Se conoce como “guerra sucia” a una serie de acciones emprendidas por el Estado mexicano en las décadas de 1960 y 1970 como respuesta a expresiones de protesta, oposición política y subversión social. La intimidación, la represión, la persecución, la criminalización de las luchas sociales, hasta cientos de casos de desapariciones forzadas, tanto de miembros de la sociedad civil como de miembros de organizaciones estudiantiles y políticas, fueron prácticas de respuesta y combate a las críticas, disidencias e intentos de transformación social, por parte de esta autoridad.
La postura oficial ha sido el no reconocimiento y el olvido de todos estos hechos. Las administraciones que han seguido en el poder, han optado por el silencio y el olvido. En México, no se puede dar cuenta de una política de la memoria como ha ocurrido en otros países de Latinoamérica como Argentina, Chile o Uruguay, donde se han juzgado y castigado a algunos de los implicados y responsables de hechos como los ocurridos en la llamada guerra sucia en México. Más aún, en países como Argentina y Chile, el Estado se ha encargado de institucionalizar la conmemoración de los hechos y comunicar una política de la memoria, haciendo presente en el espacio y en el discurso público hechos del pasado.
La postura oficial del Estado de mantener silenciados estos hechos, ha generado una lógica de impunidad, represión y aniquilamiento de las voces que apelan a la memoria colectiva. En este contexto, 50 años después, se pueden identificar una serie de prácticas que evocan estos hechos y que hablan de esta respuesta institucional. Son una serie de prácticas conmemorativas encaminadas al reconocimiento de hechos, al reclamo de castigo a los responsables y la transmisión de este episodio colectivo con la finalidad de evitar su repetición, como una forma de aprender del pasado.
En este artículo se exponen algunos de los resultados de una investigación etnográfica sobre las prácticas reivindicatorias de conmemoración de la guerra sucia en México, de pequeños grupos y asociaciones de la sociedad civil, que durante estos años han encabezado la lucha por la memoria y la justicia de estos hechos. Se entiende aquí por prácticas sociales de conmemoración a eventos colectivos como los ritos, ceremonias y festividades, encaminadas a recordar.
Específicamente, aquí se presenta la reflexión sobre las acciones que emprenden grupos de la sociedad civil con el objetivo de protestar, denunciar, recordar y promulgar un cambio social considerando sucesos dolorosos del pasado. Son grupos que reivindican eso que los discursos oficiales no hacen, como una manera de escribir una historia no institucional. Este texto se centra en la actuación de tres colectivos que lideran dichas prácticas, identificando sus particularidades rituales que evocan la memoria de este periodo.
El primer apartado constituye un marco referencial y metodológico de partida de la investigación. En el segundo apartado, se lleva a cabo una revisión retrospectiva del periodo de la “guerra sucia” en México, con hechos, protagonistas, pormenores que van reconstruyendo los mecanismos de una política del miedo que caracteriza a este periodo. El tercer apartado se adentra en los grupos, dando cuenta de los tres diferentes colectivos de lucha, sus inicios y su acción de resistencia frente al miedo y el olvido. A lo largo de este texto, se puede apreciar a detalle y con ejemplos concretos tanto la materialización de la política del miedo, como la forma en que a través de las acciones colectivas, se resiste a su imposición a través de prácticas de memoria.
José Antonio Marina sotiene “como todos los sentimientos, el miedo tiene una estructura narrativa” (2006, p. 18). Según este autor, el mejor camino para describirlo y comprenderlo es contando historias. Es por ello, que en este texto se asume una perspectiva narrativa de la experiencia. Se reconstruye la historia de la política del miedo durante la guerra sucia en México, de la mano de la reconstrucción de la memoria de pequeñas comunidades que resisten a la parálisis que la manipulación del miedo ha impuesto.
El camino metodológico de este proyecto es el etnográfico. Se sabe que cualquier entrevista u observación es en esencia una invasión de la vida cotidiana, pero en la investigación del horror esta característica se magnifica. En este caso, la interacción “investigador-sujeto” de la investigación, se centra en temas de los que es difícil hablar, muchas veces temas que se desea mantener en secreto. “Los miedos hacen parte de la subjetividad. Son una motivación poderosa de la actividad humana y de la acción política”, nos recuerda Norbert Lechner (1991, p. 180).
En los relatos y prácticas de quienes colaboran como informantes para esta investigación, se reconstruye su subjetividad individual, y se profundiza en el sentido de sus experiencias. La información proveniente de fuentes secundarias se incorpora en este trabajo, ya que ofrece importantes elementos para la contextualización del objeto de estudio, pero el núcleo del trabajo se ubica en las fuentes primarias, en el encuentro y en la participación con los protagonistas directos de la actual disputa por la memoria de la guerra sucia en México.
Miedo, angustia, ansiedad, temor, terror, pánico, espanto, horror: Elizabeth Lira (1989) nos recuerda que todas estas palabras pertenecen a un mismo campo semántico. Todas se refieren a fuertes vivencias emocionales desencadenadas por la percepción de un peligro. ¿Qué tan imprecisa o concreta es la amenaza? ¿Qué tan actual o tan probable en el futuro? ¿Qué tan desorganizadora de la subjetividad es la vivencia y la reacción ante el miedo? Como se observa en el siguiente apartado, la política del miedo —represión, persecución y desaparición de expresiones y personas disidentes— desplegada por el Estado mexicano durante la llamada guerra sucia enfrentó a los informantes de esta investigación al pánico, al horror.
Desde una perspectiva etnográfica, lo que interesa es el acercamiento a la experiencia. Por ello, la observación y la entrevista son las técnicas centrales del camino metodológico de la investigación de la que se deriva este texto. Lo importante es dar cuenta de la dimensión emic, de la perspectiva y mirada particular de quienes a partir de sus acciones luchan por mantener viva la memoria del pasado reciente, y en especial de los significados de dichos episodios experimentados en este país. En este texto se describe y analiza la acción de individuos y colectivos que trascienden el efecto paralizador del miedo. Se trata de pequeñas comunidades de esperanza.
En la investigación documental se integran datos provenientes de fuentes oficiales (Comisión de la Verdad del Estado de Guerrero, 2014; Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias, 1999; Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, 2012), así como datos ofrecidos por organismos no gubernamentales de Derechos Humanos (Amnistía Internacional, 2013; Comité 68 Pro libertades democráticas A.C., 2008; Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos A.C., 2013).
Con respecto al trabajo de campo, se realizaron entrevistas en profundidad a 15 informantes que decidieron colaborar en esta investigación. Se trata de nueve hombres y seis mujeres, todos miembros de tres colectivos diferentes, que realizan prácticas conmemorativas de la “guerra sucia” en México: Comité 68 Pro Libertades Democráticas, Comité Eureka e Hijos por la Identidad y la Justicia, contra el Olvido y el Silencio México (H.I.J.O.S.).
Las entrevistas se realizaron en al menos dos sesiones de una hora y media cada una, mismas que fueron grabadas en audio con la debida autorización de los informantes para su posterior transcripción, análisis y difusión. A partir de las entrevistas se articulan diferentes testimonios que permiten reconstruir el largo proceso de lucha por la memoria, que vienen realizando estos colectivos. Sin embargo, el abordaje etnográfico de este trabajo, supone una especial atención a la observación de las prácticas específicas de memoria de la guerra sucia y sus efectos.
En el trabajo de campo realizado desde mayo del 2013 hasta diciembre del 2014, se pueden identificar dos escenarios de observación. Uno enfocado en los “lugares de memoria” y otro enfocado directamente en las prácticas de conmemoración estudiadas. Mientras en el primer escenario se registran espacios que son habitados y apropiados por los actores sociales que disputan las narrativas de memoria y olvido de la guerra sucia, en el segundo escenario se registran diferentes acciones específicas de conmemoración.
Raúl Álvarez Garín (2010) ubica el periodo de mayor confrontación de los grupos guerrilleros y el Estado mexicano, entre 1973 y 1974. Las acciones de mayor visibilidad y consecuencias políticas ejercidas, fueron los secuestros a figuras importantes de la política como el cónsul de Canadá Duncan Williams o empresarios como Fernando Aranguren. La respuesta del gobierno se vería reflejada con mayor intensidad en un periodo conocido como “guerra sucia”; su inicio es incierto, pero existen diferentes periodizaciones que ayudan a hacer una reconstrucción, ubicándola como una práctica que inicia a finales de los años sesenta.
Este periodo puede identificarse como de creciente violencia contra los movimientos, que durante las décadas de los cincuenta y sesenta, venían organizándose entre los diferentes sectores de la sociedad. Pese a estar acotado en un tiempo por sus características, no puede entenderse sin todos los antecedentes que se han descrito hasta ahora y que dan cuenta de que la violencia del Estado mexicano contra estas manifestaciones, ya se podía constatar, estaba presente y se encontraba en un franco crecimiento. Desde 1967 se dirigieron en el estado de Guerrero 14 campañas militares en contra de las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, con retenes, rondines en la sierra, recorridos aéreos, casetas de vigilancia cerca de las casas o lugares que frecuentaban las familias de los militantes, e incluso ataques contra la población con el fin de provocar temor, de intimidar y reprimir su posible apoyo al grupo insurgente (Fritz, 2007).
La respuesta contrainsurgente articulada desde el Estado ha sido definida por algunos autores como Carlos Montemayor (2010), Laura Castellanos (2007) y Raúl Álvarez Garín (2010) como “guerra sucia”. Este último la define como una “práctica de persecución, y de detenciones-desapariciones de cientos de opositores políticos al régimen prevaleciente durante los años de 1968 y hasta 1982, por lo menos mediante una alta participación y responsabilidad del ejército mexicano” (p. 27). Por sus características y elementos en común, se ha considerado como parte de una estrategia global en contra de los movimientos sociales en Latinoamérica, un clima político represivo y “anticomunista” que se extiende por todo el cono sur, principalmente en medio de dictaduras militares.
Dichas prácticas se repiten, no sólo en distintos puntos del país, sino también en otros países del continente. En ellas se entrena a los cuerpos de seguridad de los diferentes países por medio de los cuerpos de inteligencia estadounidenses, operación ejecutada a través de instancias militares y orquestada desde el país vecino del norte. Para 1975, año en que Castellanos (2007) determina como el inicio de la guerra sucia, casi todos los grupos han sido golpeados o erradicados por completo en el país, lo que coincide con el conocido Plan Cóndor ejercido en Latinoamérica, así como el establecimiento de las principales dictaduras en Argentina, Uruguay, Brasil, Chile, Paraguay y Bolivia, encaminado a combatir la llamada “amenaza comunista”. Los gobiernos de México y Estados Unidos trabajaban en conjunto para generar mecanismos que infiltraran, persiguieran, desarticularan, enfrentaran y encarcelaran a los participantes, sobre todo a los dirigentes de movimientos sociales.
En la guerra hay una serie de códigos que la hacen equitativa, que ubican y reconocen fuerzas contrarias, en este caso se le llama sucia porque de inicio no se le reconoce como guerra, por eso de manera despectiva, denominaban a estos grupos como “guerrillas”. No había un respeto ni a ese contrario, ni a ese enfrentamiento, por ello no se tenía la obligación de declarar a los prisioneros, de tener procesos judiciales, no había llamado ni observación de organismos internacionales (Cruz Roja, cascos azules). La disparidad en las fuerzas, en el tipo de armas y en la organización misma, son elementos importantes para que algunos protagonistas no lo consideren como una guerra: piedras contra tanques no podría considerarse como tal. Más que una guerra frontal, para algunos fue una táctica de Estado, de aniquilamiento y represión, dictada desde otras latitudes: la llamada Escuelas de las Américas encabezada por Estados Unidos estaba presente.
Pese a que las prácticas de ejecución, desaparición y represión sistemáticas se documentan en su mayoría desde los sesenta, muchos de los procesos armados a los que estas prácticas responden, se hacen latentes desde mediados de los años 50. El estallido de las guerrillas alerta al Estado y se suma con más fuerza a dicha estrategia global, en un clima de aparente democracia. Uno de los primeros eventos determinantes que sirve como pretexto para esta política de erradicación es la supuesta relación de los grupos guerrilleros con el extranjero, motivada principalmente por el hallazgo de los vínculos con Corea del Norte en la detención de dirigentes del Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR) en 1971 (Pineda, 2003).
Para describir este periodo y la forma en que avanza la estrategia de Estado, Álvarez Garín define tres etapas principales: la primera que va del 1968 a 1971, que se caracteriza por los movimientos de masas que dan origen a varios de los grupos armados, y la respuesta violenta como las matanzas de Atoyac en 1967, Tlatelolco en 1968 y el llamado “halconazo” en el 1971. La segunda es entre 1972 y 1974, periodo en el que hay un auge con mayor intensidad de las guerrillas, con acciones de organización, agrupaciones nacionales, “ajusticiamiento” de funcionarios y empresarios, entre otras acciones que ya para entonces tenían un carácter plenamente político-militar. Ante ello, el primer golpe fue mediático con las primeras planas hablando de los grupos guerrilleros y la “amenaza comunista”, distinto de lo ocurrido en los sesenta, cuando se negaba públicamente la existencia de guerrillas rurales. El siguiente golpe fue el aumento en las detenciones, la reclusión, la desaparición temporal y los casos de tortura.
Finalmente, la tercera etapa se ubica a partir de 1974. Derivada del constante enfrentamiento se da un cambio en la política de respuesta del Estado; ahora la mayoría de los detenidos participantes de grupos subversivos son trasladados a cárceles clandestinas, bases militares, principalmente el Campo Militar #1, para ser torturados e interrogados, otros muchos más, serían desaparecidos y ejecutados extrajudicialmente. Dichas prácticas se concentran entre 1975 y 1979, sin embargo entre 1977 y 1982, la dinámica de eliminación y extermino se recrudece, ejecutando a la gran mayoría de los detenidos y atacando principalmente a las bases que las guerrillas habían construido durante esos años.
Los supuestos delitos por los que se les combatía eran por conspiración, incitación a la rebelión, acopio de armas, robo con violencia, homicidio y falsificación de documentos. Sin embargo, no eran presentados ante instancias judiciales o de impartición de justicia, más que eso, se les aniquilaba por completo. Un testimonio que da cuenta del exterminio característico de esta etapa es el de Zacarías Osorio Cruz, quien relata su participación en el ejército, en específico las prácticas de la Brigada de Fusileros Paracaidistas, quienes se encargaban de recoger presos del campo militar para llevarlos al Estado de México, a un paraje llamado San Miguel de los Jagüeyes, donde se les asesinaba y se les abandonaba en la misma zona (Álvarez, 2010).
Esta brigada es relevante, ya que en 1988 fue señalada por este ex militar mexicano como un batallón dedicado al asesinato y desaparición de presos políticos. Osorio Cruz fue un soldado raso miembro de dicha brigada entre 1977 y 1982. Después de desertar del ejército, solicitó asilo político en 1988 al gobierno de Canadá ante el Tribunal de apelaciones del ministerio de inmigración. Durante ese proceso, declaró las diversas acciones en las que participó como miembro de esta brigada, entre las que estaban el traslado, ejecución y desaparición de presos políticos de diferentes estados del país, esto ocurría en San Miguel de los Jagüeyes y San Juan Teotihuacán, en el Estado de México (Cruz, 1993).
El Colectivo Comité 68 Pro Libertades Democráticas, asociación civil integrada por activistas del movimiento estudiantil de aquel año, ex guerrilleros, luchadores sociales, defensores de los derechos humanos, entre otros, han hecho un recuento de lo que han llamado “víctimas de la violencia de Estado”. En esta larga lista se integran los nombres y el periodo ocurrido: expedientes, libros, revistas, informes son parte de los recursos y sustentos documentales que dan cuenta de masacres, ejecuciones extrajudiciales, desaparición forzada, feminicidio, persecución política, tortura, represión, corrupción y negligencia, de la cual responsabilizan y señalan directamente al Estado Mexicano de las últimas cuatro décadas. Este ejercicio de denuncia, es un enlistado elocuente de la forma de actuar del gobierno mexicano durante aquella época, ante los movimientos sociales y los reclamos colectivos.
Los hechos del 2 de octubre del 1968 han sido ampliamente difundidos y narrados, versiones que confluyen para generar la idea del “Batallón Olimpia”: agentes de la Dirección Federal de Seguridad vestidos de civiles, con guantes o vendas blancas en alguna de las extremidades superiores, armados, apostados en las azoteas y algunos departamentos de los edificios la unidad popular de Tlatelolco, escenario compartido ni más ni menos que con el ejército mexicano y una multitud de jóvenes que se apostaban en la plaza para escuchar “el mitin”.
Después de perseguir y capturar a algunos de los participantes y dirigentes de ese movimiento, se les siguieron procesos judiciales, con cargos mayores y con el trato de delincuente común, pero con agravantes. No existía una cárcel destinada a los presos políticos, por lo menos no para las jóvenes; en cambio para los hombres presos, la cárcel de Lecumberri era el destino conocido, y si bien también convivían con presos de delitos comunes, la presencia de jóvenes acusados de delitos relacionados con la protesta y la subversión, llegó a ser notoria por la organización y discusión que mantenían aún en prisión. En estas cárceles convivieron participantes de movimientos estudiantiles, guerrilleros, dirigentes sindicales.
Sara Hernández, esposa de Rafael Ramírez, desaparecido el jueves 9 de junio de 1977 por su participación en la Liga Comunista 23 de septiembre, con fotos en las manos, recortes de periódicos, fotocopias y un ambiente de hogar, que en sus múltiples objetos y fotografías, evoca la búsqueda de su esposo y al mismo tiempo, muestra la investigación y las conclusiones a las ha llegado:
Con la asesoría de la CIA se formó en México un grupo armado de élite llamado la Brigada Blanca, su principal objetivo era implementar las técnicas de persecución, arresto y desaparición de las personas vinculadas con grupos guerrilleros. Esta brigada estaba a cargo de la Dirección Federal de Seguridad (DGS), dependencia de la Secretaria de Gobernación (Sara Hernández, entrevista personal, 22 de junio de 2013).
La Brigada Blanca pertenecía a esta instancia de seguridad, un grupo especial con una organización paramilitar encargada de combatir la guerrilla urbana. Estaba conformada por elementos policiacos los cuales se caracterizaban por sus métodos de actuación completamente fuera de la ley, violentos, entrenados para torturar y matar, especializados en la desaparición forzada. Fernando Gutiérrez Barrios, funcionario mexicano que vio diferentes facetas ideológicas y políticas, era quien estaba al frente de esta Dirección, además de ser el subsecretario de Gobernación, dependencia de la que dependía orgánicamente la Federal de Seguridad. Manlio Fabio Beltrones, actual legislador de la Cámara Alta, era en ese momento secretario particular de Gutiérrez Barrios.
Algunas organizaciones que han podido documentar los casos de desaparición y ejecución hablan de tres mil muertos entre 1965 y 1975 (Centro de Investigaciones Históricas del Movimiento Armado, CIHMA, 2009) en contraste con lo que señala el gobierno del país, que sólo reconoce alrededor de 600 muertos en aquellos sucesos. Por su parte, la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Víctimas de Violaciones a Derechos Humanos en México (AFEDEM), habla de una cifra de 650 desaparecidos sólo en Guerrero, y aproximadamente 1 350 personas en todo el país.
Las narraciones de víctimas de desapariciones forzadas de aquellas épocas, son coincidentes en el modo de operar de estas fuerzas: identificación del subversivo, su respectivo secuestro, ojos vendados, traslado a casas de seguridad, estancia en el Campo Militar, interrogatorios, fichajes, tortura, intimidación. Los simulacros de fusilamiento fueron otra constante en el trato a estos grupos: pararlos contra una pared, sin poder ver, con gritos, sonidos de armas, fue parte de ese temor que se les trataba de infundir. El objetivo era que hablaran, que delataran a compañeros o detalles de la organización; pero en el fondo la táctica era la de generar tal impresión engendrada en el miedo, el dolor y la amenaza, con la máxima de “aquí tienes que hablar si quieres vivir”. La intención era apagar cualquier intento de organización, de una manera violenta, ejemplar, a modo de que no quedaran ganas de continuar.
El 10 de junio de 1971, ante el intento de grupos estudiantiles de salir a las calles de la Ciudad de México, fueron nuevamente reprimidos de manera violenta, por un grupo de choque llamado “Los Halcones”. Los hechos ocurridos en las avenidas de Melchor Ocampo y San Cosme aquel jueves de corpus mostraron nuevamente las intenciones y las prácticas que había comenzado años atrás. De camiones del servicio de limpieza de la ciudad descendieron decenas de jóvenes con aspecto, postura y entrenamiento militar, con varas kendo en mano, para lanzarse contra la multitud; desde otras esquinas y azoteas de edificios, francotiradores hacían lo propio disparando sin blanco aparente, pero con uno claro: el contingente estudiantil que tomaba las calles nuevamente.
La detención de Ignacia Rodríguez “la Nacha” es ejemplo de cómo operaban estos grupos: la intervención de líneas telefónicas de conocidos, amigos o familiares para saber el paradero, allanamiento de casas, interrogatorios a mano armada e intimidaciones a cercanos, golpes, amenazas de represalias y daño a familiares. Una casa de seguridad, la cárcel de Lecumberri y finalmente dos años en la cárcel de mujeres de Santa Marta, fue el camino recorrido por esta combatiente. Ahí, si bien la tortura no era física, sí se sentía una psicológica que acosaba constantemente: trato como delincuente común, amenazas, apandos (Ignacia Rodríguez, entrevista personal, 10 de noviembre de 2013).
Álvaro Cartagena mejor conocido como “El Guaymas”, uno de los sobrevivientes del Campo Militar #1, ha sido uno de los protagonistas que ha aportado más a los testimonios del trato recibido y la lógica operativa de este lugar. Con cierta naturalidad, como algo que se ha narrado en repetidas ocasiones, y ya no genera tanto dolor reconstruye:
¿De qué manera torturaban?, pues la picana era la tortura más usual en aquella época, son ciento veintitantos voltios, mojado en el piso, y de repente que te den una descarga eléctrica, brincas y avientas a quien sea, ¿si me entiendes?, y entonces esos toques te los daban en los genitales; ¿cuántos toques me dieron a mí? Ponle diez veces me dieron toques, o más, ya no me acuerdo (Álvaro Cartagena, entrevista personal, 30 de mayo de 2014).
Ante testimonios como estos, la respuesta estatal ha sido el silencio y la impunidad. La exigencia de justicia, así como la búsqueda por familiares desaparecidos, ha hecho que ex compañeros de lucha, madres, hijos, académicos, periodistas, escritores, activistas y jóvenes de nuevas generaciones, se encuentren, se organicen, ya en otro momento y en otro terreno, en uno que pide cuentas de hechos pasados, que llama a esclarecer sucesos y castigar culpables. Esta encomienda común ha llevado a conformar colectivos organizados, instituidos, con estructuras y dinámicas ordenadas que conjuntan esfuerzos, que buscan a sus familiares, que hacen investigaciones propias, que integran demandas judiciales, que salen a las calles a compartir y mantener viva en un espacio colectivo esta afectividad, estos hechos que siguen presentes, vigentes y con una necesaria atención.
Existen varios comités denominados democráticos, conformados inicialmente por miembros de la sociedad civil, que “no han quitado el dedo del renglón”, que insisten en el esclarecimiento de hechos y el deslinde de responsabilidades de los costos de esa “guerra”. Las manifestaciones colectivas y los actos de conmemoración son una muestra de la pluralidad de voces que se conjuntan en ciertas fechas relevantes, como la del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco o el 10 de junio en Calzada Tacuba, donde se organizan, hacen mantas que los distinguen e identifican, discuten con otros colectivos, expresan demandas actuales, pero sobre todo, se congregan alrededor de un sentimiento que rememora un pasado, uno que lleva a gritar, a exigir y hasta insultar, pues el coraje también se permite estas expresiones colectivas.
Los recuerdos que se mantienen de los sucesos de la llamada “guerra sucia” en México, y siguiendo la lógica de la memoria colectiva, se expresan de diferentes formas, con contenidos diversos. Algunas mantienen la demanda de apertura democrática, otras luchan por el esclarecimiento de los hechos y el castigo a los culpables, otras más aún exigen y esperan la vuelta con vida de sus familiares. Si bien el número de colectivos que han conformado esta lucha de más de cuatro décadas en torno a estas demandas no son pocos, existen tres en específico que han tenido una presencia y un trabajo constante durante este tiempo, cuyo trabajo sigue vigente y que han tenido logros relevantes en su larga búsqueda de la tan anhelada justicia: el Comité Eureka, el Comité 68 y el colectivo HIJOS México.
El primer colectivo que inicia de manera organizada una lucha en torno a los desaparecidos, exiliados y víctimas de la represión durante las décadas sesenta y setenta en México, es de notoria conformación, pues su surgimiento no es a partir de un elemento político o ideológico común, sino de un elemento afectivo: familiares, madres que salían a las calles a buscar a sus hijos, o mujeres que buscaban a sus esposos, a los padres de sus hijos que habían dejado en abandono, en una ausencia no voluntaria, forzada. Se trata del Comité Eureka, grupo conformado por mujeres, principalmente madres que motivadas por un vínculo familiar, se unieron a estas demandas y desde entonces, han mantenido una serie de prácticas sociales en torno a esta búsqueda, pero sobre todo, a que se comunique esta versión del pasado mexicano que ha querido ser ocultado, silenciado.
El Comité ve sus inicios en medio del periodo de mayor represión de los años setenta; la creciente ola de desapariciones, detenciones y exilios, da origen a diferentes organizaciones en el país. La búsqueda emprendida por familiares, amigos o compañeros de lucha, que se encontraban en diferentes instancias gubernamentales donde se tocaban puertas pidiendo respuestas, generó un vínculo de solidaridad, de cercanía y de encomienda común. Se volvió como una suerte de nueva familia, que entendía y compartía sentimientos, que estaba cerca, que se identificaba con una causa, con un pasado y las intenciones de construir un nuevo futuro.
El trabajo video documental titulado “Vivos los llevaron, vivos los queremos” (Serna, 2007), justamente da cuenta del proceso primigenio que fue dando vida a este colectivo. En este, hay un personaje principal que llevado por el amor de madre, impulsa toda una serie de acciones encaminadas a encontrar a su hijo: Rosario Ibarra de Piedra, cuyo hijo fue desaparecido el 18 de abril de 1975 en el estado de Nuevo León, después de haber sido buscado y por lo cual hubieran torturado a Jesús Piedra Rosales, su padre, en su mismo consultorio, para que indicara el paradero de su hijo.
Las acusaciones de que Jesús Piedra Ibarra pertenecía a la Liga Comunista 23 de Septiembre, su respectiva búsqueda y desaparición a cargo de empleados de la Dirección General de Seguridad, llevó a esta madre de familia a involucrarse en un terreno político hasta entonces desconocido. Inicialmente colocaba carteles en las calles con la foto y el nombre de su hijo, con una dirección y teléfono de la ciudad de Monterrey, para que pudieran contactarla en caso de tener información. Después de un tiempo, más que conducirse al camino donde se encontraba su hijo, llegó a la Ciudad de México donde conoció a decenas de personas más que, como ella, tenían una historia que las movía, las llevaba a las calles, a las plazas, a los ministerios públicos, y hasta en algún momento, a oficinas de presidentes de la República.
En abril de 1977 se crea, impulsado por Rosario Ibarra, el Comité Nacional Pro Defensa de Presos Perseguidos y Desaparecidos Políticos de México (CNPDPPD). Inicialmente lo conformaron más de 100 familiares quienes se reunían semanalmente, mayoritariamente mujeres procedentes del estado de Guerrero. En este proceso documentaron los casos de 577 personas que sufrieron de desapariciones forzadas, originarios de Sinaloa, Guadalajara, Yucatán, Guerrero, D.F., Monterrey, Oaxaca entre otros estados del país. Desde entonces la lucha se hace colectiva, ya no buscando a un desaparecido en específico, sino los de todas: de cierta manera se conformaba otra familia con una exigencia y fin común, llenar documentos, levantar denuncias y seguir caminos institucionales, se realizaban de manera individual pero se organizaban en acciones colectivas, con reuniones y acciones acordadas en conjunto.
El 28 de agosto de 1978, 84 mujeres la mayoría del estado de Guerrero, muchas de ellas de edad avanzada, acompañadas de cuatro hombres, se plantaron a las afueras de la Catedral Metropolitana, vestidas de negro demostrando ese luto, indicando el ciclo que aún no se cierra, para emprender una huelga de hambre en exigencia de respuesta por los desaparecidos, encarcelados y exiliados de aquella respuesta gubernamental a la protesta. La Catedral era un lugar en suma conveniente, pues además de que comparte el Zócalo de la Ciudad, lugar históricamente cargado de simbolismo para las luchas de insurgencia y protesta, y que colinda con Palacio Nacional, el despacho presidencial, moralmente representaba una institución, que por su carácter religioso, podía acogerlas, que no las rechazaría, y que en caso de la latente represión, podían ingresar al atrio en búsqueda de seguridad y resguardo.
Se colocaron mantas, fotografías, y se instaló un campamento que alojaba a madres, esposas, hermanas que exigían la presentación con vida de sus familiares, mediante una acción de sacrificio, de coraje, de anteponer la integridad física con tal de ser escuchadas. Iniciaron una jornada de huelga de hambre como una acción de resistencia y de protesta, ante un sentimiento de impotencia, de no tener más recursos de los cuales echar mano, como una enérgica protesta por no ser escuchadas, porque sus voces no habían tenido eco, ni habían conseguido ser mucho menos atendidas. Llevar a cabo una acción de tales características, era una demostración de lo que estas mujeres estaban dispuestas a hacer, que a pesar de los costos, tenían propósitos claros, y sobre todo, un dolor que las motivaba y las llevaba a organizarse.
A pesar del asedio policiaco, no fue necesario recurrir al auxilio del recinto eclesiástico, institución religiosa en la cual las madres, contrarias a la ideología de izquierda de aquellas épocas, sí confiaban. Representantes de la Secretaría de Gobernación mantuvieron conversaciones/negociaciones con las demandantes donde prometían que el Presidente de la República, José López Portillo, incluiría en su informe de gobierno elementos resolutorios con respecto a las demandas hechas por estas madres. Tres días después, el 1 de septiembre durante dicho informe, el ejecutivo federal anuncia una iniciativa de ley que da amnistía a los presos y a los exiliados emanados de las protestas y luchas políticas de protesta durante las décadas de los sesenta y setenta.
Las madres no estuvieron solas, universitarios y sindicatos apoyaron una de las primeras acciones públicas colectivas de mayor relevancia en torno a estas demandas, solidarizándose con una de las figuras de más respecto en la cultura mexicana: la madre que nunca se le puede dejar sola. El logro de “las doñas” como se les conoce ahora, no es algo menor y por ello se recuerda a través de las palabras de Rosario Ibarra durante la conmemoración del 29 aniversario de esta huelga de hambre, heroico recuento que se presume como conquistas hechas por la coordinación de los esfuerzos de estas familias:
Nos sentimos muy contentas porque conseguimos la amnistía para 1 500 presos políticos, 2 000 órdenes de aprehensión no se llevaron a efecto, regresaron 57 personas del exilio y nos animamos a hacer el Frente Nacional Contra la Represión, como lo hacemos hoy con el que logramos la aparición con vida de 148 personas que estaban desaparecidas (Serna, 2007).
En 1979 de igual manera promovido por Rosario Ibarra, se crea el Frente Nacional Contra la Represión (FNCR), organización que aglutinaba a 54 organizaciones de diferentes posiciones políticas e ideologías divergentes, pero que estaban en la búsqueda y defensa de los derechos humanos. Era una instancia que recogía las demandas en contra de la represión y exigía libertades políticas, peticiones que a la fecha no se han resuelto, que se mantienen presentes con su respectiva manifestación periódica.
Un año más tarde, en 1980, comienza a hacer efecto esta ley de amnistía para los presos y exiliados políticos del periodo de la “guerra sucia”, los primeros presos salen de las cárceles, y otros emprenden la vuelta a México de su exilio en Cuba, España o Italia. La respuesta de parte del gobierno parecía que estaba cambiando, que había un viraje considerable en su política hacia los movimientos sociales del pasado y sus participantes, sin embargo las cuentas aún estaban pendientes, había cientos de personas desaparecidas, y aunque no había un reclamo formal, no existía un esclarecimiento de hechos ni su respectivo deslinde de responsabilidades.
La organización y acciones de este colectivo sospechosamente fueron difundidas en otros países por un grupo que también se auto denominaba Comité Nacional Pro Defensa de Presos Perseguidos y Desaparecidos (CNPDPPD), motivo por el cual, en 1980, el colectivo toma la decisión de cambiar el nombre a Comité Eureka, como una forma de diferenciar e identificar sus acciones, evitando ser confundidas con el grupo que se sospechaba provenía de la Secretaría de Gobernación. La elección de este nombre que evoca a la exclamación del matemático griego Arquímedes, da cuenta de las intenciones de este naciente colectivo: el descubrimiento, el hallazgo, el encontrar algo que ha sido buscado, algo que les han arrancado.
La conformación de esta agrupación más que una naturaleza política, tiene una afectiva, con el dolor de la ausencia. La cronista Elena Poniatowska, quien las ha acompañado muy de cerca, que ha narrado sus acciones y difundido sus causas, lo sentencia de esta manera:
Para una madre, la desaparición de un hijo significa un espanto sin tregua, una amnistía larga, no sé, no hay resignación, ni consuelo, ni tiempo para que cicatrice la herida. La muerte mata la esperanza, pero la desaparición es intolerable porque ni mata ni deja vivir (1980, p.80).
Madres que impulsadas por esa ausencia, sin herramientas, sin conocimientos, y teniendo que atender lo que les quedaba de familia, emprendieron una tarea colectiva y acompañada, para enfrentar los largos caminos tanto legales como simbólicos encarnados en sus prácticas reivindicatorias.
A partir de la década de 1980, el Comité determinó conformar un archivo, labor que consistía en reunir expedientes personales, todos aquellos documentos que dieran razón de la vida de los desparecidos antes y al momento de su captura, pruebas de existencia. Estos expedientes contenían actas de nacimiento, documentos oficiales, descripciones de familiares, fotografías, testimonios. La importancia de este archivo, además de sistematizar y organizar las personas que estaban en tales casos, es que servía de testimonio, como una constancia que prueba la versión que tenían de lo ocurrido. En estos documentos se contenían narraciones de testigos que vieron con vida a los desaparecidos, así como los que se encontraron en algún centro de reclusión clandestina, como ocurrió con Rafael Ramírez Duarte, que diversos testimonios, incluidos los de dos de sus hermanos, dejaban constancia que lo vieron en el Campo Militar #1, lesionado por las torturas, pero vivo.
Sus acciones con el tiempo se fueron centrando en reivindicar una postura diferente de la sostenida desde otros colectivos. Para “las doñas” la exigencia de justicia pasaba primero por aclarar que este periodo obedecía más a un terrorismo de Estado y no a una “guerra sucia”: las fuerzas de los jóvenes y las organizaciones, aun las que retomaban la lucha armada, no eran equiparables a la del Estado. Para ellas hablar de la “guerra sucia”, implicaba caer en un discurso que el gobierno había utilizado para desacreditar la participación de sus familiares, así como para diluir su responsabilidad. Las acciones de “las doñas” se centraban en dos dimensiones: la difusión de sus demandas en espacios públicos, con volanteos, mítines, mantas, fotos de familiares; y la exigencia de audiencias con presidentes, secretarios de gobernación, jueces, ministerios públicos, y una serie de figuras burocráticas a las cuales les fueron haciendo frente para decirles, como madres, que requerían una respuesta, pero más que nada, querían de vuelta con vida a sus hijos.
La Ley de Amnistía que permitía que los perseguidos políticos pudieran volver a su país sin ser detenidos o procesados penalmente, era una de las grandes conquistas de Eureka, pero también tuvieron otras de notoria mención: la aparición con vida de más de cien personas desaparecidas, recluidas y torturadas, pero la más importante tiene que ver con el reconocimiento público de que existen personas ausentes, y que es una deuda pendiente que el gobierno debe enfrentar. Este trabajo de difusión les permitió tener una cobertura no sólo a nivel nacional, sino que también organismos internacionales les brindaban cobijo, estaban en comunicación y se mantenían visibles ante la amenaza de ser reprimidas, esto las hacía de cierta manera menos vulnerables. La cobertura y movilización internacional que organizó este colectivo cuando “El Guaymas” fue secuestrado y desaparecido en 1978, es una muestra de lo que su labor podía llegar a hacer; gracias a su exigencia se logró que fuera liberado y presentado como preso formal.
La huelga de hambre sin duda fue algo de especial significado para el Comité Eureka, había sido un acto donde sentían haber conseguido logros importantes para su lucha. Es por ello, que en años consecutivos, los 28 de agosto conmemoraban esa primera huelga de hambre, como otro acto de memoria, como una manera de recordar ese logro democrático de una organización con posturas tan diversas. Madres, esposas, hermanas de desaparecidos llegaban nuevamente a la Catedral Metropolitana con mantas, volantes, fotografías para recordar eso que consideran como una huelga heroica, pero sobre todo, para constatar que las exigencias se mantenían, que el dolor que las impulsó a salir a las calles y tocar puertas de funcionarios seguía vigente, pues aún no se resolvían sus demandas. Esta práctica perdió fuerza y organización cuando Rosario Ibarra adquirió el cargo de Senadora de la República, para entonces el camino ya era otro.
Con el tiempo los esfuerzos del Comité se fueron transformando, y con ello la organización también; actualmente se concentra principalmente en dos iniciativas. Por una lado algunas de sus integrantes se han concentrado en acompañar a la organización de jóvenes llamada HIJOS México, quienes a decir de ellos mismos, han heredado gran parte de las luchas y demandas del comité EUREKA. Por otro lado, se encuentra el espacio conseguido por Doña Rosario Ibarra, en donde se alberga una parte importante de los archivos históricos de la organización, el Museo Casa de la Memoria Indómita. Este espacio alberga, a manera de exposiciones permanentes, las fotografías y documentos que dan cuenta de la represión cometida contra los movimientos de aquella época, así como la memoria del recorrido de esta organización precursora del movimiento de Derechos Humanos en el país.
Otra de las organizaciones más representativas que ha mantenido y dado continuidad a las demandas de justicia y castigo a los culpables, por los hechos de la llamada “guerra sucia”, es el Comité 68 Pro Libertades Democráticas, Asociación Civil. Ellos también han acompañado la lucha de “las doñas”. Su conformación se relata como un proceso paulatino en el que se da continuidad a otros procesos organizativos a los que algunos de sus integrantes habían pertenecido antes, como el caso de “Punto Crítico”, publicación de expresa ideología de izquierda, donde participaban algunos de los fundadores del Comité como Raúl Álvarez Garín y Daniel Molina.
Sus oficinas actualmente se ubican en una de las colonias más antiguas y con mayor tradición del Distrito Federal, calles, edificios, locales, viviendas que guardan la memoria de un pasado, el estilo de décadas atrás, la lógica de barrio de antaño. El lugar tiene una atmósfera fría, pues además de que no hay, prácticamente, nada de decoración en las paredes, como es usual en las casas y oficinas de la ciudad de México, los muebles son apenas los necesarios: una pequeña sala y un comedor de cinco sillas, escenario donde se llevan a cabo algunas conversaciones de esta reconstrucción, precariedad material que no se corresponde con la del conocimiento y las ideas que ahí expresan su mayor capital, las personas y luchadores sociales que lo conforman.
El primero que accede a conversar es Raúl Álvarez Garín, uno de los personajes más emblemáticos del llamado “movimiento estudiantil de 1968”. Dado que provenía de una tradición familiar de lucha, de protesta y de participación en movimientos sociales, no puede ubicar un momento en el que haya decidido propugnar por lo que llama reivindicaciones de la justicia social, es alguien que aprendió y creció entre esta ideología. Y tal como ocurre con su historia personal, ubica las coordenadas del Comité de inicio más en un contexto y en una serie de antecedentes que lo motivaron, que en un hecho o fecha concreta.
Cada historia se cuenta desde un lugar diferente, Daniel Molina, por ejemplo, abre las puertas de su casa y narra los inicios desde las líneas de los textos que atesora y comparte, como los números de la revista Hora Cero que dan cuenta de los movimientos sindicales que antecedieron al estallido estudiantil. Álvarez Garín es el nombre recurrente en estas narraciones, que Daniel va tejiendo con esa lentitud que requiere ir al pasado, ordenarlo para encontrar un momento fundacional, y que si bien no logra hacerlo con certeza, sí ubica a este personaje quien al regreso del exilio, llevó a cabo un esfuerzo en convocar a quienes más tarde conformarían el Comité 68.
Una de las fechas relevantes para la consolidación del Comité apela a la memoria: la conmemoración de los diez años de la matanza del 2 de octubre, en el año 1978. Félix Hernández Gamundi, otro de los personajes emblemáticos de aquel movimiento estudiantil, preso durante dos años en Lecumberri y miembro fundador de este Comité, recupera esta fecha para definir la organización:
En el 78, en la conmemoración del décimo aniversario se comenzó a dar un proceso de estructuración de un agrupamiento que es muy plural, que tiene como propósito central mantener viva la memoria del 68, principalmente por el papel que juega en los procesos de Justicia (Félix Hernández, entrevista personal, 9 de abril de 2014).
Si bien a lo que apela es a un proceso de recuerdo y de mantenimiento de episodios significativos del pasado, se posiciona desde una exigencia del presente, que es necesaria para saldar esas cuentas del pasado, a saber, la aplicación de la justicia.
En 1998, cuando se lleva a cabo la demanda colectiva en contra del ex presidente Luis Echeverría por el delito de genocidio, el Comité tuvo la necesidad de conformarse como una asociación civil para poder enfrentar este nuevo proceso legal que emprendían, de una forma organizada, con una estructura que documentara y otra que diera seguimiento a los cauces legales. Ahí es cuando las reuniones se hacen más recurrentes, y un espacio como el de la Colonia Roma necesario para llevarlas a cabo. En esta casa no únicamente han confluido ideales y exigencias de justicia, pues a pesar de las diferencias personales, de ideologías, de grupos y tradición de procedencia, hay una acogida colectiva, solidaria, de hermandad para aquellos que llaman compañeros de lucha.
El componente histórico, sumado a las demandas de memoria, justicia, castigo a los responsables, el respeto a las libertades democráticas y la resolución de los crímenes del pasado, es lo que va determinando las tareas que realizan. El origen de dichas demandas es, para la mayoría de los integrantes, su experiencia cercana con la prisión, el exilio, la tortura u otra forma de represión que caracterizaron a la década de los 70, es una memoria que aún sienten, que se manifiesta en sus prácticas conmemorativas, pero también en esas prácticas cotidianas de grupo, de convivencia.
Uno de los mayores méritos de este colectivo que le ha permitido mantenerse vigente, es el vínculo y la organización con otros comités, así como nuevos movimientos sociales de jóvenes y estudiantes que han surgido en décadas recientes, especialmente para planificar acciones y sumarse a las movilizaciones. En estas prácticas presentes también van actualizando las pasadas, se les agregan elementos, se les suman demandas, se señalan a más culpables, se va resignificando en este ejercicio cotidiano, esos recuerdos y esas demandas pretéritas, para ir acorde con el momento, los nuevos problemas y actores. Es una manera de mantener también esa vigencia. Movimientos estudiantiles como el del Consejo Estudiantil Universitario en 1988, el del Consejo General de Huelga de la UNAM en 1999 o el #yosoy132 en el año 2012 que protestaba contra lo que consideraban otro fraude electoral en las elecciones presidenciales de 2012, son constancia de esa continuidad y ejemplo que han tomado los jóvenes de movimientos y colectivos que los antecedieron, de sus demandas, de su espíritu.
Estos nuevos movimientos sociales además de retomar sus exigencias democráticas, de enarbolar sus consignas y de tomar sus marcos sociales como propios, han sido cobijados, asesorados y apoyados por una generación y un colectivo que respetan, que reconocen como referente y como una suerte de autoridad moral. Es algo que también fomenta esta política de la memoria, es una manera de mantener vivo un movimiento tendiendo puentes, y generando relaciones de herencia con nuevas generaciones, con expresiones con las que no necesariamente están en total acuerdo, pero que las apoyan, les dan cobertura y abrigo: son conscientes del poder del Estado y la respuesta que pueden recibir, lo han experimentado en carne propia y recurriendo a la memoria, más bien aprendiendo de ella, sostienen con firmeza que es “para que el pasado no se repita”, para que esos sucesos de dolor, represión y duelo sin fin, no vuelvan a ocurrir.
Uno de los trabajos más relevantes de este colectivo ha sido la documentación, labor que por fruto ha dado una memoria en archivo que va contando este pasado, que ha dado cuenta de hechos, fechas, lugares, nombres de responsables y nombres de víctimas, de esto que han calificado como violencia de Estado, no una “guerra sucia”, donde no se conoce quién y qué hace, sus estrategias, triunfos y batallas, sino señalando claramente un responsable con su respectivo delito. Las conmemoraciones no sólo sirven para ir al pasado, sino también sirven para ir al futuro construyendo un presente, y la forma como lo hacen es aclarándolo, juntando piezas, poniéndolo en orden a través de sus exigencias y demandas judiciales en búsqueda de esa anhelada justicia.
Por ello en el marco de la conmemoración 45 del movimiento estudiantil de 1968, en el 2013, había que llevar a cabo más que una práctica de recuerdo. El Comité 68, junto con organizaciones políticas y sociales, integró una lista de miles de nombres de personas víctimas de esto que denominaron “violencia de Estado” ejercida en décadas pasadas y en tiempos actuales. Echando mano de revistas, periódicos, informes, expedientes, testimonios e informes de organizaciones defensoras de derechos humanos, que sirvieron como sustento documental de esta investigación, se referenciaron casos, nombres, sucesos y delitos sufridos por estas víctimas. El objetivo buscado según lo difundido por el mismo Comité en un disco compacto que integra ese trabajo, “es sacar del anonimato a aquellas víctimas, que por su circunstancia y el cúmulo de agravios, aparecen a lo largo de nuestra historia contemporánea desdibujados, aunado al hecho de que es imposible encontrar la evidencia de los casos” (Comité 68 Pro Libertades Democráticas A.C, 2013, p. 1).
Con esta indagación y esclarecimiento de hechos del pasado se emplaza al reconocimiento, de nombrar, de sacar a la luz, de romper ese silencio impuesto por la falta de justicia. A esos que han sido víctimas de la corrupción y la negligencia, la desaparición forzada, las ejecuciones extrajudiciales, el feminicidio, las masacres, la persecución política, la tortura y la represión, son nombrados, fechando día y localidad del suceso, como una forma de reconocer lo que les ocurrió, y si bien eso no repara el daño sufrido, sí es una manera de irles restituyendo ese pasado doloroso, de saber que hay quien los acompaña y se solidariza con su lucha abordando de esta forma el pasado, dando una batalla formal y organizada. Estos nombres los pretenden colocar en un memorial para que su permanencia en el tiempo y el alcance de comunicación sea mayor.
En resumen, sus consignas se podrían articular en tres diferentes acciones: la primera es la estrategia jurídica, con colaboraciones de juristas importantes, así como investigadores, periodistas y estudiantes de leyes; la segunda es la documentación de los hechos como un ejercicio de memoria, de ejercer el recuerdo, mediante publicaciones, vínculos académicos, sistematización de los testimonios y elaboración de materiales que faciliten su difusión, se busca comunicar esta versión del pasado; finalmente, estar en contacto con distintas disciplinas, personas, activistas, universidades de diferentes países, abonando a la construcción de esa memoria que han buscado no se pierda, que sus significados se sepan en otras latitudes y otras voces se adhieran a sus demandas.
Teniendo como antecedente y claros referentes el Comité Eureka y el Comité 68, nace un grupo que justamente encarna esta lucha que se ha llevado a cabo en torno a la presencia y el no olvido de los hechos pasados y las consecuencias del periodo de la “guerra sucia” en México. Se trata del colectivo que desde su mismo apelativo fija intenciones y filiación: Hijos por la Identidad y la Justicia, contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.), jóvenes que encarnan esta nueva generación que han heredado de cierta manera un dolor, una exigencia y una lucha. HIJOS México recoge de igual forma una tradición que va más allá de las fronteras de este país, pues nace de un esfuerzo inspirado en otros colectivos latinoamericanos, relacionados con la memoria, la justicia y la verdad. Es un colectivo formado por la generación heredera de la lucha de los sesentas y setentas, muchos de ellos hijos de las víctimas de la desaparición forzada, y otros luchadores solidarios que aunque no tengan un lazo familiar con las víctimas, se han asumido herederos de esta historia, de este pasado, haciéndolo suyo y fortaleciendo al colectivo.
HIJOS es una red internacional, principalmente de jóvenes de diferentes lugares del mundo, que se identifican con un pasado común de represión, desaparición, característico de las operaciones en respuesta a la protesta y el desacuerdo, como ocurría en las dictaduras latinoamericanas. Chile, España, Francia, Guatemala, Holanda, Italia, México, Suiza, Suecia, Uruguay y Venezuela, son los países donde se encuentran representantes de esta organización, refugiados y exiliados que desde otras latitudes han continuado y se han congregado en torno a esta exigencia común. En 1995 nace Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio, después de un año de encuentros entre hijos y familiares de muertos y desaparecidos durante la dictadura Argentina. Su demanda de justicia se da a partir de una necesidad de reconstrucción de su propia historia, y de acuerdo a lo que ellos mismos describen, el rescate de los espíritus de lucha de sus padres y familiares, con base en una organización global.
En México inicia como un grupo formado por jóvenes argentino-mexicanos, hijos de exiliados que encontraron refugio a su exilio en este país. Como toda sociedad, este colectivo se formó con base en una motivación afectiva: Tania Ramírez, hija del desaparecido Rafael Ramírez Duarte, en el año 2000 conoce a Paula Mónaco Felipe, integrante de HIJOS Córdoba, quien escucha por primera vez asombrada esos episodios del pasado mexicano que siempre se han ocultado hacia el extranjero, y que cuenta cientos de desaparecidos como víctimas, algo común con lo ocurrido con el país del cono sur. Esto la llevó a que, junto con su hermano Pavel Ramírez, colocaran un anuncio en la sección de “correo ilustrado” del periódico La Jornada, contando una historia y convocando a una reunión a las personas que se sintieran identificados con esta narración, con este pasado que hablaba de padres desaparecidos o en el exilio.
En un cubículo universitario, Tania, quien es profesora y coordinadora de un programa académico sobre Derechos Humanos, recuerda como esta inserción periodística convocó a gente diversa, de distintas ideologías, con experiencias, recorridos y contextos diferentes. Entre mantas, fotografías de desaparecidos, libros, recortes de periódico, y demás objetos que como artefactos sirven para hilar historias, rememora con alegría aquella primera reunión de febrero del 2000 en el teatro cabaret entonces llamado “El Vicio”. Este encuentro resulta ser especial para estos jóvenes, pues además de que era el momento que iniciaban oficialmente esfuerzos como colectivo, convocaba personas muy diferentes, espíritu primigenio que ha mantenido la pluralidad en el grupo y en sus acciones.
Sin embargo, estos dos jóvenes convocantes a dicho encuentro, no inician su lucha en esta causa con los intentos de conformar este nuevo colectivo. Sara Hernández, su madre, ha pertenecido por varias décadas al Comité Eureka donde ha centrado los esfuerzos por encontrar a su esposo Rafael. Desde pequeños, los ha llevado a las manifestaciones, huelgas de hambre, paradas y marchas, acompañando familiarmente todo este camino a través de las acciones de ese colectivo de “las doñas”. Esta diferencia generacional es la que motiva en buena medida la creación de HIJOS México, pues si bien ya había una organización en torno a estos reclamos, ahora lo que pretendían era hacer todas esas denuncias pero de una forma más propositiva, más fresca, que tuviera más impacto al llegar a más personas, saliendo de las prácticas tradicionales, con mítines y pancartas de cartón.
Esta perspectiva distinta de hacer política responde a otra generación, con ideas diferentes. En mayo del 2013, en la revista para mayores de edad “Playboy”, un reportaje es vehículo de esta voz de los desaparecidos con un acercamiento detallado a este colectivo, y dando cuenta de estos nuevos vehículos de comunicación y mantenimiento de la memoria. Guadalupe, Alba, Edith, Pablo, Fernanda, María, Penélope, Betina y Tania, posan, vestidos de negro, solemnes, algunos portando playeras con leyendas referentes a las causas y exigencias de HIJOS, deteniendo una foto tamaño carta con el rostro de algún detenido-desaparecido, posan en este reportaje, no importando que sea una publicación asidua de gustosos y gustosas de ver el cuerpo humano retratado bajo una estética donde no hay ropa y la mujer es vista como un objeto de deseo, pues lo relevante es que se comunique, se escuche esta voz, se ocupe este espacio y que cada vez más personas conozcan de este tema y las décadas sin resolver.
“Que sus familiares, a quienes el sistema secuestró y no han vuelto a ver, jamás sean ignorados” (Balerine, 2013, p. 57), espeta el mismo encabezado editorial expresando las intenciones de este colectivo, que cada fin de semana se reúne en un departamento de la colonia Portales del Distrito Federal, como un grupo de amigos, sobre todo como familia. Estudiantes de diferentes universidades, públicas y privadas, pertenecientes a carreras también diversas, profesionistas jóvenes, académicos, defensores de derechos humanos, conforman este colectivo del nuevo milenio, que representa el espíritu de generaciones pasadas, a través de la reivindicación de sus demandas, pero haciendo adaptaciones según las necesidades de su presente y la forma de entender la lucha.
Grupo plural que representa otra generación, otra manera de pensar, de exigir y luchar por sus demandas. El marxismo, las posturas radicales, puristas o más tradicionales, ya no caben en esta nueva manera de llevar a cabo prácticas reivindicatorias, más que eso, enarbolan una postura que consideran más abierta, renovada, alegre, creativa, cercana a otras expresiones de protesta, no únicamente las clásicas como las marchas o los mítines, sino con otras nuevas, como renombrar calles que tienen nombres de presidentes documentados como represores, colocando el nombre del algún desaparecido. HIJOS México es un colectivo heredero de una memoria que ha aceptado esta tradición, pero que la condiciona a su manera de ver el contexto actual, uno que es más abierto y festivo.
Otro de los grandes esfuerzos de este colectivo y dentro de la dinámica de refrescar, generar otros lenguajes y vías de comunicación, es el trabajo hecho en términos culturales, en específico con el tema de los elementos gráficos incorporados a sus actividades públicas. Han generado diverso material de comunicación, mantas, fotografías, postales y exposiciones, donde se recuperan elementos y prácticas de colectivos precedentes, como el uso de las fotografías de los desaparecidos, pero también dotándola de elementos novedosos. Edith, artista plástica quien se integra en 2007 a este colectivo, ha trabajado justamente sobre esta idea, elaborando una estética en representaciones artísticas sobre los desaparecidos con colores que fueran menos victimizantes, que transmitieran menos dolor y más alegría, elemento característico de este colectivo, y principal motivo por el cual decidió adherirse para ser parte de las prácticas reivindicatorias de esta causa.
Pablo, uno de los integrantes que fundaron este colectivo, y que se ha mantenido constante en sus prácticas reivindicatorias, la concibe como una organización con una estructura de participación y toma de decisiones horizontal: se llegan a acuerdos por consenso, tomando en cuenta la opinión de todos sus integrantes, a diferencia de otros grupos militantes que son más jerárquicos. Mantienen la idea de que el poder corrompe, como ocurre en las organizaciones con estructura vertical de mando, por ello buscan formas de operación diferentes. Aunque respetan a esos colectivos y posturas que los antecedieron, buscan nuevos vehículos para relacionarse de una manera distinta con los familiares de las víctimas, y en general con la historia de la desaparición.
Un elemento que ha diferenciado a HIJOS México es la forma en que tratan el tema de la justicia, no abordada desde el punto de vista tradicional de los derechos humanos o institucionales. Si bien no han cesado en la exigencia y necesidad de una atención judicial, desde un camino formal y legal, han centrado sus acciones en una justicia a la cual ven desde otra perspectiva. La han resignificado para llevarla a otro terreno, a uno donde la sociedad sea quien juzgue, quien indique, quien reconozca, que sepa que se ha tenido que recurrir a prácticas de denuncia por la falta de actuación del Estado, por eso la gente es quien debe dar veredicto. A esto es a lo que llaman justicia social: un tipo de sanción pública como medida alternativa ante la ausencia de justicia institucional.
No olvidamos, no perdonamos, no nos reconciliamos es uno de sus lemas centrales que recupera la exigencia de la memoria, del castigo y del cierre de un proceso que es la base de sus demandas: la presentación con vida de sus familiares desaparecidos. Esta es la condición necesaria que refrendan en cada una de sus acciones, recalcando que mientras no aparezca la persona, no sea presentado el cuerpo o alguna institución indique su presencia, como una cárcel por ejemplo, la persona está en condición de desaparecida, y el delito sigue vigente. Esta diferencia jurídica y fenomenológica de la desaparición forzada es algo que ha guiado sus posicionamientos y sus prácticas de resistencia.
Es un colectivo que también ha dado continuidad a los procesos de documentación e investigación, como sustento no sólo legal, sino también de difusión y trabajo con los familiares de los desaparecidos. Con estos últimos, también llevan a cabo “talleres de memoria” donde además de trabajar el tema del duelo, se vierten testimonios que documentan casos, información que posteriormente colocan junto a la fotografía del desaparecido, como una manera de contar su historia personal, pero también como una suerte de denuncia. Estos materiales posteriormente son utilizados en las prácticas conmemorativas o en las actividades de reivindicación y difusión.
La expresión de sus demandas también es acorde: acciones que se caracterizan por un ambiente festivo, de movimiento, más que de dolor y resignación. Performance, música, baile, poesía, teatro, son lenguajes que han incorporado a sus prácticas, que se expresan en sus “escraches”, paradas en la Suprema Corte de Justicia o en los renombramientos de calles, manteniendo algunos elementos de las prácticas reivindicatorias pretéritas, como la participación en las marchas conmemorativas, pero ahora refrescándolas con este nuevo espíritu que le han dado a la protesta.
Esta manera de hacerse presentes y visibles en el contexto actual, ha permitido que familiares de desaparecidos, pero no de aquellas víctimas de los procesos políticos de represión durante las décadas pasadas, sino pertenecientes esta década, los denominados “víctimas de la violencia producto de la lucha contra delincuencia”, se sumen a sus acciones y quejas. Estos familiares de personas víctimas de la campaña policiaca y militar emprendida en 2006, por el entonces presidente Felipe Calderón, han visto en las acciones de HIJOS, un espacio donde evidenciar sus exigencias, un dolor compartido, una causa con la que se sienten identificados para compartir no sólo experiencias, sino también acciones que abonan a que este tema no permanezca silenciado y el reclamo de justicia continúe.
Los jóvenes del colectivo son ahora los herederos de una tradición de lucha, de protesta, de dar continuidad de exigencias y demandas que iniciaron “las doñas” del Comité Eureka, que retomaron el Comité 68, y que en conjunto con colectivos que se han sumado, han construido vehículos de comunicación y mantenimiento del pasado propios. Con estos han dado forma a una versión de hechos pretéritos que persisten, que contradicen los escritos oficiales y que exhiben un Estado violento, corrupto, impune e incompetente. En suma, son tres colectivos que están unidos por un pasado que los identifica, que los congrega ante un dolor, una exigencia y una lucha que los ha llevado a las calles a gritar juntos.
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