La(s) violencia(s) y la democracia como conceptos co-dependientes: el caso argentino

Violence and democracy as linked concepts. The Argentine case

  • María Antonia Muñoz
Se estudia el caso argentino para problematizar y conceptualizar las relaciones entre violencia, Estado y democracia en diferentes momentos históricos. Se proponen utilizar los conceptos teóricos de “umbral de inteligibilidad histórica” y la distinción entre violencia sistémica, simbólica y subjetiva. Se concluye que después de 1983 existe poca violencia subjetiva en comparación con otros períodos históricos debido a la emergencia de umbrales que fueron articulando lo estatal, nacional, lo popular y lo democrático para procesar políticamente las violencias. Se señalan otras variables emergen limitando este proceso, pero se recalca la necesidad de dar visibilidad a las violencias sistémicas y de su procesamiento en la vida democráticas.
    Palabras clave:
  • Umbrales
  • Violencias
  • Política
  • Argentina
The argentine case is studied in order to rethink and to conceptualize the relations between violence, State and democracy through history. It is proposed the concepts of “threshold of historical intelligibility” and the distinction of systematic, symbolic and subjective violence. It is concluded that after 1983 the subjective violence diminishes if is compared this period with previous ones. It is due to the emergency of thresholds that were articulating meanings and affections about the state, the national, the popular and the democratic. These were articulated to process politically the violence. In spite of that, other variables are emerging and frustrating this process. There is noticed the need to give visibility to the systemic violence and his processing in the democratic life of communities.
    Keywords:
  • Threshold
  • Violence
  • Argentina
  • Democracy

1 Introducción1

Existe un hilo conductor de la historia de América Latina que ha sido (en apariencia) recientemente cortado, el de los golpes de estado, los regímenes militares y las revoluciones palaciegas. En resumen, el de la violencia política. Desde la formación de los Estado Nación a fines del siglo XIX, la región se caracterizó por tener una enorme movilización de recursos violentos, por constantes rupturas de sus órdenes institucionales, por la suspensión de las garantías legales hacia los ciudadanos, por el terror como propaganda reiterada y el uso repetido del estado de sitio y excepcionalidad. Paradójicamente, todo esto fue hecho, la mayoría de las veces, en nombre de la libertad y la democracia.

En particular, entre las décadas de los sesenta y setenta, América Latina se caracterizó por la emergencia de regímenes políticos autoritarios cuya forma de coerción se basó en la Doctrina de Seguridad Nacional como programa de pacificación social y por un enfoque tecnocrático del proceso económico que respondiera a los cambios del capital internacional.

Para Norbert Lechner (1981), los golpes militares de esas décadas se diferenciaron de los previos porque las Fuerzas Armadas tomaron el poder como institución para establecer un “nuevo” Estado (en el sentido de un nuevo orden). Estas cambiaron drásticamente las formas de circulación y distribución del poder económico y político (pasando de golpes de estado autodenominados “transitorios” a “fundacionales”) (Collier, 1985; Loveman 2001). Como señala Alain Rouquié (2007) entre 1958 y 1984, sólo cuatro Estados en toda América Latina tuvieron una sucesión regular e ininterrumpida de gobernantes civiles elegidos conforme a las reglas constitucionales. Esos estados fueron Colombia, Costa Rica, México y Venezuela, los cuales tampoco se podían aclamar por tener democracias “ejemplares”.

En Argentina las formas de violencia de Estado cambiaron radicalmente a partir de 1976, cuando las técnicas de la desaparición forzada, la tortura sistemática y un régimen carcelario extremadamente duro sería el método que suplantaría a los enfrentamientos abiertos en los espacios públicos (como los bombardeos en las plazas públicas o la represión en las manifestaciones y huelgas, etcétera). Esto se combinó con la creación de organismos militarizados no oficiales, pero con aval de las fuerzas armadas como la Alianza Anticomunista Argentina o el Comando Libertadores de América. También fueron decisivos los apoyos internacionales a través de entrenamiento táctico como la Escuela de las Américas o de carácter estratégico como el Plan Cóndor y las Doctrinas de Seguridad Nacional. Este último período llamó la atención por la masivi

dad y la crueldad en el ejercicio de la eliminación de la población considerada como “enemigo interno” (Alonso, 2014; Calveiro, 2012).

En el caso de los países europeos, puedo coincidir con Hannah Arendt (1951/2006) que se re direccionó la violencia colonial de la era imperial hacia la propia población. No obstante, en el caso de América Latina, como región colonizada, la operación política de definición del “enemigo interno” a eliminar fue una constante durante todo el siglo XIX y XX. Waldo Ansaldi y Verónica Giordano (2014) desarrollan cómo, desde la formación del Estado Nación argentino, la violencia ha sido un recurso común para la resolución de los antagonismos y la construcción del orden social. El siglo XIX se destacó por la eliminación de los caudillos federales, el uso de la población como los pueblos originarios y los negros como cuerpos de afrenta del ejército, la campaña “civilizatoria” que implicó el asesinato y desplazamiento masivo en zonas del sur del país y la eliminación de líderes opositores al tipo de formación de Estado que se estaba gestando.

Existen dos momentos en la historia reciente de Argentina donde la violencia desde el Estado hacia la población civil no fue utilizada abiertamente y las instituciones electorales funcionaron correctamente para elegir a los gobiernos; entre 1946 y 1955 y después de 1983, con más intensidad entre el año 2003 y fines del 2011. Después de 1983, durante el gobierno de Alfonsín, hubo alzamientos armados que fueron sofocados por la coerción estatal. Durante los noventa, en paralelo con el triunfo de la democracia liberal como aparente “encuentro de la civilización y fin de la historia”, se registró un aumento de la represión a la protesta social, llegando al extremo de la eliminación física. Esta violencia coercitiva contra la expresión pública se disparó en el año 2001 y hasta el 2003. Solo en diciembre del 2001 diferentes organismos estatales con acceso al uso “legal” de la fuerza coercitiva provocaron más de 30 muertos y alrededor de 300 heridos (CELS, 2003; Giarraca, 2002). Después de esas fechas los conflictos cambiaron notoriamente a improntas más adversariales y la represión a la protesta se declaró ilegítima.

Junto con Pilar Calveiro (2012), sostengo que no se puede analizar la violencia que ella denomina “bipolar, guerrera y confrontativa” (p. 65), típica de los años previos a las transiciones hacia la democracia formal, a la luz de los actuales lentes del pluralismo democrático. Las condiciones de producción del sentido en torno a la violencia eran profundamente diferentes. Lo mismo sucede si la propuesta fuera analizar la actual etapa como una definitiva conquista de la “democracia” en el mundo occidental, sin decontruir el sentido que a la misma se le ha asignado como forma de organización de la comunidad política.

Por ello analizaré el caso argentino partiendo de una afirmación y una primera pregunta. Si se compara a Argentina según los períodos (como se mencionó más arriba) es notoria la disminución, después del 2003, de la utilización de la violencia como estrategia de eliminación del oponente (por parte, del Estado y de la sociedad civil). ¿Cómo se ha provocado este cambio drástico en los usos de las violencias políticas en la Argentina? ¿Han desaparecido las otras violencias asociadas a la eliminación del antagónico?

Para avanzar sobre esto, el artículo se estructura en tres partes. La primera se centra en las reflexiones teóricas. La segunda reconstruye en el plano histórico los diferentes umbrales de inteligibilidad que permitieron articular las violencias con la comunidad política. En la última realizaré unas reflexiones en torno al estatus de las violencias y la cuestión de la democracia.

2 Umbrales de inteligibilidad, violencia y política

Es común decir que la democracia no admite violencia. Acá discutiré esta idea. Es conocida la discusión en torno a que en el proceso de conformación del Estado Nación (tanto en Europa como en América Latina) implicó un proceso de movilización de diferentes formas de violencia; desde la eliminación de la población, hasta el control, profesionalización, legalización y centralización de la coerción, pasando por la exclusión, homogeneización y dominación cultural (Elías, 2009). Pero el uso de las mismas no está solo en el origen del orden social bajo su forma moderna (Estado Nación), sino también en el mantenimiento del mismo. Antonio Gramsci (1974) desarrolló brillantemente esta idea. Para el italiano, los Estados occidentales poseen un núcleo de coerción (de la clase dominante) revestido por un consenso cultural en forma de instituciones y organizaciones de la sociedad civil (hegemonía o Estado integral). Así, para él, como para Ernesto Laclau (2005; 2012) en su relaboración teórica del concepto de “hegemonía”, la emancipación es posible principalmente a través de la conquista de las trincheras que rodean al núcleo coercitivo del Estado. La principal arma es la violencia simbólica que posee una fuerza antagónica que se da la primordial tarea de transformar los sentidos que estructuran las relaciones sociales de explotación, subordinación y opresión. Pero esto no quiere decir, que una vez devenida en Estado, la coerción se elimina. Más aún, la construcción de las democracias bajo su formato liberal fue producto de las luchas civiles, políticas y sociales que no estuvieron exentas del uso de la violencia física.

El sentido común pareciera indicar que una vez establecida las mismas, cuanto menos uso de la violencia se registra, más democrático puede ser un régimen. Pero hay muchos estudios que demuestran cómo, en regímenes totalitarios o autocráticos, la violencia también es baja ¿Esto quiere decir que ambos procesan los conflictos de igual manera? El problema parece ser las intrincadas definiciones de violencia, democracia y Estado. Para ello, me será útil distinguir entre tres tipos de violencia política para entender su relación con el Estado y la democracia.

La violencia objetiva o sistémica es anónima, sin agente, sin relato y espectral. Estructura las relaciones sociales de tal forma que convierte a la población en “objeto” subsumido a la lógica de la ganancia o mero goce. Des-subjetiviza y genera relaciones de explotación, opresión y subordinación. Siguiendo a Thomas Piketty (2014), la concentración cada vez más destructiva del capital rentista produce cada vez menos producción y salario. Esto crea dispositivos (siguiendo las formulaciones de Michel Foucault) que someten a los individuos a ciertas pautas de comportamiento; se sedimentan relaciones que subsumen a los mismos a renunciar a su “mundo de vida”, a su “subjetividad” y/o los convierte en agentes solo de consumo. Para Bertrand Ogilvie (2013) esta “población chatarra” o “sobrante” se vuelve irrepresentable, invisible y hasta peligrosa, por tanto, objeto de comercio (tráfico de niños, de mujeres, de órganos, etcétera), en objeto desechable (hambrunas, pandemias, etcétera), o daños colaterales (producto de las guerras actuales o de la destrucción “creativa” de los cambios económicos). Para Slavoj Zizek (2009) esta violencia “sistémica” también se esconde en las consecuencias catastróficas, siempre declaradas como “no queridas”, de los sistemas económicos y políticos que controlan y moldean los cuerpos y las subjetividades. Esta intenta quebrar las resistencias y desactivar los mecanismos por los cuáles, aquellos que son sus víctimas, no pueden constituirse en sujetos político con demandas y acciones que les permita “emanciparse”. Como señalaré hacia el final, sostengo que este tipo de violencia es impulsada por partes del aparato burocrático estatal, pero también por dispositivos de carácter global que intentan desactivar ciertas capacidades de los Estados Nación para producir formas de subjetivación (por ejemplo, bajo la forma de derechos efectivos o incentivando la lógica de lo popular)2. Como indicadores de la violencia sistémica tomaré algunos datos que pueden aproximarse al concepto sin ser abarcadores del mismo. Sobre todo, atenderé los procesos de creación de pobreza e indigencia, desocupación y desigualdad extrema, así como el conjunto de discursos difusos que las legitiman.

Otra violencia que analizaré aquí es la más observable, la subjetiva; supone la utilización de métodos físicos para la resolución de un antagonismo. Esta violencia coincide con lo que Charles Tilly (2007) llama “violencia política” y Zizek denomina “subjetiva” (porque es entre sujetos). En sintonía con ellos, Etienne Balibar (2009) sostiene que la “violencia ultrasubjetiva”, realizada por colectivos que generan la destrucción física, es una reacción impotente a la violencia sistémica. Estos autores están muy preocupados por la violencia que emerge sin demandas específicas y que por tanto son difíciles de tramitar. En nuestra región este tipo de violencia puede ser expresada por el crecimiento de la violencia interpersonal, a la cual me referiré hacia el final del artículo. Pero lo que ha marcado la historia de Argentina es el uso de la violencia física para eliminar al “Otro” con el objeto de dirimir el conflicto antagónico, ya sea desde el aparato coercitivo del Estado como desde la sociedad civil. Esta violencia política la denominaré como física e interviene tanto el asesinato, como el daño a los cuerpos y los recursos del otro en general.

Ahora bien, existe otra violencia política; la simbólica. Esta hace referencia a la producción de sentidos y nuevas relaciones orientadas por el principio de igualdad y libertad. Esta violencia contrarresta la sistémica al poner en cuestión el orden en sus diferentes niveles y guiarse por una nueva forma de ordenación del mismo. Esto no implica que sea violencia contra el Estado. Las instituciones públicas (como aquellas que se basan en principios de igualdad, los mecanismos de distribución del ingreso, la ampliación de la ciudadanía y el derecho significado como lógica a tener derechos, etcétera) son el resultado de luchas y, por tanto, de la violencia simbólica. Pero a la vez pueden tener la capacidad de producir nuevos espacios de identificación (como veremos con la figura de “Pueblo”) para la emergencia de sujetos políticos que produzcan otras luchas en favor de la igualdad y la libertad.

Así pues, es importante considerar a la democracia a la vez como un régimen político y como orden simbólico. Como régimen tiene un conjunto de procedimientos que permiten las elecciones abiertas, libres y competitivas, etcétera. Como orden simbólico supone el conjunto de dispositivos que habilitan la constante re-elaboración de los derechos y la tramitación de “lo excluido”. En palabras de Claude Lefort (1990), la democracia es un dispositivo que organiza a las sociedades por el cual el lugar del poder (el pueblo) “está vacío”. Este nunca puede ser llenado de una vez y para siempre en tanto se disuelven los referentes de certezas o fundamentos últimos si se reconoce la naturaleza inacabada de los derechos. En este punto es donde se enlaza la violencia simbólica, puesto que sin ella, la re-significación de ese poder que adquiere diferentes formas institucionales, no existiría la democracia, puesto que no concurriría la vacuidad del mismo.

No hay una determinación única o causa última para entender ni las relaciones entre las violencias ni su emergencia (Davenport, Hank y Mueller, 2005). El concepto de “umbral de inteligibilidad histórico” basado en reflexiones de Laclau (2012), Balibar (2009) y Marc Angenot (2012) será útil para comenzar a reflexionar las relaciones entre las mismas y la cuestión de la democracia.

Estos son momentos de inflexión en los procesos políticos donde emergen un conjunto de “coordenadas conceptuales y afectivas” que re-organizan un campo político-histórico. Lo “conceptual” no hace referencia a la precisión o delimitación entre el significante y el significado ni a un contenido específico. Más bien, remite a un conjunto de sentidos que organiza y abre el juego (y obtura) a las prácticas dentro de una comunidad política. Lo afectivo implica un punto por el cual no hay “razones” últimas para la elección de tal o cual sentido (de legitimar o no la violencia, de afirmar la igualdad o no). Dicho de otra manera, supone la relación catéctica con un objeto (por ejemplo, democracia, justicia social, o líder) de carácter positiva o negativa.

Las subjetivaciones y lazos afectivos (pasionales/emotivos) brotan sin determinación última y permanecen en el tiempo, más allá de su momento de emergencia. Los umbrales no operan solo en el plano de la oralidad y la textualidad sino en el de las relaciones sociopolíticas y, por tanto, del conjunto de violencias enumeradas.

Estos, en el mismo acto de “nombrar/hacer” (actos performativo sumados a las investiduras afectivas) producen y, a la vez, son producidos por sujetos políticos. Sus formas de aparición (o dimensión óntica) a través de instituciones (elecciones, derechos políticos y civiles, etcétera) y/o sedimentarse en prácticas (formas en participación en el espacio público, repertorio de acción de la protesta), perduran y dejan marca de su existencia en la estatalidad o comunidad política.

En este sentido, se verá cómo las luchas por la democratización suponen un tratamiento de la violencia sistémica a través de un emergente que impone una violencia simbólica. Por tanto, violencia y democracia no se oponen, sino que se necesitan. A continuación, desarrollaré diferentes umbrales de inteligibilidad histórica donde las violencias se relacionan de manera ejemplar para la política argentina.

3 El umbral estatal nacional popular

Para Enrique Dussel (2016), la construcción del Estado de derecho en América Latina se generó sobre una obediencia pasiva que le permitió gozar de un consenso desde la comunidad política al bloque histórico en el poder durante muchos siglos.

La categoría política de pueblo, entonces, constituye un nuevo objeto teórico de la filosofía política latinoamericana […] Cuando ese pueblo se torna “pueblo para si” o toma “conciencia de ser pueblo”, abandona la pasividad de la obediencia cómplice ante la dominación encubierta bajo una hegemonía que en verdad no cumple con sus necesidades, y entra en un estado de rebelión, que puede durar decenios, a veces siglos. (Dussel, 2016, p. 230-231)

Ese consenso se instituyó bajo diferentes “fundamentos” o sentidos ordenadores de la estatalidad. A fines del siglo XIX principios del XX, la “razón colectiva” dividía a los que vivían en un determinado territorio entre ciudadanos plenos y los que no lo eran, entre votantes y no aquellos que pagaban solamente impuestos, entre los que podían hablar y los que tenían necesidades, pero no voz en la comunidad. La voluntad colectiva quedó sobre determinada por “la razón colectiva” (Rouquié, 2007).

En particular en Argentina, las condiciones que hacían posible este tipo de Estado liberal oligárquico comenzaron a descomponerse por varias razones a principios del siglo XX; la apertura electoral hacia la mayoría adulta masculina (1912), las luchas políticas del “irigoyenismo”,3 las numerosas acciones contenciosas sindicales y, luego, la crisis global iniciada en la década de los 30.

Entre 1935 y 1937 la alianza entre el sector agropecuario exportador y los gobiernos autoritarios, impulsó el crecimiento de la industria para sustituir importaciones, con el objeto de contrapesar los intercambios comerciales desfavorables con el resto del mundo. Esto derivó en un crecimiento del mercado laboral y en el aumento inédito de la afiliación sindical. Sin embargo, esto no tuvo correspondencia con el aumento de los salarios reales ni con la distribución del ingreso (Murmis y Portantiero, 1987/2004)

Tanto la acción represiva del Estado como la reacción violenta sindical (en el sentido de la violencia subjetiva y la simbólica) hacían cada vez más evidente una doble exclusión; a la participación política formal y a la de los beneficios del crecimiento de las riquezas nacionales. La década de los treinta (“la década infame”) puso en evidencia la poca capacidad consensual que tenían las clases más ricas y los líderes políticos. El poder del ejército era utilizado para gobernar a través de la ocupación de los cargos principales del Estado.

A principios de los cuarenta, comenzaron a emerger nuevas prácticas tanto desde el Estado como desde la sociedad civil; el crecimiento de los asalariados, los sindicatos y las políticas laborales crearon nuevos sentidos y afectividades políticas. La asunción de Juan Domingo Perón en el Departamento Nacional del Trabajo, el 27 de octubre de 1943 (avalado por un grupo político militar de cuño nacionalista), comenzó a tramitar las demandas de los sindicatos y los trabajadores en general. Se impulsaron medidas laborales inéditas; la Ley de Asociaciones Profesionales, la creación de prestaciones sociales, el ordenamiento del tiempo ocio de los trabajadores (vacaciones y cantidad de horas laborales), el salario móvil, vital y básico, la participación en las ganancias, la jubilación, la promoción de las obras sociales. En términos generales, se comenzaba a reconocer a los trabajadores y sus organizaciones como sujetos políticos legítimos en vez de ser perseguidos. Para ese entonces, la Confederación General del Trabajo (CGT), que congregaba varias líneas políticas, tenía una capacidad de movilización de sus bases muy importante.

El 10 de octubre de 1945 el secretario fue encarcelado por diferencias con el gobierno militar al mando.

La Secretaría de Trabajo y Previsión acometió hace un año y medio dos enormes tareas: la de organizar el organismo y la de ir, sobre la marcha, consiguiendo las conquistas sociales que se consideraban más perentorias para las clases trabajadoras. (Citado en Perón, 1998, p. 2016)

Estos son fragmentos del discurso radial de Perón el día que lo fuerzan a renunciar como general y como funcionario de gobierno.

Desde anoche, con motivo de mi alejamiento de la función pública, ha corrido en algunos círculos la versión de que los obreros estaban agitados. Yo les pido que en esta lucha me escuchen. No se vence con violencia; se vence con inteligencia y organización. Por ello les pido también que conserven la consigna: del trabajo a casa y de casa al trabajo […] Pido orden para que sigamos adelante en nuestra marcha triunfal; pero si es necesario, algún día pediré guerra. (Citado en Galasso, 2005, p. 301)

Estas enunciaciones daban cuenta de que el gobierno reconocía la relación entre Perón y los sindicatos y su capacidad de activar o desactivar el conflicto.

Esto, sumado a varios empresarios que se negaron a dar vacaciones, tuvo una respuesta. Los sindicatos, aún de diferentes tradiciones, comenzaron a llamar a una huelga general. Hubo movilizaciones los días 15 y 16 de octubre, a la par que se hacían reuniones de la CGT con el gobierno militar defendiendo las conquistas adquiridas. Pero el día 17 enormes contingentes de trabajadores y población del conurbano se concentraron en frente de la casa de gobierno por un rumor de la liberación de Perón y/a la vez la demanda de que así fuera.

Como se puede expresar en las declaraciones de Perón, se convocaba a la organización, pero no la toma de armas ni del gobierno por parte de las asociaciones laborales. No obstante, la presencia en las calles fue una gran demostración de organización y desobediencia civil. El gobierno militar en funciones había exigido a Perón que llamara a la desmovilización: “Sé que se han anunciado movimientos obreros. En este momento ya no existe ninguna causa para ello. Por eso les pido, como hermano mayor, que retornen tranquilos a sus trabajos” (Citado en Galasso, 2005, p. 238). Insistió el ex secretario y futuro presidente en su discurso del 17 de octubre desde el balcón de la casa de gobierno, después de numerosas horas de la ocupación de la plaza y las calles que rodeaban de la misma. Los cánticos respondían: “mañana es San Perón, que trabaje el patrón” (Adamovski, 2016, p.177).

Seguido a este acto de insubordinación masiva se convocó a elecciones presidenciales. Paradójicamente a lo que había ocurrido hasta el momento, la represión estatal y la violencia política por parte de los movilizados fueron escasas. El año siguiente Perón asumía el ejecutivo.

Esta articulación estatal/sociedad civil habilitó una lógica diferente para la tramitación de los antagonismos que no era el de la violencia entre sujetos. El Estado y la Nación (como cuerpo simbólico de la comunidad) se volvieron objeto de litigio a través de la emergencia de lo “popular”, sobredeterminando todas las luchas (pero sobre todo las que hasta el momento se denominaban de “clase”). Como señala Daniel James (2013) “el atractivo político fundamental del peronismo reside en su capacidad de redefinir la noción de ciudadanía dentro de un contexto más amplio, esencialmente social” (p. 27).

La ampliación del voto que le permitió acceder a Hipólito Irigoyen (1916-1922) a la presidencia y su gestión en favor de la ciudadanización había abierto el juego de la civilidad. Pero luego lo cerró él mismo con las represiones hacia los sindicatos. Permítaseme regresar en la historia. En 1919, en una huelga en los Talleres Metalúrgicos Vasena, murió un policía. Esto generó una escalada de violencia que tuvo entre sus resultados más siniestros 800 trabajadores muertos y más de 50.000 detenidos. Durante ese período organizaciones paramilitares emprendieron un sistemático uso del terror sobre la población que vivía alrededor de los talleres y contra la organización sindical de origen anarquista (FORA). Un año después, durante el mismo gobierno, una serie de conflictos sindicales en el sur del país fueron resueltos a través de la aniquilación de más de 1500 trabajadores vía fusilamiento por parte del ejército.

Como contraparte de esto, la masiva movilización del 17 de octubre de 1945 que condicionó el regreso del acto eleccionario y los primeros años del gobierno de Juan Domingo Perón (1946-1952) es el continente temporal de un proceso singular; se le quitó al Estado su lugar de productor y guardián de las libertades para reacomodar al “Pueblo” como sujeto depositario de la soberanía, pero a la vez como sujeto que los conquista. La proclamación de los derechos del Trabajador en 1947 y la inclusión de los derechos sociales en el texto de la Constitución de 1949 terminó de fijar un umbral de inteligibilidad diferente para la historia de la política en Argentina.

Estoy de acuerdo con Manuel Garretón (2000) que la matriz sociopolítica que se gestó fue común en América Latina: un Movimiento Nacional Popular central que organizaba al resto de las organizaciones y movimientos alrededor de la categoría de Pueblo como único sujeto de la historia. El principio de justificación del uso del poder político bajo el signo de la soberanía popular abría camino hacia la democratización del Estado. Para explicar los sentidos que abre este umbral será útil recurrir a Ernesto Laclau (2005) y Jacques Rancière (2000). Para ellos, lo político emerge cuando se produce un sujeto que tiene capacidad de poner en cuestión la estructura y tramitar esa dislocación (para Ernesto Laclau). En particular, para Jacques Rancière, el sujeto político se configura en el tratamiento de la exclusión como si fuera un daño a la igualdad. La construcción del daño, o lo que Dussel (2016) llamaría la interpelación política de una necesidad en el campo material, se realiza en combinación con la identificación de una parte con el todo de la comunidad. El Pueblo emerge como ese disenso de una parte de la población que se ve a sí misma como subordinada contra el bloque de poder dominante. Pero a pesar de su particularidad, contiene un proyecto que es universal (para el conjunto de la comunidad). Étienne Balibar (2004) destaca la tensión (que tiene una enorme productividad política) provocada por un doble sentido del signo; a. pueblo como los de abajo, los explotados, los pobres, la plebs y b. pueblo como el conjunto de la población que posee la soberanía, como referente de la Nación, el populus. Como se puede observar, este dispositivo no puede asociarse con el totalitarismo en tanto descentra el poder político, habilita a su cuestionamiento y a su acceso, divide la comunidad para referir a los derechos conquistados y por venir.

Angel Borlenghi, dirigente sindical, en un acto organizado por varios sindicatos a favor de la política estatal y en contra de las organizaciones patronales, el 12 de julio de 1945 da cuenta del desborde de lo corporativo del sindicalismo.

No estamos conformes en que se hable en nuestro nombre; vamos a hablar por nosotros mismos” […] hemos resuelto que el movimiento sindical argentino, colocándose a la altura de los más adelantados del mundo, grite en la solución de los problemas políticos, económicos e institucionales de la República y va a gravitar con absoluta independencia. (Citado por Murmis y Portantiero, 1987/2004, p. 153)

Luego Perón diría el 17 de octubre:

Esto es un pueblo; esto es pueblo sufriente que representa el dolor de la madre tierra, al que hemos de reivindicar. Es pueblo de la patria; el mismo que en esta histórica plaza pidió frente al cabildo que se respetara su voluntad y su derecho […] Trabajadores: únanse, sean hoy más hermanos que nunca. Sobre la hermandad de los que trabajan ha de levantarse en esta hermosa tierra, la unidad de todos los argentinos. (Citado en Galasso, 2005, p. 336)

Garretón (2000) sostiene que la centralidad de ese movimiento nacional popular tenía como emblema al movimiento obrero, “más bien a causa de su significación simbólica que a causa de su fuerza estructural” (p. 31). No obstante, en Argentina esas causas coexistían haciendo del Pueblo en articulación con el Estado un sujeto transformador. Es verdad que la ley de asociaciones profesionales eliminaría la autonomía de los sindicatos del Estado. No obstante, la eficacia de la lógica de lo popular excedía este problema tan cuestionado por intelectuales conservadores como marxistas.

Existen elementos que ponen al sindicalismo en un rol político clave como, por ejemplo, la elevada masa asalariada y el alto nivel de afiliación sindical. La CGT tenía 434.814 de afiliados en 1946, aumentado a 2.344.000 en los cincuenta. (Rouquié, 2007). Los asalariados pasaron de 200.000 a 3.000.000 durante la década de los 30 para multiplicarse un 50% a fines de los cincuenta (Ferrer, 1977). Pero, además, la resistencia (violenta) de los sindicatos frente a los gobiernos autoritarios previos y la continuidad de los conflictos con alta violencia “simbólica” (centrados en la justicia social y la eliminación de la explotación) durante el gobierno de Perón condicionó a que el Estado se pusiera como interlocutor privilegiado de sus demandas.

Es llamativa la reducción de la desigualdad. El coeficiente de Gini fue a principios de los cincuenta de 0,3 puntos, cercano a los valores de países europeos. La distribución funcional del ingreso subió diez puntos, de entre un 30-35% en la década del 30 a un 46% en 1950 (Graña, 2007; Kessler, 2014; Rapoport, 2000).

Después del golpe de Estado de 1955, la violencia de Estado rompió de nuevo el ciclo adversarial. En 1976 se adoptó el Plan Cóndor como forma específica de la Doctrina de Seguridad Nacional inspirada por teóricos de Estados Unidos, lo que profundizaría los intentos (que como después se verá fueron exitosos) de eliminar físicamente al “enemigo interno”. De ello resultaron más de 30.000 desparecidos, miles de heridos, torturados y presos políticos y alrededor de 500 niños secuestrados y apropiados. Si bien se pueden rastrear antecedentes del uso del aparato estatal para manejar la disidencia nacional recurriendo, incluso, a la legalidad, este método de coerción estatal se destacó por dos cuestiones. En primer lugar, por la masividad de los daños originados a los que se consideraban el enemigo interno. En segundo lugar, por la transformación del Estado (como comunidad política y como aparato burocrático).

Si en la década de los cuarenta se abrió un umbral para la actuación del Pueblo sobre la organización del Estado, en la década de los setenta esto se intentó cerrar. Desde 1955 la resistencia peronista, la emergencia de grupos guerrilleros y otros sectores urbanos organizados, se sostuvieron sobre los sentidos (y los afectos) asociados a lo popular como eje de transformación (y anudado al Estado Nación como centro de poder para transformar la sociedad). Ahora bien, después de 1983 los sentidos en torno a la violencia política comenzaron a ser tramitados de otra manera. Se abría otro umbral, el democrático liberal como un eje de los sentidos políticos que sobre determinaría la escena nacional.

3.1 El umbral democrático liberal representativo

Desde la independencia de la corona española en el siglo XIX hasta la doble transición hacia los mercados y la democracia en la década de los ochenta, los grados de violencia dirigida desde el Estado hacia la población fueron altísimos y “razonabilizados” (es decir, se les daban “razones” para existir). Así mismo, la resistencia civil frente al mismo fue notoria. Desde el radicalismo a fines del siglo XIX, pasando por el anarquismo, la resistencia peronista y la emergencia de organizaciones políticas armadas, se oponían a los grupos dominantes a razón del uso del aparato burocrático que hacían estos últimos. La comunidad política aparecía como unidad también a partir de los usos de las violencias.

Así, como el Estado a fines del siglo XIX había utilizado sus recursos para eliminar una parte de la población en pos de ordenar el territorio, el gobierno que asumió luego del golpe de Estado de 1976 profundizó sus estrategias para eliminar al enemigo interno.

En 1983, cuando el régimen político pasó a celebrar elecciones libres, competitivas y abiertas, la crisis económica de la región y la deuda externa, sumada a la desaparición física y simbólica de organizaciones que eran soporte de discursos populares, condicionaron la relación entre “democracia” e “igualdad”. Cuando se hace uso de la palabra “democracia” se disparan múltiples referencias que remiten a diferentes modelos teóricos y a regímenes políticos realmente existentes. Aquí se sostendrá que el período que siguió a 1983 abrió una forma de entender a la democracia como forma de régimen político sostenido sobre la aceptación de los conflictos y una férrea oposición a cualquier opción “autoritaria”, y por derivación, violenta. Pero en vez de vaciarse el lugar del poder (como exigía la emergencia de lo popular), para habilitar cualquier tipo de cuestionamiento a las formas en que se organizaba, este umbral privilegió la organización de los conflictos alrededor de una sobre exposición de la violencia como cuestión moral y no como cuestión política.

Quiero destacar tres elementos que estuvieron presentes en el gobierno de Ricardo Raúl Alfonsín (1983-1989) que terminaron por desactivar la concepción en torno a que el Estado como voluntad instituida del Pueblo cumpliera un rol reparador de las desigualdades generadas la economía.

En primer lugar, la violencia política inmediatamente previa comenzó a ser tratada como violación de los derechos humanos y delitos de “lesa humanidad”. No obstante, en vez de entender esta como el resultado de fuerzas que luchaban por modelos de Estado Nación antagónicos, se recreó una oposición moral; “la Nación” versus “Los violentos”. Emilio Crenzel (2013) reconstruye a partir de diferentes fuentes este discurso sobre “el bien y el mal”. “La teoría de los dos demonios” tuvo un alto consenso social y clausuró por muchos años la conexión de la memoria de la represión del Estado y los proyectos antagonistas. Esto era coherente con una democracia más bajo formas “consensuales” que adversariales y con los nuevos dispositivos de subjetivación y los discursos acerca del acceso a la comunidad política. El ciudadano se convirtió en sujeto de la política sin apelar a la dimensión colectiva de la soberanía popular.

En segundo lugar, se impulsaron las organizaciones de la sociedad civil y los movimientos sociales como formas de participación política novedosas y como contraparte legítima de los partidos políticos. En paralelo se impulsaron medidas contra aquellas organizaciones que amenazaban la centralidad de los partidos como única vía de organización con rango democrático para ocupar cargos públicos (sindicatos, organizaciones políticas no partidarias, militares, etcétera). Se asoció discursivamente a los militares y a los sindicatos (“el pacto militar sindical”). En 1985 se procesó a las cúpulas militares del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” (1976-1983). También se crearon medidas de control sindical. En 1988 el Congreso Nacional aprobó una ley (23.551/1988) que reglamentaba la intervención del Estado en la polémica del encuadramiento sindical. También se sancionó la Ley de Divorcio Vincular (23.515/1987) resistida por la Iglesia Católica. Paradójicamente, este espíritu “anti-corporativista” en favor de las instituciones típicas de la democracia liberal (desde el voto hasta el individuo como depositario de los derechos), fue en congruencia con el fortalecimiento de otros grupos de interés con una orientación neoliberal. Las estrategias de retracción hacia la sociedad civil o a lo público “anti-estatal” (al calor de los nuevos movimientos sociales que crecían en Europa y Estado unidos) también ofrecieron un campo de oportunidad para estos últimos. Hay que señalar que todavía existía la percepción de un riesgo a la regresión autoritaria, en parte, debido a levantamientos en armas por parte grupos del ejército y algunos grupos guerrilleros contra el gobierno.

En tercer lugar, la crisis de la deuda externa iniciada en México y difuminada hacia el resto de la región, más los gobiernos de carácter conservador de Estado Unidos e Inglaterra y las crisis de los comunismos europeos y asiáticos alimentaron un consenso en torno al Estado “mínimo” y un olvido de lo popular como lógica de cuestionamiento al poder político. Las políticas sociales (por ejemplo, la Política Alimentaria Nacional), las políticas de control de precios, los intentos de ir en contra de las medidas devaluadoras sumadas a la convocatoria a no atender a las campañas de los grandes medios en contra el gobierno, resistieron con muy baja efectividad a las políticas que se habían iniciado durante los previos gobiernos militares. Además, durante el período que se denominó “la transición hacia la democracia” (en los ochenta), la mala eficacia de las burocracias, la cooptación de la administración por parte de los sectores privados y el bajo impacto de las políticas económicas distributivas fueron deslegitimando cada vez más la figura del “Estado-Nación” como referente de lo común de la comunidad y, por tanto, como espacio de lucha para la configuración de lo social (Llairó, 2006).

Por ello, otra vía de desactivación de los derechos y la igualdad durante este período fue la profunda crisis económica producida por la enorme deuda externa, la recesión con hiperinflación y la oposición política (partidaria, corporativa y mediática). La inflación alcanzó una tasa de 626% y provocó una enorme concentración de la riqueza. Ya el gobierno militar había impulsado ese proceso. El coeficiente de GINI pasó de 03.6 en 1974 a 0.41 en 1984, aumentando la brecha entre el decil más rico y el más pobre de 12.3 a 15.0. Pero en el período inicial de la democracia la brecha aumentó aún más. En 1989 el GINI pasó a ser de 0.5 y la brecha a 23.1 (Kessler, 2014)

Finalmente, el “Pueblo” como sujeto de la historia terminó por debilitarse. Hacia fines de la dictadura los reclamos eran por “Paz, pan y trabajo”. Después de 1983 comenzaron a ser por las políticas económicas en general. De las trece huelgas generales en cinco años se destacaron las consignas: “Sí a la movilización productiva; no a la especulación financiera”, “Producción y reactivación”, “Gobernar es crear trabajo”, “26 puntos contra la política económica”, “Contra el Plan Primavera”. No obstante, ni los sindicatos, ni ningún otro movimiento lograba ser el catalizador de la población oprimida, o la plebs, diría Dussel (2016).

Los apoyos al gobierno fueron debilitándose y el presidente renunció por presiones de los adversarios. No obstante, fue una de las pocas veces en la historia argentina que los conflictos políticos fueron resueltos a través de un mecanismo institucional de alternancia civil: el gobierno de Alfonsín no finalizó su mandato con la intervención de los militares, sino sucedido por un presidente electo (Cheresky, 1989). Fueron los partidos políticos los que monopolizaron la escena.

En otras palabras, a pesar de las diferentes posiciones en conflicto, no se puso en cuestión la sucesión partidaria, ni el ejercicio de votación, ni la legitimidad de los tres poderes (judicial, parlamentario, ejecutivo). Allí se mostró la consolidación de la resolución del conflicto vía formato institucional y el descenso de la legitimidad de la violencia política. Los sentidos sobre la democracia tuvieron más que ver con el respeto a un cuerpo concreto de instituciones y se invisibilizaron las violencias sistémicas altamente transformadores de la sociedad.

3.2 Los umbrales y la Argentina en el nuevo siglo

La década de los noventa culminó con una crisis económica y política que, como en períodos previos, se gestionó con el uso de los aparatos coercitivos del Estado. No obstante, las Fuerzas Armadas ya no eran un actor que pudiera ocupar los cargos públicos, por lo que la resolución no fue vía golpe de Estado sino sucesión institucional legal (pero de dudosa legitimidad social). Los asesinatos anunciados en la introducción fueron en un contexto de alta conflictividad por parte de colectivos organizados como “los piqueteros”, los trabajadores de las fábricas recuperadas, organizaciones barriales, las “asambleas barriales” y “vecinales”, entre otros. Las políticas de apertura comercial, convertibilidad y flexibilización laboral debilitaron los recursos sindicales (mermó su tasa de afiliación, cambiaron las fuentes de financiamiento, perdieron su centralidad como dispositivos económicos). La respuesta fue, por un lado, subordinarse a los principios liberales convirtiéndose en lo que se denominó “sindicalismo empresarial”. Por otro lado, se formaron otras centrales enfrentadas abiertamente al modelo neoliberal como el Movimiento de Trabajadores Argentina y la Central de Trabajadores Argentinos. Durante los noventa la conflictividad sindical poco a poco fue suplantada por otro tipo de acciones adversariales como la de los movimientos de desocupados (Schuster, 2004). La desobediencia civil se destacó en diciembre del 2001 en los enfrentamientos entre la ciudadanía y la policía en el marco de la declaración del Estado de Sitio en todo el país. No obstante, la actividad guerrillera no fue una opción política de las organizaciones sociales.

Después de este momento liminal de lo político, el Estado conquistó su potencial ordenador de las relaciones sociales. En gran parte una renovada forma de gestión gubernamental le hizo re articular tres dimensiones; lo popular, el antagonismo a la violencia sistémica bajo la forma del “neoliberalismo” y el respeto a las instituciones adversariales como forma de administración del conflicto político. Esto le permitió ir ganando consensos al presidente Néstor Kirchner (de ahora en más NK) que perdió la primera vuelta electoral. Paradójicamente, la suma de las propuestas electorales con perfil neoliberal llegó a más de un 40% de los votos, lo que da cuenta de un giro de los sentidos producidos en la política después de diez años. En el año 2011, Cristina Fernández de Kirchner (de ahora en más CFK) ganó en primera vuelta con un 54% con propuestas asociadas a la sanción política de la violencia política estatal, a la inclusión social y el rol reparador del Estado.

Si durante el gobierno democrático de Alfonsín se había abierto un umbral que sancionaba la violencia estatal (aunque también la de las guerrillas), con los gobiernos que fueron del 2003 al 2015 se resignificaba el mismo. Una de las primeras leyes sancionadas fue la que declaró jerarquía constitucional a la "Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad", adoptada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, el 26 de noviembre de 1968 (25.778/2003). Con ello se declaraba la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final que los gobiernos previos habían impulsado para impedir el enjuiciamiento de los militares y civiles implicados en dichos crímenes. Además, se ratificó y otorgó rango constitucional a la Convención Internacional que declara la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad. La “intolerancia” estatal frente a los “intolerantes” atendió las demandas de una multiplicidad de organizaciones sociales de derechos humanos que reivindicaban el “Juicio y Castigo”.

Con este reconocimiento inicial del gobierno se permitió comenzar a asociar al Estado como “reparador” de los daños producidos sobre la población civil. A la vez, el gesto suponía la sanción a la violencia “entre sujetos” como resolución de los conflictos políticos, sin desconocer, aunque re significando, los antagonismos históricos. Es importante aclarar que no solo se trató de la voluntad política de un gobierno sino de la puesta en acción de una serie de sentidos ya desplegados en la escena pública sobre todo por organismos de derechos humanos.

Si el umbral democrático liberal se había abierto hacia la posibilidad de que la comunidad política resolviera los conflictos sin recurrir al uso de la violencia, después del 2003 este se reactualizaba gracias a nuevos discursos. La efectividad de estos gestos estuvo dada por algo más que la mera producción de significados y reivindicaciones (como se dijo estos ya estaban presentes en la sociedad civil). La fuerza de estos estuvo dada por la enorme gestualidad y producción de lazos afectivos de carácter positivo por parte de los representantes del Estado hacia objetos específicos. El 24 de marzo del 2004 el presidente Néstor Kirchner pidió perdón en nombre del Estado por los crímenes cometidos por el Terrorismo que éste había producido. Además, la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), un masivo centro clandestino de detención, tortura y exterminio, se convirtió por decisión ejecutiva en el Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos. En su apertura el presidente ordenó al jefe del Ejército a descolgar los cuadros del Colegio Militar de los (ahora nominados) “genocidas”. Todas estas acciones se realizaron en el marco de un amplio acuerdo entre partidos y organizaciones políticas y representaron un acto fundacional con un contenido específico que lo desbordaba.

Lo interesante de este acto, como muchos más que vendrían después, fueron las declaraciones y acciones también dirigidas a no reprimir la protesta civil. Ese acto fundacional proveyó de un origen mítico a la identidad “kirchnerista” que sería sostenido hasta la actualidad, pero sobre todo lo hizo en relación al proceso histórico de la comunidad política

El rechazo explícito al uso de las armas y ejercicio de la represión desde el Estado hacia la protesta como forma específica del derecho a la expresión impactó sobre la posibilidad de poner en cuestión las violencias sistémicas. A esta recuperación de la cuestión adversarial (la legitimidad de las partes de luchar por la configuración de lo social) se le articularon los sentidos/afectos en torno a lo popular. De nuevo, esta recuperación desde el discurso gubernamental no fue sui generis sino que también fue producto de la emergencia de sujetos políticos que reclamaban en clave popular antes del 2003 y desde la sociedad civil (Muñoz, 2010). Los sentidos en torno a la igualdad comenzaron a ser articulados al Estado y lo popular se reactualizó y se deslegitimó la violencia como recurso para dirimir los antagonismos. A continuación, analizaré cómo esto fue tramitado como “inclusión social”.

3.3 Democracia liberal y popular. Tensiones en los sentidos

La incorporación del principio de “igualdad” bajo la especificidad de las políticas públicas denominadas de “inclusión” social como fundamento de legitimación de las nuevas leyes abrió paso al tratamiento de las violencias sistémicas.

Las decisiones gubernamentales (legislativas y ejecutivas) se orientaron, desde un principio, hacia dos grandes sectores de la población, los más pobres y las clases medias. Para ello se impulsaron un conjunto de políticas económicas y sociales que tuvieron un impacto positivo sobre la reducción de la pobreza y la distribución del ingreso. (Aronskind, 2014).

El Estado se revaloró a tal punto como referencia para la inclusión social, que se constituyó en el centro de las propuestas de los candidatos a presidente en el año 2015. Esto da un sentido a la fuerza que tienen los umbrales de inteligibilidad; hacen visibles una serie de sentidos/afectos que estructuran la acción pública sancionando e invisibilizando otros.

El gobierno de NK se encontraba en una situación muy diferente a las relaciones de fuerzas políticas que acompañaron al primer gobierno de Perón, donde el crecimiento de la industria, los trabajadores y los sindicatos era ya un proceso en ascenso. En el 2003, el mercado informal era muy grande, la pobreza alcazaba a la mitad de la población, la tasa de afiliación era baja, la fragmentación del mercado laboral era alta y los salarios formales escasos.

Por motivos de extensión de este artículo se describirán tres tendencias que impactaron sobre la transformación del Estado: la atención a los “excluidos sociales”, la reivindicación de los trabajadores y los sindicatos y la ampliación de la ciudadanía. Estas acciones re significaron la cuestión de la “igualdad” en relación con el Estado bajo su formato de “inclusión” (al consumo y al mercado interno, al mercado de trabajo, a la producción nacional, a la libre existencia y expresión de la diferencia sexual y de género).

En primer lugar, las medidas en forma de derechos a los sectores más empobrecidos, instrumentadas por el Ministerio de Desarrollo Social y por la Administración Nacional de Seguridad Social. La asignación Universal por Hijo (2009) igualó en cobertura de asignaciones familiares al desempleado con el empleado. Esta tuvo un gran impacto sobre el coeficiente de GINI y redujo la pobreza extrema (Kessler, 2014). Los derechos previsionales se ampliaron hacia las amas de casa y hacia personas desocupadas que aún no llegaban a la edad jubilatoria. Todo esto se combinó con otro tipo de políticas de ingresos indirectos.

En segundo lugar, las medidas en forma de derechos a los trabajadores formales y el reconocimiento de los sindicatos como organizaciones que colaboraron con la gobernabilidad. Se creó el Consejo Nacional del Salario Mínimo y el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social comenzó a actuar como parte mediadora representante del Estado en las relaciones entre el capital y el trabajo. Fue muy notorio el aumento sostenido del salario mínimo vital y móvil, estancado desde principios de los noventa hasta el 2003, posicionándose en uno de los más altos de América Latina (para el 2012 había crecido 1338% con respecto al valor que rigió para el período de estancamiento durante los noventa). También lo fue la ampliación de las negociaciones y los convenios colectivos de trabajo, que aumentó la cobertura 90% en relación con el 2002. El crecimiento del empleo formal y la afiliación sindical se registró el paralelo con los subsidios a empresas, industrias y servicios como una forma de aumentar el salario indirecto. Estas tendencias marcan un claro quiebre de las iniciadas durante el período democrático previo (1989-2002), que a su vez (y paradójicamente) tenían mucha similitud con el gobierno militar (1976-1983). Además, los derechos laborales se extendieron a la seguridad y salud de los trabajadores, pero también a otro universo no protegido. El peón rural y el empleo doméstico comenzaron a ser reconocidos por el régimen de empleo formal.

La distribución primaria o funcional del ingreso nacional (capital-trabajo) mostró el efecto de la intervención del aparato estatal en la economía; las estimaciones dan cuenta del aumento de la apropiación del salario entre un 35% y un 43% después del 2009 según las diferentes fuentes (Graña, 2007; Lindebom, Kennedy y Graña, 2010).

Los conflictos sindicales aumentaron durante estos gobiernos, pero fueron típicamente adversariales, aun los que trascendieron las demandas corporativas. Los sindicatos que estuvieron en oposición al gobierno, impulsaron huelgas generales, pero sin romper con los mecanismos legalizados de negociación con el Estado y los empresarios.

En tercer lugar, se impulsaron derechos que no son típicamente sociales o económicos. Voy a destacar algunos. La ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (26.522/2009) amplió y pluralizó el universo de los medios de comunicación, aunque es altamente resistida por los monopolios mediáticos a través de mecanismos judiciales poco transparentes. Se crearon otros derechos que incluían las demandas de las asociaciones orientadas por reivindicaciones de género: la Ley de Matrimonio Igualitario (23.618/2010), la Ley de identidad de género (26.743/2012) de las personas y el protocolo de acceso a intervenciones quirúrgicas totales y parciales y/o tratamientos integrales hormonales para adecuar su cuerpo incluido su genitalidad, a su identidad de género auto percibida, las tipificaciones en el código penal en torno a los feminicidios, entre otras leyes, fueron votados con un amplio consenso de partidos en el parlamento. Esto se combinó con políticas específicas orientadas a la lucha contra la violencia de género, trata de “blancas” y tráfico de órganos.

Esto representó una enorme movilización de violencia simbólica. Pongamos unos ejemplos; casi 5 millones de personas lograron acceder a un empleo, éstas provenían gran parte del sector no registrado y del desempleo. Hay que hacer un ejercicio de imaginación para ponerse en el lugar del conjunto de transformaciones de relaciones sociales que impactaron sobre estas personas; al interior de la familia, en relación con el consumo, en relación con el estatus social, los sentidos de dignificación, los derechos, las relaciones con los empleadores, con el resto de los trabajadores en relación inmediata y mediados por la organización sindical, etc. Entre el 2002 y el 2009 alrededor de 7 millones de personas accedieron a nuevas protecciones sociales y el 84% de los adultos mayores accedió a una jubilación. Eso significó mejor salud, mejor alimentación y mayor independencia de otras personas. Ahora pongamos el caso de aquellos que pudieron ser reconocidos por ley según el género y no la genitalidad otorgada por la biología; la posibilidad de casarse, de adoptar, de acceder a un trabajo digno, de legitimidad frente a las relaciones sociales inmediatas, etcétera.

En contraposición surgen otras formas de coerción desde Estado. En Argentina, la población en ámbitos penitenciarios más comisarías se multiplicó 2.16 veces desde 1997 a 2013. La tasa es menos que la de otros países (165 sobre 100.000) como por ejemplo los de la región o la de Estados Unidos que es de 177. Pero es mayor a la mundial (144) y la tendencia fue a aumentar después de los noventa.

El brazo armado del Estado está sostenido sobre un conjunto de relaciones sociales que no han sido transformadas sustancialmente en su forma de tratar la seguridad y ha aumentado su tendencia a la corrupción. Se generan redes que tienen su propia gestión del uso de las armas para el control del territorio, como, por ejemplo, la violencia extrema denominada como el “gatillo fácil” (es decir, personal policial que utiliza con motivos criminales las armas y la eliminación física sobre la población civil). Pero no solo no fueron combativas exitosamente, sino que tienden a crecer. Por ello no se puede plantear como tendencias generales decididas desde el poder político, ya que éstas son superadas por otras voluntades que no se exponen en la esfera pública y actúan justamente bajo el amparo de lo invisibilizados. Por ejemplo, las repetidas denuncias de líderes sociales asesinados o de jóvenes de “barrios” pobres ponen así lo demuestran (CELS, 2015) Es necesario dar cuenta de cierta impotencia del Estado “popular” y “democrático” en esta materia.

Ahora bien, ¿Cuáles fueron los sentidos asociados a lo popular desplegados durante el periodo? La fragmentación de los sindicatos (después del 2010 las confederaciones y centrales se dividieron en oficialistas y no oficialistas) sumada a la heterogeneidad laboral (un tercio de los trabajadores son informales y la distribución del salario forma real es muy heterogénea) descentró a estos organismos como los principales canales de comunicación entre el gobierno y la ciudadanía. Las corporaciones nacionales exportadoras y mediáticas articuladas con sectores internacionales financieros y del “agronegocio” ampliaron sus poderes fácticos para decidir sobre procesos políticos estatales y sociales. Las organizaciones de la sociedad civil se pluralizaron ampliamente; organismos de derechos humanos (abuelas de plaza de mayo, madres de plaza de mayo, madres contra el paco, movimientos contra la violencia institucional, etc.) asociaciones en defensa de la diversidad sexual, movimientos feministas, entre otros marcaron disidencias y posiciones cercanas al gobierno. Algunas en clave de la demanda de reconocimiento de sus identidades y otras más en clave popular (Retamozo y Muñoz, 2013). Por ejemplo, es llamativa la convocatoria efectiva que se realizó desde el gobierno hacia las organizaciones con el fin de defender ciertos emprendimientos como, por ejemplo, la ley de retenciones a las exportaciones agrícolas, las fechas claves en materia legislativa o fechas patrias. El uso de la ocupación del espacio público por parte de organizaciones y redes ciudadanas fue un recurso común de defensa de la posición del gobierno con discursos en clave popular (“nosotros los de abajo, somos los representantes de la nación”). Garretón señalaba en el año 2000 que, en términos sociológicos, “no hay real conflicto entre los que están en el sistema y los que no lo están, sino solo los que están dentro en torno al modelo de desarrollo” (p. 34). Pero, a diferencia de él, sostengo que después del 2003 se volvieron anudar la lógica de lo nacional popular al Estado para tramitar las exclusiones.

En primer lugar, es de destacar la evolución de las demandas defensivas a las ofensivas de las organizaciones que en los noventa habían participado de la conflictividad social bajo el nombre de “piqueteros”. La Confederación de Trabajadores de la Economía Popular nace en el año 2010 con la pretensión de que sean reconocidos como trabajadores un conjunto de ciudadanos empobrecidos, producto del modelo neoliberal, pero que no fueron tampoco incluidos en el mercado laboral formal después del 2003. Esta organización expresa una parte de la población que muestra los límites de la “inclusión social” (plebs), eje articulador de este nuevo momento histórico, a la vez que se identifica con el pueblo trabajador peronista (populus).

En segundo lugar, la disputa por la retención de la renta agraria en el 2008. En ella, las corporaciones empresariales que iban a ser afectadas si se aprobaba una ley impulsada por el ejecutivo, tuvieron una gran capacidad de convocar bajo el nombre del pueblo. “Nosotros el campo, somos los verdaderos generadores de la riqueza de la Nación”. Bajo ese lema se agruparon tanto las asociaciones empresariales como redes de ciudadanos en contra de la aprobación de la ley. Cabe aclarar que frente a ellos se movilizaba también un conjunto de organizaciones también en nombre del Pueblo a favor de la aprobación de la ley y la distribución de la riqueza.

Estos ejemplos ponen en evidencia el grado de efectividad de los dispositivos de la lógica de lo popular anudada a lo estatal como comunidad política. Asimismo, como hecho inédito, la violencia entre sujetos políticos quedó abiertamente deslegitimada. No obstante, la creciente “financiarización” y concentración de la economía, las exclusiones y el debilitamiento del trabajo como lazo social, el crecimiento de la influencia de los medios de comunicación para individualizar y desactivar lo político, influye sobre la emergencia de otro tipo de violencias que limitan profundamente las posibilidades de transformación desde la soberanía popular anudada al Estado Nación.

4 Conclusiones

La historia no se repite. No se puede expresar como una evolución hacia ningún punto ni puede ser pensada de manera ascendente. Tampoco es un espiral ni un círculo. Entonces ¿como se puede leer la historia? ¿Las sociedades avanzan hacia menos violencias? ¿Hacia más democracia? Hay muchas formas de responder a estos interrogantes. Balibar (2014) entiende a la modernidad como un período compuesto de períodos de un devenir histórico, “momentos sucesivos separados por umbrales que corresponden a tendencias nuevas” (p 14), donde la emergencia de cada uno supone la puesta en cuestión de los presupuestos, sin tener carácter evolutivo sino marcado por la incertidumbre.

Para reflexionar en torno a estas cuestiones fue ilustrativo analizar el caso de Argentina.

A mitad de siglo, la violencia política fue tramitada de manera singular. El nombre del Pueblo emergió como representación de un universal que solo existía a través del conflicto en torno a lo que debía ser el Estado. La violencia desde éste hacia la población civil no cesó más que por un breve período, pero los sentidos en torno a lo popular/estatal quedaron prendidos a la comunidad política.

En la década de los ochenta, la comunidad política moralizó el uso de la violencia quitándole su estatus político. Dicho de otra manera, se asoció la violencia del Estado y la resistencia civil a comportamientos “indebidos”, en vez de a proyectos societales o a decisiones estratégicas. La sobrexposición en torno a las violencias armadas tendió a invisibilizar la violencia sistémica y las posibilidades de su tratamiento a partir de lo popular. El éxito del neoliberalismo tendió a consolidarse alrededor de este núcleo de sentido/afecto.

Después del 2003 se volvieron a re-tematizar las violencias. Se logró construir un amplio consenso que reivindicaba el respeto a los derechos humanos como parte de la definición del Estado y que sancionaba abiertamente la violencia entre sujetos políticos como forma de resolución de los conflictos (pero sobre todo a la producida por el Estado). La emergencia de la sociedad civil armada no era perseguida como sí debía ser prohibida la represión estatal. Además, se asoció la coerción estatal con la construcción de proyectos societales que, articulado a un conjunto de gestos y políticas públicas, generó un consenso en la comunidad política. Este se apoyó sobre la articulación de una nueva lógica democrática adversarial (que perime el uso de la violencia política para resolver conflictos) con una re-emergencia de la nacional-popular en el Estado, que legitimó la denuncia y el tratamiento de la violencia sistémica.

Aquí se puso de relieve cómo las violencias se entremezclan de manera particular en los procesos políticos. Se analizó la coerción estatal para el ordenamiento territorial frente a la desobediencia civil y los enfrentamientos violentos del sindicalismo (anarquista, comunista y socialista, y luego el peronista). Se reflexionó sobre la violencia sistémica reestructurando las formas de explotación, dominación y subordinación (cambios en el GINI y la distribución funcional del ingreso) en combinación con las emergencias de lo popular como forma de subjetivación e institucionalización de los derechos. Se destacó cómo un “umbral de inteligibilidad” genera una plataforma de sentido creando pautas de acciones legítimas e ilegítimas dentro de una comunidad política pero también generar invisibilidad sobre otras. Colaboran con la estructuración de la lucha política ordenando lo visible y lo invisible, lo posible y lo imposible.

Así, aunque se perimió el acceso a la violencia como forma de resolución a los conflictos, no se debilitaron otros medios como los “golpes de mercado” (fuga de capitales y retención de divisas), “guerra económica” (suba de precios y desabastecimiento) o “guerra mediática” (la construcción de temas en la agenda pública que van en contra de la gobernabilidad). Por ejemplo, el tema de la “seguridad” (lo que comúnmente atañe a la violencia “social dispersa” o “sin objeto”) se ha convertido en objeto de un conflicto político entre la oposición, partidaria en conjunto con empresas mediáticas en contra del gobierno.

El crecimiento de la “población desechable” es un producto de la violencia sistémica y el debilitamiento de mecanismos que permitan nuevas formas de subjetivación. Algunas tendencias que desfavorecen la emergencia de lo popular como espacio de disputa de transformación de la comunidad política, son la asociación del individuo con la imagen del consumidor como goce y ejercicio de la felicidad, las corporaciones mediáticas que tienden a individualizar y a suprimir la dimensión de lo político, el crecimiento de la distribución y el consumo de drogas, las empresas criminales que ofrecen salidas de enriquecimiento a la población joven y humilde.

Esas son violencias que se sostienen en un devenir poco perceptible en el espacio público pero que se atan a otras que sí lo son. El actual gobierno del presidente Mauricio Macri ganó las elecciones en el año 2015 con una campaña electoral que no antagonizaba con los ejes descriptos después del 2003. No obstante, las decisiones vinculantes tomadas una vez asumido el cargo fueron en sintonía con lo que se denomina “neoliberalismo” económico. Pero, además, funcionarios de su gobierno, líderes de opinión que lo apoyan, y otros actores claves como la Iglesia Católica y sectores de la Justicia, han iniciado ciertos relatos que van en dirección contraria a los sentidos/afectos construidos desde el regreso de la democracia y asociados a las violencias. Algunas acciones son de destacar. Las primeras son los relatos que intentan desarticular el consenso en torno a la cuestión de los “derechos humanos” ya descripta. Frases como “el negocio de los derechos humanos” (Gasulla, 2012, p.1) en vinculación con los beneficios que tuvieron las víctimas de la represión estatal durante el mandato electoral previo fueron, no solo realizadas por referentes en la opinión pública, sino también funcionarios del gobierno. Las otras acciones son de carácter institucional, como, por ejemplo, la disolución de espacios asociados a la investigación de los delitos de lesa humanidad en diferentes administraciones públicas. Finalmente, llamó la atención la reducción de la condena de un caso que involucra un delito de lesa humanidad. Este beneficio fue declarado aplicable por parte de la Corte Suprema de Justicia sentando antecedente para futuros casos. La reacción inmediata contra estas decisiones judiciales y públicas que tuvieron numerosas organizaciones de la sociedad civil y referentes políticos da cuenta de que el umbral democrático liberal y popular sigue condicionando acciones.

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