Es propósito de este trabajo presentar resultados que muestran un cambio en las preferencias rituales lo que afecta, sin dudas, la construcción de la memoria entre las generaciones. Fue de especial interés analizar cuáles eran las decisiones y costumbres trasmitidas y deseadas por las personas entrevistadas. Estos hallazgos corresponden a mi investigación doctoral cuya tesis se tituló: Construcción social de la muerte en el envejecimiento. Un análisis de las representaciones de la muerte y su influencia como punto de inflexión en el curso de la vida (Pochintesta, 2013). El abordaje teórico de la investigación complementó, por un lado, los aportes de la sociología del envejecimiento y del paradigma del curso de vida. Este enfoque permite contemplar la articulación entre: estructura social, mundo de la vida y trayectoria biográfica. A su vez, permite entender que las cohortes1 envejecen de forma diferente porque siguen diversas trayectorias en contextos cambiantes (Lalive d’Epinay, Bickel, Cavalli y Spini, 2011).
Por otro lado, se sumaron los aportes de la sociología de la muerte que resultaron claves para comprender los cambios en las prácticas y los discursos sobre la muerte y el morir en el siglo XX. La literatura gerontológica destaca que la construcción de significados sobre la muerte cambia a partir de la mediana edad, es decir, se produce una “personificación de la muerte” (Jacques, 1966; Neugarten; 1968; Salvarezza, 2002). Este proceso supone que la muerte es vivida como una experiencia cercana. La pérdida de seres queridos promueve la posibilidad de pensar en la muerte propia como un hecho real (Widera-Wysoczañska, 1999). En consecuencia, es en la mediana edad —40 a 60 años— donde la percepción del tiempo comienza a medirse en función de lo que resta por vivir (Dittmann-Kohli, 2005; Wahl y Kruse, 2005).
Por su parte, las personas que han llegado a la cuarta edad (aquellas que tienen 80 años y más) acumulan una trayectoria de pérdidas mayor que las personas de mediana edad. La muerte, en un contexto de gran aumento de la esperanza de vida, se va desplazando hacia la última etapa vital (Castra, 2003; Durán, 2004). De este modo, la cuarta edad se asocia a la antesala de la muerte (Thomas, 1975/1988). Teniendo en cuenta estos antecedentes es que busqué comparar ambas cohortes etarias en torno a la idea de muerte propia.
Comienzo la exposición con el desarrollo de los trabajos que pusieron el foco en la cuestión de la ritualidad funeraria. Se trata de trabajos ya clásicos que, a partir del siglo XX, inauguraron la discusión sobre la muerte. Posteriormente destaco los principales cambios que plantearon un repliegue y negación de la muerte en el mundo occidental, especialmente, a partir de la década de 1950. En este contexto, me detengo en la regulación de los ritos funerarios, en particular, en lo que atañe a la cremación por su importante incremento en las áreas urbanas. Retomo el conjunto de estos aportes a partir de tres modelos vigentes que Gaëlle Clavandier (2009) propone en su apuesta a una sociología de la muerte. Estos modelos son luego retomados en el análisis empírico.
A continuación, presento los aspectos metodológicos, técnicas de recolección de datos, características de la muestra y mecanismos heurísticos a través de los cuales construí la codificación, el análisis y la interpretación de los datos. Luego expongo los resultados que corresponden a los significados que caracterizan a cada cohorte de entrevistados en lo que concierne a rituales y decisiones sobre el destino corporal. Por último, presento las reflexiones finales y principales conclusiones.
La muerte humana es una experiencia única, individual y absoluta. Cada quien habrá de sortear su propia muerte sin referentes más que la muerte de aquellos que nos rodean. La construcción de significados sobre el proceso de morir, ha sido desarrollada desde diferentes campos de estudio intentando distinguir sentidos sobre el insondable misterio que encierra. Abrir la discusión sobre la muerte permite repensar cómo, esa condición existencial, se simboliza en el mundo contemporáneo. Habilita, al mismo tiempo, una reflexión sobre la relación dinámica y permanente entre el vivir y el morir. En el estudio de la muerte confluyen varias dimensiones (psicológica, cultural, social, moral, simbólica y política) algunas de ellas son consideradas en el recorrido propuesto, especialmente aquellas que conciernen a la ritualidad funeraria. Esta revisión se circunscribe al siglo XX y su propósito es, por un lado, contextualizar los significados que se encuentran materializados en las narraciones de las personas entrevistadas y, por otro, desarrollar conceptos claves que serán retomados en el análisis.
Antes de comenzar el análisis es preciso pasar revista a algunos aportes clásicos sobre la temática del ritual, objeto clave en la antropología y la sociología. El propósito de esta introducción está lejos de ser una revisión exhaustiva, antes bien pretende situar en tiempo y espacio la discusión sobre las prácticas rituales que surgen del estudio del material empírico.
A principios del siglo XX Robert Hertz (1905/1960) realiza un trabajo sobre la representación colectiva de la muerte y para ello se centra especialmente en los funerales. El autor hace hincapié en la metamorfosis corporal que promueve la celebración de dobles exequias. Esa transición es mediatizada por la transformación del cuerpo muerto. Así, el cadáver, a través del proceso de putrefacción y mineralización del organismo, se reduce a una mínima materialidad. Basándose, por un lado, en su propio trabajo de campo y, por otro, en etnografías de otros autores, Hertz observa una recurrencia del doble entierro, propone entonces que las dobles exequias constituyen prácticas transversales a todas las culturas. La esencia de su planteo radica en un proceso de desintegración corporal que concede (a través de los rituales) solidez a la muerte.
Esas inquietudes por la ritualidad fueron igualmente profundizadas por Arnold Van Gennep (1901/2008) quien propone la idea de pasaje como estructurante de los ritos entre los que incluye aquellos destinados a despedir a los difuntos. La estructura ternaria de los rites de passage comprende un tiempo pre-liminar, luego un momento liminar y un tercer tiempo post-liminar. Cada una de estas etapas implica —en esencia— un cambio de estado, tiempo, espacio y posiciones sociales. La “separación” corresponde a una salida del estado anterior. Luego se instaura un momento de margen, de “umbral”, donde el tiempo se suspende, es, un entre-dos fases. El tercer momento da origen a un nuevo estado del individuo que vehiculiza su “agregación” a la comunidad. El autor hace hincapié en las variaciones culturales que comprenden los funerales, el luto y el mundo de ultratumba en cada uno de esos “tiempos”.
Esa relación entre colectividad, individuo y muerte fue estudiada también por Marcel Mauss (1921) quien subrayó el carácter obligatorio y el origen social del llanto como expresión sentimental en torno a los rituales funerarios (analizados en culturas de la Polinesia). Estos trabajos tienen la particularidad de destacar que la ritualidad funeraria constituye un hecho fundante de la cultura.
Los análisis clásicos postulan que los ritos funerarios contribuyen a mantener los lazos sociales, es decir, que restablecen el equilibro perdido que produce la muerte de un miembro del grupo. De este modo se subraya la estabilización y el mantenimiento de la cohesión social (Durkheim, 1912/1992).
Otros aportes, desde una visión funcionalista sobre el rito, destacan su papel catártico lo que promueve a su vez la integración social. Se trata de una “eficacia simbólica” al decir de Claude Lévi-Strauss (1948/1977). El ritual, desde esta perspectiva, descansa en los efectos performativos del lenguaje que “cura” a través de la sugestión y la inducción. En el caso de los rituales funerarios esa mediación del lenguaje es la que permite la comprensión de la muerte biológica. Otros autores han señalado que, además de la vocación estabilizadora y catártica del ritual, existe también un espacio para lo inédito, lo conflictivo y lo paradojal en el rito (Clavandier, 2009).
Jean Cazeneuve (1971) establece una distinción entre: el mito, ligado esencialmente al lenguaje y, el rito, vinculado a una acción de consecuencias concretas. Según este enfoque los ritos constituyen prácticas, actos individuales o colectivos regulados y repetitivos. En esa lógica de la repetición existen márgenes para el cambio y la transformación. Para Cazeneuve (1971) el origen del rito se encuentra en la angustia que genera vivir en un sistema cuyas normas no siempre son un reaseguro contra lo imprevisible. Esa amenaza del equilibrio produce una suerte de angustia que se encuentra en la génesis de todo rito. El ritual brinda un espacio y un tiempo para evocar, canalizar y domesticar las emociones (Turner, 1969/1988). El símbolo es la unidad básica del ritual, según Victor Turner (1967/1980).
Los ritos de muerte ofrecen una mediación terapéutica para los deudos frente al desorden que la muerte provoca. Se trata de una revitalización compensatoria para contrarrestar la pérdida de la persona fallecida. Por su parte, Edgar Morin (1970) destaca el carácter universal de la ritualidad funeraria que, junto a la construcción de herramientas, marca el pasaje de la naturaleza a la cultura.
El ritual funerario produce un doble movimiento que conjuga separación y ruptura con la persona que muere y, al mismo tiempo, expresa un deseo de retención. Es, esa separación y distancia con el cadáver lo que se construye en la interacción que implica el rito funerario y produce, conjuntamente, una reubicación del difunto en un lugar otro, lejos del mundo de los vivos.
Louis-Vincent Thomas (1985) propone cinco atributos de los ritos de muerte, a saber: exigen un espacio escénico, (hogar, iglesia, casa funeraria u otro), una estructura temporal (sucesión de acciones y palabras), una cantidad de actores (deudos, familiares, allegados), una organización de símbolos (metáforas que expresan lo misterioso e inefable) y propician además la eficacia simbólica (por ejemplo el efecto catártico).
El ritual pone en marcha un dispositivo comunicacional que otorga coherencia a aquello falto de inteligibilidad. Una de las tantas funciones enumeradas es la de ordenar el desorden, dar sentido al sinsentido de la muerte. Volver representable lo irrepresentable (Clavandier, 2009). El rito se convierte en un ansiolítico según la concepción de Georges Balandier (1988) ofrece palabras y gestos como una suerte de “terapia simbólica” frente a la ambigüedad e incertidumbre que provoca la muerte.
Patrick Baudry (1999) propone tres dimensiones de la ritualidad: la colectividad (en la cual se inscribe), el carácter obligatorio y la elaboración del sentido. Es la relación con lo desconocido, lo invisible y el vacío que simboliza la muerte lo que se fabrica en la ritualidad funeraria. Se trata de una ritualidad que se expresa también en lo cotidiano a través objetos, fechas importantes o recuerdos y por ello excede un espacio fijo.
El proceso de urbanización, la creciente individualización junto al progreso de la técnica, monopolizan el morir en Occidente. Luego de la Segunda Guerra mundial disminuyen los patrones de mortalidad y aumentan los de esperanza de vida. Así, los datos demográficos evidencian que la muerte deja de ser algo cotidiano para pasar a ser algo cada vez más lejano. Ciertamente, la muerte se va desplazando hacia los confines de la vida y se asocia a la vejez (Castra, 2003). Los adelantos técnicos en la medicina modificaron las condiciones del morir. Una de las razones de esa transformación demográfica fue el control de las enfermedades infecciosas. De modo que, las causas de mortalidad se concentran actualmente en las enfermedades crónico-degenerativas, especialmente el cáncer y las afecciones cardiovasculares (Gayol y Kessler, 2011).
Poco a poco, la muerte se fue relegando a nivel social. Geoffrey Gorer (1955/1965) fue quien efectivamente propuso la tesis del tabú estudiando cambios en los modos de tramitar el duelo en Inglaterra2. La sexualidad como tabú sería reemplazada por la muerte connotando de esta manera un sentido “pornográfico”3. Philippe Ariès (1977a) y Louis-Vincent Thomas (1975/1988) denunciaron este repliegue que evidenciaba una muerte dominada por la negación. Por su parte, Ariès (1977b) retomó el planteo de Gorer como resorte de su tesis sobre la “muerte invertida” propia del siglo XX. Desde una perspectiva historiográfica propuso cuatro actitudes que han gobernado la conducta del hombre occidental hasta el siglo XX. Afirmó que en la sociedad moderna impera una suerte de expulsión de la muerte. Propuso además una tesis de triple negación: de la infancia, la vejez y la muerte, vigente durante todo el siglo XX (Ariès, 1983). Los trabajos de Michel Vovelle (1973; 1974) enfatizaron el proceso de secularización y “descristianizacion” de la muerte, a través de una amplia documentación en la escena francesa.
Por una parte, los cambios en cuanto a la protección de las enfermedades promovieron la concreción de una muerte estrictamente higiénica. Por otra parte, la informalidad y la secularización de las rutinas funerarias fueron incrementando la soledad de los moribundos. El análisis sociológico que propuso Norbert Elias (1989) se enmarca en las coordenadas de sus trabajos sobre el proceso de la civilización. Hay una serie de factores que progresivamente fueron provocando un aislamiento general de la muerte como fenómeno social de relevancia. Entre ellos, destaca el avance de la técnica, la institucionalización de la muerte y su “privatización” con un resultado evidente: en las sociedades desarrolladas se muere en soledad.
A diferencia de las sociedades pre-industriales donde la esperanza de vida era mucho menor y el proceso del morir era un fenómeno público, las sociedades industriales, evidencian un aislamiento paulatino de los moribundos favorecido por el proceso civilizatorio. Uno de los factores que produjo este aislamiento es, según el autor, la pacificación interna de las sociedades, lo que implicó el alejamiento del clima de guerra. A ello se sumó el sentimiento de embarazo y antipatía que promueve la cercanía con los moribundos (Elías, 1989). En este contexto, el hecho mismo de morir se vuelve violento y difícil de aceptar.
A partir de los años cincuenta se plantea un avance de la desritualización y de la desocialización de la muerte. La muerte pasa a regirse por una administración principalmente hospitalaria. Así, se fue instaurando paralelamente una transformación en los ritos funerarios. Las pompas fúnebres constituyeron el modelo de las ceremonias públicas, antaño muy reguladas. En cambio, en la actualidad los ritos fúnebres occidentales se vuelven cada vez más efímeros, intimistas y secularizados. Predomina así una personalización, una mayor intimidad y una reducción al ámbito privado de las prácticas.
En 1963 el decreto de Juan XXIII que “tolera” la cremación por parte de la iglesia católica se suma como un dato importante para comprender los cambios en la ritualidad funeraria urbana (Guetny, 2007). Esa decisión refleja una tendencia que se profundizará cada vez más. El predominio de la cremación plantea una serie de modificaciones en torno a la ritualidad que afecta la construcción de la memoria intergeneracional y transforma las relaciones entre vivos y muertos (Baudry, 1999).
La cremación crece en las ciudades donde el espacio escasea y se privilegia para los “vivos”. Las ventajas económicas son también mencionadas por los partidarios de la cremación. La purificación del cadáver por el fuego y el rechazo a la putrefacción complementan el abanico de argumentos que exhortan a esta práctica. La cremación surge, en este sentido, como una forma de evitar el horror a la putrefacción (Clavandier, 2009). Así, se convierte en el arquetipo de las exequias para sí mismo que preconiza el borramiento de toda huella para la familia. Ese predominio de la cremación acompaña el pasaje del muerto como objeto de rito, al muerto como sujeto de rito (Déchaux, 1997).
Los orígenes de la cremación en Argentina se remontan a los finales del siglo XIX. Entre los argumentos que se cuentan a su favor están aquellos que exaltan la higiene y aquellos que fomentan la iniciativa ecológica. Dentro de los bríos higienistas cabe mencionar los que fueron emprendidos por el Dr. José Penna (1889) (director de la Casa de Aislamiento, actual hospital Muñiz) quien propuso la cremación como un método eficaz para reducir los riesgos de contagio tras diferentes epidemias4. A la sazón fueron primero la epidemia de fiebre amarilla (en 1871) y luego dos sucesivas de cólera (entre los años 1873-1874 y 1886-1887).
En Europa, en cambio, predominaron los argumentos ecológicos y religiosos sobre el origen de la cremación5. El protestantismo se muestra a favor de este tipo de práctica. Es decir que, en regiones protestantes, sean estas anglicanas, luteranas o calvinistas, el aumento de la cremación se debe más a motivos religiosos que higienistas.
En Argentina la regulación sobre la cremación depende de cada jurisdicción. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por ejemplo, rige la Ordenanza 27590 que data del año 1973, allí se establecen las condiciones bajo las cuales se efectúan, no sólo las cremaciones, sino también las inhumaciones. En la provincia de Buenos Aires, el Decreto Ley orgánica de las municipalidades 6769/58 (Ley Provincial 6769/58 de abril 30 de 1958, Art. 27º y 28º) establece que, corresponde a cada municipio reglamentar las condiciones en las cuales funcionan los servicios fúnebres y las casas velatorias.
En torno a la dimensión espacial cabe mencionar las transformaciones que sufrieron los cementerios públicos en el Área Metropolitana de Buenos Aires. En la década de 1990, a causa del olvido y deterioro de esos espacios, se impulsó una expansión periférica de cementerios-parques (privados) en las afueras de las zonas urbanizadas (Torres, 2001).
Los cambios enumerados anteriormente tanto en torno a prácticas como a discursos sobre la muerte y el morir son retomados y ampliados en tres modelos que propone el trabajo de Clavandier (2009). La autora plantea una sociología de la muerte que procura analizar la relación entre las sociedades, las familias y los hombres con la finitud.
El primero de ellos tiene que ver con la idea de negación de la muerte y se remonta a trabajos ya clásicos como los de Philippe Ariès (1977b) y Louis-Vincent Thomas (1975/1988). Autores como Jean-Didier Urbain (1989/2005), Robert W. Higgins (2005) y Patrick Baudry (1999) redefinen la negación en términos de una miniaturización y desaparición de la muerte en el siglo XXI. Según este enfoque la reconfiguración de las prácticas sería una continuidad de la negación que denota variaciones de forma pero no de fondo. Baudry (1999) destaca que la desaparición de la muerte tiene dos consecuencias: la primera es una reducción de la muerte a los momentos finales de la vida y la segunda supone la instalación de una visión unívoca normalizada, institucionalizada y hermética de la relación entre los vivos y los muertos.
En contraste con el primero, el segundo modelo plantea una renovación de los ritos (Hanus, 2004; Trompette, 2005; Vovelle, 1974). El auge de esa “neo-ritualidad funeraria” transformaría aquel ritual ligado a lo religioso hacia otras prácticas más “profanas” también ligadas a la gestión empresarial de lo funerario. En esta conceptualización no existe una diferenciación clara entre práctica y rito. No obstante, lo que se impone es una renovación antes que una desaparición de la muerte. Trabajos como los de la filósofa italiana Fiorenza Gamba6 (2007a; 2007b) reflejan esa transformación. Sus estudios sobre cementerios virtuales muestran hasta qué punto la idea de mortalidad se transforma en el seno de la cultura digital. Sus análisis evidencian nuevas formas de construir memoria sobre el difunto que se instauran como fenómeno cultural significativo.
El tercer modelo recoge aportes de autores como Michel Castra (2003); Jean-Hugues Déchaux (2001); Clive Seale (1998) y Tony Walter (1994) entre otros. Se produce un corrimiento del foco de la ritualidad a la reconfiguración del lazo individuo/sociedad. De una afiliación homogénea de los grupos (familias) con la muerte se pasa a un momento de mayor intimisation7 de la muerte. Según este modelo es el individuo y no la sociedad moderna la que niega la muerte. Se propone además una discusión de la tesis de la muerte tabú, por ejemplo, en los trabajos de Tony Walter (1991; 1994) quien se refiere a un revival de la muerte. Otros autores hablan de una mayor presencia de la muerte en el espacio público y en los medios de comunicación (Howarth, 2007; Manzano, 2010). La experiencia subjetiva aparece como central, sin que la autoridad de las instituciones (médicas, civiles o religiosas) desaparezca totalmente.
En síntesis, podemos señalar que, desde la sociología de muerte, los modelos u orientaciones presentadas condensan una serie de procesos que reflejan la transformación de los modos en que se concibe, afronta y representa la muerte y el morir. Cada una de estas perspectivas aporta una serie de conceptos cardinales que guían el análisis del material empírico. Algunos significantes tales como: medicalización, tecnificación, normalización, laicización, desocialización, renovación, miniaturización, privatización, personalización y secularización resultan claves y resumen esas transformaciones en torno a la muerte. Este marco epistémico constituye una herramienta esencial para leer el complejo mapa sobre el que se construyen representaciones y prácticas nuevas sobre la muerte y el morir.
Para dar curso al objetivo de la investigación opté por un enfoque metodológico cualitativo, biográfico e interpretativo (Maxwell, 1996). En este abordaje combiné elementos de tres perspectivas: a) principios del paradigma del curso de vida (trayectorias, transiciones y puntos de inflexión); b) componentes del enfoque biográfico (Arfuch, 2002; Bertaux, 1980; Kaufmann, 2008) y; c) principios de la de teoría fundamentada en los datos (Glaser y Strauss, 1967), apelando a la estrategia de estudio de casos múltiples (Flyvbjerg, 2006).
El trabajo de campo reúne datos recabados desde 2009 a 2012. En este período realicé 44 entrevistas biográficas procurando generar heterogeneidad entre los casos elegidos. Especialmente busqué recuperar las experiencias biográficas tal como fueron percibidas por las personas entrevistadas. Estas entrevistas constituyen las fuentes primarias de la investigación que fueron complementadas con fuentes secundarias como: documentos personales, notas periodísticas, estadísticas y leyes que contextualizaron y enriquecieron el análisis.
La muestra fue de tipo intencional según los criterios enumerados a continuación: 1) varones y mujeres nacidos entre los años 1917 y 1932 y entre 1957 y 1972; 2) residentes en el Área Metropolitana de Buenos Aires, Argentina; 3) en ausencia de enfermedad terminal y; 4) pertenecientes a diferentes niveles socio-económicos8. Para situar el contexto en el cual se han desarrollado las entrevistas describo seguidamente las tendencias generales sobre los datos sociodemográficos de cada cohorte.
La muestra total quedó conformada por 44 casos, 21 de los cuales correspondieron a varones y mujeres nacidos entre los años 1957 y 1972, y los 23 restantes a varones y mujeres nacidos entre 1917 y 1932. La muestra de personas de cuarta edad quedó compuesta por nueve varones y catorce mujeres con una edad promedio de 84 años. Todas las personas entrevistadas de cuarta edad cursaron estudios primarios y más del 80% llegaron a completarlos. Más de la mitad finalizó sus estudios secundarios, pero sólo dos personas concluyeron estudios terciarios y sólo una completó el nivel universitario. La cantidad de hijos promedio en esta cohorte fue dos. La viudez revela una tendencia general respecto a la situación conyugal en la cuarta edad. Tres cuartas partes de la muestra eran viudas(os) y sólo una persona era soltera. Todas las personas de cuarta edad percibían algún beneficio previsional. La mitad estaban jubilados, un cuarto cobraba además de la jubilación una pensión y, el cuarto restante, sólo recibía pensión. Tres personas continuaban trabajando a pesar de recibir asignaciones previsionales. La composición de los hogares revela que más de la mitad de los entrevistados mayores vivían solos (13 casos).
La muestra de mediana edad se compuso de ocho varones y trece mujeres con una edad promedio de 47 años. Todas las personas que entrevisté en esta cohorte completaron el nivel primario y dos tercios de ellas finalizaron el nivel secundario. El nivel universitario fue completado por un tercio del total de entrevistados, a los cuales se sumaron dos personas que obtuvieron estudios de posgrado. En cuanto a las ocupaciones distinguí dos grupos asociados al máximo nivel de estudios alcanzado. Un primer grupo incluyó a las personas que completaron el nivel primario y/o secundario. En este grupo las ocupaciones fueron bien variadas: una cuidadora de ancianos, un albañil, dos encargados de edificios, una empleada doméstica, un jardinero, una mujer policía y una enfermera. Completaron esa gama una serie de emprendimientos propios: flota de taxis, juegos infantiles y un natatorio. El segundo grupo lo conformaron las personas que finalizaron estudios universitarios y/o de posgrado. En este segundo grupo las ocupaciones se distribuyeron entre empleos administrativos (tanto del ámbito público como privado), docentes (de nivel primario y universitario), técnicos (de laboratorio) y profesionales (abogada). Una sola mujer de mediana edad se definió como ama de casa. Dos fue la cantidad promedio de hijos declarados. La mitad de las personas entrevistadas contrajo matrimonio, un tercio se divorció o separó y, el resto, era soltera. En torno a la composición de los hogares sólo tres personas vivían solas, mientras que el resto convivía con su esposa(a), pareja y/o hijas(os).
En las entrevistas exploré las diversas etapas vitales, con especial énfasis en las transiciones y puntos de inflexión descriptos por las personas entrevistadas. Otras dimensiones incluidas fueron la concepción de envejecimiento, el cambio en la perspectiva temporal y la organización del legado material y/o simbólico entre otros tantos temas. Con respecto a los ritos y el destino corporal, se indagó, especialmente, si existía un deseo en particular y si la persona había hablado del tema con alguien.
En general, la duración de los encuentros fue de dos a tres horas. Las personas optaron, comúnmente, por que el encuentro se realizara en su residencia. La participación fue voluntaria y libre y, en cada caso, asumí el compromiso de proteger la identidad (CONICET, 2006).
Una vez efectuada la transcripción de las entrevistas, reconstruí las trayectorias biográficas identificando las principales transiciones y los temas centrales, utilizando el método de comparación constante (Strauss y Corbin, 1998/2002). Luego, siguiendo una lógica inductiva, surgieron una serie de categorías generadas de “abajo hacia arriba”. A continuación comparé los datos primero de manera abierta, luego de manera más sistemática y, finalmente, ponderé las recurrencias y contrastes reagrupando las categorías que marcaban tendencias o patrones (Coffey y Atkinson, 1996/2003). El mecanismo heurístico a través del cual construí la codificación se basó en la “interrogación” de los datos (Wolcott, 2001/2003). Esto es, entender cómo (en base a qué creencias o representaciones), cuándo (este aspecto tiene que ver con el cambio en la percepción temporal conforme se envejece) y por qué las personas de mediana y cuarta edad tomaban decisiones sobre su destino corporal. En ese proceso de “hacer hablar a los datos” emergieron dimensiones analíticas fundamentales. En lo que atañe a los resultados presentados, las categorías que surgieron de la pregunta por las preferencias rituales y el destino corporal se estructuraron en base a tres ejes: a) tipo de rito elegido, b) si se trataba de un rito secular o religioso y c) cuál era la valoración del mismo por parte del entrevistado. Merece la pena aclarar que estos resultados tuvieron relación con otros temas de la investigación doctoral que exceden el propósito del artículo como las representaciones sobre la propia muerte y las creencias sobre el más allá.
Dos categorías emergieron del análisis en torno a los deseos sobre las propias exequias en las personas de cuarta edad. La primera de ellas se refiere al sentido positivo de la liturgia funeraria y a la inhumación como referencia (19 casos). En esta línea, los entrevistados realizaron una valoración positiva tanto del cementerio como de las ceremonias fúnebres. Identifiqué además en las narraciones una serie de prácticas, hoy inexistentes, que muestran la importancia que antiguamente tenían las ceremonias funerarias (pompas fúnebres y velatorios en las casas). La segunda categoría, se vincula a una admisión de la cremación (4 casos) no exenta de contradicciones lo que, sin dudas, muestra una transformación y transición de la ritualidad en esta cohorte.
Del total de personas entrevistadas cerca de la mitad declararon ser católicos, en su mayor parte mujeres que describen prácticas activas (12 casos). El resto de las personas se dividen entre aquellos provenientes de familias judías (5 casos)9 y aquellos que se definen como “no religiosos” o agnósticos (5 casos). Completa este cuadro el caso de JL. (varón de 84 años) que se definió como un “independiente de la fe” que realiza prácticas espirituales, pero, por fuera de las religiones.
Entre las personas entrevistadas de cuarta edad los funerales siguen, aunque con modificaciones, el espíritu de las prácticas católicas. El ritual católico sigue tres momentos donde la resurrección es permanentemente recordada: las plegarias en el hogar, luego la ceremonia en la iglesia y finalmente el entierro en el cementerio (Besanceney, 1997).
Un cambio sobre la liturgia funeraria se puso en marcha a partir del Concilio del Vaticano II (1962-1965) que remplazó el Concilio de Trento (1547-1563). El objetivo fue redireccionar las plegarias, que ponían el acento en el temor al juicio final, hacia una perspectiva más esperanzadora sobre la resurrección. Este giro marcó una dirección que puso en primer lugar a los deudos antes que a la compasión por el difunto. En la actualidad, las ceremonias son organizadas por las empresas fúnebres, el velatorio se realiza en una sala y mucho menos en el domicilio del difunto (sobre todo en los ámbitos urbanos). En ocasiones las ceremonias en la iglesia se realizan posteriormente al día exacto de las exequias.
Entre los argumentos esgrimidos a favor de la inhumación las personas destacaron cuestiones económicas como así también un efusivo rechazo a la cremación. Algunos, sin hacer una defensa acérrima, simplemente eligen la inhumación para darle continuidad a una práctica familiar legada de sus antecesores. En este contexto, cabe recordar que el entierro representa la fe de los cristianos en la resurrección y allí radica uno de los motivos de rechazo a la cremación por parte de la iglesia católica10.
E: Y a usted ¿qué le gustaría que hagan cuando muera?
O: A mí no me gusta que me cremen. Yo a mi marido le compré un nicho por cien años, y mi hijo justo cuando fue a comprarlo había dos juntos, uno acá y uno acá [hace el gesto con la mano]. Y uno está vacío. A mis hijos sí, no, no, no a mí no me gusta que me cremen. Ni a un animal le haría eso, ahora cada cual…hay muchos que quieren que los cremen (O., mujer, 84 años, entrevista personal, 5 de Junio de 2010).
La adquisición de espacios en cementerios privados sigue cánones de una estética particular sobre la muerte. Lo que prima es el cuidado sobre aquello que pueda resultar desagradable. En estos espacios se busca mostrar una imagen apacible de la muerte. El auge de los cementerios privados cobró en los años ’90 una mayor visibilidad en sintonía con la imagen degradada del Estado como administrador de los cementerios públicos.
La organización de bienes materiales fue también mencionada. De este modo, la posibilidad de anticiparse y evitar conflictos familiares es un aspecto importante en ese momento del curso vital. La construcción de la finitud se ve reflejada en esos actos (comprar una parcela en un cementerio y dividir los bienes entre los hijos) que asignan un papel activo a las personas tanto sobre la significación del legado como sobre su propia finitud11.
Nosotros dividimos [su casa entre sus dos hijas] porque, el día de mañana, digo cuando nosotros no estamos más no queremos que uno hace ‘Ah vos tenés que hacer sucesión de los dos’ y cuesta mucho. Ahora, cuesta veinte mil pesos ¿te imaginás más adelante? para pagar ellos todo eso. Así lo hacemos y nosotros hasta que estemos vivos tenemos que estar adentro y después es de ellos. Entonces los llamamos ¿vos qué querés y vos qué querés, estás conforme así? (...) Así que hicimos la escritura que ahora está por salir (…) Hasta mi marido se compró la tierra, para que cuando nosotros no estemos más, no tienen que pagar nada, está todo pago. La compramos la pradera (...) Nosotros no tenemos secretos, hasta la plata que tenemos saben todo. Con los hijos se habla todo. Si te pasa algo el día de mañana, no tiene que ir buscando por ahí a ver si mamá dejó algo, ya saben todo (AS., mujer, 80 años, entrevista personal, 22 de Abril de 2010).
Mi papá murió en Estados Unidos, mi mamá murió acá de un cáncer y, este y yo estaba en muy buena posición y tengo un lote en el jardín de paz. (…) Es un cementerio privado, hermoso, porque ahí da gusto, parece mentira pero da gusto. Las ceremonias son tan hermosas, con tanto recato y con tanto respeto, ahí está el hoyo abierto, desde ya, pero está todo con unas alfombras verdes, y bueno después de decir las oraciones o lo que fuera, baja el féretro lentamente mediante un sistema que yo no conozco y ahí termina, después dan de tomar algo y bien (C., varón, 81 años, entrevista personal, 13 de Mayo de 2010).
En muchos casos el gasto que supone el mantenimiento de esos espacios funerarios es fuente de preocupación. Tanto la compra de parcelas a perpetuidad como la transferencia de dinero, prevista para los gastos del sepelio, otorga a las personas mayores una sensación de mayor control y autonomía sobre su destino corporal.
E: ¿Qué piensa de los rituales, de los velorios? Habló con su hija alguna vez.
AM: Le dije a mi nieta, no sé ¿viste vos? no es que la quiera más, es que tiene más paciencia. Mi hija es más, claro pobre, ella trabaja cuidando ancianos (...) Ella pobrecita a veces no tiene tiempo, sale a las siete de la mañana y vuelve a las ocho de la noche, no puedo andar molestándola mucho. Yo cualquier cosa recurro a mi nieta.
E: ¿Y qué le dijo a su nieta sobre este tema?
AM: Ah, cuando me pasó esto [se refiere a su operación cardíaca] le dije: mirá Natalia... ‘Abue: cuando vos te mueras ¡vieja! Qué querés ¿cremarte?’ No, le digo, cremarme no porque Dios no inventó eso, eso es un negocio. Dios, la tierra, ¿no es así? Yo lo entiendo así, no sé... cada uno. Gastar digo yo ¿y velorio quisieras? Sí, sí le digo porque debe ser muy feo no tener a nadie al lado le digo [mientras se ríe] le digo yo, como si yo lo fuera a saber. Y bueno ella… yo cuando cobré de la jubilación, cobré como catorce mil pesos de retroactivos, agarré (...) Yo se lo di a ella, le digo cualquier cosa que me pase hija ahí tenés la plata, no voy a dejar clavos (AM., mujer, 81 años, entrevista personal, 7 de Mayo de 2012).
En referencia al velorio se percibe en esta narración como es connotada una de las funciones de los rituales funerarios concerniente a la tramitación simbólica que, a través de gestos y palabras, permite la elaboración de la muerte biológica (Clavandier, 2009; Thomas, 1985). Intuitivamente AM. (mujer de 81 años) hace suya esa sensación de malestar que implica tramitar en soledad el vacío y lo desconocido que la muerte representa.
Si bien las ceremonias fúnebres en el judaísmo son algo diferentes a las prácticas católicas (féretro cerrado, diferentes tiempos del luto y ausencia de flores) ambas contemplan la inhumación. En la tradición judía la preparación del cuerpo comprende un ritual de purificación que consiste en un lavado integral del cuerpo con agua fría y jabón. El orden preciso que sigue el lavado va de la cabeza a los pies y del lado derecho al izquierdo. Antes, durante y después de esos pasos se recitan plegarias. Luego se realiza una última purificación mediante un lavaje estomacal Tahara y se colocan los Tajrijim (mortajas blancas) y, al hombre, además, se le agrega el Talit que utilizó en vida. En el cementerio se realiza la Keriá (rasgadura de la ropa que se está usando), que es la manera religiosa de expresar el dolor por la pérdida de un ser querido. Al salir se procede a un lavado de manos ritual Netilat Iadaim que aleja simbólicamente la impureza creada por el contacto con la muerte.
Los tiempos del luto son diferentes según se trate del padre o madre, hijo(a), hermano(a) o cónyuge. El primer período Shivá corresponde a los siete primeros días de luto. Durante este tiempo se recita el Kadish tres veces al día, se suelen cubrir espejos y se encienden velas que simbolizan el alma del difunto. Luego de esa primera semana llega el momento en que los deudos retoman sus actividades habituales. Este segundo período Shloshim se extiende hasta los treinta días después de la muerte. El tercer y último momento del luto Avelut se respeta exclusivamente cuando mueren los progenitores, finaliza a los doce meses de ocurrida la muerte (Darmon, 2007; Farhi, 2007). En los casos de las personas entrevistadas, que profesaban el judaísmo, las elecciones siguen una forma no ortodoxa. Es decir, que tanto los tiempos del luto como las ceremonias guardan formalmente sólo algunas de las costumbres antes enunciadas.
No sé, pero nosotros cuando fallece alguien, al mes se hace un homenaje y, al año, se pone el monumento que se llama. Al mes se pone el jardincito, que se hace una cosa rústica, de cemento. Y al año, los que pueden, la AMIA12 ahora está haciendo, este… le hacen el monumento. Para mi madre y mi padre se hizo el monumento y después mi padre quiso, lógicamente, estar juntos porque los religiosos no están juntos sino en tumbas separadas. Mi papá no era religioso, entonces levantaron la tumba y mi papá fue con mi mamá, están juntos, la foto es de los dos, en Tablada (S., mujer, 83 años, entrevista personal, 15 de Abril de 2010).
Sabía que yo era de vientre judío, pero no, nunca, nunca, nunca jamás. Yo no fui jamás, excepto a los servicios religiosos y todo esas cosas, no. Si me preguntás cómo son, te tengo que decir que no sé. Sé que como judío que me siento, en realidad me considero un libre pensador ¿qué significa eso? Significa que Dios hay uno y los demás son empleados, eso es importante viste, imaginate que mi esposa es católica. (…) la última vez que fui hace años a un templo por un funeral o algo, en realidad no me gusta de la manera como se practica, no me gusta. Y los funerales judíos son bastante interesantes, lo que te puedo contar ¿vos sabés algo de eso? (…) cuando alguien fallece efectivamente se está a cajón cerrado (…) Una vez que fallece, viene el rabino, dice unas oraciones en el lugar donde está el féretro. Y después el entierro como cualquier religión, el rabino dice unas oraciones (C., varón, 81 años entrevista personal, 13 de Mayo de 2010).
Estos relatos permiten identificar una serie de características señaladas por Thomas (1985) en torno al ritual funerario: el espacio escénico (cementerio-cajón cerrado), la estructura temporal (semana-mes-año), los actores (rabino-deudos) y la organización de símbolos (oraciones-homenaje-monumento).
Sobre los preparativos de las ceremonias fúnebres el testimonio de IR. (mujer de 80 años) es muy valioso porque da cuenta de cómo ella, a partir de la muerte de sus familiares, adquiere una destreza y se “familiariza” con la organización de las exequias.
Yo hacía todo, yo no me daba cuenta de nada, de que se había muerto, yo estaba haciendo todos los trámites. Entonces lo llevaron y yo en ese intervalo que lo llevaron me tomo un taxi y me voy a la cochería, porque había enterrado a cuatro personas de mi familia, viejitos que yo los cuidaba, así que éramos como amigas con la señora, la dueña de la cochería. Yo me metí abajo ya acostumbrada a elegir los cajones vio (IR., mujer, 80 años, entrevista personal, 27 de Abril de 2010. Este relato corresponde a la muerte de su esposo).
Las visitas al cementerio constituyen otro aspecto notable dentro de la valoración positiva de la liturgia funeraria. Surge el deseo de continuar con esta práctica, pero, la dificultad física y, muchas veces, las barreras arquitectónicas limitan esa posibilidad. Aquí es importante la diferencia con las personas de mediana edad donde el cementerio es un lugar rechazado.
La costumbre de dejar flores a los difuntos se remonta a la antigüedad, las flores simbolizan el triunfo de la vida sobre la muerte. Los egipcios dejaban flores a sus muertos a modo de ofrenda. Esta costumbre fue perpetuada en Grecia cuyo uso se extiende a la corona de flores como “corona de la justicia” y, a su vez, se asocia a la divinidad13. Las coronas que rodean al féretro simbolizan también una recompensa luego del combate de la “vida”. Esta tradición procede por imitación en Roma que, aún más, otorga un valor de retribución a las coronas (por ejemplo, en el ámbito deportivo o teatral). Los primeros cristianos adoptan esas prácticas que llegan transformadas a nuestros días. En el curso del siglo XIX la dimensión de las coronas representaba también el estatus social del fallecido (Beauthéac, 2007).
Ahora mismo, la florcita en el cementerio la tiene siempre, él [su primo] (R., mujer, 86 años, entrevista personal, 23 de Septiembre de 2011).
Para tomar el colectivo a los ochenta y cuatro años, me cuesta, pero no, a mi padre nunca lo abandoné en el cementerio. Eso sí, te lo puedo jurar y re jurar que no, iba siempre, siempre, siempre (O., mujer, 84 años entrevista personal, 5 de Junio de 2010).
Y cambió mucho porque yo iba y venía al cementerio, cada quince días, cada ocho días como podía viste. Porque me sentía muy mal, porque había una pérdida muy grande. Bueno y así seguimos después a lo mejor, que sé yo cuando era un aniversario o unas cosas así. Porque ella está en Chacarita y nos juntábamos los tres [ella y sus dos hermanos], ahí en la puerta del cementerio e íbamos los tres juntos. Y bueno después de un tiempo cada uno iba por su cuenta, a veces no se podía coincidir el día que uno quería ir. Ahora ya no puedo viajar (AS., mujer, 80 años, entrevista personal, 22 de Abril de 2010).
Un punto importante a destacar corresponde a las descripciones que las personas de 80 y más años realizaron sobre prácticas del luto hoy perimidas. Se trata de narraciones que marcan una transición contextual. El recuerdo de los velatorios celebrados en las casas, las pompas fúnebres y otras tradiciones litúrgicas evidencian cambios en las prácticas funerarias.
Nosotros teníamos el abuelo G. que era el papá de mi mamá, se vino a los diecisiete años de Soria, España. (…) mi abuelo falleció cuando yo iba a empezar la escuela Normal (...)
E: ¿Y de esa pérdida qué recuerda? De ese momento tiene algún registro.
PO: Sí, mi mamá lo primero que hizo fue ponerse el luto completo.
E: ¿Cómo era eso?
PO: Y ella tenía los catálogos de Harrods Gath y Chaves y con el comisionista mandó a buscar toda la ropa a Buenos Aires, negra. Se suspendió la radio, la música sí, sí (PO., mujer, 90 años, entrevista personal, 8 de Septiembre de 2011).
El le hizo el velatorio, le hizo todo. Todavía viene una tía mía y me dice, ay tu mamá siempre dijo: ‘a mí “Poroto” me va a enterrar’. Lo llamaban “Poroto” a mi marido, (…) Efectivamente, murió con ese gusto, fue un entierro hermoso, la verdad que nunca vi una cosa igual. (…) la gente, los coches que trajeron, vestidos de…Recordé que salía plata, porque si lo hacía yo no podía hacerlo. Con trajes blancos los choferes, bajaban de los coches y abrían la puerta para que baje la gente, viste. Y todo eso, eso me quedó grabado no me lo borro nunca más (O., mujer, 84 años, entrevista personal, 5 de Junio de 2010).
E: Y qué recuerda usted de ese momento, digamos entendía un poco qué era la muerte, qué significaba eso.
CH: Sí, sí. Yo me acuerdo que mi hermano y yo nos acercábamos —porque lo velaron en mi casa—, mi hermano y yo nos acercábamos al cajón, le agarrábamos la mano y le hablábamos, viste la inocencia [con tono risueño]. Estábamos sentados en la sala y decíamos, me acuerdo que preguntábamos, ¿ahora van a traer a mi papito? (CH., mujer, 82 años, entrevista personal, 22 de Abril de 2010).
Las pompas fúnebres son un ejemplo claro del lugar que los ritos funerarios poseían. Esas prácticas reflejaban un ideal de época inequívoco, de enorme valor, que contrasta con las prácticas actuales (Barran, 2012). Los velatorios en las casas eran habituales para la época en que sucedieron estas muertes (décadas de 1930 y 1940). La muerte se inscribía, de este modo, en un contexto más social y comunitario y no tan íntimo y personalizado como lo es en la actualidad.
La opción sobre el destino corporal que corresponde a la aceptación de la cremación es mucho menor que entre las personas de mediana edad. No obstante, los argumentos empleados son semejantes: ahorro de tiempo y practicidad. Esa reducción de la ritualidad funeraria a su mínima expresión se acompaña con el rechazo al velatorio.
Te digo una cosa yo soy enemiga de ir a los velorios. El día que yo me vaya, que no se pongan a llorar delante de un cajón porque ya te digo el que llora más es el que siente más. Cremación, a mi esposo lo cremamos también, con todo el dolor del alma pero es mejor. Yo también quiero que me hagan lo mismo. Cremación, te cobran para eso, no es que te lo hacen gratis. No quiero que sufran ahí, porque qué hacés con eso, eternos no somos, se sabe que algún día va a pasar (…) Los vecinos siempre dicen, ¡ay viste cómo lloraba! y capaz que la persona que no puede llorar está sufriendo más que la que está llorando (H., mujer, 90 años, entrevista personal, 7 de Mayo de 2012).
El relato de H. (mujer de 90 años) cuestiona esa determinación social que prescribe cómo, dónde y cuándo expresar las emociones, por ejemplo, a través del llanto en las ceremonias funerarias (Mauss, 1921). La preferencia de la cremación en el caso LU. (mujer de 82 años) entra en conflicto con su creencia en la resurrección. Esa duda sobre la legitimidad de su elección (aun cuando la iglesia católica haya “tolerado” la cremación) muestra la transición hacia un cambio de mentalidad aún no consolidado.
E: Me decía que usted cree en la resurrección.
LU: Sí, yo creo en la resurrección me gustaría saber si el Señor se enojaría de lo que yo pienso. Cuando yo me muera yo quiero que me cremen.
E: Eso le iba a preguntar ¿qué es lo que quiere que la dejen en algún lugar?
LU: ¡No! Que las tiren a donde quieran mis sobrinas ¡No tía, no tía! Te ponemos con mi mamá y mi papá porque ellas los tienen en un cementerio privado. (…)
E: Usted alguna vez habló con su hijo sobre esto.
LU: Sí, sí mi hijo lo sabe. Mi hijo es de cremarse (LU., mujer, 82 años, entrevista personal, 6 de Octubre de 2011).
Otro caso, donde la preferencia por la cremación es explícita, merece especial atención porque concentra varios elementos que permiten analizar cómo es interpretada la propia muerte. En primer lugar porque se trata de una persona que proviene de una familia judía (a pesar de que él se asume no creyente) que es consciente del rechazo a la cremación en esa tradición. En segundo lugar, porque la anticipación, no sólo concierne a la planificación del funeral, sino también al anuncio de su muerte. En efecto, IS. (varón de 89 años) preparó tres textos que decidió entregar a una de sus hijas: uno corresponde al aviso fúnebre y los otros dos a epitafios donde irían esparcidas sus cenizas. En tercer lugar, porque pone de relevancia el valor de autonomía que implica, para una persona de su edad, poder tomar todas estas decisiones generando una sensación de control sobre su propia vida y también sobre su propia muerte.
IS: Yo ya tenía en mi mente, digamos lo vas a entender en la forma como sucedieron las cosas. Cuando fallece mi señora, el entierro se hizo en Tablada y resulta que mi segunda esposa… Ah, a los dos años, conozco a la que fue mi segunda esposa. Y ella me acompañaba siempre a la tumba de mi señora, y cuando vio que había un jardín me pregunta y por qué el jardín. Le digo mirá, porque la idea mía es que el día que a mí me toque —yo ya en aquel entonces había hecho una donación de, en el momento de que me pudiera suceder algo, hacer una donación de órganos— que me cremen y que las cenizas fueran ahí, al jardín.
E: Eso lo decidió en ese momento, tendría treinta, cuarenta años.
IS: Yo en aquel entonces ya tenía cincuenta y pico de años, entonces mi segunda esposa me dice: ‘y cómo las cenizas por qué para Anita’. Le dije: ‘no te preocupes el cincuenta porciento va a ser para ella y el cincuenta por ciento para vos’. Y el destino hizo que yo tuviera que repartir mis cenizas en dos tumbas. Yo tengo una persona que se ocupa de atender las dos tumbas y mantenerlas en condiciones. (...)
E: ¿Qué piensa usted de su propia muerte?
IS: Yo, mirá te va a llamar la atención, la hija… todos los años en el aniversario de la muerte de la mamá nos reunimos todos, yo con mis hijos ¿no? Mi hija menor, esta última vez, estuvo conversando conmigo diciéndome papá cuál es tu idea, porque ahora quieren festejar mi cumpleaños ¿no? (...) entonces le llevé a mi hija el texto, porque en la colectividad no se puede incinerar. No se puede, entonces yo le llevé el texto del aviso para que se publique el día que me toque a mí. Y le dejé los dos textos, para las dos tumbas…Yo le puse, estaba la segunda de mis hijas ¡pero papá vos sos loco! No, soy consiente, en este momento todavía puedo pensar ¿no? y puedo preparar un texto, mañana no sé lo que me puede pasar.
E: ¿Este texto que dejó escrito ahí expresa sus deseos?
IS: Sí, primero es el aviso fúnebre ¿no? yo lo redacté de manera que la colectividad no se entere de que yo me quiero cremar y quiero que las cenizas vayan a las dos tumbas. Entonces está el texto, el día que destapen la tumba de la mamá de mis hijos, donde van a estar las cenizas mías con un texto que le preparé y lo mismo para el segundo matrimonio. Dejé tres textos [uno para cada tumba más el aviso fúnebre] mis hijos me miraban ¡papá! [se ríe] No, yo estoy consciente (IS., varón, 89 años, entrevista personal, 6 de Mayo de 2010).
Al concluir este apartado, hemos visto como la valorización del cementerio y de la inhumación, estructura una relación diferente entre vivos y muertos. Esta relación se rige por una lógica cultural de filiación que caracteriza a la cohorte de cuarta edad. Se advierte claramente como se les asigna a los muertos un lugar. A su vez, la toma de decisiones concretas sobre el destino corporal como comprar un nicho, una parcela en el cementerio o, redactar el propio epitafio evidencia una aceptación y afrontamiento activo de la finitud en las personas mayores.
Las personas entrevistadas de mediana edad declararon ser católicas en su mayoría (15 de 21) pero, a pesar de ello, en varios casos afirmaron no tener prácticas activas ligadas al catolicismo. Dos de los entrevistados eran provenientes de familias judías y sólo compartían celebraciones importantes dentro del judaísmo. En cuatro casos las personas entrevistadas aseguraron ser “no religiosas” o bien se asumieron por fuera de cualquier práctica religiosa.
La encuesta sobre creencias y actitudes religiosas realizada en Argentina, en 2008, indica que en el Área Metropolitana de Buenos Aires casi un 70% de las personas declaran ser católicos mientras que un 18% es indiferente frente a lo religioso (Mallimaci, Esquivel e Irrazábal, 2008). En un tercer lugar se ubican los evangélicos (con un 11 %) y luego otras religiones que completan el panorama con porcentajes mucho menores.
En efecto, estos datos se ajustan a las proporciones en los casos de las personas entrevistadas de mediana edad. Conviene además destacar que muchos de los que afirmaron ser católicos aclaraban que creían “a su manera” marcando una distancia con las instituciones eclesiásticas. Esa tendencia hacia una desinstitucionalización e individuación de las creencias ha sido también observada por Fortunato Mallimaci y Verónica Giménez Béliveau (2007). La pluralidad y diversidad parecen ser dos cualidades que describen las prácticas y actitudes religiosas, especialmente, en las zonas urbanas. El espectro de creencias relevadas influye decididamente sobre las preferencias rituales analizadas a continuación.
El análisis revela que el destino corporal elegido es la cremación en la cohorte más joven. Existe además un rechazo explícito tanto al cementerio como al velorio. En cambio, para las personas de cuarta edad vimos que se invierte la proporción: prefieren la inhumación a la cremación.
Del total de casos analizados surgieron tres categorías que reflejan las preferencias de las personas de mediana edad, tanto referente a los rituales como al destino corporal. La primera corresponde a la cremación e indiferencia por el cuerpo muerto, la segunda pone de manifiesto una erosión de los rituales (rechazo a velorios y cementerios) y la tercera, aunque en mucha menor proporción, muestra una persistencia de la inhumación.
Entre la cremación y la indiferencia (8 casos). En cinco casos hubo una mención explícita de la cremación señalando además el lugar de dispersión de cenizas elegido, entre los que se encuentran aguas, parques y milongas.
Me gustaría que me cremen y que tiren las cenizas en algún parque de Mataderos pero, o sea, que no se molesten más en todo el tema del cementerio, de ir, de las flores, todo eso (GA., mujer, 40 años, entrevista personal, 20 de Abril de 2012).
Yo le dije a mis hijos: ‘mirá yo no quiero estar enterrada en un cementerio. Porque la verdad ustedes van a ir el primer mes, los dos primeros meses, el primer año, después no van a ir más a ponerme una rosa. No van a estar pagando, si no pagan van a agarrar todos mis huesos y los van a mezclar con otros’. Entonces yo prefiero… que me cremen y hagan un viajecito. A mi me gustaría que me tiren en el mar Caribe, si no llega a ser allá por lo menos algo donde las aguas sean cálidas, viste. Y si no disimuladamente en una milonga que a mí me gusta ir (MO., mujer, 49 años, entrevista personal, 9 de Marzo de 2012).
Los argumentos apuntan a la practicidad, denostando al cementerio como un lugar que genera gastos de tiempo y dinero. En las diversas narraciones las exequias expeditivas tienen un triple objetivo: desmaterialización, deslocalización y desocialización de los muertos (Baudry, 1999).
E: ¿A usted le gustaría algo en particular, le gustaría inhumarse en tierra? ¿Alguna vez pensó en eso?
M: Sí, lo que yo le encargo a los otros es que sí, si yo muero, que me quemen, nada más.
E: ¿Habló alguna vez con sus hijos de eso?
M: No, no, con ninguno.
E: ¿Con su ex pareja tampoco?
M: Claro, con ella sí, le dije: ‘algún día, si a mí me llega a pasar algo así, quiero que me quemen nomás’ (M., varón, 40 años, entrevista personal, 22 de Marzo de 2012).
Eh que todo lo que sea útil de mi cuerpo se dé absolutamente y que el resto se creme, no quiero ser la carga del cementerio de nadie y, de hecho en el mes de febrero, marzo yo ya había pensado que los restos —mi vieja está cremada y mi viejo igualmente debe estar así— yo pensaba cancelar el tema del cementerio y tirar las cenizas al mar porque no quería saber más nada de eso, era una cosa que me pesaba. (...) pensaba disponer de todo y cerrar el tema del cementerio y por esas cosas de que no tengo tiempo no fui (G., mujer, 51 años, entrevista personal, 11 de Noviembre de 2011).
El cementerio se convierte en un lugar rechazado, ocuparse de los muertos es visto como una carga. G. (mujer de 51 años) lo expresaba claramente en su búsqueda de “cancelación” del cementerio. En diferentes entrevistas la reacción era de sorpresa cuando indagaba sobre la expresión efectiva de esos deseos ante familiares o allegados. La falta de planificación de los rituales impide, muchas veces, saber sobre el deseo genuino de la persona fallecida, dato no menor por la carga emocional que conlleva.
Si bien la cremación representa un proceso de reducción (simbólica y material) nunca se logra la desaparición total del muerto puesto que existen siempre trazos e índices de su existencia. Las cenizas se cosifican y ya no tienen el mismo estatuto que el cadáver. Es la presencia de los muertos lo que se pone en cuestión con la desaparición de toda marca de la persona fallecida. En consecuencia, la cremación, aunque pretenda el borramiento pleno del difunto, de ningún modo lo logra. Las fotografías, los objetos personales y la conservación de la urna son todos signos que representan al muerto, tal vez, de formas más perentorias que las tumbas en el cementerio. Respecto al destino de las cenizas la legislación argentina actual no prescribe ningún sitio en particular.
La cremación implica poner en cuestión la inhumación y redefinir el universo de lo funerario. Según las estadísticas internacionales que cada año publica la Sociedad Británica de Cremación, en 2010, hubo en Argentina un 25,41 % de cremaciones mientras que en 1996 el mismo índice correspondía al 12,30 %14. De modo que, el análisis de las percepciones relevadas en las entrevistas, sigue una tendencia de aumento también corroborada a nivel macro.
En los otros tres casos prevalece, o bien un deseo de degradación natural en la tierra, o bien una indiferencia sobre el cadáver. El punto común que une a estas narraciones es la falta de importancia que se le asigna al cuerpo muerto, se lo concibe simplemente como materia orgánica en descomposición. Funciona allí perfectamente la división entre cuerpo y persona que tanto debe a la concepción cartesiana del “cuerpo-máquina”. La formación profesional de los entrevistados es, además, muy afín pues en los tres casos se trata de disciplinas vinculadas al estudio de la vida (educación ambiental, gestión ambiental y jardinería).
Y después, si vos me decís rituales y eso, a mí, la verdad me gustaría que hagan un pozo, que me tiren en la tierra y que se degrade. Sé que eso no es posible pero eso de los nichos eso no me gusta (…) Degradarse en la naturaleza, enterrarme en tierra, que crezca una planta, no sé. Yo qué sé, la verdad es que no lo hablamos concretamente tampoco. Pero no soy muy de rituales (A., mujer, 43 años, entrevista personal, 16 de Abril de 2012).
Mi viejo siempre decía, el que muere se pudre y chau y ya fue. O sea puede estar acá, pero ya se va a pudrir, ya fue. O sea, si vos te querés encontrar con tu viejo, tenés que usar la imaginación y volver. Porque acá adentro queda todo grabado [señala su cabeza]. De ahí no hay quien nos saque nada ¿entendés? Y bueno te quedan los buenos recuerdos, de tu papá, de tu abuelo (T., varón, 51 años, entrevista personal, 4 de Mayo de 2012).
Por lo pronto, la primera condición que yo digo que voy a poner es que no se haga ningún gasto de dinero, todo lo que se pueda evitar de gastos, que se evite. No me interesa que me velen y, o sea, si me quieren cremar, que me cremen, pero eso también tiene un costo, enterrar también tiene un costo, así que…
E: No querés una cosa en particular.
C: Como no considero que pasa nada, la verdad que mucho no me preocupa que hagan con el cuerpo.
E: ¿Y hablaste alguna vez con tus hijos de eso?
C: Sí, en general sí, cuando se dio (...) la cuestión del cuerpo, la verdad no me interesa (C., varón, 44 años, entrevista personal, 19 de Abril de 2012).
La erosión de los rituales connota un flagrante rechazo tanto al cementerio como al velorio que forma parte del proceso de individualización de la muerte (6 casos). La secularización lenta pero sostenida de los rituales muestra el importante papel que tenía la religión antaño en la despedida de los difuntos (Gauchet, 1985). La gestión de lo funerario constituye un servicio entre otros tantos de los que se ofrecen a la sociedad de consumo. Gradualmente y, más aún, en la segunda mitad del siglo XX se produjo una tecnificación y profesionalización de lo fúnebre evidenciada, por ejemplo, en la manipulación del cadáver15. La tanatopraxia se define como el conjunto de acciones realizadas a los cadáveres con el objetivo de eliminar los rasgos del cuerpo enfermo o deteriorado (Clavandier, 2009). Se pretende exponer un cuerpo “presentable” (Baudry, 1999). Además, aunque pueda sonar extravagante, existen diseños de ataúdes “a la carta”. El tanatólogo Ricardo Péculo lo menciona como posibilidad junto a los velorios “temáticos” o personalizados (De Massi, 2011)16.
MA. (mujer de 51 años) se refiere, justamente, a la imagen del cuerpo muerto y al malestar que le genera su exposición. Es más que interesante cómo surge en ella la dificultad en definir la identidad del difunto. No hay identificación posible con el muerto. Desde el punto de vista del contenido la secuencia de sustantivos y adjetivos utilizados esclarece ese conflicto: primero se refiere al cadáver como esa “cosa expuesta”, segundo, como esa “persona” que representa la otredad y, tercero, como algo “desconocido”. Allí opera la consternación que desata el cuerpo muerto influida por el horror a la putrefacción.
MA: A mí que no me velen ni a palos, ah sí… a ver, no me gustaría que me velen. A mí eso de exponer, de estar expuesto ahí, no, no que no me velen. Que sea lo menos cruento posible también para mis seres queridos ¿Viste? por ejemplo mi abuelo dijo: ‘no, a mí no me velan’ y fue muy, muy sano de parte de él ¿Viste? porque fue así realmente. Sí lo despedimos ¿Viste? lo enterramos, pero no fue esa cosa cruenta de estar viendo, de pasar por todos esos momentos del cierre del cajón, bueno ¿no? todo eso si se puede evitar que se evite, él lo pudo expresar. Y a mí también, a mí, yo no quiero nada de ¿Viste? de esa cosa expuesta, ni de cierre del cajón, ni de un carajo [sic] chau que me lleven y a otra cosa. Y lo de la cremación no sé, todavía estoy en duda [riéndose] me da como un poquito de cosa pero bueno, no sé, ahí que resuelvan lo que quieran en ese momento. Pero no quiero eh… ni exponerme ni que ellos queden expuestos a ver a esa persona que esta ahí adentro ¿Viste que después pasa a ser como una desconocida? Porque es como alguien que no eras vos (…) a mí que no me velen, eso sí, ya está, que no me velen, que quede ahí en la casa mortuoria, que me dejen ahí y se acabó (MA., mujer, 51 años, entrevista personal, 4 de Octubre de 2011).
La costumbre de visitar los cementerios y llevar flores también se ha transformado como lo testimonian las palabras de DA. (mujer de 40 años). Una nota realizada en 2003 sobre el relevamiento de cementerios públicos en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires testimonia, por un lado, el abandono de estos espacios, la merma en la venta de flores y en las visitas y, por otro, el aumento de la cremación (Elustondo, 2003). Esta misma línea argumental siguen dos notas periodísticas de Marzo y Julio de 2009 (Sainz, 2009, Cambio de hábitos: sólo 3 de cada 10 porteños velan a sus muertos, 2009). Ambas llaman la atención sobre los “cambios de hábitos” fúnebres. Destacan el incremento de las cremaciones y la tendencia, sobre todo en las ciudades, de velatorios exprés, cortejos fúnebres reducidos, féretros claros y menor presencia de coronas florales. Todas estas preferencias resultan compatibles con las narraciones de las personas entrevistadas.
Mirá te cuento, no quiero velorio ni que estén llorando por mí, no, eso es muy personal de cada uno, a ver qué se lleva cada uno de mí, no. No quiero velorio, eso de las flores, las flores son para vivir con alegría, no para llevárselas a un muerto, yo lo veo desde ese punto, entonces ¿por qué? Si acá no estamos en un cementerio está todo lleno de flores, mirá qué hermosos que quedan los centritos de mesa [señala los floreros que están sobre la mesa del bar] ¿le voy a llevar eso hermoso a un muerto? (…) lo tomo también como que es la ley de la vida, así como estamos, estamos, tenemos que partir ¿y eso de llevarles flores? Como que lo estoy viviendo con alegría (DA., mujer, 40 años, entrevista personal, 26 de Abril de 2012).
El cementerio aparece entonces como un lugar de doble negación, por un lado, en tanto espacio indiferente al mundo urbano y, por otro, indiferente al mundo de los vivos subrayando la alteridad radical que simbolizan los difuntos. En este marco se inscribe la afirmación de G. (mujer de 51 años) quien sentencia: “los chicos hoy no quieren saber nada con el cementerio”. Los cementerios se erigen como necrópolis clandestinas, se observan en su interior epitafios mínimos y una ausencia arrasadora como lo afirma el antropólogo Urbain (1989/2005).
Yo la verdad que no fuimos casi nunca al cementerio de mi papá por más que mi mamá insistía al principio que era… No creo que él esté ahí, entonces ¿a qué voy a ir? (A., mujer, 43 años entrevista personal, 16 de Abril de 2012).
Y creo que, bueno le hicimos velorio, después yo decidí cremarlo pero ¿Por qué? Porque en el último momento Anahí [su hija] me dice: ‘que se quede en un lugar donde se quede para siempre’ y yo sabía la experiencia esta del cementerio que tierra, nicho, esto (...) yo no les quiero dejar ese peso a los chicos. Yo experiencia de cementerio tengo, tengo doctorado en cementerio y no quiero, los chicos hoy no quieren saber nada con el cementerio (G., mujer, 51 años, entrevista personal, 11 de Noviembre de 2011. Se refiere a la muerte reciente de su exmarido).
La persistencia de la inhumación fue mencionada en tres casos en que, directa o indirectamente, identifiqué alguna expresión de rechazo a la cremación. J. (mujer de 52 años), MI. (mujer de 50 años) y MR. (mujer de 46 años) se refieren al deseo de sus progenitores y es desde allí que dejan entrever las propias ideas sobre las exequias. La exhumación aparece en los tres relatos como una modalidad transmitida y aceptada. No obstante, los argumentos a favor no fueron expresados.
Sí, quería, pero no le hemos cumplido, quería que las cenizas de él [de su padre] estuvieran entre los rosales que tiene en la chacra, pero la verdad que no tenemos valor ninguno de los tres de hacerlo todavía pero bueno.
E: Y vos alguna vez ¿Pensás en eso o no? ¿Cómo te gustaría? ¿Qué te cremen o no?
MI: No, no, eso nunca. (...) El tema de la muerte siempre lo pienso por ese lado, en la angustia del que esté al lado mío (MI., mujer, 50 años, entrevista personal, 12 de Marzo de 2012).
Mi mamá se mató y la cremaron ¿entendés? Ah, cuando mi prima me llamó, cuando yo me enteré, me fui allá, le hice un escándalo (…) Bueno, la cremaron, entonces mi bronca era esa porque yo digo: ‘¿A dónde voy a llevar una flor?’ si yo no sé ¿a qué voy a ir al cementerio? (MR., mujer, 46 años, entrevista personal, 15 de Junio de 2012).
En suma, de las tres categorías analizadas las dos primeras (preferencia de la cremación y el rechazo al cementerio y los velatorios) revelan cambios tanto en los discursos como en las prácticas funerarias. Esas transformaciones se reflejan, además, en los datos estadísticos sobre el aumento de las cremaciones. Así se instaura una alteración en el sistema de “archivo” que constituyen los cementerios. Al mismo tiempo se produce un pasaje hacia otras formas del recuerdo que ya no se fundan en el cuerpo, con su volumen, aspecto e imagen como soporte del culto a los muertos. Las huellas del muerto son hoy más pequeñas: cenizas, objetos o, tal vez, referencias digitales17 que, a pesar de su tamaño, no pierden su condición de índice (Urbain, 1989/2005).
La comparación de las percepciones y significados sobre las preferencias rituales iluminan una serie de diferencias que permiten esbozar algunas respuestas. Para las personas de mediana edad la ritualidad se consagra a un proceso de reducción y desmaterialización encarnada por la preeminencia de la cremación, el relego del cementerio y la ausencia de velatorios o ceremonias fúnebres. De modo que, el cementerio moderno se convierte en una suerte de museo nemotécnico. De la mano de la cremación, la conmemoración de los muertos se transforma. Pivoteando entre la conservación y la reducción, las nuevas prácticas rituales transforman también las representaciones de la muerte misma. Posiblemente las nuevas generaciones construirán nuevos sistemas de memorización digitales que permitirán, por ejemplo, revisitar y recordar a las generaciones pasadas. Retomando los tres modelos que propone la sociología de la muerte, en esta cohorte, vemos reflejado aquel que corresponde a una “miniaturización” de la muerte en el siglo XXI (Higgins, 2005; Urbain, 1989/2005). Sin duda, esa desocialización de la muerte tiene como correlato una alteración de la relación entre vivos y muertos que afecta la construcción de la memoria intergeneracional.
Esos discursos y prácticas contrastan con aquellos de las personas de cuarta edad para quienes el modelo de la inhumación y la valorización positiva del cementerio muestra una diferencia substancial. Las percepciones relatadas por los entrevistados acerca de los cambios en las prácticas fúnebres (pompas fúnebres, velatorios en los hogares y temporalidad del luto) permiten ver la transformación de la ritualidad. El saber hacer aprendido por las personas mayores responde a un modelo ligado con más vigor a la iglesia católica como también se ha observado en grupos de adultos mayores mexicanos (Vázquez Palacios, 2010). En efecto, la erosión de las prácticas rituales con su consecuente desocialización y secularización como tendencia general no es reproducida por las personas de 80 y más años. Más bien, las preferencias expresadas por las personas mayores se ajustan al segundo modelo de la sociología de la muerte que propone una “renovación” de los ritos. Sobre todo, vimos como la gestión empresarial de lo funerario era una opción presente a la hora de decidir sobre el destino corporal. Así, la compra de parcelas y nichos en cementerios privados fue especialmente mencionada junto a toda una imagen “apacible” de la muerte que ofrecen estos servicios exequiales.
En suma, podemos distinguir entonces dos modos diferentes de relacionarse con los muertos: uno que valora el lugar de los ancestros y recupera la memoria de los difuntos (más propio de la cuarta edad) y, otro que se ajusta a un proceso de desocialización sobre las huellas de los muertos (característico de la mediana edad). Aparece en la cohorte más joven una dificultad, propia del mundo occidental, que consiste en encontrarles y asignarles un lugar a los muertos en el mundo de los vivos (Baudry, 1999). Esta tensión muestra un claro indicio de quiebre en la solidaridad del lazo social. De este modo, la muerte permanece en el plano de la intimidad y es tratada como un evento individual que no concierne a “lo social”. No obstante ello, los muertos siempre se buscan un lugar para existir mientras que los vivos nos dedicamos a encontrarles uno. Un lugar, grande o pequeño, opaco o transparente, olvidado o visitado, escondido o visible, material o virtual18. Las dimensiones pueden cambiar, pero siempre resta un signo, una huella, para luchar contra la desaparición y el olvido.
Si el culto a los muertos es fundante de la cultura, entonces su análisis nos dice mucho sobre los cambios culturales y sociales. En efecto, así como se transforman los modos de hacer, pensar y sentir respecto a la muerte y a los muertos, se transforman también los lazos entre las generaciones.
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