La democracia como dictadura

Democracy as Dictatorship

  • Carlos Perez Soto
En este ensayo expongo una radical desmitificación de la imagen que se tiene de la dictadura chilena de Augusto Pinochet Ugarte, que es vista habitualmente como un período de terror uniforme y aplastante, que habría asfixiado todo protagonismo popular. A partir de la distinción de fases en los estilos represivos y en la respuesta popular, propongo que esta imagen ha sido construida artificialmente para encubrir la continuidad histórica entre la dictadura de Pinochet y el actual régimen democrático. Esta reconstrucción histórica la pongo luego en conexión con una tesis, más general: la continuidad esencial entre ambos períodos políticos obedece al carácter dictatorial profundo de los regímenes que actualmente se llaman democráticos. Expongo los mecanismos dictatoriales característicos de las democracias actuales, y planteo tareas políticas que permitirían a una oposición progresista oponerse a ellos.
    Palabras clave:
  • Democracia
  • Dictadura
  • Oposición democrática
  • Poder burocrático
In this essay I propose a radical demystification of the perceived image of Augusto Pinochet Ugarte’s Chilean dictatorship as a period of uniform terror that suffocated all popular contestation. Based on the differentiation of repressive styles and the popular responses to them, I propose that this perceived image has been artificially constructed in order to hide the historical continuity between Pinochet’s dictatorship and the current democratic regime. I relate this historic reconstruction to a more general thesis: I argue that there is an essential continuity between both political periods ruled by the deep dictatorial character of so-called current democratic regimes. To conclude I highlight the dictatorial mechanisms of current democracies as well as the political tasks that would allow for a progressive opposition to these same mechanisms.
    Keywords:
  • Democracy
  • Dictatorship
  • Democratic Opposition
  • Bureaucratic Power

1 Introducción

La democracia actual es una ilusión. Los representantes no representan a los representados. Las altas tasas de abstención, el monopolio de los medios de comunicación, el clientelismo estatal, la falta de transparencia en los actos públicos, el sistema electoral, la convierten en un medio de contención y administración de la diferencia radical, vaciándola de sus contenidos clásicos y sustantivos: la participación ciudadana, el diálogo real sobre alternativas de desarrollo social, la promoción y construcción progresiva de los derechos políticos, culturales, económicos y sociales.

La democracia se ha convertido en un medio eficaz para la contención y disgregación del movimiento social. Más eficaz que los gobiernos militares, más eficaz que la totalización de lo social bajo las consignas de algún doctrinarismo ideológico. La combinación de tolerancia represiva y represión focalizada, la constante manipulación de la opinión pública a través de “agendas” comunicacionales artificiosas, el clientelismo objetivo que se produce a través de la precarización del empleo estatal, el doble discurso que combina mensajes “liberales” y “progresistas” con amenazas veladas y advertencias sobre “enemigos” e “imprudencias”, son sus principales herramientas.

En lo que sigue uso el caso de la dictadura de Augusto Pinochet Ugarte en Chile (1973-1990) como caso índice e introducción. Expongo algunos aspectos históricos y políticos que han llevado a la situación actual, las diferencias entre las realidades y los discursos sobre las que han sido construida, y un análisis de fundamentos que permita una perspectiva histórica más amplia. A partir de estos elementos propongo algunos derechos básicos que la ciudadanía puede esgrimir contra esta nueva forma de opresión, y las líneas fundamentales de lo que puede ser un programa de izquierda radical al respecto.

2 Dictadura real y dictadura imaginada

Los promotores de la democracia manipulada han sostenido sus pretensiones en un discurso que mistifica las dictaduras militares de los años 70 para producir el efecto de presentar todo compromiso culpable como realismo obligado y todo pequeño progreso como un triunfo sobre el terror.

La dictadura es presentada como terror homogéneo e indiscriminado, como exceso meramente militar, como oscurantismo carente de cualquier racionalidad que no sea el totalitarismo fascista y el ejercicio de la fuerza bruta. Con esta homogeneidad, que en Chile se habría extendido desde 1973 hasta 1989, los que sobrevivieron a dos o tres meses de encierro pueden hoy aparecer como torturados, a la par con los que fueron asesinados; los que volvieron al país a partir de 1980 pueden aparecer operando en la “clandestinidad”, bajo una constante amenaza de muerte; y los que en 1988 pactaron mantener la Constitución de Pinochet pueden ser considerados como astutos negociadores que habrían logrado derrotar la vanidad ciega y la estupidez de un tirano.

Cualquier ciudadano que forme parte de la enorme mayoría que se vio obligada al in-cilio durante esos diez y siete años puede recordar una realidad muy diferente. Cualquier investigación histórica que haya indagado en la racionalidad de esas dictaduras puede confirmar ese diagnóstico.

La dictadura militar no fue ni homogénea ni irracional, ni en el plano social y económico (en que vivimos sus consecuencias hasta el día de hoy), ni tampoco en el plano directamente represivo.

Aún un estudio muy somero de las formas de la represión militar durante el período mostraría que en Chile hubo cuatro años y medio de terror (septiembre 1973-abril 1978) y algo más de diez años de miedo (mayo 1978-octubre 1989). La diferencia es, física y políticamente, muy significativa.

Durante el terror, después de un breve período de violencia vengativa e indiscriminada (septiembre-noviembre 1973), se practicó el exterminio físico de las estructuras partidarias de los movimientos de izquierda de manera sistemática y planificada. Tan planificada que cuando se observa la militancia de los asesinados y desaparecidos de cada época se ve claramente que 1974 fue el año del Movimiento de Izquierda revolucionaria (MIR), 1975-76 el de los militantes socialistas, 1976-7 el de los comunistas. Tan sistemática que cuando se observa la relación entre torturados y desaparecidos se constata que, en general, salvo los inevitables excesos debidos a la brutalidad de los procedimientos, sólo se torturó a quienes resultaran necesarios para encontrar a los objetivos, y solo se asesinó y se hizo desaparecer a los objetivos principales, que eran los cuadros que formaban la estructura de los partidos perseguidos. Se pueden invocar decenas, y quizás cientos, de excepciones (los torturados fueron decenas de miles, los asesinados alrededor de 3500), pero el plan general, y su siniestra racionalidad, es nítido: sólo se asesinó a los que se consideró “necesario” asesinar. La enorme mayoría de los apremiados y torturados para producir tal exterminio fueron liberados, en general después de períodos que van entre una semana y dos meses, y sirvieron al objetivo, no menos siniestro, de difundir el temor general en el resto de la población. Es importante consignar, sin embargo que, debido a la polarización que la sociedad chilena alcanzó antes del golpe de Estado, este temor difuso se circunscribió casi exclusivamente en el segmento de la población que había simpatizado con la Unidad Popular. Mucho más de la mitad de la población chilena simplemente le dio la espalda a los perseguidos durante esos primeros años. Incluso diez o quince años después del golpe militar había una significativa proporción de la población que negaba el asesinato masivo conocido y que, en todo caso, vivió tiempos de plena “tranquilidad”, como si nada estuviera pasando.

La lógica de los grandes magnicidios es la misma. Muchos chilenos fueron asesinados en el exterior. La mayoría en Argentina, como efecto de la coordinación criminal que fue el Plan Cóndor. Pero no hubo una política homicida en contra de las decenas de miles de exiliados. Asesinatos como los de Orlando Letelier y Carlos Prats, atentados como el que afectó a Bernardo Leigthon, obedecieron a propósitos específicos, y perfectamente “racionales”. En la misma línea se pueden contar los asesinatos tardíos del ex presidente Eduardo Frei Montalva y del dirigente sindical Tucapel Jiménez, y el atentado contra el general Gustavo Leigh. Otros asesinatos que afectaron a militares como Oscar Bonilla o Augusto Lutz, a los cuales el Ejército ha bajado sistemáticamente el perfil durante cuarenta años, obedecieron a la misma lógica.

El terror instaura el miedo general, pero ambos obedecen a lógicas y políticas muy distintas, claramente diferenciables. Desde mediados de 1978 el número de personas buscadas, asesinadas y hechas desaparecer disminuye brusca y visiblemente. De manera consonante, la práctica de apresar y torturar grandes números de personas relacionadas, que apoyaba ese objetivo, fue abandonada. Se dejó la política del terror y se implementó de manera consistente la del miedo generalizado.

En esta nueva etapa (mayo 1978-octubre 1989), con la notoria excepción de la desarticulación del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR, 1896-1989), que siguió las pautas del asesinato buscado y ejecutado de acuerdo a un plan sistemático1, las muertes ocurridas en contextos represivos, probablemente entre doscientas y quinientas personas, ocurrieron sobre todo en las grandes protestas populares de los años 1983-1986. Se buscó disuadir e infundir el miedo masivo disparando de manera indiscriminada contra manifestantes, pero se usó para esto a personal emboscado, a francotiradores protegidos, en ocasiones y lugares señalados. Por supuesto en los barrios populares, no en las comunas en que viven las capas medias que también, en su momento, salieron masivamente a la calle.2 Por mucho que se usara la movilización de tropas para amedrentar a los pobladores más radicalizados, no hubo, sin embargo, la matanza expresa, directa, de las tropas enfrentadas a la población civil. Y no es que el Ejército chileno no pudiera o no supiera hacerlo. Matanzas directas, en que soldados disparan sobre trabajadores, han ocurrido a lo largo de toda la historia de Chile. Entre 1978 y 1989 no las hubo. Y es muy importante preguntarse por qué.

Para infundir el miedo general se usaron activamente sobre todo los medios de comunicación, cuya complicidad con las políticas represivas de la dictadura no ha sido asumida por sus dueños, los mismos de entonces, hasta el día de hoy. Pero se usó también el recurso a asesinatos notorios, particularmente crueles, a los que se dio publicidad masiva. Es el caso del degollamiento de los militantes comunistas Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Nattino, en 1985. Es también el caso de Tucapel Jiménez.

Sin embargo, la gran diferencia, la diferencia crucial, entre el terror y el miedo, es que el pueblo chileno resistió, luchó en contra y derrotó la política del miedo de manera activa y masiva. Entre 1983 y 1986 el pueblo chileno simplemente superó el miedo a la dictadura de Pinochet. Y esa superación ocurrió a través de protestas populares extraordinariamente amplias y masivas, que alcanzaron grados de radicalidad que ningún amedrentamiento pudo sofocar.

La amplitud de esas protestas se expresó no sólo en la radicalidad de las barricadas masivas, que entre 1983 y 1984 alcanzaron incluso los barrios de los sectores medios y se repitieron en todas las ciudades de Chile, sino también en muy amplios movimientos de ciudadanos que empezaron a pensar nuevamente en términos de derechos políticos, económicos y sociales fundamentales. Se pensó en una nueva Constitución, aparecieron grupos de profesionales que pensaron el derecho a la salud, a la educación, a la vivienda. Las universidades buscaron liberarse de la tutela militar, se conversó abiertamente en términos de pluralismo ideológico, e incluso los comunistas, ya en 1985, pudieron abrir y mantener públicamente un instituto de trabajo teórico y cultural. Prosperó la prensa alternativa (La Época, Fortín Mapocho, Análisis, Apsi). Se asistió a un gran florecimiento del arte y la actividad cultural anti dictatorial. Se inició el camino de la nueva historiografía chilena, de marcada inspiración marxista. Una institución no reconocida por el Estado, que congregaba a intelectuales pública y manifiestamente de izquierda (el Instituto que se convirtió luego en la Universidad Arcis) fue calificada nada menos que por El Mercurio, decano de la prensa de derecha, como una de las “luces de la República”.

Hablar de miedo en Chile entre 1980 y 1988 es simplemente omitir esta enorme y pública actividad de resistencia y lucha social, cultural y política. La mayoría de los exiliados por razones políticas volvieron,3 y la mayoría de los que volvieron encontraron oportunidades laborales, con la obvia excepción de los empleos dependientes del Estado. Notoriamente los exiliados que provenían de las capas medias, y que aprovecharon su exilio para obtener cualificaciones académicas, encontraron amplias oportunidades en el frondoso mundo de las ONG, que en esos años contó con múltiples fuentes de sustanciales recursos. Un efecto curioso de este retorno, y de esta vida que ha superado el miedo, es que nunca antes en Chile, ni siquiera bajo el gobierno de Salvador Allende, se escribió y publicó tanto en Ciencias Sociales como en el período 1983-1988. Por primera vez llegó a existir un estrato de intelectuales relativamente masivo, cuya enorme mayoría salvo, por supuesto, por el fenómeno de su “renovación” entonces plenamente en curso, podía contarse en la izquierda, en todo caso, y públicamente, contraria a la dictadura.

Nadie puede decir, al menos sinceramente, que en 1984-1989 imperaba el miedo en Chile. Aún con los asesinatos esporádicos, aún con las campañas de amedrentamiento, el Chile cotidiano, los círculos políticos e intelectuales, ya no funcionaban bajo la clave opresiva del temor. El resultado político de todo esto, extremadamente decisivo y relevante, es que simplemente desapareció la capacidad de la dictadura de darle una salida militar a sus dificultades. La apelación a la solución militar, en cualquier circunstancia, requiere de un sólido contexto político y social. Desde luego, las clases dominantes deben necesitarla y requerirla. Pero debe haber también importantes sectores de la población dispuestos a respaldarla. Ese contexto existió en Chile entre 1973 y 1978. Y había desaparecido completamente en 1984-1989. Sectores dispuestos a desarrollar el capitalismo sin contratiempos doctrinarios, sin ninguna aventura militar, como la de Tejero en España, o la de los generales argentinos en la Guerra de las Malvinas, que pudieran detener el firme propósito de las clases dominantes de completar su hegemonía económica a través de una situación de “normalidad política”. Y es por eso que nadie, ni los comandantes de las otras ramas de las FFAA, ni su propio Ministro del Interior, ni la embajada de Estados Unidos, apoyó el deseo irreflexivo de Pinochet de revertir por la vía militar el resultado del plebiscito de 1988. Cualquier conocedor medianamente agudo, en el momento mismo, e incluso desde dos años antes, podía prever que sería llevado a esa situación. Desde luego la ya formada Concertación de Partidos por la Democracia lo sabía. Por eso la tranquilidad de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, entrevistado por la propia televisión estatal supuestamente en manos de Pinochet, en la noche del 5 de octubre de 1988. Por eso Ricardo Lagos es salvado por una mano oscura de los asesinatos cometidos en venganza por el atentado contra Pinochet en septiembre de 1986. Y es por eso que el triunfo del plebiscito se celebró en las calles, masivamente, sin que nadie esperara ser acribillado a balazos o siquiera disuadido con gases lacrimógenos.

3 El sentido de la dictadura

Existe un amplio consenso entre los analistas sociales e historiadores en torno a que el gran contenido de la dictadura chilena no fue otro que la implementación del modelo neoliberal. Prácticamente nadie duda ya que el modelo institucional y político social consagrado en la Constitución de 1980 fue pensado para hacer posible ese modelo económico, y darle estabilidad política. Y hoy día se sabe que los promotores del modelo, conocidos como “Chicago boys”, estuvieron presentes ya en el programa presidencial de Jorge Alessandri en 1970, que se presentaron ante militares y empresarios como alternativa fundacional incluso antes del golpe de 1973, y conocemos por múltiples vías, incluso a través de sus propios relatos, la lucha que dieron al interior del gobierno de Pinochet contra los escasos militares nacionalistas entre 1973 y 1975.

El terror ejercido por la dictadura, motivado en su origen por los fantasmas y tensiones de la Guerra Fría, sirvió de marco objetivo no sólo para la “pacificación” y el sometimiento de las demandas sociales levantadas en el ciclo 1963-1973, sino también para su extremo desmantelamiento. Operó como el marco de hecho de la destrucción de todo asomo de estado de bienestar o proyecto desarrollista, y de la liquidación de toda demanda o conquista social relativamente avanzada. Desde la simple y llana derogación en bloque y de un plumazo del Código del Trabajo, hasta la elaboración de un marco institucional completo. Pocos dudan de que el terror político y el shock económico neoliberal fueran dos caras de un mismo proceso.

La dictadura operó como una gran fuerza disciplinante. De la fuerza de trabajo, de las aspiraciones sociales, del horizonte de expectativas de los sectores que ocuparon el centro político, en particular de la Democracia Cristiana.

Pero también la notoria descomposición del bloque de países socialistas a lo largo de los años 70 operó en el mismo sentido. Los sectores medios, los políticos e intelectuales que provenían del asenso y apertura de las capas medias y que fueron llevados al radicalismo político en los años 60, emprendieron su “renovación”. Un amplio viraje hacia la “moderación”, acompañado de sonadas autocríticas, de oportunas desilusiones, y del “descubrimiento” de las bondades de la democracia liberal. Los palos de la dictadura y las tentadoras zanahorias ofrecidas por las ONG resultaron irresistibles. La crítica de las realidades del socialismo, ampliamente criticables, operó como puente oportuno para la aceptación implícita de los fundamentos del modelo económico y social que se promovía desde la derecha.

El “socialismo democrático” que surgió de esta serie de factores convergió con facilidad y sospechosa rapidez con el “liberalismo democrático” proclamado ahora por los mismos que habían fomentado el golpe de 1973. Respecto de esta feliz conjunción, que realizaba hasta más allá de lo imaginable las ambiciones del “compromiso histórico” promovido por el centro político europeo en los años 70, sólo restaban dos escollos visibles y molestos: la dictadura militar y el movimiento popular en ascenso.

Entre 1985 y 1989, en un contexto de superación del temor, en que incluso el Partido Comunista, declarado ilegal y reprimido, mostraba voceros y actividad pública reconocida, surgió una tendencia que en principio podría parecer curiosa, y que se mantiene hasta el día de hoy: los propios partidos de la Concertación se convirtieron en voceros del miedo masivo, agitando el peligro de una nueva escalada de terror militar como modo de llamar a la “paz”, a la moderación, a la negociación. Levantaron un discurso en torno a la eventual irracionalidad de Pinochet, atribuyéndole un poder personal sin fisuras ni límites, y una capacidad de represalia masiva y sin contemplaciones. La gran mayoría de los adherentes a ese conglomerado, sobre todo los provenientes de los sectores medios, se convencieron de este discurso, lo hicieron suyo con una rapidez y profundidad a todas luces sospechosa. Se llegó al absurdo de que justamente los sectores sociales menos reprimidos, aquellos a los que se toleraban los más amplios niveles de autonomía y acción política, proclamaban un temor sostenido por los horrores que no sufrían, un temor mucho mayor que el que imperaba en los sectores populares en los que la represión, ahora policial, se había convertido en una realidad cotidiana.

Los muchos analistas y teóricos políticos que escribían y construían discurso a diario (más que en ninguna otra época en Chile), incluso los de izquierda, levantaron un discurso que lisa y llanamente asimiló el terror de los años 1973-1978 a las políticas del miedo de los años 1980-1988. Un discurso que alcanzó a los artistas, a las organizaciones de profesionales, y que trascendió al mundo, donde se había reactivado desde las protestas de 1983 la solidaridad con Chile, luego de que había decaído tras una serie de causas tercermundistas emergentes. El terror en Chile se convirtió en un ícono mundial que llevó al absurdo de que muchos europeos simpatizantes de la causa chilena se sorprendieran al visitar el país ante el enorme contraste entre la oscuridad que se trasmitía al exterior y la realidad de la fuerza y la amplitud del movimiento popular en auge. Hasta el día de hoy se suele encontrar personajes que relatan sus “heroicos actos de resistencia” de los años 86-89, omitiendo por completo el contexto de pérdida general del miedo en que ocurrieron.

Y esto es crucial: el relato del miedo general es necesario para presentar, como contraste, el “heroísmo” de la lucha por la democracia como gesta fundacional. La Concertación de Partidos por la Democracia, coalición gobernante desde 1990 hasta hoy, inventó su propia auto glorificación exagerando la represión que sus personeros sólo sufrieron de manera esporádica, y omitiendo por completo el amplio movimiento social sobre el cual pudieron ejercer sus “heroísmos”.

4 Democracia imaginada, democracia real

La lucha de todos los sectores en contra de la dictadura en Chile fue unánimemente calificada de “lucha por la democracia”. La contraposición simple “democracia-dictadura”, además de operar como un muy buen eslogan de campaña, parecía no ofrecer mayor complejidad. Aparentemente todos sabían qué era una democracia, y a nadie le cabía ninguna duda de qué es lo que se rechazaba como dictadura. La euforia general tras los graves compromisos políticos y económico-sociales que marcaron la llegada de la Concertación al gobierno fue motivada, según la óptica general, por un “triunfo de la democracia”. Más de veinte años de plena vigencia, y progresiva profundización, del modelo económico y social neoliberal, sin embargo, nos obligan a preguntarnos qué fue lo que realmente triunfó en ese conjunto de eventos tan celebrados.

Tal como hace veinticinco años nuestro problema parecía ser la dictadura, hoy en día es muy evidente que nuestros problemas derivan de lo que llegó a ser el régimen “democrático” que la siguió. Ni la dictadura ni la democracia que nos han presentado son realmente lo que se pretende. La dictadura militar no fue sino la máscara, ineficiente, de un modelo económico depredador y sobre explotador, la democracia actual no es sino otra máscara, pero ahora muy eficiente, exactamente para el mismo modelo. Tal como examinar los dobleces de lo que se nos ha presentado como dictadura es necesario para entender nuestro pasado, y el modo en que nos condujo a la situación actual, entender los profundos dobleces de lo que ahora se nos presenta como “democracia” es esencial para entender nuestro presente.

La democracia moderna, en general, ha seguido una historia paradójica: mientras su concepto no ha dejado de enriquecerse y crecer en contenido, su práctica real, después de unas cuantas décadas de avances iniciales, se ha empobrecido de manera profunda y progresiva.

Se puede rastrear el origen y desarrollo de la democracia moderna, tanto en su concepto como en las luchas para realizarlo, prácticamente hasta los siglos XIII y XIV. Desde la idea de soberanía popular y la demanda por la positividad del derecho en Marsilio de Padua, pasando por las repúblicas italianas, y luego por todos y cada uno de los momentos revolucionarios a través de los que la burguesía fue consolidando su hegemonía como gobierno, su historia es larga y compleja. Su realidad efectiva, masiva, hegemónica, como modelo institucional, sin embargo, no va más allá de la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo a través de la progresiva ampliación del censo electoral, primero en Francia y Alemania, y luego en el resto de los países de Europa. En rigor los estándares mínimos de lo que hoy aceptaríamos como un sistema realmente democrático sólo fueron alcanzados después de la Primera Guerra Mundial, e incluso, en la enorme mayoría de los países del mundo, mucho después de la Segunda. Como contraste, esa es justamente la época (años 20-30) en que empezó a ser vaciada de todo contenido real.

Al horizonte democrático, considerado como concepto, se han ido incorporando progresivamente rasgos, condiciones y consecuencias que, como ideal ético y político, lo convierten en la culminación del humanismo moderno. Existe una clara consciencia de que un sistema político democrático requiere ciudadanos autónomos, con altos niveles educacionales y culturales, con pleno acceso a la información y amplia capacidad de expresar, intercambiar y promover ideas.

Se considera un requisito mínimo que la voluntad de estos ciudadanos sea representada en la estructura del Estado a través de elecciones abiertas, libres e informadas. Y se considera que un complemento necesario para estos mecanismos de representación es que los actos de la administración estatal sean plenamente transparentes y fiscalizables tanto de manera directa como a través de organismos independientes sobre los que también pese esta exigencia. Sin embargo, los promotores del ideal democrático están de acuerdo también en que estos mecanismos de representación de la ciudadanía no deben consistir en la simple delegación de la soberanía, por razones operativas, sino que deben contemplar y ejercer de manera permanente la participación activa de los representados en las deliberaciones y decisiones. Muchos teóricos incluso consideran que es esta condición participativa la que es la verdadera sustancia del régimen democrático, y que los mecanismos de representación deben estar subordinados a ella. Existe, por esto, un consenso muy amplio en torno a que un sistema formal y meramente procedimental, que se limite a asegurar mecanismos eleccionarios, debería considerarse incompleto y defectuoso.

Pero el ejercicio real y efectivo de la soberanía popular es considerado hoy en día sólo el modo de un sistema democrático, no su fundamento ni su contenido. Arraigando su reflexión en el idealismo ético kantiano, la mayoría de los teóricos de la democracia consideran que el fundamento de la democracia es el supremo respeto por la dignidad humana, y muchos van más allá: el contenido y propósito de un sistema democrático sería promover y realizar esa dignidad.

Es por eso que hoy en día se considera que un requisito mínimo para que un sistema político sea llamado democrático es el respeto de los derechos humanos. Otros han agregado a este mínimo el respeto y la promoción de los derechos económicos y sociales. Se han agregado aún, desde muy diversos sectores ideológicos, el respeto y la promoción de los derechos de género, y étnicos y culturales. Hay quienes sostienen incluso que un sistema político no debería ser considerado como realmente democrático si no promueve la viabilidad de la comunidad humana misma, es decir, si no promueve una convivencia sustentable y en armonía con el medioambiente. Muchas condiciones, muchos ideales, todos deseables.

Es respecto de estos estándares, que los “defensores de la democracia” no se cansan de repetir de una manera curiosamente unánime, que deberíamos preguntarnos ¿qué tan democrático es el sistema político que se nos presenta como tal?

Considerando la calidad y la altura de tales ideales, se trata de una pregunta trivial. Sin embargo una pregunta sospechosamente omitida por tales “defensores”. Incluso, curiosamente, el sólo formularla con ánimo radical frecuentemente es visto como un indicio de ánimo “antidemocrático”. El discurso sobre el ideal democrático es tan unánime, tan insistente que, repetido como sonsonete por políticos y medios de comunicación, parece tener el efecto mágico de inhibir la indagación sobre su realidad efectiva. Decir en voz alta que la democracia imperante no es democrática parece por sí mismo un atentado contra su estabilidad.

Y si la realidad no sólo no se compadece con el ideal que se predica de ella sino que está tan alejada que incluso lo contradice frontalmente deberíamos preguntarnos contra la estabilidad de qué apuntan nuestras preguntas.

Si consideramos los nobles ideales que se nos presentan como democracia debería ser obvio que no pueden llamarse democráticos sistemas donde impera el monopolio privado o estatal sobre los medios de comunicación, o donde exista una flagrante y enorme diferencia entre las capacidades de acceso a la información y de propagación de ideas entre los ciudadanos comunes respecto de las que detentan grandes oligopolios o aparatos estatales.

Debería ser obvio que no puede llamarse sistema democrático a un marco institucional en que la representación esté gravemente distorsionada por mecanismos electorales no proporcionales, por el lobby de las grandes empresas sobre los representantes, por la falta de transparencia real sobre los actos de los organismos del Estado, por la inexistencia de mecanismos de consulta general y directa a los ciudadanos sobre los problemas que los afectan, o mecanismos de revocatoria directa del mandato de las autoridades cuestionables.

Debería ser bastante obvio también que no pueden llamarse democráticos a sistemas políticos en que los representantes, en contradicción expresa con lo que debería ser su mandato, aprueban normas que perjudican gravemente a sus representados, que permiten destruir su acceso real a los derechos económicos y sociales más básicos, que omiten o niegan sus derechos de género, étnicos y culturales, que permiten e incluso una relación desastrosa con el medio ambiente.

La magnitud de estas contradicciones y daños es hoy tan grande y tan evidente que no deberíamos dudar en nuestro juicio: no vivimos en un sistema democrático.

5 Del terror a la administración

El horizonte democrático clásico, que formó parte del pensamiento progresista burgués desde el siglo XVII, culminó en el terror y en la dictadura totalitaria. El nazismo, el fascismo, el estalinismo en Europa, las dictaduras militares de los años 70 en América Latina. Las promesas de participación, autonomía ciudadana y soberanía popular, resultaron simplemente incompatibles con la explotación capitalista, la anarquía del mercado, la depredación de los recursos naturales.

El crecimiento objetivo de los niveles educacionales de la población general, que formaba parte tanto de ese ideal como de las necesidades del desarrollo técnico de la producción, produjo un sustancial aumento de la consciencia de la opresión entre los trabajadores, las mujeres, las minorías discriminadas y, a la vez, un progresivo aumento de la expectativa de una vida cómoda y satisfactoria que estaba implícita en los revolucionarios aumentos de la productividad. Tanto las luchas sociales como las crisis capitalistas aumentaron en extensión e intensidad hasta un punto tal que pareció que sólo podían ser contenidas a través del totalitarismo. En la superficie política la guerra mundial y el empate nuclear durante la guerra fría mostraron el fracaso de esa alternativa. En el orden estructural, muy por debajo de estos eventos llamativos, una nueva clase social se abrió paso promoviendo un orden que resultó capaz de contener a la vez la anarquía capitalista y el potencial subversivo del movimiento popular.

Tanto en el nivel de la división técnica del trabajo como en la coordinación global de la división social del trabajo, es decir, tanto en el orden de la producción misma como en el de la operación del Estado, la burocracia estableció e hizo crecer su hegemonía a partir del distanciamiento progresivo del propietario capitalista respecto del saber técnico de la producción y la incapacidad sistemática de los agentes capitalistas mismos, en competencia, para regular sus relaciones económicas.

La burocracia empresarial, que fue tomando en sus manos la gestión concreta de la producción y las ventas en las grandes corporaciones, promovió una extraordinaria ampliación del capital accionario con lo que, de hecho, el control del propietario clásico se debilitó aún más. Paralelamente promovió una política de grandes acuerdos entre las corporaciones, repartiendo el mercado por productos y nichos de consumidores en lugar de continuar la guerra comercial abierta. Desde los años 50 la competencia capitalista se convirtió en una apariencia, más bien al nivel de las técnicas de comercialización, que en la guerra sustantiva que caracterizó al capitalismo de libre concurrencia. El enorme volumen de los contratos establecidos directamente con los Estados, la diversificación de las marcas y modelos en los productos de consumo, la apelación cada vez mayor al capital financiero privado y estatal, convirtieron la competencia capitalista abierta y agresiva más bien en una excepción que una regla. Las empresas capitalistas, trasnacionalizadas no sólo en su producción y en la extensión de sus mercados sino incluso en sus capitales y estructuras corporativas, convirtieron a las guerras inter imperialistas en un fantasma del pasado. Un solo momento de este proceso sirva como ejemplo: la otrora poderosísima industria automotriz norteamericana colapsó completamente ante el auge de las fábricas chinas, nominalmente bajo un régimen comunista, sin que a nadie se le haya ocurrido resucitar la guerra fría.

Bajo el poder burocrático la negociación entre empresas trasnacionales y el consiguiente reparto de los mercados convirtió a la competencia capitalista en un fenómeno local, en un recurso extremo, en un modo de incentivar y disciplinar la producción. Perdió la sustantividad que la hacía parte de la esencia del sistema y se convirtió más bien en una gran apariencia cuyo efecto estructural real no es sino vehiculizar la administración global. Lo mismo ocurrió con la democracia. La competencia capitalista actual no mueve el mercado global, lo administra. La contradicción directa, las crisis cíclicas (que siguen existiendo), han perdido su sello de “lucha a muerte” para dar paso a las negociaciones entre los grandes y la simple depredación de los empresarios medianos y pequeños en condiciones de brutales y abrumadoras diferencias en la capacidad de acción económica de los supuestos competidores. Es el caso de la relación entre las grandes corporaciones manufactureras y sus proveedores de partes y piezas repartidos en maquilas a lo largo y ancho del mundo. Es también el caso de las grandes trasnacionales de la alimentación y la explotación que ejercen sobre los pequeños y medianos agricultores. Los principales afectados por estas relaciones, por supuesto, son los trabajadores, que deben soportar ahora sobre sus espaldas el efecto de una doble relación de explotación.

No es que no haya competencia. El asunto es más bien que esta se da sólo entre los pequeños y medianos empresarios, en el marco de la hegemonía absoluta de los pactos entre las grandes empresas trasnacionales. Esto la ha convertido realmente en un modo de administrar la productividad en un mercado altamente regulado a nivel macroeconómico. Es decir, la ha convertido en un mecanismo que mantiene la esencia del capitalismo a nivel local mientras se pierde completamente a nivel global. ¿Compitió la industria automotriz norteamericana con la japonesa o la china? No. Los grupos económicos trasnacionales mismos optaron por destruir la primera potenciando la segunda, buscando con ello aumentar sus márgenes de ganancia.

Lo que me interesa destacar aquí no es el hecho mismo de la desustancialización de la competencia sino la notoria diferencia entre apariencia y realidad que contiene. El asunto no es que ya no haya capitalismo. El asunto es en qué nivel operan los mecanismos capitalistas y cuál es la hegemonía que los preside. Esa diferencia me interesa porque es la misma que hay entre la apariencia democrática y su contenido totalitario. No es que no haya democracia. El asunto, al revés, es que hoy en día la democracia no es sino el modo de la operación local de la dictadura global. Del mismo modo en que la competencia no es sino el modo de operación de la depredación local en un mercado completamente regulado a nivel global.

6 La democracia como administración

Ya la gran expansión del censo electoral ocurrida entre 1880 y 1930 estuvo atravesada por tendencias anti democráticas. Con una actitud a medio camino entre la sorpresa y la hipocresía los intelectuales e incluso los medios de comunicación señalaron a los gobiernos norteamericanos de los años 20 como los más corruptos de su historia. Mientras más coloridas y sonadas eran las elecciones de los congresistas y presidentes de Estados Unidos menos representantes reales de la voluntad popular eran sus triunfadores.

El uso de los medios de comunicación de masas en campañas de manipulación evidentes de la “opinión pública”, la intervención a gran escala de los intereses empresariales en todos los aparatos del Estado, el uso del doctrinarismo ideológico como modo de quitar complejidad y eficacia a la soberanía popular, son signos evidentes y señalados desde todos los sectores. Que el propio presidente de los Estados Unidos haya denunciado el poder del “complejo industrial-militar” (y su propia impotencia) es de algún modo la culminación de estas críticas. Otro tanto podría decirse del curioso coro de voces oficiales en contra de la “irresponsabilidad y la avidez” de los bancos desde 2008, o de Al Gore denunciando la catástrofe ambiental. Quejas que, en todo caso, no logran tocar ni un pelo de lo que denuncian e incluso, paradójicamente, permiten a sus autores un cierto grado de legitimidad para consagrar una vez más a los propios poderes que critican.

El tránsito desde la hegemonía burocrática de baja tecnología, asociada a la guerra fría y a la industria armamentista, al dominio de una burocracia de alta tecnología, ligada al capital financiero, a las nuevas tecnologías de la información y a la industrialización post fordista, ha dado lugar a un significativo cambio en el carácter “corrupto” de las democracias del siglo XX. Derrotado el doctrinarismo de la guerra fría, destruido el estilo de industrialización en que se fundaba, el discurso “democrático” se ha convertido en el principal recurso ideológico en la nueva situación. Por todas partes la caída del socialismo, que no hace sino encubrir la caída de la industrialización fordista, es proclamada como “triunfo de la democracia”. Por todas partes, a la vez, los signos de la esencial debilidad y pérdida de sustantividad de esta nueva “democracia” se hacen cada vez más notorios. La democracia se ha convertido en el modo de administración eficaz de todo aquello que las dictaduras no lograron administrar.

La formas “democráticas” que han prosperado desde los años 80, que son la expresión política de la profunda re-estructuración de la división internacional del trabajo que llamamos post fordismo, tiene su precedente en las que surgieron tras la gran crisis del 29 (en Estados Unidos) y la Segunda Guerra Mundial (en Europa “occidental”). Ya en el autodenominado “mundo libre” se impusieron, fuertemente condicionados por la guerra fría, sistemas institucionales que enfatizaron la formalidad electoral quitando en cambio todo contenido realmente participativo a ese mecanismo.

Coaliciones de partidos “centristas”, basadas en una amplia y profunda aceptación del marco capitalista y su necesidad de regulación burocrática, coparon el espectro político sobre la base del control (privado pero funcional) de los medios de comunicación, el financiamiento estatal de sus propias actividades y estructuras, y mecanismos electorales que distorsionaban gravemente la representación proporcional y directa. La sustantiva elevación de los estándares de vida, fundada en la industrialización fordista y el saqueo del Tercer Mundo, generó una ciudadanía pasiva, a pesar de sus altos niveles educacionales, que se acostumbró a asistir a la política más bien en una actitud de consumidores o clientes que de ciudadanos autónomos. El empate político obligado por la guerra fría acostumbró a la oposición a la impotencia, a circunscribir su horizonte de demandas en lo que el estado de bienestar (fundado en el saqueo) permitía.

En un marco en que los “opositores” resultaban tan sistémicos como los defensores, el debate político perdió toda radicalidad, el discurso imperante perdió el horizonte de alguna alternativa real hasta configurar lo que Herbert Marcuse diagnosticó como pensamiento unidimensional.

Para las izquierdas del Primer Mundo la radicalidad se desplazó hacia la periferia. Allí el movimiento popular en ascenso, tanto bajo formas nacionalistas como bajo retóricas marxistas, avanzó efectivamente hacia una progresiva apertura democrática centrada en la autonomía nacional y la participación popular, a lo largo de los años 50 y 60. Esa ampliación democrática en el Tercer Mundo es la que llegó a su fin en los años 70, con las dictaduras militares en América Latina, las guerras fratricidas provocadas desde el exterior en África y Medio Oriente y, en todos los casos que fue necesario, la agresión militar imperialista directa a favor de los dictadores locales.

El colapso de la apertura democrática en el Tercer Mundo es paralelo a una profunda agudización del carácter meramente procedimental de las democracias europeas y norteamericana. La “corrupción”, que no es más que la publicidad de los excesos de un sistema de cooptación del Estado por el capital, que funcionaba ya desde hacía más de un siglo, perece emerger y llegar a la vista de los ciudadanos. Las altas tasas de abstención electoral terminan por viciar completamente los mecanismos de representación, convirtiéndolos en un mero espectáculo de reproducción de la casta de políticos profesionales. Los mismos partidos políticos europeos, cuyo carácter se había formado en el marco ideologizado de la guerra fría, se disuelven o re-estructuran radicalmente, dando origen a agrupaciones de un carácter ideológico vago, con la característica común y transversal de aceptar en diversos grados tanto las formalidades políticas liberales como el emergente modelo económico neoliberal.

Con la caída de la Unión Soviética y la conversión de China al capitalismo se pierde, en la política oficial, el último vestigio de bidimensionalidad. Por cierto una bidimensionalidad que ya era espuria: escoger entre el totalitarismo burocrático o la dictadura burocrática liberal. Pero, a la vez, sin un enemigo exterior poderoso se hacen innecesarias las dictaduras militares que contenían a los países que podrían haberse volcado hacia la órbita soviética.

Es ese contexto internacional el que preside el “triunfo de la democracia” en América Latina. Un contexto que permitió el traslado y perfeccionamiento de la corrupción democrática europea en países cuyas tradiciones políticas sólo conocían la alternancia entre tímidas aperturas debidas al auge de las capas medias y la recurrencia de la represión militar.

Democracias “de baja intensidad”, con sistemas electorales no proporcionales, altos niveles de abstención, tutelas institucionales, intensos compromisos con la banca internacional y el capital trasnacional extractor de recursos. Democracias dirigidas por políticos profesionales que se auto perpetúan, que operan abiertamente a espaldas de sus electores. Estados que gastan una significativa proporción de sus ingresos en sí mismos, cuidando en todo caso de reservar una proporción aún mayor directamente a los empresarios. Gobiernos formalmente de “centro izquierda” que resultan más derechistas que sus propios opositores. Retóricas democráticas y progresistas perfectamente paralelas a la consistente profundización del modelo económico y social neoliberal. “Superación de las ideologías” en beneficio de la única que, cumpliendo justamente una de las connotaciones esenciales de las ideologías, resulta invisible: la de la dominación capitalista y burocrática.

7 Mecanismos de una nueva dictadura

A pesar de que ya he ido mencionando los mecanismos que permiten que la democracia administrada resulte una férrea forma de dictadura, es bueno reunirlos y enumerarlos de forma explícita y agregar algunos que también constituyen su sustento. Sólo desde esta enumeración podremos vislumbrar hasta qué punto es crucial para la lucha revolucionaria una profunda revalorización de la democracia efectiva, y una discusión detallada de las formas a través de las cuales puede ser alcanzada y garantizada. Justamente esta es una de las conclusiones para las que he escrito este texto: si la democracia se ejerce como dictadura la lucha por hacerla real debe formar parte de la lucha revolucionaria. No hacerlo es abandonar al enemigo su principal fuente de legitimación.

Como he señalado más arriba, el fundamento de la democracia administrada es el ideologismo según el cual los ciudadanos no están preparados o carecen de las competencias necesarias para ejercerla de manera real y directa. Se trata de un recurso que opera sobre una doble falacia. Por un lado se exageran de manera artificiosa las complejidades de los actos y decisiones que requiere el buen gobierno de la sociedad. Por otro lado se subestima de manera grosera la capacidad de los ciudadanos comunes para dominar tales supuestas complejidades o su capacidad para alcanzar las competencias necesarias. A su vez ambos argumentos cuentan con una consistente y abrumadora campaña de apoyo por todas las vías de la comunicación social. Por un lado se reiteran ad nauseam las excelencias de las supuestas certificaciones y cualificaciones de los expertos. Cada vez que aciertan en algo sus éxitos son voceados con todo entusiasmo; cada vez que se equivocan (lo que ocurre la mayor parte de las veces) sus fracasos son atribuidos a terceros o a circunstancias exteriores a su gestión. Por otro lado, paralelamente, por todos los medios se enseña a los ciudadanos a desconfiar de su propio criterio, a considerarse parte de una masa indiferenciada, consumista, advenediza, dispuesta a apoyar cualquier promesa populista. En el extremo de esta doble operación ocurre, por un lado, que los supuestos expertos, supuestos supremos responsables de la gestión social, nunca pagan ni se hacen cargo de su incompetencia, ni aún en los casos en que significan enormes y profundos daños. Los gerentes de los bancos más grandes del mundo, responsables de su quiebra masiva, se retiran a sus vidas privadas llevándose millonarias compensaciones. Los responsables de los errores médicos masivos nunca llegan a ser conocidos. Lo que las grandes empresas pagan por los enormes daños ambientales que producen es grotescamente menos que las ganancias que obtienen, y los técnicos y gerentes que idearon y promovieron esos daños quedan siempre en el anonimato.

Y ocurre, por otro lado, que se enseña a los ciudadanos a sentirse incapaces de manejar incluso su propia vida psíquica, la crianza de sus hijos, sus relaciones intersubjetivas. El mensaje general, omnipresente y ominoso es “pida ayuda a un experto”, “ni usted ni sus amigos (que son simples aficionados) saben cómo abordar estos asuntos”. Escuelas y revistas especializadas para padres, manipulación subjetiva permanente en el lugar de trabajo, historias de terror subjetivo recurrentes en los medios de comunicación. Y, por cierto, la tautología final, al más puro estilo de la Inquisición medieval: si usted se empeña en creer y afirmar que no necesita de un experto… es porque urgentemente requiere uno.

Se puede llamar sistema del saber a la forma de legitimación del poder burocrático constituido como polo hegemónico del bloque de clases dominantes. La pretensión de saber, que es su núcleo, el sistema de auto certificaciones que avala esa pretensión, la desautorización autoritaria de los saberes comunes, la depredación y propiedad privada de los saberes efectivamente operativos, son sus principales elementos. De todo esto lo que aquí me importa es su efecto sobre lo que se nos presenta como democracia.

La legitimación democrática, por supuesto, exige que esta dictadura de la experticia no se ejerza de manera directa. El sistema eleccionario legitima, con sus formas tramposas, ante el conjunto de la ciudadanía, lo que los burócratas deciden entre ellos revistiéndolo (incluso para ellos mismos) con el aura de la pretensión de saber. Es para que esta doble operación funcione que es necesario, como he señalado más arriba, que los ciudadanos, e incluso sus representantes, sean tutelados por los que “realmente saben”.

La forma más directa de este tutelaje consiste en establecer mecanismos electorales no proporcionales que aseguren que las eventuales mayorías parlamentarias inconvenientes puedan ser contrapesadas por representantes designados o elegidos de tal manera que resulten sobre representados. El sistema binominal que impera en Chile es un ejemplo de esto. Por cierto, entre nosotros es ya bastante impopular, y se levantan voces incluso oficiales que lo critican como antidemocrático. Los que esas voces omiten mencionar, sin embargo, es que se trata de un sistema comúnmente usado en los países que se consideran de manera automática y casi por definición como “democráticos”. Curiosamente, cuando se hace un mínimo recorrido histórico y geográfico, se encuentra que es justamente América Latina la región que tiene más sistemas proporcionales, mientras que la realidad de las llamadas “democracias occidentales”, tan invocadas como modelos, es casi uniformemente vergonzoso. Empezando desde luego por las groseras alteraciones de la proporcionalidad en el sistema electoral de Estados Unidos (la “gran democracia del norte”) y luego por los sistemas que imperan en Inglaterra, Italia y Alemania desde la Segunda Guerra Mundial, sin que ningún defensor de la democracia siquiera repare en ello.

La elección proporcional de representantes, sin embargo, es apenas un requisito mínimo. El monopolio estatal o mercantil de los medios de comunicación, y su papel en la formación espuria de una “opinión pública” sesgada, es el segundo gran mecanismo de tutela. Una realidad respecto de la cual nuevamente las orgullosas grandes democracias no pasan la más mínima prueba de blancura.

Pero aún con una representación proporcional y medios de comunicación alternativos medianamente poderosos el camino hacia los estándares democráticos puede ser muy largo.

La “corrupción” es un gran obstáculo. Un obstáculo que hay que poner entre comillas porque es presentado con tintes morales, como si se tratara de prácticas excepcionales y de mera responsabilidad individual, omitiendo con ello todo el entramado de normas que expresamente crean el espacio para su práctica y su encubrimiento.

El financiamiento privado por parte de las grandes empresas de las campañas electorales es la forma más común. Por supuesto los burócratas en lugar de perseguir toda forma de financiamiento privado sospechoso han agregado a este el financiamiento estatal de los partidos políticos, obligando a los ciudadanos a financiar a la propia casta política que los oprime. Hay que notar que, en la medida en que este financiamiento estatal es proporcional a la votación, favorece sistemáticamente la reproducción en el poder de los grandes bloques políticos mayoritarios, tendiendo a disuadir la aparición de vertientes alternativas.

Todos saben, sin embargo, que la forma más efectiva de la “corrupción” política se realiza a través de lo que se llama de manera elegante “lobby”, es decir, la presión constante de cabilderos que representan los intereses de las grandes empresas ante los representantes elegidos. Por supuesto, nuevamente, los burócratas en lugar de prohibir y perseguir tales presiones han optado, exactamente al revés, por legitimarlas, dictando leyes y reglamentos que les ofrecen un manto legal y a la vez, sistemas de transparencia y fiscalización intencionalmente débiles, exentos de castigos realmente significativos. Y, por cierto, nuevamente, es precisamente en las alardeadas grandes democracias donde este sistema ha llegado al extremo de que los ciudadanos comunes no tienen la menor oportunidad de influir sobre los que se supone son sus propios representantes si no apelan al oficio mediador (y pagado) de estos agentes. En Chile, por otro lado, ejemplo de prácticas antidemocráticas, no sólo se ha abandonado completamente la idea de dictar una ley contra el lobby, sino que se ha llegado al extremo de aceptar por más de una década un activo lobby para que no haya siquiera una ley que lo regule.

Los efectos nocivos del lobby y los financiamientos turbios a las campañas políticas son posibles gracias a la falta general de transparencia de los actos del Estado y de sus instituciones asociadas. La tónica general, en todo el mundo “democrático”, no es impedir la transparencia sino, aparentemente al revés, dictar leyes que la consagran. Pero, nuevamente, leyes extraordinariamente débiles, sin fiscalizaciones ni castigos eficaces, provistos de toda clase de mecanismos y mediaciones que impiden el acceso real a la información. Otra vez un primerísimo ejemplo de este doble estándar es la gran democracia norteamericana donde en principio toda información pública es accesible y, sin embargo, hasta en los temas más banales puede ser declarada secreta por simple decreto ejecutivo, y donde la sonada desclasificación de estos secretos veinte o cuarenta años después es burlada simplemente tachando de negro los párrafos inconvenientes en los documentos. También Chile es fuente de ejemplos interesantes. Por un lado se pide a los violadores de los derechos humanos que declaren donde enterraron a los asesinados y desaparecidos, por otro se declaran secretos por décadas sus testimonios para que no puedan ser perseguidos legalmente: el propio Estado como agente obstructor de la justicia.

La decadencia general del horizonte liberal democrático y su conversión progresiva en dictadura burocrática es notoria también en la decadencia general del horizonte garantista del derecho burgués.

La creciente práctica de generar normas orientadas a combatir, anular, erradicar “enemigos”, creando tipos penales vagos y genéricos, respecto de los cuales se disminuyen abruptamente las garantías procesales, penales y penitenciarias, permite que la “libertad” democrática, que ya no parece estar amenazada por la tutela militar esté, sin embargo, atravesada lado a lado de vigilancia y represión policial.

El constante amedrentamiento de la población en torno a la delincuencia y al terrorismo crea un respaldo social aparente a estas políticas. Un respaldo que no pasa de la operación tautológica de sembrar el miedo y recoger luego la demanda que se crea a partir de él. Incluso, en el extremo, exista esa demanda o no: hace bastante tiempo que sabemos que lo que los medios de comunicación presentan como “lo que la gente pide” no es sino lo que ellos mismos han decidido previamente se debe pedir. Respecto de los “enemigos públicos” toda voz alternativa es encasillada en una puesta en escena maniqueísta: cómplices, ingenuos o, peor, quizás enemigos ellos mismos.

Pero aún con todos estos mecanismos a su favor las clases dominantes no pueden confiar completamente los asuntos públicos a los políticos, a los que ya en sus formas ideológicas fascistoides anteriores había optado por descalificar y desprestigiar. Sobre todo aquellos que tengan que recurrir al molesto pero necesario escrutinio electoral siempre serán sospechosos de querer incurrir en políticas populistas y demagógicas.

La mejor manera de prevenir estas desviaciones es simplemente rebajar la importancia del parlamento y gobernar directamente desde el ejecutivo. La vía para que esto sea realmente eficaz no es, como se podría creer, aumentando el poder del presidente o de un primer ministro como figuras aisladas. Esto sería nuevamente peligroso: demasiado poder en muy pocas manos. La vía eficaz es más bien aumentar el poder de la administración ejecutiva como conjunto frente a los poderes legislativo y judicial. Y, a su vez, controlar a los funcionarios de la administración uno por uno, dedicándose cada rubro de los intereses de la banca y la gran empresa a los que les atañen a través del omnipresente lobby.

Para esta política los mismos cuerpos legislativos, en todo el mundo, han aceptado progresivamente legislar sólo en general, reservando a la administración el poder de establecer las normas concretas y eficaces por simple decreto. Finalmente es una enorme fronda de funcionarios de segundo orden, anónimos para el gran público, la que decide en concreto todos y cada uno de los actos del Estado. La comisión asesora que establece las políticas y recomendaciones, las comisiones que redactan los reglamentos, las que negocian los tratados, las que establecen los estándares de las licitaciones, las que asignan los fondos concursables. Funcionarios fácilmente sobornables, fiscalizadores escasos y mal pagados, responsabilidades que se ejercen prácticamente desde el anonimato. Y como producto reglamentos que contradicen flagrantemente las leyes desde las que derivan, contratos que perjudican los intereses del Estado y dañan directamente a los ciudadanos, estándares que benefician generosamente a los empresarios privados, fiscalizadores débiles y castigos irrisorios en comparación a los daños causados.

Este es el corazón de la dictadura democrática. Es en buenas cuentas, más allá de los mecanismos anteriores, esta realidad cotidiana la que convierte a la democracia formalmente en una dictadura: la decadencia de la función legislativa y la concentración del poder social en la maquinaria de actos administrativos del poder ejecutivo.

Pero aún los funcionarios, cuyas mínimas y parciales recomendaciones pueden tener enormes efectos sociales, deben ser controlados. Se trata de un doble control. Por un lado la eventual voluntad advenediza de las autoridades de más alto rango es distorsionada y encausada por las decisiones eficaces de los funcionarios menores que los asesoran, o simplemente actúan a sus espaldas. Pero, por otro, el poder de acción de estos funcionarios aislados está gravemente limitado por la naturaleza de su relación contractual. En esto el Estado chileno ha llegado a ser pionero y líder a nivel mundial: la precarización del empleo estatal permite que cada funcionario por separado tenga que asumir obligadamente una actitud de colaboración y clientela de las mayorías de turno para algo tan elemental y decisivo como mantener su empleo.

Es bueno agregar a esta constatación que en casi todos los países del mundo, sobre todo en las democracias forjadas a la sombra del estado de bienestar, el empleo estatal sigue siendo estable, “de por vida”, y los cargos estatales de confianza, que cambian con cada cambio de bando político gobernante, se mantienen en un mínimo. Chile es el país pionero, y el más adelantado, en esta otra faceta del modelo neoliberal de precarización general del trabajo. En Chile el empleo estatal mismo es precario. Por un lado, en contra de los recurrentes discursos en torno a la “reducción del Estado”, el empleo estatal real ha aumentado enormemente. El asunto, sin embargo, es que la mayoría de ese empleo está regido bajo modalidades contractuales precarias (honorarios, a contrata), o depende de fondos concursables a los que se debe postular una y otra vez. Estos modos, que convierten por una larga diferencia al Estado en el principal empleador del país, crean una enorme red neo clientalista que explica en una gran proporción la votación de los bloques políticos principales (Concertación, o Nueva Mayoría, y Alianza) los que, a su vez, sólo cuentan a su favor con un universo electoral que oscila sólo entre un 18% y un 25% del electorado total.

A la hora de la verdad, ninguna democracia efectivamente existente se priva del recurso a la represión cuando el clamor popular amenaza con sobrepasar todos sus mecanismos de control. Confirmando la grave decadencia del derecho liberal garantista, las más reputadas y vanidosas democracias centrales no han vacilado en dictar legislaciones “antiterroristas” que hacen retroceder los derechos de los ciudadanos a las épocas más oscuras de la arbitrariedad monárquica. Jueces y testigos anónimos o encapuchados, coacción de defensores y de testigos favorables, investigaciones secretas, espionaje a gran escala de las comunicaciones privadas, juicios sumarios, privación de derechos procesales y penales, regímenes de excepción declarados por simple decreto… todo legalizado convenientemente. Y esto incluso con el apoyo de la “centro izquierda europea” que se ha auto proclamado por décadas como el sector más democrático de todos.

Es importante, sin embargo, notar que el recurso a la represión militar ha sido restringido. Sobre todo el uso del golpe de Estado y la represión militar masiva, al estilo de los años 70. Nada hace suponer que estos recursos se han vuelto imposibles, o que no serán usados consistentemente cuando se les necesite. El asunto es más bien que la represión militar se ha distribuido, fundido en el cuerpo social, como represión policial, focalizada. Represión avalada y apoyada en gran escala por los medios de comunicación, temor selectivo y ejemplarizador entre los grupos de riesgo, protección descarada a los policías que cometen excesos. Para quien quiera asumir posturas de oposición medianamente radical al sistema la democracia puede parecerse bastante a las más simples y tradicionales dictaduras.

Pero, en rigor, sólo los que quieran ser críticos realmente radicales tendrán que enfrentar ese temor. La impresión democrática se sustenta, desde el punto de vista de los procesos ideológicos, en una política que ya Herbert Marcuse, en los lejanos años 60, llamó “tolerancia represiva”. Ahora, bajo la reindustrialización post fordista, esa idea cobra una nueva y más poderosa realidad.

La lógica fordista, que se expresó en todos los campos de la acción social, se caracterizaba por una fuerte verticalidad en las relaciones de poder. Un sistema de producción y una forma de organización que necesitaba homogeneizar para dominar. Una situación en que se creía que para tener el poder era necesario tener todo el poder. En este plan todo poder local o alternativo era visto como subversivo y peligroso. La represión tenía que aplanar las diferencias, no podía permitirlas.

La lógica post fordista, sustancialmente más compleja y eficaz, no requiere homogeneizar para dominar. Es capaz de producir diversidad y a la vez su poder consiste en la capacidad de administrar esa diversidad. No requiere todo el poder para ejercer el poder. Su habilidad consiste en producir, incluso fomentar, poderes locales y mantener a la vez la capacidad de administrarlos. La represión ahora no requiere sofocar toda diversidad sino que puede y debe focalizarse más bien en la diversidad radical. Y el efecto conjunto es que la tolerancia que se muestra y fomenta respecto de la diversidad funcional actúa como legitimación y refuerzo de la intolerancia extrema que se contrapone a las manifestaciones sociales que escapen a la administración. En la medida en que esta tolerancia tiene el efecto global de confirmar al sistema de dominación, de ser una forma eficaz de contener el pensamiento y la acción realmente alternativa, puede ser llamada, ahora con más razón que en los años 60, tolerancia represiva.

8 La democracia como tarea

La única forma de reducir radicalmente toda esta trama dictatorial es desconcentrar radicalmente la gestión del Estado. La única forma de empoderar realmente a los ciudadanos es criticar radicalmente la ideología de la experticia. Para la izquierda radical la principal dificultad de esta perspectiva es su resistencia a alejarse de su compromiso histórico con el estatismo fordista y el vanguardismo ilustrado.

Desde luego el primer paso para una política realmente democrática desde la izquierda es asumir una clara consciencia del carácter dictatorial de las formas democráticas existentes. La dificultad evidente para asumir esta consciencia es el profundo grado de compromiso que la gran mayoría de los partidos y colectivos de izquierda mantienen con las eventuales ventajas locales del clientelismo democrático. En una política de tolerancia represiva siempre habrá puestos de trabajo, fondos concursables, representatividades artificiosas que, en la medida en que resulten funcionales, podrán ser cómodamente ocupadas por militantes formalmente de izquierda. La cuestión no es, por supuesto, abandonar de manera principista estas posibilidades, siguiendo los vicios fundamentalistas típicos del idealismo ético. De lo que se trata, en primer lugar, es de tener consciencia del grado en que en el uso de esos recursos se está operando como representante de los ciudadanos ante el poder del Estado, o más bien como representante y agente del Estado en la operación de su legitimación y administración. Por cierto, un cálculo difícil que hay que enfrentar en cada caso de manera estrictamente pragmática.

Una forma de mantener ese pragmatismo en la línea de las opciones doctrinarias o, lo que es lo mismo, lo más alejado posible del simple y puro oportunismo, es tener claro a cada momento en que programa se inscriben nuestras acciones. Es necesario, en contra de los usos habituales, formular un programa estratégico, fuertemente fundado en las opciones doctrinarias más básicas, y hacer todo lo posible por especificarlo hasta el nivel que muestre que nuestras acciones políticas cotidianas tienen efectivamente sentido.

¿Qué es, en buenas cuantas, lo que finalmente queremos? Lo que queremos es la construcción de una sociedad sin clases sociales, en que los ciudadanos puedan relacionarse entre sí directamente, de manera autónoma, y realizar en ello sus vidas. Los caminos que nos conduzcan en esa dirección no pueden contradecir, ni en general ni en particular, el objetivo que hemos trazado.

En el contexto de la lucha democrática seguirá siendo necesario un gran papel para la acción estatal, sin embargo ese papel no puede pasar por la figura legal y social de concentrar la propiedad. Y mucho menos los medios de comunicación. Y, menos todavía, por concentrar la capacidad de acción política. En un programa democrático la acción central del Estado debe circunscribirse a recoger y repartir recursos que sean gestionados de manera directa y distribuida por los propios ciudadanos. Incluso, a partir de grandes coordinaciones de acciones locales, deben ser los ciudadanos mismos los que decidan emprender la construcción de infraestructuras económicas de gran envergadura, que trasciendan por su naturaleza los ámbitos de los poderes locales desconcentrados.

Pero la lucha radical por la democracia resulta abiertamente subversiva además, si consideramos las condiciones que he examinado antes, porque la democracia es incompatible con el gran capital financiero, con el gran capital depredador de recursos naturales, con el monopolio privado sobre los medios de comunicación social. Estos son los principales enemigos del pueblo. Y la lucha debe estar encaminada esencialmente y en primer lugar contra ellos.

La lucha por las formas democráticas directas, es decir, las que tienen relación con la gestión social y política, debe ser pensada de manera estrictamente paralela a la que se dé respecto del ámbito de la producción.

Se debe perseguir, con ánimo estratégico, un conjunto de reformas radicales de los procesos sociales y de la acción del Estado que nos acerquen a las formas de la democracia real y efectiva que he enumerado en las secciones anteriores. La completa proporcionalidad en los mecanismos electorales, la completa transparencia en todos los actos de la administración del Estado, la promoción de los mecanismos plebiscitarios y de participación directa de los ciudadanos en todos los niveles de las decisiones y responsabilidades políticas, los mecanismos de revocatoria del mandato de las autoridades ineficientes o corruptas, la completa eliminación de toda clase de financiamiento que permita la existencia de políticos profesionales. Todas tareas que se inscriben plenamente en el horizonte que la propia burguesía declaró históricamente como suyo y que terminó por vaciar completamente de contenido. Tareas que la propia burocracia altamente tecnológica declara formalmente como suyas y que sin embargo distorsiona y falsea cotidianamente.

Curiosamente hoy en día plantear las reivindicaciones democráticas que forman parte del propio discurso dominante resulta altamente subversivo. Esta aparente paradoja es la que he tratado de despejar en este texto. El proceso social real en que vivimos no corresponde a lo que declara como democracia: vivimos en realidad en una férrea dictadura. Identificar sus fuentes y sus modos es una condición mínima para toda posibilidad de oposición radical al sistema.

Santiago de Chile, 5 de febrero de 2015.

9 Referencias

Marcuse, Herbert (1965). Represive Tolerance. En Robert Paul Wolff, Barrington Moore, Jr., & Herbert Marcuse (Comps.), Critique of pure tolerance (pp. 81-117). Boston: Beacon Press.