Transformaciones históricas de la cirugía estética como dispositivo de normalización. El caso de la rinoplastia

Historical transformations of aesthetic surgery as a normalization apparatus. The case of rhinoplasty

  • Marcelo Córdoba
En el presente artículo desarrollo una interpretación histórica de la cirugía estética como tecnología normalizadora de la apariencia corporal. El argumento que despliego sostiene que la cirugía estética, en cuanto dispositivo de normalización, funcionó con arreglo a una racionalidad homogeneizadora hasta mediados del siglo pasado, para sobrellevar desde la segunda postguerra un proceso de reconfiguración que llegaría a consolidarse en la actualidad como un régimen de carácter individualizador. Ilustro este argumento a partir de una consideración del sentido y el valor cultural cambiante que en este período recibió la experiencia de la rinoplastia. El método empleado es el análisis comparativo de dos textos producidos en condiciones históricas diversas: por un lado, Transformation and Identity. The Face and Plastic Surgery (1974), de la antropóloga estadounidense Frances Cooke Macgregor; por otro, Hacerse. El viaje de una mujer en busca de la cirugía perfecta (2010), de la periodista argentina Daniela Pasik.
    Palabras clave:
  • Cirugía estética
  • Rinoplastia
  • Normalización
  • Passing quirúrgico
In this article I develop a historical interpretation of aesthetic surgery as a normalizing technology of body appearance. The argument I present holds that the normalization apparatus of aesthetic surgery operated according to a homogenizing rationality until the middle of the past century, undergoing since the second post-war a reconfiguration process which nowadays established it as an individualizing regime. I illustrate this argument by considering the changing cultural meaning and value that the experience of rhinoplasty received along this period. The method I employ is the comparative analysis of two texts produced in different historical conditions: first, Transformation and Identity. The Face and Plastic Surgery (1974), by the American anthropologist Frances Cooke Macgregor; secondly, Hacerse. El viaje de una mujer en busca de la cirugía perfecta (2010), by the Argentine journalist Daniela Pasik.
    Keywords:
  • Aesthetic Surgery
  • Rhinoplasty
  • Normalization
  • Surgical Passing

1 Introducción

La especialidad quirúrgica comúnmente conocida como “cirugía estética” designa a una práctica médica particular: su realización comporta intervenir quirúrgicamente sobre un cuerpo funcionalmente sano. Refiere a procedimientos realizados por profesionales médicos, cuyo propósito declarado, con todo, no es otro que el embellecimiento del paciente; por definición son, por tanto, procedimientos de carácter electivo. Por su parte, las aspiraciones del cirujano plástico —en cuanto profesional médico— trascienden las milenarias constricciones hipocráticas, proyectándose idealmente en la consumación arquetípica del hombre renacentista. Tal como la ha caracterizado la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética (ISAPS, por sus siglas en inglés), sus procedimientos suponen el despliegue de una refinada “combinación de arte y ciencia”.

La etiqueta formal “cirugía plástica” fue acuñada por el cirujano francés Jean Pierre Desault (1738-1795) —expresión derivada del término griego plastikós, esto es, una sustancia susceptible de ser moldeada o reformada— para describir aquellos procedimientos que buscan reparar deformidades y corregir déficits funcionales. Pero el nombre sólo se volvió de uso común —junto con el sufijo -plastia para calificar a los procedimientos implicados— a partir de la publicación en 1818 de la monografía Rhinoplastik, del cirujano alemán Carl Ferdinand von Graefe (1787-1840) (Gilman, 2001). En los orígenes, la rinoplastia fue, en efecto, la cirugía estética por antonomasia.

En el presente artículo desarrollo una interpretación histórica de esta particular práctica médica, enfocando mi interés sobre la transformación de su modo de funcionamiento como tecnología normalizadora de la apariencia corporal. El argumento que despliego sostiene que la cirugía estética, en cuanto dispositivo de normalización, funcionó con arreglo a una racionalidad homogeneizadora hasta mediados del siglo pasado, para sobrellevar desde la segunda postguerra un proceso de reconfiguración que llegaría a consolidarse en la actualidad como un régimen de carácter individualizador. Ilustraré este argumento a partir de un análisis del sentido y el valor cultural cambiante que en este período adquirió la experiencia de la rinoplastia, procedimiento que se desligó de su matriz racial constitutiva —en cuyo marco se le había asignado originariamente el propósito de suprimir una diferencia corporal estigmatizadora— y asumiría plenamente el actual ideal individualizante que busca optimizar la nariz conforme a las proporciones singulares de cada caso particular.

Analizando las transformaciones históricas en el sentido y el valor de la rinoplastia, entablo además una polémica con la influyente interpretación de la cirugía estética elaborada por el historiador Sander Gilman (1998; 2001), cuyas proposiciones fundamentales —a las que caracterizo como la tesis del passing quirúrgico— presento y evalúo críticamente. En particular, critico la persistencia de un determinado sesgo racial

—en detrimento de la importancia que la dimensión del género ha adquirido como eje estructurante de la práctica—, a raíz de lo cual esta interpretación resultaría incapaz de dar debida cuenta de la relativa obsolescencia histórica de la racionalidad homogeneizadora, y la consecuente emergencia del régimen individualizador que regula el funcionamiento del dispositivo en el presente. Contrariamente a lo que Gilman propone, la motivación básica de la cirugía estética hoy ya no sería suprimir una diferencia corporal estigmatizadora para volver al cuerpo “(in)visible”, sino interpretar esa diferencia para optimizar el cuerpo en cuanto encarnación sensible de la identidad individual “auténtica”. Conforme a semejante retórica de la autenticidad, la intervención quirúrgica, lejos de pretender “enmascarar” el cuerpo para permitir al sujeto “pasar” inadvertido dentro de la categoría social dominante, buscaría adecuar el parecer exterior con el ser interior del sujeto, haciendo así manifiesta su identidad “verdadera”. En este artículo describo tal articulación discursiva —responsable de estructurar la racionalidad de la práctica en el presente— como la “narrativa ontológica”.

A efectos de justificar mi argumento, despliego un análisis comparativo del modo en que se interpreta la experiencia de la rinoplastia en dos textos producidos en condiciones históricas diversas, pero aunados dialógicamente por tratar un mismo tema, la práctica de la cirugía estética. En primera instancia, un texto académico, publicado a mediados de la década del setenta, pero gestado desde los años de postguerra: Transformation and Identity. The Face and Plastic Surgery (1974), de la antropóloga estadounidense Frances Cooke Macgregor. A continuación, un texto periodístico, publicado contemporáneamente: Hacerse. El viaje de una mujer en busca de la cirugía perfecta (2010), de la periodista argentina Daniela Pasik. Así pues, a través de esta comparación ilustro la transformación histórica en el modo de funcionamiento del dispositivo, desde una tecnología que buscaba eliminar el estigma racial conformando la apariencia del cuerpo a una norma común, hasta una tecnología de género que busca optimizar el cuerpo femenino en cuanto expresión auto-afirmativa de la individualidad de una mujer autónoma y responsable.

2 La constitución de la cirugía estética como dispositivo de normalización

Si bien el procedimiento que aquí convocará mi interés —la rinoplastia— tuvo sus orígenes modernos en el siglo XIX, la especialidad recibiría su impulso inicial sólo a partir de la Primera Guerra Mundial. Ahora bien, los cirujanos plásticos que forjaron tanto sus competencias quirúrgicas como su autoconciencia profesional en los hospitales militares —así como quienes por ellos fueron formados— concibieron sus prácticas civiles como una extensión de esa prestigiosa y honorable empresa bélica. A comienzos del siglo XX, la creencia autorizada seguía siendo que el propósito de la medicina siempre debía ser curar, nunca meramente embellecer. Cirujanos que habían presenciado los horrores del campo de batalla, como los estadounidenses Vilray Papin Blair (1871-1955) y John Staige Davis (1872-1946) —ambos figuras centrales de esta etapa histórica en la formación de la especialidad— sostenían la convicción de que lo que ya por entonces se conocía en inglés como “cirugía cosmética” iba en contra de los principios fundamentales de la profesión médica.

En 1916, Davis publicó en la Revista de la Asociación Médica Americana (JAMA, por sus siglas en inglés) uno de los primeros alegatos en favor del reconocimiento de la labor del cirujano plástico como una especialidad médica por derecho propio. El artículo (titulado Plastic and Reconstructive Surgery) postulaba lo que a su entender constituían los tres objetivos principales de dicha labor: a saber, el alivio del dolor y la deformidad, el restablecimiento de la funcionalidad “y, por último, pero no menos importante, la capacidad para ganarse la vida” (citado en Haiken, 1997, p. 38, traducción propia). La gravedad de las lesiones faciales sufridas en los combates de trincheras era causa de que a menudo los veteranos de la Gran Guerra no estuvieran en condiciones de conseguir un empleo remunerado. El problema estético, por tanto, se revelaba social y económicamente incapacitante, y la operación que procuraría resolverlo, un tratamiento médico justificable.

Pero en el planteo del cirujano Davis también puede advertirse una muestra de que, ya desde sus inicios, la especialidad se reconoció como una respuesta a problemas de índole tanto médica como cultural. Los procesos de transformación sociocultural de entreguerras perfilaron su trayectoria histórica inmediata. La emergencia y consolidación, en los Estados Unidos, de un mercado de consumo de masas —motorizado por la expansión de una nueva cultura de la imagen basada en el dominio excluyente de los medios visuales— pusieron en jaque las actitudes y creencias tradicionales asociadas a la moral victoriana del “carácter”. En su lugar sobrevino el nuevo imperativo de cultivar una “personalidad” socialmente atractiva. En este contexto, los problemas estéticos mundanos —ya no sólo los consecuentes de la conflagración bélica— adquirían verdadera gravedad en la conciencia de los pacientes, y una nueva dignidad a ojos de los cirujanos. De este modo, asimismo, las mujeres comenzaron a convertirse en las principales demandantes de sus servicios.

De manera concomitante a estas transformaciones, la cultura estadounidense de entreguerras fue escenario del advenimiento de otro de los factores que han contribuido centralmente a delinear el sentido contemporáneo de la cirugía estética. El auge popular de los saberes englobados en las denominadas disciplinas “psi” suministró un encuadre discursivo en cuyo marco esta especialidad quirúrgica lograría validar definitivamente sus pretensiones de práctica médica legítima. Un papel destacado, a este respecto, fue el que desempeñó la teoría del “complejo de inferioridad” de Alfred Adler. La accesibilidad de sus planteos permitió que el trabajo de Adler (desprovisto además del profundo arraigo sexual, y de la sombría visión de la naturaleza humana que volvían a la teoría de su antiguo maestro, Sigmund Freud, refractaria a un público masivo) fuera erigido en una suerte de vulgata psicológica por parte del discurso mediático.

Así pues, la curación del “complejo de inferioridad” devino el propósito que verosímilmente definiría la racionalidad médica de la cirugía estética. Fue el propio Adler el que se ocupó de refrendar el nexo entre su concepción psicológica y esta práctica quirúrgica. En 1936, escribió un entusiasta texto introductorio al libro New Faces, New Futures: Rebuilding Character with Plastic Surgery (Nuevas caras, nuevos futuros: reconstruyendo el carácter con la cirugía plástica), del controvertido cirujano neoyorquino Maxwell Maltz (1899-1975). Adler describía llanamente, en este contexto, la situación problemática de marras:

En la medida en que vivimos en un grupo y somos juzgados por el grupo, y en que este grupo objeta cualquier desviación respecto de la apariencia normal, una deformidad facial puede tener un efecto muy deletéreo en el comportamiento (citado en Haiken, 1997, p. 116, traducción propia).

Establecidas las premisas del problema —los deletéreos efectos psicológicos de una apariencia facial que “el grupo” juzga “desviada” de la norma—, el propio Maltz proseguía postulando los términos generales en que se desenvolvería su solución quirúrgica:

El cirujano busca aliviar la mente remodelando los rasgos en conformidad con lo normal. Una vez que la normalidad es alcanzada, la mente se libera de la carga de la inferioridad, del miedo al ridículo y de la inseguridad económica. La personalidad se relaja en su naturalidad y el carácter es transformado (citado en Haiken, 1997, p. 116, traducción propia).

Los saberes psicoterapéuticos ofrecieron la matriz discursiva en que se forjó la racionalidad de la cirugía estética en cuanto dispositivo de normalización. Según la expresiva caracterización de Gilman (1998), el objetivo que desde el comienzo ha movilizado la labor de los cirujanos plásticos ha sido “embellecer el cuerpo para curar el alma” (p. IX, traducción propia). Esto se lograba —tal como lo formulara con insuperable transparencia la sociedad psicoquirúrgica Adler-Maltz— a través de la supresión quirúrgica de la diferencia corporal estigmatizadora, a fin de facilitar la integración social del paciente, procurándole así las condiciones de existencia necesarias para garantizar su salud mental. En este sentido, el dispositivo de la cirugía estética funcionaría con arreglo a una racionalidad homogeneizadora, concibiéndose a la intervención quirúrgica como “un medio para enmascarar el cuerpo, para hacerlo (in)visible” (Gilman, 1998, p. 22, traducción propia).

3 La tesis del passing quirúrgico y una somera genealogía racial de la rinoplastia

He concluido la sección anterior con una referencia a la interpretación del historiador Sander Gilman. La obra de Gilman nos ofrece acaso la historia cultural de la cirugía estética mejor documentada hasta la fecha. Pero entiendo que esta obra adolece de cierto sesgo que invalida, con todo, su interpretación del sentido de la práctica en el presente. Tal sesgo es de un carácter específicamente racial, y, a raíz del mismo, Gilman sería incapaz de discernir los efectos contemporáneos de un proceso histórico —desplegado a partir de la segunda postguerra— que transformó radicalmente la matriz psicoterapéutica originaria del dispositivo. Desde entonces, el objetivo de la cirugía estética, en cuanto práctica médica, sería menos curar la mente “enmascarando” el cuerpo, que oficiar de medio para la autoafirmación de la propia individualidad, contribuyendo así a mejorar el bienestar subjetivo integral. Entiendo que Gilman es incapaz de discernir el alcance de esta reconfiguración individualizadora del dispositivo por su compromiso con lo que denomino la tesis del passing quirúrgico. A continuación, presento esta tesis con más detenimiento, contextualizándola en el marco de una somera genealogía racial del procedimiento quirúrgico de la rinoplastia.

Sustentado en una erudición histórica y un rigor documental impresionantes, Gilman (2001) propone la tesis del passing como su más significativa apuesta teórica e interpretativa: la proposición que sostiene que el deseo de “pasar” (de pasar, esto es, inadvertido, tomado por un miembro de la cohorte social dominante) constituye, por cierto, la “motivación básica” de toda cirugía estética, de aquí que entender tal intencionalidad se afirme clave para desentrañar el sentido de esta particular práctica médica (p. XVIII). Así las cosas, Gilman justifica el énfasis —en apariencia excesivo— que su obra otorga a la nariz, alegando el valor emblemático que este órgano reviste para la comprensión del deseo de “pasar”. Codificada racialmente como ancestral marca facial distintiva del judío, la nariz es la parte del cuerpo cuya transformación habría justificado inicialmente el desarrollo del dispositivo de la cirugía estética en un contexto histórico signado por el antisemitismo.

En un principio, como ya he señalado, la reconstrucción quirúrgica de la nariz era básicamente la referencia que evocaba la expresión “cirugía plástica”. Esta estrecha asociación se había forjado desde que en 1818 fuera publicada la obra Rhinoplastik, monografía de quien es considerado uno de los padres fundadores de la especialidad, el cirujano alemán Carl Ferdinand von Graefe. Pero los antecedentes del procedimiento se remontan aún mucho más atrás en el tiempo. El Sushruta Samhita, uno de los textos fundacionales de la medicina tradicional india (siglos IV-III a. C.), ya se refiere a técnicas quirúrgicas de reconstrucción nasal. En Occidente hubo que esperar hasta el Renacimiento para que surgiera una técnica comparable. Gaspare Tagliacozzi (1545-1599), profesor de anatomía y cirugía de la Universidad de Bolonia, exponía en su obra De Curtorum Chirurgia Per Insitionem (“Cirugía de mutilaciones por injertos”), publicada en 1597, un procedimiento para reconstruir la nariz a través de injertos de piel tomados del brazo del mismo paciente (Gilman, 2001).

En ese contexto histórico, la mutilación nasal podía ser consecuencia de un trauma. Muy a menudo, con todo, la nariz se perdía a causa de la sífilis, cuyo primer brote epidémico registrado data de fines del siglo XV. Interpretada como efecto de la enfermedad, la desfiguración adquiría un valor estigmatizante; era la expresión física inequívoca de un carácter moral disoluto. El peligro imaginado de infección condenaba al ostracismo y a la exclusión social a quien había perdido la nariz, independientemente de cuál fuera la causa real de la pérdida. Al restaurar la apariencia facial, eliminando las bases físicas de una existencia desdichada, Tagliacozzi procuraba “animar el espíritu y auxiliar a la mente del afligido” (citado en Gilman, 2001, p. 68, traducción propia). Tras la muerte de Tagliacozzi, no obstante, su obra pasaría al olvido hasta fines del siglo XVIII, cuando una nueva oleada de pánico moral ante la sífilis renovó el interés por sus técnicas.

La reconstrucción quirúrgica de la nariz adquiriría un nuevo significado ya en pleno siglo XIX, en un contexto intelectual dominado por los supuestos de la “ciencia racial”. Tal como lo caracteriza Gilman (2001), éste era un mundo en el que “la gran cadena del ser” que se pretendía extendida desde las cumbres más elevadas de lo humano hasta sus estratos más primitivos, era también “una cadena de la belleza, y lo bello se medía por la nariz” (p. 85, traducción propia). En 1871 se sancionó la emancipación civil de los judíos1 en Alemania. Pero el levantamiento de las restricciones legales a la plena participación en la vida social sólo puso en evidencia cuán arraigados estaban los prejuicios antisemitas en este país.

Es contra semejante trasfondo que se perfila con toda vivacidad el sentido cultural de que se revestía el problema anatómico que la intervención buscaba resolver. Determinadas cualidades físicas provocaban la adscripción del sujeto a un grupo distinguido especialmente a través del estereotipo de la astucia y la avidez mercantil. De este modo, la visibilidad nasal, rasgo estereotipadamente interpretado como marca facial inequívoca del judío, constituía para el paciente —independientemente de cuál fuera su efectiva ascendencia racial— un obstáculo que en los hechos impedía integrarse a la vida económica en igualdad de condiciones.

Ésta fue la problemática que capturó el interés del cirujano Jaques Joseph (1865-1934), siendo él mismo un judío alemán asimilado, y considerado sin excepciones como uno de los más grandes maestros e innovadores de la cirugía plástica. Un hito a este respecto fue su primera operación de reducción nasal, cuyo desarrollo y resultados expuso en un informe presentado ante la Sociedad Médica de Berlín en 1898. El paciente fue un joven judío, pero lo que en este informe me interesa destacar es justamente la elisión del factor racial, esquivamente sobreentendido en la declarada racionalidad psicoterapéutica a que responde el procedimiento. Postulando la asimilación física del paciente como una cuestión de salud mental, Joseph justifica la intervención quirúrgica en un cuerpo funcionalmente sano, al tiempo que tácitamente reconoce el sentido racial de la norma de estética corporal a la que procuró aproximarlo. Tal el sentido de lo que reportó a sus colegas: “El efecto psicológico de la operación es de suma importancia. La actitud deprimida del paciente remitió completamente. Se siente feliz de desenvolverse inadvertido” (citado en Gilman, 2001, p. 132, traducción propia, énfasis agregado). El cirujano plástico, como vemos, refrendará la relevancia terapéutica de su práctica en virtud de la capacidad de volver al paciente “(in)visible”. Se entiende, por lo demás, que Joseph aún no podía sentirse satisfecho con su trabajo, por cuanto la técnica que había desarrollado inevitablemente dejaba cicatrices. Sólo en 1904 logró ver coronados sus esfuerzos, cuando perfeccionó el procedimiento que le permitiría efectuar las correcciones desde dentro de las fosas nasales, a través de incisiones en el cartílago, eliminaba así cualquier rastro capaz de frustrar la pretensión de anonimato racial del paciente.

A pesar de su notoriedad, la figura de Joseph no puede erigirse a este respecto en calidad de pionero exclusivo. Ya en la década de 1880, el cirujano John Orlando Roe (1849-1915) había desarrollado una técnica similar en los Estados Unidos. El dato nos habla de los sinuosos y dilatados derroteros por los que aún transitaba el intercambio y la acumulación del conocimiento científico en las condiciones tecnológicas de fines del siglo XIX. Nos remite además al rudimentario nivel de autoconciencia profesional de parte de los médicos que practicaban la incipiente especialidad de la cirugía plástica, circunstancia agudizada, por otro lado, para quienes lo hacían bajo las condiciones escasamente profesionalizadas que todavía entonces pesaban sobre el ejercicio de la medicina en los países americanos. A juicio de Gilman (1998), con todo, la relativa independencia de los casi contemporáneos desarrollos de un cirujano berlinés y un cirujano neoyorquino, significaría sólo una prueba más del hecho de que toda la cirugía estética moderna hunde sus raíces en el “estigma racial” (p. 56).

El compromiso con que Roe se involucró en el perfeccionamiento de la rinoplastia obedeció, como en el caso de Joseph, a su interés por facilitar la asimilación de quien era percibido como “diferente”. Las particularidades de su contexto histórico, no obstante, determinaron que la inventiva técnica del estadounidense se orientara menos a idear un procedimiento para la reducción nasal que a la corrección de lo que se describía como el defecto de la “nariz ñata” (pug nose). Estos desarrollos se plasmaron en el artículo que Roe publicó en una edición de 1887 de la revista The Medical Record, la antigüedad de cuyas condiciones de producción puede discernirse en la candidez de su título: The Deformity Termed ‘Pug Nose’ and Its Correction, by a Simple Operation (La deformidad denominada ‘nariz ñata’ y su corrección, por una operación simple). Dicho atributo —la nariz pequeña y respingada— era el rasgo corporal que identificaba estereotipadamente a los inmigrantes irlandeses católicos, arribados en masa a los Estados Unidos a raíz de la hambruna que en la década de 1840 azotó su país. En este contexto, concluye Gilman (2001), el trasfondo racial de la cirugía estética de la nariz no ha de remontarse tan sólo al paciente judío que pretendía “pasar” en una sociedad antisemita; semejante genealogía también ha de registrar el momento en que esta operación era concebida como una forma de que el “celta” pasara por “anglosajón” (p. 91).

Así las cosas, a través de esta reseña de la historia de la rinoplastia que Gilman desarrolla en su obra, he podido además contextualizar la tesis del passing quirúrgico que constituye su principal apuesta teórica e interpretativa. Ahora bien, entiendo que es ese énfasis aparentemente excesivo sobre la cirugía de nariz el que impediría a Gilman apreciar el verdadero alcance del proceso de reconfiguración del modo de funcionamiento del dispositivo de la cirugía estética. Este proceso se habría desencadenado desde la segunda postguerra, consolidándose definitivamente en el último cuarto del siglo pasado, etapa en la que se produjo el desarrollo técnico y la masificación cuantitativa del procedimiento del aumento mamario con implantes de gel de silicona. La reconfiguración se consumaría, en fin, con la sustitución del eje simbólico estructurante del sentido de la práctica, al reemplazarse la dimensión racial por la del género.

A propósito, mi argumento converge en un punto que el propio Gilman, por cierto, está dispuesto a conceder. Según las palabras del autor, la historia moderna de la cirugía estética, desde el siglo XIX hasta el presente, es la del paso de “la cirugía en la cara para corregir lo que se veía como signos de diferencia ‘racial’, a una mucho más amplia alteración de otras formas de diferencia corporal” (Gilman, 2001, pp. XVII-XVIII, traducción propia). Tal concesión se pretende reconocimiento de un contexto que relega a la cirugía de nariz a un segundo plano, opacada por el interés masivo que hoy despiertan procedimientos en otras partes del cuerpo: el aludido aumento mamario es, si se quiere, acaso el más conspicuo. Mi argumento, con todo, apunta más bien a poner de relieve que —sin perjuicio de esta declarada relativización de su originario contenido racial— es la persistencia de la misma tesis del passing la que explica las dificultades de Gilman a la hora de comprender la especificidad del actual modo de funcionamiento del dispositivo.

El principal error consiste en seguir reduciendo el sentido de la cirugía estética al miedo a ser percibido como “diferente”. Reducida a una tal racionalidad negativa y homogeneizadora, esta particular práctica médica sólo podrá entenderse como “un medio para enmascarar el cuerpo, para hacerlo (in)visible” (Gilman, 1998, p. 22, traducción propia). Se pierde de este modo la perspectiva conceptual necesaria para dar cuenta del predominio que justamente los efectos individualizantes de la tecnología parecen adquirir en el actual régimen normalizador del dispositivo. En este nuevo contexto, ya no es la intención de conformarse a una cierta regularidad corporal que posibilite “pasar” lo que determinará la decisión de someterse a un procedimiento estético. De ahora en más, la experiencia quirúrgica remite su sentido al horizonte complejizado de lo que en una sección subsiguiente de este artículo definiré como “narrativa ontológica”, el proyecto de intervenir en la apariencia corporal para lograr una expresión más fiel del ser interior “auténtico” del sujeto. La medida de tal discontinuidad cristaliza pues en el relevo de una tecnología consagrada a suprimir las diferencias corporales, por otra cuyo objetivo sancionado es interpretarlas, ofreciéndose como instrumento de un proyecto reflexivo de autoafirmación de la identidad individual.

4 La rinoplastia en el texto de Macgregor y la emergencia de una antinomia reveladora, “Cambiadores” vs. “Arregladores”

Para ilustrar este proceso histórico de reconfiguración del dispositivo de la cirugía estética —así como el cuestionamiento a la validez de la tesis del passing que el mismo fácticamente comporta— procederé al análisis comparativo de dos textos especialmente seleccionados. Alejados en tiempo y espacio en lo concerniente a sus condiciones de producción, ambos textos convergen, sin embargo, en lo que respecta al tema tratado, la cirugía estética. A propósito, me concentraré aquí en el sentido y el valor que cada uno de ellos atribuye al procedimiento quirúrgico de la rinoplastia.

El primer texto corresponde al libro Transformation and Identity. The Face and Plastic Surgery (1974), de la antropóloga estadounidense Frances Cooke Macgregor. He seleccionado este texto, en principio, porque es el primer estudio que desde las ciencias sociales se haya emprendido tomando a esa particular práctica médica que es la cirugía estética por objeto. Publicado a mediados de la década del setenta, el libro recoge, con todo, los resultados de una serie de investigaciones particulares que Macgregor llevara a cabo desde los primeros años de la postguerra. Su representatividad radica, por tanto, no sólo en el carácter de investigación pionera que se le reconoce, sino también en el hecho de ofrecerse al analista como la cristalización discursiva de un período histórico constitutivo de la configuración contemporánea del dispositivo. Comienzo pues abordando el revelador sentido que entiendo subyace al modo en que el texto de Macgregor representa la experiencia de la rinoplastia.

Uno de los capítulos del libro (el cuarto, expresivamente titulado Viviendo con una cara desviada: la identidad y las respuestas de los otros [Macgregor, 1974, pp. 71-116]) está dedicado a analizar las motivaciones de la “cirugía plástica de la nariz”. La autora, para empezar, comienza asegurando que esta cuestión reviste el máximo interés para el “cientista social”, por cuanto el sentido de dicho procedimiento sería “eliminar una característica que a uno lo diferencia de los otros” (Macgregor, 1974, p. 80, traducción propia). Los motivos que esgrimen los pacientes de rinoplastia se analizan, en efecto, a partir de una premisa determinada: el propósito de esta intervención no es otro que “reducir la visibilidad” asociada con “estigmas sociales y culturales”.

Sobre la base de este postulado, el capítulo en cuestión prosigue tabulando los datos obtenidos en el marco de una encuesta.2 Junto con los valores desagregados de variables tales como “sexo”, “edad” y “estado civil” (Macgregor, 1974, p. 83); “estatus profesional”, “ingresos” y “nivel educativo” (p. 85); se nos presenta una tercera tabla cuyas entradas corresponden a “estatus inmigratorio”, “trasfondo etnocultural” y “religión” (p. 86). Una vez expuestos estos resultados, la autora se consagrará de lleno a la cuestión de las motivaciones, planteada directamente bajo la forma de un interrogante: “¿Cuáles son las razones que subyacen al descontento de los pacientes con la apariencia de sus narices y a sus solicitudes de cirugía plástica?” (Macgregor, 1974, p. 86, traducción propia). En principio nos ofrece una respuesta en términos generales, afirmando que, para “la mayoría de los pacientes”, la voluntad de someterse a una cirugía de nariz arraigaba en el modo en que la apariencia de ésta interfería en “sus patrones de interacción social” (p. 88). Alude con esto a la carga emocional que supone lidiar con “la reacción de los otros” ante el defecto físico, además de problemas de orden social y económico, tales como “obtener empleos” y “conocer parejas”.

Ahora bien, por contrapartida al sin duda escaso interés que la enunciación de tales generalidades pudiera suscitar, de inmediato nos señalará la presencia de un cierto “rasgo distintivo” con arreglo al cual el conjunto de los pacientes de rinoplastia se prestaba a ser significativamente clasificado en “dos grupos” separados. Según afirma Macgregor, la adscripción respectiva de cada paciente a uno u otro de estos grupos se relacionaba con la especificidad de su “deformidad nasal”, y al particular “significado simbólico” que a ésta se atribuía; criterio a cuya luz propondrá la siguiente demarcación: “En el Grupo Uno, consideraciones etnoculturales y estereotipos grupales jugaban un rol predominante; en el Grupo Dos, interpretaciones individuales y estereotipos de personalidad eran problemas mayores” (Macgregor, 1974, p. 88, traducción propia). Caracterización que se completa con el ilustrativo título que la autora asigna a cada grupo respectivamente: “Cambiadores” (Changers), los primeros; “Arregladores” (Fixers), los segundos. Me interesará, en definitiva, observar las diferencias que estas categorías contrastantes supuestamente abarcarían, no con la intención de cuestionar la validez del criterio de clasificación invocado, sino más bien para reflexionar acerca de las transformaciones históricas en el modo de funcionamiento del dispositivo de la cirugía estética que esta oposición indicaría.

Procedo pues a la disección de las categorías. La totalidad de los 46 pacientes que conformaban el grupo de los “Cambiadores” (“59 por ciento eran judíos; la mayoría de los otros italianos, armenios, griegos, iraníes y libaneses”) creían que sus narices los identificaban con “ciertas minorías étnicas o religiosas”. La cirugía es concebida en estos casos como un medio eficaz para conformarse a las normas de estética corporal —racialmente jerarquizantes— sancionadas por la cultura hegemónica: “Estas personas querían ‘lucir como un americano’, proposición a la que algunos judíos añadían: ‘Quiero una nariz parada irlandesa’” (Macgregor, 1974, pp. 88-89, traducción propia). Contemplamos aquí, por cierto, una instancia especialmente llamativa del sentido de la variabilidad histórica a que se exponen los parámetros de esta particular práctica médica. El atributo investido alguna vez del valor de estigma en tanto emblema corporal del inmigrante despreciado, ahora es considerado, en cambio, el arquetipo mismo de la nariz “americana”. La “nariz ñata” (pug nose), el preciso defecto a cuya eliminación John Orlando Roe había consagrado su talento quirúrgico a fines del siglo XIX, se ha convertido ya en la “nariz parada” (turned-up nose) que los pacientes solicitarán a sus cirujanos plásticos en la postguerra.

Lo que a continuación llama la atención en el texto de Macgregor es que la filiación étnica predominante entre los 35 pacientes clasificados como “Arregladores” admitirá cómodamente ser definida por una negativa: a saber, “33 (el 92 por ciento) eran no judíos, de los cuales casi la mitad eran italianos” (Macgregor, 1974, p. 92, traducción propia). Contrariamente a quienes entraban en la primera categoría, cuyo propósito era “cambiar” el rasgo que los había identificado con una cierta identidad grupal, quienes caían bajo esta segunda rúbrica se mostraban más preocupados por los efectos que un “rasgo facial antiestético” pudiera tener sobre la expresión de su identidad individual. Aquello que estos pacientes pretendían “arreglar” con sus rinoplastias era específicamente esa imperfección a la que adjudicaban la proyección de “falsas percepciones e imágenes distorsionadas” de su personalidad y carácter.

Se constata así, en el despliegue conceptual de estas dos categorías, la presencia de una oposición valorativa. En la medida en que el “Grupo Dos” (los “Arregladores”) es definido negativamente, su aparición adquiere tácitamente el estatus de anomalía; en este contexto, por cierto, toda vez que un paciente invoque razones distintas a las raciales (vale decir, “etnoculturales”, en el idioma políticamente edulcorado que imponía la convulsionada década del setenta) su registro se juzgará una transgresión a las expectativas establecidas a propósito de las motivaciones habituales de una rinoplastia. Para explicitar la jerarquía inherente a esta oposición binaria, puedo decir entonces que la categoría “Arregladores” representaba el término marcado contrapuesto como negación del “Grupo Uno” (los “Cambiadores”), categoría propia de aquellos cuyas razones efectivamente respondían al término no marcado de esta relación, el racial.

Proseguir esta línea de análisis exige luego observar la formulación positiva que, más allá del aludido rechazo a la asimilación “etnocultural”, reciben las intenciones de quienes componen el “Grupo Dos”. A este respecto, la particularidad que de inmediato se destaca será la conjunción postulada entre una voluntad de autoafirmación personal, y un concomitante anhelo de adecuación a las normas sociales vigentes en el momento; he aquí el enunciado de los motivos en apariencia contradictorios de los “Arregladores”: “Ellos querían ser identificados como ‘lo que yo soy… no lo que parezco’ y evitar las desventajas sociales y psicológicas de la fealdad en una sociedad cuyo sesgo cultural hacia la belleza, la juventud y la conformidad es extremo” (Macgregor, 1974, p. 93, traducción propia, énfasis en el original). Planteadas en tales términos, las razones en principio anómalas de esta categoría de sujetos reciben, en cambio, una valoración inequívocamente favorable. En virtud de esta formulación positiva, las intenciones de los “Arregladores” ya no se sugieren como una desviación respecto a las expectativas tradicionalmente atribuidas a los pacientes de rinoplastia. Contemplados a esta luz, antes bien, quienes integran esta categoría aparecen situados en una posición moral netamente ventajosa de cara a los “Cambiadores”, en cuya denominación podemos ahora ver también reflejada su vocación fraudulenta de “pasar” por miembros de la raza mayoritaria.

En este sentido, por lo demás, incluso la conjunción entre singularidad individual y conformidad colectiva se desprende de su apariencia contradictoria. Entiendo que la operación interpretativa que aquí se implica se despliega en dos momentos. En primera instancia, se sobreentiende que el propósito de la intervención quirúrgica es alinear el parecer con el ser; la rinoplastia es consagrada de este modo en su función “veridictoria”: el objetivo de la operación no es otro que el de hacer manifiesta la verdad del sujeto, esto es, “arreglar” la superficie corporal para permitir la expresión del yo interior profundo. En segunda instancia, si la expresión de esta “verdad” subjetiva se conforma precisamente a los ideales culturales de “belleza” y “juventud”, ello no se juzgará como el compromiso de una individualidad irreductible ante la presión sofocante de los mandatos sociales. El hecho de que el “ser” del sujeto se refleje invariablemente en el modelo corporal hegemónico no ha de interpretarse como una concesión reticente al “conformismo” generalizado, sino, por el contrario, como una confirmación retrospectiva del acuerdo que siempre había existido entre el yo profundo y las normas estéticas de la sociedad. Condenados injustamente a padecer las consecuencias de una “fealdad” exterior mentirosa, los pacientes que Macgregor describe como “Arregladores” tan sólo aspiraban con sus operaciones a conseguir la visibilidad de un interior subjetivo “auténtico”, un interior percibido, sin excepciones, canónicamente bello.

5 La rinoplastia en el texto de Pasik y la consagración del ideal individualizante de la “narrativa ontológica”

El análisis del texto de Macgregor me permite elaborar una inferencia histórica relevante. La aparatosa taxonomía que acabamos de considerar admite ser definida como sintomática de un proceso emergente de reconfiguración del modo de funcionamiento del dispositivo de la cirugía estética. La característica distintiva de este proceso radicaría en el progresivo reemplazo de un régimen de normalización centrado en la supresión del estigma racial, por otro en que un ideal individualizante regula el ejercicio del poder normalizador. En el planteo de tal discontinuidad, por cierto, radica el núcleo de mi polémica con la interpretación histórica de la práctica que propone Gilman, según la cual la lógica del passing, pertinente para la comprensión de los orígenes de la rinoplastia moderna, se ofrece, no obstante, como un modelo generalizable a cualquier procedimiento estético, incluso en el presente.

En su análisis de las motivaciones de los pacientes de rinoplastia, el texto de Macgregor pone en escena el momento en que la matriz racial en que se había forjado la lógica del passing quirúrgico es sustituida por una matriz de género, cuya legitimación se articulará en los términos de una retórica de la autenticidad. La filósofa australiana Cressida Heyes (2007) ha interpretado este proceso histórico desde una perspectiva foucaultiana. Ella sostiene que, a partir de la segunda postguerra, el régimen normalizador que regula el funcionamiento del dispositivo de la cirugía estética comenzó a adquirir una especificidad de género determinada, proceso que cristalizaría definitivamente en el último cuarto del siglo pasado. En cuanto tecnología de género, su efectividad dependerá del despliegue de un discurso normativo que postule la relación entre el yo y el cuerpo del sujeto en función de la distinción “interior/exterior” (Heyes, 2007, p. 9).

Heyes (2007) caracteriza semejante discurso, en términos generales, como la “narrativa ontológica”, uno de cuyos rasgos constitutivos es su intencionalidad veridictoria, en la medida en que hace del disciplinamiento del parecer corporal exterior un prerrequisito para que se manifieste el ser interior “verdadero” del sujeto (p. 99). De este modo, la racionalidad homogeneizadora que había regulado el funcionamiento del dispositivo de la cirugía estética conforme a la lógica del passing, resulta, asimismo, sustituida por el ideal individualizante que consagra la retórica de la autenticidad. Toda vez que la transformación de la apariencia del cuerpo se plantea necesaria para afirmar el sentido del yo “auténtico”, la cirugía estética ya no pretenderá suprimir la diferencia corporal estigmatizadora —a los efectos de volver al cuerpo “(in)visible”—, sino más bien interpretarla con el propósito de optimizar el cuerpo en cuanto encarnación sensible de la identidad individual.

Este proceso histórico de reconfiguración —cuyos efectos incipientes advertimos en el texto de Macgregor, publicado a mediados de los setenta pero gestado desde la postguerra— se manifiesta ya en estado consumado en el presente. Para ilustrar este punto propongo examinar el sentido con que se articula la experiencia de la rinoplastia en un texto contemporáneo. No recurriré, con todo, a una obra que aborde la cirugía estética desde una perspectiva académica, sino a una que puede describirse como un texto periodístico de divulgación.

El libro Hacerse. El viaje de una mujer en busca de la cirugía perfecta (2010), de la periodista argentina Daniela Pasik, es un texto que se propone informar a sus lectoras —la especificidad de género del destinatario es patente— acerca de los principales procedimientos quirúrgicos disponibles, sin dejar de problematizar reflexivamente el modo de funcionamiento de la cirugía estética en cuanto tecnología de género. Producto de la investigación periodística de su autora, se ofrece al analista como un abundante reservorio de las voces de cirujanos y pacientes.3 En este sentido, considero al texto de Pasik como una ilustración particularmente elocuente del diagnóstico de la crítica cultural australiana Meredith Jones (2008), cuya tesis sostiene que la práctica de la cirugía estética en el presente ha de entenderse a la luz de su evidente ubicuidad mediática, y de los sutiles pero significativos efectos que esta circunstancia tiene sobre las relaciones de poder que se despliegan al interior del dispositivo.

La díada cirujano/paciente representa acaso la relación más directamente afectada por este nuevo contexto. A propósito de la reconfiguración histórica del esquema de saber-poder que regula a la cirugía estética, importa destacar que, ante semejante escenario de omnipresencia mediática de la práctica, el cirujano es despojado de su condición de “proveedor único de información” ante la paciente (Jones, 2008, p. 66). En el pasado, por cierto, ésta no sólo debía recurrir a las competencias técnicas de las que aquél dispone en tanto experto a efectos de resolver el problema corporal que la aquejaba, sino que también dependía de su conocimiento especializado incluso para llegar a discernir y articular dicho problema. Se seguía de aquí una desigual distribución de las funciones de este encuentro, erigiendo al cirujano en un rol “múltiple y trascendente”, y ajustando a la paciente a otro “singular y pasivo” (Jones, 2008, p. 66). Por el contrario, desde que esta relación aparece mediada por un proceso de apropiación reflexiva del conocimiento obtenido de una constelación de fuentes de información, el cirujano pierde sus prerrogativas de exclusividad sobre las demandas de la paciente. Se impone así un inevitable trastrocamiento de la relación de poder, toda vez que aquél ya no está en condiciones de dar por descontada la dependencia —técnica, pero también afectiva— de ésta, sino que de ahora en más deberá “seducirla” en su condición de “cliente” dispuesta a elegir entre opciones diversas. Expuestos a estas nuevas tensiones, los cirujanos procuran compensar la destitución de su estatus de expertos únicos a través de distintas estrategias de autopromoción, entre las que Jones (2008) enfatiza la invocación recurrente de una intangible “habilidad artística” cuyo aprovechamiento en la práctica quirúrgica se da por supuesto (p. 72).

Encuentro en el texto de Pasik una oportuna confirmación de todas estas transformaciones en el modo de funcionamiento de la cirugía estética. La consagración del ideal individualizante que sanciona el discurso normativo de la “narrativa ontológica” es aquella cuyos efectos resultan más notorios. En uno de sus capítulos, el texto presenta un testimonio particularmente revelador de una paciente de rinoplastia. El mismo título del capítulo, por su parte, no deja de resultar significativo: a saber, “Ser lo que se quiere ser” (Pasik, 2010, pp. 57-84), enunciado cuyo presupuesto, en este contexto, postularía a la corrección del parecer corporal exterior como un medio necesario para manifestar el ser interior que se siente como verdaderamente propio.

Como el resto de los capítulos del libro, éste se encuentra dividido en secciones presentadas por sus respectivos subtítulos. En no pocas ocasiones, éstos consisten en citas textuales de las mujeres entrevistadas; es el caso de la sección en que se encuentra el testimonio que me interesa: a saber, “‘Me tocó un médico que era un artista, un visionario’” (Pasik, 2010, pp. 74-76). La cita corresponde al enunciado de una mujer a la que la autora presenta como “Alicia”, de quien, además, considera pertinente informar la edad (“47 años”), caracterizar la contextura física conforme a la analogía con un ícono popular (“bajita, fibrosa, con brazos musculosos símil Madonna”), y ponderar la ventajosa evolución de su trayectoria sentimental reciente (“se acaba de separar de un largo matrimonio y… ya tiene novio nuevo. Más joven, muy lindo”). Esbozado este perfil, transcribo el pasaje en que Alicia rememora las circunstancias de la rinoplastia a la que se sometió más de tres décadas antes, a la edad de quince años:

Era muy mona, pero tenía esa nariz polaca de mi mamá que sólo a ella le quedaba bien. En esa época las cirugías no eran como ahora y podría haber quedado con esas naricitas respingadas que tienen muchas minas de mi edad… Pero me tocó un médico que era un artista, un visionario. Mirá: sólo me limó el hueso de arriba, así que no es que tengo una nariz nueva, sino la mía, con proporción perfecta y natural para mi cara, pero sin esa giba que me traumaba (Pasik, 2010, p. 75).

El testimonio condensa varias aristas distintivas de la experiencia contemporánea de la rinoplastia. Ya en la primera oración encuentro cifrada toda una parábola quirúrgica sobre el destino que el siglo XX deparó a la historia geopolítica de Europa central; observo, en este sentido, que en la Buenos Aires de la década del setenta —escenario de la “traumada” adolescencia de la Alicia pre-operación— una nariz judía sólo osará ser aludida elípticamente, por vía del eufemismo racialmente neutralizado de la “nariz polaca”. Y aunque este rasgo facial aparezca explícitamente problematizado en virtud de su identificación con un determinado colectivo nacional, su normalización quirúrgica no es encuadrada —me remito al texto de Macgregor— en semejante “consideración etnocultural”, aseverando, antes bien, que es sólo su naturaleza “antiestética” lo que se ha procurado corregir con la operación, el problema, se nos asegura, no radica en que la nariz delate una filiación polaca, sino en el hecho de que las narices polacas, con la prodigiosa excepción de la mamá de Alicia, jamás “quedan bien”.

De entrada, advertimos pues que esta experiencia se articula desde una oposición diametral al horizonte imaginario de la homogeneización corporal. Contemplada en su faceta racial, según vimos, la imagen de la intervención homogeneizadora resulta efectivamente reprimida: la “nariz polaca” emerge aquí en tanto manifestación espectral de aquello que no admite ser reconocido, el estigma de la “nasalidad” judía. Ahora bien, una vez que el parámetro normativo se ha desplazado del eje de la raza al del género, lo que notamos es que la amenaza del desvanecimiento de la individualidad tras un resultado estandarizado suscitará, por el contrario, una impugnación abierta y deliberada. A este respecto, la negación superadora del horizonte del conformismo corporal adocenado se afirma en virtud de un supuesto progreso de la práctica justificado en términos evolutivos, si bien este progreso se sugiere menos dependiente del desarrollo de la técnica, que de una mayor sofisticación del juicio estético de los cirujanos plásticos.

La admiración que Alicia declara profesar hacia aquel que operara su nariz radica, justamente, en su condición de adelantado: merced a una sensibilidad artística de “visionario”, su obra —la rinoplastia— logró trascender los estrechos parámetros estéticos de su tiempo, esas “naricitas respingadas” otrora reproducidas en masa. Pero en la ponderación admirativa de las dotes artísticas de este cirujano detectamos ya el sutil reacomodamiento de los vectores de poder dinamizados en el vínculo con la paciente. El médico de Alicia es digno de elogio por cuanto su talento se atrevió a desafiar el cometido al que la rinoplastia había sido tradicionalmente consagrada, esto es, “cambiar” la nariz defectuosa por otra “nueva”, más adecuada a la norma estética comúnmente aceptada. Una vez que esta expectativa tradicional es sustituida por el objetivo —históricamente novedoso— de “arreglar” la nariz en función de una proyección idealizada de la cara de la propia paciente, se anuncia también la emergencia de un nuevo fundamento para la legitimidad del juicio estético.

Desde entonces, la excelencia del cirujano ya no dependerá, en principio, de su habilidad para amoldar la apariencia de su paciente a un modelo preexistente, sino de su destreza para adecuarla —de manera “perfecta y natural”— a las singulares proporciones que la individualidad corporal de aquélla determine. En este contexto, toda vez que los parámetros del juicio estético se afirman inherentes a la singularidad irreductible de la apariencia individual, será también desde la perspectiva única e insustituible de que cada sujeto goza respecto de su cuerpo propio que aquéllos se discernirán verdaderamente. La misma paciente se erige a esta luz como la autoridad estética definitiva, pero en la medida en que este proceso supone la internalización de la mirada quirúrgica, su contrapartida necesaria será una disposición al auto-escrutinio tanto más rigurosa e implacable.

Así y todo, más allá de este paradójico efecto de auto-disciplinamiento propio de la normalización, lo cierto es que las consecuencias que de aquí se siguen para las relaciones de poder del dispositivo no dejan de resultar fundamentales. Tal como las ha evaluado Meredith Jones (en un tono acaso exagerado, pero acertada en lo esencial de su propuesta), cuando las pacientes se “auto-diagnostican”, los médicos se convierten en “un medio para un fin más que en los árbitros de la belleza y la normalidad” (2008, p. 68, traducción propia). De acuerdo a esta interpretación, el rol otrora “trascendente” del cirujano queda ahora reducido a una función instrumental en relación con la voluntad de la paciente, cuya intención, a su vez, ya no apunta a la aceptación “pasiva” de una intervención heterodirigida, sino a la realización autónoma y responsable de un proyecto de autoafirmación de la identidad individual.

6 Conclusión

A modo de conclusión, comienzo recapitulando sintéticamente los resultados del análisis textual precedente. Encuadro tales resultados en un balance de mi crítica a la validez presente de la tesis del passing quirúrgico, con lo que pretendo contribuir a una comprensión histórica y analíticamente más diferenciada del actual modo de funcionamiento del dispositivo de la cirugía estética. La referencia específica de estos comentarios será la proposición de Gilman (2001) según la cual “el deseo de ya no ser percibido como diferente” representa la motivación de cualquier procedimiento (p. XXI, traducción propia). Mi planteo apunta, en este sentido, al cuestionamiento de una tesis que unilateralmente define a todas las técnicas quirúrgicas de transformación de la apariencia corporal como “medios para enmascarar el cuerpo, para hacerlo (in)visible” (Gilman, 1998, p. 22, traducción propia).

Producido en un contexto histórico constitutivo de la configuración contemporánea del dispositivo, el texto de Macgregor nos brindó la oportunidad de observar el momento en que la validez teórica de la tesis en cuestión comenzaba a ser ya en los hechos disputada. Si el deseo de asimilación racial operaba aún como la motivación presupuesta de los pacientes de rinoplastia, al mismo tiempo se registraba —no sin cierta perplejidad— la incidencia en una proporción casi equivalente de un propósito diverso, la afirmación de la propia individualidad. Ante la emergencia de este nuevo ideal individualizante, el sentido de la práctica se orienta hacia un horizonte que trasciende la racionalidad homogeneizadora en la que necesariamente se inscribe la comprensión de Gilman. A partir de la postguerra, en efecto, la cirugía de nariz ya no responderá únicamente al interés de “cambiar” un rasgo racialmente estigmatizado para dejar de ser percibido como diferente; también “arreglar” el defecto antiestético que impide una expresión plena de la identidad interior “auténtica” se invocará como una justificación razonable y verosímil de la intervención.

Como ya he apuntado, aunque publicado a mediados de la década del setenta, el texto de Macgregor es el resultado de investigaciones desarrolladas en los años inmediatamente posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial. En tanto reflejo de transformaciones históricas todavía incipientes, su análisis de las motivaciones de la rinoplastia da cuenta del desdoblamiento del argumento racial —percibido hasta entonces como el motivo excluyente de la operación—, de donde surgirá una nueva categoría de razones estéticas escindidas de las “consideraciones etnoculturales”. Por su parte, la interpretación de la rinoplastia en el texto de Pasik, producido en las condiciones históricas presentes, permitió comprobar la relativa obsolescencia histórica del proceso de estigmatización racial de la nariz.

Reprimidas las “consideraciones etnoculturales” en tanto marco justificativo válido de la intervención, la legitimidad de la práctica se afirmará en virtud de una oposición declarada al horizonte de la homogeneización corporal, identificado con un estadio rudimentario y ya superado en la evolución del dispositivo.4 Ahora bien, lo que resulta relevante para mi argumento es que este antagonismo no se predica respecto de aquellos procedimientos que buscaban facilitar la asimilación del paciente percibido como “diferente”. Aquella práctica cuya obsolescencia merece ser reafirmada —e incluso llega a ponderarse— no es, por cierto, la rinoplastia para suprimir la diferencia racial, sino la reproducción regular y uniforme de la misma nariz en todas las operaciones, desdibujando la individualidad “auténtica” de cada paciente tras un modelo homogéneo de belleza. La racionalidad homogeneizadora de la cirugía estética, en cuanto dispositivo de normalización, ha sido efectivamente sustituida por el ideal individualizante consagrado por la “narrativa ontológica”.

Superado estructuralmente el horizonte quirúrgico de la homogeneización corporal, los cirujanos enfrentan el desafío de adaptar sus competencias a la nueva configuración individualizadora de la práctica. En la medida en que el objetivo de la cirugía ya no es “cambiar” la nariz de la paciente por otra nueva, sino más bien “arreglar” sus imperfecciones conservando la singularidad de su apariencia original, la intervención del cirujano pierde, por su parte, la referencia estable de un modelo canónico. Como ya he apuntado a propósito de significativas transformaciones contemporáneas en el esquema de saber-poder del dispositivo, alegar la posesión de un talento artístico vagamente definido constituye en el presente una habitual estrategia discursiva de legitimación y posicionamiento en el campo. La maestría de este cirujano “artista” se probará, con todo, menos en su destreza técnica para someter la materia corporal a un ideal estético preconcebido, que en su sensibilidad para armonizarla de acuerdo a las proporciones únicas que cada caso determine. De un modo representativo respecto de la evolución general del dispositivo, mi análisis del sentido histórico de la rinoplastia esboza la trayectoria desplegada entre una técnica destinada a suprimir las diferencias individuales, hasta otra cuyo objetivo normativo es interpretarlas.

Termino, en fin, con una oportuna apostilla conceptual. Cabe aclarar, a propósito, que la consagración de semejante ideal individualizante no supone una denegación del poder normalizador ejercido por la cirugía estética. Tal como señala Michel Foucault, uno de los rasgos distintivos de la normalización es justamente que “obliga a la homogeneidad”; sin embargo, el verdadero alcance del poder de la norma no se comprende, en rigor, sin advertir al mismo tiempo su contrapartida individualizadora. El concepto de normalización, por tanto, necesariamente abarca también la producción sistemática, al interior de esa “homogeneidad que es la regla”, de todo el espectro de las “diferencias individuales” resultantes de la aplicación de una medida común (Foucault, 1976/2002, p. 189). En este sentido, tal como he inferido a partir del análisis textual comparativo de la experiencia histórica de la rinoplastia, la deslegitimación relativa del horizonte normativo de la homogeneización corporal —tanto aquella sujeta a un modelo racial, cuanto aquella derivada de un determinado ideal de belleza femenina— es una circunstancia de la que no debería inferirse que la cirugía estética ha dejado de operar en tanto tecnología de normalización. Conforme a los términos de la “narrativa ontológica”, el acceso autorizado a una posición enunciativa desde la cual afirmar positivamente la propia identidad individual representa, en rigor, uno de los propósitos constitutivos del poder disciplinario ejercido a través de las tecnologías quirúrgicas de transformación corporal.

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