¡Yo no canto un dolor de exportación!
Jorge Artel (Tambores en la Noche, 2010, p. 49).
La diversidad étnica y cultural ha sido tramitada en Colombia a través de estrategias y dispositivos que pasan por la negación, asimilación, invisibilidad y reconocimiento; éste último gestado al abrigo del multiculturalismo como hecho social global, que se consagraría hacia finales del siglo XX en múltiples ordenamientos jurídicos latinoamericanos.
La alteridad negra ha ingresado tardíamente al cúmulo de identidades entendidas como constitutivas de etnicidad, puesto que las disciplinas sociales durante largo tiempo circunscribieron ésta al prototipo de la comunidad indígena idealizada. Por ello, las recientes dinámicas de etnización de la comunidad negra que condujeron a su reconocimiento como sujeto colectivo de derechos territoriales, económicos y culturales, han representado un reto en el que se ven involucrados actores sociales, étnicos e institucionales, y que a la postre determinan el nivel de reconocimiento y visibilidad obtenido por estos colectivos, a un par de décadas de que el Estado Colombiano asumiera su diversidad étnica y cultural.
Curiosamente, al tiempo que la movilización social negra lograba estas conquistas en los planos jurídico y político, se instauraba en sus territorios una densa trama de dinámicas y lógicas bélicas, agenciadas por intereses económicos ligados a fenómenos globales, que ha entrañado graves procesos de expoliación, desterritorialización y despojo. De esta forma las comunidades negras ubicadas en esta zona han debido enfrentar la paradoja de encontrarse en una región de frontera donde antípodas como la riqueza y la marginalidad, la exuberancia y la precariedad, a diario los compelen a enfrentar una suerte de maldición de Midas.
El presente documento corresponde a uno de los resultados de una investigación más amplia que está en curso y tiene como temática central el estudio de la presencia afrocolombiana en contextos urbanos, puesto que el reconocimiento de la etnicidad negra en Colombia ha estado ligado a representaciones legales alusivas a lo rural, lo tradicional y lo ribereño; y confinada a un espacio territorial determinado —que por antonomasia se considera la Cuenca del pacífico—. Teniendo en cuenta estos factores, se consideró como un insumo valioso, iniciar indagando si dichos patrones de poblamiento continuaban tan vigentes como hace poco más de dos décadas; ello permitió arribar a la problemática del desplazamiento forzado, las dinámicas de terror que se han implementado en las zonas en las que se llevó a cabo el proceso de etnización de las comunidades negras y la consecuente expulsión de poblaciones, de manera paralela a la deficiente respuesta estatal frente a este fenómeno. Este avance de investigación no corresponde a un trabajo etnográfico de terreno, se ha elaborado a partir del enfoque histórico hermenéutico, teniendo como fuentes documentales, bibliografía de índole antropológica e historiográfica sobre el proceso de etnización de la comunidad negra en Colombia, algunos documentos antecedentes del proceso de la Asamblea Nacional Constituyente, textos legales, cifras y datos demográficos oficiales, así como pronunciamientos jurisprudenciales sobre el tratamiento dado al desplazamiento forzado de las comunidades afrocolombianas como estado de cosas inconstitucional.
Desde este tipo de enfoque, se pretende realizar una lectura crítica, contextualizada e historizada, de la situación de despojo y expoliación que ha experimentado un porcentaje significativo de la población afrocolombiana, a partir de los procesos de movilización étnica y social que desde hace unas décadas se han venido implementando en el litoral Pacífico; describiendo, comprendiendo e interpretando las condiciones sociales, culturales, económicas y jurídicas que han modulado el complejo entramado de estas dinámicas en medio de cruentos escenarios de conflicto.
La Zona del Pacífico colombiano se halla ubicada entre la costa y las laderas de la cordillera occidental, con una longitud de 900 kilómetros (Escobar, 2007), es considerada actualmente una de las regiones que posee mayor número de especies animales y vegetales del planeta, así como una enorme riqueza en recursos mineros. Se caracteriza por presentar una red hidrográfica de ríos que representan para las comunidades que se asientan en sus márgenes, un ‘espacio acuático’ (Oslender, 2008, p. 219) a través del cual se entretejen relaciones sociales que a la postre han determinado dinámicas de organización política y étnica.
Si bien, esta zona geográfica tiende a ser representada como un lugar habitado prácticamente en su totalidad por poblaciones negras, una exploración por los intricados procesos de colonización, poblamiento y desesclavización que tuvieron lugar a partir del siglo XIX, dará cuenta de la construcción de una compleja trama interétnica (Losonczy, 2006) entre grupos humanos catalogados como indígenas, afrodescendientes y mestizos, los cuales han sido constructores activos de múltiples estrategias de adaptación y resistencia, creando y re-creando ricos mundos simbólicos y sociales.
El inicio de la década de los 90 traería para el país dos acontecimientos significativos en lo que a grupos étnicos respecta: Por un lado se ratificó el Convenio 169 de la OIT (Organización Internacional del Trabajo, 1988) mediante la Ley 21 de 1991 y, por otro, en el mismo año, se expidió la Constitución Política que reemplazaría el ordenamiento superior vigente desde 1886. El nuevo ordenamiento superior representó un hito sin precedentes respecto a las relaciones entre el Estado y los grupos étnicos, puesto que la otrora república monolítica, católica, hablante del castellano y autodefinida como ‘mestiza’ por antonomasia, cedió el paso a un Estado laico, pluralista y participativo, que reconoce y enaltece como parte de su componente humano, la presencia de identidades tradicionalmente subalternizadas. De esta suerte, se supera —al menos enunciativamente— aquella disociación entre el Estado y la etnicidad, que imposibilitaba no solo cualquier tipo de reconocimiento legal efectuado con base en criterios étnicos, sino también el uso de estos a la hora de realizar la distribución de recursos, derechos y deberes (Kymlicka 1996, p. 13). De esta manera, al efectuar el viraje hacia el multiculturalismo1, la actual Carta Política propició la adquisición de identidad jurídica de los grupos étnicos como sujetos colectivos de derechos.
Respecto al tratamiento jurídico de la alteridad étnica, cobran importancia los imaginarios creados por las ciencias sociales y asimilados por el discurso jurídico, puesto que actúan como regímenes de representación que determinan en gran medida la vida social, especialmente las relaciones entre el Estado y aquellos sujetos representados jurídicamente por aquel mediante la retórica jurídica. En este sentido, “la juridicidad del otro no es otra cosa que su reconocimiento (negativo o positivo) en el discurso del Estado, de manera que su (in)existencia legal es, simultáneamente, el signo de su (in)visibilidad nacional” (Gómez y Gnecco, 2008, p. 55).
En este sentido, es pertinente aludir a un debate de antigua data desarrollado en diversos ámbitos disciplinares, el cual gira en torno a determinar si las características culturales de ciertos grupos son ontológicas y por tanto constitutivas de su identidad per se o si, por el contrario, son producto de una construcción de carácter maleable, que si bien no deja de poseer rasgos simbólicos definitorios, a la postre, obedece al autointerés y la coyuntura (Hall 1996, p. 15). Para Frederick Barth (1976), el hecho de tener una cultura común es una ‘implicación’ o un ‘resultado’ más que un rasgo primario y determinante de un grupo étnico. Ciertas dinámicas de empoderamiento y demandas por reconocimiento agenciadas tanto por sectores étnicos, como por grupos de mujeres e individuos de orientación sexual diversa, están atravesadas por debates sobre la identidad, los cuales fluctúan entre la concepción de esta como categoría ontológica o como una construcción producto de un proceso imaginativo y muchas veces circunstancial. Lo anterior se complejiza aún más al abordar el tema de la identidad étnica.
En el ínterin de estas tendencias situadas en las antípodas sobre el estudio de la etnicidad, se encuentran aquellas que la consideran una taxonomía social relacional, o quizá una estrategia instrumental para ser utilizada de acuerdo al interés de los actores ‘étnicos’, hasta las que afirman que se trata de una invención o un delirio de ciertos sectores académicos. (Restrepo, 2004). Uno de los aportes desde los estudios culturales, que resulta útil para zanjar esta disyuntiva, es la propuesta por Stuart Hall (2010), la cual trasciende el esencialismo y anti-esencialismo, para sugerir que es necesario historizar y contextualizar las etnicidades, puesto que alude a una noción maximalista de la etnicidad (Restrepo, 2004), al asumir que ésta se encuentra incluso en los sectores no-marcados, aquellos que históricamente se han encargado de producir una otredad radical sobre lo que se estructura como ‘étnico’.
En este contexto, para el estudio de fenómenos de etnización y movilización social, como el desplegado por los colectivos negros del litoral pacífico colombiano, resulta indispensable —acogiendo la propuesta de Hall—, ubicar estos fenómenos en contextos históricos determinados y específicos; prestando suma atención al entramado de circunstancias que han ejercido un influjo en la construcción de subjetividades, etnografiando las formas en las que los distintos actores han reaccionado, asumido, y/o resistido estas categorías en determinados espacios y tiempos.
Así las cosas, un momento significativo en la emergencia de la etnicidad afrocolombiana se encuentra marcado por los procesos organizativos de comunidades de campesinos negros en el Pacífico norte —específicamente en las cuencas fluviales del Chocó— durante la década de los ochenta. En los procesos de gestación y fortalecimiento de estas movilizaciones sociales, que en buena medida obedecieron a la necesidad de defensa de los territorios del Andén Pacífico de la explotación maderera indiscriminada —propiciada por la declaratoria de “baldíos” que sobre esta zona había efectuado la ley 2 de 1959 (citada en Arocha, 2009)— (Arocha, 2009; Villa, 1998) jugaron un rol determinante organizaciones de base, organizaciones no gubernamentales y algunas diócesis católicas asentadas al margen del río Atrato (Khittel, 2001). Es de anotar que el rol desempeñado por la iglesia católica en el proceso de movilización colectica en el Pacífico resulta un tanto atípico si se tiene en cuenta la postura refractaria de la iglesia en Colombia frente a los procesos liberacionistas que tuvieron buena receptividad en otros países del hemisferio. (Lemaitre, 2009, p. 356).
Los imaginarios y representaciones respecto a la zona geográfica correspondiente al Pacífico colombiano han experimentado durante las últimas décadas un giro copernicano; en efecto, de una región agreste, malsana y que prácticamente se encontraba en iguales circunstancias de accesibilidad que hace cuatro centurias, se dio paso a una conquista semiótica de los territorios, lo que a su vez implicó la de los conocimientos locales (Escobar, 2007). En este orden de ideas, las nuevas lógicas consideran estos espacios como reservas de biodiversidad y a las comunidades que los habitan como “guardianes de la naturaleza”, quienes, gracias a sus prácticas han logrado no sólo adaptarse a las particularidades físicas del medio, sino también conservar casi intacto un hábitat que alberga miles de especies y recursos.
De forma coetánea con este tipo de movilizaciones sociales, varios ordenamientos jurídicos latinoamericanos —entre ellos el colombiano— efectuaron el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural de sus poblaciones, y en virtud de ello, iniciaron el diseño e implementación de políticas públicas enmarcadas en el llamado “constitucionalismo multicultural” (Van Cott, 2000). El giro hacia el multiculturalismo en el ordenamiento jurídico colombiano, estuvo marcado por reflexiones en torno a la conmemoración del V centenario del descubrimiento de América, lo que en el panorama mundial coincide con el auge de nociones como la de desarrollo sostenible, en virtud de los preparativos para la Cumbre de Río de Janeiro —que tendría lugar en 1992— lo que sin duda alguna ejercería un influjo significativo en los regímenes de representación que se elaborarán sobre los grupos étnicos a partir de entonces.
Al efectuar el Estado colombiano un viraje hacia el multiculturalismo y autodenominarse como pluriétnico y multicultural, mediante la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente a inicios de la década del noventa, se presentaron varios fenómenos: Por una parte, por primera vez en la historia del constitucionalismo colombiano, un texto superior no solo reconoció la diversidad en la composición étnica y cultural de la población, sino que erigió al Estado en su protector y garante, lo cual entraña para éste obligaciones de hacer, que trascienden incluso al ámbito internacional —en virtud del bloque de constitucionalidad—, al tratarse de un derecho de rango fundamental. Por otro lado, la constante asociación de lo étnico con lo indígena, complejizó en sumo grado establecer qué rasgos constituyen o deben constituir la identidad que porta el sujeto colectivo ‘comunidad negra’ y que la hace específica frente al resto de la sociedad colombiana, lo que en buena parte obedece a que la cotidianidad del contacto entre amos y esclavizados durante la vigencia de la esclavitud, determinó que durante mucho tiempo, las poblaciones negras no hayan sido consideradas como portadoras de una cultura particular por no exhibir los típicos rasgos de la etnicidad.
Una vez efectuado el reconocimiento de las comunidades negras como grupo étnico, si bien de manera timorata a través del Artículo Transitorio 55 (Constitución Política de Colombia de 1991) el texto constitucional exhortó al congreso colombiano a que en el lapso de dos años expidiese una ley a fin de reconocer el derecho a la propiedad colectiva a las comunidades negras que habían estado ocupando tierras baldías sobre los márgenes de los ríos de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción. El artículo además señala que esa “misma ley establecería mecanismos para la protección de la identidad cultural y los derechos de estas comunidades, y para el fomento de su desarrollo económico y social” (Artículo Transitorio 55, párrafo 4).
La puesta en marcha de la reglamentación del Artículo Transitorio 55 (Constitución Política de Colombia de 1991) y el tiempo que fue presupuestado para ello —relativamente corto para una empresa que no tenía precedentes a nivel político, jurídico ni académico— desencadenó a lo largo y ancho del país una serie de dinámicas organizativas, especialmente en la zona del Pacífico Sur, en la que se crean y re-crean lógicas discursivas de marcada raigambre étnica; lo que diferencia este proceso del experimentado en la zona del Atrato, el cual se encuentra inescindiblemente vinculado a procesos tempranos de etnización. (Restrepo, 2013a).
Atendiendo a la propuesta teórica y metodológica planteada por Roseberry (en Martínez, 1998) —en la cual se enfatiza el análisis del contexto histórico en el que se forman las relaciones y los sujetos sociales—; las dinámicas asociadas al proceso de etnización de la comunidad negra, permiten evidenciar el influjo ejercido por fenómenos globales2 tales como la consolidación del multiculturalismo, los procesos de apertura económica y el auge de la biodiversidad y el desarrollo sostenible, sobre los procesos locales y la forma en la que los actores sociales involucrados han respondido a estas coyunturas en determinados espacios y tiempos. Así las cosas, si bien no puede afirmarse tajantemente que la etnización es una imposición de la institucionalización de las políticas multiculturales introducidas a partir de la constitución de 1991, sí debe tenerse en cuenta que éstas fueron un factor de interlocución importante en la construcción de aquella. Por ello la eclosión de la comunidad negra como grupo étnico se da precisamente en los noventa (Restrepo, 2001).
De esta manera, las dinámicas de etnización que se produjeron de manera temprana y tardía al interior de los movimientos negros en Colombia, evidencian una urdimbre de complejas y fluctuantes interacciones entre circunstancias externas e internas que le permitieron a la sociedad campesina negra concebirse como un grupo étnico (Pardo, 2001); incorporando en buena medida los discursos académicos y tomando como referentes la indianización y la alusión a África; elementos que serán amalgamados a la hora de rehacer su identidad.
Puesto que la ‘comunidad negra’ como sujeto jurídico no tenía antecedentes en la legislación colombiana, se recurre a la experticia en asuntos culturales —en este caso profesionales de la antropología—, quienes evocan criterios como la construcción de “identidad por rasgos o por imaginarios” para conceptuar que aspectos como el parentesco y la distribución espacial de acuerdo a troncos eran relevantes para reglamentar el uso y la titularización del territorio.
Precisar los límites territoriales que les serían adjudicados a las comunidades negras en zonas como el Pacífico, caracterizadas de antigua data por albergar una intricada trama interétnica que incluye —aparte de poblaciones negras—, un número considerable de grupos indígenas como los wuonaan, emberá, etc, implicaba, en palabras de Jaime Arocha (1993) la puesta en marcha de una investigación que revelara la antigüedad de la ocupación por parte de los negros, lo que a su vez requería un rastreo de las genealogías. Además, para este comisionado, el acudir a la noción de familia extendida, facilitaría la comprensión de las redes de parentesco y el influjo de éstas en la construcción de la territorialidad.
La reglamentación del Artículo Transitorio 55 (Constitución Política de Colombia de 1991) a través de la Comisión Especial, contemplaba tres objetivos básicos, relacionados con la delimitación de la Propiedad, el territorio y las formas de organización colectiva sobre el mismo, de manera tal que se promoviera un modelo de desarrollo compatible con el medio ambiente y con los intereses y necesidades de las comunidades. Además, de un aspecto transversal a estos debates, como era el diseño de estrategias y métodos de preservación de la identidad cultural. Como resultado de este proceso, vio la luz la ley 70 de 1993, la cual estableció como objetivos: reconocer el derecho a la propiedad colectiva a las comunidades negras que habían venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, y establecer mecanismos para la protección de la identidad cultural y de los derechos de las comunidades negras de Colombia como grupo étnico.
Tratar de determinar por qué el constituyente consideró que las comunidades de campesinos negros asentadas en esta zona prima facie serían titulares de derechos de propiedad, entraña tener en cuenta dos fenómenos que se presentan de manera coetánea: por una parte, a principios de la década del noventa los discursos multiculturalistas propician debates en torno a la necesidad de medidas de reparación por ultrajes históricos a grupos poblacionales como los descendientes de los otrora esclavos; por otro lado, en virtud del llamado “giro biodiverso” que entra en boga por el mismo tiempo (Restrepo, 2013b), los recursos naturales comienzan a ser considerados valiosos como reservas para la investigación y el conocimiento, específicamente en áreas como la biotecnología; en buena parte —siguiendo a Arturo Escobar (2007)— a esto obedece el reconocimiento de la propiedad sobre zonas de selvas húmeda a grupos étnicos y campesinos, bajo el entendido de que se traten a la naturaleza y se traten a sí mismos como “reservorios de capital”3.
No obstante, el hecho de que el discurso de las organizaciones, del Estado, de la iglesia o de la academia tienda a configurar una retórica de las comunidades negras en armónica e íntima relación con la naturaleza presupone ciertas maneras de ver/se e instaura modalidades de representación que no necesariamente circulan de esa forma en las poblaciones locales (Restrepo, 2001, p. 59).
Indudablemente, un ámbito que debe ser tenido en cuenta a la hora de determinar el grado de visibilidad de la población afrodescendiente en Colombia, y de contera, el nivel de reconocimiento logrado por estos colectivos desde la declaración de la nación como pluriétnica y multicultural, lo constituyen los instrumentos censales, a partir de la introducción de variables étnicas que pretendieron en mayor o menor grado, superar la adscripción identitaria fenotípica. Para el caso del Pacífico, en cierto modo, las dinámicas de etnización desplegadas en esta zona durante la década del 90, determinaron la primacía de un enfoque culturalista que a la vez que exaltaba su ancestralidad y raigambre africana, invisibilizaba un importante porcentaje de afrocolombianos que ya desde entonces engrosaban los grandes centros urbanos (Urrea, 2010).
Vale la pena anotar que en este intervalo se han llevado a cabo dos censos poblaciones implementados por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística —DANE— que han reflejado datos importantes y harto dispares frente a la población afrocolombiana; es también relevante el hecho de que coincidan temporalmente con dos momentos significativos para este grupo étnico: Por una parte, en 1993 la coyuntura de expedición de la ley 70 de 1993 se encontraba en pleno apogeo, mientras que en 2005, la situación del desplazamiento forzado de las comunidades negras alcanzaba matices críticos que ameritaron la declaratoria del estado de cosas inconstitucional. Es de resaltar que entre el primer registro estadístico de población negra en el país desarrollado en el siglo XX, el cual tuvo lugar en 1918, y el censo de 1993, transcurrieron 75 años sin que se aludiera a este tipo de poblaciones en instrumentos censales (Urrea, 2010). Ambas experiencias censales acudieron metodológicamente al autorreconocimiento étnico; para el caso de 1993, la cifra de población que se reconoció como afrocolombiana fue del 1,5%, la que se encontraba mayoritariamente ubicada en zonas rurales del Pacífico (véase la Figura 1). Ahora bien, para el año 2005, la población afrocolombiana (en la que se incluyó a los colectivos negros, afrocolombianos, palenqueros y raizales), correspondía al 73% o 3.136.745 de personas, que se encontraban concentradas en los núcleos urbanos —por lo general, grandes zonas metropolitanas—. Por otra parte, en lo tocante al Pacífico Colombiano, la cifra de habitantes se estimó en 962.109, ubicados entre cabeceras municipales y zonas rurales (Urrea, 2010).
Figura 1
Área de los Territorios Colectivos de Comunidades Negras. Fuente: Departamento Administrativo Nacional de Estadística, 2010
El reconocimiento constitucional efectuado a las comunidades negras como sujetos de especial protección, implicaría no sólo la adopción de medidas legales que desarrollaran los preceptos superiores —al estilo de la ley 70 de 1993—, sino también la obligación para el Estado de formular y promover políticas públicas para este sector poblacional. Precisamente, una fuente que permite efectuar una mirada etnográfica a la forma en la que se pretendió implementar estas medidas desde el ámbito estatal, corresponde a los documentos de políticas públicas expedidos desde inicios de la década del noventa por el Consejo Nacional de Política Económica y Social —CONPES—, que permiten evidenciar no sólo las representaciones que sobre lo negro y lo afrocolombiano se han manejado en la formulación de las políticas nacionales y locales durante los diversos periodos presidenciales —puesto que tales planes se hallan vinculados a las dinámicas del gobierno de turno— sino también los asuntos calificados como prioritarios para la población negra, afrocolombiana, palenquera y raizal.
Los primeros documentos Conpes expedidos tras la vigencia del nuevo régimen constitucional giran en torno a conceptos como la biodiversidad y el desarrollo sostenible, y se circunscriben al área de la Costa Pacífica. Es una constante que a partir de estos diagnósticos, la descripción que se efectúa de la zona en mención se caracteriza por dos aspectos que hasta cierto punto constituyen antípodas: por una parte, la inmensa riqueza en recursos ambientales de sus ecosistemas, y por otra, la precaria situación de sus habitantes en cuanto a salud, educación y necesidades básicas insatisfechas, que respecto a los indicadores del resto del país, alcanza límites alarmantes.
En este orden de ideas, uno de los escenarios de mediaciones estatales en el proceso de etnización de las comunidades negras corresponde al proyecto Biopacífico (financiado por el Fondo Mundial para el Medio Ambiente —FMMA— representado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo —PNUD—) , que de hecho condicionó la expedición de políticas públicas de parte del gobierno central en los ámbitos económico y social, evidenciando cómo nociones que años atrás eran prácticamente desconocidas en los ámbitos locales —como la de biodiversidad—, a partir de la década de los noventa, se erige en un elemento articulador de discursos y justificante de intervenciones en este espacio geográfico (Restrepo, 2013a, p. 153).
Durante el periodo comprendido entre los años 2002 y 2010, los documentos Conpes relativos a la población afrocolombiana en general y al área del Pacífico en particular, establecerían como prioridad la construcción de la paz, lo que corresponde a dos fenómenos: por una parte la funesta integración que experimentaría el Pacífico en el conflicto armado interno y la consecuente desterritorialización propiciada por esta “geografía del terror” (Oslender, 2004), mientras paralelamente entraría en vigencia la política de seguridad democrática4.
Como ha quedado expuesto en los párrafos precedentes, los documentos de políticas públicas, permiten efectuar un rastreo de las formas en la que las instituciones gubernamentales han percibido y representado las circunstancias en las que se encuentra el grueso de la población afrocolombiana a partir del proceso de etnización, así como las medidas que se han tomado para tratar de conjurar la que ha sido sistemáticamente descrita como una situación crítica, y en la que aspectos como la territorialización de la etnicidad y la preservación del entorno biodiverso en el marco de los discursos y las lógicas del desarrollo, juegan aún un rol significativo, al punto de que el territorio y el ambiente sean considerados “aspectos substanciales a los derechos y al proyecto de vida de la población Afrocolombiana, y se constituye en el centro y base del derecho a la identidad cultural y al etnodesarrollo, tanto en asentamientos urbanos como rurales” (Consejo Nacional de Política Económica y Social y Departamento Nacional de Planeación, 2010, p. 71).
Ahora bien, el caso colombiano tiene una especial connotación, puesto que el idilio constitucional que inaugura la década del noventa y que para ciertos sectores sociales —como es el caso de las poblaciones negras— representó la posibilidad de visualizarse como interlocutores legítimos del Estado, discurre de manera paralela a fenómenos como el recrudecimiento del conflicto armado, el aumento inusitado de la violencia estructural y lo que aquella acarrea, como desplazamientos forzados, masacres y despojo de tierras. Oscar Almario (2004, p. 87) califica como una dramática paradoja el hecho de que la integración del Pacífico a las dinámicas de la guerra y el tráfico de sustancias ilícitas se haya producido paralelamente a la consolidación por parte de las poblaciones negras e indígenas de la zona de un proyecto étnico y territorial propio en transición de lo cultural a lo político. En este orden de ideas, es imposible como lo enfatiza Julieta Lemaitre (2009, p. 29), desligar el ejercicio de la violencia simbólica y las manifestaciones de violencia física y material, lo que complejiza el rol jugado por las instituciones y ritualidades jurídicas.
El hecho de que en el Pacífico colombiano confluyan intereses de distintos actores en torno a la tríada biodiversidad-territorio-etnicidad, complejiza en sumo grado el análisis de las lecturas que sobre el influjo del conflicto armado en esta zona se realizan. En efecto, no resulta gratuito el que la guerra se haya instalado en los municipios que conforman esta región de manera coetánea a la instauración de nuevas formas de explotación de los recursos: Por una parte, obedeciendo a las dinámicas económicas globalizantes, se produce la adopción de modelos extractivistas que trastocan las lógicas tradicionales y comunitarias e implican la imposición de una nueva visión sobre los ecosistemas y la intervención que sobre éstos se realiza, con amplias repercusiones biofísicas y culturales. Al mismo tiempo, desde el plano de la ilegalidad, la incorporación de cultivos de uso ilícito y su posterior transformación y comercio a través de los corredores estratégicos, se han erigido en factores de desestabilización de los espacios, los ritmos de trabajo y las formas de sociabilidad a los que estaba ligada la vida cotidiana de las colectividades allí asentadas. (Almario, 2004) Por ello, Arturo Escobar (2004) llama la atención sobre la necesidad de contemplar los fenómenos de conflicto armado y desplazamiento en el Pacífico como procesos que encarnan una “triple dimensión de transformación simultánea en el plano económico, ecológico y cultural” (Escobar, 2004, p. 62, cursivas propias), agenciados por actores que se mueven dentro y fuera de los límites de la legalidad.
El haberse erigido las comunidades negras en sujetos políticos y jurídicos con acceso a derechos de propiedad colectiva sobre una parte del territorio colombiano —cuya importancia económica y ecológica, apenas empezó a ser advertida— permitió su acceso a la titularidad de vastos espacios que habían estado ocupando desde la vigencia del sistema esclavista inclusive; no obstante, mientras en el ámbito legal se concretaba este logro, en el plano fáctico, este ejercicio de soberanía se empezó a ver seriamente resquebrajado por sectores para-estatales y transnacionales —en ocasiones con la aquiescencia estatal—, puesto que estas dinámicas territoriales alternativas son claramente percibidas como una erosión del clásico modelo de soberanía westfaliano que legitima y soporta los actuales intereses del capital global. (Agnew y Oslender, 2010).
En este contexto, el triunfo jurídico-político logrado por las comunidades negras se convirtió en una potencial pesadilla y abrió la puerta para su des-territorialización, amenaza y despojo por parte de grupos armados que allanan el camino para la explotación transnacional. (Oslender, 2004). De acuerdo a Eduardo Restrepo (2011), aquí radica el gran problema del proceso organizativo “porque cuando se tiene un título legitimado por un estado de derecho que los actores armados que operan en la región no reconocen, entonces el ejercicio territorial se limita considerablemente” (p. 249).
Estas intromisiones se han traducido en masacres, hostigamientos y desplazamientos forzados de un número considerable de poblaciones afrodescendientes ubicadas en la cuenca del Pacífico, situación que arreció desde el inicio de las titulaciones de los territorios colectivos, y que hasta la fecha se mantiene, dificultando el establecimiento fidedigno de una cifra exacta que permita cuantificar la magnitud del fenómeno.
En el lapso comprendido entre los últimos tres lustros, los eventos que han configurado desplazamientos masivos a lo largo del pacífico se han presentado de manera intermitente entre la zonas norte y sur; condicionados por fenómenos asociados a la extracción minera y la disputa entre actores armados por el control territorial. Entre los municipios que cuentan con títulos colectivos de territorios de comunidades negras, se ha producido el desplazamiento de aproximadamente 319.649 personas afrodescendientes en un lapso comprendido entre 19855 y 2014, lo que equivale casi a un 5% del total de este tipo de población desplazada a nivel nacional.
Respecto al manejo de las cifras que den cuenta del número de población desplazada en Colombia en general y en la zona del Pacífico en particular, la situación ha sido un tanto compleja a lo largo de la última década, puesto que su registro, sistematización y análisis ha estado en cabeza de varias instituciones de diversa índole. A partir del año 2011, en virtud de la entrada en vigencia de la legislación sobre víctimas y restitución de tierras en el marco de la justicia transicional, se creó la Red Nacional de Información para la Atención y Reparación a las Víctimas (RNI, s/f), como el instrumento que garantizaría una rápida y eficaz información nacional y regional a fin de permitir la identificación y el diagnóstico de las circunstancias en las que se produjo el daño a las víctimas; no obstante, es de temer que estas cifras quizá no permitan dimensionar lo dramático de la situación cuantitativa y cualitativamente en su dimensión étnico-territorial (Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento, Codhes, 2013), debido al subregistro de muchos acontecimientos que no llegan a ser catalogados como desplazamientos o por falencias al momento de incluir la pertenencia étnica como variable al levantar la información sobre las víctimas.
El caso de las comunidades de Jiguamiandó y Curvaradó en el Chocó, resulta emblemático puesto que ameritó su ventilación ante instancias internacionales, debido a reiterados episodios de desalojo acontecidos desde finales de la década del 90, los cuales no cejaban pese a los valientes procesos de resistencia implementados por las comunidades (Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, 2005). Le correspondió avocar el conocimiento de esta crítica situación al sistema interamericano de derechos humanos, que por medio de la Comisión interamericana de derechos humanos efectuó sendas recomendaciones al Estado colombiano y decretó medidas provisionales de protección, dado el alto grado de vulnerabilidad al que se encontraban expuestas estas comunidades, debido a factores como la expoliación de sus territorios ancestrales en virtud de la extensión de monocultivos de palma aceitera y el recrudecimiento del conflicto armado.
Ciertas consideraciones sobre las medidas legislativas, administrativas y judiciales tomadas por el Estado colombiano frente a la población afrocolombiana fueron objeto de estudio por parte de la Comisión, a partir del informe del relator sobre los derechos de los afrodescendientes sobre su visita realizada al territorio de las comunidades de Jiguamiandó y Curvaradó. En aquella ocasión, se consideró que pese a los esfuerzos gubernamentales, la discriminación racial se había perpetuado y naturalizado en la sociedad colombiana, por lo que la Comisión expresó su profunda preocupación por la falta de políticas que efectivicen los derechos consagrados legislativamente y hace hincapié en la presencia de un marcado racismo de carácter estructural, el cual es necesario —además de evidenciar—, relacionar con la discriminación racial tanto en esferas públicas como privadas y las condiciones de pobreza y exclusión social de los afrocolombianos. (Organización de Estados Americanos, 2009).
En el ámbito judicial doméstico, un pronunciamiento emblemático de la Corte Constitucional relativo al desplazamiento forzado producido por el conflicto armado colombiano sobre las comunidades afrodescedientes, es la Sentencia T-025 de 2004 (Corte Constitucional de Colombia), la cual declaró el estado de cosas inconstitucional6 respecto a la población en situación de desplazamiento interno y determinó que estas poblaciones son sectores especialmente vulnerables, reconociéndoles el carácter de sujetos de especial protección constitucional. En aras de superar la crítica situación, se expidió por parte de la misma corporación, el Auto 005 de 2009 (Corte Constitucional de Colombia), a partir de una sesión de información técnica en la que tomaron parte los voceros de las organizaciones y los líderes de las comunidades afrodescendientes desplazadas. En el mismo año se creó una sala especial de seguimiento a lo dispuesto en este fallo y constatar el avance, rezago o retroceso en la superación del estado de cosas inconstitucional.
Estas providencias parten de la base de la dificultad que reviste el establecimiento fidedigno de la magnitud del desplazamiento de la población afrodescendiente en el país debido a fenómenos como el subregistro y el patrón de desplazamiento que siguen este tipo de colectivos,
Ya que, dada la estrecha relación que establecen las comunidades afrodescendientes con sus territorios, predominan formas de desplazamientos intraurbanos e intraveredales de corta duración que rara vez son registrados, y es frecuente la ocurrencia de fenómenos de resistencia y confinamiento. (Corte Constitucional de Colombia, 2009, p. 20).
Debe además anotarse el hecho de la inexistencia de datos aportados por el gobierno sobre la caracterización de la población afrocolombiana desplazada, puesto que la información que existe al respecto ha sido recolectada por parte de organizaciones de la sociedad civil.
Aparte de lo expuesto, el Auto 005 (Corte Constitucional de Colombia, 2009) identifica algunos factores que arrecian el fenómeno del desplazamiento forzado en la población afrodescendiente, como (i) el hecho de padecer una exclusión estructural que se manifiesta en sus elevados índices de pobreza e inequidad, (ii) la existencia de conflictos asociados a la explotación minera y agrícola en territorios ancestrales lo que ha propiciado el ejercicio de presiones legales e ilegales para promover patrones de desarrollo correspondientes al modelo económico hegemónico, y (iii) la precaria protección jurídica sobre los territorios colectivos, que pese a ser categorizados como inalienables, imprescriptibles e inembargables, no han sido objeto de una política pública que garantice su goce efectivo y su defensa, lo que ha favorecido las ventas ilegales y la incursión de actores armados con el consecuente despojo.
El tribunal constitucional consideró que todos estos factores aunados generan un impacto sobre los derechos individuales de los miembros de las comunidades afrocolombianas de tal magnitud, que representan un riesgo extraordinario para sus derechos colectivos e individuales y amenazan su supervivencia cultural.
Esta situación ha generado la violación de los derechos territoriales, a la participación y a la autonomía, a la identidad cultural, al desarrollo en el marco de sus propias aspiraciones culturales, y a la seguridad y soberanía alimentaria, además de sus derechos civiles y políticos, económicos, sociales y culturales. (Corte Constitucional de Colombia, 2009, p. 35).
Un punto importante sobre el que llama la atención la Corte, es el riesgo extraordinario que entraña para las poblaciones afrodescendientes en situación de desplazamiento forzado, la agudización de formas abiertas y sofisticadas de racismo y de exclusión social como grupo étnico, lo que se expresa no sólo en manifestaciones sociales cotidianas de discriminación, sino también en el tratamiento institucional que tiende “a dar prelación a las peticiones de las comunidades indígenas o entiende subsumidas las peticiones de la población afro en las de las comunidades indígenas, a pesar de las diferencias objetivas entre una y otra comunidad” (Corte Constitucional de Colombia, 2009, p. 40).
A partir de un exhaustivo análisis de cifras, datos y testimonios, aportados tanto por las instituciones gubernamentales como por las organizaciones étnicas, la Corte no vacila en calificar de insuficiente la respuesta de las autoridades estatales a la situación de los afrocolombianos afectados por el desplazamiento forzado interno, puesto que no existe un enfoque diferencial para la atención a esta población, la cual se circunscribe a los programas y políticas diseñados para la población desplazada en general, “con el agravante de que la población afro es la más marginada dentro de la atención que se brinda a las personas desplazadas”, (Corte Constitucional de Colombia, 2009, p. 47) es decir, constituye en un grupo subalterno entre los subalternos.
Como decisión en el auto de seguimiento de las medidas tomadas para superar el estado de cosas inconstitucional, la Corte constata que los afrocolombianos —tanto individual como colectivamente— en situación de desplazamiento y confinamiento no son tratados de manera acorde con su status de sujetos de especial protección constitucional, por lo que declara que sus derechos fundamentales prevalecientes están siendo masiva y continuamente desconocidos. De igual manera, constata que la política pública de atención a la población desplazada carece de un enfoque diferencial a la población afrocolombiana en situación de desplazamiento, que contemple los riesgos especiales que sufren y que impactan de manera desproporcionada en sus derechos; para finalmente declarar que “las autoridades colombianas están en la obligación constitucional e internacional de incorporar un enfoque integral diferencial de prevención, protección y atención que responda a la realidad de las comunidades afrocolombianas”. (Corte Constitucional de Colombia, 2009, p. 67).
En orden de conjurar esta crítica situación, la Corte contempla la implementación de ciertas medidas para la protección de los derechos de las comunidades afrocolombianas; y ordena a ciertas instituciones la puesta en marcha de políticas de atención con enfoque diferencial que garanticen la supervivencia física y cultural de aquellas como sujetos en situación de vulnerabilidad manifiesta. Específicamente en el caso de los derechos territoriales, insta al Ministerio del Interior y de Justicia, a elaborar el diseño e implementación de un plan de caracterización de los territorios colectivos y ancestrales habitados mayoritariamente por la población afrocolombiana para determinar su situación jurídica, las características socioeconómicas de las comunidades asentadas en dichos territorios, así como de los consejos comunitarios; los obstáculos jurídicos que impiden la protección efectiva de dichos territorios; y los mecanismos para efectuar la restitución de los territorios cuya propiedad haya sido transferida con violación de lo establecido por la ley 70 de 1993.
Lo expuesto en los acápites anteriores permite evidenciar el marcado sesgo territorial y culturalista con el que se ha efectuado no sólo el reconocimiento de derechos a la comunidad negra, sino con el que a la postre, ésta como entidad jurídica ha sido imaginada, representada y finalmente construida. Precisamente, la construcción de una categoría identitaria como la comunidad negra que se hace acreedora de derechos de índole territorial y cultural, bajo la égida de unos parámetros como el apego a la ancestralidad, ruralidad y carácter comunitarista, entraña varios riesgos, como los que identifica Ariel Dulitzky (2010) la esencialización de la identidad cultural y de contera, la culturización del uso, goce y disfrute de los recursos naturales, la creación y/o exacerbación de conflictos intra e inter étnicos.
Una sociedad liberal de corte contractualista y por tradición jurídica positivista, toma distancia de los modelos tradicionales basados en el parentesco, el comunitarismo y la reciprocidad (Molina, 2010, p. 72), rasgos que suelen asociarse al ámbito de la otredad no-moderna. (Quintín, 1999, p. 53). No obstante, este distanciamiento encarna una paradoja, puesto que sobre el pasado y la tradición, la subjetividad moderna profesa cierta nostalgia que en buena parte influenciará la construcción de las subjetividades étnicas contemporáneas. Así las cosas, en palabras de Michel Agier (1999, p. 21) “Los grupos neoétnicos son así llevados a defender, a partir de una problemática de inserción en la modernidad urbana, una definición cuasi museográfica de la cultura material”.
Por otra parte, de manera subrepticia a la frecuente asociación del multiculturalismo con la reificación de las identidades y las nociones “naturalizadas” de etnicidad; y en desarrollo de la propuesta planteada por Gayatri Spivak (2007), podría aludirse al uso de una suerte de esencialismo estratégico por parte de los colectivos negros7 en aras de obtener el acceso a los derechos de una ciudadanía diferenciada consagrada constitucional y legalmente; lo que evidentemente ha permitido que pese a la retórica discursiva oficial —permeada por representaciones ontológicas y fosilizadas—, se hayan logrado reivindicaciones importantes para este tipo de poblaciones, impensables antes de la vigencia de la actual carta política y el consiguiente proceso de etnización.
En este sentido, resulta interesante acotar la forma en la que las comunidades negras del Pacífico como sujetos jurídicos y actores sociales han establecido dinámicas de resistencia frente a las cartografías bélicas que se han trazado sobre sus territorios. Por una parte han acudido a espacios de interlocución legítimos con las instituciones estatales, tanto en los ámbitos administrativos como judiciales, al incoar acciones relativas a procesos de titulación de territorios colectivos y protección de sus derechos fundamentales, invocando frecuentemente categorías de carácter étnico, así como el hecho de subrayar la presencia de rasgos y prácticas tradicionales y ancestrales. Por otro lado, se han implementado estrategias alternativas que apelando a la creatividad colectiva, pretenden declarar la neutralidad de las poblaciones frente a todos los actores armados y la erradicación de todo nexo directo o indirecto con éstos, como es el caso del establecimiento de comunidades de paz y de zonas humanitarias de refugio, que a falta de las condiciones para garantizar un retorno, aspiran a constituir una suerte de oasis en medio del conflicto.
Pese a los riesgos que entraña la categorización bucólica y ribereña en la que se ha enunciado la alteridad negra en Colombia, y que efectivamente ha dificultado sobremanera la imaginación de sujetos étnicos por fuera del Pacífico —en lo cual necesariamente hay que avanzar—, no pueden negarse los alcances obtenidos mediante dichas escenificaciones esencialistas en cuanto a la sobrevivencia de muchas colectividades negras en medio de la densa urdimbre de amenazas de despojo y desterritorialización que obedecen a lógicas impuestas por actores armados, empresas multinacionales e incluso, estatales. La eficacia simbólica de un discurso organizativo gestado a márgenes del río Atrato que impulsó una performatividad jurídica y de contera, el proceso de etnización que calificó como grupo étnico a los otrora invasores de tierras, continuó dotando de contenido a estas representaciones durante las décadas siguientes al proceso post-constituyente, signadas por la intensificación del conflicto armado. Así las cosas, el hecho de erigirse en pueblos tribales, guardianes de la biodiversidad y comunidades de paz, corresponde a la creación de unas categorías simbólicas de resistencia, no sólo frente a las lógicas de la violencia y la guerra elaboradas por actores al margen de la ley, sino también frente a las dinámicas desplegadas por el mismo Estado; lo que de una u otra manera ha permitido su supervivencia entre las pugnas por un territorio en la mira de la avidez geo-económica.
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