Pensar la guerra (en Colombia) más allá de la tanatopolítica

Thinking the war (in Colombia) beyond thanatopolitics

  • Darío Muñoz-Onofre
En este artículo reconozco las posibilidades y los límites de pensar la guerra exclusivamente como una práctica tanatopolítica, en el marco de la perspectiva foucaultiana del poder. Argumento que la perspectiva de la gubernamentalidad permite superar estos límites y destaco sus posibilidades analíticas, en el marco de mi investigación sobre la guerra reciente en Colombia.
    Palabras clave:
  • Guerra en Colombia
  • Gubernamentalidad
  • Propaganda bélica
  • Gestión del consentimiento
In this article, I recognize the possibilities and the limits of think the war exclusively like a thanatopolitical practice, in the frame of the Foucauldian perspective of power. I argue that governmentality perspective allows to overcome these limits, and I emphasize its analytical possibilities, in the frame of my research about the recent Colombian war.
    Keywords:
  • Colombian War
  • Governmentality
  • War Propaganda
  • Mobilization of Consent

1 Introducción

Este artículo se basa en los resultados de una investigación en la que analicé de manera crítica las prácticas de gobierno que configuraron la fase más reciente de la guerra en Colombia, comprendida entre 2002 y 2010. Como he expuesto (Muñoz, 2012), este periodo se caracterizó por la reactivación de la guerra total como estrategia de seguridad nacional y combate frontal contra los grupos guerrilleros, luego del fracaso de las negociaciones políticas que entre 1998 y 2002 buscaron terminar la guerra con las Fuerzas Armadas Revolucionarias (Farc). Esta reactivación se reforzó geopolíticamente con la denominada guerra global contra el terrorismo, desplegada como reacción a los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, en razón de que este país y Colombia mantienen una estrecha alianza de cooperación diplomática y militar.

Durante este periodo, además de las medidas jurídicas de excepción y las estrategias militares y paramilitares que se implementaron en Colombia para ganar la guerra, proliferaron prácticas culturales que gestionaron una población que consintió estas medidas y estrategias. Estas prácticas se manifestaron sobre todo en discursos periodísticos, imágenes publicitarias, caravanas turísticas custodiadas por el Ejército Nacional, encuestas de opinión, estrategias de marketing militar, propagandas nacionalistas de heroísmo patrio e iniciativas ciudadanas masivas de apoyo incondicional a la empresa bélica. Y su eficacia se materializó en opinión pública que aceptó y hasta deseó apasionadamente la guerra.

La eficacia de estas prácticas y su materialización en opinión pública favorable a la guerra es justamente la base empírica que me lleva en este artículo a reconocer las posibilidades y discutir los límites de los análisis que desde la perspectiva bélica del poder abordan las guerras exclusivamente como una práctica tanatopolítica. Conceptos como los de estado de excepción (Agamben, 2003/2004), inmunización (Espósito, 2002/2005; 2004/2006) y marcos de guerra (Butler, 2004; 2009) son quizás en la actualidad las herramientas analíticas más sofisticadas que dieron continuidad a la perspectiva bélica del poder que Michel Foucault desarrolló originalmente en 1976 en el curso Defender la sociedad (1976/2000). Actualmente esta perspectiva es ampliamente difundida y aceptada para analizar las guerras contemporáneas y los estados securitarios. En efecto, considero que su pertinencia es significativa en el análisis de las prácticas bélicas y sus variados mecanismos coactivos y represivos; por ello, reconozco sus alcances y posibilidades en el primer apartado del artículo.

Sin embargo, aunque en Colombia en el periodo referido se decretaron medidas jurídicas de excepción, se practicaron ejecuciones extrajudiciales, se realizaron desapariciones forzadas, y se ejecutaron detenciones arbitrarias, entre otras prácticas bélicas, descritas detalladamente en el informe de la Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo (2003), éstas no fueron la única fuerza que impulsó la radicalización, la perpetuación y la normalización de la guerra. Por ello, en el segundo apartado, argumento que el análisis de las prácticas tanatopolíticas resulta insuficiente para investigar las guerras contemporáneas y discuto los límites de la perspectiva bélica y de los conceptos mencionados que la desarrollaron.

Finalmente, en el tercer apartado destaco los criterios analíticos que derivé de la perspectiva de la gubernamentalidad desarrollada por Foucault (1978/2006; 1979/2007; 1983/2009) y muestro su potencia heurística para investigar la guerra reciente en Colombia. De esta manera, coincido con comprensiones contemporáneas de la gubernamentalidad, que entienden esta como una perspectiva que permite reconocer los vínculos normalizados entre los modos de subjetivación y las estrategias de dominación (Lemke, 2001). Concluyo afirmando que esta es una perspectiva que permite pensar las guerras contemporáneas como forma de gobierno y, a la vez, descifrar las diversas prácticas de gobierno que se ponen en juego de manera efectiva en medio de las guerras. Entendiendo que las prácticas de gobierno no se circunscriben exclusivamente al Estado y no se reducen a estrategias de dominación.

2 Alcances de la perspectiva bélica

Al comienzo del curso Defender la sociedad, Foucault (1976/2000) se propuso principalmente dar un suelo teórico continuo y sólido a todas las genealogías dispersas que había realizado hasta ese momento, así como clarificar su apuesta analítica. En primer lugar, su apuesta central desvirtuó concebir el poder como propiedad o mercancía. De modo que propuso un análisis no económico, no marxista, del poder. En este sentido, el poder no sería algo que se da, ni se intercambia, ni se retoma; por lo que no sería, en primer término, mantenimiento y prórroga de las relaciones económicas.

En segundo lugar, su apuesta también se deslindó del clásico modelo jurídico del poder, en el que este se entiende como derecho originario que se posee y se cede en una relación contractual; cesión a partir de la cual se constituiría la soberanía política. Pero el poder, afirmó el autor, no se explica adecuadamente en términos de cesión, contrato o enajenación, puesto que es, primariamente, una relación de fuerza en sí mismo.

Entender el poder en sí mismo como relación de fuerza o combate, conlleva una apuesta por un análisis del poder que se pregunta por sus efectos, sus mecanismos y sus diferentes modalidades de ejercicio:

Si el poder es en sí mismo puesta en juego y despliegue de una relación de fuerza, en vez de analizarlo en términos de cesión, contrato, enajenación, en vez de analizarlo, incluso, en términos funcionales de prórroga de las relaciones de producción, ¿no hay que analizarlo en primer lugar y, ante todo, en términos de combate, enfrentamiento o guerra? (Foucault, 1976/2000, p. 28).

Ahora bien, adoptar la guerra como perspectiva de análisis del poder implica que cualquier relación de poder, incluida la relación política, es una relación bélica. Significa, en consecuencia, que la política es la continuación de la guerra por otros medios, lo cual es diametralmente contrario a lo que planteó originalmente Carl von Clausewitz (citado por Foucault, 1976/2000). Este autor planteó que la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios, y que además de ser un acto político, la guerra es un verdadero instrumento de la política. Pero justamente Foucault (1976/2000) invirtió este planteamiento para reconocer que históricamente la función del poder político consistió en reinscribir perpetuamente las relaciones de fuerza y dominación en las instituciones, el derecho, las desigualdades económicas, el lenguaje y hasta en los cuerpos. En suma, invirtió el planteamiento de Clausewitz para develar el carácter inmanentemente bélico de la política: “la política es la sanción y la prórroga del desequilibrio de fuerzas manifestado en la guerra” (Foucault, 1976/2000, p. 29).

A fin de caracterizar esta perspectiva bélica de análisis y presentar los alcances y los límites de su uso, Foucault (1976/2000) consagró el curso mencionado al problema de la guerra en la sociedad civil europea occidental. Allí caracterizó la guerra como principio histórico de funcionamiento del poder. No obstante, aclaro que mi elección no fue precisamente tomar la guerra como principio histórico de funcionamiento del poder, sino reconocer cuáles son las prácticas y racionalidades específicas que produjeron la reactivación y normalización de la guerra en Colombia en 2002 y gestionaron su perpetuación hasta el presente. Así, me serví del mencionado curso para explorar criterios de análisis de la guerra como acontecimiento histórico vigente en Colombia.

El principal criterio analítico que hallé útil y pertinente para mi investigación supone que el ejercicio del poder tiene como correlato la producción de verdad. De manera que la enunciación de la verdad sobre la guerra se configura como arma para la victoria. En este sentido, me pregunté por el tipo de discurso justificatorio y de verdad que se produjo para que en Colombia se considerara necesaria y urgente la reactivación y el ejercicio sistemático de la fuerza armada en el marco de la guerra total que se desató en 2002. Pregunta, entonces, por el discurso político de la guerra, es decir, por el discurso político que dinamiza, legitima y perpetúa la guerra.

Este discurso político designa la guerra como urgente, necesaria y justa, y antepone el imperativo de su perpetuación. Se apoya y se inviste en formas míticas como la inminencia de los nuevos tiempos y el advenimiento del nuevo orden y la nueva patria que borrará las antiguas derrotas y humillaciones provocadas por los terroristas. Reivindica los derechos y los bienes de los “ciudadanos de bien” que fueron escarnecidos por usurpadores astutos, criminales y terroristas. Prepara el complot que debe restablecerse para reanimar la guerra y acabar con esos usurpadores, enemigos de la patria. Reinstaura la promesa de la última batalla que por fin va a efectuar la derrota de los terroristas, con el objetivo de restablecer el orden soñado y hacer reinar la Seguridad “democrática” (Presidencia de la República de Colombia, 2003). Promueve el fortalecimiento y la vigencia de los héroes militares como salvadores de la patria y convoca a su alrededor la gran unificación de la sociedad toda contra su histórico enemigo.

En efecto, este fue el discurso inherente a la campaña presidencial del candidato que en 2002 se convirtió en presidente de Colombia por dos periodos consecutivos (Uribe, 2002). Y también fue el discurso inmanente a los planes de desarrollo nacional y las políticas y programas de gobierno de los primeros diez años de este siglo (Departamento Nacional de Planeación, 2003; 2007)

El otro criterio analítico pertinente que derivé de la perspectiva bélica supone que el derecho es el principal mecanismo de producción de verdad para legitimar el ejercicio del poder bélico. La verdad se produce en la delimitación de las reglas de derecho. Este criterio me resultó útil para indagar las reglas de derecho que se pusieron en juego para delimitar en Colombia las condiciones de ejercicio del poder bélico. Así, indagué cuál fue el discurso jurídico que generó las condiciones de legitimidad de la guerra. Y puse en tela de juicio las condiciones históricas mediante las cuales se fijó la legitimidad del poder político en el momento de emprender la guerra.

La relación de mutua constitución entre derecho y verdad en un contexto de guerra implica considerar el discurso de derecho como un instrumento de dominación y sometimiento, esto es, como un arma de guerra y como una estrategia para lograr la victoria. Ello me abrió la posibilidad de analizar críticamente, además de los citados planes nacionales de desarrollo, los mecanismos jurídico-políticos que se diseñaron en Colombia para radicalizar la guerra y procurar estratégicamente la derrota del enemigo.

Uno de esos mecanismos fue el decreto presidencial que declaró el estado de conmoción interior en todo el territorio nacional (Decreto 1837 del 11 de agosto de 2002), inmediatamente después de la terminación anticipada de los diálogos que buscaban finalizar la guerra con las Farc. Este acontecimiento marcó legalmente la reactivación de la guerra total. El decreto justificó la necesidad y la urgencia del incremento de las fuerzas militares para efectos de ganar la guerra, así como la restricción de “la libre circulación de personas y vehículos en aquellos lugares y horas determinados por las autoridades respectivas” (Decreto 1837 del 11 de agosto de 2002, p. 3).

La ejecución de este decreto constató el uso bélico de la soberanía jurídica del Estado, en la medida en que éste suspendió las garantías de derecho que se consideraron necesarias, especialmente las de quienes se señalaron como sospechosos de actos terroristas. La puesta en práctica del decreto también implicó que el derecho y la ley se convirtieran de hecho en técnicas para gobernar la población en medio de un conflicto bélico y, simultáneamente, como un arma de guerra para procurar la victoria.

Una vez diagnosticada una situación de crisis social e institucional o identificada una amenaza terrorista, el régimen jurídico y el conjunto de sus mecanismos adquirieron la potestad de suspender las garantías que hasta ese momento custodiaban. Suspensión justificada por el fin mayor de salvaguardar el poder de soberanía, conservar el orden social, defender la población y preservar el dominio estatal sobre el territorio nacional. En consecuencia, en medio y a través de la guerra el derecho se develó como mecanismo de dominación y sometimiento; como instrumento jurídico-político diseñado para ejecutar y justificar la estrategia bélica.

Adicionalmente se diseñaron y ejecutaron otros dos mecanismos jurídicos: uno que creó un impuesto especial que obligó a la población asalariada a cubrir los gastos del presupuesto general de la nación necesarios para afrontar la guerra (Decreto 1838 del 11 de agosto 2002) y otro que definió las zonas de rehabilitación y consolidación como mecanismo de control del orden público (Decreto 2002 del 9 de septiembre de 2002). La definición de estas zonas constituyeron una suerte de zonas de peligrosidad (Foucault, 1991, pp. 163-166), o de intensa amenaza terrorista, en las que los mecanismos de vigilancia, control, represión y punición se tornaron más numerosos, rigurosos, intensos y, en ocasiones, despiadados. Mantilla (2006) analizó en detalle la constitución y el funcionamiento de dichas zonas en Colombia durante el periodo considerado.

Los dos decretos mencionados son, en síntesis, mecanismos jurídicos que buscan garantizar la salvación y la pervivencia del Estado, lo que los convierte, en efecto, en “golpes de Estado”. Semejante al “golpe de Estado” estudiado por Foucault (1978/2006) como mecanismo coercitivo practicado a inicios del siglo XVII en Europa occidental, el cual consistía en el uso estatal de la fuerza armada autorizado por una disposición legal extraordinaria. Esta disposición decretaba la suspensión de la vigencia de las leyes y, al mismo tiempo, justificaba la ruptura de la legalidad, con el fin práctico de reprimir y controlar las tentativas de revuelta, sedición o subversión que amenazaban la estabilidad del Estado. Este mecanismo funciona, en efecto, como una acción extraordinaria que altera el orden del derecho, pero no acoge criterios de justicia.

La pervivencia del Estado es un problema que se juega en tensión con la amenaza y la práctica de la sedición, puesto que cuando las medidas y los procedimientos de Estado no resultan efectivos para prevenir las causas de la sedición, y ésta se desata, inmediatamente se activa y se despliega el poder bélico, de coacción y sometimiento a través de la fuerza armada (Foucault, 1978/2006). Sin embargo, el poder bélico no sólo garantiza la pervivencia del Estado en sí mismo, puesto que contemporáneamente es el último mecanismo que en situaciones extremas se instaura para garantizar el predominio del libre juego de los intereses característico de las tecnologías liberales y neoliberales de gobierno (Foucault, 1979/2007). Ese juego de las libertades tiene como correlato la introducción de la fuerza coactiva de los dispositivos de seguridad: el dispositivo “diplomático militar”, que garantiza el equilibrio de fuerzas en la relación entre Estados y, por otro lado, la “policía”, que garantiza el orden interior de un Estado y las conductas de la población. Se trata, en suma, de la activación del poder bélico, del ejercicio de la violencia armada, en el marco de los dispositivos de seguridad y en el contexto del neoliberalismo.

3 La guerra no es sólo tanatopolítica

Desde la perspectiva bélica predomina la caracterización del poder como un poder que hace morir (Foucault, 1976/2000). Desemboca, por lo tanto, en un análisis tanatopolítico de la guerra, ya que se orienta exclusivamente al estudio crítico de las prácticas coercitivas, disciplinarias, torturadoras y homicidas que desencadenan las guerras. Desde esta perspectiva la guerra sólo se conoce a través de los ejercicios de poder que toman la vida para dominarla, someterla, disciplinarla y, en última instancia, exterminarla.

Esta es la perspectiva que predomina en los análisis contemporáneos que de la guerra realizaron autores como Giorgio Agamben (2003/2004), Roberto Espósito (2002/2005; 2004/2006) y Judith Butler (2004; 2009); todos herederos, de algún modo, de la analítica foucaultiana de la guerra. Sintetizo aquí sus planteamientos fundamentales para entender la guerra, con el fin de reconocer los límites analíticos de la perspectiva bélica.

Adoptando esta perspectiva, Agamben (2003/2004) propuso uno de sus conceptos centrales: el estado de excepción. Afirmó que el estado de excepción consiste en suspender mediante el derecho, a través de medidas jurídico-políticas, el orden mismo del derecho y las garantías de que es titular el sujeto de las mismas. La instauración de los estados de excepción abre la posibilidad de suspender la soberanía política de los vivientes con el fin paradójico de restablecer un orden soberano que se percibe amenazado o vulnerado.

Explicó, además, que el hecho de que el ejercicio de la soberanía política incluya decidir sobre el estado de excepción, significa que aquel que representa la máxima expresión de la ley, el Estado, es, a la vez, aquel que puede suspenderla. Así, en la medida en que la suspensión de la ley por parte del Estado soberano está autorizada por la ley misma, puede decirse que el soberano se encuentra dentro de la jurisdicción de la ley, pero en la medida en que puede suspenderla, se sitúa por fuera de ella.

En efecto, la suspensión de la ley termina dejando en estado de indefensión a cierta porción de asociados al Estado de derecho. Este autor denominó nuda vida al estado de indefensión en el que una vida se convierte en eliminable. De modo que con las medidas de excepción ciertos cuerpos se constituyen como meros vivientes privados de derechos y de cultura y, por tanto, son susceptibles de exterminio.

Sin embargo, considero que el concepto de estado de excepción reduce el análisis de la guerra a la tanatopolítica. En la perspectiva de este autor, la modalidad política que toma bajo su poder al viviente es un saber-poder de tipo jurídico, de soberanía y derecho que, como ya expliqué, se caracteriza por la capacidad de autosuspenderse y excluir a determinados vivientes de su cobertura. El Estado no solamente administraría y regularía la vida y a los vivientes, sino que en determinadas circunstancias, de ser necesario, instauraría un régimen excepcional y activaría tecnologías de muerte, es decir, los haría morir.

Aún de manera más radical, en variados Estados contemporáneos la declaración del régimen de excepcionalidad jurídica estaría siendo progresivamente sustituida por una generalización sin precedentes del paradigma de la seguridad como técnica normalizada de gobierno. Lo que significaría que la declaratoria del estado de excepción ya no es una condición necesaria para ejecutar acciones bélicas porque ahora, bajo el paradigma de la seguridad, la excepcionalidad se generaliza como política de Estado normalizada.

Adicionalmente, este autor reduce la formulación del concepto de biopolítica a un énfasis jurídico, ya que centra el análisis del poder en la soberanía política del Estado, destacando su preponderancia sobre la frágil soberanía política de los vivientes. Esta perspectiva se ancla en el modo soberano del poder, en sus efectos materiales y en sus mecanismos concretos de funcionamiento: la sujeción de los individuos a un orden que es a la vez jurídico y político, mediante el cual éstos se constituyen en sujetos. El derecho resulta ser un instrumento utilizado por el poder soberano para imponer su propia dominación, legitimar sus acciones y producir los sujetos que lo acatan, o bien, excluir a otros que deja en condiciones de nuda vida. La guerra utiliza el derecho para consagrar las relaciones de fuerza que esta define y, por ello mismo, es constitutiva del orden político.

Butler (2004) también adoptó esta perspectiva analítica para señalar que en contextos de guerra algunas muertes son más dolorosas que otras, mientras que otras vidas permanecen desprotegidas y, por lo tanto, son más vulnerables. Y afirmó que este tipo de violencia tiene como objeto y condición de posibilidad un conjunto de vidas que no son dignas de protección, ni vale la pena preservar; su eliminación violenta, por lo tanto, pasa desapercibida debido a que no son reconocidas socialmente como pérdidas y, en consecuencia, no son merecedoras de duelo público.

Explicó, además, que el mecanismo de negación del valor de las vidas que no son merecedoras de duelo se deriva de la naturalización de ciertos marcos de guerra (Butler, 2009), que vuelven aceptable que ciertas vidas carezcan de valor y, por tanto, sean prescindibles, susceptibles de ser eliminadas. Los marcos de guerra son, en efecto, modos articulados de saber y poder que crean las condiciones de posibilidad para la eliminación de ciertas vidas y determinan la distribución diferencial del duelo en tiempos de guerra. Aunque también producen y mantienen ciertas concepciones excluyentes de lo humano funcionales a la empresa bélica.

Por su parte, Espósito (2002/2005; 2004/2006) también incorporó la perspectiva bélica, pero afirmó que si bien la guerra utiliza el derecho para consagrar las relaciones de fuerza que esta define y, por ello mismo, es constitutiva del orden político, este no es el principal mecanismo que se pone en juego específicamente en las guerras interétnicas. En estas el orden político se ve directamente correlacionado con el orden biológico. De manera que el bíos pasa a ser el objeto, y a la vez el sujeto, de la guerra y, por ende, de la política que supuestamente la dirime. El énfasis de este autor no sólo recae en la superposición entre política y vida, sino en las acciones destructivas de la misma vida que se derivan de tal superposición, frente a lo cual se pregunta: ¿Por qué una política de la vida amenaza siempre con volverse acción de muerte?

Su problema fundamental es, por tanto, entender el efecto negativo de la biopolítica y poner en evidencia las contradicciones entre las políticas que buscan aniquilar la vida y aquellas que se empeñan supuestamente en protegerla, pero paradójicamente terminan exterminándola. Este es el núcleo problemático a partir del cual plantea el paradigma de inmunización. Desde este paradigma, la guerra se juega en una particular dinámica inmunitaria de protección negativa de la vida.

De acuerdo con el autor, el acontecimiento totalitario del nazismo hizo posible que la vida fuera inmediatamente traducible a la política, y que la política adquiriera un carácter intrínsecamente biológico. Esta fue la revelación histórica del reverso tanatopolítico de la biopolítica. En el régimen nazi, la amenaza de muerte, la contracara negativa de la biopolítica, no sólo se hizo funcional para el establecimiento del orden social, sino que se multiplicó en sus efectos devastadores conforme a un impulso tanatopolítico destinado a condicionar la potenciación de la vida a través de la consumación cada vez más extendida y normalizada de la muerte. Tal régimen llevó a un grado nunca antes alcanzado la biologización de la política: trató al pueblo alemán como a un cuerpo orgánico necesitado de una cura radical, consistente en la extirpación violenta de una parte de él espiritualmente ya muerta. El nazismo, dirá el autor, se inscribe en una dinámica autoconservadora que llevó al extremo los alcances de la lógica inmunitaria.

Sin embargo, identifico un reduccionismo en el concepto de inmunización que propone este autor. En la medida en que plantea el concepto como un paradigma metaexplicativo de tipo biologicista, este autor desconocería el carácter heterogéneo, inmanente y específico de las prácticas y las racionalidades que dinamizan las guerras. La inmunización es un concepto que proviene directamente del saber médico-biológico, desarrollado sobre todo a partir del siglo XVIII y llevado hasta sus últimas consecuencias, como muestra el mismo autor, en el genocidio nazi durante la segunda guerra mundial y, por tanto, no explicaría las prácticas bélicas cuya racionalidad es diferente a la del racismo de Estado y el racismo étnico.

Lo que el autor llama la contracara negativa de la biopolítica, es decir, la tanatopolítica, sólo podría analizarse como una tecnología de producción de muerte, destrucción y aniquilación, impidiendo reconocer, las estrategias más persuasivas y de gestión del consentimiento de la población a favor de la guerra.

En síntesis, desde la perspectiva bélica adoptada y desarrollada por estos autores se caracteriza el poder bélico exclusivamente como una tecnología política que hace morir; esto es, como una serie de prácticas y racionalidades que produce la muerte mediante diversos mecanismos y a través de diferentes vías. De modo que se perfila como una perspectiva tanatopolítica de análisis de la guerra, que se orienta de manera exclusiva el estudio crítico de las prácticas coercitivas, disciplinarias, torturadoras y homicidas que desencadenan las guerras. Perspectiva que permite descifrar los mecanismos, las racionalidades y los efectos de dichas prácticas. Bajo tal perspectiva la guerra se conoce únicamente a través de los ejercicios de poder que toman la vida para someterla, disciplinarla y, en última instancia, exterminarla: secuestro, desaparición y migración forzadas, tortura, confinamiento, persecución, estigmatización y, más radicalmente, genocidio, masacre, exterminio.

En consecuencia, las propuestas de estos autores quedan atrapadas en la perspectiva tanatopolítica y no contemplan los análisis de gubernamentalidad que hizo Foucault (1978/2006; 1979/2007) acerca del dispositivo de seguridad como tecnología de gobierno económico y ya no sólo como jurídico y, por otro lado, los análisis sobre las tecnologías de gestión de la opinión como modalidad autorregulada de gobierno de la población, más allá de las antiguas técnicas de vigilancia, castigo y normalización.

Considero que el análisis de la guerra, de sus mecanismos y sus racionalidades no se agota en la perspectiva bélica tanatopolítica. Esta perspectiva desconoce que en la gubernamentalidad neoliberal, los móviles de la guerra son sobre todo económicos, mediáticos y de opinión pública. ¿Acaso las guerras contemporáneas y sus prácticas tanatopolíticas no acontecen en medio y a través de técnicas que gestionan una opinión pública favorable a la empresa bélica y producen una población que la desea y consiente, a menudo de manera eufórica y apasionada?, ¿no es esta dimensión del deseo, el consentimiento y la pasión lo que permite conocer las guerras contemporáneas y su normalización, más allá del conteo de los muertos y las víctimas, de la caracterización de las prácticas tanatopolíticas y de la violación de los derechos humanos? (Muñoz, 2012a).

4 La gubernamentalidad y sus potencias analíticas de la guerra

En la gubernamentalidad neoliberal contemporánea, que se extiende cada vez más por todo el planeta, la guerra y sus tecnologías bélicas tienen móviles sobre todo económicos, mediáticos y de opinión pública. Y gobernar poblaciones en medio de la guerra se efectúa a través de la gestión de sus deseos, creencias, esperanzas y libertades en espacios reales y sobre todo virtuales.

La potencia de la perspectiva de la gubernamentalidad para analizar las guerras contemporáneas radica en poner en evidencia la función productiva de las tecnologías políticas, esto es, su capacidad de producir sujetos, suscitar deseos, regular creencias, avivar esperanzas, promover pasiones, gestionar poblaciones, modular la opinión pública y generar consentimiento a favor de la empresa bélica. Esta perspectiva abre la posibilidad de reconocer que las tecnologías bélicas contemporáneas no se centran exclusivamente en la dominación, la represión, la sujeción y el exterminio, sino que se encauzan también hacia la estimulación, la incitación y la persuasión a fin de lograr la autorregulación; es decir, hacia la gestión de determinadas condiciones de aceptabilidad y deseabilidad de la guerra por parte de la población gobernada en medio de un conflicto bélico. De este modo, coincido con Lemke (2001) cuando caracteriza la perspectiva de la gubernamentalidad como aquella que permite, por un lado, entender la articulación entre los modos de subjetivación y las tecnologías de gobierno y, por otro, comprender que los ejercicios de poder no se reducen a las prácticas de dominación.

En efecto, permite pensar la guerra más allá de la dominación y la tanatopolítica. Y exige considerar las tecnologías de gobierno y las técnicas de veridicción que promueven la participación voluntaria, consentida, “a distancia” (pero comprometida) de la población en la empresa bélica. La opinión pública se erige como un mecanismo fundamental para el gobierno de las poblaciones en medio de la guerra. La gestión de la opinión pública como práctica de gobierno se realiza a través de las campañas publicitarias, la información periodística, los indicadores económicos, los índices estadísticos y las encuestas y sondeos de opinión. Estas fueron justamente algunas de las técnicas mediante las cuales en Colombia se gestionó una población favorable a la guerra y se promovió el heroísmo patrio como principal orgullo de la colombianidad (Muñoz, 2014b).

Tal perspectiva permite, en suma, evidenciar la manera como diversas prácticas culturales confluyen y se articulan en la gestión de la guerra y, sobre todo, de una población que la desee, que considere urgente y justa su realización, que acepte los procedimientos mediante los cuales se efectúa y que se comprometa voluntariamente en su perpetuación. Permite entender, en efecto, que las técnicas de gobierno que hacen posible la guerra y su continuación no provienen exclusivamente del Estado y no siempre son el resultado de estrategias de dominación (Muñoz, 2014a).

En mi investigación, esta perspectiva de análisis me permitió reconocer críticamente la manera múltiple y relativamente discontinua como se gestionó la fase más reciente de la guerra en Colombia. A partir de una particular política de la verdad sobre la necesidad y la urgencia de la guerra, las condiciones de posibilidad y de perpetuación de ésta se produjeron en instancias heterogéneas, a menudo ajenas al Estado colombiano. Además de las instancias jurídico-políticas que analicé en el primer apartado, esta política de la verdad fue producida global y mediáticamente a través de la declaración de la guerra global contra el terrorismo. En una de sus variadas declaraciones de guerra contra el terrorismo transmitidas globalmente a través de las transnacionales de la información, el presidente de los Estados Unidos de la época afirmó:

Estamos trabajando para ayudar a Colombia a defender sus instituciones democráticas y derrotar los grupos armados ilegales de izquierda y de derecha mediante la ampliación de la soberanía efectiva sobre todo el territorio nacional y la gestión de la seguridad básica para los colombianos (Bush, 2002, p. 15, traducción propia).

Durante la misma época y de manera simultánea, se emprendió una decidida gestión diplomática para aprobar legalmente el uso del Plan Colombia1 en el combate contra las Farc. También se produjeron evidentes discursos periodísticos: la exaltación mediática del creciente poderío militar del Ejército Nacional (Guerra: ¿qué tan listos? Las Fuerzas Armadas son hoy más capaces de enfrentar a la guerrilla, pero aún falta mucho para golpear sus finanzas y derrotar el secuestro, 2002; Halcones de la noche. Los pilotos de combate están cambiando el rumbo de la guerra en Colombia. ¿Quiénes son estos valientes hombres?, 2001), la imagen del héroe mítico y mediático usada para impulsar la campaña presidencial de un desconocido candidato que a la postre se autoproclamó como el primer soldado de la patria (¿Súper Álvaro? El cañonazo de Uribe es un grito de indignación contra la guerrilla. ¿Logrará traducirse en un triunfo electoral dentro de 10 semanas? Algunos no descartan la primera vuelta, 2002) y el anuncio periodístico de la inminente guerra total cuando todavía se sostenía un proceso de negociación política con las Farc (¿Cómo sería una guerra total? En medio del póker entre Pastrana y las Farc ese es el interrogante en la mente de los colombianos, 2002).

Por otro lado, se desplegó una creciente movilización social contra la práctica del secuestro, la cual fue registrada y exaltada por medios de comunicación televisivos y escritos como la revista Semana (¡Libertad, libertad! El ‘cacerolazo’ a las Farc muestra que crece la exigencia popular a la guerrilla para que no ataque la población civil, 2002), y se publicitó a nivel nacional la estrategia estatal de recuperación de la soberanía sobre el territorio nacional a través de la incentivación del turismo mediante la campaña “Vive Colombia, viaja por ella” (Presidencia de la República, 2002). Criscione y Vignolo (2014) analizan el turismo como dispositivo de movilidad e identidad nacional, que durante el periodo considerado operó notablemente en medio de la guerra.

Durante la primera década de este siglo en Colombia, fue por demás común la escenificación espectacular de la política bélica, y el espectáculo se efectuó como vehículo e instrumento de esa política, a través de las industrias de la información, el entretenimiento y la opinión. En este país latinoamericano, así como en otros emplazamientos geopolíticos donde actualmente se llevan a cabo guerras, los mass media se perfilan como el lugar privilegiado de la representación de la política bélica y del ejercicio efectivo de esta política para salvaguardar el orden institucional y el Estado. Esta espectacularidad se materializó performativamente en propagandas militares, series televisivas y telenovelas que recrearon de manera dramática, intensa y violenta los escenarios, los personajes y las vivencias que constituyen la guerra en Colombia.

Entre diciembre de 2001 y mayo de 2002 en la revista Semana se dio cuenta de los acontecimientos relacionados con la crisis de las negociaciones políticas que buscaban acuerdos de paz entre el gobierno nacional del presidente Andrés Pastrana y las Farc. En las portadas, los reportajes y las imágenes de las ediciones de esta revista correspondientes al periodo mencionado identifiqué una decidida apuesta discursiva múltiple: posicionar la inevitabilidad de la guerra, promover la legitimidad del uso de los recursos del Plan Colombia en el conflicto armado interno, exaltar el incremento del poderío militar del Ejército Nacional, reforzar el perfil terrorista de las Farc y presentar a Álvaro Uribe como la mejor alternativa presidencial de 2002.

Un ejemplo de ello lo encontré en la manera como una de las portadas de enero de 2002 interpeló la opinión pública nacional (ver figura 1). De modo bastante alarmante y dramático, presentó la inminente guerra total. Y lo hizo superlativa e hiperbólicamente a través de una consigna de interrogación que en letras mayúsculas abarcó todo el espacio de la portada. Se preguntó “¿cómo sería una guerra total?”, en medio de un fondo negro (de luto) y en letras blancas y rojas (de sangre), estas últimas resquebrajadas por una presunta bala que las atraviesa. Toda una recreación iconográfica de un llamado de guerra dirigido a la opinión pública.

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Figura 1

“¿Cómo sería una guerra total?”, portada de la revista Semana (2002, 14 de enero-21 de enero)

Otro ejemplo lo encontré en el tratamiento periodístico alrededor de la campaña presidencial del candidato mencionado y las encuestas sucesivas que lo situaron como el favorito de la opinión electoral. Las ediciones de febrero de 2002 registraron performativamente su ascenso rápido e inédito en los niveles de reconocimiento, favorabilidad y aceptabilidad. Su oposición a la última prórroga del proceso de diálogo con las Farc anunciada el 7 de octubre de 2001, llevó a que la intención de voto a su favor ascendiera al 23% y a que, desde entonces, esta tendencia ascendente no se detuviera hasta llegar al 59.4% dos días después de la ruptura del proceso con las Farc y un mes antes de las elecciones presidenciales.

Un tercer ejemplo lo ilustra la figura 2, que es otra portada de la revista mencionada. La imagen presenta un fotomontaje de plano medio que hibrida la novedosa y “audaz” figura del candidato, con la del célebre superhéroe estadounidense “Superman”. Y lo hace justo en el momento en que el inseguro reportero-candidato se despoja de su traje cotidiano de corbata y deja entrever el poderoso escudo rojo que lleva en su pecho y que lo identifica como el gran héroe que salvará la patria de las amenazas que la asechan y que derrotará a sus históricos enemigos. Toda una caricaturización del héroe patrio que se encarna para gobernar un país a punto de enfrentar la radicalización de la guerra.

Imagen

Figura 2

“¿Súper Álvaro?”, portada de la revista Semana (2002, 4 de febrero-11 de febrero)

No resulta para nada casual que se haya escogido al superhéroe norteamericano para introducir la estirpe bélica-heroica del candidato que finalmente se convertiría en el presidente del país por un periodo de 8 años, puesto que a este lo comenzaba a investir el súper poder (económico y militar) del Plan Colombia, que finalmente se convertiría en el factor militar definitivo para darle un giro al conflicto armado interno a favor de las fuerzas del Estado.

Un poder performativo similar es ejercido en las campañas publicitarias del Ejército Nacional: “Los héroes en Colombia ¡Sí existen!”, “Su causa y la nuestra es Colombia” y “Fe en la causa” (Ejército Nacional de Colombia, sf.). Este tipo de propaganda bélica corrobora el poder performativo, político y de veridicción que producen las imágenes visuales y audiovisuales en medio de la guerra. Tanto en un caso como en el otro, la repetición ritualizada, institucionalizada, exaltada e insidiosa de actos, enunciados e imágenes funciona como una fuerza naturalizante y normalizadora, en este caso, de héroes masculinos destinados a salvar la patria y a sacrificarse a cualquier costo en la empresa bélica. Así lo expresa el siguiente discurso que transcribí de una de las propagandas mencionadas:

Nuestros héroes están en el cielo, para darte tranquilidad en tierra.

Recorren las frías montañas, para que disfrutes en familia el calor de hogar.

Nunca se detienen, para que tú puedas descansar.

Permanecen despiertos, para que tus hijos sueñen un mejor país.

Estas fiestas disfrútalas en paz y tranquilidad, nuestros héroes están para protegerte.

Los héroes en Colombia ¡Sí existen! (Ejército Nacional de Colombia, sf.).

El discurso se enuncia en voz en off. Una voz cálida y un enunciado de seguridad, protección y provisión. Simultáneamente, el enfoque de primer plano establece un contacto íntimo, personal y horizontal entre quien observa el audiovisual y el soldado que se encuentra en plena campaña militar, en medio de un inhóspito paisaje selvático. El audiovisual logra el contacto virtual-real y afectivo entre el público y el protagonista heroico de la escena bélica: el primero, acomodado frente a la pantalla del televisor y seguro en el hogar; el segundo, del otro lado de la pantalla, se presume garante incansable de la seguridad y la comodidad de los hogares colombianos.

La política audiovisual de esta propaganda bélica conmueve y vincula afectivamente al espectador con la cotidianidad estoica del soldado de la patria, héroe guerrero y también mártir. En consecuencia, facilita condiciones de identificación con la causa bélica común y suscita sentimientos de aceptabilidad y fe.

La identificación de la población con la guerra y sus héroes, a través de la propaganda bélica, se produce de manera voluntaria y deseante, y no a través de la coacción y el miedo. La propaganda gestiona un público que se entusiasma al descubrir la realidad estoica de los soldados de la patria, y que aprueba la misión que estos tienen de custodiar las libertades y asegurar la vida y los intereses de la población. En efecto, la publicidad en medio y a través de la guerra resulta estratégica y efectiva para movilizar el consentimiento social, puesto que es la principal tecnología que gestiona un público que acepte y desee los fines y los medios bélicos. También porque es la tecnología que promueve la identificación de la población con los héroes de la patria (Muñoz, 2014b).

El efecto de verdad que genera este tipo de discurso noticioso y masivo radica en que produce de manera performativa y paródica un héroe en medio de la escenificación bastante teatralizada de un diluvio de plomo cruzado o de una “guerra total”. Performativo por cuanto no es una mera representación simbólica lo que aparece en las propagandas y las portadas de la revista, sino la imposición de una evidencia que a fuerza de su reiteración cotidiana a través de variados medios de comunicación se normaliza y se vuelve incontrovertible. Esta concepción del poder performativo de las imágenes y su concomitante gestión de opinión pública se enmarca simultáneamente en los planteamientos de Butler (2002; 2009), sobre la performatividad y Althusser (1970/2003), sobre la ideología como práctica cultural.

Sin embargo, además del papel productivo y performativo de los medios de comunicación, considero que a estos les es propio un papel gubernamental, en el sentido foucaultiano de la gubernamentalidad (Foucault, 1978/2006; 1979/2007). De tal manera que los sondeos de opinión, los medios de comunicación, la propaganda, la publicidad y el marketing político son discursos y técnicas que modulan las creencias, los afectos y los deseos, a la vez que producen determinada opinión pública y gobiernan las conductas de una población.

Desde la perspectiva gubernamental, la gestión de la opinión pública se erige como un mecanismo fundamental para el gobierno de las poblaciones en medio de la guerra. La gestión de la opinión pública, como práctica de gobierno, se realiza a través de las campañas publicitarias, la información periodística, los indicadores económicos, los índices estadísticos y las encuestas y sondeos de opinión. Éstas fueron justamente algunas de las técnicas mediante las cuales se gestionó una población favorable a la guerra y se promovió el heroísmo patrio como principal orgullo de la colombianidad. El objetivo de estas técnicas es:

Intervenir sobre la conciencia de la gente, no simplemente para imponerle una serie de creencias verdaderas o falsas […] sino a fin de modificar su opinión y con ella su manera de hacer, su manera de actuar, su comportamiento como sujetos económicos, su comportamiento como sujetos políticos. (Foucault, 1978/2006, p. 323).

Así, la perspectiva gubernamental reconfigura y complejiza la perspectiva bélica, de modo que se perfila un poder distinto en relación con la verdad y su proceso de producción. La verdad que se produce y se instrumentaliza ya no es sólo la verdad jurídica de la ley y el derecho sino, sobre todo, la verdad enunciada por el público a través de la opinión y gestionada por diversas tecnologías de la información y el marketing. De la misma manera, se perfila un modo distinto de relación de poder. El poder que se ejerce en medio y a través de la guerra ya no es sólo el de la coacción, el sometimiento y el exterminio, sino también, y, sobre todo, el de la gestión del consentimiento, la aceptabilidad y el deseo de los fines y los medios bélicos por parte de la población.

La gestión de la opinión a través de los mecanismos que la registran, la cuantifican y la clasifican, constituye la política de la verdad respecto a los aspectos fundamentales de una guerra. A través de las encuestas de opinión se modulan las percepciones, los miedos y las esperanzas de una población en medio del conflicto; sin embargo, las encuestas de opinión no son el mecanismo exclusivo de la modulación. También la producción noticiosa forma parte de la política de la verdad; a través de ésta circulan discursos míticos e imágenes espectacularizadas que definen quién es el enemigo, cuál es su nivel de peligrosidad y, por tanto, cuáles son las acciones bélicas necesarias para combatirlo. Aunque también perfilan y caracterizan a los héroes que están destinados a emprender este combate y conseguir la última victoria.

En conclusión, el abordaje de las guerras contemporáneas y sus estrategias refinadas exige la recuperación y actualización de algunos criterios de análisis propios de la perspectiva bélica. Pero como probablemente éstos no resulten suficientes para entender la complejidad de las tecnologías bélicas que se despliegan en la actualidad, habrá que articularlos con los criterios propios de la perspectiva de la gubernamentalidad. Esta articulación permitirá conformar una perspectiva integral de análisis de las guerras contemporáneas con un decidido carácter histórico, político y práctico, y sin pretensiones de convertirse en una fórmula paradigmática o un modelo metaexplicativo del vínculo entre guerra y gubernamentalidad. Justamente esta perspectiva es la que conceptualizo como gubernamentalidad bélica (Muñoz, 2014a).

El alcance analítico de la gubernamentalidad radica, en suma, en la identificación y el analisis crítico de los discursos políticos, históricos, mediáticos, publicitarios y de cualquier otro orden que exaltan las prácticas bélicas como necesarias, urgentes y justas y que, a su vez, contribuyen a erigir y posicionar como héroes nacionales a quienes ejercen el poder bélico en los Estados-nación contemporáneos. Y por otro, en la puesta en evidencia de cómo estos discursos confluyen con diversas, y a menudo dispersas, prácticas culturales, políticas visuales y audiovisuales, procedimientos administrativos, medidas jurídicas y dinámicas económicas, que se articulan en la gestión de una población que desee la guerra, que considere urgente y justa su realización, que acepte los procedimientos mediante los cuales se efectúa y que se comprometa voluntariamente en su perpetuación.

Finalmente, su alcance radica en la comprensión de que las técnicas de gobierno que hacen posible la guerra y su perpetuación no provienen exclusivamente del Estado, pues la población y otras instancias no estatales también las agencian. Y en que las técnicas bélicas no siempre se traducen en estrategias de coerción, dominación y exterminio, pues se expresan también en el marketing, el espectáculo, la dramatización y la seducción.

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