Reseña de Moreno Pestaña (2016) La cara oscura del capital erótico. Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios

Review of Moreno Pestaña (2016) La cara oscura del capital erótico. Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios

  • Angel Enrique Carretero Pasin
Portada libro

José Luis Moreno Pestaña (2016)
La cara oscura del capital erótico. Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios. Akal.
ISBN: 978-84-460-4332-4



La última obra que nos brinda José Luis Moreno Pestaña, La cara oscura del capital erótico. Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios, entraña un titánico esfuerzo teórico, aunado con un interesante trabajo de índole empírica, encaminado a escrutar las claves del “capital erótico” asignado al cuerpo en las sociedades del capitalismo avanzado. Un esfuerzo que, para quienes hayan seguido la trayectoria intelectual más reciente de este autor, no debiera ser sorprendente y enlaza con el ya exhibido en obras precedentes (ver Moreno Pestaña, 2006; 2008; 2010; 2013, entre otras). Ahora el objeto de estudio en que ha fijado su atención filosófico-sociológica es un objeto tradicionalmente orillado en el decurso del pensamiento occidental: el cuerpo. Con las excepciones de Maurice Merleau-Ponty (1945/1975), con quien comienza a tomarse en serio el cuerpo en el campo de las ideas, más tarde Michel Foucault (1975/1976), a quien debemos el reconocimiento de la importancia conferida al cuerpo en el régimen disciplinario instaurado por las instituciones modernas, y finalmente Norbert Elias (1939/1989), al enseñarnos la autocontención física y psíquica puesta en marcha por el «proceso de civilización» fruto de la aparición del Estado moderno, poco o ningún espacio se le habría concedido al cuerpo.

El énfasis intelectual de Moreno Pestaña por valorizar lo corporal, y por ende la relevancia de una cultura corporal, se enmarca en el propósito de hacernos ver el funcionamiento de una actual “gestión política” de los cuerpos. Propósito necesario, en la medida en que el poder discursivo en torno al cuerpo ha sido históricamente patrimonio del saber médico, y en fechas más próximas, del psicológico. La obra aquí comentada es una saludable tentativa por dejar hablar a otras voces —sin ansiar con ello que estas otras voces tengan como móvil una simple conquista de un espacio discursivo— a las que los saberes dominantes despreciaron o acallaron. Se trata de la voz de una sociología que, contrariando los derroteros más cuantitativos hoy hegemónicos, se ve incentivada por un añadido filosófico, ofreciendo unos prometedores hallazgos que acreditarían sobradamente el clamor por la institucionalización de una urgente Sociología de la Salud.

El núcleo teórico central en el que se soporta la obra de nuestro autor implica una reactualizada revitalización de ciertos aspectos conceptuales pertenecientes al legado marxiano. Así, se nos dice, el “capital erótico” es contemplado, básicamente, como una

fórmula más, como un sucedáneo, de lo que Karl Marx había entendido como “capital variable” (Moreno Pestaña, 2016, pp. 46-52). Por eso, su correcta lectura exigiría que se le identificase como, esencialmente, «fuerza de trabajo», quedando, así, absolutamente desdibujada una imagen suya aterciopelada en torno a un falsificador glamour. «Fuerza de trabajo» que, de acuerdo a las florecientes versiones teóricas del Capital Humano y a la practicidad de sus lógicas, transformaría a los individuos en una mera entidad como “recurso” y restringiría unívocamente la consideración de sus acciones al móvil de una exclusiva capitalización que de ellas se haga o potencialmente pudiera hacerse. De ahí que, como subrepticio telón de fondo de la exposición de Moreno Pestaña, se encuentre, en realidad, una temática familiar en un contexto de pensamiento hegeliano-marxista, y que no es otra que la temática de la reificación. De pasada, además, nuestro autor, fiable conocedor del universo teórico marxista, se permite hacer alguna objeción de reojo a las teorías del “cálculo racional” que han buscado erigirse en fechas relativamente cercanas en un innovador marco de referencia para la Teoría social, con una intromisión incluso en el espectro del marxismo bajo una fisonomía analítica. Pues bien, el análisis del “capital erótico” por él desenvuelto se afilia a un proyecto de profundización en la disección de las expresiones a través de las cuales la reificación habría adquirido actualmente unos nuevos perfiles. Nuestro autor revela cómo las condiciones de trabajo en el capitalismo postfordista demandan un compromiso contractual de la subjetividad, y hasta de la intimidad, con los dictados de la empresa, en virtud del slogan neoliberal según el cual absolutamente todos, ontológicamente nos atreveríamos a decir, estaríamos destinados a ser empresarios de nosotros mismos. De manera que, se insiste, las modalidades laborales en el capitalismo presente se afanarían en disciplinar las identidades con el objetivo de adecuarlas a las nuevas estrategias empresariales. En ellas se persigue una implicación de lleno de la persona en las pautas organizativas del trabajo, por medio de una configuración y un control de su subjetividad. Y, en este sentido, el libro aporta ilustraciones sugerentes, a través de algunas de las confesiones de las mujeres entrevistadas, de lo que habría supuesto el tránsito generacional de un capitalismo tradicional, de tono familiar y paternalista, a otro, el actual, gobernado por este nuevo patrón estratégico orientado a un dominio de la subjetividad. La decisiva trascendencia sociológica del “capital erótico” queda, para Moreno Pestaña, enmarcada en estas coordenadas así dibujadas. Asimismo, él dejará claro, por otra parte, que el afrontamiento de los problemas psíquicos y colectivos ocasionados por el tratamiento dado en el seno del capitalismo al “capital erótico” debiera pasar, irremediablemente, por el desarrollo de unas políticas públicas cuya exclusiva competencia sería del Estado. Como también abogará, como vacuna ante los estragos provocados por este “capital erótico”, por un mayor profesionalismo, incluyendo una más nítida objetivación en los aprendizajes reglados o en los criterios de acceso y promoción organizacional, así como por una regulación en un asilvestrado mercado laboral operativo en sectores en donde la apariencia pasa a ocupar un primer plano.

Otra de las virtudes destiladas en esta obra radica en su original aportación, marcada por un implícito sello foucaultiano, a una mejor comprensión de la “gestión política” de los cuerpos llevada a cabo en el capitalismo tardío. Es una excelente contribución, en este sentido, al esclarecimiento de una lectura biopolítica de lo corporal en la cultura actual. Para ello contraviene las legitimaciones en clave cientifista (léase fundamentalmente biologicista, y específicamente genética), o asimismo moral (atribuyendo al descuido del cuerpo una carga de irresponsabilidad no sólo con uno mismo sino también con lo social), que no habrían anhelado otra cosa que prestar una justificación a la sujeción de los cuerpos a una norma; encargada ésta, en última instancia, de apresar la singularidad de la vida en ella. Su lectura biopolítica se hilvana directamente con los efectos en el tejido colectivo desencadenados por el despliegue de una ideología neoliberal obstinada en que la definición del cuerpo se haga a partir de los cánones de la organización empresarial. La “ideología de la delgadez” encajaría perfectamente en este cuadro analítico. Y curiosamente una noticia relativamente reciente aparecida en los medios de comunicación, en la que se insinuaba que la sanidad pública británica se desentenderá próximamente de determinadas patologías asociadas a la obesidad, parece avalar el dictamen biopolítico aquí anunciado.

Moreno Pestaña, a contracorriente de la discursividad legitimadora de esta expresión biopolítica, se afanará por incorporar la perspectiva sociológica (de un tipo concreto de sociología, todo hay que decirlo), acentuando además en este cometido la variable de “clase”, como opción teórica fundamental en la elucidación de las perniciosas consecuencias resultantes de la entronización neoliberal del “capital erótico”. Con razón, ya a finales de siglo XIX, el economista devenido en sociólogo Thorstein Veblen (1899/2014) nos hacía que ver que el tipo de vestimenta de lo que él llamaba “la clase ociosa” estaba marcada por la obstinación en mostrar socialmente que no se desempeñaba trabajo productivo alguno, prefigurando, de alguna forma, las tesis luego desplegadas con un mayor ahínco por Pierre Bourdieu (1979/2002). En efecto, no podría obviarse, pues, la variable de “clase”, puesto que, al buen juicio del autor, las secuelas de los códigos del “capital erótico” serían notablemente más acentuadas a medida que descendemos en la procedencia en el escalafón social de los individuos, en virtud de no sólo la mayor indefensión de las clases populares al influjo estigmatizador alentado por lo que George H. Mead (1934/1982) denominara un “otro generalizado”, sino también a los particulares patrones de socialización primaria a los que éstas se habrían visto inducidas tempranamente. No se le puede reprochar a Moreno Pestaña, en este aspecto, no haber atacado la problemática del mencionado “capital” desde su raíz: los códigos de socialización característicos del “capital cultural” burgués (en armonía con la dedicación laboral a la que se consagran sus miembros), más sofisticados, diríamos, por el «proceso de civilización» (Elias), pueden resultar un antídoto ante el “capital erótico”. El nocivo, aunque opaco, envés del glamour sería más acusado en las clases populares, y, en consecuencia, también sus patologías asociadas. Un registro éste, el del “capital erótico”, que, intrínsecamente ligado al terreno profesional, revela que las llamadas patologías alimentarias (la anorexia como más emblemática) por este “capital” inducidas, incidirían a menudo de manera bien dispar en los diferentes estratos sociales, desvelando que también en las “enfermedades profesionales” se estarían confirmando y reproduciendo las diferencias de clase. Y, en este contexto, nuestro autor argumentará sólidamente —instando, además, a las instituciones de paso a adoptar responsabilidades en este asunto— el por qué del reclamo de que las patologías alimentarias obtengan una acuciante condición de patologías, en última instancia, laborales. Pero, a mayores, Moreno Pestaña reincorpora en la perspectiva sociológica por él estilada un factor epistemológico difícilmente aceptable en otros marcos discursivos, como pueden ser el médico, el psicológico o el psicoanalítico, que, como denominador común, contemplan habitualmente la relación con el cuerpo desde la óptica de la “individualización”. Una “individualización” de la que las terapias existentes que en el libro se mencionan no logran tampoco, en realidad, desasirse, puesto que estarían cinceladas desde un “autogobierno psi”, desde la conquista de una «pureza» (Mary Douglas, 1966/1973) del yo, con una extirpación consiguiente de todo lo que tenga que ver con una grasienta contaminación procedente de lo socio-histórico. Se trata del factor contextual. La apertura a la comprensión de la acción social desde su dimensión contextual alumbraría unas posibilidades investigadoras evidentemente cercenadas en otros discursos. En esta tarea se ayudará de una refinada metodología de carácter esencialmente cualitativo, la estimulada por el empleo de “Entrevistas abiertas” y el “Grupo de discusión”, encaminada a deshilvanar el significado político de los heterogéneos y desiguales recorridos profesionales trazados por un conjunto de mujeres que, en mayor o menor media, se habrían sentido o habrían sido víctimas del “capital erótico”. En otro orden de cosas, como consabido admirador de las directrices sociológicas inauguradas por Bourdieu, Moreno Pestaña no se deja atrapar fácilmente en un reduccionismo economicista, haciendo valer la trascendencia operativa del ámbito de lo cultural, del habitus, en los itinerarios profesionales delineados por sus entrevistadas, en sus originarios procesos socializadores sellados por una huella de clase, así como en sus reajustes resocializadores obligados por los cambios en la dinámica laboral.

Esta obra de Moreno Pestaña, como en general todo su trayecto filosófico y sociológico, no se acomoda en unos simplificadores clichés aparentemente interpretativos de la realidad social, sino que se abre y encara la complejidad de las problemáticas objeto de su mirada, no la rehúye. Establece un interesante diálogo con propuestas de fuerte resonancia académica actual, como las de Catherine Hakim (2011/2012) o Eva Illouz (1997/2011), precisamente con el propósito de inocular una mayor complejidad en los presupuestos analíticos desde los que se aborda el “capital erótico”. Y para ello le aplica no sólo un correctivo ya aconsejado a Alicia —la célebre heroína de la novela de Lewis Carroll— según el cual “lo importante siempre es saber quien manda”, sino, sobre todo, una receta conjunta de índole marxiana y bourdieuana. Porque hemos aludido anteriormente a la importancia de Marx en el trasfondo de esta obra, a la que también habría que añadir la de Bourdieu. De hecho, en su conjunto, el implícito marco teórico que servirá de diagnóstico al “capital erótico” va a ser el elaborado por este último. Y, también en sintonía con las directrices teórico-metodológicas sugeridas por el sociólogo francés, se ve aclarada una de las tesis fuertes aquí contenidas: la subsunción del “capital erótico” como “capital cultural”.

Este buen trato con la complejidad del problema se refleja, asimismo, cuando señala, contra Hakim y de la mano de Platón, la imposibilidad de conciliar al unísono los diferentes “capitales” (Moreno Pestaña, 2016, p. 76), cuando se cuida de plantear una tesis causal entre “capital erótico” y trastornos alimentarios (Moreno Pestaña, 2016, p. 228), o cuando, en este caso de la mano de Hakim, asume que el “capital erótico” no sólo actúa como un instrumento de dominación, sino que podría asimismo ser instrumentalizado en aras de una movilidad laboral ascendente (Moreno Pestaña, 2016, p. 165). Si quisiésemos proseguir en el ahondamiento de esta complejidad no estaría de más, a sabiendas de que, intencionadamente, extralimitaríamos los linderos establecidos desde la circunscripción sociológica, repensar este efervescente culto al cuerpo, este ensalzamiento de la belleza en su mostración como apariencia, en virtud del reconocimiento de que, dado que el cuerpo es lo único de lo cual tenemos a día de hoy una real certeza, es lo único que, en consecuencia, puede ser perfeccionable. En otro “marco ideológico”, o si se quiere “cultural”, el cultivo de la perfección individual se había encauzado por medio de un cultivo de lo espiritual, de la interioridad, activando, por ejemplo, un sobrado elenco de modulaciones de corte ascético. De ahí la relevancia históricamente concedida a la práctica de “ejercicios espirituales” en escenarios religiosos, aunque no en exclusividad. Si bien, posteriormente, ya instalados en la incredulidad en torno a ellos, los desenmascarásemos, en el fondo, como no otra cosa que ejercitaciones mentales al uso sobre las que dar rienda suelta a unas “tecnologías del yo” vinculadas al poder (Foucault, 1981/1990, pp. 45-94). Evidentemente, ahora este encauzamiento no se torna ya viable, debido a una definitiva aceptación de que, a instancias de un materialismo triunfante, ha sido asumido, culturalmente, que somos exclusivamente cuerpo. Y solamente puede ser laboriosamente ejercitado en su mejora aquello de lo que sí se posee una constancia de su realidad.

Cumpliendo con un protocolario gesto de establecimiento de un diálogo crítico con las tesis en esta obra sugeridas, introduciríamos tres observaciones que bajo ningún concepto pretenden deslucir o dar una imagen empobrecida de sus propuestas planteadas, sino, más bien, de afinarlas, añadiéndole, si cabe, todavía una mayor dosis de complejidad a una problemática ya en sí misma harto compleja. Observaciones que, todo hay que decirlo, no están arrojadas hacia el desarrollo del contenido temático aquí expuesto, sino que, recalquémoslo, están únicamente movidas por la intención de matizar y debatir ciertos aspectos de sus presupuestos teóricos.

En primer lugar, un presupuesto de fondo discutible: la adopción del axioma según el cual el significado social de la belleza, y por tanto del “capital estético”, es directamente dependiente, y hasta podría subsumirse, en los juegos de poder circulantes por la sociedad; en otros términos, que “lo estético” no pueda zafarse de “lo político”. Es sabido que la pugna entre “Naturaleza” y “Cultura” ha ocupado la atención de la Filosofía y de las Ciencias Sociales prácticamente desde el mundo griego, tornándose, por diferentes motivos, como una temática casi nuclear en las últimas décadas. Nuestro autor no silencia el componente de “Naturaleza” encerrado en el “capital estético”. Ocurre que, legítimamente, no considera pertinente ni de utilidad el que éste sea tomado en cuenta para los objetivos que guían su trabajo. El problema es si este componente realmente mereciera ser orillado de partida en aras de la guía investigadora previamente perfilada, o si, más bien, es un elemento con el que también habría que contar, en cuanto “condición de posibilidad”, en la dinámica desplegada por el “capital estético”; relativizando, o cuando menos puntualizando, el axioma de partida indicado. Estamos convencidos de que Moreno Pestaña se hace cargo de que “La Naturaleza” también tiene voz en este asunto, sin por ello asumir formulas de rancio corte “naturalista” o, peor aún, “esencialista”. Lo que ocurre es que el pertinaz, y más que loable, propósito de dibujar el cuerpo en el marco de las relaciones de poder, y por tanto de subrayar la operatividad de la cultura en este campo a través de los factores socializadores, corre el riesgo de tender a sobreenfatizar el nexo entre “subjetividad” y “cultura”, dando de suyo por omitida o subestimada una persistente presencia de “lo natural”. Una presencia obviamente injustificada en virtud de las finalidades a las que orienta su atención, pero no por ello despreciable, operativamente hablando, en términos sociológicos. Y aquí pudieran tener cabida aspectos tales como la “expresividad personal”, la “afirmación de la singularidad” o la “necesidad de distinguirse” (Simmel, 1905/1988), ligados, de manera connatural, a una inherente y espontánea creatividad de la acción humana fuertemente implantada en lo social (Castoriadis, 1975/2013), y difícilmente reducibles o traducibles bajo un corsé de clase.

En segundo lugar, en efecto, sí existe y actúa una «hegemonía cultural» volcada hacia lo estético, pero no siempre ni necesariamente ésta modela, y por ende domina, por completo la totalidad de lo social, alcanzando el propósito que inicialmente deseaba cumplir. La recepción e impregnación por parte de lo social de esta «hegemonía» son fenómenos algo menos mecánicos y más heterogéneos de lo que aparentan, provocando, en ocasiones, efectos inesperados e impredecibles, «desvíos de sentido» (De Certeau, 1990), resistencias —ostensibles o camufladas—, o, en su caso, “apropiaciones” que adoptarán como respuesta cursos diferenciales al instando por dicha «hegemonía». Visto así, el recurso a una «hegemonía ideológica» en cuanto llave explicativa de esta fenomenología podría resultar un recurso a mano que ahorraría el esfuerzo teórico conllevado en encarar la complejidad inherente a este hecho social, como a otros muchos. Entre la ideología gestada e irradiada desde unos centros neurálgicos y sus receptores suelen interferirse mediaciones con la que ésta se encuentra y que, en ocasiones, la difractan. No existe el dibujo de una ortodoxia ideológica en estado de pureza más que en la conciencia de quién la ha generado, puesto que, en su misma difusión, se desdibuja y nace una potencial heterodoxia. Una de las mediaciones significativas a tener en cuenta, entre otras, podría ser la contemplada desde una reavivación del papel concedido a las “estructuras de la socialidad” en donde la ideología transmitida es recepcionada. En efecto, los patrones culturales encargados de designar los modelos de belleza actúan bajo un régimen articulado sobre una explícita o implícita exigencia imperativa. Pero para ser realmente activados necesitan tomar asiento en una dinámica de «imitación grupal» (Tarde, 1890/1907), en un estrechamiento casi táctil entre las mujeres implicadas y en una urdimbre afectiva y sentimental. De ello se entretejerá un género de socialidad que hallará una aclimatación simbólico-identitaria -de una condición probablemente más “imaginaria” que real-, pero de naturaleza indudablemente microgrupal. Por ejemplo, cuando se aborda el papel atribuido al “grupo de amigas” se estaría precisamente apuntando en esta dirección. Y aquí serían ingredientes vinculados a un autorreconocimiento identitario, y no tanto a la actuación de una «ideología dominante», lo auténticamente decisivo. Sería, no obstante, sumamente ingenuo negar tanto la eficacia como los estragos psíquicos propiciados por una sutil «ideología dominante» ensalzadora de la belleza que, interpelando, como diría Althusser (1968/1972) siguiendo a Jacques Lacan, a los individuos en tanto que Sujetos, deja mayores secuelas en los sectores sociales con un “capital cultural” más débil. Otra cosa distinta es el empeño por constreñir la esencia de lo estético bajo categorías, a secas, sexuales, matrimoniales o profesionales, como, asimismo, por circunscribirla, específicamente, a los dictados ofrecidos desde una «ideología dominante»; por ceñirla, en suma, a algo objeto de una delimitación y un cincelado sesgadamente sociologicista. Y el inevitable peaje resultante del exceso en una oscilación sociológica será aquí un cierto destierro de la consideración antropológica.

En último lugar, más concisamente, hay un sello un tanto determinista latente en la noción de habitus que aquí se aplica y que no debiera ser obviado. Parece concedérsele al “capital cultural”, ligado íntimamente al habitus de clase, una valoración que dificultaría la compatibilidad con una reconsideración de la acción social en donde ésta, si bien evidentemente acotada por unos márgenes prediseñados por el habitus, albergue la posibilidad de elaborar trayectorias personales y profesionales distantes a éste. El retrato de la primera de las mujeres entrevistadas podría resultar, en este sentido, aleccionador. El habitus es, sin lugar a dudas, una herramienta conceptual inigualable para entender el por qué de la reproducción de la desigualdad social en sus distintos niveles, pero no para ser aupado como categoría analítica determinante de toda suerte de destino individual. Como nos consta que bien sabe Moreno Pestaña, y rompiendo con clichés usualmente arraigados en una buena parte de la tradición sociológica denominada “crítica”, no todos los aficionados al futbol, por ejemplo, lo son de acuerdo o por encajar en un específico habitus de clase, o por atesorar un presunto, heredado o no, disminuido “capital cultural”. “Hay de todo”, valga una expresión popular que sirve de acicate para un mayor asomo a una complejidad inscrita en todo fenómeno social. Para concluir, cabe suscribir -y quizá sobremanera en un escenario, como es el de esta obra, en donde el atuendo ocupa un lugar señalado- la ingeniosa afirmación vertida por nuestro añorado Luis Castro Nogueira. A la luz de lo anterior, decía él: “EL HABITUS NO HACE A (TODO) EL MONJE” (Castro, Castro y Morales, 2005, p. 487).

Referencias

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Moreno Pestaña, José Luis (2016). La cara oscura del capital erótico. Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios. Madrid: Akal.

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