“O generamos pánico, o no los sacaremos de aquí”
En tales términos se expresaba, en pleno fragor de las cargas policiales, el mando de los antidisturbios en el operativo de desalojo de los indignados de Plaça Catalunya en Barcelona el 27 de mayo de 2011 (Simarro, 2012, párrafo 2) durante el periodo de las movilizaciones sociales del 15M, el movimiento de los indignados que protestaba por las intensas crisis que sacudían al país1.
No nos representan, nadie nos representa se decía en las plazas; el movimiento había roto los consensos sobre los que se asentaba el régimen de la Constitución de 1978, la llamada “Cultura de la Transición” (Arbide, 2014), inaugurado tras la muerte del dictador Franco.
No resultaba posible delimitar al 15M como habitualmente se había venido definiendo a los movimientos sociales, en función de una estructura organizativa y una identidad clara, con fronteras nítidas; el 15M era un estado mental, que atravesaba la sociedad entera como un viento; un nuevo clima social (Fernández, A. 2012a; 2012b). En ese clima, se sucedían las movilizaciones: las protestas y manifestaciones eran numerosas, constantes, desde prácticamente todos los sectores, en todo el país: trabajadores, desempleados, profesores y estudiantes, profesionales y usuarios de la sanidad pública, ahorradores estafados por la banca, familias desahuciadas de sus viviendas, incluso los mismos policías salieron a la calle a protestar. En la mayoría de las ocasiones, el magma del 15M hizo que la protesta surgiera y se organizara desbordando cauces institucionales tradicionales de movilización. La crisis económica y de representación política (partidos, sindicatos, intelectuales), se hizo cada vez más profunda. Algunos movimientos mutaron con el acierto de renunciar a representar el 15M; otros quisieron “ser” el 15M o “representarlo” en unas elecciones, con desigual resultado y en polémica abierta (Arbide, 2014).
El movimiento se interconectaba con otras grandes movilizaciones sociales en diferentes lugares (primavera árabe, Occupy, etc.) que eran interpretadas como un nuevo ciclo mundial de luchas en demanda de una democracia real y global que autores como Michael Hardt y Antonio Negri (2004; 2012) sitúan en el marco de un tiempo histórico caracterizado como un estado de excepción permanente convertido en norma, de guerra general y global, en donde las fronteras entre paz y guerra quedaron
desdibujadas, de manera que la guerra invadió tanto el panorama interno como las relaciones exteriores.
La argumentación del jefe policial con que iniciamos este artículo, situada en su contexto, ilustra con singular claridad algunos componentes del análisis que realizaremos en este artículo. Desde el escenario de Catalunya, nos preguntamos cómo agentes gubernamentales y policiales, desde planteamientos de seguridad, en un contexto de movilizaciones sociales pacíficas ante profundas crisis, despliegan, para la represión de la protesta y el gobierno de la población, una serie de trabajos materiales e inmateriales, en cuya base se puede situar al miedo.
Iniciaremos el despliegue de nuestra argumentación exponiendo nuestro marco general de entendimiento, con sus elementos epistemológicos y metodológicos y la contextualización de conceptos que utilizaremos como base para el análisis (poder, gubernamentalidad, guerra, etc.). Posicionado nuestro marco, nos centraremos en el análisis de cómo agentes gubernamentales-policiales han gestionado la variable del miedo, en el contexto del movimiento de los indignados en Catalunya en el periodo 2011-2012. En nuestras conclusiones, señalamos que el miedo ha sido gestionado, hacia adentro y hacia fuera del propio círculo corporativo, en relación a otros actores, acontecimientos y dinámicas del contexto, como un espacio e instrumento de gubernamentalidad poblacional, ante el que cabe resistencia.
Entendemos el conocimiento como situado. Donna J. Haraway (1991/1995) considera que no es posible una total separación entre sujeto y objeto: el yo que conoce es siempre parcial y nunca terminado. La alternativa para la creación de conocimiento, conocimiento situado, es la articulación y conexión de subjetividades y colectividades, que se encuentran y dialogan desde sus situaciones en un contexto y en un tiempo, generando nuevos significados y prácticas en torno a un fenómeno en particular. La objetividad implica posicionamiento crítico y político, en tanto se considera que somos responsables del conocimiento que entregamos al mundo, ya sea para mantener el status quo o para generar prácticas de libertad y transformación, tanto en el producto del conocimiento como en su proceso (Haraway, 1991/1995).
Así, ubicamos nuestra situación para la producción de conocimiento en el horizonte ético-político de la Psicología de la Liberación. Ignacio Martín-Baró (1986) proponía que la psicología debía dejar de insertarse en los procesos sociales desde las instancias de control, tener en cuenta el problema del poder y desarrollar una nueva praxis al lado de las mayorías populares, cuyo principal problema residiría en la necesidad de liberación histórica de estructuras sociales que les mantenían oprimidas. Asimismo, partimos de una concepción de los Derechos Humanos como productos culturales de lucha por la dignidad (Herrera, 2005) que intenta cepillar la historia a contrapelo.
Mary Jane Spink y Peter Spink (2007) señalan que, en la investigación de campo en lo cotidiano, somos partícipes del flujo de acciones que se van sucediendo en los espacios públicos de convivencia como miembros de una comunidad con quien compartimos normas y expectativas, y con quien podemos tener una comprensión compartida de las interacciones. Investigar en lo cotidiano implica aprender a prestar atención a la propia cotidianeidad, reconociendo que en ella se producen y negocian los sentidos (Spink, 2008).
Nos colocamos dentro de un campo-tema cuando entramos en una cuestión, y pasamos a ser parte de su cotidianeidad: es una suerte de pronunciamiento en términos de esto me parece importante y soy parte de esto (Spink y Spink, 2007). Lo hacemos como psicólogos sociales porque pensamos que, en tanto que tales, en algo podemos contribuir al respecto para el bien común (Spink, 2008). El campo-tema, el argumento en el que estamos inscritos, es entendido como un complejo de redes de sentido interconectadas, un espacio de debate constante en el que las condiciones materiales tienen un peso importante, tanto en la constitución del campo, como en las conversaciones y sentidos que se darán en él (Spink, 2003).
En la investigación en lo cotidiano tienen cabida diversos procedimientos y fuentes informativas no consideradas habitualmente (Spink, 2007a); es posible utilizar diferentes procedimientos en una secuencia de interrelación dialógica, pero, en cualquier caso, somos métodicos, es decir, podemos repetir para otras personas aquello que hayamos hecho (Spink y Spink, 2007). Así, en nuestros métodos:
Para Michel Foucault (1976/1995), el poder “es el nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada” (p. 113); no es una institución, o una cierta potencia de determinadas personas, sino una situación relacional. Ignacio Martín-Baró (1989/1993) coincide en señalar que el poder es inherente a toda relación social y se da en todos los ámbitos de la vida social, pero enfatiza que no todos los poderes resultan equiparables y que deben ser considerados en su concreción social e histórica.
Foucault (1976/1995) utiliza el término biopolítica para referirse a “lo que hace entrar a la vida y a sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte al poder-saber en un agente de transformación de la vida humana” , (pp. 172-173); un tipo de poder que considera la vida humana como concepto político en el cálculo del gobierno, y que utiliza diferentes dispositivos y mecanismos para su control y regulación; en su desarrollo, la biopolítica convirtió a los seres humanos en un nuevo objeto problemático que respondía a leyes naturales y que había de ser manejado para conseguir resultados en su comportamiento: la población (Foucault, 2004/2006).
La gubernamentalidad sería la manera de “conducir la conducta” (Foucault, 2004/2007, p. 218) de los seres humanos y constituiría el “ensamble formado por instituciones, procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y tácticas que permiten el ejercicio de esta muy específica aunque compleja forma de poder” (Foucault, en Rose, O’Malley y Valverde, 2006, p. 119). En un sentido amplio, puede entenderse como el conjunto de técnicas y procedimientos empleadas para dirigir el comportamiento humano; un análisis de gubernamentalidad puede plantear preguntas como ¿quién o qué debe ser gobernado? ¿según qué lógicas? ¿con qué técnicas? ¿con qué fines?, procurando identificar estilos de pensamiento, saberes y prácticas generadas, polémicas, técnicas, etc. (Rose et al., 2006).
Giorgio Agamben (1995/2006) señala que algunos acontecimientos fundamentales de la historia política sólo adquieren su verdadero significado cuando se restituyen al contexto biopolítico común al que pertenecen; desde esa perspectiva, el campo de concentración, fundado en cuanto tal exclusivamente en el estado de excepción, aparece como el paradigma oculto del espacio político de la modernidad, como insuperado espacio biopolítico cuyas metamorfosis y disfraces tendremos que aprender a reconocer.
Para Michael Hardt y Antoni Negri (2000), la actual es una época caracterizada por un estado de excepción permanente que instaura una guerra civil legal, en la que el poder extiende su control por los cuerpos de la población, por toda relación y cuerpo social, hasta las profundidades de las conciencias. En su argumentación, dedican un amplio espacio a la indistinción entre paz y guerra como característica principal del espacio biopolítico actual y señalan cómo las nuevas estrategias bélicas se han ido alejando de métodos tradicionales de guerra en adaptación a las nuevas condiciones de la sociedad, configurándose como contrainsurgencias (Hardt y Negri, 2004).
En su cuerpo doctrinario, el Ejército de Estados Unidos (1994/2000), definía la contrainsurgencia 3 como “aquellas acciones militares, paramilitares, políticas, económicas, psicológicas y cívicas tomadas por un gobierno para vencer a la insurgencia” (p. 112).
El conflicto asimétrico4 se sitúa entre las formas más frecuentes de conflicto bélico actual, y entre sus métodos más característicos y habituales destaca el terrorismo, del que el Ejército de Estados Unidos (1993, p. G12) proporciona algunas definiciones:
El uso calculado de la violencia o de la amenaza de violencia para alcanzar objetivos de naturaleza política, religiosa o ideológica. Esto es realizado a través de la intimidación, la coerción, o el miedo. El terrorismo implica un acto criminal a menudo de naturaleza simbólica y que pretende influenciar a una audiencia más allá de las víctimas inmediatas.
Desde una perspectiva de gubernamentalidad, destacaríamos que el terrorismo es entendido como una forma y una técnica de guerra, realizado por fuerzas militares enfrentadas; que implica un cálculo, una planificación, una organización, una lógica para el manejo de emociones (miedo, terror) para la conducción de conductas; que puede estar presente en todo momento y lugar afectando a cualquiera; que tiene causas u objetivos políticos, pero que se combate militarmente; que su objetivo es la población, más concretamente la voluntad de la población como conjunto (Ejército de Estados Unidos, 1993).
El régimen de guerra gobierna la vida produciendo y reproduciendo todos los aspectos de la sociedad: las políticas de defensa, reconvertidas en políticas de seguridad ante el terrorismo, muestran cómo se configura activa y constantemente el medio a través de la actividad militar y policial; sin distinción entre ejército y policía, la guerra se instaura como mecanismo activo que crea y consolida el orden (Hardt y Negri, 2004)5.
Los componentes psicológicos van a desempeñar un papel transversal y clave en estas nuevas formas de hacer la guerra. Entre esos componentes, el miedo, que requerirá de una serie de operaciones para su adecuada atención y gobierno.
Nikolas Rose (1989/1999) señala que los pensamientos, sentimientos y acciones que pueden parecer el tejido constituyente de nuestro yo más íntimo no son tanto cuestiones privadas, si por ello se entiende que no son objetos del poder; bien al contrario, están socialmente organizados y administrados hasta en su detalle, están intensamente gobernadas. El alma de los ciudadanos se hizo pensable en términos de una inteligencia o una personalidad, y la evaluación psicológica permitió su cálculo y vincular tipos de acción con tipos de efectos, de manera que se pudo actuar sobre las personas para hacerlas dóciles. El interior de los ciudadanos entró en el discurso político, en los cálculos y en la práctica de gobierno al respecto de los problemas que enfrenta un país; en consecuencia, los gobiernos de todo espectro político promovieron maquinarias e iniciativas para actuar sobre las capacidades y predisposiciones mentales de los ciudadanos y regular así su conducta (Rose, 1989/1999).
Así, en la teoría de la Information Warfare-IW (Guerra de Información), una de las teorías actualmente más debatidas, el propósito de la guerra no es necesariamente matar al enemigo, sino someterlo, y se le considera sometido cuando se comporta de modo coincidente con el que se le intenta imponer. Es decir, en términos de gubernamentalidad, cuando sus conductas se conduzcan entre los parámetros permisibles del cálculo de los objetivos de gobierno. Desde la indiferenciación paz-guerra, el objetivo principal es la mente humana6, de manera que el sistema de objetivos es definido como:
La epistemología de un adversario (…) toda la organización, estructura, métodos y validez del conocimiento (…) lo que un organismo humano, un individuo, o un grupo reconoce como verdadero o real, sin importar que la información haya sido adquirida como conocimiento o creencia. (Szafranski, 1995, p. 4).
Entre las técnicas que desempeñarán un papel central en estas nuevas formas de hacer la guerra (Stein, 1996), se encuentran las operaciones psicológicas militares (PSYOP), que son definidas por la OTAN (Ejército Estados Unidos, 1993, p. G10) como:
Actividades psicológicas planeadas, realizadas en paz y en guerra y dirigidas a audiencias enemigas, amigas y neutrales para influir en actitudes y conductas concernientes a la consecución de objetivos políticos y militares. Incluyen actividades psicológicas estratégicas, de consolidación y en el campo de batalla.
Estos usos militares de la psicología constituyen un explícito exponente de estas técnicas de gobierno que disuelven las fronteras entre paz y guerra y que se basarán, también, en la utilización del miedo.
El miedo puede ser definido como una emoción intensa que indica que la persona atribuye un significado de peligro a la situación en la que se halla, que la percibe y comprende como una amenaza vital. Cuando la amenaza se percibe como inminente, el miedo se puede transformar en terror o pánico. (Lira, 1990b).
Sin embargo, Enrique González Duro (2007) califica como equívoco el referirse al miedo como un sentimiento meramente personal e intransferible de quien lo padece, asociado además a la vergüenza, la cobardía o el mal; tales atribuciones, argumenta, forman parte de un sistema de creencias que hace muy escasas referencias a quienes tienen la fuerza y el poder suficiente para producir y mantener el miedo individual o colectivamente.
El miedo, sentimiento muy recurrente en la vida y obra de los seres humanos, puede tomar diversas formas según los tiempos en que se viva y nos puede hacer reaccionar de diversas maneras, según cómo lo tratemos, desde la inhibición paralizante, a la huida, la defensa, el ataque, etc. Pero cuando el miedo no se individualiza, no puede ser ocultado ni disimulado; compartido, el miedo puede unir, dar fuerza, o cuando menos consolar (González Duro, 2007).
Es decir, el miedo de las personas se da en un contexto, en un tiempo, en un medio, en unas formas de relacionarse socialmente; el miedo es histórico y social, se da en unas determinadas distribuciones de poder. El miedo se producirá por lo que sucede en un determinado contexto; pero también será producido por actores concretos que realizarán acciones para que se desarrollen determinados acontecimientos o se mantengan situaciones en ese medio; el miedo es instrumento que puede otorgar ventaja en las relaciones de poder. Para González Duro (2007),
Queda claro que el miedo no es simplemente un sentimiento que sólo afecta a quien lo padece, sino que a menudo resulta ser, además, una cuestión moral, religiosa, social política, y hasta económica. Y en este sentido, el miedo es susceptible de ser historizado (p. 12).
“Hay que sembrar el terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensan como nosotros.” 7.
En la historia de algunos países, quedan registradas las respuestas de miedo que han seguido a las masacres de personas que han sido reprimidas en procesos sociales de lucha por derechos; son relatos que quedan integrados en la memoria colectiva desde su exclusión de la historia oficial; con el correr de los años, los conflictos resurgen porque los problemas originarios no fueron bien resueltos y la historia parece querer repetirse (Lira, 1990a; 1990b).
Las declaraciones con que iniciamos este punto fueron realizadas durante los preparativos de la sublevación fascista que, en 1936, inició la guerra en España y dan una muestra explicita del contexto, de la lógica del terror en que plantearon la guerra. Había que producir mucho terror, eliminando físicamente al mayor número de defensores del régimen legal de la II República española. En los parámetros de esta lógica biopolítica, la producción de daños, terror y muerte en cantidad adecuada era una condición necesaria. La violencia y el terror dispensados respondieron a un cálculo de gobierno para eliminar enemigos, conducir conductas y normalizar la población de manera acorde al proyecto político de instauración del régimen fascista.8
Se implementó así una política del miedo encaminada a coaccionar el comportamiento de una inmensa mayoría, a asegurar su sumisión durante mucho tiempo; se instaló un miedo constante en la sociedad, una sensación de indefensión y constante vigilancia; un estado de intimidación permanente que, ante el constante peligro de infracción de cualquier norma, conseguía paralizar la oposición en la sociedad y orillaba a que las personas, acuciadas además por las penurias económicas, concentraran su atención y esfuerzos en intentar cubrir las necesidades más primarias (Vega, 2011).
Salvador Cayuela (2010) caracteriza el conjunto de las actuaciones del régimen como una biopolítica franquista: la guerra de 1936 a 1939 constituyó el dispositivo inmunitario del fascismo español para la eliminación de sus enemigos y la depuración regeneradora del cuerpo nacional, de la “raza hispánica”; siguieron 40 años de dictadura, con sus mecanismos de conducción de conductas9. Así, resulta imposible obviar que tales mecanismos del franquismo destruyeron mucho más que las políticas económicas, educativas o sanitarias del régimen republicano: lo más trágico de los 40 años de biopolítica franquista, fue tal vez la “reproducción de toda una serie de actitudes, de comportamientos, de visiones del mundo, en fin, de ciertas ‘formas de subjetivación’ que perpetúan, aún hoy, las carencias democráticas de la sociedad española” (Cayuela, 2010, p. 491).
En ese sentido, Santiago Alba Rico (2006) apunta que la mítica cifra del millón de muertos de la guerra española ha tenido un importante efecto psicosocial, que influyó en la conducta política de varias generaciones, y que se convirtió en una suerte de pedagogía del voto.
Clara Valverde (2014) señala que la transmisión generacional del conformismo y la obediencia a lo que había continuó, por miedo, tras la muerte del dictador, a finales de 1975, cuando se inició el periodo conocido como la Transición, que para un amplio sector de la población del Estado español, simbolizó una etapa de apertura y cambio; sin embargo, la sociedad posdictadura era una sociedad con dificultades para ser libre: todos los miedos, humillaciones y horrores de la guerra española y de la dictadura fueron escondidos e ignorados incorporándose al material no dicho de la transmisión generacional. Los sectores en posiciones de mayor ventaja y poder lo hicieron en defensa de sus intereses, y por miedo a que quienes habían sido más afectados quisieran mirar al pasado; quienes no estaban en posiciones de poder, lo hicieron por una gran necesidad de alivio, pensando que todo iría finalmente bien y creyendo que no sería necesario elaborar el pasado. Así, la transición consistió en un pacto económico construido sobre el miedo, para crear un miedo más sutil (Valverde, 2014).
Valverde (2014, p. 16) destaca que tenemos una herencia psicosocial que continúa viviendo en nosotros, que da lugar a la repetición de maneras de ser y de comportarse, a patrones relacionales que se reproducen de una generación a otra. Aunque hubo también gente que tuvo la valentía de enfrentarse al régimen, esta transmisión generacional es portadora de secretos, tristezas y problemas no resueltos. El miedo, y el silencio que provoca el miedo, son todavía elementos centrales de la vida en este país; aquel miedo y terror que vivieron nuestros abuelos y padres quedaron inadvertidamente sedimentados en sus formas relacionales y se nos ha hecho normal estar rodeados de proyecciones de ese miedo, que se integran en nuestra vida cotidiana de manera naturalizada. El miedo infundado y desproporcionado es una de las manifestaciones más comunes de la violencia política; el miedo a la autoridad está en muchos de nuestros gestos y comportamientos; no sólo se calla ante el poder, sino que cuando alguien lo enfrenta, se le intenta impedir con buenas intenciones y hasta cariño, como si se les quisiera evitar problemas. La autora señala que esos miedos heredados, en sus diversas manifestaciones, aunque sean naturalizados y se les reste importancia, ahora que la represión del Estado adopta otras formas de violencia, nos quitan la fuerza para enfrentarnos al poder y frenar las injusticias a las que somos sometidos (Valverde, 2014).
Naomi Klein (2007), con su doctrina del shock nos proporciona una forma de explicar unas técnicas de gobierno de nuestro tiempo histórico que nos resulta muy ilustrativa para entender nuestro momento actual. Klein (2007) señala que no estamos en una presunta crisis económica, sino en una reordenación global y permanente de la vida social de acuerdo a los presupuestos del neoliberalismo; un tiempo de creación de un nuevo orden en el que una pequeña élite pretende redistribuir la riqueza mundial para aumentar sus beneficios. Las reformas planeadas consisten en transferir grandes espacios de creación de riqueza de lo público a lo privado, a grandes corporaciones y la salud, la educación, la vivienda, todo lo necesario para la vida, se someterá por completo a las leyes del mercado.
En los cálculos de gobierno, se prevé que las clases medias desaparezcan entre los pobres permanentes, a quienes, al quedar desconectados del circuito de producción y consumo, se les asignará un valor cero: su vida será desechable. Sin embargo, habrá de considerarse una fuerza para su control, pues cabe esperar alguna resistencia. Miseria planificada. Pobres desechables. Violencia represiva.
Klein (2007) sitúa a Milton Friedman entre los principales impulsores de la Escuela de Chicago, escuela de pensamiento económico defensora a ultranza de ese “libre mercado” en donde todo ámbito de la vida habría de estar sujeto a las leyes naturales del mercado. Friedman era consciente de que, a la hora de implementar los cambios necesarios para ello, aparecerían una serie de resistencias en determinadas franjas de población, que podrían sostenerse en el tiempo e incluso llegar a imposiblitar esos cambios. El problema era entonces cómo hacer para que esa resistencia no se produjera, y para que además la población colaborara de manera continuada.
Klein (2007) explica que Friedman pensó que solamente un impactante evento, una crisis social, actual o percibida como tal, podría producir un verdadero cambio. Y cuando esa crisis ocurriera, las acciones a tomar dependerían de las ideas que estuvieran presentes en el medio. Así, se trataba de que las ideas estuvieran presentes y de que se desatara una crisis suficientemente intensa, un evento creado o sobrevenido, que produjera un estado de shock en la población, un estado de miedo, confusión y paralización, que abriera la oportunidad para implantar rápidamente las reformas planeadas y consolidar el nuevo estado de cosas antes de que se pudiera producir cualquier tipo de resistencia. El experimento-país fue Chile. La crisis, en forma de gran violencia, represión y muerte, la puso Pinochet; las ideas, los discípulos de Friedman, los Chicago Boys.
Pero no siempre son necesarios espectaculares golpes de estados y dictaduras militares. Hoy día, bastaría aludir a la seguridad, en un estado de excepción permanente en apariencias de democracia. Lo común, más allá de diferencias según circunstancias y países, es que se apliquen estrategias similares para contener a los pobres de las ciudades: inmigrantes, desocupados, habitantes de los barrios populares, etc. Aquellos sectores que quedaron desconectados de la economía formal, de modo permanente y estructural, son las categorías enteras de ciudadanos que en una suerte de guerra civil legal se podrán eliminar físicamente por no resultar integrables en el sistema político (Agamben, en Zibechi, s.f.).
En este contexto histórico, la banca transnacional desarrolla en países del sur de Europa como Grecia o España, lo que Pablo González Casanova (2013) denomina nuevas guerras de colonización de países metropolitanos. Klein (Prensa Latina, 2013) consideró la actual situación en Grecia como “ejemplo clásico” de doctrina del shock.
En Catalunya, como en el resto del Estado español, surgieron las movilizaciones de los indignados, el 15M, en protesta por las crisis en el país. En Barcelona, en junio de 2011, en lo que constituyó uno de sus primeros y más significativos acontecimientos, el movimiento social convocó “una acción absolutamente pacífica, noviolenta, masiva y determinada” (AcampadaBcn, 2011, p. 2), una cadena humana en torno a la sede del Parlamento de Catalunya, en protesta por recortes presupuestarios que aplicaban las recetas neoliberales. El presidente del gobierno local calificó la protesta como kale borroka (Periódicos de España. Toda la prensa de hoy, 2011, 17 de junio), una expresión proveniente del euskera que, en el marco del conflicto vasco, es traducida como una lucha o violencia callejera que es categorizada como terrorismo de baja intensidad; tal etiquetaje facilita la relación-equiparación con toda forma de terrorismo (Elorza, 2011).
Así clasificado por autoridad gubernamental, la situación entró en el compartimento del terrorismo, en las categorías de amenaza a la seguridad del Estado, en donde sucesos y actores son tratados por dispositivos policiales y militares, según sus lógicas y procedimentos. Entramos en los parámetros de gubernamentalidad del conflicto bélico.
Hemos visto cómo, en términos de biopolítica y gubernamentalidad, se trata de realizar un cálculo; una ecuación entre cuyas variables se sitúa la dispensación de violencia en una medida adecuada para producir un sentimiento en grado suficiente (miedo hasta el terror), que, a su vez lleve a unas conductas colectivas de sometimiento en una determinada franja de la población.
La lógica de ese recorrido argumental de medición de la dispensación de violencia para producir miedo y conseguir resultados conductuales también apareció en las conversaciones del mando policial en el desalojo de plaça Catalunya con las que iniciamos este artículo.
Después de establecer “o generamos pánico o no los sacaremos de aquí”, el mando de los antidisturbios sobre el terreno continuó con su exposición de motivos: "estamos disparando pelotas, estamos disparando de todo (...) ¡No podemos disparar munición real!", explicaba. Su superior lo desestimó rápidamente: "No, no, no. Evidentemente que no" (Simarro, 2012, párrafo 2). Es decir, el criterio técnico-policial para provocar la conducta que el mando policial deseaba inducir en los manifestantes consistía en provocar pánico aumentando el grado de violencia dispensada.
Entre los numerosos usos de la psicología militar, Peter Watson (1978/1982) señala que los aspectos psicológicos del control de multitudes constituyen un área amplia de estudios. Se han dedicado muchos esfuerzos al estudio de la psicología de la fuerza en las acciones con multitudes: cómo se deben presentar las amenazas y las advertencias para que sean obedecidas sin demora; los efectos de las formaciones policiales; del uso de equipos y técnicas especiales, etc.
El miedo se utilizó en el intento de desalojo de los indignados de la plaáça Catalunya de Barcelona el 27 de mayo de 2011 como instrumento base en la situación táctica de un operativo policial concreto, para producir una determinada conducta en un grupo específico de manifestantes. El medio para crearlo, la producción intencional de daños a unos individuos a través de un dispositivo de dispensación de violencia organizada, con instrumentos suficientes para ejecutarse con ventaja, y la extensión de la coacción por la amenaza del daño a las personas del entorno.
Sin embargo, la violencia desplegada no provocó un miedo que produjera la conducta deseada en el grupo señalado. En un tal caso, en aplicación simple del criterio técnico, se aumentaría la intensidad del daño provocado, o se extendería indiscriminadamente la violencia, o ambas cosas, para aumentar el miedo y provocar finalmente el comportamiento-objetivo en los grupos señalados. El hecho de que no sucediera así, indica que es necesario considerar una mayor complejidad.
Los métodos e instrumentos a utilizar tienen sus protocolos y requieren las correspondientes autorizaciones. En la organización disciplinar, hay responsables de tomar las decisiones en función de los cálculos correspondientes para solventar la ecuación entre las formas de la violencia a dispensar, los efectos conductuales a lograr y otras posibles consecuencias. Así, del análisis de manuales de diversas doctrinas policiales de control de multitudes (Ver Applegate, 1976/1991; Ejército de Estados Unidos, 1985) puede entenderse que en la actuación de una unidad policial en el control de multitudes han de considerarse variables como el grado de tensión de la situación, los medios disponibles (vehículos, equipo, etc.), el equilibrio de fuerzas, el impacto psicológico y la conducta que se desea suscitar en los manifestantes y en la opinión pública, etc. De igual manera, pueden variar las operaciones tácticas a conducir (capturar un líder, desalojar un espacio, remover barricadas, etc.), los movimientos y las posturas corporales de los efectivos, la disposición, funcionamiento y exposición del equipamiento de dotación, etc. Con cada proceder, se trata siempre de transmitir mensajes en una secuencia lógica, información y emociones para producir conductas. Es decir, en situaciones operativas, las técnicas policiales coactivas para inocular miedo, tensión, frustración, etc. y producir o disuadir conductas a un grupo de personas son muchas, diversas y combinables (Watson, 1978/1982).
En situaciones nuevas, se prueban técnicas policiales que pueden resultar novedosas para un contexto determinado. Las fuerzas policiales de los diversos países procuran que la evaluación de sus actuaciones no se realice únicamente cuando se desatan problemas o se cuestiona su actuación, e intercambian regularmente aprendizajes y modelos de actuación y evaluación (Adang, 2009).
En el nuevo escenario social y político del país, se probaron técnicas policiales que se percibieron como novedosas. Así, por ejemplo, comenzó a resultar frecuente que la fuerza policial encapsulara a un grupo de manifestantes, y/o les imposibilitara el movimiento o determinados itinerarios, a través de cordones policiales que impedían traspasar en un sentido u otro el área delimitada. Estas prácticas han sido nombradas con diferentes nombres, pastoreo, o kettling, y su objetivo es tensar a los manifestantes, aumentar la presión, propiciar algún altercado que sirva como coartada para una intervención policial más violenta, practicar detenciones, identificaciones, etc. (Una hora de encierro para ahogar una nueva cacerolada del 15M, 2012). En muchas ocasiones, las identificaciones y detenciones masivas se realizan para proyectar una imagen de dominio, control y dureza. Muchas veces, los procedimientos administrativos y judiciales no prosperan, pero se usan como instrumento de extensión del miedo y de disuasión de ulteriores protestas (Milares, 2012).
En esta lógica de cálculo de violencia a dispensar, se pueden inscribir también las declaraciones del entonces conseller d’Interior10 Felip Puig sobre el uso de los gases lacrimógenos durante la manifestación de la huelga general del 29 de marzo de 2012: se emplearon métodos no usados anteriormente, y las consecuencias de la violencia policial fueron más graves porque eran más manifestantes violentos y algo había de hacer la policía para que la situación no fuera a más (El consejero catalán de Interior defiende el uso de gases lacrimógenos porque tenían enfrente a 2.000 violentos, 2012). Más explícito resultaba todavía su responsable de los antidisturbios, el comisario Pla, que defendía la indiscriminación de las balas de goma por el pánico que genera y que promueve que los manifestantes corran y abandonen el terreno (Fernández, D. 2012b). Del uso indiscrimado de las pelotas de goma en la misma jornada, da cuenta la experiencia de un hombre que perdió la visión de un ojo por el impacto de una bala de goma lanzada por la policía (Catanzaro y Cazorla, 2012). Es también así entendible que las fuerzas policiales puedan disparar sin justificación y sin seguir los protocolos de operación del armamento (que obligan a disparar a las piernas o haciendo rebotar la pelota contra el suelo), como también sucedió durante las movilizaciones (LaTele.cat, 2012; Sánchez Martín, 2012). Es la relación de excepción, el poder soberano crea y define el espacio mismo en que el orden jurídico político puede tener algún valor (Agamben, 1995/2006).
Es decir, no se realizan únicamente actuaciones ejemplarizantes con carácter selectivo que aparenten responder a un criterio. La indiscriminación, la aparente ilógica e irracionalidad tiene una lógica: expandir y hacer más visible un miedo que resulte más profundo y dañino.
La desproporción de una violencia sin medida, sentido o razón provoca y expande un miedo inasible, porque no hay, en apariencia, una lógica que permita prever acontecimientos, anticipar el daño y protegerse para evitar peligros. Se pretende inocular así un miedo que paralice, que sitúe a la víctima en la indefensión, que la culpabilice del daño que sufre, que implante la impunidad, que asiente el poder arbitrario del comando gubernamental que permita una fácil conducción de la conducta poblacional.
La desproporción se cuantifica por la magnitud de la intención coactiva, intimidatoria, de proyección de fuerza, dominio, omnipotencia e impunidad. Así, la producción de miedo no se limita a los momentos concretos de una protesta en la calle, sino que se extiende en el tiempo y en el contexto, en las formas de relación social: puede ser cualquiera, en cualquier momento y lugar.
Así, la amenaza se extiende y mantiene en el ambiente, calculando la dosis adecuada de tensión y miedo, según las circunstancias: aumentando las actuaciones en oleadas, o distanciándolas en el tiempo, siempre desde un umbral suficiente de miedo en la base misma del sistema, que también se puede aumentar. Por eso, el conseller d’Interior Puig declaraba, en la televisión pública, necesitar más miedo para gobernar: “nuestro sistema de seguridad no acaba siendo suficientemente disuasivo, no da miedo” (Felip Puig: “El nostre sistema de seguretat no acaba sent prou dissuasiu, no fa por”, 2012, párrafo 1).
Para conseguir ese sistema de seguridad más disuasivo, el gobierno catalán se planteó utilizar todas las herramientas posibles y propuso su política del miedo: restringir legalmente derechos fundamentales; analizar policialmente páginas web, blogs y tuits; cambiar el código penal; aumentar el número de antidisturbios; instalar proyectos de videovigilancia; implantar identificaciones preventivas; impulsar procesos de reflexión colectiva que implicasen a políticos y sociedad civil para rechazar socialmente el vandalismo, etc. (Carranco, 2012).
La identificación es un procedimiento de coacción que extiende y asienta la intimidación en el tiempo y en lo virtual: en un contexto de impunidad y omnipotencia, significa que a las personas identificadas se les comunica el mensaje de que pueden ser localizadas y perseguidas en cualquier momento. El fantasma de la coacción se mantiene en archivos policiales que, bajo las etiquetas categorizadoras oportunas, no están bajo ningún control externo al cuerpo de seguridad (OSPDH-UB, 2012). Se trata de extender el miedo, además, entre todos aquellos que puedan identificarse con los individuos que reciben más directamente la represión. Cuanto más amplio es el sector que protesta, más incluyentes han de ser las categorías de identificación, hasta finalmente abarcar a todo el cuerpo social.
Finalizando abril de 2012, los Mossos d’Esquadra11 estrenaron una web en que solicitaban a la ciudadanía, con promesa de confidencialidad, colaboración en forma de aportación de información que permitiera la identificación de 68 personas de quienes la policía decía disponer de elementos de incriminación respecto a su participación en actos vandálicos (Departament d’Interior, 2012). El director general de policía declaraba que la intención era que sirviera como “elemento disuasorio”, para la “prevención”, y reconocía su “vocación intimidatoria”. (Baquero y Albalat, 2012; Los mossos lanzan una web para identificar a presuntos "violentos", 2012).
La no identificación de los policías ante la ciudadanía es el anverso de la moneda que garantiza la impunidad y que coadyuva a la extensión del miedo, la impotencia y la coacción que disuada de la participación en protestas. También en este sentido, se introdujeron tácticas novedosas y amenazadoras para la vigencia de los derechos humanos, como la identificación de policías de paisano con una simple banda plástica en el brazo (Benedicto, 2012).
También fueron observadas detenciones selectivas, con intencionalidad coactiva y ejemplarizante hacia un colectivo bien identificado, complementadas con judicialización. Sería el caso de la secretaria de organización del sindicato anarcosindicalista Confederación General del Trabajo (CGT) que fue detenida tiempo después de quemar unos billetes falsos en la puerta de la Bolsa de Barcelona durante una performance en una protesta; en el procedimiento judicial se le decretó ingreso en prisión preventiva por casi un mes y se le hizo una petición fiscal de 36 años de prisión (Demanen 36 anys de presó per Laura Gómez, 2012).
Asimismo, detenciones o agresiones arbitrarias sin causa alguna que las justifique. Hay que tener cuidado, advierte el conseller en prensa, porque "a veces pagan justos por pecadores", de manera que algunos ciudadanos pacíficos sufren las consecuencias de la violencia policial que trata de controlar la situación: hay que evitar el “yo pasaba por allí” (García, 2012, párrafo 6). Podría tocarle a cualquiera, sin mayor motivo y sin eximente: se trata de expandir a más sectores poblacionales ese miedo que resulta más paralizador por carecer de una lógica aparente que permita anticipar acontecimientos y evitar peligros. Fue el caso de la detención de tres estudiantes en la huelga del 29 de marzo de 2012 que, pese al amplio apoyo de entidades, profesores, partidos políticos, etc., permanecieron en prisión preventiva más de un mes, bajo la justificación de evitar que volvieran a delinquir en unas movilizaciones que no estaban siquiera convocadas (Els tres estudiants empresonats pel 29-M reben més mostres de suport, 2012).
Las detenciones a raíz de la huelga general se fueron manteniendo en el tiempo, como oleadas reiteradas, que mantuvieran la dosis adecuada de tensión y miedo en el ambiente (Kaos Represión, 2012). Al día siguiente de una de esas oleadas, en el marco de la celebración institucional de la festividad de los Mossos d’Esquadra, un alto cargo del cuerpo, el comisario Piqué, clarificaba el mensaje ante un auditorio formado por sus jefes políticos y sus subordinados en uniforme de gala, que le ovacionó:
Se pueden esconder donde quieran, porque les vamos a encontrar. Ya sea en una cueva o en una cloaca, que es donde se esconden las ratas, o en una asamblea, que no representa a nadie, o detrás de una silla de una universidad (Un comisario avisa a los violentos de que los Mossos van a por ellos y lo pagarán caro, 2012, párrafo 3).
Como hemos venido planteando, para la conducción de la conducta poblacional, se requiere inocular una dosis suficiente de miedo; y para que esa dosis resulte adecuada, la violencia ejercida ha de ser cualitativa y cuantitavamente suficiente.
En ello radica precisamente una dificultad para inocular ese miedo en la población: en el miedo de quienes deben ejecutar esa violencia intensa en los niveles operativos. Los psicólogos militares han dedicado amplios esfuerzos a estudiar el miedo de los soldados: dado que ejercer violencia causa miedo, los soldados tienden a rehuir el combate para evitar cumplir su “deber” de matar al enemigo. Esos psicólogos dejaron de llamar “miedo” a esta emoción y prefirieron referirse a ella con la palabra stress (Watson, 1978/1982).
Así, el miedo fue desvalorizado moralmente y deslegitimado como respuesta ante una situación intimidatoria; convertido en fría respuesta psicológica que trae efectos psicológicos y que puede ser calculada, modificada, gestionada. Los psicólogos militares no consideran la posibilidad de realizar algún tipo de intento de modificar o cuestionar las situaciones de intimidación; su objetivo es conseguir que los soldados estén dispuestos a implicarse en el combate, sin cuestionarlo, hasta el punto de dejar en él su propia vida (Watson, 1978/1982).
El miedo de los perpetradores es también gestionado para producir las conductas que se les requiere. Las estrategias para ello pueden ser complejas y laboriosas, y pueden pasar por diferentes mecanismos de producción. Sistemas de formación de cuerpos militares que fueron responsables de numerosas atrocidades se basaron en divisiones “nosotros o ellos”, en el entrenamiento en la obediencia, y en un fuerte control de grupo y complicidad (Martín Beristain, 1999). También se podría señalar la implementación de procesos de deshumanización aplicados tanto al propio grupo como al enemigo; las amenazas y las recompensas; la inducción y equiparación funcional de valores identitarios de medición del compromiso y de la lealtad grupal de un sujeto a su capacidad de “ensuciarse” en la dispensación de violencia; la indoctrinación ideológica, la normalización de la violencia y el horror, el estímulo interno para la crueldad, la planificación de procesos para aumentar el grado de conformidad con las tareas represivas, etc. (ODHAG, 1998; Watson, 1978/1982).
Así, por ejemplo, la gestión de ese miedo puede consistir en el ejercicio de una violencia modélica, en cuanto a cómo debe ser ejecutada, realizada por un personaje de referencia (un mando) que muestra determinación incondicional en el cumplimiento de instrucciones de dispensación de violencia desproporcionada, extrema. Después, el mando exigirá el mismo comportamiento de sus subordinados. En caso de que estos no se conduzcan de la manera exigida, tendrán que afrontar consecuencias muy negativas, que afectarán en alguna medida a su seguridad; por el contrario, en caso de que sí lo hagan, podrán recibir algún tipo de valoración positiva o de recompensa y hasta ser presentados como modelos a seguir. Serán ya también cómplices de la violencia perpetrada, por lo que tendrán más dificultades para cuestionar lo hecho, reconocer su ilegtimidad, y por supuesto, ante los posibles castigos, denunciarla. El mecanismo se puede repetir fractalmente a lo largo y ancho de toda la cadena de mando, en todos sus escalafones, desde el último eslabón hasta el nivel del máximo responsable operativo y político.
Este mecanismo pudiera corresponder para explicar el caso de las conocidas actuaciones del subinspector12 Arasa, el único agente identificado en la denuncia judicial por la violencia policial desplegada durante el desalojo de plaça Catalunya del 27 de mayo de 2011 (Fernández, D. 2012a). En algunos vídeos, se le puede observar golpeando a los manifestantes pacíficos más que cualquier otro agente, incluso en momentos en que otros agentes están quietos, mirándole cómo golpea; golpes con un ritmo continuado, uno tras otro, sin cesar, sin recibir respuesta, hasta que parece quedar físicamente extenuado, se retira a recuperar el resuello, comunica por emisora y vuelve a empujar manifestantes (15Mbcn-youtube, 2012; Tdd0bbt-youtube, 2011).
El subinspector, al que le corresponde el mando y la supervisión, se arremangó en tareas ejecutivas propias de una escala inferior, la básica. Tareas que, en ocasiones, en tanto violencia desproporcionada, de entrada, en frío, puede costar ejecutar a algunos agentes de la escala básica, por el estrés. Sin embargo, cuando el superior lo indica y lo hace, es ya una orden directa, cuyo incumplimiento podría significar indisciplina y consecuencias negativas.
A fecha de hoy, el subinspector Arasa no ha sido condenado judicialmente pese a haber destacado también en otras polémicas actuaciones13. Como todos los otros agentes que intervinieron en el desalojo de plaça Catalunya, obtuvo en primera instancia el apoyo de su jefe político, el conseller d’Interior Puig y un apoyo judicial genérico que calificó la actuación policial como razonablemente proporcionada (Archivan la causa por las cargas policiales contra 'indignados' en la plaza de Catalunya, 2012). Posteriormente, el apoyo institucional y judicial, explícito y personalizado: el subinspector, denunciado por los 23 golpes que durante esa actuación propinó a un diputado catalán, acudió al juicio acompañado por su superior jerárquico, se sentó en el banquillo de los acusados con su arma reglamentaria enfundada en el cinturón, y la fiscalía le defendió (Rodríguez, 2013). Con tal disposición de escenario, el juez reconoció probado que el subinspector denunciado efectivamente golpeó reiteradamente con su defensa policial al pacífico manifestante, incumpliendo en alguna forma el protocolo, pero sin desproporción, sin que arribase a una cuestión penal; y dado que los daños producidos fueron ligeros, se podía aplicar la eximente de “cumplimiento del deber” (Absuelto el único mosso juzgado por el desalojo de plaza Catalunya durante el 15-M, 2013, 27 de noviembre).
Composición final de hechos, realidad significada, valorada, fijada e instituida como tal. La razón de la fuerza, de la capacidad de ejercer más violencia, se instala como forma válida de establecimiento de la realidad del miedo, como forma decisiva de gobierno. El miedo, como orientación de conducta y actuación: proyección de realidad futura, aviso a navegantes, se seguirá actuando igual, con impunidad, no hay más alternativa que cambiar el comportamiento, colaborar adecuadamente con los fines de conducción de los líderes, obedecer, someterse.
Phillip Zimbardo (2007/2008) señala que se prefiere ver la locura de los criminales y la violencia sin sentido de los tiranos como rasgos de su manera de ser personal, pero recuerda cómo las conclusiones de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal negaban tal argumentación: Eichmann era una persona terrorífica y terriblemente normal que se limitaba a cumplir con su deber, a seguir las órdenes; las fuerzas sociales pueden hacer que personas normales cometan actos horrendos. No se trata solamente de las posibles peculiaridades de la singularidad del personaje, no es simplemente un caso particular; la figura del subinspector desarrolla una función básica, y se puede considerar un dispositivo producido por la maquinaria de dispensación de violencia para que su engranaje funcione correctamente y pueda alcanzar sus objetivos.
Los efectivos policiales han de sentirse tranquilos, sin miedo a castigos por su actuación, es una condición para que funcione el sistema: “para prestar un servicio de seguridad es imprescindible que las personas que lo ejecutamos nos sintamos seguros” expresaba un comisario jefe del CME durante unas jornadas en el Institut de Seguretat Pública de Catalunya para hablar del modelo policial, de la policia del siglo XXI, como definiera el conseller en la ponencia inaugural (Benítez, 2011, párrafo 3).
Entre la coacción, la recompensa, la complicidad, la presión grupal corporativa, y la normalización de la represión, el miedo al pasado podrá empujar a los victimarios a una huida hacia delante. Manuel Antonio Garretón (1990) señala que el miedo de los victimarios es el residuo de miedos anteriores. Miedo al pasado que se convierte en un miedo oculto a un presente que no se controla. Y también miedo a un futuro en que se cuestionen los costos que hubo que pagar. Es el miedo de los vencedores, que serán los vencidos de un mañana en que los crímenes cometidos son ya reconocidos en la sociedad y las demandas por justicia y castigo se generalizan. Es el miedo al cambio, la conciencia del mal ocasionado. Este miedo puede llevar a los aparatos represivos a la autoproclamación de inocencia, a intentar los últimos coletazos, etc. En tiempos de crisis profunda y gran incertidumbre, los grupos en el poder también están atemorizados por el potencial de los movimientos sociales (Potter, en López de Miguel, 2013). Eso puede hacer la situación más peligrosa.
Elisabeth Lira (1990b) señala que la represión se origina y desarrolla en función del proyecto de sociedad que se desea implantar y de sus consiguientes sistemas de dominación y legitimación. La autora considera que el miedo “modela actitudes inhibitorias y autocensuradas, genera dificultades en la discriminacion de la realidad e impide la participacion necesaria para lograr una sociedad democrática” (Lira, 1990a, p 157) y destaca que su uso en procedimentos de represión política implica una violación de la libertad y de los derechos más básicos, dado que las personas afectadas participan inconscientemente en procedimientos de guerra, que les afectan a pesar de sus valores, creencias e ideologías.
En torno a los dispositivos disciplinarios, Foucault (2003/2005) llamaba la atención sobre la cuestión de la acumulación de seres humanos: el requerimiento de acumular y distribuir los individuos según las necesidades de la acumulación de capital, para su máxima utilización, en su multiplicidad, en el tiempo y el espacio. A través de diferentes mecanismos, se trata de facilitar esas acumulaciones de singularidades en espacio y tiempo, para en el momento, lugar, puntos idóneos, y con la forma de aplicación más adecuada, conseguir una eficacia máxima de la fuerza en la actividad a producir.
Estos mismos razonamientos pueden aplicarse a los usos del miedo en la represión política, la guerra y el gobierno de una población. El miedo y su proyección social facilitaría o dificultaría diferentes formas de acumulación de seres humanos, para desarrollar actividades concretas, funcionales a objetivos determinados según las necesidades de la guerra y el gobierno. Tanto en un escenario táctico, como en un proyecto estratégico a largo plazo. Esas acumulaciones, su presencia o ausencia, pueden conformar los equilibros de las relaciones y distribuciones de poder en un escenario dado y, por tanto, definir la capacidad de un gobierno de conducir las conductas de una población.
Podemos entender como una acumulación de singularidades una manifestación ciudadana, una desobediencia masiva, una huelga general, una votación, etc. O el cuerpo de choque de una institución armada, en la que la utilización de las singularidades ha sido maximizada para desplegar una violencia organizada a través de planes estratégicos, extensos recursos materiales, tecnologías exclusivas, y una formación específica que ha conseguido ajustar los umbrales de estrés para una dispensación de violencia eficaz y funcional.
El miedo y su proyección social facilitan o deniegan la identificación con el otro, el encuentro, la solidaridad, la adhesión en un común, la acción colectiva, la organización; el miedo es uno de los más grandes mecanismos de control político (Riera y Martín, 1993). A través de él, se trata de sumar fuerzas y restárselas al oponente, de construir una acumulación de fuerzas en una determinada distribución en el contexto, en los lugares y momentos adecuados. El miedo es un factor, un instrumento a considerar y utilizar entre otros, en la ecuación del equilibrio de poder, del ejercicio del gobierno; un objeto al que producir, dar forma y gobernar, para lograr el dominio en un contexto.
Desde la óptica guerrera, el miedo se constituye como una herramienta táctica y estratégica que corresponde a la necesidad de distribuir los seres humanos y sus fuerzas en función de las necesidades del gobierno de guerra. Un instrumento de lucha que, en sus consideraciones actuales y potenciales, a corto y a largo plazo, conforma también un espacio de batalla que comprenderá todos sus componentes, dimensiones e interrelaciones: desde lo individual a lo social. El miedo se mostró como instrumento básico de la estrategia de guerra aplicada sobre los movimientos sociales. A través del miedo, el esfuerzo guerrero intenta romper los tejidos sociales que considera enemigos; intenta controlar a ese enemigo interno, intimidando a la población, e implantando la impunidad como realidad; en última instancia, trata de transformar a la población en colaboradora para mantener su dominio en el tiempo (Riera y Martín, 1993). “El soberano, por medio de una prudente policía, acostumbra al pueblo al orden y a la obediencia” (Foucault, 1976/2000, p. 218).
Sin embargo, no todo en el miedo son ventajas para los propósitos gubernamentales de conducir las conductas de la población; también opera a nivel interno entre los elementos dispensadores de violencia y puede constituir una seria dificultad para la eficacia de las operaciones y hasta para el ejercicio efectivo del comando.
Estamos ante un complejo esquema general de gubernamentalidad de excepción en el que, caso de no obtener las conductas poblacionales adecuadas, todas las variables y localizaciones del cálculo son susceptibles de gestión y cambio.
Si miramos en la historia de nuestro propio país, una historia todavía no suficientemente abierta y elaborada, o en la actualidad histórica de otros países, constatamos que es posible profundizar mucho más todavía en el desarrollo de las estrategias bélicas del miedo y la violencia, extender mucha más violencia, causar muchos más daños y de mayor intensidad, afectar a muchas más gentes y espacios sociales, por más tiempo. El miedo aparece como un potente instrumento de gobierno y de producción biopolítica de sujetos funcionales. La memoria como imperativo categórico, como condición del pensamiento que en el presente informe la proyección del futuro a construir (Adorno, 1967/1973, pp. 80-95), alerta sobre una gubernamentalidad que utiliza la violencia y el miedo para cerrar la discusión política y dispara las alarmas sobre el tratamiento que podría llegar a dispensarse hacia quienes se opongan al comando gubernamental.
En cualquier caso, el conformismo de la conducta no significa necesariamente el sometimiento interno de las personas, que pueden combinar de diversa manera sometimiento/resistencia pública y sumisión/resistencia privada (Martín-Baró, 1989/1993). El miedo y sus consecuencias pueden afrontarse, personal y colectivamente, y pueden servir a los movimientos sociales como instrumento de protección que les proporcione capacidad táctica, que les permita tomar precauciones en situaciones de amenaza (Riera y Martín, 1993).
El escritor José Luis Sampedro, referente intelectual de los movimientos sociales en el país, fue entrevistado en televisión nacional, meses antes de morir (Évole, 2013). Preguntado sobre las crisis y las movilizaciones de protesta que envolvían al país, enfatizaba que “una de las fuerzas más importantes que motivan al hombre es el miedo. Gobernar a base de miedo es muy eficaz”; pero apuntaba que también tenemos el deber de vivir, de vivir con dignidad14; el clima de movilización social sigue, pese a sus oscilaciones, como hace años no se veía en el país.
La extensa intensidad de explotación biopolítica sobrecoge. Pero la gente es activa, participa, resiste, lucha, prueba formas de organización. Somos personas, con historia y dignidad, afrontamos activamente los problemas, tenemos potencia para crear mundos nuevos que traemos en nuestros corazones. Pese a todos los medios desplegados a lo largo de la historia, las luchas por la dignidad no han sido erradicadas. Decidir la propia conducta, gobernarnos, preservar la autonomía, mantener la dignidad no son tareas fáciles en un contexto donde las acciones represivas pueden llevar a las personas a situaciones límite; pero incluso en esos límites, y aunque no lo parezca, las personas desarrollan sus propios y activos mecanismos de adaptación y defensa (Martín Beristain,1999). El miedo sigue siendo un objetivo esquivo, un instrumento incierto para las racionalidades guerreras. Será tal vez porque, en última instancia, en nuestro pensamiento y en nuestro miedo, mandamos nosotros. La vida sigue abierta, tenemos el deber de vivir con dignidad y la tortilla siempre puede dar la vuelta.
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