Las colectividades libertarias en España (1936-1938): un caso de autogestión obrera único en la historia moderna

Libertarian Collectivisations in Spain (1936-1939): A case of worker self-management in the modern history

  • Anastasio Ovejero Bernal
Este artículo pretende estudiar las colectivizaciones libertarias que tuvieron lugar en España en los años 1936-1938, analizando su extensión, sus características, las causas de que sean tan desconocidas siendo un fenómeno históricamente tan relevante, las razones de su eficacia así como su funcionamiento interno. Se subraya igualmente la relevancia de esta experiencia para la psicología social (especialmente como ejemplo del poder de la situación), para la psicología del trabajo (importancia de la participación de los trabajadores en la empresa) y para la psicología política (ideología y acción colectiva). Finalmente, se sugiere la utilización de la memoria de esta experiencia para hacer frente a la actual hegemonía neoliberal dentro de dos aspectos importantes en la psicología social actual como son la dimensión individualismo-colectivismo y la participación de los trabajadores en la empresa.
    Palabras clave:
  • Colectivizaciones libertarias
  • Revolución social
  • Participación laboral
  • Individualismo/colectivismo
This article presents an analysis of the libertarian collectivisations developed during the Spanish civil war (1936–1938). The examination of this historical experience is relevant to social psychology (the power of social situation), labour psychology (the workers’ participation), and political psychology (ideology and collective action). The structure, organization, and internal functioning of the collectivisations are described and an explanation is given to account why this collectivistic movement is widely ignored in the literature. Some possible implications of this anarchist experience both for the current organization of industry and society in the present neoliberal hegemony as well as for research on the individualism-collectivism dimension are suggested.
    Keywords:
  • Anarchist Collectivizations
  • Social Revolution
  • Labour Participation
  • Individualism/Collectivism

1 Introducción

Pretendo abordar aquí el tema de las colectivizaciones y la vida en las colectividades desde la psicología social: parto de la base de que el ser humano es un ser activo, simbólico e histórico, y no algo meramente pasivo, modificado por los estímulos ambientales, como lo era para el conductismo watsoniano, o incluso una mera caña que mece el viento, como lo era para el ala conservadora de la psicología del comportamiento colectivo (Ovejero, 1997), Y por tanto, como decía José Ortega y Gasset (1935/1971), el hombre no tiene naturaleza, tiene historia. Y la historia, así como su ideología y sus ganas de transformar la sociedad en que le ha tocado vivir, convirtieron a varios millones de españoles y españolas, durante unos años centrales en la historia de España (1936-1938), en los auténticos protagonistas de sus propias vidas.

Lo que demostraron las colectividades, por decirlo con palabras del anarquista español Félix Carrasquer (1978), protagonista de aquellos hechos, fue que,

Por una vez, la realización de lo ‘imposible’ se hizo posible gracias a un puñado de hombres cuya confianza en el ser humano —en el que existen posibilidades inmensas cuando se desenvuelve en un clima de libertad y de cooperación solidaria— pudo más que todos los estereotipos de un sistema que induce a la pasividad de los individuos favoreciendo el mantenimiento de los valores tradicionales y la perpetuación de la rutina. (p. 217)

Más en concreto, añade el propio Carrasquer,

Siempre se nos había dicho, de manera repetida y en todos los tonos, que éramos unos utópicos; arguyendo en pro de ese calificativo que como proyecto político el comunismo libertario era impracticable dadas las imperfecciones del ser humano y la complejidad de una sociedad cuyos desajustes, vista la rapidez con que se producen, exigen estructuras de control cada vez más estrictas por parte del Estado, y de ahí que una sociedad libertaria sólo podía existir en la mente de gentes bien intencionadas pero ilusas y carentes de sentido práctico. (pp. 217-218)

Por tanto,

Lo que sorprende o debería sorprender al estudiar con rigor aquellos hechos, es la capacidad de auto organización que demuestran obreros y campesinos, iletrados en su mayoría; la eficacia en satisfacer por ellos mismos sus necesidades, máxime en tiempo de guerra; el talante profundamente libertario con el que acometen la convivencia colectiva, sin imponer a nadie la revolución y respetando las minorías disidentes, fueran estas del tipo que fueran. ¿Cuándo se ha visto una revolución de este tipo? (Carrasquer, 1978, p. 9).

Pero esa experiencia histórica adquiere una mayor importancia si tenemos en cuenta que fue protagonizada por unos dos millones de personas, hombres y mujeres

tanto del campo como de las ciudades. De ahí que Reiner Huhle llegue a afirmar que “la colectivización agraria no fue un fenómeno marginal, sino un movimiento de masas de dimensiones imponentes y sin parangón en la historia de la revolución europea” (1980, p. 127, traducción propia).

Por otra parte, no cabe ninguna duda de que fueron las circunstancias concretas del golpe militar fracasado lo que posibilitó esa “revolución social”. Y lo hizo al menos a estos dos niveles: por un lado, las masas obreras, sumamente irritadas con las tradicionales clases poderosas en España (los terratenientes, la iglesia y el ejército) a causa de décadas de sufrimiento, trabajo y hambre, tomaron en sus manos las riendas de los acontecimientos como respuesta al golpe de estado orquestado conjuntamente por esos tres sectores sociales dominantes; y por otro, el fracaso del golpe militar en gran parte del territorio nacional, gracias en gran medida a la resistencia de los obreros, creó un vacío de poder que fue rápidamente ocupado por los trabajadores organizados principalmente por los libertarios, que pusieron en marcha un orden social nuevo, basado en la libertad, la igualdad y la solidaridad: en eso consistieron esencialmente las colectividades. Y su éxito se basó sobre todo en que satisfacían las principales necesidades humanas de pertenencia, de identidad, de cooperación y de autonomía, dándoles a sus miembros el sentido de que controlaban los acontecimientos que afectaban a sus propias vidas.

Lo que hicieron los anarquistas españoles cuando tuvieron ocasión para ello fue, por una parte y a nivel más general, responder a la crisis económica en que había entrado el capitalismo y que estaban pagando los trabajadores, y por otra y a nivel más concreto, responder al golpe de estado de los generales. En cuanto al primer aspecto, de alguna manera podemos decir que la revolución libertaria de 1936 fue la respuesta de los ciudadanos y de los pueblos, de la industria y del campo —en definitiva, la respuesta del pueblo español— no sólo a los militares golpistas sino también a la crisis económica del 29 y, por ello, al propio sistema capitalista que es el que la había provocado.

Se trata de definir y de construir un nuevo tipo de sociedad a partir de un modelo alternativo de política económica para salir de la crisis iniciada justo después del crack de 1929, una verdadera alternativa a la otra salida entrevista: la inventada por los estados mayores de los estados capitalistas fue la guerra, la locura de la segunda guerra mundial. (Izard, 2012, p. 33)

En cuanto al segundo aspecto, es sabido que el 17 de julio de 1936 parte del ejército español se rebeló contra el gobierno legal de la República, pero sin conseguir sus objetivos puesto que fracasó en más de media España, sobre todo en las zonas más desarrolladas y donde había una mayor implantación sindical, de forma que en numerosas zonas en las que se dio ese fracaso se produjo una auténtica revolución social, acompañada, tanto en la industria como en el campo, de una profunda colectivización que se caracterizó principalmente por el alto nivel de autogestión obrera. Como escribe Rosario Arroyo (2012, p. 19),

Si en un principio se agruparon para resolver necesidades más perentorias como la recogida de la cosecha, con las semanas las Colectividades fueron creando una sociedad autogestionaria que no solo se centraba en los aspectos agrícolas sino que también participaban de la Colectividad otros gremios del pueblo. Herreros, panaderos, ganaderos, costureras, sastres, albañiles, artesanos, el transporte colectivizado, etc.

En efecto, tras la huida, el encarcelamiento o la ejecución/asesinato de numerosos propietarios, tanto de fábricas, de comercios (hoteles, restaurantes, peluquerías, cines, etc.) o de tierras, los obreros los ocuparon a lo largo del verano/otoño de 1936, gestionando colectivamente tanto las empresas como las tierras. La colectivización industrial y de servicios se dio sobre todo en algunas grandes ciudades, especialmente en Barcelona, mientras que la campesina fue más general (Levante, Castilla la Nueva, Cataluña, Extremadura, Andalucía y muy especialmente Aragón).

¿Cómo fue ello posible? Suele creerse que el surgimiento de grupos cooperativos en una sociedad está relacionado con la existencia previa de creencias, valores y prácticas sociales en las que las metas grupales predominen sobre las individuales (Hofstede, 2001; Matsumoto, 2000; Triandis, 1995). Es a través de la socialización de sus miembros como una sociedad adquiere esas creencias, valores y prácticas sociales. En este sentido, se ha sugerido que la clave para entender el grado en que una sociedad es más colectivista o más individualista está en su organización social. Así, en general, las sociedades agrícolas han tendido a ser colectivista y las industriales individualistas (Berry, Segall y Kagitçcibasi, 1997; Durkheim, 1984/1893; Sampson, 2000; Vandello y Cohen, 1999; para una revisión véase Oyserman, Coon y Kemmelmeier, 2002). Pues bien, la experiencia colectivista en la España de los años treinta mostró cómo la ideología política, una variable tan olvidada en psicología social, explica en gran medida la dimensión individualismo/colectivismo, más allá de la influencia ejercida por el hecho de que la sociedad sea agrícola o sea industrial. Así, en las sociedades industriales la ideología de los dueños de las empresas y de sus directivos suele ser individualista mientras que la de los obreros y los sindicalistas suele ser más colectivista. No es raro, entonces, que fuese la ideología colectivista de buena parte de los obreros y jornaleros y pequeños campesinos en general, y la de los libertarios en particular, la que hizo posible la experiencia de autogestión obrera más interesante de la historia moderna.

Además, no olvidemos que el ser humano es ante todo un ser intrínsecamente cooperativo (Kropotkin, 1902/1988; Ovejero, 2005a), de tal modo que es precisamente su tendencia a la cooperación y a la ayuda mutua lo que mejor explica su supervivencia y su dominio sobre las demás especies animales. Sin embargo, primero el Estado y después más aún el capitalismo, intentaron con éxito reducir estas tendencias cooperativas y de apoyo mutuo. No obstante, aún es posible construir una sociedad más cooperativa y más solidaria, tanto desde la escuela, a través de la implementación del aprendizaje cooperativo (Aronson, 1978; Johnson y Johnson, 1975; Ovejero, 1990, 2004, 2007; Slavin, 1983), como desde las empresas, a través del fomento de las cooperativas (Romero, 1999).Y para ello nos podría ser de gran ayuda el recuerdo y el análisis de las colectividades libertarias que tuvieron lugar en España en los años treinta, una experiencia asombrosamente desconocida, a pesar de que se trata de un caso realmente único de autogestión obrera en la historia moderna.

Se puede decir, pues, como señala Heiner Koechlin (1984, p. 46, traducción propia), que “en España se hizo realidad por primera vez a gran escala y con muchas variantes una autoadministración económica que recibió el nombre de colectividades y que hoy denominaríamos autogestión”. Cientos de pueblos y cientos de miles de personas vivieron una experiencia de colectivización de gran calado. De hecho, Franz Mintz (1969/1977) lo cifra en cerca de dos millones (758.000 en las campesinas y 1.080.000 en las industriales). Y es que, como escribe Dolors Marin (2010, p. 288): “Por primera vez en la historia, los anarquistas no se limitaban a hacer funcionar un taller o una fábrica, sino que ponían en pie a todo un país”, con el objetivo de construir una organización social radicalmente nueva y solidaria, basada en la educación colectiva y en el cambio de mentalidad (véase Ovejero, 2005b),

Todo ello habla de la importancia que este tema debería tener para los psicólogos sociales, en línea con los dos objetivos que defendí en un artículo anterior (Ovejero, 2010): Primero, que tener una ideología colectivista, como era el caso de los anarquistas españoles de los años treinta, puede facilitar a los grupos humanos implicarse en acciones colectivas, incluso en países individualistas; y segundo, que dado que la necesidad de pertenencia es tal vez la más importantes necesidad psicosocial del ser humano (Baumeister y Leary, 1995), ser miembro de un grupo colectivista incrementa el logro de los objetivos del grupo así como, lo que es aún más importante, su satisfacción de pertenecer a ese grupo. Se sabe en psicología social que la exclusión y el rechazo sociales le acarrean al individuo problemas tanto físicos (enfermedades), como psicológicos (sentimientos de impotencia, depresión e incluso tendencias suicidas) e interpersonales (conducta agresiva y violencia) (Leary, Twenge y Quinlivan, 2006; Twenge, Catanese y Baumeister, 2003; Williams, 2007). Así, pues, aunque las relaciones entre anarquismo y psicología han sido casi siempre muy escasas, por no decir nulas (Ovejero, 2016), sin embargo, el fenómeno de las colectividades muestra claramente cuán útil y fértil podría ser una mayor colaboración entre ambos.

2 Las colectividades españolas: un fenómeno poco conocido

La indiscutible hegemonía actual del neoliberalismo está haciendo que su ideología individualista y competitiva esté siendo internalizada por cada vez más personas con lo que están construyendo el sujeto neoliberal (Laval y Dardot, 2013; Lazzarato, 2013; Ovejero, 2014) que sostiene esa hegemonía. Y no olvidemos, como señala Paul Virilio (2012, p. 50), que “la importancia de una ideología no se mide sólo por las respuestas que es capaz de dar, sino también por las preguntas que impiden que se hagan”. Y en esta sociedad neoliberal, argumenta Eduardo Crespo (2015, p. 8):

Términos como empleabilidad, activación, flexiseguridad o emprendimiento son todos ellos dirigidos a una interpelación moral a un valor (la autonomía personal, la realización de los propios valores, la independencia y la libertad) que son presentados como desarrollos de un sujeto identitario radicalmente individual, cuyos rasgos definitorios son psicológicos (motivación, actitud, autorrealización), entendidos en un sentido asocial. Este debilitamiento de lo social viene caracterizado por la construcción de un sujeto identitario que hemos caracterizado como autocontenido, es decir, un sujeto para el que las variables fundamentales que explican su situación y su posibilidad de cambio son variables exclusivamente psicológicas e individuales.

Ello tiene dos principales consecuencias para el objetivo de este artículo: primera, dado que tendemos a no prestar atención e incluso a olvidar lo que no coincide con nuestra ideología, no es extraño que se le preste tan poca atención a un fenómeno que contradice esencial y frontalmente al actual neoliberalismo (aunque, como veremos, no es esa la única razón de tal desconocimiento); y segunda, se agranda la necesidad de recordar insistentemente el fenómeno colectivizador como vía para luchar contra los terribles efectos que está teniendo el neoliberalismo (Ovejero, 2014). Por ello, insistir en la memoria y el recuerdo de las colectivizaciones es algo intrínsecamente subversivo hoy día, pues constituye un eficaz instrumento contra el neoliberalismo por la simple razón de que muestra que las cosas sí se pueden hacer de otra manera y que otro mundo es posible (véase Ovejero, 2017).

Además, ha existido y sigue existiendo un boicot tanto internacional como nacional a ese recuerdo: sigue habiendo un interés generalizado en que no se sepa ni que existieron. Por ejemplo, el importante libro de Noam Chomsky (1969), American Power and the News Mandarins, fue traducido y editado ese mismo año por la Editorial Ariel, pero sin el capítulo en que se resalta la obra constructiva de la CNT-FAI. Walter Bernecker (1992) deja muy clara la existencia de este boicot, lo que es más sorprendente aún si tenemos en cuenta que las colectivizaciones fueron el fenómeno más interesante y más novedoso de la guerra civil, constituyendo, como ya he dicho, el movimiento de autogestión obrera más importante de los últimos siglos. Ya en 1939, Karl Korsch (1975) denunciaba esa conspiración del silencio contra el proceso colectivizador. Y es que, desde el primer momento, tanto el PCE como la propia URSS y el Komitern hicieron todo lo posible por silenciarle y por tergiversar su significado e incluso por eliminar por todos los medios su recuerdo. Si a ello le unimos el interés explícito para silenciar este fenómeno tanto del franquismo como del propio Partido Socialista, cuando estuvo en el poder, no fuera a saberse que muchas de esas colectividades fueron construidas por militantes socialistas, y añadimos también el “pacto de silencio” en que se basó la transición, entonces podemos entender el gran desconocimiento existente sobre este fenómeno: la revolución social y las colectividades desaparecieron por completo de las conversaciones, de los libros de historia y especialmente de los textos escolares y, por tanto, desaparecieron también de la memoria colectiva de los españoles. De ahí que en España desconozcan este fenómeno incluso los licenciados e incluso doctores en materias muy relacionadas con él como los psicólogos sociales y de las organizaciones, los economistas o los licenciados en ciencias del trabajo. Pero el problema no es sólo que los psicólogos españoles ni estudian este fenómeno ni, hablando en general, lo conocen, es que eso mismo podemos decir de los licenciados en económicas, en ciencias empresariales o en ciencias del trabajo. Más aún, es que Xavier Díez denuncia que en nuestro país es frecuente licenciarse y hasta doctorarse incluso en historia “sin apenas haber escuchado más allá de dos o tres vagas referencias sobre la Revolución del 19 de Julio, las colectividades o incluso el anarquismo” (2012, p. 9).

Pero la recuperación de la memoria histórica es algo esencial, tanto para forjar una identidad nacional integradora y no excluyente de nadie, como para construir una democracia plena. Si es cierto que quien olvida su historia está condenado a repetirla, también lo es que quien no conoce las gestas históricas que hicieron sus antepasados no está en condiciones de aprender de ellas. Porque sin duda fue una gesta lo que unos cuantos cientos de miles de españoles y españolas hicieron en los años treinta en unas condiciones históricas muy particulares. Y conocer y recordar esa gesta sería enormemente útil para contribuir a resolver muchos de los problemas económicos y laborales que conlleva la actual gestión neoliberal de la globalización. Tal vez por ello, por su gran potencialidad revolucionaria, democrática e igualitaria, sigue habiendo tanto interés en que siga siendo totalmente desconocida. Por ejemplo, el Diccionario Enciclopédico de Salvat ni menciona siquiera las colectividades libertarias, pero sí menciona el Decreto de Colectividades, para decir que su objetivo fue regular las colectivizaciones. Y el Gran Diccionario Enciclopédico Durván habla de Colectivismo, pero lo relaciona exclusivamente con comunismo y socialismo, y cita a Carlos Marx e incluso a Theodore Roosvelt, pero no dice ni una palabra ni de anarquismo ni de las colectividades de los años 30 en España (evidentemente, Wikipedia constituye la excepción). Tal desconocimiento es explicado muy bien por Walter Bernecker cuando dice (1996, p. 507) que:

Varios motivos explican por qué esta revolución ha sido, en gran medida, terra incognita para la ciencia histórica y la consideración pública. Durante la guerra funcionó una política de silenciamiento auspiciada por los comunistas, que impedía el conocimiento del experimento de revolución social mediante la aplicación de estrictas medidas de censura a los periodistas extranjeros.

Así, Hugh Thomas (1976) dedica a la revolución social sólo unas páginas dispersas; Gabriel Jackson (1963/1987), que ha escrito uno de los mejores libros sobre la guerra civil, no le dedica ni una sola línea. No es raro, pues, que Noam Chomsky (2005) criticara en 1967 a Jackson en una recensión que se hizo famosa, en la que le acusaba —así como a todos los intelectuales liberales— nada menos que de incapacidad para la objetividad.

En todo caso, la mayor parte de las no muchas veces que se ha hablado de las colectivizaciones, identificándolas siempre con el anarquismo y la CNT y ocultando sistemáticamente el protagonismo que en ellas tuvieron también los socialistas de la UGT, ha sido para vituperarlas, vituperios que se han centrado sobre todo en estos aspectos: que no fueron espontáneas, que no fueron voluntarias y que supusieron un fracaso rotundo a nivel económico. Veamos estos temas, pero antes digamos en qué consistieron realmente.

3 En qué consistieron las colectivizaciones? Organización y funcionamiento interno

Allí donde fracasó el golpe de Estado los trabajadores, tanto en la industria como en los servicios y en el campo, comenzaron a colectivizar las fábricas, los servicios y las tierras. Para los anarquistas la colectivización era mucho más que trabajar la tierra en común: representaba una transformación radical y revolucionaria de la estructura social y de la vida colectiva. Como señala Marciano Cárdaba (2001, p. 187):

Para las concepciones ideológicas de los anarcosindicalistas, una colectividad era el grupo de trabajadores que, agrupados libremente y por afinidad, constituían la unidad básica de un nuevo sistema de organización social: el colectivismo. Este sistema, basado en la propiedad colectiva —que no estatal— y en la federación económica, era el único que según sus concepciones, podía lograr, por un lado, la emancipación de los trabajadores, y por otro, y al mismo tiempo, un sistema social justo basado en la libertad individual y colectiva.

Por ello, porque lo que querían los libertarios era construir una sociedad diferente y mejor, las colectividades se organizaron internamente de una forma muy distinta a como estaba organizada la sociedad. Como puntualiza Julián Casanova (2007, p. 35), la historia de las colectividades de la España de los años 1936-1938 estuvo íntimamente ligada “a los intentos comunes de miles de campesinos —y, por supuesto, obreros industriales— de encontrar fórmulas para combatir la explotación y opresión del sistema capitalista” y aunque hubo muchísimas similitudes entre unas colectividades y otras, se implantaran en la región que se implantaran, sin embargo sí pueden observarse algunas diferencias, en función sobre todo de la mayor o menor hegemonía que en ellas tuvieran los anarquistas. Veamos algunas de estas diferencias (Sánchez Jiménez, 1975, pp. 69-70):

a) Colectividades de C.N.T. Los datos recogidos en reglamentos u órdenes de régimen interno nos dicen que, al menos como tendencia, las colectividades libertarias tuvieron una obsesionante preocupación por crear una organización solidaria y que no fuera impuesta desde arriba sino construida desde abajo: se trataba de comunas cooperativas libres y solidarias.

b) Colectividades de UGT-FNTT. A pesar de la que UGT se opuso a la colectivización, sobre todo allí donde más influida estaba por los comunistas, sin embargo, en muchos pueblos, tras el 18 de julio y de forma espontánea, los campesinos ugetistas comenzaron a ocupar tierras para explotarlas colectivamente. Pero a medida que más influyó en ellas la cúpula del sindicato más fueron predominando el cooperativismo sobre el colectivismo (Bosch, 1983, p. 248).

c) Colectividades mixtas CNT-UGT. Muchas colectividades fueron mixtas tanto en su composición como en su organización interna, aunque con el predominio de algunas de las características propias de las colectividades libertarias, a pesar de que el reparto de cargos directivos se hizo por mitades exactas, independientemente del número de afiliados de cada central sindical (Sánchez Jiménez, 1975, p. 70).

En todo caso, el principio fundamental que distingue a las colectividades libertarias de otras formas de control obrero es la “forma de propiedad”: la fábrica o las tierras pertenecen a los propios colectivistas, mientras que en las otras (por ejemplo, en la Rusia soviética) es el Estado el propietario y, por tanto, el nuevo patrón. En la colectividad libertaria, en definitiva, lo que se niega es el Estado.

Por otra parte, aunque las raíces teóricas de la colectivización libertaria son diversas (la escuela racionalista, los escritos de Gaston Leval, etc.), fue especialmente influyente el Congreso Nacional que apenas dos meses antes de iniciarse la rebelión militar había celebrado la CNT en Zaragoza, donde, entre otras cosas, se aprobó la propuesta de Isaac Puente para la implantación de la colectivización libertaria, de forma que fueron básicamente las ideas de Puente las que se siguieron. Poco antes, en 1935, Isaac Puente había expuesto su propuesta en un librito en el que, entre otras cosas, decía en cuanto a las colectividades campesinas:

No existirá, por lo tanto, la propiedad particular más que en usufructo de aquello que cada cual necesita, como la vivienda, los vestidos, los muebles, las herramientas de oficio, la parcela de huerta que se le deje a cada vecino y el ganado menor o las aves de corral que quiera tener para su consumo y distracción. Todo lo que exceda de las necesidades podrá ser recogido en cualquier tiempo por el Municipio, previo acuerdo en Asamblea, pues todo lo que acumulamos sin necesitarlo, no nos pertenece, ya que lo sustraemos a los demás. La Naturaleza nos da un título de propiedad sobre lo que necesitamos, pero lo que excede a nuestra necesidad no podemos apropiárnoslo sin cometer un despojo, sin usurparlo a la propiedad colectiva. (Puente, 1935/1975, p. 21)

En cuanto a la organización de la economía, el elemento central sería el Municipio (o Colectividad) y será de él del que parta la posterior organización federal de municipios (o, en su caso, de colectividades).

El Municipio libre estará federado con los de otras localidades y con las Federaciones de industria nacionales. Cada localidad ofrecerá al intercambio sus productos sobrantes para pedir a cambio los que necesite. Contribuirá con prestación personal a las obras de interés general, como ferrocarriles, carreteras, pantanos, saltos de agua, repoblación forestal, etc. (Puente, 1935/1975, p. 22)

Y añadía Samuel Puente (p. 22) que, en caso de dificultades o problemas “no debe nunca decidir la voluntad de un individuo, aunque sea elegido para ello por los demás, sino el acuerdo de todos”.

Más en concreto, frente a las tesis puramente colectivistas, los cenetistas quisieron poner en práctica la conocida máxima libertaria: De cada uno según sus facultades; a cada uno según sus necesidades, lo que constituirá la adopción definitiva del comunismo libertario y la base de las colectividades libertarias que durante más dos años funcionaron en gran parte de la España republicana entre 1936 y 1938. “El esquema de colectivización anarquista, conocido como comunismo libertario, asignaba el trabajo de acuerdo a la aptitud de los miembros de la comunidad y la distribución de bienes y riqueza según las necesidades de cada uno” (Casanova, 2007, pp. 128-129). Esta era realmente la línea general del funcionamiento de las colectivizaciones. Ahora bien, añade Julián Casanova (p. 129), “todo ello debía realizarse, y eso identificaba precisamente al ideal libertario frente a otros programas colectivistas, de forma espontánea y sin coerción” (las cursivas son mías).

Aunque se dieron numerosas colectivizaciones también en la industria y en los servicios (por ejemplo, Barcelona estuvieron casi completamente colectivizadas, al menos durante el verano de 1936, las fábricas, las peluquerías, los cines, los teatros y hasta los hoteles, restaurantes y bares), sin duda fueron las campesinas las más importantes, por su número, por la gran importancia de la agricultura en la economía española de entonces y porque en ellas la colectivización afectó a la vida cotidiana en su totalidad: en los pueblos colectivizados se vivió durante unos meses, en alguna hasta dos años y más, una vida en común, libertaria y solidaria.

También deberíamos preguntarnos qué tierras se colectivizaron. Fueron colectivizadas estos cuatro tipos de tierras: 1) las comunales; 2) las incautadas (a causa de la desaparición —por huida, encarcelamiento o muerte— de los propietarios, generalmente ricos y grandes terratenientes); 3) la de los medianos propietarios campesinos que no podían cultivar ellos mismos; y 4) las aportadas por los campesinos que ingresaban en la colectividad.

Ahora bien, ¿cómo se regía la vida cotidiana en una colectividad y cómo se gestionaban los inevitables conflictos? La respuesta es clara: a través de los estatutos que, democráticamente, se daba a sí misma cada colectividad, siendo la asamblea la que tomaba las decisiones importantes. Lo primero que se hacía, una vez iniciada la colectivización, era tomar las primeras decisiones en asamblea: elegir un órgano de coordinación y dirección, una comisión administrativa, un consejo municipal o económico, los comités de trabajo, un comité de milicias, etc., cuyas competencias eran, al menos inicialmente, mayores de las que podemos suponer, dado el vacío de poder existentes y la urgente necesidad de reconstruir la economía y la vida cotidiana de los municipios, y hacerlo desde parámetros diferentes a los existentes antes de la revolución. Pero siempre era la asamblea la que ejercía el control sobre todos esos cargos y la que, en última instancia, tomaba las decisiones más importantes.

Desde el punto de vista laboral, es interesante recordar algo muy relevante para la psicología del trabajo, que las grandes fincas expropiadas y las pequeñas parcelas reunidas voluntariamente se cosechaban por grupos (Bernecker, 1996, pp. 486-487). Estos grupos de trabajo se componían de entre cinco y diez trabajadores y constituían la unidad más pequeña en el colectivismo campesino. Diaria o semanalmente se formaban de nuevo y se les asignaba nuevas zonas de trabajo, para evitar el que unos salieran beneficiados y otros perjudicados. Además, siempre se le daba a cada colectivista una parcela para su cultivo individual de la que era el usufructuario. Lo que sí era de propiedad privada eran las pertenencias personales (ropa, muebles o anímales de corral). Y lo que es más importante, cada colectividad tenía sus propios “estatutos”, que normalmente se habían discutido y aprobado en alguna de las primeras asambleas plenarias y que sólo la asamblea podía modificar.

Los estatutos regulaban casi todos los asuntos políticos y económicos importantes de una colectividad y eran elaborados por ella misma; variaban en cuanto a la amplitud de sus estipulaciones, los puntos principales de sus líneas maestras o el carácter vinculante de sus prescripciones [...] los estatutos conferían importancia a la igualdad de derechos y obligaciones de los colectivistas, pero subrayaban particularmente los derechos del individuo y de las asambleas plenarias ‘soberanas’, a las que se reservaba la última decisión en todas las cuestiones esenciales, frente a las comisiones designadas. (Bernecker, 1996, p. 541)

Era en la asamblea, pues, donde se discutían y votaban todas las cuestiones que incidían en el futuro de la colectividad.

La democracia directa y la convicción de los colectivistas de que, mediante ella, habían cogido sus destinos en sus propias manos y podían decidir libremente acerca de éstos era lo que despertaba el entusiasmo incluso en los observadores escépticos, y lo que después de la guerra fue considerado por los protagonistas de aquellos acontecimientos revolucionarios como un paso hacia la abolición de la alienación humana. (Bernecker, 1996, pp. 542-543)

Al contrario que la soviética, la colectivización libertaria, pues, constituía una democracia directa, que conjuntaba libertad, cooperación y solidaridad.

Veamos un caso concreto, como botón de muestra, la colectividad modélica de Graus (Huesca), pueblo de 700 habitantes de los que 530 pertenecían a la colectividad. El periodista socialista Alardo Prats, que, en mayo de 1937, visitó esta colectividad, cuenta lo que vio:

Todos trabajan y comen, y todos, por igual, tienen sus necesidades cubiertas. (Todo ha sido colectivizado): Ferretería de la Colectividad, Despacho de comestibles de la Colectividad, Fonda de la Colectividad, Herrería de la Colectividad, Molino de la Colectividad. Todas las expresiones materiales, morales y económicas del pueblo están aglutinadas en el todo de la Colectividad. El trabajo está dividido. Cada gremio, en asamblea, lo marca a cada colectivista. Se pensará que estas Asambleas de gremio son un vivero de discusiones. Se habla muy poco. Porque cada uno sabe su obligación y no la rehúye. Los hombres mayores de sesenta años están eximidos de la obligación del trabajo […] Entonces, los viejos, en asamblea, acordaron trabajar. Era necesario trabajar para no ser una carga onerosa para los demás colectivistas y para contribuir a levantar al pueblo de su postración, al objeto de situarse a la cabeza de la producción entre los demás pueblos de los alrededores […]

Cuando un colectivista decide casarse, se le da una semana de vacación con los haberes corrientes, se le busca casa —las viviendas también están colectivizadas— y se le facilitan muebles por medio de la correspondiente cooperativa, cuyo valor amortiza con el tiempo y sin ningún agobio. [ ...] Los niños son objeto de especialísimo cuidado y de la atención permanente de la Colectividad. No trabajan hasta los catorce años, por ninguna razón ni excusa. Ha terminado la explotación del niño por los propios familiares, obligados en otro tiempo, las más de las veces, por la miseria de los hogares donde nacieran, a abandonar las tareas escolares antes de tiempo. Las madres y, sobre todo, las mujeres en trance de ser madres, son objeto asimismo de especial trato, sobre todo en el periodo de la lactancia. Están relevadas de todo trabajo.

Las jóvenes todas trabajan en los talleres en donde cosen y confeccionan prendas para los combatientes, en los campos, o en las oficinas. Graus toda es una colmena de gentes laboriosas y abnegadas, regida por los toques de sirena, que marca las horas de trabajo y de descanso a todos los vecinos […] Todo está perfectamente organizado. Cada rama de la producción tiene su fichero con los datos exactos de su desarrollo y de sus posibilidades al día, a la hora. [...] Esta organización ha facilitado todas las mejoras realizadas por la Colectividad: junto al pueblo se ha levantado una granja modelo para el ganado de cerda, que alberga cerca de unos dos mil animales de distintas edades y razas [...] Cuando llegue el invierno cada vecino de Graus tendrá un cerdo, como una de las bases de su subsistencia.

La granja está montada con arreglo a las exigencias de las más modernas instalaciones. Los animales tienen duchas y todos los cuidados que el tratamiento científico del ganado requiere. Pregunté a los compañeros que están al cuidado de la granja y a los que la han montado, de dónde tomaron el modelo. Me afirmaron, sin darle gran importancia, que al iniciarse esta obra, estudiaron y discutieron detenidamente distintos modelos y que optaron por fin por un modelo norteamericano, igual al de las granjas porcinas de Chicago. En otro punto de las afueras de la población ha sido levantada otra granja avícola, dechado de organización y laboratorio de experiencias muy satisfactorias [...] Las más varias especies de aves domésticas se agitan en los departamentos de la granja. Cerca de diez mil ejemplares piensan tener un pleno rendimiento para el próximo otoño. Ahora albergan los pabellones de la granja seis mil. Todo es nuevo y magnífico. Todo ha sido instalado con arreglo a las exigencias más agudas de la técnica y de la experiencia de esta técnica […]

Graus atiende, en gran parte, las necesidades de una colonia de niños refugiados, con sus maestros, instalada en un gran palacio con dilatado jardín cercano a la población. Mima y atiende a cerca de cien niños y niñas, procedentes de las zonas de guerra de Madrid, del Bajo Aragón y de otros lugares cercanos a las líneas facciosas. Mantiene a más de cincuenta refugiados. (Tomado de Peirats, 1978, Vol. I, pp. 287-289).

Además, esta colectividad contaba con varias escuelas y una biblioteca con las obras más modernas sobre los temas más diversos de las disciplinas intelectuales, así como con una imprenta y una librería. Se creó también una Escuela de artes y oficios, en donde cursaban estudios más de sesenta jóvenes de la localidad. En el mismo edificio de la Escuela de bellas artes y oficios ha sido instalado un museo de obras pictóricas y escultóricas.

Es tan cierto que las colectividades libertarias constituyen lo más novedoso, importante y creativo de la guerra civil que hasta un comunista de larga trayectoria como Fernando Claudín (1974) lo reconoce. Se han dado colectividades o comunas en otros lugares y en otros momentos históricos (la Comuna de París, en México entre 1910 y 1917, en Rusia en 1917, en Ucrania con Nestor Makhno, en los kibutzim de Israel, en Argentina recientemente…), pero ninguna de esas experiencias tuvo el alcance y la hondura de la experiencia libertaria que se dio en España.

4 Espontaneidad de la colectivización

Uno de los aspectos de las colectividades que más se han debatido es si fueron espontáneas o no. Todo hace indicar que, en general, sí lo fueron, si entendemos por espontaneidad el que no hubiera ninguna organización, ni siquiera la CNT, que las formara siguiendo un esquema preconcebido (véase Ovejero, 2017). En efecto, el 20 de julio, al comprobar que controlaba casi totalmente la situación, el Comité Regional de la CNT catalana convocó para esa misma tarde un pleno regional. Pero lo que hizo el pleno fue intentar parar a los trabajadores en su espontaneidad y evitar por todos los medios la proclamación del comunismo libertario, pues anteponía el ganar la guerra, contrariamente a lo que una y otra vez proclamarían los comunistas. La colectivización industrial y de servicios en Barcelona fue obra de los propios trabajadores, y lo que hizo la cúpula de la CNT catalana fue frenar cuanto pudo el proceso (véase Mintz, 2006, p. 80 y ss.), dado que su interés primordial era ganar la guerra, como si la propia colectivización no fuera un arma poderosa precisamente para motivar a los trabajadores y ganar la guerra. Sin embargo, incluso los primeros comunicados de la FAI y de la CNT de los días 26 y 28 de julio se limitaban a hacer un llamamiento a la lucha contra el fascismo y a reanudar del trabajo, cuando ya los trabajadores habían empezado a incautarse de las empresas desde el día 21.

El movimiento empezó en los servicios públicos. Ese mismo día los ferroviarios catalanes colectivizaron los ferrocarriles. El 25 se colectivizaron los transportes urbanos, el 26 la electricidad y así sucesivamente. Como escribe Jorge Semprún-Maura (1974/1978, pp. 60-61):

Hasta los primeros días de agosto, la CNT no se encargó de modo oficial y organizado de canalizar las colectivizaciones. Su primera reacción oficial fue restrictiva: los dirigentes de la CNT intervinieron para que no fuesen colectivizadas las empresas extranjeras, como lo exigían a gritos los consulados. En un gran movimiento de entusiasmo, los trabajadores, prescindiendo de cualquier tipo de ‘tutor’, se lanzaron a colectivizar las industrias, los transportes públicos, los servicios públicos, comercios e incluso salas e industrias del espectáculo, cafés, hoteles, peluquerías, etc.

También Antoni Castells Durán (2006) defiende que las colectivizaciones, en concreto en Cataluña y más particularmente en Barcelona, fueron espontáneas. Lo mismo dice Julián Casanova cuando escribe que “los dirigentes sindicales no asumieron una posición contundente y homogénea a favor del colectivismo” (2007, p. 36). Y es que, como afirma Bernecker (1996, p. 487):

En las semanas posteriores al 19 de julio de 1936 la formación de colectividades agrarias y de comités revolucionarios fue un fenómeno de masas. Era un ‘movimiento espontáneo’ en la medida en que, independientemente unos de otros, sin preparación teórica ni dirección práctica, en toda la zona republicana comenzaron a surgir colectividades y comités en respuesta a las necesidades prácticas del momento revolucionario, una vez que los propietarios rurales habían huido o habían sido asesinados. Por tanto, frente a la idea, compartida sobre todo por los comunistas, de que la colectivización de la tierra fue impuesta por la fuerza, existe una cierta unanimidad entre los expertos en este campo en el carácter fundamentalmente espontáneo de los inicios de la revolución social allí donde fracasó el golpe de Estado así como de la formación de las colectivizaciones, sobre todo en el campo (Aragón, Levante, Centro, etc.), pero también en la industria, principalmente en Cataluña.

En definitiva, concluye Javier Paniagua (2008, p. 264), “no hubo nunca una planificación sobre cómo llevar a cabo esa revolución”. Por consiguiente, si, como dice Cárdaba (2001, p. 203), “por espontáneo entendemos todo aquello que surge de un impulso interior […], la espontaneidad colectivista agraria ha sido constatada por la mayoría de los estudiosos de este movimiento durante la revolución y la guerra civil española”. En líneas generales podemos decir que las colectividades anarquistas fueron espontáneas, especialmente las industriales y las de servicios, de forma que puede escribir Víctor Alba (2001, p. 58) que “hay que insistir en el carácter espontáneo de las colectivizaciones, que reflejaba, como ya dije, una larga tradición de educación obrera y de aspiraciones colectivas, pero que no respondía a ninguna consigna concreta ni a ningún programa de organización”.

5 Carácter voluntario o forzoso: la cuestión de la libertad en una sociedad anarquista

Se ha acusado repetidamente a los anarquistas de haber impuesto con las armas la colectivización a los campesinos, particularmente en Aragón, y que, por tanto, la entrada en las colectividades era forzada. No es cierto. Sí hubo algún grado de violencia, como no podía ser de otro modo, dada la feroz violencia ejercida por los golpistas, pero no mucha, y en todo caso no fue para forzar a nadie a entrar en la colectividad. Incluso un historiador que defiende la tesis de que las colectividades aragonesas no estuvieron exentas de violencia afirma: “No todos querían derramar sangre y hubo abundantes voces que se alzaron desde el principio contra la matanza, algo muy raro entre los cruzados del otro bando” (Casanova, 2007, p. 232). Y la revolución libertaria no fue violenta porque, desde el primer momento, los anarquistas renunciaron a hacer lo que habían hecho los rusos en su revolución: imponer su dictadura. Los anarquistas españoles, dado su esencial antiautoritarismo, no quisieron tomar el poder. Aunque Barcelona era suya, prefirieron compartir el poder con los demás grupos sindicales y políticos, como es bien conocido.

En suma, las colectividades no sólo fueron espontáneas, sino que la participación en ellas fue voluntaria (Guerin, 1965/1978), a pesar de que a menudo se ha dicho que se obligó a los campesinos a entrar. Es cierto que esto ocurrió en alguna parte, pero en la mayoría de los lugares, no. Ciertamente, hubo casos en que hombres de la CNT expusieron a una asamblea de campesinos, con la pistola encima de la mesa, la necesidad de colectivizar. En esos casos, todo el pueblo se hacía de la colectividad, algunos por miedo. Pero más tarde, se les dio a todos la posibilidad de salir de la colectividad, garantizándoles que nada les ocurriría: en muy pocos pueblos se marcharon muchos; en algunos, pocos; en la mayoría, algunos. Y nada les pasó, porque eran libres de hacerlo. Entonces, las colectividades quedaron constituidas sólo por voluntarios, por familias que querían de veras vivir en colectividad. Y quienes se salían de las colectividades, los “individualistas”, pudieron vivir tranquilos cultivando sus tierras, aunque sí se les impidió tener más tierra de la que pudieran cultivar ellos mismos, ya que estaba terminantemente prohibido tener obreros a sueldo: lo que sí se había prohibido era la explotación de las personas.

Podemos esgrimir al menos tres hechos como demostración de que las colectividades no fueron forzadas: en primer lugar, el mencionado caso de los “individualistas” que pudieron vivir fuera de la colectividad sin ningún problema; en segundo lugar, el hecho de que el Gobierno catalán, después de las jornadas de mayo de 1937, cuando la CNT había perdido en Cataluña gran parte de su poder, publicase un Decreto reconociéndolas y estableciendo unas normas que grosso modo eran las que regían su actividad desde hacía más de un año (Semprún-Maura, 1974/1978), y en tercer lugar, la reconstrucción de los colectividades por los propios colectivistas a medida que se alejaron las tropas comunistas que las habían destruido, cosa que no hubiera ocurrido si hubieran pertenecido a la fuerza en la colectividad. Con respecto al primer punto, como arguye Heleno Saña (2010, p. 125):

El simple hecho de que la implantación de la gestión colectiva no incluyera a todos los sectores de la producción industrial y agraria, habla en contra de la tesis de la violencia y la coacción como medio para la colectivización, tesis tan gustosamente propagada por los enemigos de la revolución. Esto es aplicable también y sobre todo a Aragón.

En efecto, el hecho de que en Aragón fuese raro el pueblo que estuviera totalmente colectivizado parece demostrar que allí, precisamente donde dominaban militarmente las milicias anarquistas, no se utilizó la violencia. Lo que ocurrió, por el contrario, es que la gran mayoría de la población campesina entró voluntariamente en las colectividades y, por ello, no hizo falta la fuerza. Los individualistas fueron muchos más en las colectividades catalanas, y la CNT aceptó esta realidad: preferían ser consecuentes con su ideología libertaria y con su idea de que la revolución debía hacerse de abajo hacia arriba, con la persuasión y con la educación, y no de arriba hacia abajo, con la fuerza. Esperaban que el ejemplo de la revolución y sus indiscutibles ventajas convencieran a los campesinos reacios. El campesino que quiso entró en la colectividad y el que no quiso no entró: ni se le forzó ni se le trató luego mal. Por el contrario, las relaciones entre los colectivistas y los individualistas transcurrieron casi siempre sin conflictos. Y no se trata sólo, puntualiza Saña (2010), de que los campesinos autónomos disfrutaban a menudo de las instalaciones y servicios de la colectividad, sino que además podían hablar de sus propios intereses en las asambleas de la misma. De hecho, alguien que asistió a muchas de aquellas asambleas dice lo siguiente:

Las asambleas eran públicas, abiertas a todos los habitantes; las objeciones, las proposiciones, eran debatidas ante todos, pudiendo cada cual, lo mismo que en las asambleas sindicales, tomar parte en los debates, criticar, proponer, votar en pro o en contra. La democracia se extendía a toda la vida social. En la mayoría de los casos, los mismos individualistas, enemigos de las colectividades, podían participar en las deliberaciones. Sólo que no podían votar, puesto que no formaban parte del organismo cuyas actividades se decidían. (Leval, 1972, pág. 239)

En cuanto al segundo aspecto, hay que decir que, si los colectivistas hubieran estado a la fuerza en las colectividades, la Generalitat, que era partidaria de terminar con las colectividades hubiera sacado un decreto que las disolviera. No pudo hacerlo, porque se hubieran rebelado los colectivistas, puesto que estaban voluntariamente y muy a gusto en “sus” colectividades.

En tercer lugar, contra las colectividades sí se ejerció una gran violencia, sobre todo en Aragón donde las tropas comunistas mandadas por Enrique Líster y enviadas por el gobierno las arrasaron, encarcelando a muchos dirigentes anarquistas y matando a algunos, devolviendo muchas tierras a sus propietarios y obligando a los campesinos, por la fuerza de las armas, a renunciar a trabajar colectivamente sus tierras. Sin embargo, incluso en esas circunstancias, la CNT evitó que se respondiera violentamente. Y a medida que se alejaban las tropas comunistas, los colectivistas a menudo reconstruían la colectividad, lo que habla claramente de que su pertenencia a la colectividad no era forzada.

Además, si la entrada en la colectividad fue forzada por la presencia de milicias anarquistas, ¿por qué, a partir de julio o agosto de 1936, surgieron en casi todas las zonas de la España republicana, no habiendo milicias libertarias en la mayoría de ellas? Ello indica, a mi modo de ver, primero, que los colectivistas no eran forzados, segundo que estaban muy satisfechos en ellas, y tercero, que la colectivización del campo fue realmente eficaz.

En conclusión, podemos decir que las colectividades no fueron impuestas por nadie, sino que fueron de carácter voluntario. De hecho, con muy pocas excepciones, la mayoría de los historiadores piensan que se trata de un fenómeno que respondía al sentir mayoritario de los campesinos y que fueron estos quienes le llevaron a cabo. Quien sí ejerció violencia contra las colectividades fue el propio gobierno de la República, negándoles apoyo financiero, legislando en su contra y, sobre todo, ya en 1937, enviando una división del ejército para destruirlas, encarcelando a los líderes anarquistas y obligando a los campesinos a que cada uno cultivara individualmente sus propias tierras.

6 Dificultades a que tuvieron que enfrentarse las colectividades: declive y final de la colectivización

Pronto las colectividades tuvieron que enfrentarse a tantos problemas y dificultades que parece casi imposible que se mantuvieran en buen funcionamiento hasta que las tropas comunistas o franquistas las liquidaran definitivamente. Las principales dificultades fueron las siguientes:

1) La situación de guerra, que a la vez que les quitaba los mejores brazos, que eran enrolados en el ejército, tenían que contribuir, obviamente, al sustento alimenticio (las agrarias) y de otros productos (las industriales) del ejército;

2) Relacionado con esa situación de guerra, en el caso de las colectivizaciones industriales se necesitó una transformación radical de la propia industria: las fábricas de coches tuvieron que hacer tanques, las que producían colorantes pasaron a hacer explosivos, mientras que otras que no tenían nada que ver con el ramo militar pasaron a hacer fusiles, ametralladoras, balas, etc.

3) También a causa de la necesidad de ganar la guerra, la misma CNT intentó por todos los medios que mejorara la producción, instaurándose unas prácticas indiscutiblemente tayloristas, pero con una diferencia sustancial con respecto al taylorismo clásico e histórico: aquí los trabajadores entendían a menudo que tenían que trabajar más y mejor para conseguir una finalidad que ya no era el beneficio del empresario sino ganar la guerra y afianzar el modelo revolucionario de comunismo libertario.

4) Oposición frontal del Gobierno de la Generalitat, del de la República y de los otros grupos políticos, muy especialmente de los comunistas, quienes jamás admiten —y menos aún apoyan— una revolución que no controlen ellos mismos. Casi con toda seguridad podemos decir que las colectivizaciones hubieran podido funcionar con una mayor normalidad si los comunistas no se hubieran opuesto a ellas tan violenta y visceralmente y desde el principio al final y con todas las armas a su disposición.

5) Boicot de materias primas por parte del comercio internacional, así como de repuestos para maquinaria. Como escribe Casanova (2007, p. 70):

Como el conflicto bélico entró muy pronto en una fase en que no sólo se dependía de los efectivos armados propios sino sobre todo de la ayuda militar de países extranjeros, la CNT se quedó aislada y sin posibilidad de competir en ese terreno con el Partido Comunista.

6) Falta de crédito financiero, que era negado tanto por los gobiernos, de la Generalitat y de la República, como por la banca internacional. Así, el IRA no intervino crediticiamente en Aragón hasta después de que las Colectividades fueron disueltas por la fuerza.

7) Abastecimiento de alimentos para los soldados del frente:

La necesidad de abastecer a esas milicias establecidas en un amplio frente obligaba a controlar la producción y el consumo a través de vías distintas a las acostumbradas. Ese abastecimiento agobió la débil economía de muchas colectividades agrarias y acerca de ello aparecen numerosas quejas en la documentación localizada. Incluso los que profesaban una fe inquebrantable en la colectivización como medio de abolir la desigualdad social tuvieron que someterse a esa dura realidad. (Casanova, 2007, p. 128)

8) Tradición secular campesina:

La experiencia colectivista se vio enormemente limitada por las características de la tradicional estructura social y económica del campo aragonés: una economía profundamente basada en el modo de producción familiar, en pequeñas comunidades con una baja densidad de población y con una notable independencia respecto de los restantes productores y del mercado. De ahí que las dificultades de coordinación entre las colectividades no procedieran sólo de la lógica desorganización inicial o de la ausencia de una dirección eficaz, sino sobre todo de la imposibilidad de construir, en un espacio de tiempo tan breve, una organización estable de las relaciones sociales que sustituyera a esa fragmentación de la sociedad rural. No era en definitiva un asunto que dependiera de la voluntad o buena organización del sindicalismo socialista o libertario. (Casanova, 2007, p. 141)

En definitiva, los anarquistas ya tenían perdida la guerra desde el principio, hicieran lo que hicieran, y a mi juicio, las colectivizaciones no se hubieran mantenido después de la guerra, hubiera sido cual hubiera sido el desenlace de esta. En todo caso, no fue la revolución social, no fueron las colectivizaciones, las que impidieron la victoria en la guerra, como tanto repiten, tan machacona como falsamente, los comunistas, sino la intervención de Italia y sobre todo de Alemania a favor de los militares golpistas, y la no intervención absoluta de las democracias europeas (cuando no intervenían a escondidas, pero de forma muy eficaz, a favor de los golpistas, como hizo Inglaterra y en cierta medida también Estados Unidos).

Pero el declive del anarquismo en España, y con él, el de las colectividades, comenzó en el momento en que, por responsabilidad ante el objetivo de ganar la guerra y por un aumento de las tendencias burocráticas, los altos dirigentes de la CNT fueron cediendo en muchos terrenos y fueron también distanciándose cada vez más de las bases libertarias: cedió en julio de 1936 ante Lluis Companys y la Generalitat compartiendo con las demás fuerzas políticas el poder absoluto que habían conseguido; luego cedió en la aceptación del Decreto de Colectividades por el que la Generalitat comenzaba a controlar el movimiento colectivizador; después cedió en las jornadas de mayo de 1937, pidiendo a los libertarios que depusieran las armas y prácticamente que se rindieran; cedió en la militarización de las milicias; cedió cuando aceptó la disolución del Consejo de Aragón…

En suma, las colectividades tuvieron que enfrentarse a múltiples dificultades, algunas de ellas verdaderamente ingentes, entre las que la más seria fue la oposición frontal del gobierno de la República, especialmente por parte de los comunistas, y del de la Generalitat, que hicieron todo lo posible por debilitarlas y controlarlas, primero, y por perseguirlas militarmente después, antes de que las tropas fascistas terminaran definitivamente con ellas.

7 Eficacia de las colectivizaciones agrarias: balance general

A pesar de las dificultades tan serias a que tuvieron que enfrentarse las colectividades, su eficacia fue, a mi modo de ver, indiscutible, aunque algunos, sobre todo los que más las atacaron, sigan negándoles completamente esa eficacia, pero con argumentos más que endebles cuando no abiertamente sesgados e interesados.

Recordemos, para empezar, que los militares se rebelaron contra la República a mediados de julio, cuando la mayoría de la cosecha de cereales, producto mayoritario en el campo español, estaba aún sin recolectar (excepto en el Sur), por lo que la colectivización significó, ya de entrada, una recolección eficaz y de gran utilidad en aquellos momentos. Recordemos también que la mayoría de los pueblos colectivizados, excepto en Levante, eran casi exclusivamente agrícolas y muy pobres, con un terrero poco fértil: casi todo secano, con mucho monte, donde se daba, y poco, cereal, aceite, algo de viñedo, y poco más. Y recordemos, finalmente, que, en casi toda la España rural, pero más en el Sur, los jornaleros sólo trabajaban algunos meses al año, y por tanto sólo cobraban su jornal esos meses. El resto del año les tocaba pasar hambre. En cambio, en las colectividades trabajaban y cobraban su jornal todos los meses, con lo que ellos y sus hijos podían comer todo el año, lo que entonces era un lujo para cientos de miles de jornaleros: eso también constituye un elemento esencial de la eficacia de las colectividades. Porque si algunos historiadores dudan de la eficacia de las colectividades es porque tienen inculcado el concepto de rendimiento laboral propio del capitalismo, en términos exclusivamente de rendimiento económico. Pero es que, además, también fueron eficaces en esto.

La colectivización fue eficaz económicamente, y lo fue mucho más si tenemos en cuenta los derechos sociales y laborales que implementaron, que no existían en absoluto en la España en aquella época (seguro de enfermedad y de jubilación, prohibición del trabajo para los menores de 14 o incluso 16 años, así como para los mayores de 65 y para las mujeres embarazadas, educación y sanidad gratuitas, etc.). Como señala Heleno Saña (2010, p. 132):

Aparte de eliminar las jerarquías en la política salarial y de humanizarla, se creó también un sistema social, inexistente hasta entonces, que incluía prestaciones sociales para ancianos, inválidos y enfermos, así como para los hijos de los trabajadores. Además, la semana laboral se redujo a 40 horas, eliminándose a la vez los despidos al estilo capitalista.

Habría que destacar aquí la introducción del salario familiar, que no tenía en cuenta solamente el rendimiento personal del colectivista en el proceso laboral, sino también las circunstancias familiares (número de hijos, ancianos a su cargo, etc.), por lo que, contrariamente a lo que ocurre en el mundo capitalista, el salario no dependía del tiempo dedicado al trabajo y menos aún de la categoría profesional sino de las necesidades del colectivista y de su familia.

En suma, a pesar de las dificultades a que tuvieron que enfrentarse, las colectividades funcionaron bien y fueron muy eficaces (Ovejero, 2017). Noam Chomsky (1969) las calificó de éxito sin precedentes, Augustin Souchy (1937/1977) las consideró el experimento social más significativo del siglo XX, y Gaston Leval (1972), que, al igual que Souchy, vivió aquellos acontecimientos, las vio como la realización más importante de la historia social de la humanidad.

En todo caso, para evaluar el éxito de las colectividades tendríamos que dejar claro qué entendemos por “éxito”. Si entendemos por éxito la puesta en marcha de una experiencia socialmente muy novedosa, basada en la autogestión obrera, no cabe duda de que no sólo fue muy exitosa, sino que muy probablemente sea la más importante experiencia autogestionaria que se ha realizado en el mundo capitalista. Y si entendemos por éxito simplemente su eficacia productiva, también tenemos que decir, sin paliativo alguno, que sí fue exitosa, tanto la agrícola como la industrial. Lo reconocen Pierre Broué y Emile Témime (1968, p. 206), autores muy críticos con otros aspectos del anarquismo: “En muchas empresas dirigidas ahora por los propios trabajadores, guiados, por así decirlo, por su propio interés, se tomaron medidas de mecanización y racionalización que aportaron un notable incremento productivo”.

Aunque la eficacia de la colectivización fue mucho más allá de lo meramente económico, y dado que en un sistema capitalista como el nuestro es imprescindible mostrar los éxitos económicos, diré algo también de su éxito económico:

1) En la industria: lo primero que debe subrayarse es la creación en Cataluña de una industria de guerra que hasta entonces no existía ni en embrión. De hecho, hasta entonces sólo se producía pólvora para escopetas de caza. La rápida adaptación de la industria metalúrgica y química a la producción de munición y armamento fue lo que permitió librar la guerra contra los sublevados, mientras que las armas rusas —tan elogiadas— eran a menudo anticuada e inservibles, de forma que Franz Mintz puede afirmar que “toda la industria de guerra descansó en las fábricas colectivizadas por la CNT y la UGT” (1969/1977, p. 347). El propio Hugh Thomas (1973), autor que simpatizó muy poco con los anarquistas, reconoce que durante los primeros meses de la colectivización la producción en las empresas más importantes para la guerra aumentó entre un 30% y un 40%.

2) En la agricultura: también aquí se obtuvieron grandes éxitos, en especial en Aragón, y también en Cataluña donde después de un año de revolución se cultivaba un 40 por 100 más de tierras que hasta entonces. Además, como subraya Saña (2010, p. 158), los laboratorios de experimentación e investigación de la Federación de campesinos de la región del centro eran muy superiores a los del ministerio de Agricultura, hasta el punto de que el Gobierno central solía consultar a los agrónomos de las empresas colectivas cuando se encontraba con algún problema. La reforma agraria, prometida una y otra vez y nunca realizada plenamente, se hizo realidad desde el momento en que la iniciativa pasó a manos de los propios campesinos, a menudo en contra de las autoridades.

3) En los servicios: en este sector hay que destacar principalmente los resultados obtenidos por las empresas de transporte público de Barcelona, cuyos 7.000 empleados eran casi todos militantes de la CNT. Así, sólo cinco días después del golpe de Estado y sólo dos días de que los militares rebeldes fueran derrotados, ya circulaban 700 tranvías, cien más que antes del golpe. Como nos recuerda Saña (2010), antes de la guerra, la Compañía General de Tranvías pertenecía mayoritariamente a accionistas belgas y el servicio era malo, los precios altos y los dividendos elevados. Pues bien, los trabajadores, organizados colectivamente, pusieron fin a tal situación, reduciendo los precios a la mitad y mejorando las líneas, de forma que, si antes de la guerra la empresa sólo fabricaba el 2% de su equipamiento, en el verano de 1938 tal porcentaje había subido al 98%, construyendo incluso sus propios tranvías, que pesaban menos que los existentes y podían transportar a un número de pasajeros mayor que antes. De esta manera, a pesar de que las tarifas eran más baratas, los ingresos aumentaron entre un 15% y un 20%.

En resumidas cuentas:

La tesis repetida constantemente por los enemigos de la revolución, según la cual la socialización de la economía sólo había producido confusión y caos, es insostenible. Lo cierto es más bien que, a diferencia de la legendaria revolución rusa, en la España republicana la economía volvió a funcionar plenamente inmediatamente después del aplastamiento de la sublevación, tanto en el sector privado como en el público: suministro de gas, agua y electricidad, alimentación, comercio, transporte, etc. Lo mismo puede decirse de la agricultura y la vida rural. (Saña, 2010, pág. 162)

Y es que, en esas nuevas condiciones históricas y sociales, de no haberse colectivizado las tierras expropiadas, probablemente los jornaleros no hubieran tenido los suficientes alicientes para seguir trabajando y, en todo caso, su motivación laboral se hubiera reducido drásticamente, con las consecuencias que ello tiene (absentismo, bajo rendimiento, etc.). Por consiguiente, Saña puede concluir que “en ningún período de la historia social hubo un movimiento que en un tiempo tan breve y en condiciones tan difíciles lograra tanto como la CNT-FAI en España” (2010, p. 120). Lo mismo dice Horst Stowasser (1995, p. 306, traducción propia):

Para sorpresa de muchos economistas y teorizadores, no estalló el caos; por el contrario, la autogestión demostró en todo momento su capacidad de funcionamiento y rendimiento […] A pesar de tener que enfrentarse ‘adicionalmente’ al grandísimo desafío de librar una guerra, se logró mejorar todas las condiciones de trabajo e incrementar al mismo tiempo la producción.

Incluso un historiador comunista, Pierre Vilar, admite que “resulta sorprendente la rápida reanudación de la producción y de los servicios públicos, especialmente si se tiene en cuenta la ausencia de los dueños y directores de las empresas, puesto que en las principales industrias había desaparecido la inmensa mayoría del personal directivo” (1987, p. 110, traducción propia). Y la opinión de Gascon Leval es más positiva aún.

Se puede decir sin exageración que lo único que en el bando republicano funcionó fundamentalmente fue la economía colectivizada, mientras que todo lo demás era una tupida red de intrigas y un abismo sin fondo de incompetencia, corrupción, incapacidad, falta de responsabilidad, burocratismo y autoritarismo. (1972, p. 39)

Más aún, sorprendentemente donde dominaban los anarquistas no hubo ni robos ni saqueos en las casas de los ricos, ni en las ciudades ni en los pueblos, como destaca Hanns-Erich Kaminski (2002). No olvidemos que esta revolución fue, paradójicamente, una revolución no violenta.

Por consiguiente, y frente a la insidiosa propaganda comunista, hay pocas dudas de la eficacia de las colectivizaciones, tanto de las industriales como de las campesinas y las de servicio, y tanto a nivel económico como sobre todo a nivel social y educativo, lo que gana valor si tenemos en cuenta el contexto de guerra civil en el que actuaron y las enormes dificultades a que tuvieron que enfrentarse. Tengamos presente que en la España de aquella época no existía ni seguro de desempleo, ni seguro médico, ni pensiones de jubilación, ni seguro por de enfermedad, ni ayuda por hijos, ni nada de nada. Y las colectividades lo implantaron ¡en época de guerra y en medio de muy serias dificultades y obstáculos!

Ahora bien, ¿por qué fueron tan eficaces las colectividades? ¿Por qué no ocurrió lo mismo la URSS? La respuesta está en lo que hicieron unos y otros. En la URSS los comunistas nacionalizaron, mientras que en España los anarquistas colectivizaron: los trabajadores allí pasaron de estar al servicio del patrón a estar al servicio del Partido, mientras que, en España, por primera vez en su vida, comenzaron a ser los dueños de su destino. Su compromiso con la nueva organización era grande y, por tanto, grande también su entusiasmo y su motivación. Por consiguiente, las razones de la eficacia de la colectivización fueron tanto de organización como psicosociales. Entre las primeras hay que destacar el trabajo en equipo, el hecho de que las parcelas fueran más grandes y la maquinaria moderna, el incremento de la superficie de regadío, la formación de granjas, algunas de ellas con una alta experimentación científica, hubo una mejor y más racional organización laboral, etc. (véase una ampliación de estos puntos en Ovejero, 2017, Cap. 8). Por ejemplo, las fincas expropiadas al Conde de Romanones en la provincia de Guadalajara aumentaron su producción en un 100 por 100.

Pero, a mi juicio, los factores que mejor explican la eficacia de la colectivización, tanto en la industria como en el campo, son esencialmente psicosociales (Ovejero, 2017), relacionados con las tres necesidades psicosociales principales del ser humano: la de pertenencia, la de tener una identidad positiva y la de poseer una buena autoestima. Las tres mejoraban dado que los colectivistas por primera vez se sentían dueños de sus propias vidas y elementos importantes en la toma de decisiones. De ahí que la psicología social pueda ayudarnos, y mucho, a entender por qué fueron eficaces estas colectividades, sobre todo a través de una serie de conceptos como los del poder de la situación, las necesidades psicosociales básicas, la participación en la toma de decisiones, lo que conlleva una alta motivación intrínseca, la facilitación/holgazanería social o el incremento de la motivación cuando las personas se implican en actividades ilusionantes y con las que se comprometen voluntaria y libremente (véase un análisis de estas variables en Ovejero, 2010). Si a todo ello añadimos la “naturaleza” cooperativa del ser humano y lo bien que se encuentra la gente cooperando con los demás (ayudándose, trabajando en equipo, etc.), podemos entender por qué la revolución anarquista y la colectivización no produjeron las resistencias que produjo la revolución rusa (Marin, 2010, págs. 298-299).

Al sentirse dueños de su destino por primera vez en sus vidas los obreros se hicieron más responsables y no se dio la llamada holgazanería social que se había dado en la URSS (Smith, 1979). De hecho, desde hace años viene demostrándose en psicología social que las personas en grupos holgazanean menos cuando la tarea es desafiante, atractiva o involucrante (Brickner, Harkins y Ostrom, 1986; Jackson y Williams, 1985). Y es que, en tareas desafiantes o de emergencia, las personas pueden percibir sus esfuerzos como indispensables (Harkins y Petty, 1982; Kerr, 1983; Kerr y Bruun, 1983). Cuando se les da a los grupos objetivos desafiantes, cuando son recompensados por el éxito del grupo y cuando existe un espíritu de compromiso con el grupo, sus miembros trabajan más y mejor, que fue lo que ocurrió en las colectividades libertarias.

Por otra parte, de los factores psicosociales mencionados que ayudan a entender por qué fue eficaz la colectivización, habría que destacar la importancia de la participación de los trabajadores en la toma de decisiones, importancia confirmada repetidamente en los estudios más recientes de psicología del trabajo (véase Ovejero, 2006, pp. 229-237; Quintanilla, 1987). Y es que la base fundamental de las colectividades y la principal razón de su éxito fue la combinación de autogestión y organización mediante la federación voluntaria entre las distintas colectivizaciones de cada región y de éstas entre sí. Claramente lo expone Diego Abad de Santillán (1975, p. 122):

Nuestras colectividades no eran lo que habían sido los viejos conventos medievales de las órdenes religiosas. No se aislaban, sino que entrelazaban su existencia, sus intereses, sus aspiraciones, con las de la masa campesina entera, al mismo tiempo que con la industria de las ciudades. Eran el vehículo por el cual se unirían eficazmente la ciudad y el campo.

En suma, el éxito de las colectividades provino básicamente de su espontaneidad y del hecho de que la entrada en ellas era libre y voluntaria, al menos en la mayoría de los casos, y sobre todo de que funcionaron dando una enorme participación a los obreros en la toma de decisiones: los trabajadores se sentían dueños de su destino.

8 Conclusiones y lecciones de las colectividades

Estoy de acuerdo con Julián Casanova cuando escribe:

Las colectividades libertarias españolas fueron mucho más que una simple nacionalización de la propiedad y de los medios de producción, de forma que para entender hoy día lo que significaron realmente tal vez sería mejor llamarlas ‘comunas libertarias’, concepto fundamental éste en la teoría de la organización social anarquista que significaba no sólo la realización de un ideal económico (igualdad a través de la propiedad común de los medios de producción, la aportación del trabajo de todos al proceso productivo y el reparto o disfrute —Bakunin y Kropotkin disentían en este punto— del resultado final), sino también la posibilidad de alcanzar el autogobierno de las distintas comunidades, el control local y el federalismo como sistema de conexión entre ellas. Esta autonomía política y económica, tanto de los individuos como de los grupos —en definitiva, la supresión total de la autoridad— serán ideas que aparecerán en la formación y evolución de las colectividades aragonesas. (1985, pp. 118-119)

Y sigo estando de acuerdo con él cuando dice que “la colectivización y el dominio ejercido por los anarquistas en muchos municipios del Aragón republicano fueron en verdad un asalto directo a las relaciones de propiedad, a la autoridad y al poder establecido” (Casanova, 2007, p. 146).

Las colectivizaciones agrarias —e incluso las industriales—, en su mayoría libertarias, constituyeron muy probablemente la experiencia de autogestión más importante habida en el mundo durante los últimos siglos, y constituyeron algo muy diferente a la socialización llevada a cabo en los países comunistas, donde la abolición de la propiedad privada supuso su traspaso al Estado y no a los trabajadores. En las colectivizaciones libertarias, en cambio, fueron los propios obreros, incluyendo los más marginados y precarios, los que pasaron a ser, no individualmente sino como colectivo, los dueños de la fábrica, de la tierra y, con ello, los dueños de su propio destino: su objetivo principal era unir igualdad económica, solidaridad y libertad. Y lo consiguieron. Por tanto, no es raro que, al igual que otros autores, Antoni Castells Durán (2011, p. 1) concluya que:

La experiencia colectivista desarrollada en Catalunya contó con el firme apoyo de la inmensa mayoría de los trabajadores manuales, y así lo demuestra entre otras cosas, la defensa que realizaron de las conquistas colectivistas cuando se vieron amenazadas y el bajo nivel de absentismo laboral. Además, puso en evidencia la enorme capacidad creativa, organizativa y productiva de los trabajadores cuando las empresas se hallan en sus manos y son ellos quienes deciden. Esta experiencia alcanzó, en términos generales, unos resultados claramente positivos en el aspecto económico —incluso numerosos empresarios lo reconocieron— y social. Lamentablemente fue derrotada en el ámbito político-militar por los que se oponían a la misma —los cuales con su victoria en mayo de 1937, lograron frenar y hacer retroceder la colectivización-socialización—, y finalmente por la ocupación de las tropas de Franco en enero de 1939, que consiguieron eliminarla por completo.

Es más, un análisis serio de tales colectivizaciones muestra dos cosas esenciales para la actual psicología social: la tendencia esencialmente cooperativa de los seres humanos y la falsedad de la teoría clásica de la psicología social de las masas (Allport, 1924; Le Bon, 1983/1895; McDougall, 1920), que afirmaba que un individuo aislado puede ser racional y amable, pero que dentro de una masa o muchedumbre se convierte en un animal salvaje e irracional. Por el contrario, como en sus estudios sobre los disturbios de Bristol y de Westminster demostró Stephen David Reicher (1982, 1984a, 1984b, 1996, 2004), las masas no son irracionales, sino que tienen su propia racionalidad. En grupo o en colectividad, la gente se comporta más según su identidad social que según su identidad individual (Reicher, Spears y Postmes, 1996), como sugiere la teoría de la identidad social (Reicher 1984a, 1996; Tajfel y Turner, 1986; Turner y Reynolds, 2001) (véase Ovejero, 1997). Y eso es lo que ocurrió en las colectividades libertarias españolas y eso precisamente es, en gran medida, lo que explica su éxito. Sin embargo, probablemente parte de ese éxito se debió, no sólo a la cooperación y la solidaridad intragrupo, sino también a la competición intergrupal que existía (tanto con los comunistas como sobre todo con los fascistas), en línea con lo previsto por los estudios de Muzafer Sherif, Henri Tajfel o John Turner (Sherif, 1966; Tajfel, 1978; Tajfel y Turner, 1986; Turner y Reynolds, 2001), especialmente cuando las relaciones intergrupales tienen lugar en un contexto de fuerte y profundo conflicto de intereses y cuando las decisiones no se tomaban en grupo (Wildschut, Pinter, Vevea, Insko y Schopler, 2003), como ocurría en las colectividades libertarias.

Ahora bien, ¿es posible que se repita este acontecimiento histórico? No es fácil saberlo. Lo que no se repetirán, con toda seguridad, son las condiciones históricas concretas que le hicieron posible.

Es imposible predecir si surgirán, en el futuro, situaciones en que las colectividades o algo equivalente vuelva a suceder, o si habrá otras condiciones en que una organización, una institución o un movimiento tratarán de ‘hacer suceder’ de nuevo algo que merezca el nombre de colectivización. Las condiciones favorables para ello no han de ser necesariamente una guerra civil. Pueden derivarse de situaciones imprevisibles. Creo que la experiencia española autoriza a afirmar que para que tengan éxito, las colectivizaciones, la autogestión o como quiera que se les llame en el futuro, han de ser espontáneas, han de responder a decisiones fragmentadas, dispersas pero coincidentes, de los obreros, y no a leyes o programas previos. Desde luego, puede decretarse la colectivización de los medios de producción pero si los obreros no se sienten satisfechos en las colectividades, éstas no tendrán éxito. (Alba, 2001, pág. 166)

Aquella experiencia, pues, sigue siendo muy útil para cualquier intento futuro similar.

Sin embargo, tampoco debemos restar importancia al hecho de que, si aquellas comunas campesinas libertarias hubieran durado más, muy probablemente hubieran surgido nuevos y más serios problemas de organización interna así como de burocratización, de jerarquización y de distribución del poder que nunca sabremos hasta dónde habrían llegado. No olvidemos que el gran problema de las colectivizaciones, y de cualquier otra experiencia similar que se haga en el futuro, es el del poder: si los colectivistas consiguen un mucho poder, probablemente se reproducirán las estructuras autoritarias y burocráticas del pasado, pero si no lo consiguen entonces será destruida toda posibilidad de cambiar en profundidad la sociedad. Esa es la tragedia del anarquismo.

Frente a la época actual —en la que el capitalismo global, ideológicamente neoliberal, y el consumo desenfrenado, base del nuevo orden económico, convierten a los ciudadanos en meros consumidores, y el poder pasa de las personas a los accionistas— toda nueva organización social que quiera ser alternativa a este estado de cosas, por fuerza tendrá que cambiar en profundidad la mentalidad que hoy día domina en buena parte de la ciudadanía. Ahora bien, cualquier tipo de colectivización que se proponga, si quiere tener éxito:

Deberían convertirse en el eje y el motor de un cambio profundo de mentalidad, para que se formara a los hombres con el fin de que fueran hombres y no productores y consumidores. Habría que desacralizar el trabajo a la vez que integrarlo a la vida entera, convertirlo en juego y desafío en lugar de rutina. Si las colectivizaciones no transformaran en una aventura la vida de los ‘colectivizados’, si no hicieran posible que, al morir, cada uno de ellos pudiera tener una biografía propia, habrían fracasado, por mucho que hubiesen aumentado la productividad. (Alba, 2001, p. 176)

Podemos extraer tres conclusiones positivas con respecto a aquella revolución social (y tal vez no muchas más): 1) fue algo muy hermoso mientras duró; 2) quedará para siempre el mensaje esencial de que la colectivización demostró que es posible otro mundo diferente del que tenemos. Tal vez la principal lección de la experiencia colectivizadora de los años 30 es la demostración de que lo que parece imposible puede hacerse posible, que frente al “no hay otra alternativa” de los neoliberales, siempre existen alternativas mejores, que, en contra del fatalismo interesado de los neoliberales, es posible construir un mundo cooperativo, colectivista y solidario, y que ello depende de nosotros; y 3) pero los poderes económicos y políticos, la tradicional cultura individualista y competitiva occidental y la cerrazón mental de gran parte de la ciudadanía no harán fácil la tarea de construir ese mundo diferente. Pero que ello sea difícil no significa que sea imposible.

Para terminar, tengamos presente que, al menos a mi modo de ver, lo peor que nos está ocurriendo hoy día es la cada vez mayor internalización en cada vez más personas de la ideología neoliberal con sus rasgos más característicos y definitorios (individualismo atroz, egoísmo feroz y competición generalizada), lo que está permitiendo que este capitalismo salvaje esté destrozando a tantas personas, a la sociedad entera y e incluso al planeta, incluso con el beneplácito de gran parte de los ciudadanos, al menos mientras el destrozo no les toque a ellos. Y la única solución que cabe consiste precisamente en oponer a esa ideología neoliberal la ideología de la autogestión, de la cooperación, del apoyo mutuo y de la solidaridad, que es justamente lo que hicieron las colectivizaciones libertarias hace ya casi 80 años. Por eso, mantener la memoria de aquella experiencia colectiva constituye algo real y radicalmente subversivo (Willemse, 2002), porque, insisto en ello, esa experiencia nos sigue enseñando que es posible construir un mundo diferente del actual, un mundo en el que la autogestión, el apoyo mutuo y la solidaridad sean sus rasgos esenciales.

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