Comunicación mediática y procesos de identificación: una construcción dramática y ritual

Media and identification processes: a ritual and dramatic construction

  • Salomé Sola-Morales
La tesis que se sostiene en el presente ensayo es que la comunicación mediática configura de manera dramática y ritual las identificaciones que realizan los sujetos y los grupos. En primer lugar, se ponen de manifiesto algunas de las limitaciones del concepto de identidad y se propone el uso del de “identificaciones”. En segundo lugar, se explora el alcance de la dramaturgia social y la teoría de los roles. En tercer lugar, se reflexiona acerca del concepto de ritual y se pone de manifiesto su utilidad en la interpretación de los procesos de construcción de identidades. Todo ello, lleva a concluir que tanto la teatralidad como la ritualidad son conceptos clave para comprender las identificaciones que realizan los sujetos y los grupos en relación a los medios de comunicación.
    Palabras clave:
  • Teatralidad
  • Ritualidad
  • Identificación
  • Medios
The present theoretical paper analyzes the way mediatic communication construct identifications. The thesis proposed is that the media configure ritually and dramatically identifications made by individuals and groups. First of all, we show the limitations of the concept of “identity” and we propose to use “identification” instead. Second, we explore the extent of social drama theory and role theory and we open it to new theoretical challenges and perspectives. Thirdly, it is shown that the concept of “ritual” is very useful to understand and interpret the identity construction through the media. All this leads us to conclude that both the theatricality and rituality are key to understanding the processes of identification that individuals and groups make in relation to the media.
    Keywords:
  • Theatricality
  • Ritual
  • Identification
  • Media

1 Introducción: De la identidad a las identificaciones

La explotación del polisémico término identidad, centro de numerosos debates políticos, culturales y mediáticos lo ha llevado, en ocasiones, a la ambigüedad y la inconsistencia. Precisamente, el discurso posmoderno en su afán por delimitar el alcance de esta noción, tradicionalmente entendida como una esencia, ha terminado considerándola débil, múltiple y fragmentaria (Bauman, 1996/2003; 2005; Burke y Stets, 2009; Gergen, 1992; Vattimo, 2002). A la vez se ha subrayado en varias ocasiones la necesidad de deconstruirla (Derrida, 1998) o, incluso se ha cuestionado su necesidad como objeto de estudio (Hall, 2003). Otras, se ha matizado que la tendencia a diluir o deconstruir propia de la posmodernidad no traería más que limitaciones (Revilla, 2003).

El hecho de que las identidades varíen en el flujo espacio-temporal, se adapten a las circunstancias vitales y, sobre todo, se vean profundamente transformadas en la interacción social y comunicativa, hace considerar que forman parte de una serie de procesos de construcción de significado. Comúnmente la identidad ha estado asociada a lo singular, a lo estático o a lo inmutable, sin embargo, el término “identificaciones” hace alusión a la pluralidad, a la movilidad y a la transformación propia de los sujetos y los grupos (Sola-Morales, 2012, 2013a, 2013b). Es preciso clarificar que la noción identificación no es usada aquí en un sentido psicológico, como si se tratase de una imitación. Por el contrario, es utilizada desde una perspectiva antropológica, como una forma de aprendizaje o puesta en palabras, tal y como lo ha sugerido el antropólogo Lluís Duch (1995; 2010).

Las diversas identificaciones, que los sujetos adoptan y representan, surgen en las diferentes tramas biográficas de manera flexible. De manera que los sujetos y los grupos, más que tener o nacer con una identidad, adoptan y configuran varias identificaciones en cada uno de sus trayectos o contextos vitales. Pero, sobre todo, estas identificaciones son construidas de manera intersubjetiva en relación con otros —individuos y grupos— y con la cultura, los símbolos (Geertz, 1981; Turner, 1980) y la comunicación mediática.

La comunicación mediática es entendida aquí como una forma de comediación, es decir, como una estructura de acogida fundamental, si utilizamos la terminología de Lluís Duch (2010). Para el antropólogo existen cuatro instancias o ‘elementos relacionales’ que permiten a los individuos y a las colectividades el establecimiento de unas vinculaciones creativas con el pasado y que le permiten relacionarse con el presente. Estas estructuras “acogen al ser humano y le permiten que sea capaz de empalabrarse él mismo y también de empalabrar —constituir— la realidad” (Duch 2010, pp. 119-120). Precisamente, gracias a estas correlaciones o mediaciones los individuos y los grupos son capaces de socializar e identificarse para sí y para los otros.

Es más, los medios actúan cada vez más como contexto dominante no sólo de las prácticas culturales de comunicación y transmisión, sino también con sectores de la existencia humana que están vinculados con la intimidad de las personas, con sus sueños y fantasías y con su visión del mundo y la realidad. A este respecto, la comunicación mediática es entendida aquí en un sentido amplio como aquella serie de prácticas y fenómenos de alcance psico-social que están en el centro de las relaciones humanas y de las interacciones subjetivas. Dichas interacciones serán diferentes en la medida en que se den a través de los medios de comunicación tradicionales (clásica recepción mediática) o a través de los nuevos medios (participación virtual). Sin embargo, a pesar de los diferentes entornos y contextos, lo cierto es que hoy en día ni sujetos ni grupos pueden situarse al margen de la comediación, del mismo modo que no existen seres aculturales o ajenos a su marco de referencia. Por tanto, para profundizar en este proceso es preciso adoptar una perspectiva dialéctica que integre el rol de los seres humanos como entes mediadores y la capacidad socializadora de los discursos y las prácticas mediáticas mismas.

En la vida cotidiana, cada uno está destinado a desempeñar una multitud de roles o papeles frente a los otros que evidencian que el sujeto es plural y que se encuentra fragmentado de manera innata, una pluralidad y una fragmentación que es clave en la propuesta del análisis ulterior. Pero no se debe olvidar que esta representación de papeles o roles frente a los otros, permite a los sujetos presentarse y narrarse ante los demás. Se podría decir que existen narrativas o relatos de lo que soy yo, de lo que eres , de los que somos nosotros y de lo que son los otros. Y todas estas narrativas —sin excepción— son construcciones sociales. Además, estas narraciones se ven muy influenciadas por la temporalidad y por las circunstancias o situaciones de interacción. En este sentido, la historia vital del individuo se verá muy influida tanto por la respuesta —la afirmación o negación— de los otros como por las historias que estos le cuenten. Al mismo tiempo, no se puede obviar el alcance ontológico de la narración y su papel en la comunicación mediática (Sola-Morales, 2015b). Los medios de comunicación son creadores y contadores de historias las cuales están cargadas de valor simbólico e incorporan secuencialmente matrices espacio-temporales clave en la construcción de la realidad cotidiana (Sola-Morales, 2014a), los imaginarios sociales compartidos (Sola-Morales, 2014b) y las mencionadas identificaciones (Sola-Morales, 2013b; 2013e; 2015a).

Partiendo de la base de que los procesos de identificación son puestas en escena o representaciones de las diferentes facetas del yo, se podría afirmar que los sujetos participan en diversos procesos teatrales o dramáticos en cada situación vital. De hecho, existe una tradición de autores, entre los que podríamos destacar a William Shakespeare o Calderón de la Barca, que entienden la vida humana como una representación. La existencia, para ellos, es como un juego teatral, como una escenificación del trayecto biográfico bien sea individual o grupal. Asimismo, la ritualización de la experiencia es otra de las claves fundamentales para comprender los procesos de identificación o de construcción de identidades.

Planteado lo anterior, el objetivo de este ensayo científico es ofrecer una reflexión acerca de las nociones de “teatralidad” y “ritualidad” y manifestar el lugar central que ocupan en los procesos de identificación que realizan los sujetos y los grupos en cada una de sus mediaciones comunicativas y mediáticas.

2 De la teoría de los roles a la dramaturgia social

Las aportaciones de Helmuth Plessner (1960/1978; 1985/1991) y las de Erving Goffman (1959; 1963; 1970; 2006), miembro de la post-escuela de Chicago y creador del modelo teórico conocido como “dramaturgia social”, son imprescindibles para comprender la condición teatral de las identificaciones que se dan en la comunicación mediática. De manera muy sucinta, se podría resumir esta tradición que concibe la experiencia como una representación escénica con las palabras de Goffman (2006): “El mundo es como un escenario, nos afanamos y consumimos nuestro tiempo en él y eso es todo lo que somos” (p. 131).

En el teatro de la vida diaria o en el theatrum mundi (Villa Moral Jiménez, 2010) los seres aparecen enmascarados y dotados de una ambigüedad fundamental ante la mirada del otro, de manera que las identificaciones se encuentran en constante construcción, y se ven sometidas a la variedad de espacios y de tiempos y, sobre todo, a la interacción intersubjetiva. Para Goffman, que retoma algunas de las ideas de Edmund Husserl y Helmut Plessner, la yoidad es constituida por las marcas positivas, o marcas de identidad, que se producen en constante interacción. Así, la combinación de los ítems de la historia vital, adherida al individuo por medio de esos soportes es la que hace al individuo único y la que le permite diferenciarse de los demás (Goffman, 1963, p. 73).

Además, el individuo desempeña una serie de roles estructurados, rutinarios, estandarizados y típicos, que organiza en sus interacciones cotidianas y estos, a su vez, le permiten definirse en cada situación vital y adquirir una cierta totalidad significante, de forma narrativa. Sin embargo, tal y como expresa Goffman, hay que observar que esta unidad se encuentra enfrentada con la multiplicidad que ofrecen los roles o, como diría Lynn Smith-Lovin (2003), por las miles de identidades disponibles, hecho que nos lleva a pensar que el término identificación es mucho más apropiado. De hecho, el individuo puede sustentar con bastante habilidad yos diferentes y, hasta cierto punto abandonar roles pasados y adoptar roles nuevos en el entorno virtual, como se mencionará más adelante.

El proceso de adquisición de roles ha sido estudiado por numerosos psicólogos sociales desde hace décadas. Ya en 1902, Charles Horton Cooley (1902/2009) cuestionó como los roles podrían afectar a la conducta social y a la personalidad. Algunos años más tarde otros psicólogos sociales estudiaron su alcance a la luz de la teoría de la identidad (Burke, 2004; 2006; Burke y Stets, 2009; Stryker, 1980/2002). Valga mencionar que esta teoría ha otorgado un énfasis especial a la categorización del self en su adscripción los diversos roles propios de la sociedad. Aquí cobran especial relevancia los procesos de significación y las expectativas asociadas a ese rol y a su debida performance (Stets y Burke, 2000). Tener un rol particular, según los autores, significa actuar de un modo determinado para cumplir las expectativas de los demás o de la sociedad en general (Burke y Tully, 1977).

De esta manera, la persona se convierte en un reflejo individual del esquema sistemático general del rol al que se adscribe. Aquí los sujetos desarrollarían diferencias en la manera de desempeñar el rol. No obstante, existe una conexión entre los individuos que lo desempeñan. Como han sugerido Peter Burke y Jan Stets, los roles hacen a las personas actuar de un modo u otro y, en cierta medida, guían su comportamiento. También algunos sociólogos funcionalistas, como Talcot Parsons (1966/1999) o Robert K. Merton (1957; 1949/1980) plantearon premisas interesantes a este respecto. Como es bien sabido, los antecedentes de la teoría de los roles, desde una perspectiva antropológica, se pueden encontrar en las clásicas —y ya superadas— contribuciones de Ralph Linton (1945) y Aidan Southall (1959). Sin embargo, a nuestro juicio, la contribución de Erving Goffman es la más interesante para aproximarnos a la dimensión teatral de las identificaciones que se dan tanto en la vida cotidiana como en los entornos mediáticos (recepción mediática y participación virtual).

Muy influido por George H. Mead, Goffman otorga un énfasis especial a la teatralidad, como condición social fundamental. De hecho, en su opinión, el sujeto se encuentra en un marco de referencia concreto, y actúa para los otros como si se encontrase en un escenario frente a su público. Esta acción-interacción frente a los otros puede ser llamada representación y es entendida, por el autor, como una disposición que transforma al individuo en actor, es decir, en “un objeto al que se puede mirar por todas partes y con detenimiento sin ofender, y que puede ser juzgado por su comportamiento participante por las personas que desempeñan el papel de ‘audiencia’” (Goffman, 2006, p. 131). Este fenómeno de puesta en escena no sólo se da en los espacios de interacción propios de la realidad cotidiana, sino también en la realidad virtual (que, dicho sea de paso, forma parte ya de la cotidianidad de miles de sujetos y grupos).

No obstante, sea en el entorno real o en el virtual, el individuo que actúa de cara a los otros, transita desde su condición de persona hasta convertirse en un personaje. Para ello, se traslada desde el terreno de lo íntimo al terreno de lo público. Dicho de otra forma, experimenta el tránsito entre actuar para sí, y para los demás. Además, como es evidente, el personaje precisa de su escenario —en algunas ocasiones será la arena pública, en otras la pantalla o incluso el texto— y, sobre todo, requiere a su público —o audiencia— que lo estructura y construye.

Ahora bien, como es obvio, la puesta en escena que se da en un entorno y en otro no es la misma. Justamente, una de las principales diferencias que se da en la participación virtual, es que los imaginarios, loci y personajes representados o propuestos son mucho más flexibles. De manera que los participantes pueden re-configurar identificaciones alternativas, de adscripción temporal. Estas nuevas identificaciones son igualmente arquetípicas y representan las trayectorias de los sujetos y los grupos que las crean, pero ya no tienen por qué limitarse al mantenimiento de la estabilidad o la normatividad, como suele producirse en la vida off-line (Sola-Morales, 2014b).

2.1 La representación del yo

En este sentido, no se puede olvidar que, como ha mencionado Carlos Castilla del Pino (1989), el personaje (sea natural o virtual), “necesita su escenario en donde llevar a cabo su representación. ¿Representación de qué? De sí mismo, de lo que es él, de lo que los demás le hacen ser, de lo que, además, le exigen ser” (p. 13). A saber, que el personaje media entre el yo y la proyección o representación. Además, el personaje ha de ser inventado y reinterpretado y, en consecuencia, su confirmación sólo puede venir desde sí mismo, es decir, desde su creador hacia sus intérpretes y desde sus intérpretes hacia sí. Esta dialéctica desde el sí hacia el otro y desde el otro hacia el sí es la base de cualquier interacción social. Como bien ha expresado Goffman (2006, p. 136), mientras el término persona se referirá al sujeto de una biografía, el término papel o personaje, se dirigirá a la versión escénica de esto. Y como es evidente, el personaje es fruto de la influencia recíproca entre varios individuos. No obstante, en la interacción virtual esta confirmación es más ambigua puesto que las personas pueden utilizar distintos avatares como ensayos de la vida real, jugando con diferentes aspectos del self, como el género o la edad. Precisamente, el potencial para la manipulación del yo y de los otros en estos entornos se entrelaza con la llamada incorporeidad de los usuarios. “Dado que los sujetos ya no son retenidos por el cuerpo material pueden vivir cualquier fantasía corporal o experiencia sentimental más allá de las limitaciones personales o sociales” (Sola-Morales, 2013c, p. 92).

Visto así, más allá de sus posibles características propias, todo acto en el que hay interacción —sea real o virtual— sería un acto comunicativo. Dicho de otro modo, se trata de un momento en el cual un yo y un se hallan frente a frente. Y este encuentro ha de ser interpretado siempre en claves escénicas, dado que los individuos que participan en él adquieren un rol. Es decir, entre sus varias máscaras, colocan una por encima de otra, en función de la situación y de los individuos que la componen. Como diría Goffman (2006), la palabra rol es usada “tanto para la actividad escénica como para la no-escénica y aparentemente no tenemos dificultad en comprender si lo que se halla en cuestión es un verdadero rol o una mera presentación escénica del mismo” (p. 135). Este concepto se convierte así, en una segunda naturaleza y en una parte integrante de nuestra propia personalidad que difícilmente puede separarse de ella. Desde el momento en que el sujeto se enfrenta a otros, es decir, se sitúa enfrente de otros, entra dentro del terreno de la actuación, es decir, se convierte en un participante de una actividad total, en la que en una ocasión dada influye de algún modo sobre el resto de participantes.

Los fenomenólogos Peter Berger y Thomas Luckmann también consideran que la adquisición de roles, que ellos llamarán ‘tipos’, siguiendo a Alfred Schütz, es clave en la construcción de la subjetividad en la vida cotidiana. Para ellos, “tanto el yo actuante, como los otros actuantes se aprehenden, no como individuos únicos, sino como tipos” (Berger y Luckmann, 1967/2008, p. 95). Los roles son tipos de comportamiento institucionalizados, es decir, maneras de actuar que representan “un nexo institucional de comportamiento”. Los roles son clave para comprender las identificaciones. Además, estos funcionan como herramientas —‘recetas’ en Schütz; ‘papeles’ en Robert K. Merton, George H. Mead y Erving Goffman— que permiten a los individuos saber cómo deben actuar en cada situación, en relación a su posición social.

Ahora bien, como se ha anunciado, los participantes virtuales pueden crear mundos alternativos o contrarios a lo socialmente aceptable fracturando el discurso oficial. Es aquí, donde el espacio virtual ofrece alternativas emergentes que permiten superar las fronteras de lo establecido. Si bien lo posible y lo virtual poseen un rasgo común, como ha sugerido Marcelo Sabbatini (2014, p. 1): “Los dos son latentes, no manifiestos”, en el espacio virtual se opera desde la concepción de potencial, desde lo que no siendo podría ser. A saber, se despliegan todo tipo de nuevas posibilidades de acción e interacción (Echevarría, 1999; 2000). Así, el personaje creado y representado en el entorno virtual, se puede identificar con selves ideales (DiMaggio, Hargittai, Neumn y Robinson, 2001; Turkle, 2011) o incluso ficticios e imaginarios.

2.2 Las tipificaciones mediáticas como marcos

El alcance de estas tipificaciones (arquetípicas, estereotípicas y típicas), creadas y vehiculadas por los sujetos, los colectivos y por los viejos y nuevos media es clave, ya que, en relación a ellas, el individuo y los grupos construyen la mayor parte de sus identificaciones subjetivas y reedifican la alteridad.

Precisamente, en función de la proyección mediática que tenga el individuo o el colectivo se realizarán identificaciones significantes satisfactorias o excluyentes (Sampedro, 2004). De hecho, como han enunciado Berger y Luckmann (1978/2008), puede existir “una identificación total del individuo con sus tipificaciones socialmente atribuidas, es decir, con las otorgadas socialmente; y esta aprehensión puede acentuarse positiva o negativamente en términos de valores y emociones” (pp. 217-218). Estas definiciones son más relevantes de lo que podrían parecer, ya que confieren un status ontológico a las tipificaciones humanas, a la integridad psicológica e, incluso, a las relaciones sociales.

En cierta medida, el amplio abanico de tipificaciones sociales —reforzadas a diario en los mensajes que circulan en los medios de comunicación— puede llegar a provocar cierto grado de seguridad/inseguridad ontológica (Silverstone, 1993) entre los individuos. Y esta incertidumbre sobre quiénes somos y con quiénes somos “más nosotros mismos” acentúa la urgencia de encontrar las raíces y nuestro lugar en el mundo. Por eso, los medios de comunicación actúan siempre como instituciones socializadoras (Bandura, 1994/2009) que proporcionan un anclaje fundamental a individuos y colectivos.

En la interacción intersubjetiva, en el encuentro cara a cara o, lo que es lo mismo, en la conversación real es donde, según Goffman, se darán las definiciones más completas del yo y del otro. Esto variará según sea el grado de confianza entre los sujetos. Así, cuando los individuos se conocen, sus actuaciones —también llamadas por el autor ‘fachadas’— funcionarán de manera regular y de un modo general y prefijado. Y es que una vez conocidas las fachadas del otro, la relación se sustentará sobre unas bases que tenderán hacia la estabilidad y la repetición, y procurarán no salirse del molde prefijado, es decir, del marco de referencia en el que los sujetos se encuentran insertos.

Por el contrario, en una relación interpersonal entre desconocidos o no tan cercanos, que sólo tengan acceso a uno de los roles del individuo (su faceta de empleado, colega profesional o cliente, por ejemplo), la interacción será diferente. Los participantes habrán de otorgar una orientación, o lo que es lo mismo, una perspectiva temporal o un horizonte propio al marco en el que se insertan ambos individuos. Es decir, y como bien sugiere Goffman (1959), “cuando un individuo llega a la presencia de otros estos tratan por lo común de adquirir información acerca de él o de poner en juego la que ya poseen” (p. 13). Esta información, que los sujetos observantes captan del nuevo individuo y el nuevo de los otros, permite a ambos situarse, es decir, les ayuda a definir bien la situación. Así se sabrá de antemano qué esperan unos de otros. Una vez informados, el individuo sabrá cómo comportarse para complacer a sus observadores y estos sabrán actuar a fin de obtener de él una respuesta determinada. En el caso de que los observadores no estén acostumbrados a tratar con el individuo, podrán coleccionar indicios de su comportamiento y semblante.

Es por ello que, cuando no conocemos a un individuo repasamos nuestra experiencia previa con individuos aproximadamente similares y aplicamos a los menos conocidos estereotipos que aún no han sido corroborados, y que son, en gran medida, instituidos desde los media. Por eso, es importante vincular la función que los marcos comunicativos tienen en la interacción junto con el papel que los discursos y relatos que circulan en los medios, ya que ambos están interrelacionados de manera dialéctica (Sola-Morales, 2012, 2013a, 2014b). A esto respondería que la televisión, por ejemplo, tenga una importancia crucial en la construcción de los individuos y los grupos, ya que estas narrativas “se han convertido en las entidades transmisoras más importantes de nuestra sociedad, a menudo con un carácter incluso monopolista” (Duch, 2010, p. 160). Justamente es bien sabido que los discursos mediáticos se encuentran bañados de poder e inspiran una confianza y credibilidad absoluta en muchos sentidos. En palabras de Lluís Duch: “La televisión articula una ‘visión del mundo’ que tiene —y esto suele ser frecuente en las formas de vida basadas exclusivamente en la emocionalidad— un carácter imperialista y excluyente de todas las demás propuestas de vida” (2010, p. 161). Es innegable, por tanto, que cualquier tipo de sentimientos, afectos, aberraciones y asuntos familiares o personales, sin ningún tipo de pudor, son susceptibles de ser comercializados y consumidos.

Cuando un individuo desempeña un papel en la realidad cotidiana, solicita implícitamente a sus observadores que tomen en serio la impresión promovida por ellos. Sin embargo, cuando adopta un rol, generalmente, ya se le ha asociado una fachada particular. No olvidemos que los roles tienen asociado un significado y una serie de expectativas relacionadas con la puesta en escena, tal y como han subrayado Peter Burke y Jan Stets (2009). Esta fachada, como hemos señalado, es un carácter abstracto y general que podríamos asociar con los signos que dotan su actividad. Para Goffman, esta apariencia está muy vinculada con el status social del individuo. De hecho, ser un tipo dado de persona no sólo significa poseer los atributos requeridos, sino también mantener las normas de conducta y apariencia que atribuye el grupo social al que el individuo pertenece. Y, como es evidente, estas normas están configuradas y vehiculadas en gran medida por los productos y relatos que ofrece la cultura mediática. Ahora bien, en el entorno on-line, las normas del juego cambian. Si bien los sujetos se verán condicionados por los marcos preestablecidos a través de las narraciones y los discursos hegemónicos y normativos, podrían revelarse de una forma más libre y exenta de limitaciones. Precisamente la anonimia que se puede dar en los espacios virtuales facilita una construcción del yo más allá de la moral establecida o del estatus social impuesto al individuo. Así, los límites podrían desaparecer (Sola-Morales, 2013d), ya que los sujetos podrían revelar una información no impugnada socialmente (Pauwels, 2005) e identificarse de forma más libre. Justamente en estos entornos es “posible ser quien se desea o, mejor aún, presentarse a los demás como uno desearía” (Sola-Morales, 2013d, 91).

2.3 Auto-simbolización, performance y aprendizaje mediático

La información que circula acerca de un tipo de individuo u otro en los medios de comunicación tiene más importancia de la que parece, ya que permitirá a diferentes individuos, como ya hemos mencionado líneas atrás, dar una respuesta determinada y no otra en sus interacciones cotidianas. De hecho, en sus modos de acción, la persona transitará entre dos tendencias: la sobreactuación, es decir, la exaltación de la imagen que de sí tiene ante los demás; y la inhibición o retracción de toda imagen de sí (Del Pino, 1989).

Sin embargo, la tarea de auto-simbolización (sobreactuación o inhibición) del individuo en los diferentes entornos en los que se inserta no siempre es igual. En la vida cotidiana, es habitual que las personas tan sólo atiendan al rol que un individuo desempeña en una situación particular (como podría ser su faceta política), ignorando cualquiera de los papeles que desarrolla en otros ámbitos. De la misma manera un sujeto dado podrá verse forzado a representar un rol —y no salirse de él— en un entorno concreto. Sin embargo, en algunos tipos de interacciones virtuales, los sujetos no se verán constreñidos por estas etiquetas y podrán representar roles diversos que no tienen por qué corresponderse con la vida real.

En ambos casos, realidad cotidiana y virtual, se puede observar el carácter escénico del ser humano. Valga reiterar que este carácter teatral es entendido como una condición estructural, que prevalece más allá de los artefactos, mediaciones o contextos históricos en los que el sujeto participe. Nuestra condición de seres teatrales consiste principalmente en que somos al mismo tiempo actores y espectadores de nosotros mismos y de los demás (Duch, 2003). Ya que “la vida cotidiana de todo ser humano es una ‘mise-en-scène’ sin fin” (Duch, 2004, p. 96) somos actores que vamos identificándonos y re-identificando a los otros en el transcurso de la vida. Desde el nacimiento, el ser humano comienza a tomar parte de una actividad escénica vital en la que cada ser (persona que actúa como actor o personaje) tiene un rol asignado. Tal y como dice el antropólogo, el ser:

‘Recita’ un papel, el cual, si las transmisiones efectuadas por las ‘estructuras de acogida’ han sido hechas con competencia, se podrá convertir en obra abierta porque la ‘improvisación’, es decir, la facultad de pensar, sentir y actuar con libertad, llegará a ser una realidad cotidiana. (Duch, 2003, p. 184)

En este sentido, la improvisación humana —más que la libre capacidad para tomar decisiones— sería la constante invención de recursos para superar la contingencia a la que el ser humano se ve arrojado. Así, mediante la actualización y contextualización del argumento vital —trama o biografía— en función de las insospechadas situaciones o tramas teatrales, sería posible asir la inestable situación en el mundo. Y aquí, sin duda, los medios de comunicación ejercen una influencia considerable en tanto relatos que ofrecen modelos de actuación, reflexión, valores y muchos otros elementos claves para el aprendizaje social (Bandura: 1977; 1994/2009). Pero, al mismo tiempo, funcionan como espacios en los que los sujetos pueden experimentar con dichos roles, inventar, fingir e interactuar con diferentes máscaras que tienen más que ver con las apariencias, los deseos o las proyecciones que con los esquemas impuestos socialmente, hegemónicos o heteronomartivos.

En definitiva, la reflexión sobre la teatralidad de la identificación y del ser humano en general implica dos tipos de actividades reflexivas: una es la representación y la otra es la percepción, ambas necesariamente han de darse en la interacción. Y es que el ser humano, narrativamente y espectacularmente, como expresa Duch, siempre se encuentra representando una larga “serie de ‘situaciones’ y de ‘historias’ que le permiten, en la provisionalidad del tiempo y de los espacios, encontrarse a sí mismo (identificarse) en la medida que encuentra (responde) al otro” (Duch, 2003, p. 184). En definitiva, esta interacción dramatúrgica, que venimos describiendo líneas atrás, también puede producirse en un entorno virtual o mediático. Las narrativas mediáticas funcionan como performances teatrales, en las cuales un grupo de individuos intenta influir a otros. De esta manera, el discurso se constituye, principalmente, por actuaciones que intentan posicionar a los receptores de un lado concreto. Bien sean conversaciones espontáneas o discursos ensayados, estos enunciados han de ser interpretados siempre dentro de un marco ‘metacomunicativo’ que clasifica la situación de habla y el papel que desempeñan los participantes.

3 Procesos rituales y horizontes de sentido en el entorno mediático

La teatralidad está presente, prácticamente, en todos los espacios y tiempos de la vida cotidiana de los individuos y les permite interaccionar intersubjetivamente. Al mismo tiempo, como hemos señalado, esta dramatización se da también en la comunicación mediática. No sólo a través de la espectacularización o de los relatos que circulan en los tradicionales medios de comunicación masiva, sino también en los entornos virtuales, donde sujetos y grupos representan y ensayan distintos papeles y roles, adoptan máscaras, a veces reales, a veces, imaginarias.

Pero, además, los sujetos participan en diversos rituales a lo largo de sus trayectorias vitales que tendrán un papel clave en la tarea de construcción de las propias identificaciones, y que se encuentran íntimamente presentes en la comunicación mediática. Como es evidente la producción teórica en relación al ritual es muy extensa, por ello, se realizará un breve análisis del ritual únicamente en relación a la construcción de identificaciones a través de los medios de comunicación.

Si bien algunos autores son un tanto escépticos en relación a este concepto (Goody, 1977); desde el enfoque propuesto el ritual, como praxis cultural, es una herramienta muy útil que opera de modo muy similar a los marcos de referencia. El ritual, entendido en su exégesis más simple, permite reducir la complejidad o superar la contingencia. En este sentido, y tal y como bien ha expresado la investigadora mexicana Marcela Gleizer (1997), el ritual tiene el triple cometido de estructurar campos de certeza para hacer tolerables los altos niveles de complejidad; circunscribir un horizonte, en el cual dotar de sentido a una selección; y brindar elementos para realizar la tarea de construcción de la propia identidad.

Sería conveniente aclarar que el ritual es una costumbre convertida en ritmo pautado o articulación histórico-cultural del culto, que es una condición estructural del ser humano, si utilizamos el modelo interpretativo propuesto por Lluís Duch (1974; 1978). Desde esta perspectiva podríamos afirmar que el culto —expresado en forma de ritual— es común a todos los espacio y tiempos. Para el investigador esta interpretación es sólo posible si se mantiene la tensión estructura-historia. A saber, mientras que la estructura proporciona temas a priori —el culto, en este caso— la historia articula dichos temas a posteriori —los rituales concretos—. Este enfoque permite abandonar cualquier clase de dogmatismo teórico. Por una parte, si lo estructural es reducido a lo histórico se convertiría en una suerte de reduccionismo o relativismo, ya que sólo prestaría atención a la existencia, fruto exclusivo de las coyunturas económicas, sociales o políticas. Por otra, si lo histórico es limitado a lo estructural se convertiría en una posición esencialista, ya que no tendría en cuenta las peculiaridades culturales e históricas de cualquier situación o proceso (Duch, 1978, p. 110).

En este sentido el ritual puede ser entendido como una especie de ‘horizonte de sentido’, concepto heredero de la tradición hermenéutica, y es entendido como un esquema comprensivo que bien podría ser análogo al de ‘mundo de vida’ o frame. El vínculo del ritual, como medio para dirigir o enmarcar, con la teoría del framing ha sido expresado por numerosos antropólogos como Mary Douglas (1984) o Jonathan Z. Smith (1987/1992). El rito como horizonte, es decir, como un recurso explicativo inherente a la cultura misma, facilita a los sujetos la comprensión del sí y de los otros, aspectos clave en la construcción de las identificaciones. Este horizonte, propuesto desde una perspectiva filosófica por Charles Taylor (1996), se refiere a la zona de sentido en que alguien está inserto y funciona en su cotidianeidad existencial (Higuero, 2006, p. 104).

Dicho con otras palabras, el ritual funciona como un encuadre o marco moral, que ayuda a los sujetos a vivir con plenitud su propia experiencia o existencia. En este caso, la aplicación de esta noción al estudio del ritual aportaría los elementos necesarios para delimitar el alcance del proceso, sin dejar a un lado su complejidad inherente y sin caer en simplificaciones que lo vinculen exclusivamente con el orden o el desorden social. Desde el ámbito de los Estudios de Comunicación, Nick Couldry (2003) ha expresado la necesidad de alejarnos del tópico de la centralidad, según el cual existe un orden social natural, y propone una visión más crítica que cuestione el orden proporcionado por los rituales mediáticos en concreto. De hecho, asume la premisa propuesta por Philip Elliot (1982, p. 145), según la cual el ritual es una performance en la que no todos sus participantes son iguales, por lo que no respetan necesariamente la diversidad.

A pesar de que aportaciones de algunos antropólogos clásicos como Arnold Van Gennep (1909/2008), James Frazer (1982), Bronislaw Malinowski (1922/2000) o Claude Lévi-Strauss (1983), entre otros, son esenciales para el estudio de los procesos rituales; las contribuciones más interesantes desde un punto de vista cultural son las de Víctor Turner (1988) y, sobre todo, las de Clifford Geertz (1981). Desde el enfoque de ambos, comúnmente conocido como antropología simbólica, el ritual es delimitado, a grandes rasgos, como un recurso expresivo y comunicativo capaz de revelar de manera simbólica algunos de los aspectos culturales de una sociedad o cultura. Así, el ritual funcionaría como un marco generador de sentido, o lo que es lo mismo, como un esquema de referencia, patrón o modelo, en virtud del cual los individuos pueden dar forma a los procesos sociales y psicológicos en los que participan e identificarse, a un tiempo. Esta definición, heredera de la propuesta de Émile Durkheim (1968), según la cual el rito funciona como un mediador, recuerda claramente a los marcos, esquemas, frames o encuadres mediáticos (Carter, 2013; D'Angelo, 2012; Durham, 1998; Gamson, Croteau, Hoynes y Sasson, 1992; Hertog y McLeod, 2001; Iyengar, 1991; Reese, Gandy y Grant, 2001; Scheufele, 1999).

Los rituales son decisivos para la estructuración y organización de los grupos y para la construcción de las identificaciones, ya que ofrecen pautas que podrán luego utilizar individuos y grupos en la interacción. Por ejemplo, en la comunicación política la ritualidad cobra una especial importancia para trasmitir los mensajes (Del Rey Morató, 1997). De forma evocadora, Marcela Gleizer (1997) ha expresado que observar el ritual es como ponerse junto a una ventana y adentrarse en las concepciones de una determinada cultura: sus cosmovisiones, sus ideas acerca del orden, su estructura fundamental, sus conflictos o contradicciones. Del mismo modo, observar una narrativa mediática nos aporta elementos comprensivos acerca de los imaginarios culturales o los marcos en los que está ha sido configurada.

Ahora bien, es importante matizar que el ritual no expresa o afirma cuál es el orden natural, idea heredera de Émile Durkheim, sino cuál o cuáles son los órdenes establecidos o dominantes, con sus conflictos y desigualdades sociales incluidas (Bloch, 1989; Bourdieu, 1991). De manera que el sujeto puede aprehender los valores y creencias establecidos de su comunidad y cuestionar su posición en ellos, a la vez que puede gestionar la diferencia respecto a los otros —grupos de no-pertenencia o exclusión— o las otras culturas. El ritual, como diría Geertz (1981), encierra en su simbolismo una interpretación sobre la cultura misma. De esta manera, la relación cultura-rito debería entenderse siempre de manera autopoiética y simbiótica.

Si bien es cierto que en momentos específicos el ritual (sea éste religioso o laico) recuerda a los miembros del grupo el orden hegemónico y las normas que rigen las pautas de actuación, tampoco se debe obviar que el ritual debe ser entendido como una forma de experiencia y no como una esencia. Dicho con otras palabras, un análisis sobre los ritos propios de una cultura puede ayudar a entender cómo se comportan en un momento dado unos individuos en relación a las estructuras dominantes, pero nunca expresará cómo son estos individuos. Valga recordar también que, como ha expresado Duch (2010), los ritos son formas de escenificación cultural, que han sido establecidas “por las instituciones para articular históricamente la constitución cultural de los seres humanos” (p. 389). De modo que no son inherentes a los grupos, sino a sus formas de actuación, organización y acción.

Sin embargo, aquello que interesa más del rito a este respecto es su presencia en las sociedades contemporáneas y su incidencia en la experiencia social y en la construcción de la subjetividad. El ritual no sólo pertenece al ámbito religioso, como se podría pensar. De hecho, es muy importante tener en cuenta los precedentes prehumanos del ritual. Tal y como ha subrayado Duch (2010): “Todos los seres vivos establecen nexos comunicativos mediante cadencias y ritmos biológicos propios de cada uno de ellos, los cuales se encuentran inscritos en su instintividad característica” (p. 384). Los seres humanos son rítmicos por naturaleza y necesitan pautas para contrastar las sorpresas de la vida, praxis para dominar la contingencia, en definitiva. Precisamente aquí es donde la recepción mediática y la participación virtual aparecen como fenómenos rituales en la medida en que forman parte de la cotidianeidad y otorgan valor y sentidos a los sujetos y los grupos.

Tampoco debe olvidarse que el ser humano es un aprendiz y los rituales son, en gran medida, procesos de aprendizaje social y cultural. Además, el ritual tanto desde un punto de vista religioso como político es un medio muy potente de comunicación, como ha manifestado Duch. En definitiva, el ritual se encuentra presente en todos los actos significativos de la vida cotidiana, en el amor o en la guerra, en la política (Kertzer, 1988; Lakoff, 2007; Mazzoleni, 2010); pero también en los eventos ceremoniales, festivales como ha estudiado John McAloon (1984) o, incluso, en el deporte, como ha investigado Susan Birrel (1981).

3.1 Rituales mediáticos y procesos de identificación

Dada la importancia que tienen los medios y las mediaciones en la vida cotidiana (Duch y Chillón, 2012; Martín Barbero, 1987; Sola-Morales, 2013b) no se puede perder de vista el valor de los rituales mediáticos como formas de creación de sentido. Es más, tanto las narrativas mediáticas como los fenómenos que se dan en los entornos virtuales permiten configurar tipificaciones acerca de la identidad mediante los cuales individuos y grupos definen el entorno circundante y la realidad de forma dialéctica (Sola-Morales, 2012). Los rituales pueden ser observados en los discursos de los medios de comunicación y, sobre todo, en los procesos cognitivos y afectivos, de identificación e interpretación, que realizan los individuos tanto en la recepción mediática como en la participación virtual. A este respecto, son muchos los autores que han focalizado en la construcción de identificaciones en los entornos virtuales (Aguilar y Said, 2010; Bargh, McKenna y Fitzsimons, 2002; Gandy, 2000; Kennedy, 2006; Markham, 1998; Papacharissi, 2002; Simpson, 2005; Sola-Morales, 2013c, 2013d; Turkle, 1999, 2011; Valkenburg, 2005), lugar donde los sujetos realizan una puesta en escena ritualizada acerca de su propia definición, configuración y proyección.

Desde los estudios de comunicación se ha investigado en contadas ocasiones acerca del papel clave de los rituales mediáticos en la vida cotidiana (Becker, 1995; Chaney, 1983; Elliot, 1982; Ettema, 1990; Hoover, 1988; Hughes-Freeland, 1998; Liebes y Curran, 1998; Rubin, 1984). Así lo ha expresado, por ejemplo, Nick Couldry (2003) para quien los ‘rituales mediáticos’ son “acciones formalizadas y organizadas en torno a las principales categorías mediáticas y sus límites, cuya performance enmarca o sugiere una conexión con valores más importantes relacionados con los medios” (p. 29). Dicho de otro modo, los rituales mediáticos pueden enmarcar lo social y van más allá del proceso de recepción o participación mismo.

A juicio de algunos investigadores, los rituales pueden ser entendidos como el mecanismo clave para reproducir la legitimación. De hecho, como ya anunciara Julien Huxley (1996) la ritualización puede ser entendida como una forma de integrar y asegurar el equilibrio social y, por tanto, funciona en gran medida como una forma de control social (Grimes, 1995; Rappaport, 1999; Schechner, 1993). De manera que puede reforzar orientaciones acerca de la realidad o del sentido del comportamiento social, al tiempo que ofrecer elementos comprensivos sobre aquello que se encuentra fuera del marco normativo o cultural. En cierta medida, se puede observar cómo esta función antropológica es fielmente reproducida por los discursos que configuran y vehiculan los medios de comunicación. Otra de las características de la ritualización, tal y como ha expresado Catherine Bell (1997), consiste en su capacidad de organizar el espacio, la cual ayuda a construir las características del medio ambiente y a reproducir el poder simbólico en juego a partir de las categorizaciones en las que el ritual se basa. Los rituales tienen, por tanto, consecuencias en la configuración del mundo social: ofrecen y dramatizan valores y creencias; explicitan el funcionamiento de ciertos procesos, las normas tipificadas, las pautas de comportamiento, en definitiva; y, por último, indican las relaciones que están permitidas o prohibidas, en función del status de sus miembros. Ahora bien, en los entornos virtuales es posible trascender estas normas, dejando espacio para la transgresión y la fantasía, activando así nuevas formas de identificación, construidas de manera híbrida y transversal.

4 Conclusiones

En definitiva, el estudio de la teatralidad, la ritualidad y la cultualidad, abre un campo de sugerencias para la comprensión de los procesos de identificación que se dan en relación con los medios de comunicación, tanto en la clásica recepción mediática como en la participación virtual. De hecho, a la hora de representar papeles, los sujetos actúan frente a los otros como personajes y escenifican las diferentes facetas de su yo, como la dramaturgia social ha puesto de manifiesto. De esta manera se puede considerar que los procesos de identificación son eminentemente teatrales y, por tanto, deberían ser analizados a la luz de los marcos en los cuales se engloban. La ritualidad también es también un marco generador de sentido social, que permite a los sujetos aprender y cuestionar su posición en la sociedad. Los rituales mediáticos ofrecen valores y creencias y configuran, por tanto, el mundo social compartido por lo sujetos. Asimismo, tanto la recepción mediática como la participación en los entornos virtuales tienen un marcado carácter ritual y teatral.

Para terminar, no se puede olvidar que el ritual no sólo genera un sentimiento de pertenencia de grupo —los que participan en él se sienten miembros— sino también, y principalmente, ofrece una fuente de identificaciones que brindarán a los individuos los elementos necesarios para construir sus diferentes definiciones (para sí y para los otros). Pero asimismo supondrá, para aquellos que no puedan participar en él, una forma de exclusión, una barrera que hará que los externos al grupo tengan mayor dificultad para gestionar la incertidumbre.

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