nuestro argumento quiere orientarse en otra dirección y observar en la ley un agente principal en la construcción de ese nuevo tipo subjetivo, el de la víctima, que en las sociedades contemporáneas da muestras de ir constituyéndose en central y confundiéndose cada vez más con quien constituyó su opuesto, el ciudadano ordinario. Las leyes que ayudan a dar asiento a estos ciudadanos-víctima son pues la materia de nuestro interés.
A partir del trabajo2 sobre las leyes de víctimas que hacen al caso español, nos interesa acercarnos a esa nueva figura, el ciudadano-víctima, y a su hábitat sociológico, el “nuevo espacio de las víctimas”. Después de una caracterización e interpretación de estos giros novedosos, a lo que dedicaremos el primer apartado de este texto, iremos siguiendo en tres pasos la expansión y apertura del espacio de las víctimas. El que inicia es sensible a la primera apertura, la del universo de las víctimas de raíz política, antaño reservado a pocos actores, ahora democratizado. El segundo comenta dos textos legales —los que hacen comparecer al panorama jurídico a las víctimas de violencia de género y a las de siniestralidad vial— para dar cuenta de la progresiva tecnificación y juridificación del tratamiento de las víctimas. El tercero cierra el dibujo de un proceso aún en marcha comentando el Estatuto de la Víctima del Delito, de 2015. Con ello daremos cuenta de la culminación del proceso de universalización de la categoría, que se ha construido en buena parte apoyándose en la capacidad performativa de la ley, un hábitat de sentido que —además de por víctimas ahora sin apellidos, de las que no importa la causa que las hace tales— está poblado de instituciones, agentes y normas que hacen a la consolidación de esta figura.
Ser víctima, en España, era hasta hace diez años serlo de la acción de ETA. Y sin alternativas. Ese lugar privilegiado de las “víctimas del terrorismo” en la jerarquía moral de la España del posfranquismo obedece a las necesidades de elaboración de una narrativa de consenso en la transición del franquismo a la democracia, ya en los años ochenta del Siglo XX. En esa narrativa, este grupo de víctimas —por lo demás, internamente muy heterogéneo, pero progresivamente imaginado como un bloque único y monolítico— fue posicionado en el lugar protegido de los sacrificados para el bien de otros —la ciudadanía—. Con ello se excluyó de la condición de víctima a otros muchos susceptibles de recibir ese marchamo. Pero sobre todo se excluyó de la condición de ciudadano a esas víctimas: la operación de situarlas en el sagrado lugar de los héroes, permitió que la “ciudadanía española posfranquista”, recién creada, existiese, pero al precio de perder la posibilidad para estos sujetos de acceder a ella. Víctima fue pues un lugar socialmente confortable, por trascendente, por marcado como heroico y excepcional. Quien lo fuese permitía que existiese el común. Pero quedaba fuera del común.
Pero en poco tiempo eso ha cambiado: el concepto se ha abierto, el espacio social que se conforma en torno a él se ha pluralizado. Acceden ahora multitud de agentes, algunos propios de los viejos territorios de la política y lo socialmente sagrado (víctimas del 11M, víctimas del franquismo, víctimas del terrorismo de Estado, víctimas de la tortura, siempre las víctimas de ETA…), otros muchos, en cambio, asociados a situaciones ordinarias, hasta banales. En efecto, el antiguo monopolio se rompe, los contenidos del espacio de las víctimas se revuelven y las fronteras que hasta hace poco separaban los lugares de las víctimas de los de los ciudadanos comunes se hacen mucho más porosas, a veces imperceptibles.
Razones de orden local pueden explicar este giro, entre otras, la incidencia que, en la sensibilidad política, mediática y legislativa, tuvo el atentado yihadista de marzo de 2004 a tres trenes en Madrid (Sánchez Carretero, 2011), y las fuertes transformaciones del concepto de víctima a lo que eso obligó, pues desde entonces, para definir los perfiles de los beneficiarios de las leyes de víctimas del terrorismo, ya no solo cabe hablar de las víctimas de la violencia política de ETA. Razones menos coyunturales apuntan al llamado “giro humanitario”, ese movimiento planetario de creciente sensibilidad por los sujetos en posición de dolor (Fassin, 2010) que afecta, evidentemente, a España y que tiene aquí traducciones concretas, tanto en el ámbito de la gestión social e institucional de la vulnerabilidad social (Irazuzta y Martínez, 2014), como en el de la propia producción legislativa, profusa en lo que vamos de siglo en normas atentas a la gestión del dolor de los demás. Ahora, los cimientos de la verdad moral, de la verdad política, de la verdad jurídica se tejen alrededor de los derechos humanos. El gran auge y proliferación de estos —que comienza a desplegarse después de la Segunda Guerra Mundial y que se consolida como ideología durante los tiempos de la globalización (Elliot, 2007)―, va cuajando en una “economía moral” (Fassin, 2010; Fassin y Rechtman, 2011) que distribuye valores, perfila actitudes, da forma a normas y, sobre todo, construye el personaje central de esta arquitectura, la propia víctima.
Lo cierto es que las situaciones asociadas a la categoría se amplían, el espacio de las víctimas se llena de demandas, de colectivos, de leyes. En ese movimiento general, intenso pero aún de corta trayectoria, destacan dos líneas de fuerza:
1. La primera abre, masifica el espacio de las víctimas. Trabajando a partir de una diferenciación histórica gruesa entre tradición y modernidad podría, en este caso, formularse una distinción entre dos espacios de las víctimas: el espacio tradicional de la víctima y el de la “era de las víctimas” (Wieviorka, 2003). El primero —viejo espacio de las víctimas— se ordenaba en torno a una singularidad, un lugar especial, la propia víctima, un sujeto siempre marcado por un hecho extraordinario que hacía de él alguien excepcional (Wieviorka, 2003). En este viejo espacio, los nombres, atributos y adjetivos de sus personajes centrales estaban revestidos de algo que era del orden de lo sagrado: héroe, mártir, sacrificio, honor, lucha, luchador… Frente a ello, ahora, en el nuevo espacio de las víctimas, quienes comparecen en escena son sujetos comunes, ciudadanos-víctima. “Ciudadano víctima” es, en muchos aspectos, un oxímoron: se cruzan en la expresión dos opuestos. Y frente a ello ha de caber algo más que el rechazo a la banalización de una categoría seria (Erner, 2007) o la indignación ante el asalto y toma de los espacios de lo público por parte de sujetos que acceden a él desde dolores y demandas de reconocimiento privadas (Garapon y Salas, 2007; Wieviorka, 2003). Así es, esta fusión entre víctima y ciudadano comporta retos teóricos de envergadura, de difícil solución (Gatti, 2014) pues, ciertamente, los perfiles con los que se ha caracterizado a ambas figuras han tenido y tienen la condición de ser mutuamente excluyentes, casi de ontología opuesta: la una es pasiva y la otra no, la primera es dependiente, lo contrario de la otra, a la una se la asiste y la otra asiste, la primera existe desde el dolor individual a partir de un derecho dañado y la segunda desde la participación en lo público a partir de un derecho ganado… Ahora, sin embargo, la posición de la víctima en el espacio social ha cambiado y esa mutación la lleva a ubicarse en un lugar antes preservado para la ciudadanía, espacio que ambas comparten y por el que compiten. Hoy, “víctima” no designa un sujeto expulsado del común —mártir o héroe—, un sujeto excepcional por eso, alguien respecto al que es posible, deseable y aconsejable identificación, solidaridad o piedad, pero con quien no se participa del mismo “todo orgánico” (Dodier y Barbot, 2009; Wieviorka, 2003); hoy víctima es un otro cercano, un uno mismo transformado en sufriente por efecto de un desastre, o de un ejercicio de violencia natural o social inesperado y/o inadmisible (Latté, 2008). Es parte de la ciudadanía.
2. En cuanto a la segunda línea de fuerza que estructura el nuevo espacio de las víctimas, es, casi, de dirección opuesta a la primera: si aquella ampliaba el horizonte de la categoría esta lo restringe, lo regula, lo ordena, lo tecnifica y administra los diversos rostros de esa figura legislando —con profusión— sobre ella. En el nuevo espacio de las víctimas, “leyes” y “víctimas” son entidades que se constituyen mutuamente. De un lado, porque en efecto, las normas jurídicas, en tanto discurso y reglas de juego entre actores diversos, producen verdad y moldean tipos subjetivos: hacen a la historia de la verdad (Foucault, 1978/2010), tanto del sujeto víctima, para quien procuran garantizar la construcción de un relato fehaciente de las causas del daño y de sus responsables, como para la sociedad, a la que orientan la narrativa que emplaza a las víctimas dentro del juego de la convivencia y el pacto social. Y también porque las leyes acompañan al surgimiento de este nuevo tipo subjetivo, la víctima, custodiando y protegiendo su maduración: están contribuyendo a dar letra e institucionalidad a un sujeto cuya naturalización, de facto, está asentándose enormemente en la cotidianidad de las sociedades occidentales. La ley participa en la creación de los mundos de vida de las víctimas, no solo porque las anima a asociarse dándoles pautas para constituir colectivos para la gestión de sus propias demandas y reconocimientos; también porque les asiste a través de una serie de instituciones que atienden sus demandas y tratan sus dolores. Servicios sociales, de salud, jurídicos que crean las diferentes leyes van tejiendo una suerte de cinturón institucional del dolor que, a la vez, ciñe a las demandas de las víctimas, las sujetan.
Así, expansión, en tanto normalización, proliferación y naturalización de la víctima en el espacio público, y sujeción, en tanto regulación, tecnificación y administración de esas vidas vulnerables, hacen a la emergencia del ciudadano-víctima. El ciudadano se hace víctima, la víctima, ciudadano. Su existencia transcurre en un espacio en el que proliferan las leyes. Ese espacio tiene dos marcas, ya lo dijimos: su apertura y su tecnificación. Para dar cuenta de lo primero atenderemos a aquellas leyes que conciernen a las víctimas del terrorismo, llenas hoy de elementos de apertura, mucho más sensibles al ciudadano ordinario, cada vez más lejanas de la víctima heroica propia de tiempos pretéritos. Para acercarnos al segundo dato característico del nuevo espacio de las víctimas, su tecnificación, el análisis se orientará hacia dos normativas recientes, una para la violencia de género y otra para los accidentes de tránsito. Ambas comparten su novedad y un fuerte componente técnico e institucional; en efecto, en campos —los de la víctima— hasta ahora repletos de términos de texturas nobles, tórridas e incluso grandilocuentes (nobleza, honor, dolor…), los argumentos que dominan ahora se redactan con otros de resonancias muy distintas (protocolos, diagnóstico, baremo, implementación…), reveladores de las novedades que atraviesan este campo. En ellas las cuestiones técnicas son centrales, estructurales. Finalmente, de la mano de la lectura del proyecto de Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de las Víctimas del Delito, cerraremos el recorrido por las nuevas leyes para víctimas en España. Su aprobación da fe de la notable ampliación del espacio social de la víctima y de que en su expresión normativa esta expansión se traduce en estándares de atención a las víctimas no solo muy elevados, sino también con pretensiones de alcance universal: valen para todo aquel que pueda ser considerado víctima, sin distinguir ni jerarquizar las causas, sin discriminar los orígenes. Valen también para todo ciudadano cuando pasa, y es común y frecuente, a poder ser leído como “ciudadano-víctima”. Un nuevo tipo subjetivo nació. Se confunde con el ciudadano y en su afirmación, las leyes son los dispositivos más eficaces.
En los últimos años, en España, a la socialmente muy asentada víctima de ETA se han unido, reclamando un lugar entre las víctimas de raíz política3, multitud de actores: las víctimas del franquismo, las víctimas de la Guerra Civil, las de la violencia de Estado, las víctimas del 11 de Marzo de 2004 y desde hace poco, militantes de la izquierda nacionalista vasca que denuncian torturas o familiares de personas asesinadas por el GAL4… Todas ellas concurren a la llamada de una categoría —la de víctima— que, para muchas de ellas, era hasta hace poco ajena y que hoy, si no confortable, sí resulta satisfactoria para muchas por los reconocimientos que comporta. Lo cierto es que ninguno de estos agentes comparece ex novo al espacio público; llevan tiempo en él como actores marcados por la violencia política. Lo que resulta novedoso es que esa irrupción se haga a lomos de la categoría de víctima y que en ella convivan y también compitan las víctimas de ETA con sujetos ahora cómodos en una categoría que en muchos casos hasta hace poco incluso rechazaban.
Nos interesa en este apartado analizar la apertura en la definición de la categoría de víctima y la incorporación de nuevos motivos victimizadores a través del trabajo sobre cinco leyes (tres del ámbito estatal y dos correspondientes a la Comunidad Autónoma del País Vasco) en relación a lo que se entiende genéricamente como violencia política: la Ley 32/1999, del 8 de octubre, de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo; la Ley 4/2008, de 19 de junio, de la Comunidad Autónoma del País Vasco, de Reconocimiento y Reparación de las Víctimas del Terrorismo; la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura; la Ley 29/2011, de 22 de septiembre, de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo; y el Decreto 107/2012, de 12 de junio, de declaración y reparación de las víctimas de sufrimientos injustos como consecuencia de la vulneración de sus derechos humanos, producida entre los años 1960 y 1978 en el contexto de la violencia de motivación política vivida en la Comunidad Autónoma del País Vasco. La exposición intercala referencias jurídicas a todas ellas, y busca mostrar la profusión legislativa en la materia, y su consecuencia más directa: la de ampliar el alcance de la categoría al tiempo que la regula.
La Ley 32/1999, de 8 de octubre, de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo es la primera manifestación de un cambio de registro en la administración social de la figura de la víctima. Con ella, la letra de la ley irrumpe por primera vez en España en el espacio social de las víctimas. Data de 1999 y va dirigida exclusivamente a las víctimas del “terrorismo vasco” o víctimas de ETA. Hablando del rendimiento de “honor de la sociedad española a quienes han sufrido la violencia terrorista” (Artículo 1) como el motivo inspirador de la ley, ya desde la Exposición de motivos, el lenguaje empleado por el legislador contribuye a situar la víctima, de la que la ley habla en un espacio más sagrado que ordinario, el propio del viejo espacio de las víctimas, ese que se ordenaba en torno a una singularidad, un lugar especial, la propia víctima, un sujeto siempre marcado por un hecho extraordinario que hacía de él alguien excepcional. En este espacio, los nombres, atributos y adjetivos de sus personajes centrales estaban revestidos de algo que era del orden de lo sagrado —héroe, mártir, sacrificio, honor, lucha, luchador…—. La Ley 32/1999 pivota entre esa consideración, heroica, de la víctima y otra, más novedosa, que hace a un sujeto común afectado por un hecho extraordinario. Si por la primera otorga a aquellos sobre los que legisla formas de reconocimiento fuera de lo común (otorgamiento de la Gran Cruz para los fallecidos y la Encomienda para los heridos en actos terroristas), en virtud de la segunda, establece otras propias de racionalidades alusivas al común de la ciudadanía (indemnizaciones en concepto de responsabilidad civil a partir del reconocimiento en la ley de algún grado de daño, en diferentes supuestos sobre los que se fijan montos de indemnizaciones).
Pero más allá de la materialización del reconocimiento y la solidaridad con este tipo de víctimas, el dolor de la víctima sigue apareciendo aquí como el testimonio que traduce el sentido y el significado de la convivencia: encarnan a la sociedad, al común y a sus pactos constituyentes; se sacrifican por ellos (Izquierdo, 2014). La ley, entonces, eleva a la víctima a un lugar con fuertes marcas de una heroicidad fundada en el sufrimiento, un lugar proteico para los valores del pacto social, puesto que su reconocimiento va asociado al de un ideal de convivencia “democrático, plural y pacífico”. Dota a las víctimas de un lugar claramente sacrificial en los pactos colectivos. Encarnan la dimensión más esencial de la llamada transición a la democracia: son “el más limpio paradigma de la voluntad colectiva de los ciudadanos” (Exposición de motivos). El de la Ley 32/1999, en fin, un tratamiento de la víctima conciso en los derechos y prestaciones que habilita, pero grandilocuente al resaltar los rasgos de la figura de la víctima en su aleccionadora proyección colectiva.
Unos diez años más tarde de la ley estatal de 1999, llega desde el ámbito de la Comunidad Autónoma del País Vasco la Ley 4/2008, de 19 de junio, de Reconocimiento y Reparación de las Víctimas del Terrorismo. Se suma tanto a la tendencia local, por la que las diversas comunidades autónomas fueron proponiendo sus propias leyes, recomendaciones y/o decretos para las víctimas del terrorismo, como a la corriente internacional de declaración y sanción de leyes en contextos de conflicto y postconflicto. Por su propia ubicación temporal y espacial, esta ley amplía el campo de reconocimiento de las víctimas, haciendo alusión a víctimas de “otros terrorismos” e incorporando elementos nuevos en su reconocimiento. Aunque el terrorismo de ETA sigue siendo el motivo fundamental a legislar, incluye entre las acciones que produjeron “violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos a las protagonizadas en el pasado por los grupos de extrema derecha y el propio GAL” (Exposición de motivos). Lo destacable de la Ley, más allá de incorporar otras violencias —en este caso, las violaciones de derechos humanos por parte de otros agentes victimizadores además de ETA—, es la ampliación de los límites del viejo espacio de las víctimas en dos direcciones. Por un lado, la internacionalización: el articulado se remoza con terminología que responde a la expansión de una noción de terrorismo jurídicamente sostenida y, sobre todo, al aterrizaje en el ámbito local de la jerga y la cultura propias de la economía moral del humanitarismo (Agier, 2008, Fassin, 2010). Al respecto, en entrevista sostenida durante el desarrollo del trabajo de campo de la investigación en la que se apoya este trabajo, una de las personas que participó en su redacción nos comenta:
Contactamos con gente de la Universidad Carlos III. Y entonces nos dieron una idea que nos gustó mucho y era darle una consideración al terrorismo similar a las violaciones graves y sistemáticas de derechos humanos, a nivel internacional […] Fue absolutamente novedoso […] tener la audacia de considerar a las víctimas del terrorismo como víctimas de violaciones sistemáticas […]. [Eso] suponía incorporar la posibilidad de que fueran consideradas víctimas de esas violaciones cuando son cometidas por grupos privados. (Promotora de la Ley 4/2008, entrevista personal, 15 de junio de 2012)
El cambio se dirige también hacia un modelo de gestión en el que ganan protagonismo los propios afectados: el texto legal es enfático en propiciar una descentralización institucional basada en un nuevo modelo de gestión pública, dirigido a expandir a la sociedad civil las acciones de reconocimiento y reparación. Su artículo 6 estipula la creación del “Consejo Vasco de Participación de las Víctimas del Terrorismo” (Ley 4/2008, p. 7) y en todo ello tendrán su espacio las “organizaciones, asociaciones” y “víctimas organizadas” (Ley 4/2008, art. 27, p. 9), consideradas vías de la reparación moral y merecedoras por tanto de reconocimiento y subvenciones públicas. La víctima toma un cariz nuevo en este texto: actor social reconocido con capacidad de agencia individual y colectiva; no solo objeto de reconocimiento sino también sujeto de acción ciudadana. Así, la expansión de la víctima que propicia esta ley se da en tres aspectos principales: incorpora nuevas violencias dentro del gran motivo victimizador, que sigue siendo la “acción terrorista”; internacionaliza los fundamentos alrededor de este gran motivo con base en la legislación sobre derechos humanos; amplía el mundo social de la víctima abonando el terreno de la sociedad civil mediante la promoción de organizaciones de víctimas que, en algunos casos, se perfilan como nuevos “gestores atípicos de la moral”5.
Con anterioridad a la ley autonómica de 2008, la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura, popularmente llamada ley de Memoria Histórica, contribuye a la incorporación en la escena española de un personaje paradójicamente nuevo, la víctima del franquismo, sujeto que hasta hace poco carecía incluso de nombre (Gatti, 2016). Además de abrir el campo a nuevos actores y motivos de victimización, la ley nos interesa porque, de su mano, el imaginario propio del derecho humanitario, el de la Justicia Universal o el de la Justicia Transicional se instala en España (Escudero Alday, 2014; Escudero Alday y Pérez González, 2014) y términos como “reparación”, “reconocimiento”, “verdad-justicia-reparación, garantía de no repetición”, “desaparecido”, “bebé robado” … se hacen de uso frecuente.
El espíritu de la Ley 52/2007 es declaradamente de “reconciliación y concordia y de respeto al pluralismo y a la defensa política de todas las ideas que guió [sic] la Transición”, según se afirma en su Exposición de motivos. El texto se reitera en una firme condena al franquismo como régimen denunciado por graves violaciones a los derechos humanos comprendidas entre los años 1939 y 1975. En este marco, la ley pretende “honrar” a quienes padecieron aquellos vejámenes por motivos políticos, ideológicos o de creencias religiosas (Exposición de motivos). Estos destinatarios de la ley son escasamente nombrados como víctimas. En esas pocas referencias las víctimas son definidas como “de la violencia política” —apelativo ausente cuando en las otras legislaciones se habla de las “víctimas del terrorismo”—; el monopolio de ETA en la producción y reconocimiento del sufrimiento parece, en efecto, romperse. Rescata la memoria personal y familiar de estos “perjudicados” y las declara “parte del estatuto jurídico de la ciudadanía democrática”, como un derecho individual a la memoria de cada ciudadano (Artículo 2). Como en otras propuestas legislativas que hacen a sociedades post-conflicto, se encuentran en la ley elementos relevantes del “kit” (Lefranc, 2009) de la llamada justicia transicional: la proyección ética y política de la víctima, la pretensión de que la ley intervenga sobre el lazo social “en clave de re-” (Gatti, 2014), esto es, reconociendo a quienes sufrieron; reparando a las víctimas; rescatando la memoria como un derecho.
En términos generales, la ley es concisa en sus planteamientos y articulado, esquiva en la apelación a la víctima e incisiva en la memorialización de la historia como garantía de reconocimiento de otro tipo de sufrimientos diferentes a los del terrorismo. Lo que resulta crucial a nuestros argumentos es que introduce un aparato categorial —de profuso fluir transnacional— que la acerca a otras experiencias históricas internacionales, que bebe de algunas de sus categorías y que introduce a la víctima en el registro propio de un problema que trasciende lo local, el de lo humano mismo cuando es vulnerado.
La sanción de la ley 29/2011, de 22 de septiembre, de Reconocimiento y protección integral a las víctimas del terrorismo, ya en 2011, es producto de esa nueva sensibilidad. Integrando reclamos de los afectados por el atentado del 11 de marzo de 2004 en Madrid, la ley afirma las características que en las leyes anteriores eran apenas amagos y afirma, de manera más contundente que aquellas, el nuevo espacio de las víctimas. Por una parte, traslada al ámbito del Estado español lo que en la ley autonómica vasca había servido como marco para definir a la víctima del terrorismo: la violación de derechos humanos. En segundo lugar, introduciendo la categoría de “afectados”, más abarcativa que la de “víctima del terrorismo”, expande el sentido y los tipos del sujeto víctima. Ahora son víctimas “las personas fallecidas o que hayan sufrido daños físicos y/o psíquicos como consecuencia de la actividad terrorista”; también lo son, en detallados grados de parentesco, sus familiares en tanto “comunidad biológica” (Sosa, 2015) de la víctima y en calidad de afectados en situaciones diversas; pueden serlo asimismo quienes “sin ser víctimas del terrorismo” hayan sufrido daños materiales como consecuencia de atentados. En fin, una amplia “red de afectados” alarga el articulado de la ley referido a los “titulares de derechos y prestaciones” (Título Primero, artículo 4.1 a 6); la presencia social de la víctima se extiende y alcanza a un ciudadano ordinario que lo es porque su motivo de victimización escapa de las referencias al gran pacto político que fundan y sostienen a las víctimas de ETA. Finalmente, la ley produce una fuerte tecnificación en el tratamiento del dolor de la víctima instituyendo una serie amplia de aparatos y profesiones abocados a este propósito. Así: regímenes especiales de asistencia y prestaciones (Artículos 9 al 13; 14.3,4 y 5); burocracias abocadas al tratamiento especializado hacia la víctima (Artículo 28.2, 29 y 51); profesiones y saberes expertos para su atención (Artículos 31 y 47); instrucciones para un tratamiento también especial en los procesos judiciales (Artículos 49 y 51); promoción de una política de memorialización (Artículo 57); activación y sostenimiento del asociacionismo de víctimas (Artículos 64 y 65)… El mundo de las víctimas se tupe y aparece cada vez más complejamente habitado.
Pese a estos cambios, sustantivos, no se pierde en esta ley la centralidad del motivo victimizador, así como su insistente condena, el terrorismo, pero lo extiende al ámbito internacional. Tampoco abandona las señas de solidaridad, reconocimiento, honor y respeto, palabras que están presentes en su título y en los primeros párrafos de su preámbulo. Pero también desde el principio enfatiza en su propósito de merecedora “reparación integral” para las víctimas y su familia con base en la “memoria, dignidad, justicia y verdad”.
Esta tendencia al robustecimiento y expansión del mundo de la víctima se reitera e intensifica en la producción legislativa reciente de la Comunidad Autónoma Vasca con el Decreto 107/2012, de 12 de junio, de largo nombre: De declaración y reparación de las víctimas de sufrimientos injustos como consecuencia de la vulneración de sus derechos humanos, producida entre los años 1960 y 1978 en el contexto de la violencia de motivación política vivida en la Comunidad Autónoma del País Vasco. El objetivo del decreto es reconocer y declarar “la condición de víctima de sufrimientos injustos” a las que lo sean por efecto de actos clasificados como de “violencia de motivación política” ejercida en un período de tiempo delimitado entre los años “1960 y 1978”, como se ve en su nombre. La definición sustantiva que se hace de las víctimas es de víctimas de vulneración de derechos humanos y de violencia de motivación política. La ley amplía esta condición no solo en el tiempo, considerando el carácter imprescriptible de los delitos de las víctimas que regula, sino también en su significado, precisado en torno a la noción de “sufrimiento injusto”. El sufrimiento injusto extiende el atributo de víctima más allá del terrorismo de ETA. Pero, además, el “simple” atributo de sufrimiento para definir a la víctima normaliza su figura, la expande socialmente, le resta heroicidad y la inscribe en el prolífico y concurrente terreno de la vulnerabilidad. En entrevista con la principal inspiradora del Decreto, así dice del mismo:
El decreto gira en torno al sufrimiento, yo he querido expresamente que se diga que lo que nosotros vamos a intentar indemnizar es el sufrimiento. La vulneración de los derechos humanos es la causa, pero lo que realmente importa es el sufrimiento. Entonces a partir de ahí el sufrimiento es el elemento nuclear de todo. Que se ha producido una vulneración de derechos humanos, sí, pero el sufrimiento es un elemento nuclear, ¿no? (Promotora del Decreto 107/2012, entrevista personal, 5 de julio de 2012)
Tan amplia noción de sufrimiento desingulariza a la víctima, la normaliza hasta el punto de, si no borrar, al menos mermar en el texto del Decreto una noción que se mostraba de manera copiosa en los anteriores textos legales, la de reconocimiento. Si acaso, las víctimas son siempre reconocidas en el marco de la vulneración de los derechos humanos, al amparo de la legislación internacional al respecto, y con cierta distancia en relación a los pactos políticos locales. Dos aspectos sobresalen, entonces, de este último jalón legislativo sobre la víctima de motivación política: definición de su figura a partir del sufrimiento y la vulnerabilidad e inscripción de la motivación política de la vulneración en el marco de los derechos humanos.
En una consideración conjunta de estos cinco textos legales destacan algunos aspectos que nos interesa resaltar:
Violencia familiar, siniestralidad vial, negligencia médica, ataques de animales, accidentes domésticos, trabajadores precarios, mala praxis médica, intoxicados, vulnerabilidad social y dependencia, accidentes de coche, de tren, de metro, de avión, desahuciados, sin papeles, corrupción, afectados por estafas de la banca… Todas esas razones, por ordinarias que parezcan, bastan para pensar a quien las padece como parte de una categoría, la de víctima, ahora enormemente inclusiva. Si en el anterior epígrafe recorrimos los primeros pasos de esta apertura, en los dos que siguen nos interesamos por cómo este giro se radicaliza y el de víctima pasa a ser una categoría que alude a una condición ya en nada exclusiva.
En lo que toca a este epígrafe, nos concentraremos en dos leyes que, aunque no son en sí leyes de víctimas, sí reflejan la alta presencia institucional de la víctima, con una rigurosa normatividad que la reglamenta y una abundante y exhaustiva disposición de agentes que la gestionan, la tratan y la miden: en primer lugar, la Ley orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género y, en segundo término, el Decreto 8/2004, de 29 de octubre, de Responsabilidad Civil y Seguro en la Circulación de Vehículos a Motor.
La ley orgánica 1/2004 conocida como “Ley Contra la Violencia de Género” (a partir de ahora LOIVG) se enmarca en la lucha por la igualdad de mujeres y hombres, y legisla sobre la violencia de género, que presenta como “el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad.” (Exposición de motivos). Aunque apela a las víctimas permanentemente (se cuenta unas cien veces la utilización de la palabra), la LOIVG no es una ley de víctimas, sino sobre la desigualdad de género que, en su forma más extrema, se presenta como violencia. Las víctimas son, pues, la consecuencia del hecho sobre el que la ley discurre. En el cuadro social que la ley dibuja, las víctimas están sin embargo por doquier: por supuesto, después de la violencia, como objeto de ella; pero también antes de ella, como receptor potencial de la misma, etc. En esta operación, la LOIVG generaliza la condición de víctima, aun no pensándola: víctima no es solo quien es objeto de un acto puntual de violencia, es quien por su especial vulnerabilidad puede ser objeto de esa violencia (Casado-Neira y Martínez, 2017). Y sobre ese potencial actúa, previniendo o buscando hacerlo.
A través de esa extensión de la condición de víctima a aquella población susceptible de convertirse en tal por mor de cualquiera que sea la característica que la marque (física, sociológica, cultural), la ley literalmente esencializa a las víctimas, incorporando ese rasgo —ser víctima— a la identidad del colectivo que protege, en este caso, las mujeres, al menos las que están en posiciones “especialmente vulnerables”. Son eso, no solo lo devienen; la violencia, sea cual sea, no es la que las hace tales, lo son ex ante, no ex post. La de víctima es así una identidad. La LOIVG normaliza a la víctima: la hace entrar por el camino de la vulnerabilidad, la convierte en un personaje común. Además, en un personaje altamente tecnificado, gobernado, observado, protocolizado, tutelado. Así lo prescribe su título III —“Tutela institucional”— al disponer los planes, protocolos, observatorios, agentes e instituciones para las víctimas y las potenciales víctimas. En este porte institucional, hecho a los procedimientos técnicos, pautado, programado, la víctima es una derivación de la ley.
En cuanto al Decreto de Responsabilidad Civil y Seguro en la Circulación de Vehículos a Motor, de 2004, la presencia de la víctima, al menos conceptualmente, se diluye aún más que en la anterior. Y cuando aparece, es ya totalmente profana, puesto que la causa que hace a su emergencia, los accidentes de tráfico, se inscribe en la representación social de lo fortuito, de lo accidental y, por tanto, en un lugar distante con respecto a otro tipo de causalidades, como las que se enraízan en razones políticas. Como en la LOIVG, el legislador no trabaja el concepto de víctima, que da por supuesto, y se concentra en las causas que producen víctimas y en evaluar el daño y traducirlo en reparaciones. En ambas, la víctima, naturalizada, es el objeto sobre el que se aplican protocolos. Materia técnica, poco trascendente. Tanto es así que el tratamiento de las víctimas en estas normas y leyes se mide, esto es, pasa por el filtro de complejos baremos de indemnizaciones a víctimas y perjudicados por accidentes de circulación que califican y escalan las múltiples y diferentes circunstancias que podrían darse en un accidente y traduce en términos cuantitativos las posibles pérdidas que se dan en él, desde la de un miembro hasta la muerte: ¿qué y cuánto supone la pérdida del fallecido a su familia? ¿En qué lugar del baremo que propone la ley se sitúan las secuelas de este accidente? ¿Es una o son varias? ¿Cuántas? El baremo marca cuáles y cuántos son los daños, establece en función de ellos cuáles deben ser las indemnizaciones, determina qué personas son consideradas víctimas y cuáles perjudicadas, indica quién es susceptible de recibir la indemnización. La categoría de víctima pierde espesor social, aunque gana materialidad y es más operativa. La víctima, entonces, se hace en el gesto técnico: no se define, se mide, se escala; más se es cuanto más daño se certifique (cuántas secuelas, qué alcance tienen). No hay aquí relación posible que ligue su sufrimiento a un pacto de convivencia agitador de pasiones políticas.
En estos dos casos, la víctima no es salvífica y purificadora de un pacto social integral, no es un sujeto heroico, como lo era en el caso de las de raíz política. Su dolor se ha secularizado; aparece cotidiano, doméstico, materia de legislación ordinaria y de atención rutinaria, protocolizada, regular, profesional. Así, ambas leyes:
De a poco, un padecimiento del que no es necesario marcar ya el origen, toma el protagonismo en la letra de la ley. Con él, asciende en la escala de los actores principales el sujeto que padece, la víctima, hacia cuya atención y acompañamiento la ley, las leyes, y los aparatos que vehiculan se orientan sin ambages. El terreno queda ya abierto para una “Ley General de víctimas”, que en el caso español ha terminado por ver la luz en 2015. Hay muchos antecedentes, pero nos limitamos a señalar dos.
En 2004, la Fiscalía General del Estado ordena establecer “una especie de fiscal protector de las víctimas” (Valdecantos, 2004). Cándido Conde Pumpido, a la sazón Fiscal General, explica la naturaleza del trabajo de esa fiscalía: “No se trata de una fiscalía especial para las víctimas del terrorismo, sino para las víctimas de cualquier clase de delincuencia” (Valdecantos, 2004, párrafo 3). Aunque las víctimas del terrorismo siguen siendo el término no marcado, el grado cero, este se abre en una dirección nueva, que atiende menos a la causa (la violencia, la que fuere) que a sus consecuencias (el dolor de la víctima). Así, la categoría se hace mucho más inclusiva y cubre situaciones de especial vulnerabilidad hasta entonces desatendidas: violencia sobre la mujer, siniestralidad laboral, extranjería, seguridad vial, menores, personas con discapacidad, personas mayores…
Tiempo después, en 2010, desde propósitos no jurídicos sino pedagógicos, el Gobierno Vasco publica un texto de formación para educadores que bajo el título Víctimas, todas iguales, todas diferentes (Bilbao, de la Cruz y Sasia, 2010), da voz a víctimas de seis causas distintas (ETA, tortura, violencia estructural, violencia machista, emigración, bullying) a las que iguala por su dolor. El texto es elocuente de lo que ya está en marcha en el horizonte jurídico sobre la víctima: esta condición se obtiene a partir del sufrimiento, de un sufrimiento “injusto”, un adjetivo que habilita la apertura de un aparato de justicia que irá mostrándose cada vez más atento a víctimas de múltiples injusticias.
La figura de la víctima tiende ya a la universalización. Y expresión elocuente de ello la Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la víctima del delito, aprobada en septiembre de 2014 y ya vigente. Es en ella donde encontramos el tratamiento más amplio e inclusivo de las víctimas en el país, sin apenas consideraciones sobre las razones que la hacen tal, y donde esta víctima es cubierta con estándares más extensos (reparada, cuidada, acompañada) y a través de aparatos más concretos (protocolos, evaluaciones, fiscalías) (Landa Gorostiza, 2017).
Más allá de los antecedentes locales que señalamos (a los que se pueden añadir otros, sin duda, entre ellos el propio proliferar asociativo de las víctimas y su repercusión en una mayor sensibilidad legislativa), el Estatuto responde también a un movimiento planetario en esta dirección (Latté, 2008) y más concretamente a la demanda de la Unión Europea por adecuar las legislaciones de los Estados miembros, procurando “un refuerzo de los derechos de las víctimas” para lograr un marco europeo de protección afín al diseñado por la Directiva 2011/99/EU del parlamento Europeo y del Consejo de 13 de diciembre sobre la orden europea de protección. El propio Estatuto cita entre sus antecedentes un acumulado de leyes españolas cuyo origen sitúa en 1995 con la Ley 35/1995, de 11 de diciembre, de Ayuda y Asistencia a las víctimas de delitos violentos y contra la libertad sexual. Protegido por estos antecedentes, sociales unos, jurídicos otros, la ley 4/2015 ofrece la “respuesta lo más amplia posible” a las víctimas, y lo hace desde tres de marcas fuertes:
Define a la víctima de manera amplia. Enfatiza desde el principio en esta ampliación: la víctima lo es “por cualquier delito y cualquiera que sea la naturaleza del perjuicio físico, moral o material que se le haya irrogado”. Y el catálogo de daños que se reconoce para hacer a la condición es igualmente amplio: perjuicios físicos, morales o económicos que se deriven de la comisión de un delito (Artículo 2). Se trata de un “concepto de víctima omnicomprensivo” tanto por la apertura en el reconocimiento del dolor, como por lo mismo en lo que hace al radio de relaciones de la víctima “directa”. El texto introduce la categoría de “víctima indirecta” para dar ingreso a una amplia comunidad de afectados unidos por lazos biológicos: “cónyuge o persona vinculada a la víctima por una análoga relación de afectividad, sus hijos y progenitores, parientes directos y personas a cargo de la víctima directa por muerte o desaparición ocasionada por el delito, así como a los titulares de la patria potestad o tutela en relación a la desaparición forzada de las personas a su cargo, cuando ello determine un peligro relevante de victimización secundaria” (Exposición de motivos, IV).
Instaura un vasto catálogo de derechos. Los derechos operan en tres grandes ámbitos: el de los servicios de apoyo a las víctimas; los que refieren a la justicia reparadora; y los que le dan acceso al proceso penal en todas sus fases. Desde allí, se hacen múltiples: a la información y al apoyo; a participar en el proceso penal; al reconocimiento como víctima y al trato respetuoso, profesional, personalizado y no discriminatorio en virtud de tal condición. Y paso incisivo en la senda de la universalización de la víctima: aunque se aclara la consideración jurídica especial para casos de víctimas de igual condición, de especial vulnerabilidad, los derechos son “comunes a todas las víctimas”.
Adecua las instituciones a las víctimas. Procura hacer a estas “sensibles” a su dolor; persigue afectar con afecto el proceder burocrático por el que transita la víctima. Propósitos de una tecnificación sensible que se objetiva a través de una serie de intervenciones: protocolos de actuación y coordinación de procedimientos; fomento para la creación de oficinas especializadas; formación técnica del personal; integración y participación de asociaciones y colectivos de víctimas en la gestión institucional, mecanismos de evaluación periódica del trato a las víctimas… (Exposición de motivos, VIII). Y lo que parece crucial y culminante en este fenómeno de adecuación de las instituciones a las víctimas: las integra al proceso judicial. A recaudo de los fundamentos liberales del Estado que lo hace propietario del monopolio absoluto sobre la ejecución de las penas, se facilita a las víctimas cauces para impugnar ante los Tribunales las resoluciones penales que afecten al régimen de cumplimiento de la condena.
El Estatuto de la víctima del delito agrega a la víctima al coro común de demandantes, de sujetos dolientes, omnipresente en sociedades cada vez más sensibles a las vidas vulnerables, para las que se legisla y se gobierna (Irazuzta y Martínez, 2014). Se consuma así el proceso: la víctima ya no se trata en función de su violencia, de lo que la causa; la víctima es, ahora, también en la letra de la ley, un rostro más de la vida vulnerable, y en tanto tal, sin matices que hagan a lo que la constituye como víctima, se la trata.
El ciudadano-víctima es aquel tipo subjetivo que surge y se desarrolla en la generalización de la condición de víctima, cuando esta pierde excepcionalidad (en tanto héroe o mártir) y gana en normalidad. Es el tipo subjetivo propio de un nuevo espacio de las víctimas, abierto a la concurrencia de diferentes tipos de individuos dolientes, y ajustado a dos de los datos mayores de las sociedades contemporáneas, la sensibilidad moral hacia el sufrimiento humano y su regulación a través de una serie de procedimientos técnicos y administrativos. Es en ese contexto que se consolida una verdad jurídica que contribuye a forjar al ciudadano-víctima.
A los jalones de ese proceso en el caso español hemos atendido en este texto.
Tres pasos sucesivos marcan ese devenir. Las víctimas de ETA inician la andadura. Son, según el reconocimiento que hace la primera de las leyes analizadas, las que en España inauguran la presencia de la víctima en el espacio público, pero aún al modo del viejo espacio de las víctimas: su presencia es sacrificial, salvífica para el pacto político de la sociedad. La víctima es aún un personaje singular, del que se destaca su heroicidad, su excepcionalidad, su efecto purificador, profundamente político en tanto refiere a un pacto fundamental y sagrado. No obstante, el legislador va mostrándose progresivamente atento a los motivos de otras víctimas; las primeras orbitan aún sobre esta misma raíz política (i.e., quienes padecieron la violencia política durante la Guerra Civil y el franquismo) pero ya se manifiesta una importante apertura en el tratamiento de la víctima, que es narrada ahora con términos cuya textura evoca el fluir transnacional del fenómeno y la sensibilidad hacia nuevas formas, motivos, fundamentos y reconocimientos jurídicos. El ser humano vulnerable es la clave de bóveda del argumento. El resultado de esta apertura comprende cinco leyes que van desde 1999 a 2012 y es el de una progresiva ruptura del monopolio de las víctimas de ETA y una consecuente democratización de la condición de víctima con base en el amplio motivo de la violación a los derechos humanos.
El segundo paso muestra dos leyes en las que las víctimas pierden ya definitivamente su carácter salvífico y purificador. En estas, el dolor se seculariza y la situación de la víctima es objeto de una atención rutinaria: las instancias para tratar técnicamente el sufrimiento de la víctima se multiplican: protocolos, agentes expertos, juzgados especiales hacen al itinerario de una víctima que ha dejado de ser extraordinaria y se confunde cada vez más con el ciudadano común. La figura ha perdido carisma, pero en cambio ha ganado en atención y facilidad de gestión.
La fórmula ciudadano-víctima se cierra en un último paso en el que la víctima se universaliza a partir de una común condición de vulnerabilidad. La víctima lo es “del delito”, sin precisiones: el motivo victimizador se pierde; los derechos se amplían con base en el reconocimiento de esta condición y la sensibilidad hacia el dolor se institucionaliza. Ahora, ya, en España y más allá, toda víctima es, por serlo, también un ciudadano cualquiera.
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