Sobre las interpretaciones pedagógicas de Habermas y Rorty: más allá del modelo fundacionalista

On Habermas and Rorty’s Psychological Interpretations: Beyond the Foundationalist Model

  • Marc Pallarès Piquer
  • Joan Andrés Traver Martí
En este artículo partimos de la necesidad actual de disponer de una pedagogía que se replantee su relación con la tradición, su perfil social y su factibilidad aplicativa. La investigación se ha desarrollado a partir de la hermenéutica de textos pedagógicos y filosóficos. En primer lugar, se sostiene la tesis de que la disciplina pedagógica debería abandonar su integración en la psicología para reorientarse hacia unos postulados más próximos a la filosofía; en segundo lugar, que se la tiene que dotar de elementos que le otorguen pensamiento analítico, plural y dialéctico. A partir del análisis del legado de los filósofos Habermas y Rorty, concluimos que la teoría de la acción comunicativa y la crítica del conocimiento como representación exacta de la realidad pueden devenir referentes capaces de hacer posible que la pedagogía sirva de pauta a todas las ciencias de la educación.
    Palabras clave:
  • Pedagogía
  • Filosofía de la educación
  • Habermas
  • Rorty
The starting point of this article is the current need of a pedagogy which rethinks its relationship with tradition, with its social profile and its feasibility. Research has been conducted on the hermeneutics of pedagogical and philosophical texts. Firstly, it has been proposed that pedagogy as a discipline should not be a part of psychology anymore and should be reoriented towards postulates closer to philosophy; Secondly, it must be provided with elements that supply an analytical knowledge, plural and dialectical. By analyzing the legacy of the philosophers Habermas and Rorty, the article shows that the Theory of Communicative Action and the acceptance of knowledge as the exact representation of reality can become points of reference capable of making pedagogy provide guidance to all the educational sciences.
    Keywords:
  • Pedagogy
  • Philosophy of knowledge
  • Habermas
  • Rorty

1 Introducción

El tema principal de este artículo es la Pedagogía, cuya finalidad esencial es el desarrollo del conocimiento y el intelecto para la consecución de la formación integral de las personas. La determinación principal de la disciplina pedagógica es la concepción de la formación como proceso de humanización puesto al servicio de cotas más elevadas de autonomía. De esta manera, la Pedagogía ofrece el concepto de educabilidad del ser humano como elermento que da sentido a los procesos educativos, y lo hace a partir del intento por comprender la función de la conciencia y el conocimiento en los procesos de transformación, tanto en términos sociales como en términos personales. Su objetivo último es, por lo tanto, interpretar la amplitud del concepto educación.

Max Van Manem (1998) propuso que la disciplina pedagógica debía abandonar su integración en la psicología1 para reorientarse hacia unos postulados más próximos a una filosofía que, para Marcos Santos Gómez (2013), debe ser:

De raigambre hermenéutica y fenomenológica en la medida en que [la pedagogía] debería eludir la ontología de lo factual (positivismo) para ir, por el contrario, a lo fáctico, al mundo de la vida, a la inmersión en el contexto difícilmente captable con la mirada positivista y los instrumentos del psicólogo. (p. 4)

De esta manera, la pedagogía quedaría habilitada para comprender mejor que nadie el proceso educativo que se produce dentro de las aulas del siglo XXI (Clark, 2005), puesto que es de la educación como realidad de donde provienen los obstáculos que la confluencia teórica y experimental trata de resolver en un sistema preparado para explicar el fenómeno educativo, en tanto realidad, o para guiarlo hacia el futuro, en tanto actividad esencial en toda sociedad avanzada.

Hablamos de una filosofía que nada tiene que ver con aquella disciplina que busca fundamentos, puntos fuertes de apoyo (un contexto en el que cualquier discurso adquiere sentido y dentro del cual sus pretensiones de validez absoluta son marcadamente inflexibles); más bien nos situamos en un eje filosófico-pedagógico en el que subyace tanto la razón como la asunción racional de todo cuanto nos sucede, pero no como elementos insertos en el objetivismo meramente positivista,2 ya que, como apunta Van Manen (1998), el positivismo se ha demostrado incapaz de alcanzar el todo que constituye el proceso educativo. Por el contrario, nos decantamos por la búsqueda de normas que se refieren a un hecho, a un proceso o a una actividad: la educación.

La propuesta de estas páginas no procede solo de ser respuesta a una misma necesidad histórica, sino también de la realidad educativa actual, de todo aquello que el profesorado y su alumnado viven, todo lo que, al ser irrestricto, no puede analizarse si no es asimilando diferentes interpretaciones, que, por consiguiente, representan distintas opciones de acción-interpretación.

Aceptamos, como ya propuso Ricardo Nassif (1977), que todo acto educativo es mucho más que una acción, es una realidad para cada sujeto y para cada comunidad, aspecto que —en el contexto de globalización, irrupción de nuevas tecnologías y diversidad social actual (Pallarès Piquer, 2014a)— nos lleva hacia la necesidad de una pedagogía que Xavier Laudo prescribe “con perspectiva global y voluntad de cohesión interna, donde la relatividad se propone como valor normativo” (2011, p. 55). Como él mismo afirma “sostenemos, por lo tanto, que hay que entender la pedagogía postmoderna en base a una diferencia radical de planteamiento respecto a las pedagogías modernas, que es lo que le da entidad propia” (p. 55).

A partir de esa(s) diferencia(s) apuntada(s) por Laudo, consideramos que una de las tareas primordiales de la pedagogía no es tanto imponer o desarrollar proyectos como impulsar espacios abiertos y situaciones donde otros significados puedan ser pensados y vertebrados (Masschelein, 1998). Esto nos sitúa dentro del pensamiento postmoderno postfundacionalista3, caracterizado como un discurso filosófico en el que “las formas de teorizar que continúen basándose en asunciones fundacionalistas ya no son aceptables si intentamos hacernos cargo del mundo contemporáneo” (Carr, 2006, p. 141).

Se parte, por lo tanto, de un eje pedagógico-filosófico que ayuda a configurar una idea de la realidad educativa a partir de la cual se pueden articular las prácticas docentes. Es una concepción que:

Al rechazar el modelo fundacionalista de justificación asume, como decían William Carr, Richard Rorty y Hans-Georg Gadamer, la naturalidad de la falta de fundamento teórico para la práctica. La pérdida del potencial prescriptivo y crítico del fundamento se concibe como una limitación que quiere tornarse en ventaja. (Laudo, 2011, p. 61)

Es por ello que “en vez de convertir la situación en otra forma de universalismo o validez general, se apuesta por tomar esa carencia como punto de partida” (Van Goor, Heyting y Vreeke, 2004, p. 186). A la postre, hay que tener presente que el acto de educar es un acontecimiento, cosa que implica que sea siempre “singular, inasible, personal, complejo, temporal, contingente. Y esto no es captable empíricamente en su totalidad, no es posible comprenderlo de una manera que lo agote, sino que hay que probar distintas formas de hermenéutica, comprensivas, interpretativas, siempre abiertas” (Santos Gómez, 2013, p. 8).

Con esta propuesta tratamos de desvincular a la disciplina pedagógica de la búsqueda cartesiana de la certidumbre para circunscribirla en una filosofía capaz de ofrecer indicaciones de “cómo puede ser capaz [el acto educativo] de cambiar nuestras vidas” (Rorty, 1996b, p. 55).

También nos ponemos como objetivo dotar a la pedagogía de instrumentos y marcos de referencia para que pueda “combatir la despedagogización crítica actualmente en escena” (Ferraz, 2012, p. 4), ya que:

La pedagogía, si quiere sobrevivir, […] tiene que volver a ocuparse de algo que parece exceder nuestra responsabilidad y que, sin embargo, se sitúa en el centro de la misma: la protección social a través de la creación y la transmisión del pensamiento analítico, plural y dialéctico que se sitúa en la base del conocimiento que elaboramos, contrastamos, dignificamos y ofrecemos a los demás.

Esto nos lleva a replantearnos el papel de la razón4 y la forma en que la pedagogía puede ser utilizada para describir cualquier realidad objetivada. Filosóficamente, este papel hay que vincularlo con un modelo instrumental de la razón que la entienda como un medio para conseguir objetivos, modelo que hace alusión a dos posturas ejemplares relativas a la verdad. La primera fija la verdad en un paradigma que capta una “objetividad” por encima del conjunto de criterios acordados por grupos humanos concretos5; la segunda, en cambio, que nos sitúa en John Dewey, relaciona la verdad con prácticas sociales compartidas de justificación y de control.

Una vez hemos llegado a la dualidad sobre el concepto de verdad (a partir del cual cualquier ámbito puede cimentar su base epistemológica), es momento de introducir la pregunta que se hace Francisco Javier Méndez Pérez (2012): “¿es posible hacer renacer al sujeto moral de la Modernidad que se había venido abajo?” (p. 95). La cuestión “alude directamente a la cuestión que Jürgen Habermas planteara sobre si en nuestras sociedades complejas posindustriales se pueden construir identidades racionales” (Méndez Pérez, 2012, p. 87), es decir, si existe, entre muchas otras cosas, la posibilidad de contar con una pedagogía basada en otra manera o en otro “avatar de la razón llamada la razón comunicativa o dialógica” (Sloterdijk, 2010, p. 62).

De esta manera partimos de los conceptos de diálogo y racionalidad de Jürgen Habermas, para quien “la racionalidad tiene menos que ver con el conocimiento y su adquisición que con el uso que de este conocimiento hacen las personas” (Vila Merino, 2011, p.1), y también recurriremos al análisis de la propuesta de una filosofía de la contingencia de Richard Rorty. A partir de ellos se iniciará una reflexión sobre si la acción comunicativa y la de la superación del modelo fundacionalista pueden devenir las vías, a partir de las cuales, la pedagogía del siglo XXI se redefina, no como una disciplina con mayores posibilidades de fundamentación transcendental, sino como un marco de actuación con contenidos y propuestas que, como ya anunciara Kant, nos permitan hacer de la educación la más grande aventura humana. Por lo tanto, se reivindica que la educación, en general, y la pedagogía, en concreto, sean capaces de poder transmitir al alumnado esa ilusión que Kant formulaba en esos términos, puesto que, tal y como afirman algunos autores (Chomsky, 2007; Fotopoulos, 2005; Pallarès Piquer, 2014b), la desmotivación de una parte importante del alumnado que acude hoy a las aulas está llevándolo hacia la deseducación.

Entendemos que la vinculación de Habermas y Rorty con la necesidad de que “la pedagogía (…) [en la sociedad actual] deba replantearse” (Laudo, 2011, p. 51) viene justificada porque la pedagogía cada vez se ha ido pareciendo más a una disciplina que poco tiene que ofrecer a la educación; si eso ha sido así es porque, en las últimas décadas, las corrientes pedagógicas hegemónicas han cometido dos errores: el primero, relacionar a la acción educativa con una manera de entender la racionalidad subordinada al conocimiento, donde el alumnado no es considerado un agente activo de reproducción social; el segundo, porque los análisis sobre las prácticas educativas se han basado en modelos neopragmáticos y, por consiguiente, se creyó que para transmitir conocimiento no hacía falta ir más allá de la razón como herramienta con la que descubrir la verdad absoluta (Torres, 1998). Esto último lo comparten otros autores como Cristóbal Ruiz Román (2010, p. 183), para quien:

La escuela ha sido, y en ocasiones lo sigue siendo, un escenario de este uso desviado de la racionalidad. Y es que, el modelo educativo de la modernidad, basado en la razón como herramienta con la que descubrir la verdad absoluta, ha ido configurando y delimitando los objetivos y contenidos que debían ser transmitidos en la escuela. En estas escuelas, los alumnos tienden a asimilar las verdades y contenidos que les son transmitidas. Dichas verdades, por un lado, en su mayoría resultan asignificativas e inservibles para que el alumnado las conecte y le sirvan para interpretar racional y críticamente sus experiencias y realidades cotidianas; y por otro lado, dichas verdades suelen mostrar una visión sesgada y parcial de la realidad, que sin embargo, habitualmente se suele presentar como verdades fundamentales para la vida que no dejan lugar a otros saberes.

En este artículo proponemos la teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas para tratar de superar el primer obstáculo apuntado por Carlos Alberto Torres (1998), y la aceptación de la contingencia y la crítica del conocimiento como representación exacta de la realidad de Rorty para procurar dejar atrás el segundo, constatado tanto por Torres (1998) como por Cristóbal Ruiz Román (2010), o por Fernando Bárcena y Joan-Carles Mèlich (2000, p. 153). De esta manera, la pedagogía se enmarca dentro de un proyecto que percibe la educación como un elemento nuclear en la formación de personas socialmente responsables y cívicamente comprometidas.

2 Un nuevo paradigma para la pedagogía: más allá del modelo fundacionalista

Tras lo expuesto en la introducción, estamos en disposición de caracterizar a la pedagogía como disciplina capacitada para obtener el conocimiento de unos hechos que le corresponden como objetos. Para tal finalidad, se la tiene que habilitar para utilizar diferentes procedimientos, como la observación, la descripción y la experimentación, así como relacionarla con los postulados hermenéuticos que no acepten “lo perenne y lo universal, lo que permanece invariable, lo regular y lo objetivo”; sí que debe valorar y tener en cuenta, en cambio, “la contingencia6 y el azar, lo singular, la situación y el detalle” (Mèlich, 2008, p. 121).

De esta manera, al conferirle provisionalidad, particularidad y singularidad, por un lado, lo que hacemos es abrir la puerta a una interpretación distinta de la que simplemente se congratulaba con otorgar a la pedagogía el carácter de justificadora de la marcha de la acción educativa, y, por el otro, superamos aquella concepción de la pedagogía que “actualmente ha sido incapaz de relanzar inéditos retos logocráticos que no abandonen su potencial creador en medio del océano de especulación interesada y del pragmatismo instrumental tan común” (Ferraz, 2012, p. 4, Cursivas del original).

Lo que determina que la pedagogía debe dejar atrás su cariz fundacionalista es este punto: como cualquier disciplina a la que no le baste con ser una mera recopilación de aporías, todo aquello de lo que se ocupe debe ser un reflejo de lo que, a pesar de sus esfuerzos, se le escapa constantemente. Además, hace falta apostar por una teoría pedagógica de la educación que se replantee de manera general su relación con la tradición, su perfil social y, en última instancia, su factibilidad aplicativa (Ferraz, 2012). De no ser así, “la pedagogía sufre un vaciamiento teórico-práctico que la coloca como disciplina en la encrucijada de nociones, conceptos y categorías aplicables a una actividad que cosifica el conocimiento” (Pérez Luna, 2003, p. 91).

Tenemos claro, pues, que la realidad nos enseña que la educación es, por esencia, un acto, un proceso dinámico y, por lo tanto, imperfecto. En la medida en que la disciplina pedagógica debe abordar la verdad de lo que sucede en toda práctica educativa, debe desarrollarse como disciplina académica a partir de un conjunto de mecanismos de análisis y actuaciones que proporcionen a la tarea educativa medios para su propia configuración.

La actividad y el hecho educativo han existido siempre; la pedagogía, no (Nassif, 1977). Como la educación fue, antes que nada, una actividad empírica, lo único que necesitaba el modelo fundacionalista eran pautas para esa actividad. Cuando llegaron las condiciones para que pasara a ser objeto de estudio de la realidad de las comunidades humanas (o para interpretarla como una influencia carente de intencionalidad), entonces fue cuando surgió la pedagogía descriptiva. Sin embargo, en el contexto actual, ni la pedagogía normativa ni la descriptiva pueden, de manera autónoma, explicitar el fenómeno educativo en su integridad (Marchart, 2009), y todavía son menos capaces de determinar qué, ni cómo, se puede transmitir el conocimiento (el saber) al alumnado que ocupa los pupitres de los centros escolares del siglo XXI (Rodríguez, 2012)7.

Todo esto ha facilitado que “las metanarrativas fundacionalistas hayan caído en descrédito” (Laudo, 2011, p. 59). Los puntos de vista ontológicos de algunas de las corrientes pedagógicas8 del pasado siglo XX son ampliamente realístico-críticas, porque, aunque presuponían las realidades estructurales existentes, lo hacían reconociendo que solo se podía profundizar en ellas indirectamente a través de procesos lingüísticos e históricamente mediados (Allen y Torres, 2003). La justificación a este hecho la encontramos en la dificultad que durante el siglo XX ha tenido la Pedagogía para desenvolverse en medio de los tres paradigmas por los que se había movido la historia de la filosofía9: la metafísica (la preocupación por las cosas); la epistemología (la preocupación por el conocimiento) y la filosofía del lenguaje (la preocupación por la verdad).

Para que la pedagogía pueda superar el modelo fundacionalista y sirva como disciplina preparada para caracterizar el fenómeno educativo en su totalidad, haremos referencia al énfasis que pone Habermas en el paradigma comunicativo, en el apartado siguiente. También nos ocuparemos de la crítica de la concepción del conocimiento como representación exacta de la realidad de Rorty. A partir de ellos, explicaremos que la pedagogía debe encontrar unos referentes que la habiliten para analizar y comprender al sujeto conocedor (al alumnado que, inserto en el acto educativo, deberá aprender).

De esta manera, presentaremos a la pedagogía como un conjunto de conocimientos y de reflexiones sobre el hecho y los procesos educativos en su evolución histórica y en su estado actual. A través de este camino, se busca, en primer lugar, la justificación primordial de la educación y el conocimiento, y también la concreción de algunos elementos parciales que inciden en ella; en segundo lugar, adentrarnos en la complejidad de los fines educativos en su conexión con la totalidad humana y con el legado de los filósofos Habermas y Rorty.

Sin embargo, se considera necesario hacer referencia antes a la crítica que hizo Paulo Freire de la dialéctica sujeto-objeto, desvinculada de la teoría clásica de la praxis, sobre todo a causa de la hegemonía que otorgó a la base intersubjetiva y lingüística de la acción (Roberts, 1996; Pallarès Piquer, 2014b). El resultado fue una ontología realista crítica que aceptaba que la realidad existía, pero que nosotros (y, por ende, la pedagogía en su intento por aproximarse al acto educativo) solo la conocíamos a través de nuestras propias construcciones. Dicho de otra manera, como concluye Freire cuando cita a Jean-Paul Sartre, “hay dos vías para caer en el idealismo: una, consiste en disolver en la intersubjetividad aquello real; la otra, niega toda la subjetividad real en nombre de la objetividad” (Freire, 1970/1978, p.14).

En el caso de Habermas, los cambios de dirección se hacen más explícitos con una distinción categórica entre aquello que el sujeto quiere aprender y aquello que se le explica (Allen y Torres, 2003), que culmina con el paso de una filosofía de la consciencia a un paradigma de las comunicaciones.

Pero lo que nos lleva a traer a colación a Freire es que, tanto en su caso como en el de Habermas, las distinciones ontológicas esenciales sobre la comunicación se convierten en la base de las epistemológicas, que tienen implicaciones empíricas y normativas como críticas a toda la serie de fracasos acaecidos en los actos educativos (Bertilsson, 1991).

Para los dos autores, y aquí situamos el punto de salida de la superación del modelo fundacionalista, es el fracaso de la comunicación como síntoma empírico del hecho de no haber aprendido algo (ya que, bajo otras condiciones contextuales, sí que se hubiese producido una situación en la que el aprendizaje hubiese sido asimilado por el alumnado) lo que debería llevar al profesorado a la reflexión. Si en Freire el binomio acción educativa-ética de la pedagogía se basa en la conexión entre lenguaje, esperanza y práctica (Weiler, 1996), en Jürgen Habermas la atención se centra en la estructura más profunda de la comunicación humana como un ideal implícito en los anhelos por alcanzar una comprensión mutua auténtica y sin restricciones. Con todo, lo importante no es tanto cómo llegar a un marco ideal de la pedagogía como solución a todos los males de la educación (Pippin, 1997) sino “aceptar su realidad y su necesidad contextual” (Laudo, 2011, p. 62), es decir, dotarla de mecanismos para que sea capaz de vertebrarse como disciplina académica a partir de la relación entre pensamiento y realidad.

Ahora bien, un enfoque simplista de la unidad entre pensamiento y realidad como criterio de adecuación metodológica daría a la pedagogía una esencia antipositivista que debilitaría el reconocimiento que otorga a las formas de conocimiento empírico una base ético-social que, ciertamente, le es indispensable en cuanto que disciplina académica. La integración de la pedagogía del presente (así como de las propuestas de los dos autores que proponemos desde el artículo) en la tradición requiere de un abanico de técnicas metodológicas que estén en consonancia con las posturas favorables a la superación fundacionalista, es decir, en sintonía con un enfoque de las ciencias humanas basado en la dialéctica agencia-estructura; en esta medida, la propuesta de una pedagogía filosófica postfundacionalista no es más que una iniciativa reflexivamente pluralista y relativista. En el fondo, subyacen una serie de criterios situados (pragmáticos) y universalistas (normativos) que, aunque no se pretendan establecer como dogmáticos, sirven tanto para valorar el pasado como para mejorar el presente.

3 Habermas. La teoría de la acción y la racionalidad comunicativa

La base de la concepción del conocimiento de Habermas es una teoría constructivista de la verdad como consenso. Desde esta perspectiva, el conocimiento es todo aquello que crean algunas clases de comunidades discursivas cuyo modo de argumentación se basa en el principio del falibilismo10 (Allen y Torres, 2003). Desde esta perspectiva postfundacionalista, la base de todo conocimiento es procesal, es decir, resultado de procesos de argumentación. Así, para el alemán, el conocimiento está fundamentado en procesos de acción comunicativa probados intersubjetivamente (Mora Malo, 2005; Nystrand, 1997).

Si bien es cierto que este punto de vista representa una forma de postfundacionalismo (Allen y Torres, 2003), no lo es menos que no condiciona que el carácter construido del saber convierta necesariamente en inadecuado al conocimiento. La cuestión radica más bien en el hecho de que su carácter construido (o histórico) se toma como expresión del carácter fabilístico de todas aquellas pretensiones de conocimientos sujetas a constantes revisiones en base a nuevas evidencias.

El argumento básico de las primeras aportaciones epistemológicas de Habermas es que la construcción del conocimiento se ve condicionada por tres tipos de intereses humanos universales (cada uno de los cuales proporciona una manera distintiva de conocimiento):

  • El conocimiento empírico-analítico de las ciencias naturales y nomológicas.
  • El interés cognitivo crítico-emancipador, que no tiene suficiente con la ciencia empírica.
  • El interés histórico-hermenéutico, que se ocupa de las disciplinas orientadas a la interpretación de significados.

Los objetivos de la teoría de la acción comunicativa los expone el propio Habermas (1987, p. 10) de la siguiente manera:

  • Desarrollar un concepto de racionalidad comunicativa capaz de hacer frente a las reducciones cognitivo-instrumentales con las que se ha presentado el concepto de razón.
  • Promover un concepto de sociedad vertebrado en dos niveles, que asocien la investigación fenomenológica (“mundo de la vida”) con el sistémico (“sistema”). Contrariamente al positivismo, este enfoque sugiere que el conocimiento debe ser juzgado, no sólo en función de la lógica restituida a partir de sus resultados inmediatos (teorías), sino que también tiene que ser puesto en relación con los debates metateóricos presentes en el desarrollo de la perspectiva pedagógico-filosófica.
  • Elaborar una teoría crítica que reflexione y justifique los paradigmas sociales latentes a partir de las contradicciones de la modernidad.

Habermas propugna un cambio de rumbo hacia un paradigma del lenguaje:

No entendido este como un sistema formal de sintaxis-semántica sino como lenguaje en uso, expresado en actos de habla, que para él son aquellos que cumplen las condiciones necesarias para que un oyente pueda tomar una postura afirmativa frente a la pretensión que a ese acto vincula el hablante. (Vila Merino, 2011, p. 4)

Esto le lleva a proponer un sistema categorial y unos postulados generales de la acción comunicativa donde el uso del lenguaje, a través de los actos de habla, es el medio para estructurar las acciones intencionadas de las personas mediante la argumentación (racional); además, se prevé que las discrepancias sean resueltas en favor del mejor argumento: “Si partimos de la utilización comunicativa del saber proposicional en actos de habla, estamos tomando una predecisión a favor de un concepto de racionalidad más amplio y que enlaza con la vieja idea del logos” (Habermas, 1987, p. 27).

A partir de los planteamientos de György Lukács, Max Horkheimer y Theodor Adorno, Habermas introduce un cambio: deja atrás el modelo de la filosofía de la conciencia, centrada en el sujeto que se manifiesta como conocimiento, y propone otro modelo, el comunicativo de acción, que destaca por el uso del conocimiento a través del uso del lenguaje como medio de coordinación de las acciones entre las personas (Vila Merino, 2011).

Una vez llegados aquí, nos podemos plantear ya la relación de Habermas con la asunción de una pedagogía postfundacionalista. Para el filósofo alemán el estatus del acuerdo y del diálogo idealizado es una especie de “contrafáctico empírico” (Habermas, 1989): el hecho de que las personas actúen como si ésta fuera una posibilidad real es la condición necesaria (aunque no suficiente) de cualquier forma de aprendizaje. De esta manera, la pedagogía, más que ser el espejo de los obstáculos que se interponen en el camino del aprendizaje, para Habermas (como para Freire) refleja el intento más firme de situar la consciencia de los problemas en el centro de las cuestiones de la ontología, la epistemología y la práctica social (Weiler, 1996). Esto permite la adscripción de su pensamiento a los postulados de la pedagogía crítica, pues hace que la pedagogía no reduzca la práctica educativa al dominio de las metodologías. Como plantea Giroux (2005, p. 145): "Acercarse a la pedagogía como una práctica crítica y política sugiere que los educadores niegan todos los intentos por reducir la enseñanza en las aulas exclusivamente a cuestiones de técnica y método".

Así, como indica Habermas, el error de una gran parte de las teorías clásicas y metafísicas de la verdad es que daban como válido el diálogo socrático como vía empírica de fundamentación de la teoría pura. Además, la creación de estos discursos teóricos (convertidos habitualmente en clases magistrales que no otorgan papel alguno al alumnado, que permanece como sujeto pasivo) se convierte en una consecución humana única, que ha sido históricamente dependiente de la institucionalización de estos discursos.

Por el contrario, Habermas plantea que la noción de racionalidad que implican los discursos teóricos necesita de una confianza en una:

Precomprensión anclada en orientaciones pedagógicamente nuevas (…). La tarea educativa necesita conectar implícitamente una pretensión de universalidad con nuestra concepción occidental del mundo, diferencia que es ilustrada por la comparación histórica con las concepciones míticas del mundo. (Habermas, 1987, p. 44)

Con la identificación de dos formas básicas de discurso (comunicativo y estratégico), Habermas pone al alcance de la pedagogía una oposición, heredada del sociólogo Max Weber, que hace referencia a la interacción entre la racionalidad “instrumental” de los medios técnicos y la racionalidad sustancial de los objetivos y/o de los valores últimos que toda acción educativa se marca como prioritarios. La primera forma de racionalidad tiene relación con la racionalidad cognitivo-instrumental (Allen y Torres, 2003): así es definida por el empirismo de las ciencias, y se preocupa de la racionalidad como concepción pedagógica. La segunda forma de racionalidad se puede asociar con el concepto de la razón práctica de la filosofía kantiana, y se centra en la racionalidad como comprensión (Roberts, 1996).

Atendiendo al hecho de que el sentido último de la pedagogía es su inserción en los contextos educacionales reales, la relevancia de esta distinción entre las dos clases de conocimiento (que, como afirma Nystrand [1997], tiene un correlato ontológico basado en la diferenciación entre el saber asimilado por el alumnado y el saber que se queda como un mero hecho simbólico) radica en facilitar la comprensión de aquellas metodologías usadas en cada práctica educativa concreta.

Al fin y al cabo, el sentido de recoger la propuesta Habermasiana para complementar y hacer evolucionar la disciplina pedagógica de hoy y del mañana se encuentra relacionada a los lemas que invocan la unidad entre la teoría y la práctica. Lo que pone en jaque algunas de las actuaciones poco efectivas de corrientes pedagógicas alejadas de la pedagogía crítica son las formas de búsqueda y conocimiento que facilitan transformaciones de la conciencia y de la sociedad (objetivos esenciales, éstos, de cualquier acto que se pretenda autoerigir como educativo). Aunque se pueda estar de acuerdo en que el argumento de la unidad entre teoría y práctica11 de Habermas, es válido como “ideal regulador” (Young, 1993), resulta problemático que se generalice como base de la estructuración de metodologías en la investigación social. Con todo, la pedagogía crítica a través de la cual Habermas sugiere una percepción de la Modernidad está basada en la razón comunicativa (a partir del desarrollo de una nueva teoría de la crítica), y también “a partir de su consiguiente ética procedimental sustentada en el diálogo y en la profundización de la democracia radical como medio de favorecer el progreso social y el desarrollo de los individuos” (Vila Merino, 2011, p. 11).

De esta manera, la función social de la educación pone al servicio de la pedagogía su manera de percibir el hecho educativo; lo hace a partir de la estructuración de esferas de significados y de tejidos sociales de relaciones generadas desde las acciones de los actores sociales. Esto nos permite aceptar, por lo tanto, el carácter intencional de todo acto educativo, y hace posible que se le puedan exigir premisas y condiciones que nos lleven hacia una sociedad más democrática (Apple, 2001). Para la Pedagogía Crítica, la educación no puede ser axiológicamente neutra, centrándose sólo en un interés teórico o práctico, sino que debe estar radicalmente comprometida en un sentido emancipatorio del aprendizaje y la enseñanza. Como apunta Freire (1994/1997, pp. 88-89):

La imposibilidad total de ser neutros frente al mundo, frente al futuro —que no entiendo como un tiempo inexorable, un dato dado, sino como un tiempo para ser hecho a través de la transformación del presente en que se encarnan los sueños— nos coloca necesariamente frente al derecho y el deber de posicionarnos como educadores.

En este sentido, los postulados del filósofo alemán ayudan a determinar elementos para que el debate sobre la pedagogía cuente con cuestionamientos sobre la práctica educativa como forma concreta en la que el sentido educativo se nutre de acciones que estructuran el conocimiento y el significado.

Así pues, el legado de Habermas puede ponerse al servicio de la pedagogía actual con la intención de estructurar un lenguaje crítico para que el profesorado analice y desarrolle su discurso y su acción como una forma de manifestación político-cultural y como una vía de contestación ideológica (Giroux, 2001). Esto nos permite:

Analizar y comprender la relación dialéctica existente entre estructura social y acción humana, puesto que los seres humanos así no somos considerados entes pasivos de reproducción social, sino creadores de significados, sujetos con capacidad crítica y competencia comunicativa (a la manera habermasiana) para la transformación social a través de prácticas emancipatorias. (Vila Merino, 2011, p. 12)

Y si esto es posible es porque, en cierta manera, al redefinir lo que entendemos por mundo común (Bodei, 2001), la acción comunicativa desarrollada por Habermas ejecuta una función que libera a este mundo común de los problemas provocados por el aumento incesante de la razón instrumental. ¿No es, ésta, una de las finalidades esenciales de la pedagogía?

4 Rorty y la concepción del conocimiento

Rorty defiende que la concepción del conocimiento se generó en el mundo griego, mediante los postulados Platónicos y Aristotélicos, y que será esta concepción del conocimiento la que va a condicionar el futuro de la epistemología tradicional:

Platón y Aristóteles sugirieron que los animales vivían en el mundo de la apariencia sensorial, que sus vidas consistían en ajustarse a los cambios de esa apariencia y que, por ello, no eran capaces de conocer, porque el conocimiento consiste en ir más allá de la apariencia y llegar a la realidad. (Rorty, 1997, p. 77, cursivas propias)

Rechaza el valor preeminente de la epistemología y, tal y como apunta Manuel Sánchez Matito, reclama la importancia de una:

Filosofía edificante: se trataría de una filosofía holista, historicista y lingüística que partiendo de una perspectiva naturalista debería evitar los dualismos entre espíritu y materia. […] El impulso moral de una filosofía edificante debe ser que la conversación sea posible mediante nuevos caminos. (2011, p. 520)

Para adentrarnos en estos nuevos caminos hay que empezar hablando de una idea de “fundamentos del conocimiento” que, para Rorty, es una consecuencia de la comprensión del conocimiento como visión (García Lorente, 2012). La base del conocimiento, para el filósofo norteamericano, se encuentra en la aprehensión directa de aquel elemento esencial que se erige como punto de apoyo de cualquier conocimiento posible (Sánchez Matito, 2011); por eso Rorty cree que “el deseo de una teoría del conocimiento es un deseo de constricción —un deseo de encontrar “fundamentos” a los que poder agarrarse, armazones que no nos dejen extraviarnos, objetos que se impongan a sí mismos, representaciones que no se puedan negar” (Rorty, 1983, p. 151). Al afirmar que “ninguna explicación de la naturaleza del conocimiento puede basarse en una teoría de las representaciones privilegiadas de la realidad” (Rorty, 1983, p. 171), se puede evidenciar que él cree que la concepción del conocimiento como representación exacta de la realidad en las sociedades actuales ya no funciona (De Zubiría, 2013).

Esta postura pragmática respecto al conocimiento, Rorty la justifica en base a dos argumentos: en primer lugar, a partir de la afirmación que “el conocimiento lo es de una realidad independiente” (Rorty, 2000, p. 94). En segundo lugar, porque “el conocimiento se expresa en proposiciones que son verdaderas, porque representan con exactitud esa realidad” (Rorty, 2000, p. 94).

Sin embargo, debemos tener presente que la crítica de Rorty al realismo no supone una duda (y mucho menos una negación) del mundo externo, independiente de nuestro conocimiento. El planteamiento del norteamericano no es un nuevo paradigma del escepticismo, puesto que ni niega el mundo ni que tengamos un contacto con él, lo que sucede es que:

Rorty acepta que el mundo o la realidad pueden ayudarnos a cambiar nuestras opiniones y creencias y a determinar la verdad de nuestras proposiciones, pues son causas de nuestro conocimiento. Ahora bien, si la realidad o el mundo es causa de nuestro conocimiento se está simplemente afirmando uno de los principios de toda teoría del conocimiento realista: la realidad es causa y medida de nuestro saber. (García Lorente, 2011, p. 181)

Este principio implica que “las cosas reales son las formas previas y modelos de lo que nuestro entendimiento configura al conocer y constituirse como tal entendimiento” (Pieper, 1974, p. 29). Pero esto no lleva a Rorty a reafirmar los principios empiristas, aquellos según los cuales el intelecto humano asume el conocimiento a partir de los entes particulares, sino que, según Méndez Pérez, Rorty defiende “una pérdida del mundo, del yo y de la comunidad ideal o esencial que, finalmente, conducen directamente al núcleo de su pensamiento hacia la contingencia” (2012, p. 92).

Las consecuencias de la noción de contingencia defendida por Rorty se pueden analizar en relación a las tres cuestiones que él considera esenciales para su política educativo-cultural: la contingencia del lenguaje, la contingencia del yo y la de la comunidad.

Como indica Méndez Pérez (2012), la contingencia del lenguaje conlleva que perdamos la conciencia del mundo, cosa que nos impide contestar a la pregunta clásica del “¿qué es lo que hay?” Así, “el problema que plantea esta cuestión es si en un mundo que ha perdido las esencias podemos todavía aspirar a la universalidad que nos remite directamente a la primera formulación del imperativo categórico kantiano” (Méndez Pérez, 2012, p. 95). Este problema Rorty lo asume a partir de su división entre lengua y mundo, lo que le libra de la objetividad y le adentra en el plano meramente subjetivo.

A diferencia del alemán, en Rorty se hace evidente el acuerdo que proviene de esta intersubjetividad no puede aspirar a la totalidad12; el norteamericano tiene claro que debe “limitarse a la propia comunidad que genera los consensos, por eso Rorty apunta aquí a evitar que la ciencia como discurso privilegiado sobre la realidad pueda ocupar el lugar que la religión y la metafísica ocuparon en otras épocas” (Méndez Pérez, 2012, p. 95).

La idea es, por lo tanto, que “ningún discurso puede aspirar a la verdad sino tan solo al éxito de su utilidad” (Méndez Pérez, 2012, p. 95). Porque Rorty “prefiere ver el conocimiento como una cuestión de conversación, por eso podemos decir que el conocimiento, para el neopragmatista, tiene lugar en una conversación entre hablantes y no en la confrontación con la realidad” (García Lorente, 2012, p.179).

En este sentido, la hermenéutica13 interpreta la conversación entre hablantes como un escenario propicio para llegar a acuerdos o, por lo menos, a desacuerdos fructíferos (Rorty, 1983); es por ello que el pragmatismo en el que Rorty creemos que entiende el conocimiento, no como una vinculación entre mente y realidad, sino como “la capacidad de alcanzar un acuerdo utilizando la persuasión antes que la fuerza” (Rorty, 1996a, p. 125).

Así, “Rorty cree que tener conocimiento de algo se parece mucho a tener conocimientos de una persona” (García Lorente, 2012, p. 179). Por eso el propio Rorty afirma que “la idea de la cultura como una conversación más que como una estructura levantada sobre unos fundamentos encaja bien con esta idea hermenéutica del conocimiento, pues entrar en conversación con desconocidos es cuestión de phrónesis más que de episteme” (Rorty, 1983, p. 291). Hay que señalar que Bernard Williams (1990) piensa que, con este pragmatismo de Rorty, lo único a lo que aspiramos es a comparar la descripción que podemos hacer del mundo con otras descripciones. En la misma línea, José Antonio García Lorente (2012, p. 180) concluye que “entender el conocimiento como una cuestión de conversación o práctica social es contradictoria puesto que asumir el conocimiento como una simple conversación o práctica social exige un conocimiento no sólo de los hablantes en la conversación sino de la propia realidad”.

El elemento práctico que caracteriza al neopragmatismo (que no acepta que el conocimiento se defina como representación fidedigna de un mundo externo) entiende la investigación como una manera de usar la realidad (De Zubiría, 2013); así, no asumiendo el dogma de “un único modo en el que el mundo es” (García Lorente, 2012, p. 179), Rorty entiende que hay muchas maneras de actuar, puesto que él mismo asevera que “el conocimiento es poder, un instrumento para habérselas con la realidad” (Rorty, 1996b), por eso “el conocimiento no consiste en la aprehensión de la verdadera realidad, sino en la forma de adquirir hábitos para hacer frente a la realidad” (Rorty, 1983, p. 93).

Consideramos que la pedagogía del siglo XXI debe seguir este camino, es decir, evitar la tentación de centrarse en los fundamentos últimos de la realidad y del pensamiento. Nos postulamos a favor de una la pedagogía que tenga presente que aquello que se aprende hoy señala los cimientos que sirven para que, mañana, se pueda aprender otra cosa superior, modificada y reelaborada por lo nuevo, que se incorpora al constructo intelectual y moral del alumnado.

El pensamiento de Rorty nos sirve para reafirmar que el efecto educativo no es lo sempiterno ni lo inmóvil sino un estribo para posteriores ascensiones. Tal y como argumentó Rorty en una postura claramente Aristotélica, lo que caracteriza al conocimiento intelectivo es la capacidad de interpretar la forma (de aquello que sea objetivo de aprendizaje), de tal manera que “poseer un concepto singular [y que, consecuentemente, la acción educativa tiene que ser capaz de transmitir al alumnado] significa la comprensión de la esencia, el “qué es” una determinada cosa” (García Lorente, 2012, p. 182).

Uno de los retos de la pedagogía consiste en entender que la esencia de la acción educativa no se debe buscar en la autoinmersión sino en la mediación del dentro (las necesidades y motivaciones del alumnado) y del fuera (los condicionantes contextuales del acto educativo). Por eso Henry Giroux (2015) explica que la pedagogía crítica no acepta “la noción de estudiantes como recipientes vacíos que simplemente absorben conocimiento muerto” (p. 20). La pedagogía, al fin y al cabo, debe erigirse como una especie de conciencia no separada de la vida; en cierta manera, lo que argumentamos es que lo que la pedagogía puede aprender de las prescripciones filosóficas de Rorty es que el conocimiento está mediado por el sujeto, por eso la subjetividad y sus categorías están, a su vez, mediadas por el contenido, por las fases objetivas del conocimiento y por las preocupaciones por vivir en una sociedad mejor.

Las consecuencias de esta mediación deben trascender los simples efectos de un acercamiento al proceso histórico de la pedagogía moderna; más bien tienen que insistir en la concepción de la pedagogía como una tarea moderna (como una manera particular de ser algo moderno), y deben dejar la puerta de la transmisión de los saberes que todo acto educativo pretenda transmitir a su alumnado más allá del mismo pathos rortyano, puesto que, tras más de dos décadas de debates poco fértiles, quizá la clave esté en que la aplicabilidad de cualquier planteamiento pedagógico ponga su foco allí donde lo que se propone ni siquiera pueda estar presentado de antemano.

5 Conclusiones

En las páginas que preceden a estas conclusiones se ha expuesto que la pedagogía que necesitamos precisa de una visión dialéctica de lo real que se relacione con unas prácticas escolares y con un conocimiento que posibiliten “una acción educativa antihegemónica y un rescate de la autenticidad de los sujetos que participan en el proceso escolar” (Pérez Luna, 2003, p. 91). Para ello, se puede recurrir a la filosofía, ya que, pese a lo que se ha dicho y escrito, no ha desaparecido. La filosofía sigue viva porque su proyecto y sus expectativas de reconciliación y transformación del mundo todavía no han finalizado. En este artículo, la filosofía ha servido como marco para reforzar algunas carencias de la pedagogía como disciplina. Una pedagogía que no puede limitarse a levantar acta ni a describir la acción educativa que tiene lugar dentro de las aulas. El objetivo último de la pedagogía como disciplina debe ser su capacidad para analizar la acción educativa como mecanismo de conducción hacia la configuración integral de la personalidad humana; sin olvidar su capacidad para proporcionar medios que sirvan para analizar todas aquellas posibilidades que la educación tiene de desafiar acumulativamente las diferentes restricciones de formación social existentes en muchos rincones del planeta.

La aportación y la originalidad del artículo radican en que, a partir del análisis del legado de los filósofos Habermas y Rorty, se demuestra que la teoría de la acción comunicativa (Habermas) y la aceptación de la contingencia y la crítica del conocimiento como representación exacta de la realidad (Rorty) pueden convertirse en referentes capaces de hacer posible que la pedagogía sirva de pauta a todas las ciencias de la educación. También es relevante que se ha llegado a la conclusión que el sentido último de la pedagogía como disciplina es su capacidad para analizar la acción educativa como mecanismo de conducción hacia la configuración integral de la personalidad humana.

La disciplina pedagógica se encuentra en plena fase de reestructuración, sobre todo a causa de las aportaciones que analizan los procesos de enseñanza y aprendizaje y que describen los ámbitos de formación social de cualquier comunidad. Hace algún tiempo que una parte de los especialistas en el ámbito vienen anunciando un distanciamiento entre la pedagogía y los problemas reales que se experimentan dentro de las aulas. Este hecho se debe a que, en las cuatro últimas décadas, la Pedagogía y sus principales investigaciones se han sustanciado en tres vertientes tan distanciadas como interrelacionadas: la vertiente ontológica, centrada en la explicación de las condiciones factuales de la educabilidad; la metodológica, dedicada a la propuesta de cánones normativos para el análisis de lo que sucede dentro de las aulas; y la vertiente crítica, basada en la defensa de la necesidad de categorizar críticas reflexivas de los parámetros subyacentes en todo acto educativo. Atendiendo a esto, el artículo se ha cuestionado el sentido de la educación de una manera argumentativa. La perspectiva epistemológica de Habermas puede resumirse en los siguientes puntos: en primer lugar, como fundamentación del conocimiento, canalizada en una teoría de la argumentación basada en el diálogo sujeto-sujeto de la acción comunicativa; en segundo lugar, una teoría de la verdad como acuerdo basado en comunidades discursivas conducidas por el modelo del discurso ideal como discurso fabilístico; en tercer lugar, una separación entre las maneras de racionalidad instrumental y comunicativa como eje para la comprensión de las características distintivas de todo aquello que hace del razonamiento normativo la base de cualquier intervención pedagógica.

Para completar una concepción de la pedagogía que pueda habilitarla para el análisis y la creación de acciones analíticas y dialécticas reales (Ferraz, 2012), los postulados del filósofo Rorty han servido para patentizar la relación más fuerte del alumnado con su realidad circundante. Hemos argumentado que la caracterización pragmática de Rorty determina que el conocimiento es una herramienta, un medio que puede ser analizado en función de su utilidad para un fin concreto. Este punto de vista ha servido para aceptar una manera diferente de percibir al sujeto cognoscente, a quien, en detrimento de la realidad, se le otorga centralidad, pues, como muy bien afirma García Lorente (2012) “es el sujeto —en diálogo con los demás— el que afecta, determina y opera sobre la realidad para modificarla” (p. 180).

El recorrido por el pensamiento de estos dos autores permite aproximar a la pedagogía de hoy a una verdad que, subjetivamente, es un túnel de llegada provisional, pero que dispone de su propia objetividad, que es (y debe ser) extrapolable a los diferentes contextos en los que se inscriba cualquier práctica educativa; por eso el legado de estos dos autores sirve para justificar que la función pedagógica tiene que integrarse en equipos muy diversos, con la particularidad común de trabajar al servicio del progreso y del desarrollo humano. La utilidad (así como la necesidad) de lo educativo es lo que exige su relación de mediación con lo objetivo, y lo que hace posible impulsar procesos de cambio y transformación de personas y grupos desde la acción socioeducativa.

De la misma manera que la pedagogía tiene que ser capaz de superar una ontología de lo presente, porque la existencia de algún hecho educativo concreto no siempre equivaldrá a la presencia del acontecimiento analizado por y a través de ella, es importante tener en cuenta que el uso que se hace de la pedagogía como rama de la ciencia no siempre equivale a lo que en ella se describe. Lo esencial es que la pedagogía se ponga al servicio de cualquier realidad educacional con la intención de entender que la conexión con el contexto teórico en el que se produce este acto debe hacerse real.

La base de la pedagogía, en cuanto que disciplina que se ocupa de la educación, pensamos que debe avanzar por esta vía: la de una concepción de la verdad que resulte firme porque no se entienda a partir de las certezas de una serie de análisis hechos a medida (para una realidad contextual muy concreta), sino a partir de las imperfecciones del episteme, esto es, de aquellas verdades que lo son porque encuentran más resistencia para ser aceptadas que cualquier otra pauta histórica de verificación estratégicamente establecida.

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