Reseña de Benjamin (1921) Hacia la crítica de la violencia

Review of Benjamin (1921) Hacia la crítica de la violencia

  • Federico Carlos Donner
Portada libro

Walter Benjamin (1921)
Hacia la crítica de la violencia.

Introducción

Cuenta Gershom Scholem, historiador de la tradición mística judía y amigo de Walter Benjamin, que entre 1918 y 1919, época en que ambos residían en Suiza, solían conversar durante largas horas sobre política y socialismo. A veces intercalaban, entre diálogos y discusiones amistosas, lecturas conjuntas de publicaciones pedagógicas y políticas. De esas conversaciones “Una y otra vez emergía el anarquismo teocrático como la más consistente respuesta política” (Scholem, 1975/2008, p. 140).

Actualmente, Benjamin es un pensador muy leído y requerido en varios campos disciplinarios. Sus escritos son estudiados y discutidos por filósofos, sociólogos, teóricos de la cultura, del arte, de la literatura y de la comunicación. Hay nuevas ediciones de sus obras, proliferan jornadas y congresos de importancia que llevan su nombre, así como innumerables tesis de grado y de posgrado. Sin embargo, no quisiera afirmar que Benjamin es un pensador actual. Por el contrario, diría que se trata de un pensador inactual, intempestivo.

Experiencia y lenguaje

Esto se debe básicamente a la desconfianza que el filósofo le profesa a la noción de progreso, que obnubila y organiza la cultura moderna, fascinada por sus prodigios técnicos. Ese progreso, ya en las Tesis sobre la historia, publicadas póstumamente, será visto desde una perspectiva mesiánica como una acumulación de ruinas (1942/2009).

La cultura moderna, tal como analiza Benjamin en un ensayo escrito en 1936, implica la liquidación de las formas tradicionales de la experiencia, esto es, la desaparición de las formas artesanales de la comunicación que, como la narración de historias ejemplares, tendía puentes generacionales a través de la memoria (Benjamin, 1936/1998).

La preocupación de Benjamin por la pérdida moderna de la experiencia excede la concepción determinista del materialismo histórico, con el que se familiariza ya bien entrada la década de 1920, sobre todo a partir de su relación con el dramaturgo Bertolt Brecht, a quien conoce a través de la actriz letona Asja Lacis.

La singularidad de la teoría estética de Benjamin radica precisamente en estudiar la cultura moderna, en tanto superestructura, pero no al modo determinista que lo encierra en una mera crítica ideológica. Por el contrario, atiende a las nuevas formas de sensibilidad producidas industrialmente. De allí la idea de estetización de la política, concepto que no refiere tanto a una banalización, sino a las nuevas configuraciones de la aisthesis, la sensibilidad, en términos políticos (Benjamin, 1936/2008).

Benjamin nos invita a pensar de modo multidisciplinario ya que interroga críticamente los supuestos que articulan los diferentes campos del saber. El análisis estético puede devenir político y la crítica política puede llevar al mito o a las formas de la moda.

Eso se debe, precisamente, a su concepto de crítica y a su mirada teológica del lenguaje. La concepción moderna del lenguaje es empobrecedora, porque lo reduce a un instrumento de comunicación de un conocimiento cosificado.

A diferencia de la información —la forma emblemática de la comunicación moderna—, la narración no intenta transmitir una pureza objetiva, sino que comunica formando parte de la vida de quien relata, que a su vez les brinda a sus oyentes lo narrado, lo ocurrido, como experiencia. Lo narrado, de este modo, exhibe la huella del narrador, del mismo modo que la pieza de arcilla muestra la mano del alfarero.

El lenguaje es para Benjamin una condición metafísica y teológica, no un instrumento del cual se sirve la razón. Habitamos y pensamos en el lenguaje, que a su vez es herencia. Y el lenguaje, afirma en su ensayo de 1916 (1916/1998), no comunica nada, sino que imita el modelo del lenguaje divino empleado en la creación. Nos encontramos lejos de la noción de crítica kantiana que busca establecer los límites del conocimiento posible. Por el contrario, la crítica benjaminiana es la exigencia de exponer una idea con la totalidad del lenguaje.

Esta forma de proceder está emparentada con el método de discusión de la tradición halájica del judaísmo. Scholem refiere cómo en una ocasión Benjamin lo consultó por ese asunto:

Así le expliqué cuál era la estructura de unas de tales discusiones haláquicas, donde los maestros de la doctrina abordaban su objeto desde todos los lados posibles, a menudo sobre la base de diferentes interpretaciones de un versículo de la Biblia. Para mi sorpresa, Benjamin dijo “Entonces es casi como en Simmel” (Scholem, 1975/2008, p. 47).

Benjamin propone entonces una crítica de la violencia que sea la exposición de su concepto de un modo no instrumentalizado. Si la teoría jurídica naturaliza la violencia aceptándola como algo dado, que siempre oficia como un medio para un fin, la pregunta que formula Benjamin es por la existencia de una violencia por fuera del derecho.

Violencia sin ley

El texto sobre la violencia aparece en un momento en que las democracias parlamentarias europeas eran sacudidas por los movimientos nacionalistas y revolucionarios. El horror de la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa, el fracaso del movimiento espartaquista en Alemania y la debilidad de las democracias parlamentarias fungen de telón de fondo. La crítica benjaminia de la violencia jurídica (ya sea instauradora o conservadora de derecho) constituye no sólo un ataque a los regímenes dictatoriales, sino también a las posiciones pacifistas que defienden a toda costa el derecho a la vida: “Valdría la pena sin duda investigar el origen del dogma de que la vida es, sin más, sagrada” (Benjamin, 1921/2008, p. 205).

Esta postura se relaciona con las reflexiones de Georges Sorel (1908/1973) así como con las ideas del jurista alemán Carl Schmitt, volcadas principalmente en su texto La dictadura (1921/1968).

Benjamin no se limita a afirmar que todo el orden jurídico burgués, ya sea en su versión iusnaturalista como en su versión positiva, se funda en la violencia. Su tesis sostiene que todo orden jurídico descansa en la violencia, pero que a su vez, la propia decadencia del orden jurídico burgués muestra cómo cualquier tipo de violencia que oficie de medio para fines naturales que no sean los jurídicos pone en peligro todo el edificio del derecho, esto es, todo orden jurídico-político.

De allí que Benjamin propone romper con la lógica jurídica de medios legítimos y fines justos, compartida tanto por el iusnaturalismo como por el derecho positivo. Esta creencia radica en que fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, a la vez que los medios legítimos pueden ser utilizados para fines justos. El orden jurídico monopoliza la violencia no porque defienda los fines del derecho, sino al derecho sin más.

Este texto muestra una notable cercanía teórica con Carl Schmitt, otro gran crítico de la democracia parlamentaria. La relación entre Schmitt y Benjamin es una cuestión inquietante, sobre todo porque se trata de una relación basada en la admiración mutua, entre un pensador judío, que acaba con su vida cuando se siente acorralado por el régimen nazi y el jurista alemán que se destaca a la hora de legitimar teóricamente el gobierno de Hitler, cuestión que ha sido señalada por el historiador judío Enzo Traverso (2007). Una carta de Benjamin a Schmitt lo confirma:

Dr. Walter Benjamin / Berlin- Wilmersdorf 9. Dez. 30/ Prinzregenstr. , 66

Muy honorable Señor Profesor,

Usted recibirá uno de estos días de la editorial mi libro “Sobre el origen del drama barroco”. Con estas líneas deseo no sólo informarle a usted, sino expresarle también mi amistad que puedo enviarle por medio del señor Albert Salomon. Observará rápidamente hasta qué punto el libro es deudor de su exposición de la doctrina de la soberanía en el siglo XVII. Quizás debiera ir más lejos sobre esto, puesto que también de sus obras posteriores, sobre todo De la dictadura he tomado prestado una confirmación de mis investigaciones sobre filosofía del arte. Si la lectura de mi libro puede producir en usted ese sentimiento de manera natural, entonces se habrá cumplido el propósito de mi envío.

Con expresión de mi especial aprecio, suyo. Walter Benjamin (Citado en Villacañas y García, 1996, pp. 42-43).

La pregunta que surge de inmediato es porqué un filósofo judío, cuyo pensamiento político se define paradójicamente como el de anarquismo teocrático, esto es, en franco rechazo a todo orden jurídico, se ve atraído por la teoría de un nacionalista y ultracatólico que termina siendo uno de los juristas fundamentales del Tercer Reich.

Una repuesta posible quizás radique en el modo en que ambos pensadores reflexionan sobre los conceptos límites de la teoría del derecho y su vinculación con la violencia.

Benjamin sostiene que el orden jurídico se plantea como necesidad y como destino, en el sentido de que la vida de la comunidad depende de la distinción de jure-de facto: “el derecho protege en su poder, el cual consiste en que hay sólo un destino y en que lo amenazante y existente forman parte inquebrantable de su orden” (1921/2008, p. 190).

Esto significa que la violencia tendrá que ser siempre remitida al derecho. En este sentido, el esfuerzo teórico de Carl Schmitt puede definirse como el intento de encontrar el vínculo necesario entre violencia y derecho, esto es, en que el derecho, aún en situaciones límites, termina absorbiendo a la violencia y subordinándola en tanto medio.

Sin embargo, lo que expone la crítica de la violencia benjaminiana es que esa concepción que liga indefectiblemente la violencia con el orden jurídico es mítica, y se opone a la justicia divina, que instaura un fin. La violencia jurídica es mítica porque pretende establecer un vínculo necesario entre violencia y derecho bajo el nombre de poder. Benjamin hace estallar la etimología de la palabra alemana Gewalt, que significa al mismo tiempo fuerza pública, poder legítimo, autoridad y violencia (cf. Derrida, 1997/2008).

Si esta violencia inmediata en las manifestaciones míticas resulta parecida, o incluso idéntica a la instauradora de derecho, desde ella recae una problemática sobre tal violencia instauradora en la misma medida en la que antes (al exponer la violencia bélica) hemos caracterizado a esta violencia en su condición de mero medio. Y al mismo tiempo esta conexión promete arrojar nueva luz sobre el destino que se halla a la base de la violencia jurídica en todos y cada uno de los casos y al tiempo completar a grandes rasgos su crítica. Pues la función de la violencia en la instauración del derecho siempre es doble: la instauración del derecho, ciertamente, aspira como fin (teniendo la violencia como medio) a aquello que se instaura precisamente en tanto que derecho; pero, en el instante de la instauración del derecho, no renuncia ya a la violencia, sino que la convierte stricto sensu, e inmediatamente, en instauradora de derecho, al instaurar bajo el nombre de “poder” un derecho que no es independiente de la misma violencia como tal, hallándose ligado por lo tanto, justamente, de modo necesario, a dicha violencia. La instauración del derecho es sin duda alguna instauración del poder y, por tanto, es un acto de manifestación inmediata de violencia. Y siendo la justicia el principio de toda instauración divina de un fin, el poder en cambio es el principio propio de toda mítica instauración del derecho. (Benjamin, 1921/2008, pp. 200-201).

En el corazón de la racionalidad moderna, en el centro del derecho positivo, se reproduce la lógica del mito arcaico. La creencia de que la cultura secular moderna ha dejado atrás definitivamente los vestigios del pasado es sólo una ilusión de la filosofía de la historia del progreso. Es lo que medio siglo más tarde René Girard llamará el retorno de lo sagrado bajo la forma de una crisis sacrificial (1972/1995). En este sentido, el estado de naturaleza hobbesiano puede ser leído como una teoría social de la violencia. Hay violencia porque no es posible establecer ningún tipo de diferenciación: no funcionan los dispositivos simbólicos que marcan las jerarquías, no es posible distinguir entre la violencia criminal y el castigo jurídico. Vista desde la perspectiva del derecho, la subjetividad individual oficia de fuente. Pero vista desde el punto de vista de la teoría antropológica, esa subjetividad sólo responde miméticamente a la escalada de violencia con sus iguales. El problema hobbesiano y schmittiano no es tanto, desde esta perspectiva, la renuncia o no al derecho natural, sino la posibilidad de establecer una violencia jerarquizada que ponga fin al ciclo infinito de venganzas. Los hombres son iguales en fuerza, astucia y derechos y la solución moderna por excelencia será la de constituir un poder mayor que acabe con la violencia indiferenciada: ya se trate del soberano hobbesiano o de la tesis weberiana del monopolio de la violencia. Lo que se juega aquí, al menos desde el punto de vista del orden jurídico, es la implementación de un dispositivo diferenciador.

Sin embargo, Benjamin rechaza la implementación de un dispositivo tal, porque el mesianismo implica, precisamente, la suspensión de todo dispositivo diferenciador.

Violencia aislada y violencia jurídica

La idea de que la vida desnuda carece de un origen puro, previo al derecho, y sólo aparece en relación a un derecho que la incluye mediante su exclusión es recogida por Giorgio Agamben (1995/1998) del ensayo de Benjamin sobre la violencia, sobre todo a partir de la afirmación de que objeto de la violencia mítica (jurídica) es la vida desnuda (bloß Leben).

Con el fin de analizar la relación entre violencia y derecho, Agamben se reapropia de la polémica entre Schmitt y Benjamin sobre esta cuestión, mostrándola bajo una nueva luz. El nombre del capítulo en el que trata esta cuestión es sugerente: “Gigantomaquia en torno a un vacío” (2003/2004, pp. 103-121). El elemento central de esta discusión es, como mencioné más arriba, la disputa por el estatuto del espacio anómico, es decir, por la violencia sin logos que emerge cuando se derriba un derecho y se pretende instaurar uno nuevo, esto es, en el estado de excepción. El punto clave radica en la posibilidad de determinar si esa violencia puede ser inscripta o no en el cuerpo del nomos.

El “dossier” que propone Agamben para leer esta polémica se compone de los siguientes textos, p. 1) La dictadura (Schmitt, 1921/1968); 2) Para una crítica de la violencia (Benjamin, 1921/2008); 3) Teología política (Schmitt, 1922/2001); 4) El origen del drama barroco alemán (Benjamin, 1928/1990); 5) Curriculum vitae (Benjamin, 1928/1985); 6) Una carta de 1930 de Benjamin a Schmitt (Benjamin, 1966); 7) El Leviathan en la teoría del estado de Tomas Hobbes (Schmitt, 1938/2004); 8) Tesis sobre la historia y otros fragmentos (Benjamin, 1942/2009); 9) Hamlet o Hécuba: La irrupción del tiempo en el drama (Schmitt, 1956/1993); y 10) Carta a Viesel (Viesel, 1988).

En Hacia la crítica de la violencia (1921/2008), Benjamin distingue dos tipos de violencia. La violencia pura (divina) y la violencia mítica (jurídica). La violencia pura, que permanece en su medialidad sin relación a ningún fin —sin conservar ni instaurar un nuevo derecho—, rompe con la dialéctica de la violencia mítica que instaura o conserva derecho. El calificativo de “pura” no se debe a una concepción metafísica o mística de la violencia, sino a la intención de abandonar la lógica jurídica de los fines y los medios, que termina justificando la inclusión de la violencia en la teoría del derecho como medio para un fin. Por lo tanto, la violencia permanece pura en la medida en que el análisis de ésta proceda a desconectarla de todo fin jurídico. En este sentido, se aclara porqué su opuesto, la violencia que instaura o conserva el derecho, es calificada como mítica. El mito jurídico considera a la violencia como un hecho natural y acepta que ésta sea apropiada como medio para un fin, relegando la discusión a si los fines son justos o injustos:

Si la violencia es un medio, podría parecer que ya tenemos un criterio para hacer su crítica. Y es que dicho criterio se impone en la pregunta de si la violencia es, en ciertos casos determinados, un medio para fines que son justos o injustos. De acuerdo con esto, la crítica de la violencia estaría dada, ya implícitamente, a través de un sistema de los fines justos. Pero, simplemente, no es así, pues lo que ese sistema contendría (suponiendo que pudiera hacer frente eficaz a cualquier duda) no sería un criterio de la violencia misma en tanto que principio, sino ya un criterio para los casos de su aplicación. Y quedaría sin respuesta la pregunta de si la violencia es moral en cuanto principio, incluso en cuanto medio para fines justos. Para responder a esta pregunta hace falta un criterio más exacto, establecer una distinción para la esfera de los medios mismos, sin tener en cuenta en absoluto los fines a los que sirven (Benjamin, 1921/2008, p. 183).

De acuerdo con Agamben, la distinción entre violencia que instaura derecho y la que lo conserva se corresponde con la distinción schmittiana de dictadura comisarial y dictadura soberana, desarrolladas en su texto de 1921 (1921/2008). La efectividad de la crítica benjaminiana, por lo tanto, se juega en la posibilidad de desmontar esta lógica a través de una violencia que rompa su vínculo con el derecho, demostrando así que el intento de incluir el espacio de anomia en el cuerpo jurídico resulta una falacia:

La crítica de la violencia es ya la filosofía de su historia. Y es la “filosofía” de esta historia porque sólo la idea de su desenlace hace posible una actitud crítica; una separadora y decisiva ante sus propios datos temporales. Una mirada sólo dirigida hacia lo más cercano a lo sumo es capaz de percibir las vicisitudes producidas en la configuración de la violencia, en su condición de instauradora y mantenedora del derecho. Pero la ley de su oscilación queda basada en que, con el tiempo, toda violencia mantenedora del derecho indirectamente debilita a la violencia instauradora del derecho, la cual está representada en ella, mediante la opresión de las violencias que a ella son, precisamente, hostiles. (Ya hemos aludido a algunos síntomas de lo que aquí estamos apuntando en el curso de la investigación.) Y esto dura así hasta que otras nuevas violencias, o las antes oprimidas, vienen a derrotar a la violencia que instauraba hasta entonces el derecho; y así fundamentan uno nuevo para una nueva- decadencia. Una nueva época histórica se alza así sobre la quiebra de este ciclo —uno que, sin duda, está hechizado por las míticas formas del derecho—, sobre la suspensión, pues, del derecho y de la violencia en que se basa (como ellas en él); una violencia que es, sin más, la violencia del Estado. Si el dominio del mito ya aparece quebrado, por aquí y por allá, en lo presente, lo nuevo no se encuentra aún tan lejos como para hacer que una palabra expresada aquí contra el derecho se difumine sin más sin consecuencias. Pero si, en todo caso, más allá del derecho a la violencia le está asegurada su existencia como violencia pura e inmediata, queda así demostrado que y cómo también se hace posible la violencia revolucionaria, y qué nombre hay que dar a la suprema manifestación de la violencia pura del ser humano (Benjamin, 1921/2008, pp. 205-206).

Agamben señala que, sin nombrar al estado de excepción, Benjamin menciona un concepto eminentemente schmittiano: la decisión (2003/2004, p. 105). La indicación de Agamben parece correcta, ya que Benjamin se refiere a la decisión “local” como a una categoría metafísica que es puesta en práctica en los intersticios del derecho, y que la remite a las zonas de anomia en las que actúa la policía sin ningún tipo de ropaje jurídico, aunque con el pretexto de conservar el derecho (Benjamin, 1921/2008, pp. 192-193).

El problema principal que el texto de Benjamin le plantea a La dictadura es el de la existencia de una violencia irreductible al orden jurídico que representa un peligro para la propia conservación de un derecho que tiene como fin exclusivo su propia supervivencia.

En respuesta a esto, Schmitt, procura a toda costa reintegrar esa violencia anómica al ámbito de la ley a través de la figura de la decisión soberana que suspende el derecho. Para Schmitt, el estado de excepción es la instancia que asegura la pertenencia de la violencia pura a la ley, ya que ésta se encuentra incluida en el derecho mediante su exclusión. Agamben considera que el abandono del concepto de dictadura soberana por el de decisión en la Teología política es una forma de reestablecer el nexo entre violencia y derecho como respuesta a la violencia anómica planteada por Benjamin (Agamben, 2003/2004, p. 106). Para Schmitt, en el estado de excepción está incluida aquella violencia que se pretende pura, y su relación con el derecho está asegurada a través de su propia exclusión.

Para neutralizar la violencia pura, Schmitt ubica al soberano y a la decisión en una zona que no puede calificarse ni como interior ni como exterior al derecho. Asimismo, para evitar que la decisión soberana sea subsumida por la dialéctica de la violencia mítica que instaura o conserva derecho, Schmitt sostiene que ésta simplemente suspende el derecho. Y así como Benjamin sostiene que los problemas jurídicos son insolubles porque aquello que determina la rectitud de los medios y la moralidad de los fines no es nunca un elemento racional, Schmitt afirma que el lugar último de la decisión es el del soberano.

Esto arrojaría alguna luz sobre la tan extraña y desalentadora experiencia de que, en última instancia, los problemas jurídicos no tienen solución (en su desolación, esta experiencia tal vez sea tan sólo comparable a la imposibilidad de decidir rotundamente sobre “correcto” y “falso” en las lenguas aún en desarrollo). Pues sobre la legitimación de los medios y sobre la justicia de los fines no decide nunca la razón, sino la violencia de destino ejercida sobre ella, y sobre ésta Dios (Benjamin, 1921/2008, p. 199).

Finalmente, si la violencia pura no puede ser identificada por los hombres (Benjamin, 1921/2008, p. 199), Schmitt responde que en el estado de excepción la identificación de la necesidad es muy difícil de demarcar (Schmitt, 1922/2001).

A través de una inversión, Schmitt hace de la insolubilidad de los problemas jurídicos y de la imposibilidad de identificar a la violencia pura, la base de la decisión soberana (Agamben, 2003/2004, p. 107). A su vez, Benjamin responde a esta inversión con una nueva inversión en El origen del drama barroco alemán. Allí, introduce una alteración que trastoca la definición schmittian de soberanía: “Si el concepto moderno de soberanía conduce a otorgarle un supremo poder ejecutivo al príncipe, el concepto barroco correspondiente surge de una discusión del estado de excepción y considera que la función más importante del príncipe consiste en evitarlo.” (1928/1990, p. 50).

Al reemplazar “decidir” por “evitar” Benjamin cita y trastoca a la vez todo el sentido del lugar de la decisión schmittiana (Weber, S., 1992), puesto que el soberano en vez de decidir sobre el estado de excepción, debe excluirlo de su relación con el orden jurídico. La ironía benjaminiana va más allá y coloca al soberano en la incapacidad de decidir.

La antítesis entre el poder del gobernante y la facultad de gobernar dio lugar a un rasgo propio del drama barroco alemán, rasgo que se puede considerar genérico en apariencia, ya que se explica exclusivamente en función de la teoría de la soberanía. Se trata de la incapacidad para decidir que aqueja al tirano. El príncipe, que tiene la responsabilidad de tomar una decisión durante el estado de excepción, en la primera ocasión que se le presenta se revela prácticamente incapaz de hacerlo (1928/1990, p. 56).

La distinción entre normas del derecho y normas de aplicación del derecho que corresponde a la dictadura comisarial fue puesta en cuestión en Hacia la crítica de la violencia con la tesis de la insolubilidad de los problemas jurídicos. Además, allí se señaló que la relación entre poder constituyente y poder constituido —correspondiente a la dictadura soberana— no podía capturar la violencia pura ni, por ende, inscribirla dentro del orden jurídico. A modo de contraataque, Schmitt ubica a la decisión soberana como la bisagra entre lo jurídico y lo extrajurídico que, a su vez, con el argumento de la suspensión de la ley, elude la acusación benjaminiana de replicar la dialéctica poder constituyente-poder constituido. La nueva crítica de Benjamin en el texto sobre el drama barroco hace retroceder la decisión schmittiana hacia las aporías de la norma y su aplicación de la dictadura comisarial, porque coloca al soberano ante la imposibilidad de recomponer el quiebre entre el poder gobernante y su ejercicio, del mismo modo que, tal como admitía el propio Schmitt, no existe ningún vínculo interno entre la norma y su aplicación.

Agamben da por concluida la polémica con la octava tesis de Benjamin:

La tradición de los oprimidos nos enseña que el “estado de excepción” en que ahora vivimos es en verdad la regla. El concepto de historia al que lleguemos debe resultar coherente con ello. Promover el verdadero estado de excepción se nos presentará entonces como tarea nuestra, lo que mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo (1942/2009, p. 22).

Según el italiano, esta tesis de Benjamin desactiva el mecanismo jurídico schmittiano, ya que éste depende de la distinción entre excepción y regla. Si no hay tal distinción, si excepción y regla se vuelven indecidibles, entonces la decisión soberana ya no puede producir la regla, lo que revela una situación de facto no asimilable por el nomos. Para Agamben, la afirmación benjaminiana que el estado de excepción se ha convertido en la regla logra invertir la tesis schmittiana del estado de excepción, en contra del interés del jurista por preservar a toda costa el derecho:

El funcionamiento del orden jurídico se asienta en última instancia, según la perspectiva schmittiana, sobre un dispositivo —el estado de excepción— que tiene el objetivo de volver aplicable la norma suspendiendo temporariamente su eficacia. Cuando la excepción se convierte en regla, la máquina ya no puede funcionar. En este sentido, la indecidibilidad de norma y excepción formulada en la octava tesis pone en jaque la teoría schmittiana. La decisión soberana no es ya capaz de desarrollar el deber que la Teología Política le asignaba: la regla, que coincide ahora con aquello de lo que vive, se devora a sí misma. (Agamben, 2003/2004, p. 112).

Que el estado de excepción se haya convertido en la regla implica que los intentos por incluir la exterioridad de una violencia sin ley por fuera del cuerpo del derecho se revelan como una ficción legal que libera una praxis violenta sin ningún tipo de ropaje jurídico. Lo que se halla en el centro del orden jurídico es un dispositivo artificial que pretende determinar que existe un aspecto interno de la praxis violenta que la vincula inextricablemente con el cuerpo del derecho. La crítica que inaugura Benjamin expone la naturaleza ficticia de ese mecanismo y muestra que la violencia desplegada por el estado se basa en la pretensión mítica de vincular su praxis violenta con la ley. Se trata de una pura práctica sin razón que perdura en nuestras democracias contemporáneas bajo el disfraz de una instancia que simula preservar la continuidad del régimen legal.

Referencias

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