Afirma Elias Canetti en Masa y poder que “es natural encontrar el acto decisivo del poder allí donde desde siempre es más notorio, tanto entre los animales como entre los hombres: precisamente en el agarrar” (1960/1987, p. 203). Acto en el que se produce un contacto, en el que el poder, quien encarna y detenta el poder, toca a su presa y la arranca del contexto en el que estaba para ubicarla en una realidad en la que comienza a perder margen de maniobra porque sus movimientos quedan ya limitados y, en última instancia, radicalmente imposibilitados. El poder se arroga la capacidad de agarrar, de tocar, de hacer sentir su fuerza en la piel misma de quien es agarrado.
Hay todo un trasfondo de analogías cinegéticas en la aproximación de Canetti que van más allá de lo que aquí se pretende analizar e incluso cabría la posibilidad de introducir matices necesarios provenientes de desarrollos actuales en la antropología de la caza (Nadasdy, 2007) a partir de las relaciones de reciprocidad y dominación que se desatan en el curso de esta práctica. Pero no es esto lo que nos ocupa aquí. Me interesa la resonancia ontológico-política y epistemológica de la imagen del agarrar, ese “acto decisivo” en el que el poder coge con violencia y en donde la alusión a la garra ahí contenida evidencia el sufrimiento que todo ello comporta. Canetti apunta tres elementos que creo necesario no desdeñar. El primero alude al desprecio que destila el poder con respecto a quien ha sido cogido (lo que nos remite a una problemática articulada en torno a las lógicas de reconocimiento del otro); el segundo alude a que quien se ve cogido por el poder está ya “sobrecogido”, barruntando el sufrimiento que ahí está latiendo, la exposición misma de su piel frente a lo que el poder disponga (lo que nos remite a la problemática del daño infligido y sus relatos); y el tercer elemento alude a que la presa que presume que va a ser cogida emprende la huida porque no quiere estar en el espacio del poder (lo que nos remite a una geografía móvil del poder para dar cuenta de aquellos o aquello que quiere agarrar).
Ha habido desarrollos teóricos recientes que recogen de un modo explícito estas resonancias cinegéticas a la hora de abordar la temática del poder. Grégoire Chamayou (2012) ha trazado una sugerente genealogía del poder cinegético en términos de un poder móvil concebido para atrapar (si fuera necesario a través de reformulaciones del aparato normativo) toda una serie de subjetividades (indígenas, delincuentes, vagabundos) a las que se despoja de humanidad sobre el trasfondo de que hay que salvaguardar el orden social y la seguridad que dicho orden demanda. El estudio de la caza humana, que es en sí misma un proceso de exclusión de lo social, mira tanto al poder que captura como a la presa sustraída de humanidad. En un sentido convergente, Mark Neocleous (2013) hace una relectura del proceso de acumulación de capital desde su conexión con prácticas de caza humana (reclutamiento forzado del trabajador, obtención del esclavo) que evidencian el carácter antinómada del Estado. Saskia Sassen (2014/2015), por su parte, hablará de formaciones predatorias para referirse principal
mente a toda una serie de lógicas económicas y políticas a través de las cuales se realizan ejercicios de apropiación de los espacios con el fin de someterlos a procesos de mercantilización que alteran radicalmente los modos en los que esos espacios son habitados, desencadenando, en última instancia, expulsiones con un carácter más o menos forzado. Maurizio Lazzarato (2011/2013), por último, ha analizado el dispositivo de la deuda en términos de una máquina de captura depredadora que se bifurca tanto hacia la regulación macroeconómica de lo social como hacia la producción de subjetividades endeudadas.
La imagen cinegética recorre así una variedad de aproximaciones que poseen sin duda diferencias evidentes pero también es cierto que posibilita la conformación de una suerte de fondo común que permite la apertura de remisiones mutuas entre esos enfoques con el fin de trazar los contornos de una lectura del poder concernida, en línea con la sugerencia lanzada por Canetti, con el acto de agarrar. No obstante, en la lectura de Canetti la misma imagen del agarrar y su tematización como “acto decisivo” comporta quizás una cierta primacía excesiva otorgada al momento del agarre mismo. La idea de coger (que está contenida en la etimología de la caza a través del verbo capere) con violencia, con garra, debería formar parte de todo análisis sobre el poder pero creo que hay otra imagen, profundamente relacionada, que posee un mayor potencial heurístico toda vez que no enfatiza el acto consumado del agarrar cuanto el proceso mismo a través del cual se establecen toda una serie de dispositivos para coger, para hacer frente a los movimientos de huida y para mantener a lo que ha sido cogido bajo unos parámetros de retención. El concepto de captura, cuya etimología captare remite al frecuentativo del ya aludido capere, introduce acaso un pequeño deslizamiento que, sin embargo, agranda su valía analítica al reubicar la imagen del coger en un proceso complejo que remite a toda una serie de ordenamientos de lo social, de dispositivos de poder. En los autores arriba citados la imagen de la captura deviene recurrente y qué duda cabe que ahí sobrevuela también el influjo del devenir Deleuze-Guatari (1980/1988) al tematizar la captura como un aparato maquínico que busca codificar la realidad; la captura contiene (la posibilidad misma de) el acto de agarrar pero alude fundamentalmente a todo un dispositivo multidimensional poblado de relaciones de poder heterogéneas que se proyecta, y esto es fundamental, tanto a los espacios como a los sujetos: la captura traza una geografía (reestructurando sus funcionamientos cotidianos) al tiempo que compone unos relatos sobre la subjetividad que quiere aprehender (sustrayéndolas al reconocimiento a través de un relato simbólico de la presa). La potencia de la captura precisa mantener en todo momento ese rostro bifronte que imbrica geografía y subjetividad, mira a ambos y los conecta de formas disímiles porque no hay una única forma de captura, hay capturas, en plural, respetando esa heterogeneidad de relaciones que siempre está presente, como bien enfatizase Michel Foucault reiteradamente, cuando se alude al poder. Y, por ello, hablar del agarrar como acto decisivo del poder quizá sea excesivo porque en el agarre puede estar contenido una violencia que se desata de un modo impune y desmedido pero eso, en cualquier caso, no sería la visualización prístina del poder cuanto una de las modalidades en las que opera; no es necesario buscar una esencia o rasgo primordial del poder cuanto atender a sus modalidades, a sus técnicas, a sus racionalidades. Y aquí, por ello, la captura se entiende como un modo heterogéneo de operar, una forma de concebir el ordenamiento de lo social que puede practicarse de modos diversos, una tecnología, entre otras, que incide en las subjetividades y en los espacios.
Se hace ya preciso dotar de un cierto contenido a esta imagen de la captura para que no quede envuelta en una cierta evanescencia, para conferirle un espesor desde el que (re)pensar lo social. La captura, tal y como aquí se entiende, remite a una modalidad de la gestión de lo viviente que ocupa una posición limítrofe en aquella distinción que establecía Michel Foucault (2001) entre poder y violencia. Para Foucault, las relaciones de poder actúan sobre un fondo de diferentes posibilidades de actuación con el fin de intentar “conducir las conductas”, esto es, modelar la producción de subjetividades mediante un entramado de discursos y técnicas a cuyo través habría de ir conformándose el ámbito de lo pensable, lo factible, lo deseable. Modelación que no concluye, inacabada por inacabable porque la incidencia sobre el medio es dinámica y contingente, continuamente adaptándose a circunstancias que pueden ser cambiantes. La violencia, por el contrario, aludiría a una restricción del campo de posibilidades con lo que la subjetividad queda circunscrita a lo que de ella se dispone, toda vez que perdería, en último extremo, cualquier margen de actuación y de potencial redefinición de la situación en la que se halla inmersa.
No pretendo cerrar el concepto de captura ni imponer una única forma de acercarse a este concepto. Arriba decía que hay capturas, lo que nos introduce en un escenario radicalmente heterogéneo en donde existen lógicas y funcionamientos diversos pero compartiendo, sin embargo, una gestión de lo viviente proyectada hacia los cuerpos y los espacios que se ubica en un plano que conecta de formas disímiles relaciones de poder y violencia. Este es el escenario teórico en el que nos movemos. Pero ahí trazamos una diferencia, un deslizamiento; cabría decir que aquí no pensamos la captura sino una captura. Entiendo que la lógica de la captura aquí pensada opera a modo de un dispositivo multidimensional que se ubica en esa frontera difusa y cambiante que escinde pero también imbrica poder y violencia, con la peculiaridad de que lo que va quedando bajo su ámbito de actuación tiende a proyectarse hacia el ámbito de lo violento. No cabe aquí ninguna alusión a planteamientos dicotómicos, a parcelas de lo social claramente discernibles y acotables; hablamos, por el contrario, de intensidades, de deslizamientos, de movimientos. Esta captura puede tener un trasfondo de las relaciones de poder pero opera ahí para deslizarse hacia la violencia, para destruir el elenco de posibilidades, para cerrar al sujeto sobre su cuerpo, para imponer un dominio sobre las prácticas de los espacios. Argumentaré que en esta captura, en tanto que proceso que desea, se apropia y gestiona una determinada realidad, está latiendo una determinada forma de vida, desigualmente distribuida, que, al verse envuelta en violencias simbólicas y materiales ve cercenado progresivamente (o súbitamente) su campo de actuación, quedando así en última instancia expuesta a una vulnerabilidad en la que el cuidado que esta demanda queda negado, con lo que se produce una suerte de ensañamiento de la propia vulnerabilidad de lo humano.
Se podría argumentar que vivir es ser vulnerable (Nancy, 1992/2010), estar ya expuesto (a los otros) y que ese vivir, en sus vastísimas formulaciones, adopta estrategias para atender la vulnerabilidad que la propia exposición comporta, formas de dependencia, tramas de cuidado, que permiten mantener (de una manera más o menos digna) con vida a la vida. Decir que la captura expone a la vulnerabilidad, que se ensaña en ella, es afirmar que la captura produce vida en tanto que exposición despojada de la posibilidad misma del cuidado, una vida que tiene que experimentar, por ello, la negación misma del vivir (porque el vivir requiere del cuidado) y que, en consecuencia, queda recurrentemente expuesta a la posibilidad de la muerte, tendida a ella, quizás a que se la mate directamente pero sobre todo a que se la pueda dejar morir o a que se la mantenga con vida pero sin que pueda determinar cómo ha de ser su vivir, una vida, en cualquier caso, y más allá de las formas que pudiera adquirir, compelida a habitar lo que deviene, llamémoslo así, inhabitable (Mendiola, 2014; 2016). La captura que aquí se piensa no es sino el dispositivo de regulación para la producción de lo inhabitable; y argumentaré, igualmente, que esta captura posee una centralidad indudable en los actuales procesos de ordenamiento de lo social.
Se trata, en definitiva, de pensar el proceso de la captura y las violencias que ahí se despliegan. Para ello, nos acercaremos a este concepto en tres momentos diferenciados. En primer lugar, abordaremos la captura como concepto con el fin de clarificar en mayor medida la realidad que desencadena, la vida inhabitable que produce; en segundo lugar, abordaremos el proceder mismo de la captura enfatizando una suerte de lógica político-normativa que lo rige y que queda plasmada fundamentalmente en el discurso y la práctica de la excepcionalidad; y, por último, nos acercaremos a la geografía de la captura.
Casi se podría sugerir que este recorrido se desprende de la propuesta de Giorgio Agamben y que el triple momento enunciado queda plasmado en las figuras agambenianas del bando (la captura), la excepcionalidad (el despliegue de la captura) y el campo (la geografía de la captura). Y en parte es así; pero en gran parte, cabría apostillar, no es así. Agamben perfila los lindes del recorrido que habremos de transitar pero en el transitar mismo tendremos que explicitar una serie de carencias en su aproximación que es necesario evidenciar con el fin de que el recorrido, si bien mantiene los hitos que vertebran la propuesta de Agamben, se realice desde un diálogo crítico en el que se evidencia la necesidad de incorporar otras cuestiones. Pensar con Agamben desde la convicción de que ahí está latiendo algo central para entender las configuraciones biopolíticas en las que estamos inmersos pero, también, pensar contra Agamben, desde la desazón que produce una propuesta totalizadora y alejada, en última instancia, de una antropología de la subjetividad.
La práctica de la captura, el dispositivo político-simbólico-jurídico-económico que la recorre y la geografía que inaugura, constituirán, en consecuencia, los tres momentos diferenciados pero a la vez interconectados, en torno a los cuales se pergeña esta reflexión que tiene como telón de fondo las interferencias continuas que se desatan entre biopolíticas y tanatopolíticas.
La captura está inmersa en un dispositivo de ordenación de la realidad que posibilita su apropiación. Entiendo aquí por dispositivo lo que Foucault sugería en una entrevista. El dispositivo,
Es un conjunto decididamente heterogéneo que incluye discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, en resumen: los elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho. El dispositivo es la red que puede establecerse entre esos elementos (1985, p. 128).
No estamos, por tanto, ante una única dimensión que vendría a estructurar y definir la captura cuanto ante una multiplicidad que en su propia interacción desencadena procesos de ordenamiento de lo social subsumidos en una lógica de la captura. Iremos desentrañando algunos de los principales elementos que vienen a componer la arquitectura de la captura pero conviene aquí introducir un matiz importante.
El acercamiento de Foucault a los dispositivos está mayormente concernido con la producción de unas determinadas formas de vida en ámbitos diversos: la gubernamentalidad que rige el hacer vivir. Sin embargo, en nuestro acercamiento al concepto de captura en tanto que dispositivo, lo que habría de enfatizarse no es tanto el hacer vivir cuanto el proceso contingente por medio del cual el hacer vivir se desliza a un hacer morir que ya no pasa tanto por la producción de una muerte directa, tal y como ocurría en el régimen soberano, cuanto por un hacer-dejar-morir, una producción de lo social que no mata sino que socava la vida, que arranca la vida de su vivir para exponerla en última instancia a la muerte. La problemática de la exposición de la vida a la muerte está recogida de una forma explícita en Foucault (1997/2003) pero también es cierto que no ocupa un lugar predominante. Para Foucault, y en un sentido muy cercano para Gilles Deleuze y Felix Guattari, la cuestión es evidenciar la producción política de formas de vida pero enfatizando al mismo tiempo el modo en que esas formas de vida son vivenciadas, poniendo una especial atención en las resistencias que se activan, en las líneas de fuga que obligan a reordenar la codificación de lo viviente. En el dispositivo siempre hay una tensión insoslayable, la huella de que el sujeto no es mero reflejo de los dispositivos que lo contienen.
En su acercamiento a la biopolítica foucaultiana, Agamben retoma la potencia y pertinencia del concepto de dispositivo toda vez que afirma que “no sería errado definir la fase extrema del desarrollo capitalista que estamos viviendo como una gigantesca acumulación y proliferación de dispositivos” (2015, p. 25), siendo los dispositivos “cualquier cosa que de algún modo tenga la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes” (Agamben, 2015, p. 23). El dispositivo es así una regulación de la ontología de lo social, de lo viviente, y como tal es un entramado de producción de subjetividad pero de una subjetividad muy específica ya que esta viene marcada por la pérdida de cualquier potencial para repensar y reformular el dispositivo en el que está inmerso; la subjetividad de los actuales dispositivos vendría a caracterizarse por una desubjetivación de la que emerge un sujeto en “forma larvada”, “espectral”, al cual “no le corresponde ninguna subjetivación real”.
Sin entrar en un análisis pormenorizado de las diferencias teórico-políticas entre Foucault y Agamben (Frost, 2016; Ojakangas, 2005), sí cabe apuntar al menos que pese a la existencia de un cierto fondo común en donde el dispositivo alude a un ordenamiento multidimensional de lo social que produce subjetividad, las diferencias que aquí quiero enfatizar se bifurcan en una doble dirección. Por una parte, las relaciones de poder en Foucault están más concernidas con el modo en que se estructura el hacer-vivir, el modo en que se vive una vida reglamentada por disciplinas y controles en el marco de unas determinadas espacialidades, mientras que en Agamben (1995/1998) el dispositivo tiene una visión omniabarcante que se precipita hacia un vivir que queda expuesto a la muerte en tanto que nuda vida. Por otra parte, la biopolítica foucaultiana (1999) es inseparable de una ontología crítica de nosotros mismos en tanto que problematización de los espacios y relaciones de poder en los que estamos inmersos, una práctica crítica de los límites que nos conforman en tanto que sujetos para abrirnos potencialmente a otras formas de subjetividad, mientras que en Agamben, aun cuando se aluda un cierto potencial de crítica a través de la idea de profanación, lo cierto es que el sujeto, en tanto que desubjetivizado, queda ahogado por esa trama de poderes y se desliza peligrosamente hacia la figura del homo sacer.
Desde esa divergencia, el acercamiento que aquí se hace al concepto de captura trata de poner en relación la producción de una vida expuesta a la muerte con una subjetividad que no pierde necesariamente su espesor para problematizar la vida que vive. En este entrecruzamiento irrumpe una modalidad de captura que se conecta con la multiplicidad que Foucault reivindica para el dispositivo pero la focaliza en una determinada forma de vida que viene a caracterizarse por la negación misma de la potencialidad del vivir, por socavar la vida, por ubicar a la vida en una lógica que la incluye para excluirla, que la atrapa pero sin que de ello se coliga necesariamente que la subjetividad queda ahí diluida, esperando pasivamente los envites de la violencia multiforme sobre la piel, sobre el espacio. La captura atrapa para exponer, para imponer(nos) lo inhabitable. Esta es la captura que aquí se piensa. Por decirlo de una forma gráfica: Agamben apunta en la dirección que quiero ir de un modo más nítido pero la contextualización de lo que ahí se plantea y la tematización de la subjetividad que ahí se sugiere requiere ser abordada con otros mimbres. Nombra el nudo gordiano pero hacia ahí nos acercamos con otras herramientas.
Y en el nudo gordiano está el bando. Para pensar la captura, por ello, es necesario revisitar la noción del bando. El filósofo Jean-Luc Nancy (1983) lanza la sugerencia que posteriormente Agamben hará suya confiriéndole una centralidad indudable en su planteamiento. El ser, a decir de Nancy, es un ser abandonado, esto es, inmerso en el bando, que es “la orden, la prescripción, el decreto, el permiso y el poder que permite la libre disposición” (1983, p. 9); el ser abandonado es el que se encuentra inmerso en el espacio de la ley, atrapado en la proclama del poder, expuesto a él. Según Nancy,
La ley del abandono quiere que la ley se aplique retirándose. La ley del abandono es la otra ley, que hace la ley. El ser abandonado se encuentra desamparado en la medida en que se encuentra vuelto a poner, confiado o lanzado a esta ley que hace la ley, la otra y la misma, a este reverso de toda ley que delimita y sostiene un universo legal: un orden absoluto y solemne, que sólo prescribe el abandono. El ser no es confiado a una causa, a un motor, a un principio; no es dejado en su propia sustancia, ni aún en su propia subsistencia. Él es –en el abandono (1983, pp. 9-10).
El dictamen de Nancy es contundente: lo que define al ser es estar en el abandono, subsumido en el espacio que abre la ley, incluido en aquello que le excluye, en esa ley que es “la otra ley”, la que se aplica retirándose. Dejemos ahora este último matiz (que nos introduciría en la cuestión de la gubernamentalidad securitaria que se desarrollará en el próximo epígrafe) para abordar lo que supone estar en el abandono, contenido en y por la ley, en el bando que es el decir y el hacer del poder instituido. Este es el envite que Agamben recoge y hace suyo en su relectura de la biopolítica foucaultiana. Agamben recuerda la distinción, perdida hoy para nosotros, que establecía el pensamiento griego entre zoe y bios a la hora de definir la noción de vida. La zoe aludiría al hecho mismo de vivir, a la cualidad biológica de estar vivo, de mantenerse con vida desde un sustrato orgánico-corporal. La bios, por su parte, remite a un vivir cualificado, tejido alrededor de formas culturales que introducen todo un complejo entramado de normas, valores, hábitos y relaciones de poder, los distintos modos en los que cabría estructurar la forma que adquiere el vivir. Lo decisivo aquí es que el poder soberano, a juicio de Agamben, se sustenta en una operación por medio de la cual tiene la capacidad para operar una escisión entre la zoe y la bios, una escisión que permite, en la zona limítrofe que se abre como consecuencia de lo que ha sido separado, la producción de una vida desnuda, la nuda vida, en donde el poder puede ya confrontarse a una vida que ha sido (violentamente) reducida, circunscrita a ese sustrato orgánico-corporal. Esta nuda vida no es en sentido estricto, conviene aclararlo, la zoe, es, por el contrario, la vida que ha sido producida por medio de la suspensión de la bios, la vida que torna crecientemente indistinguibles la diferenciación misma entre zoe y bios. Es aquí, en este espacio que se abre a la nuda vida, donde Agamben ubica la figura del homo sacer, una figura del derecho romano arcaico que nombra aquel a quien se puede dar muerte siendo al mismo tiempo insacrificable, esto es, aquel sujeto que es susceptible de recibir el envite de una violencia soberana ilimitada de un modo impune, sujeto inerme, mera vulnerabilidad expuesta carente de refugio.
Todo aquí gira precisamente en torno a la producción de nuda vida, alrededor de los procesos sociales que posibilitan crear algo que ya no es en modo alguno reconocible en términos de forma de vida porque lo que ahí irrumpe es el mero hecho de mantener la vida. La nuda vida es la vida contenida en el bando, subsumida en un proceso marcado por una radical exclusión pero que adopta la forma de una inclusión que signa su captura, su estar ya en la órbita del bando; dentro y afuera, excluida e incluida. Como del campesino de Kafka que espera ante la ley, no se podría decir que se está dentro o afuera de la ley, más bien en el umbral, en una geografía ambigua y paradójica que nos contiene y rodea: el campesino no puede entrar en el espacio de la ley, pero tampoco se va; está ahí, en la espera, atrapado en el bando, abandonado:
La relación de excepción es una relación de bando. El que ha sido puesto en bando no queda sencillamente fuera de la ley ni es indiferente a ésta, sino que es abandonado por ella, es decir que queda expuesto y en peligro en el umbral en que vida y derecho, exterior e interior se confunden (Agamben, 1995/1998, p. 44; cursivas del original).
Ahí irrumpe la nuda vida y aquí, en esta irrupción que no remite a un momento fundacional cuanto a una recursividad inagotable, nos encontramos, según la lectura que hace Agamben, con el fundamento de la ontología política occidental desde sus mismos inicios, la biopolítica que acompaña desde sus comienzos al poder soberano. La lógica del bando se torna así como una lógica de la captura revelada como el fundamento oculto de la biopolítica occidental, allí donde la vida queda sometida a la excepción y reubicada bajo el influjo de un poder que opera, simultáneamente, dentro y fuera de la ley, socavando potencialmente los modos en los que se pudiera determinar cómo ha de ser vivida la vida. Afirmar, como lo hace Agamben, que “la relación originaria de la ley con la vida no es aplicación, sino el Abandono” (Agamben, 1995/1998, p. 44; cursivas del original), es afirmar que el vivir está ya inserto en procesos de captura que desencadenan exclusiones inclusivas, que el vivir está ya tendido al peligro de deslizarse a la nuda vida, a quedar expuesto, sin intermediación alguna, a un poder que se arroga la potencialidad de disponer (impunemente) de la vida.
Me interesa destacar esta idea de que el bando está en núcleo mismo de la arquitectura desplegada en torno a la biopolítica occidental. Pero esta asunción de la idea de bando precisa, a mi juicio, ser matizada, por decirlo de un modo gráfico, por arriba y por abajo. Por arriba, en el sentido de que es necesario evidenciar los procesos sociohistóricos que producen, en unas determinadas especialidades y sobre unos determinados sujetos, la aparición de la nuda vida que se desprende del bando. Agamben tiene razón cuando sugiere que el bando no alude a un momento originario que se perpetúa sino que hay una recurrencia continuada en la producción de bando, una recursividad que se manifiesta aquí y allá. Pero esta recursividad queda subsumida en una lectura imbuida de un cierto componente teleológico en el sentido de que el bando es lo que no deja de manifestarse eclipsando en última instancia la multiplicidad de relaciones de poder, como si todo hubiera quedado ya tocado por el bando y en consecuencia, todos pasamos a ser virtualmente encarnaciones del homo sacer. Creo que la idea de recursividad es necesaria pero despojándola de cualquier barniz metanarrativo, atendiendo a la especificidad de la situación desencadenada, al espacio concreto que viene ya signado por la inhabitabilidad, por la exposición a la muerte, a los engranajes concretos que producen bando. Así, paradójicamente, la propia idea de dispositivo en Agamben al proyectarse inexorablemente al bando pierde fuerza al quedar convertida en un telos que viene en gran medida deshistorizado y descontextualizado. El bando, la captura que sume la vida en una exclusión inclusiva, ocupa un lugar determinante en el andamiaje de la política occidental pero ello no supone que toda esa política pueda ser leída desde la imagen del bando. La (bio)política no es sólo bando pero no puede entenderse sin el bando.
Por abajo, los problemas se suscitan en un sentido convergente ya que la expansión del bando anuncia la virtual omnipresencia del homo sacer. Si bien Agamben a menudo aboga por un planteamiento alejado de dicotomías excluyentes (la indistinción creciente entre hecho y derecho, adentro y afuera), el retrato de la noción del homo sacer, queda envuelto en una lectura que a la postre acaba cosificándolo (se es o no homo sacer) toda vez que tanto los procesos a través de los cuales irrumpe la figura del homo sacer e, igualmente, las resistencias que posibilitan salir de la exclusión inclusiva que impregna a esa figura, quedan mayormente silenciados en detrimento del relato mismo que anuncia la continua llegada del homo sacer, independientemente de los distintos posicionamientos sociales existentes y de las distintas lógicas de reconocimiento de la otredad existentes. La consecuencia evidente de esto es que Agamben reduce hasta hacer casi desaparecer el carácter polemológico de las relaciones de poder: el peso recae en el hacer y decir de un poder soberano sobre unos ciudadanos de los que ignoramos el modo en que vivencian su proceso de incorporar la nuda vida y las formas en las que ese proceso pudiera ser problematizado y revertido con el fin de cortocircuitar la propia lógica del bando. El modo en que (por citar algunos de los autores referenciales en este campo) Ranciere imbrica lo policial y lo político, los modos en que Deleuze y Guattari componen campos de líneas de fuerza heterogéneas o las coexistencias que Foucault sugiere entre las relaciones de poder disciplinares y de control y las resistencias, vienen a articular un escenario teórico en donde, más allá de los matices propios de cada aproximación, nos encontramos con un escenario de relaciones de poder heterogéneas que queda cercenado en la aproximación de Agamben al priorizar la óptica del poder soberano. La homogeneización del homo sacer se releva así como el envés de la descontextualización omniabarcante del bando.
La idea de captura aquí propuesta retoma la idea del bando pero la desplaza a otro marco interpretativo que imbrica, por una parte, el desbroce del dispositivo multidimensional que anhela, configura, consuma y gestiona la captura y, por otra, la subjetividad actancial de la “presa”. La imagen de la nuda vida a la que en última instancia se apunta posee indudables resonancias con lo inhabitable pero esta se piensa de otro modo y a ella se llega por otras vías (Mendiola, 2016). Conservamos, por así decirlo, el núcleo mismo, la centralidad de la nuda vida en la biopolítica occidental, y en torno a ello se construye el concepto de captura pero creo preciso repensar y reconceptualizar todo el envoltorio de ese núcleo.
Pensar la captura, en definitiva y digámoslo de nuevo, supone pensar una intensidad que recorre (sin agotar, sin homogeneizar) lo social, buscando espacios y cuerpos en los que proyectarse, en los que dejar la marca de su hacer y decir. Pensar la captura exige pensar su producción pero también su vivencia y en el intersticio que conecta producción y vivencia, nociones tales como el castigo, el sufrimiento, el daño o el dolor, vienen a erigirse en categorías analíticas centrales desde las que aproximarse a los (actuales) ordenamientos de lo social, toda vez que estos están íntimamente asociados a esas nociones. Las resonancias benjaminianas de las tesis de la historia ejercen un eco que merece ser repercutido en toda una trama de situaciones, de imágenes que Boaventura Sousa Santos (2005) llama desestabilizadoras, y a través de las cuales irrumpen las violencias estructurales que recorren los hábitats que habitamos: violencias policiales impunes, crímenes de guerra, ecocidios que llevan la huella de la mercantilización de la naturaleza o la inhumanidad de las rutas migratorias, no son sino situaciones inmersas en procesos de captura, ejemplos del bando, de la nuda vida. Pensarlas es pensar(nos), pensar los ordenamientos de lo social que las desencadenan, pensar cómo están ligadas a nuestras cotidianidades, pensar cómo están relacionadas entre sí.
Pensar la captura, en definitiva, no sería sino intentar acometer lo que Georges Didi-Huberman ha propuesto en su análisis de los acontecimientos sensibles, esto es, intentar hacer sensible aquello que ocurre como violencia recurrente, como un síntoma en donde se manifiesta una forma de hacer política para un pueblo que incorpora (que lleva en el cuerpo) y experimenta una carencia en la dignidad de lo humano. El hacer sensible sería:
Hacer accesible por los sentidos, y hacer incluso accesible lo que nuestros sentidos, como también nuestras inteligencias, no siempre pueden percibir como algo que tiene sentido: algo que sólo aparece como fisura en el sentido, indicio o síntoma (…) Hacer sensible significa que nosotros mismos, ante esas fisuras o síntomas, nos volvemos de golpe sensibles a algo de la vida de los pueblos —a algo de la historia— que se nos escapaba hasta ese momento pero que nos mira y concierne directamente (Didi-Huberman, 2014, p. 110).
Decir que la captura es un síntoma supone sugerir que es la plasmación de unas lógicas políticas asociadas a violencias que poseen un corte estructural; en la captura, en el síntoma, se hacen visibles esas violencias pero también nos confrontamos al sufrimiento que estas comportan. La trama de violencias y el sufrimiento son los polos de la captura, sus extremos y es así que pensar la captura exige una teoría de la violencia como síntoma pero también una antropología que indague en las vivencias del sufrimiento. En espera de desarrollos futuros que transiten por la antropología, aquí se piensa la teoría de la captura para hacer(nos)la sensible.
Decir que la captura posibilita la producción de vida expuesta a la muerte supone apuntar al núcleo ontológico y político que subyace a la captura misma. Este es el primer momento de la argumentación: explicitar lo que en última instancia está latiendo, el devenir que acontece cuando el dispositivo de la captura se proyecta sobre espacios y subjetividades. Desde esa constatación, desde la propuesta conceptual que aquí se hace de la captura, es necesario empezar a dotar de contenido a lo que la captura tiene en tanto que dispositivo, no tanto ya lo que produce cuanto los mecanismos que en su entreveramiento vienen a apuntalar el devenir de lo inhabitable.
Podríamos lanzar en un primer momento una idea que resulta obvia: la captura es un dispositivo de apropiación de la realidad y el apropiarse supone establecer un régimen de propiedad sobre aquello que ha sido apropiado. El inicio de la complejización de esta idea precisa de una doble acotación. La primera ubica la relación entre apropiación y propiedad en los cimientos epistemológicos y políticos de la arquitectura de la modernidad. John Locke (1690/1990), por poner un ejemplo seminal en este campo, vendrá a justificar el apropiarse de espacios “yermos” o comunales con el fin de instaurar en ellos un régimen de trabajo que aumenta el beneficio extraído de la tierra. Y aun cuando no vayamos ahora a ahondar en esto será preciso no olvidar que la apropiación de la captura opera sobre la base de una descomunalización de la existencia tanto en un plano simbólico (entronizando la imagen del sujeto autónomo moderno) como material (socavando los usos y prácticas de lo común). La segunda acotación establece que esa relación desatada entre apropiación y propiedad es lo correcto, esto es, lo apropiado, lo adecuado, lo que no precisa ser cuestionado porque el beneficio instaurado no es algo que revierta únicamente en quien detenta la propiedad privada sino que las ventajas que se extraen de un mayor rendimiento repercuten en última instancia en el conjunto de la sociedad.
La modernidad, dirá Jaques Derrida, incorpora y despliega una metafísica de lo propio tejida a través de las resonancias simbólicas que imbrican la apropiación, la propiedad y lo apropiado (Davies, 2007). Desde ahí se buscan espacios sobre los que proyectarse (toda la historia de la colonialidad llevaría la huella de esta metafísica) y desde ahí se establece el modo en que los sujetos subsumidos en procesos de apropiación (desde el esclavismo hasta el trabajador que asume la ética del trabajo) habrán de quedar posicionados en términos de (ausencia o no) de reconocimiento. No estamos en modo alguno ante algo periférico en la consolidación de la modernidad cuanto ante uno de sus principales anclajes y, en ese sentido, lo que ahí acontece no puede quedar circunscrito a las contingencias de lo particular, la apropiación ha de quedar asegurada, ha de quedar subsumida en toda una trama de discursos y prácticas a cuyo través se reglamente que la apropiación debe y pueda llevarse a cabo y que esta, al mismo tiempo, debe quedar protegida de amenazas y peligros que en momentos ulteriores pudieran ponerla en riesgo. La seguridad acompaña así la apropiación, la arropa simbólicamente y la sigue materialmente en las geografías concretas en las que se despliega a través de toda una serie de actores, normativas, medidas punitivas, tecnologías e instrumentos de diverso signo que posibilitan su consecución y mantenimiento. Hay aquí, en consecuencia, un doble plano de actuación interrelacionado que remite al discurso y a su practicidad. En lo discursivo, la seguridad alude a un proyecto de orden social capitalista (con una lógica de acumulación de capital que encumbra lo privado frente a lo común) que hay que salvaguardar de todos aquellos que podrían venir a ponerlo en cuestión; en su practicidad cabría apuntar al entramado de tecnologías de gobierno a través de las cuales se estructura la seguridad en tanto que ordenamiento cotidiano de lo social (por ejemplo, el modo en que son gestionadas aquellas subjetividades leídas en clave de amenaza para el orden social desde un planteamiento jurídico-penal). Planos indiscernibles porque la tecnología de gobierno está marcada por un discurso que la posibilita confiriéndole un sentido y una dirección.
Y es preciso aquí no olvidar, en este doble plano de actuación, que la seguridad no nos habla tanto del presente como de un proyecto de futuro a cuyo través se gestiona el presente, las normas que hay que seguir, los modos en los que se han de configurar los espacios, las maneras en las que hay que pautar la movilidad de personas y cosas. El presente tiende a la seguridad pero difícilmente se reconoce en ella porque siempre hay matices que seguir subsumiendo en un ethos de seguridad, porque todo espacio está asociado a otros espacios que podrían mostrar signos de inseguridad. Siempre hay un temor, más o menos latente, que impide suturar la grieta que se abre entre el presente vivido y el futuro anhelado por la seguridad y, por ello, afirmar que la seguridad está tendida al futuro es afirmar, en consecuencia, que viene ya marcada por un componente de incompletud, de radical inacabamiento. Pero es esto, precisamente, lo que alienta la propia vigencia de lo securitario y lo que precipita su plano discursivo a una ininterrumpida tecnología de gobierno poblada de todo un entramado de medidas administrativas y penales para gestionar de un modo dinámico el riesgo, lo tolerable, lo permisible, amoldándose a circunstancias cambiantes (Brandariz, 2014). En consecuencia, la seguridad, más que designar un estado de lo social, nombra una forma de concebir el ordenamiento de lo social, con lo que, impulsado por este carácter procesual, sería más correcto hablar de lo securitario, o de prácticas securitarias que de un orden de seguridad propiamente dicho.
Todo ello nos ubica en un escenario del que se colige, al menos, que la seguridad queda encumbrada como categoría central de la modernidad en tanto que garante del proceso de acumulación a través del cual se vehicula un proyecto de orden social (Neocleous, 2000/2010), que el discurso del miedo y de la amenaza (crecientemente deslocalizada, descontextualizada, deshistorizada) adquiere una mayor presencia en tanto que relato legitimador de la propia vigencia de lo securitario (Foessel, 2010/2011) y, que lo securitario se bifurca cada vez con mayor intensidad hacia territorios bélico-punitivos para gestionar lo que es narrado en tanto que amenaza (Brandariz, 2007; Neocleous, 2014). Y todo ello nos precipita a una cuestión determinante en esta reflexión y que es la que alude a la conformación misma de la norma cuando esta se ve interpelada por lo securitario.
Obviamente, estas breves consideraciones nos conminan ya a superar cualquier idea simplificada que proyecta el derecho a un ámbito de neutralidad axiológica en donde la norma actúa como mera regulación del ordenamiento de lo social y a tener presente en todo momento, por el contrario, que el derecho se construye desde un sustrato político-económico-simbólico desde el que se pretende dar forma a lo social. Por ello, más allá de las reminiscencias idealizadas y autocomplacientes que habrían de asociar el derecho a una compleja maquinaria compuesta por una multiplicidad de engranajes que en su correcto funcionamiento vendrían a posibilitar el buen funcionamiento de lo social y la correcta regulación de los conflictos y disputas, habría que tener presente que el derecho porta en sí mismo unos modos de entender cómo ha de ser lo social y cómo ha de estar regido. La ley, antes que garantizar un determinado orden, impone un ordenamiento:
El derecho es una herramienta de gobierno que estructura la vida social. Es una herramienta para crear orden social reflejando en su propia constitución luchas de poder. El derecho define el orden y, por implicación, el desorden, lo normal y lo desviado, el dentro y el afuera, la movilidad y la inmovilidad y las condiciones de posibilidad para prácticas liberales e iliberales. El derecho identifica aquello que tiene que ser tratado como problema social, que necesita regulación, vigilancia y “policing”. Lo hace así identificando las identidades (legales) tales como los ciudadanos y no-ciudadanos y produciendo espacios y fronteras (legales) para la aplicación de leyes específicas tales como las leyes antiterroristas, las leyes migratorias y el ámbito para la aplicación de derechos constitucionales” (Balzacq, Basara, Bigo, Guittet y Olsson, 2010, p. 9).
La producción del derecho (al menos de un derecho muy ligado a lo que aquí tematizamos en torno a la captura) arrastra así su sustrato simbólico (el relato del orden, de la amenaza, del riesgo, de los modos en las que las subjetividades portan o no esas dimensiones), su dimensión política (reguladora de lo social) y su proyección económica (concernida, entre otras cosas, con la protección de la propiedad privada); y desde ahí el derecho tendrá que ir regulándose y redefiniéndose para acomodarse a la gubernamentalidad securitaria que lo inspira. Y es aquí, en estas reconfiguraciones contingentes, en donde la temática de la excepcionalidad adquiere su mayor fuerza expresiva.
Desde la clásica consideración de Schmitt por medio de la cual el poder soberano se define por su capacidad para decretar un estado de excepción, es decir, para ubicarse él mismo fuera de la ley, el debate en torno a la excepcionalidad gira precisamente en torno a la cuestión de la posibilidad de que la ley pueda ser suspendida a modo de táctica contenida en el engranaje del funcionamiento del poder estatal. Es decir, la excepcionalidad no alude a un afuera de la ley cuanto a un modo de proceder contenido en la propia ley que decide, en su aplicación misma, suspenderse: la ley se aplica suspendiendo el ordenamiento normativo vigente para (en supuestas situaciones de peligro) salvar la propia la ley (el orden, la democracia). Pero ello no nos introduce en un escenario marcado por fronteras nítidas que aluden a lo legal o lo ilegal; la excepcionalidad abre un escenario topológicamente complejo en donde la suspensión de la ley entra a formar parte del ordenamiento normativo. Visto desde esta óptica, la lógica de la excepcionalidad puede ser conceptualizada como una forma de gubernamentalidad (Bigo, 2008), de táctica maleable del poder (Butler, 2004/2006) que no da lugar a momentos y espacios diferenciados, carentes de un orden normativo, sino que, por el contrario, habla de una cotidianidad legal que ha asumido el funcionamiento de la excepcionalidad en tanto que forma de ordenamiento de lo social, con lo que la excepcionalidad deviene potencialmente permanente, incrustada en el quehacer político (lo que no significa que este, en su totalidad, pueda leerse desde la excepcionalidad).
La gubernamentalidad securitaria nos habla, por ello, de un modo de proceder que está contenido en la propia doctrina política liberal y que no precisa de acontecimientos espectaculares (la continua invocación al 11 de septiembre) para su propio despliegue:
Las formas liberales de gobernar están basadas no sólo en lo liberal sino también en prácticas iliberales que están arraigadas dentro de ella y el derecho puede servir tanto para garantizar derechos fundamentales como para limitarlos y socavar las normas que las democracias liberales buscan promover. Al desplazarse de la declaración de seguridad a las prácticas de seguridad –esto es, prácticas de seguridad producidas a través del derecho ordinario del estado liberal- se enfatiza como la gestión iliberal no está fuera del estado liberal sino más bien inserta dentro de él (Balzacq et al., 2010, p. 9).
La excepcionalidad liga lo legal y lo (hasta ese momento considerado) ilegal en un escenario de límites difusos que incrementa el margen de actuación del poder instituido porque no habría que olvidar que en esa propia excepcionalidad no se decide únicamente sobre los ámbitos que ven reformulados su ordenamiento normativo sino que también se decide cómo actuar dentro de la excepcionalidad (Jobard, 2002/2011).
Así, y una vez explicitados estos cruces que se desatan entre el sustrato político-económico-simbólico del derecho y su conexión a un orden social que asume el discurso y la práctica de la seguridad, llegamos al núcleo mismo de lo que estamos intentando argumentar: el derecho puede actuar como parte del engranaje de la captura que desencadena lo inhabitable. Ello no remite, obviamente, al conjunto del derecho y a una parte sin duda significativa del derecho cuyos fundamentos son radicalmente contrarios a lo que supone la captura. Lo que se trata de argumentar es que la captura, más a menudo de lo que cabría imaginar en un primer momento, está acompañada del derecho tanto por lo que este contiene y permite como por lo que deja hacer. Es decir, la exposición a la muerte derivada de la captura no puede ser vista ya como consecuencia de una violencia irracional proveniente de una exterioridad que nada dice de este orden social embebido de una trama metafórica que en su dimensión más explícita se contrapone a la violencia misma, sino como algo que se desprende de ese mismo ordenamiento, como si fuese el envés silenciado del progreso autocomplaciente, el violento rastro (¿asumible?) que deja a su paso la seguridad. En este horizonte conceptual, la captura y las violencias que contiene y despliega, arrastran consigo un inextirpable vínculo (más o menos secreto) con el derecho.
El vínculo, sin duda, no es nuevo: en su análisis del bando, Agamben ya apuntaba que “el soberano es el punto de indiferencia entre violencia y derecho, el umbral en que la violencia se hace derecho y el derecho se hace violencia” (1995/1998, p. 47); Walter Benjamin (1991), por su parte, aludió a una conexión íntima del derecho con la violencia en lo relativo a su conformación (el establecimiento mismo de lo que debe ser tomado como derecho) y a su mantenimiento. La novedad no podría recaer en el vínculo mismo cuanto en las formas en las que este es ejercitado y narrado; un vínculo que hoy leemos en términos de una gubernamentalidad securitaria que, distribuyendo contingentemente riesgos y amenazas, asume la excepcionalidad como mecanismo de funcionamiento, operando dentro y fuera de la ley, y desplegando en el transcurso de ese proceso inacabado por inacabable lógicas de captura envueltas en violencias simbólico-materiales que exponen la vida a la muerte. Sólo la autocomplacencia podría ver ya la violencia en términos de una exterioridad (más o menos irracional) que nada dice del orden social que se pretende construir. Pensar el vínculo entre violencia y derecho exige repensar la topología de esa relación. La reflexión de Roberto Espósito, en este sentido, es contundente:
Lo que amenaza el derecho no es la violencia sino su afuera. El hecho de que exista un fuera-del-derecho. Que el derecho no abarque todo; que algo escape a su alcance. Desde este punto de vista, la expresión habitual de que la violencia se halla fuera de la ley debe ser entendida en sentido absolutamente literal: la violencia deriva su ilegitimidad no de su contenido sino de su ubicación. Entra en colisión con el derecho no porque, sino hasta tanto, esté en su exterior. Basta con desplazarla del afuera al adentro para que no sólo cese su enfrentamiento con la ley sino incluso termine coincidiendo con ella” (Esposito, 2002/2005, p. 47).
El derecho incluye la violencia pero la mantiene como un exterior constitutivo, como técnica de excepcionalidad.
Algo de esto resuena, aunque se perfile de un modo diferente, en lo que Deleuze y Guattari llamaron un “derecho de captura”. Una violencia estructural que el Estado asume e incorpora en el modo en que modula territorializando las desterritorializaciones que el capital desencadena en su búsqueda del beneficio. El derecho de captura conlleva una codificación de los flujos que puede ser leída, igualmente, como una violencia del derecho: “Hay violencia de derecho siempre que la violencia contribuye a crear aquello sobre lo que se ejerce, o, como dice Marx, siempre que la captura contribuye a crear lo que captura” (Deleuze y Guattari, 1980/1988, p. 454). En nuestro acercamiento esto puede leerse como un derecho de captura (sustentado en una lógica securitaria) que, excepcionalidad mediante, ejerce una violencia del derecho (encarnada, espacializada) que desencadena la exposición a la muerte en aquello que ha devenido capturado.
Esta es la línea de intensidad que aquí se está intentando desbrozar; una línea de intensidad carente de cualquier sesgo omniabarcante y teleológico que precisa ser analizada en su propia especificidad. La gubernamentalidad securitaria demanda, más que ser subsumida en un relato que nos anuncia repetidamente que la excepcionalidad es la norma, el análisis pormenorizado de sus prácticas, el desbroce de aquellas geografías que se ven reconfiguradas por el hacer y decir de la excepcionalidad. La etnografía deviene aquí antídoto eficaz contra la metanarrativa. En este sentido, la propuesta de Andrew Neal debería ser aquí tomada en consideración:
Es un terreno de contradicciones, oposiciones, correlaciones, incorporaciones, recurrencias, remanencias, acumulaciones y complementariedades. Lo que se necesita es describir la dispersión espacio-temporal de la formación discursiva del excepcionalismo contemporáneo. Esto significa considerar la distribución de objetos, declaraciones, conceptos y estrategias a lo largo de la superficie rota del territorio, la historia, la política, la práctica material, las técnicas de poder, los discursos teóricos y el debate público, por nombrar sólo unas pocas localizaciones. Este análisis nunca puede ser comprehensivo o totalizante, sino únicamente parcial (2006, p. 45).
Lo que sigue, como punto último de la argumentación, pretende ser una glosa de las geografías de la captura que se desprenden de esa “dispersión espacio-temporal de la formación discursiva del excepcionalismo contemporáneo” (Neal, 2006, p. 45), un esbozo de la espacialidad afectada por lo inhabitable, ahí donde la bio(tanato)política se lee como geopolítica (Minca, 2006; 2007).
Decía Foucault que “hay una historia que permanece sin escribir, la de los espacios —que es al mismo tiempo la de los poderes/saberes— desde las grandes estrategias de la geopolítica hasta las pequeñas tácticas del hábitat” (1980, p. 149). ¿Podríamos recoger este envite diciendo que hay una historia todavía por escribir de la geografía de la captura? Quizás, aunque la respuesta taxativa sería sin duda un exceso. Hay obviamente múltiples empeños que apuntan a esa dirección pero también es cierto que estos a menudo han funcionado de un modo fragmentado, sin atender a las interrelaciones que se desatan entre distintas geografías de la captura. En cualquier caso, la propuesta foucaultiana nos conmina a tener una mirada multifocal que hilvana diferentes registros poniendo de manifiesto la necesidad de abandonar un enfoque geométrico por otro topológico concernido con el carácter emergente e interconectado de los espacios. No está de más recordar que la espacialidad de la captura (como toda espacialidad, por otra parte) no es algo que esté ya dado, sino que el espacio (todo espacio) está continuamente dándose, aconteciendo, conectándose y diferenciándose de otros espacios en el marco de topología complejas, atravesado por relaciones de poder, sumido en procesos de representación, producción y vivencia (Haesbaert, 2004/2011; Lefebvre, 1974/2013; Massey, 2005; Soja, 2010/2014). Por ello, las violencias desatadas en la geografía de la captura no pueden entenderse si las desligamos de la topología compleja del poder en la que están inmersas.
La captura, entonces, produce espacio, el espacio tendido hacia lo inhabitable, el espacio de la exposición que socava la posibilidad del cuidado. Y aquí la cuestión es la creación misma de ese espacio a través del trazado de una frontera que delimita lo inhabitable, que traza una geografía de la exclusión inclusiva en el momento en que se apropia de algo, de alguien. De eso se trata ahora, de pensar esa frontera, teniendo presente que ésta, como el espacio, posee siempre una vertiente material y otra simbólica, una vertiente que altera la dimensión física del espacio (componiendo muros, líneas de paso, espacios segregados…) y otra que recrea significados sobre el espacio delimitado, sobre los cuerpos que quedan capturados. Doble rostro de la frontera. A lo que hay que añadir que para pensar esta frontera tenemos que ir necesariamente más allá del modelo geográfico clásico de la territorialidad estatal cimentado en una frontera claramente establecida a través de la cual se establecía el adentro y el afuera de un Estado. Se podría argüir que todo remite a un adentro y a un afuera (de la vida no reconocida, de la vida expuesta) pero los límites no están previamente fijados y pueden acontecer de formas diversas, cambiantes. Esto no supone afirmar que la clásica frontera territorial de Estado carezca ya de importancia cuanto que esta es sólo una parte de la geografía de la captura que se puede componer de un modo fluctuante entreverando espacios de diverso signo y trazando fronteras distribuidas diferencialmente en función de la subjetividad sobre la que se proyectan.
Al hilo de esto, Wendy Brown ha sugerido recientemente que “la soberanía es un concepto límite peculiar, no sólo porque delimita los confines de una entidad sino porque, a través de esta delimitación, establece el ámbito y organiza el espacio dentro y fuera de la entidad” (Brown, 2015, p. 77). La recurrente alusión a la pérdida de soberanía estatal viene acompañada, dirá Brown, de una suerte de teatralización del poder que adquiere su huella más evidente en la proliferación de muros y vallas a través de las cuales se quiere poner freno a flujos migratorios descontrolados. Teatralización del poder porque esas fronteras poco hacen en última instancia frente a la migración (como mucho alteran las rutas migratorias y aumentan la tensión y violencia en la frontera misma) y porque las lógicas de poder estatal trascienden con mucho lo que es la frontera estatal clásica. De un régimen geométrico con límites estables y bien definidos se transita así a un régimen topológico con fronteras que, lejos de desaparecer y perder su vigencia, se ven no obstante subsumidas en un proceso que rearticula su ubicación espacial desdibujando en ocasiones sus límites y proyectándose en ámbitos diversos: “Las fronteras legales no están fijadas, más bien son constructos flexibles y como tales múltiples y fluidos. Pueden expandirse y multiplicarse espacialmente, a voluntad, a través del derecho ordinario y su ámbito de trabajo” (Balzacq, et al., 2010, p. 9). A la simpleza de una visión que enfatiza la pérdida de la vigencia de lo estatal y una cierta difuminación de las fronteras, hay que contraponer un planteamiento que ahonde en la reconfiguración fronteriza del Estado (Walters, 2006) en conjunción con los dispositivos de una gubernamentalidad securitaria que gestiona una inseguridad carente de límites nítidos.
Veámoslo con una ilustración: toda la geografía de privación de libertad gestionada por el Estado con su red de cárceles, comisarias, furgones policiales, centros de internamientos de extranjeros o zonas de retención de migrantes en puntos fronterizos, constituyen una geografía consolidada con fronteras férreas, sólidas, dotadas de muros visibles y en donde la entrada y salida está vigilada y pautada. La violencia punitiva que ahí acontece, con sus lógicas de exclusión, de desprecio, de impunidad, viene a favorecer sin duda que la captura que aquí se está pensando surja tras sus fronteras adquiriendo en la tortura una de sus manifestaciones más ignominiosas. No, conviene matizarlo, que toda esa geografía venga ya definida por la exposición a la muerte que contiene la captura cuanto que esa geografía no deja de producir las condiciones de posibilidad para producir la captura. Podríamos pensar que la frontera de esta geografía de privación de libertad es algo evidente (y a menudo lo es) pero también es necesario acoplar a esta movimientos del poder punitivo-policial que no se dan ya en una geografía formalizada y que dan lugar a otro tipo de espacialidades que vienen marcadas igualmente por la captura: la represión policial en la vía pública, las redadas reconvertidas en fronteras intraestatales, la práctica de la deportación forzada o la actuación policial en frontera estatal ejercitando las llamadas devoluciones en caliente que pueden favorecer la entrega a otros cuerpos policiales que poseen una trayectoria amplia de conculcación de los derechos humanos, constituyen ejemplos de una geografía que no está previamente fijada pero que acontece en una detención que recrea su propia espacialidad al tiempo que puede inscribir en el cuerpo del detenido violencias de diverso signo e intensidad.
A esta sucinta radiografía de la detención, se le podría sumar, para complejizar el escenario, la externalización de las fronteras en tanto que estrategia para reglamentar la movilidad, la creación de cárceles secretas en la guerra contra el terrorismo o la tecno-militarización de la vigilancia y la captura a través de dispositivos como los drones en donde la presa ya no queda expuesta a la muerte sino que se le da muerte directamente. El poder cinegético punitivo-policial compone su geografía móvil, rastrea la presa y en ocasiones agarra. Me interesa el decurso de este poder cinegético, las geografías que abre (algunas sólidas, otras evanescentes), los tiempos variables de la captura (algunos perpetuos, otros fugaces), las fronteras que traza en el reconocimiento de lo humano, teniendo presente en todo momento que ese poder cinegético opera, como ya dijera Benjamin, dentro y fuera de la ley, en un ejercicio de la excepcionalidad que atiende a normas jurídicas pero también a contingentes normas policiales (Jobard, 2002/2011).
Conviene recordar aquí que la topología del bando apuntada por Agamben opera en el marco de esta reconsideración de la frontera estatal que aquí se está proponiendo. Para el filósofo italiano lo relevante es precisamente el modo en que se traza el adentro y el afuera a través de unas fronteras intrínsecamente dinámicas:
Si, en todo Estado moderno, hay una línea que marca el punto en el que la decisión sobre la vida se hace decisión sobre la muerte y en que la biopolítica puede, así, transformarse en tanatopolítica, esta línea ya no se presenta hoy como una frontera fija que divide dos zonas claramente separadas: es más bien una línea movediza tras de la cual quedan situadas zonas más y más amplias de la vida social, en las que el soberano entra en una simbiosis cada vez más íntima no sólo con el jurista, sino también con el médico, con el científico, con el experto o con el sacerdote (1995/1998, p. 155-156; cursivas propias).
Más adelante, Agamben vuelve a incidir en esta idea clave para la argumentación sobre la captura:
Una de las características esenciales de la biopolítica moderna (que llegará en nuestro siglo a la exasperación) es su necesidad de volver a definir en cada momento el umbral que articula y separa lo que está dentro y lo que está fuera de la vida. Una vez que la impolítica vida natural, convertida en fundamento de la soberanía, traspasa los muros de la oikos y penetra de forma cada vez más profunda en la ciudad, se transforma al mismo tiempo en un línea movediza que debe ser modificada incesantemente (1995/1998, p. 166; cursivas propias).
En un sentido convergente, Agamben hablará igualmente de una localización dislocante que desborda al sistema político incorporando cualquier forma de vida.
La línea movediza, la localización dislocante, es la “matriz oculta de la política en la que todavía vivimos” (1995/1998, p. 212), un entramado de dispositivos de captura en las que se dirime lo que queda dentro y fuera de la vida (que merece ser vivida, que quiere ser vivida), lo que queda expuesto a la muerte. Agamben hablará aquí del campo como espacio por excelencia de la biopolítica occidental, la geografía en la que está situado el sujeto abandonado, inmerso en el bando, allí donde el sujeto (inerme, sujetado a la indistinción creciente entre norma y excepción, hecho y derecho, violencia y ley) queda expuesto sin intermediación alguna frente a un poder soberano que dispone impunemente de la vida capturada. Sin entrar nuevamente en las críticas que antes se han realizado a la aproximación de Agamben u otras que son en cierto sentido convergentes (Diken y Laustsen, 2006; Ek, 2006; Vaughan-Williams, 2012), me interesa resaltar esta figura de la línea movediza ya que creo que es determinante para la comprensión de lo que aquí se piensa bajo el concepto de captura: la línea movediza es el territorio que traza la captura en el momento de apropiarse de algo, de alguien, la geografía que actualiza, la linde en la que se visualiza un despliegue del poder, su potencialidad cinegética para moverse y apresar algo. Ahí, en esa línea, por decirlo de forma contundente está todo lo que aquí se está planteando. No es ya la frontera estática más allá de la cual no se manifiesta el poder: la frontera es un constructo dinámico que puede expandirse, abalanzarse repentinamente, seguir la presa, quedarse al acecho, vigilar, esperar o retirarse, teniendo presente que la presencia misma de la captura como dispositivo ya incide en las geografías que no han sido capturadas, como aviso de lo que puede pasar, como reconfiguración ante las huidas, las resistencias. Tenemos entonces una suerte de estructura pendular que combina, por una parte, la línea movediza misma (el poder cinegético) y, por otra, las geografías diversas en las que los cuerpos y los espacios quedan capturados, una geografía que cabría llamar territorio si de este término mantenemos su vínculo etimológico a la tierra y al terror:
El territorio es tierra ocupada y mantenida a través del terror; una región es un espacio regido a través de la fuerza. El secreto de la territorialidad es así la violencia: la fuerza necesaria para la producción de espacio y el terror determinante para la creación de fronteras (Neocleous, 2003, p. 412).
En un desarrollo interesante de la biopolítica agambeniana que incorpora esa estructura pendular, Nick Vaughan-Williams ha sugerido hablar de “una frontera biopolítica generalizada que se refiere a un archipiélago global de zonas de indistinción en el que el poder soberano produce la nuda vida que precisa para mantenerse a sí mismo y las nociones de comunidad soberana” (2012, p. 116, cursivas del original). La imagen del archipiélago es sugerente si la entendemos, evocando el lema que acompañaba a la ya desaparecida revista homónima, como un conjunto de islas unidas por aquello que las separa, como si el mar, en esta metáfora (Stavrides, 2015), actuase a modo de un ordenamiento de la realidad que se manifiesta de forma diferenciada articulando especialidades de diverso signo, siendo algunas de estas territorios signados por la captura. Lo útil de esta noción de frontera biopolítica (Topak, 2014; Walters, 2006) articuladora de un archipiélago global de zonas de indistinción (léase de excepcionalidad, de abandono) es que pretende poner en relación esas distintas geografías entre sí, evitando así una lectura simplificada en la que cada geografía de la captura pudiera aparecer desconectada tanto de los dispositivos que la contienen como de otros espacios marcados también por la captura. El ordenamiento de lo social (el mar que circunda el archipiélago), con su trama de relaciones de poder, con su gubernamentalidad securitaria, con sus intensidades diversas proyectadas a la violencia, va creando allí y aquí, en geografías dispersas pero interconectadas, situaciones de captura, de exposición a la muerte, enclaves de inhabitabilidad. Imagen útil porque ese horror que desprende lo inhabitable no queda ya plasmado a modo de una isla carente de conexión con lo habitual, lo cotidiano, sino que emerge como consecuencia del ordenamiento que lo contiene, como la marca territorializada que esa gubernamentalidad securitaria deja en su despliegue, como si la producción de la exposición a la muerte y su desigual distribución, fuera (o siempre haya sido) parte consustancial del hacer vivir moderno.
Sin ánimo de trazar una visión omnicomprensiva, creo que el archipiélago de la captura se teje, en gran parte, en las remisiones mutuas que se desatan entre la ya aludida geografía de privación de libertad gestionada por el Estado (tanto en sus plasmaciones formalizadas como en aquellas más volubles), los regímenes de movilidad que distribuyen diferencialmente la capacidad de desplazarse y los procesos político-económico-jurídicos que posibilitan y afianzan una mercantilización de la naturaleza. En los entrecruzamientos que se desatan entre estas tres plasmaciones cabe aludir a tres figuras de la captura, tres modos de operar diferenciados que trazan líneas de intensidad conducentes en última instancia a lo inhabitable. Concluimos refiriéndonos brevemente a estas tres figuras.
La captura puede operar, fundamentalmente, en el ámbito de esa geografía de privación de libertad gestionada por el Estado, mediante una sustracción de lo cotidiano; la captura detiene a la presa y la pone al margen de lo cotidiano, en toda una red de espacios punitivos en los que si bien existe una normativa de protección de derechos humanos en la práctica se asiste a su posible conculcación en un clima de permisividad e impunidad. En la sustracción, el detenido queda en el margen, en una exclusión inclusiva, dentro de una lógica en la que está latiendo la posibilidad de que se actualice lo inhabitable y en la que el capturado queda reducido a una corporalidad doliente en donde se experimenta la disolución de lo que había sido la cotidianidad, la escisión radical de los hábitos y hábitats que se habitaban y la confrontación indefensa a un poder que despliega un potencial ilimitado de violencia. Los regímenes de incomunicación para las personas sospechosas de vínculos con grupos terroristas o las llamadas cárceles dentro de las cárceles (el régimen de aislamiento), vendrían a ser dos de los espacios más evidentes de una geografía de la captura que produce lo inhabitable desde un estrecho vínculo con el derecho.
En la segunda imagen de la captura nos acercamos a la mercantilización y apropiación de la naturaleza que opera bajo la forma de una destrucción de los espacios habitados; la violencia desatada si bien en un primer momento no pasa directamente por el cuerpo cuanto por el hábitat, en última instancia, queda incorporada en tanto que experiencia encarnada de un vivir (marcado por la exclusión, la pobreza, la destrucción misma) marcado por una creciente precariedad. Podríamos hablar aquí de una destrucción que funciona al menos de dos formas. Por una parte, mediante la proliferación de acuerdos comerciales que permiten la transformación radical de la naturaleza con el fin de que se tenga acceso a toda una serie de recursos minerales o energéticos o bien se permita producir en unos determinados espacios lo que el progreso tecno-industrial demanda (plantaciones masivas de árboles, agriculturas intensivas que socavan formas agrícolas tradicionales); por otra parte, puede operar bajo formas bélicas con el fin de tener acceso a esos espacios y reestructurar sus ordenamientos internos para apropiarse, por ejemplo, de recursos estratégicos (la seguridad energética) de los que ya se sabe que su producción global está sumida en un punto de inflexión. La destrucción no alude aquí necesariamente a la destrucción física de un espacio cuanto a la desestructuración radical de las formas de vida como consecuencia de haberse apropiado del espacio para alterar sus mecanismos cotidianos de reproducción vital. Ya sea bajo el formato económico-político-jurídico o bélico, lo decisivo, en cualquier caso, es que la destrucción de los espacios socionaturales habitados, los ecocidios que pudiera deparar, promueven todo un socavamiento de la vida, la creación de un habitante suspendido, alejado de los hábitats en los que antes estaba posicionado, de los hábitos que habitaba. Las llamadas economías de la violencia actúan aquí como campo de análisis de una ecología política que inquiere en la coproducción conjunta sociedad-naturaleza y en las reformulaciones desatadas.
La última imagen de la captura está, en gran medida, ligada a esos procesos de destrucción que promueven de un modo más o menos coercitivo el tener que irse de los espacios antes habitados. Hablamos aquí de la expulsión y, con ella, de regímenes de movilidad gubernamentalizados. Expulsión porque acaso ya no se quiere habitar en un hábitat en donde no cabe reproducir las formas de vida anteriormente vigentes (sentirse expulsado sin que nadie, en sentido estricto, te expulse) pero también porque se obliga a abandonar el espacio habitado, tal y como está ocurriendo, por ejemplo, con el acaparamiento masivo de tierras que tiene lugar en países de África, Asia o Sudamérica (Sassen, 2014/2015), o en otro plano, porque se deporta del Estado en el que se estaba al no cumplir las normas administrativas; la práctica de la deportación es un ejemplo claro de esa línea movediza que acompaña al cuerpo del deportado mediante un dispositivo de expulsión en donde la violencia policial actúa con notoria impunidad (Campaña por el cierre de los CIE, 2014; Walters, 2016). Aunque no sea, lógicamente, en todos los casos, la expulsión que arrastra una destrucción previa, promueve y posibilita la aparición del habitante sin hábitat, habitantes a los que se les despoja del espacio habitado, cuerpos que llevan ya consigo la exposición a la muerte, sujetos atrapados por regímenes de movilidad que establecen desigualmente la capacidad para moverse y que sobre la base del desprecio al migrante y de los discursos que lo asocian con amenazas diversas, imponen rutas migratorias cada vez más largas y difíciles. El relato del tránsito (Del Grande, 2008; Traore y Le Dantec, 2014) deviene así relato de una violencia incorporada, pasada por el cuerpo, que sufre una continua exposición a la muerte por el trayecto mismo que se le ha obligado a tomar: la patera es un espacio inhabitable que emerge como consecuencia de un dispositivo de regulación de la movilidad que no mata directamente sino que posibilita la muerte. E, igualmente, el migrante corre el riesgo de la sustracción cuando es detenido e internado en un centro de extranjeros en donde experimenta lo que Abdelmalek Sayad (1999/2010) denominada la doble pena: el delito ontológico de ser migrante y la condena administrativo-penal recibida.
La captura sustrae, destruye o expulsa; o las combina en formas diversas como el trayecto del migrante suele evidenciar. Desde ellas se va componiendo el archipiélago de la captura, esas geografías que emergen sobre el sustrato de la gubernamentalidad securitaria, sobre el poder cinegético que captura espacios y cuerpos mediante una línea movediza en la que se dirime quién queda dentro y fuera de la vida sujeta a reconocimiento. Habría que ahondar, sin duda, en cada una de las manifestaciones de la captura, en sus especificidades, en las violencias que se producen, en los relatos que dan cuenta de ella, en los silencios que han experimentado lo inhabitable, en las resistencias que se desatan. La antropología del hacer sensible de la captura es un camino por pensar (en sus formulaciones metodológicas) e investigar (en las huellas dejadas en los cuerpos y los espacios). Pero aquí se trataba más de establecer los rudimentos teórico-analíticos de la captura que de ahondar con detenimiento en algunas de sus formas, se trataba de pensar cómo la exposición a la muerte está incardinada con los hábitats que habitamos, pensar sus discursos (la seguridad, el miedo, la amenaza), sus técnicas (la excepcionalidad que imbrica derecho y violencia), sus subjetividades (los otros no reconocidos ni reconocibles), sus geografías (marcadas por la sustracción, la destrucción, la expulsión); se trataba de pensar esto, la exposición a la muerte que todo ello comporta y acaso también sugerir que pensar esto exige deshacer los regímenes de verdad en los que estamos inmersos aunque ello, como en la parrhesía, suponga exponernos a nosotros mismos (Foucault, 2009/2014).
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