Políticas de miedo y resistencias locales

Policies of fear and local resistances

  • Pilar Calveiro
En este texto parto de sostener que el uso del miedo como instrumento de control poblacional es parte constitutiva de la gubernamentalidad neoliberal. Asimismo, propongo que las violencias actuales, por sus características, son más fácilmente observables y comprensibles en los ámbitos locales, lo que explicaría que las resistencias más importantes provengan también de estos espacios. Para ello analizo el caso del estado de Guerrero, en México, focalizándome en el surgimiento y recorrido de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) y, más recientemente, en el mismo territorio, la desaparición forzada de 43 estudiantes en Ayotzinapa y las formas de movilización y organización que siguieron a esta tragedia. Trato de señalar la consistencia de las políticas de miedo por parte de redes público-privadas, que conectan circuitos legales e ilegales, así como las estrategias utilizadas para sobrepasar el miedo, desplegar resistencias y, sobre todo, construir poder y política desde los márgenes.
    Palabras clave:
  • Poder
  • Políticas del miedo
  • Resistencias
In this text, I begin with maintaining that the use of fear as an instrument of population control is a constitutive element of Neoliberal governance. Also, I suggest that current violence, because of its characteristics, is more easily observable and understandable in local environments, which would explain that the most important resistances also come from these spaces. For this purpose, I analyse the case of the state of Guerrero, in México, focusing on the surge and path of the Regional Organizer of Community Authorities (Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias, CRAC) and, more recently, in the same territory, the forceful disappearance of 43 students in Ayotzinapa and the forms of mobilization and organization that followed this tragedy. I attempt to point out the consistency in the policies of fear by public-private networks, which connect legal and illegal circuits, as well as the strategies used to overcome fear, display resistance and, mainly, build power and politics from the margins.
    Keywords:
  • Power
  • Fear Politics
  • Resistances


La reorganización del capitalismo en su fase global está muy lejos de la pacificación, flexibilidad y tolerancia que enuncia en el discurso. “Pacifica” atribuyéndole peligrosidad a todo aquello que se le opone, para legitimar su eliminación. Su flexibilidad se restringe a los mercados, la circulación de capitales y la aplicación de un derecho diferencial, extraordinariamente duro para los infractores menores, pero ciego y sordo frente al cúmulo de ilegalidades que sostienen las actuales formas de acumulación política, económica y tecnológica. Por fin, esgrime la tolerancia de la indiferencia, es decir, del desinterés por la diferencia y, sobre todo, del abandono de las preguntas fuertes por la justicia, por la responsabilidad en relación con los otros y con nosotros mismos. Todo ello evidencia su radical autoritarismo, en los términos en los que fue caracterizados por la Escuela de Frankfurt.

Esta fase de instauración de una nueva hegemonía de carácter global, comprende diferentes violencias que vale la pena identificar. Por una parte, están las violencias directas y terriblemente cruentas de los escenarios bélicos que construye, para sostener sus prácticas de dominio en lo internacional y lo nacional, como las llamadas guerra antiterrorista y guerra contra el crimen organizado. Por otra, y no menos importante, las violencias estructurales que comprenden: 1) distintas formas de acumulación y concentración por desposesión, como lo señalaron David Harvey y otros (Harvey, 2005/2007, pp. 116-119; Estrada, 2008, pp. 54-58), 2) el consecuente desplazamiento forzado de grandes grupos de población que pierden toda clase de derechos, 3) la vigencia de un derecho diferenciado, en el que se superponen el Estado de derecho pleno para algunos, derechos restringidos para otros y un verdadero estado de excepción para amplios sectores de la población que quedan al margen de toda protección legal, 4) el abandono —en el amplio sentido de quedar “a bando” expuesto por Giorgio Agamben en Homo sacer (Agamben, 1995/2003, pp. 135-143)— de diferentes grupos sociales, en especial indígenas y migrantes. Todas estas violencias ya no son exclusivamente estatales sino que vinculan distintas esferas de lo público con redes corporativas privadas, tanto legales como ilegales, siendo este uno de los rasgos principales de la actual reorganización global (Calveiro, 2012, pp. 102-118). Sin ser violencias exclusivamente estatales, el Estado tiene sin embargo responsabilidad sobre las mismas y, aunque se presenten muchas veces como privadas, es necesario analizarlas y comprenderlas políticamente.

Estas violencias persiguen la imposición abierta de nuevas formas de organización del mundo y son parte de verdaderas políticas del miedo, es decir, utilizan el miedo como instrumento de control. El uso político del miedo no es una novedad. Ya en la Antigüedad, Aristóteles hablaba de este como un recurso de las tiranías. Sin embargo, hoy podríamos decir que el miedo es un elemento constitutivo de la gubernamentalidad neoliberal, que enlaza economía, población y seguridad con tecnologías y procedimientos destinados a dirigir la conducta de las personas. Según Michel Foucault, en el neoliberalismo de la Escuela de Chicago, la gubernamentalidad se basa en extender la racionalidad de mercado y, más propiamente, la empresarial a ámbitos no prioritaria ni exclusivamente económicos como la familia, la natalidad, la delincuencia y la política penal (Foucault, 2004/2008, p. 365). En efecto, todos esos ámbitos, así como las esferas política y cultural, han quedado sujetos a la racionalidad económico-empresarial-corporativa que retrae lo público al ámbito privado, a la lógica de acumulación y restringe toda clase de garantías. Se crea así un estado de indefensión económica, social, política que suscita miedo, pero sobre todo necesita de él. Lo alienta como instrumento de gobierno de las almas, las conciencias, los ciudadanos. Implica nuevas formas de abordar “los problemas específicos de la vida y la población” (Foucault, 2004/2008, p. 366), en las cuales se agitan diversos miedos (a enfermedades, catástrofes, “enemigos” internos y externos, precariedades) para configurar un ciudadano temeroso y asustado, retraído hacia la esfera privada de la seguridad personal y absorbido por el mercado.

Como bien señala Zygmunt Bauman: “El mercado prospera cuando se dan condiciones de inseguridad; saca buen provecho de los temores humanos y de la sensación de desamparo” (Bauman, 2006/2010, p. 175) ya que “de la inseguridad y del miedo se puede sacar un gran capital comercial” (Bauman, 2006/2010, p. 185). Por todo ello se puede afirmar que el Estado actual utiliza el miedo para potenciar el mercado, a la vez que a través del “miedo y la incertidumbre [...] busca legitimarse, precisamente, con la defensa de un orden público amenazado” (Bauman, 2006/2010, p. 199). Es decir, propicia el miedo como forma de control de la población y de autolegitimación de los gobiernos.

Pero así como el Estado y los grupos corporativos legales o ilegales asociados con él no son actores novatos o desprevenidos, las sociedades tampoco. Ellas guardan memoria de antiguas resistencias que “actualizan” en las circunstancias cambiantes del mundo global, para ensayar prácticas de lucha y organización capaces de sobrepasar el miedo y, paralelamente, a las redes de poder que lo instrumentan.

En efecto, no se puede pensar el poder sin pensar, simultáneamente, en las resistencias. En este sentido, hay que decir que, siguiendo a Michel Foucault, Gilles Deleuze y otros, no existe un lugar fijo o estable del poder y la hegemonía, sino que ambos están permanentemente en juego. Se los disputa desde confrontaciones abiertas pero también desde resistencias laterales y subterráneas (no por ello menos importantes), que también son cambiantes. Hablar de poder o de resistencias presupone acciones y relaciones donde los actores sociales no ocupan posiciones fijas sino que ejercen poder en unos ámbitos al tiempo que son resistentes en otros; conocen y practican el poder y las resistencias simultáneamente, y para ello se articulan en complejas redes. Las redes de poder se potencian entre sí pero también se fragmentan y desarticulan por efecto de múltiples confrontaciones, resistencias y escapes que las obligan a modificar su curso. Las formas de resistencia, en particular, toman trayectorias inciertas, no necesariamente opuestas pero siempre divergentes de los poderes instituidos. Suelen operar desde los ámbitos asignados como espacios de control, revirtiéndolos. Se mueven en procesos de largo plazo y comprenden miles de estrategias que se modifican constantemente, en las cuales la movilidad es un aspecto decisivo (Calveiro, 2005, pp. 19-22). “Supone(n) una serie de desplazamientos múltiples que, como vectores, tienen sentidos diferentes, los cuales inciden unos sobre los otros tomando trayectorias no necesariamente opuestas y muchas veces ‘erráticas’” (Calveiro, 2005, p. 20). Actúan de manera principalmente lateral e incluso subterránea y, por lo mismo, se dirigen hacia las periferias del poder para incidir desde allí, como disparo por elevación, en el centro mismo del sistema. Su ocultamiento y su invisibilidad son parte de su fortaleza porque las hacen difícilmente detectables. No se muestran, se enmascaran e incluso refuerzan la “apariencia” del poder (Scott, 1990/2000, p. 21) mientras lo socavan de hecho. Las redes de poder y resistencia tejen y destejen una sobre otra intentando interminablemente recomponer los mecanismos de dominación o desarticularlos.

El ámbito local se revela como un espacio privilegiado para observar tanto las políticas del miedo como sus resistencias. Allí es donde las violencias estatales y privadas, articuladas en las grandes redes corporativas que conectan lo legal con lo ilegal, hacen blanco sobre los cuerpos individuales y colectivos, evidenciándose. Allí,

Se deja ver la compleja trama resultado de factores estructurales, coyunturas y acontecimientos generados en distintas escalas por los actores {....] El peso de las circunstancias locales hace la diferencia, imprime la particularidad al escenario donde los individuos (y las comunidades) ponen en juego sus intereses, ideas, deseos y utopías, y con ello, asumen su condición de actores (Radilla, 2012, p. 38).

En la escala local la opacidad de las redes de poder se diluye, para hacerlas más visibles. Esto permite comprenderlas mejor, lo que es crucial para articular formas de acción y resistencia trazando distintas estrategias. Ello no implica que el riesgo sea menor; todo lo contrario. Los espacios locales están fuertemente vigilados y controlados, lo que precisamente incrementa el riesgo, pero la información, la comprensión y la existencia de redes sociales son elementos clave para organizar las resistencias y confrontar las políticas de miedo.

Es particularmente interesante el caso de las comunidades indígenas, donde las violencias público privadas se ejercen de manera abierta y sistemática pero donde también existe una “reserva” cultural de matriz diferente, que permite abordarlas desde otros parámetros. La mirada, necesariamente mestiza, que aportan estas comunidades después de cinco siglos de dominación, implica un doble conocimiento cultural (el propio y el del colonizador), cierta distancia con el modelo estrictamente occidental que siempre las desconoció y un know how de la resistencia (a partir de su ejercicio incesante) que no es en absoluto desdeñable y que se distingue, aunque no se opone, a otras formas de la resistencia.

En algunas de estas experiencias, las antiguas demandas del autonomismo se actualizan para proponer puntos de partida no estatales ni partidarios pero que, sin embargo, no se estructuran a partir del enfrentamiento con el Estado, en algunos casos ni siquiera fuera de él por completo, sino desde la posibilidad de hacer a pesar del Estado y desde sus márgenes, “a bando”. Son resistencias que sin centrarse en lo estatal, tampoco desconocen necesariamente su relevancia ni la importancia de las luchas que se libran al interior del aparato. Simplemente hacen lo que han estado haciendo por siglos: construir alternativas y opciones limitadas de poder desde los bordes, sin desafiar abiertamente al Estado pero poniéndolo en jaque una y otra vez por el solo hecho de mostrar la posibilidad de vivir, crear y construir alternativas por fuera del abrigo y el consentimiento estatal. Siendo experiencias locales impactan en lo regional, lo nacional e incluso lo internacional, como se puede ver en el movimiento indígena actual y en los casos que analizaremos a continuación.

En México, es significativa la experiencia de comunidades y otros grupos civiles que, ante el “abandono” del Estado, han tomado sobre sí algunas de sus atribuciones exclusivas, como es el mantenimiento de la seguridad pública y la aplicación de la justicia. Para hacerlo, han asumido acciones militares, políticas y jurídicas que ponen en cuestionamiento el monopolio del Estado, en lo que a violencia legítima se refiere, y lo sobrepasan sin enfrentarlo, al apropiarse de tales atribuciones y sobre todo al ejercerlas de una manera mucho más eficiente. Así como son colocadas “a bando” por el Estado, ellas construyen desde ese bando, desde los márgenes, porque abren otro juego, un juego propio. Una de las experiencias más desarrolladas al respecto es la de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria (CRAC-PC), en el estado de Guerrero, que junto a otras formas de organización de la sociedad civil —que se analizarán también a continuación—, recurren a la memoria de antiguas experiencias resistentes para enfrentar las políticas miedo que intentan someterlos mediante extraordinarias violencias estatales, privadas y mafiosas.

1 Sobrepasar el miedo desde lo comunitario

La experiencia de la CRAC-PC en el estado de Guerrero, no puede comprenderse sin la referencia a rasgos locales específicos, así como al proceso histórico regional en el que se inserta.

Guerrero es uno de los estados más pobres de México, en el que se desarrollaron distintas formas de organización y lucha en contra de los cacicazgos regionales y del poder federal. En su territorio ocurrieron las dos experiencias guerrilleras más importantes de los primeros años setenta: las guerrillas de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria y del Partido de los Pobres, dirigidas por Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, respectivamente. Estos movimientos contaron con un considerable apoyo de la población de la Costa Grande y la Sierra de Guerrero, y se diferenciaron de otros movimientos político-militares “por su duración, la magnitud de la población involucrada, la estrecha relación de los habitantes de la Costa Grande y los guerrilleros y la fuerte politización de hombres, mujeres y niños” (Radilla, 2012, p. 79).

Frente a ello, el Estado mexicano recurrió a toda la gama de recursos con los que contaba. Como Estado multifronte que es, mostró a un mismo tiempo su cara democrática en la política exterior, recibiendo a los refugiados chilenos y del Cono Sur; hizo gala de un autoritarismo moderado y semipopulista en relación con las clases medias urbanas; recurrió a la represión, delación, cooptación y división de los movimientos sociales y, al mismo tiempo, utilizó políticas de terror en contra de las eventuales bases de apoyo de la guerrilla.

Para neutralizar y reprimir a las organizaciones armadas utilizó al Ejército, que montó un operativo de cerco y aniquilamiento militar, sembró el terror a nivel local y, al mismo tiempo, creó también un cerco político para invisibilizar tales acciones en el resto del país. Asesinatos, desaparición forzada y tortura fueron la moneda corriente, aunque fuertemente localizada (Comisión de la Verdad del Estado de Guerrero, 2014). De los más de 1 300 detenidos desaparecidos a nivel nacional, la mitad correspondió al estado de Guerrero y más específicamente al municipio de Atoyac de Álvarez, localizado en la región de la Costa Grande donde operaban las organizaciones armadas. Las personas “desaparecían” en las cárceles clandestinas que, en realidad, operaban en destacamentos militares (Sánchez Serrano, 2012a, p. 156), mientras los familiares que los buscaban eran atemorizados. Ellos relatan: “También nosotros teníamos miedo de salir... Teníamos miedo que nos agarraran... Agarraban a cualquier gente y se la llevaban de manera injusta” (JF, en Rangel Lozano, 2012, pp. 109, 113). Para desalentar la búsqueda y sellar la impunidad, el propio gobernador Rubén Figueroa les dijo: “No busquen, a esos cabrones se los llevó la chingada” (HM, en Rangel Lozano, 2012, p. 109) y, en una declaración pública, afirmó: “Aquí no hay desaparecidos, como los llaman los comunistas... ¿Desaparecidos? No hay ninguno, todos murieron” (Figueroa, en Sánchez Serrano, 2012a, p. 170).

No obstante estas declaraciones y el cúmulo de evidencias aportadas por los familiares y los organismos de derechos humanos, se ha mantenido la más absoluta impunidad sobre estos hechos, lo que ha funcionado como una suerte de “autorización” para que las desapariciones forzadas siguieran ocurriendo, aunque bajo diferentes modalidades. Quedan de ello memorias, tanto del miedo y la impunidad, como de la capacidad de sobrevivir, resistir y seguir actuando; son memorias que vienen de antes y que se renuevan en el presente, a la luz de nuevas circunstancias y necesidades.

Ya en la experiencia de los movimientos guerrilleros de los años setenta estuvieron implicadas las de generaciones previas. En primer lugar, la de

Los padres (que) habían vivido de niños la Revolución mexicana... Ya adultos vivieron la reforma agraria cardenista. Recibieron la parcela ejidal e interiorizaron los símbolos de la Revolución mexicana, relacionados con la tierra para quien la trabaja y su defensa hasta con las armas (Radilla, 2012, p. 44).

Luego fueron los movimientos armados y, más tarde, sus hijos, que recuperan hoy aquella memoria no sólo como demanda de justicia sino, sobre todo, actualizando esa historia en las prácticas y las necesidades presentes. Esta memoria no remite tanto al retorno mítico de los guerrilleros o de la guerrilla, como “la presencia de Zapata y Lucio por los campos de Morelos y en la sierra de Guerrero” (Rangel Lozano, 2012, p. 119) que declaran algunos campesinos, sino que se refiere más bien a cómo las nuevas formas de defender el territorio, con el propio cuerpo y con la vida, enlazan primero con las de los setenta, pero también con las de la Revolución Mexicana e incluso con otras muy anteriores como las desarrolladas por las comunidades indígenas a lo largo de la Colonia. Retoman memorias del valor y la resistencia, saberes y prácticas antiguas o recientes, historias comunes que validan este derecho desde una, dos, tres e incluso muchas generaciones atrás.

Este es el caso de la CRAC formada a partir, primero, de la Coordinadora de Organizaciones Sociales (COS), luego de la Coordinadora Regional de Autoridades Indígenas (CRAI), para constituirse finalmente como CRAC. Este trayecto marcó, primero, el pasaje de una identidad social abierta al reconocimiento de la especificidad indígena, para luego ampliarse hacia lo pluriétnico, al incluir a comunidades mestizas y población no indígena como parte de las comunidades representadas.

La CRAC se asienta precisamente en la región Costa-Montaña del estado de Guerrero, marcada por “un largo historial de excesos y violaciones a los derechos humanos sobre la población indígena” (Sánchez Serrano, 2012b, p. 224) por un lado, pero también por antiguas formas de organización y lucha, por el otro. Fue sobre ambos lados de la experiencia que se constituyó la Comunitaria, como la llaman en la región. Sus documentos explican que “De 1992 a 1995 se vivió la más despiadada ola de violencia pues los asaltos eran perpetrados casi a diario, las mujeres, ya fueran niñas, jóvenes o señoras eran violadas delante de sus esposos, padres o quienes las acompañaran... las lesiones, agravios, con pistola y otras armas, incluso el asesinato por parte de los maleantes no se hacían esperar” (CRAC en Sánchez Serrano, 2012b, p. 226). Los testimonios relatan que a pesar de que se pedía la intervención de la policía “no nos hicieron caso por ser pobres e indígenas por eso, nos tuvimos que organizar” (CRAC en Sánchez, 2012b, p. 227).

En este caso —como en otras experiencias—, fueron las ofensas a la dignidad las que desataron la acción:

El respeto se perdió... Lo que más lastimó el sentimiento de dignidad de la región fue la violación de una niña de seis años, esto despertó la conciencia del pueblo, y dijo: ya no lo podemos aguantar más ¡ya basta! (Pastoral Social, en Sánchez Serrano, 2012b, p. 227, cursivas propias).

La defensa de la dignidad como móvil de la acción que permite sobrepasar el miedo es recurrente hasta el presente. Cuando en 2013 la comunidad de Apaxtla se integró a la Comunitaria, sus voceros afirmaron: “No somos un grupo violento, sólo queremos devolverle la dignidad a la gente” (Ocampo, 2013b, p. 11, cursivas propias). La dignidad amenazada permite sobrepasar el miedo y entrar en la acción: “Nos dimos cuenta de que el enemigo principal era el miedo”, sostiene un comunero (Torres Valencia, en Camacho Servín, 2013a, p. 9, cursivas propias).

El miedo es el peor enemigo de una persona y de un pueblo... Para eso sirve la organización y la participación, se tiene que romper ese miedo. Tenemos derecho y mucho que construir pero si tenemos miedo, no se puede (CPV en Sánchez Serrano, 2012b, p. 243, cursivas propias).

En consecuencia, según los testimonios, el proceso inició con agresiones violentas que desataron el miedo y afectaron la dignidad. La defensa de la dignidad amenazada representó un punto de quiebre que permitió pasar a la organización y participación para “romper ese miedo”.

Así, a fines de 1995, organizaciones cafetaleras, políticas, religiosas e indígenas se reunieron y decidieron iniciar tareas defensivas de vigilancia en tres municipios del Estado (Sánchez Serrano, 2012b, p. 25) y en los caminos que los comunicaban; los detenidos responsabilizados de algún ilícito se entregaban al Ministerio Público. Toda la estructura de las policías comunitarias descansaba en el sistema de cargos de las comunidades indígenas tlapanecas y mixtecas1. En realidad el cargo de policía comunitaria ya existía, aunque restringido a funciones internas; pero ahora adquiría un carácter regional, que ampliaba sus atribuciones y se salía de lo previsto hasta ese momento por la ley. Estas dos características, organizarse a partir del sistema de cargos y tener un alcance regional marcaron las primeras “novedades” de la experiencia guerrerense.

Las nuevas formas de vigilancia implicaron una disminución de la violencia, pero el sistema de justicia aplicado por las autoridades estatales resultaba inoperante. Ya fuera por ineficiencia, por incompatibilidad de criterios o por corrupción, lo cierto es que los delincuentes que las autoridades comunitarias detenían, resultaban liberados de manera casi inmediata, una vez que eran entregados al Ministerio Público.

En consecuencia, a partir de abril de 1998, la CRAC decidió hacer justicia por sí misma, recuperando “los procedimientos, sanciones, discusiones y la preeminencia de la reparación del daño sobre el castigo” (Sánchez Serrano, 2012b, p. 26) propios de los pueblos originarios. Se creó entonces un Sistema de Seguridad, Justicia y Reeducación Comunitaria que separaba las funciones de seguridad de la administración de justicia. Además, se ponían en práctica otras formas de establecer consenso para la toma de decisiones —principalmente de carácter asambleario—, se establecían otras normas, otros principios de legitimidad y otros instrumentos, recuperando antiguas prácticas y actualizándolas.

El sistema jurídico que se empezó a aplicar es un híbrido que recupera elementos del derecho corriente y del derecho indígena. En primer lugar, es gratuito y rompe así con la corrupción de los Ministerios Públicos donde “con el dinero se hace la justicia” (Barrera2, en Sierra, 2013, p. 168); busca el acuerdo y la conciliación entre los afectados y los responsables, mediante largas deliberaciones; hace una clasificación de los delitos que refleja una alta valoración de la vida ya sea humana, animal o natural; es principalmente reparatorio aunque también contempla la sanción; incluye un proceso de reeducación consistente en trabajo comunitario y pláticas para “generar conciencia”; reivindica los derechos colectivos y respeta los derechos humanos, tratando de incorporarlos a la norma tradicional; es interétnico e intercultural, ya que rige para distintos grupos, y siempre garantiza el respeto a la lengua del inculpado, incluido el español; permite a las partes elegir entre la instancia estatal o la comunitaria y, con ello, cuestiona “el discurso racista del Estado y de los caciques locales que consideran que la policía comunitaria sólo debe ser para los indios” (Sierra, 2013, p. 164). La sanción no propicia la exclusión del infractor, ni siquiera temporal, ya que promueve “la reintegración de la persona ‘que se equivocó’, presentándola como parte integrante del colectivo” (Sánchez Serrano, 2012b, p. 36).

La administración de justicia es colectiva y se aplica a nivel comunitario. Cuando los casos no se resuelven en ese ámbito, se envían a la CRAC como instancia superior que cumple la función de juez, aunque la Asamblea Regional opera como última instancia. Allí se pueden discutir los casos y se sugieren alternativas para la resolución de los conflictos más difíciles. Todas las instancias de decisión son de carácter colectivo. Las asambleas regional y comunitarias son los espacios donde se establecen los consensos principales, lo que representa ciertas ventajas —como la participación directa y la deliberación— y ciertas desventajas —como la influencia de las personas de prestigio (principalmente varones) en la toma de decisiones— (Sierra, 2013, p. 181).

Más recientemente, la Comunitaria debió enfrentarse no sólo a la delincuencia común de los primeros tiempos sino a la llamada “delincuencia organizada” que se ha extendido en todo el territorio nacional, donde Guerrero es uno de los estados con mayor penetración de las redes criminales. Esto ha complicado el escenario. Según uno de sus dirigentes “hay partes de la mafia que son protegidas por el Estado”, entre otras cosas, para justificar la desarticulación de la organización, ya que “todo lo que huela a autonomía se encargan de destruirlo” (Valerio3, en Rojas, 2012, p. 2). Ciertamente, las alianzas entre las redes criminales y las autoridades locales y regionales persiguen distintos objetivos, principalmente económicos, pero también políticos, como la eliminación de toda disidencia o autonomía que pueda afectar su control del territorio.

El hecho más atroz de esta articulación de la violencia estatal con las redes mafiosas en el estado de Guerrero, y de su utilización en contra de las disidencias, ha sido la desaparición forzada de 43 estudiantes y el asesinato de otros tres, todos ellos de la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, ocurrida el 26 de septiembre de 2014 en el municipio de Iguala, a la que haremos referencia detallada en el siguiente apartado. Dichos acontecimientos muestran muy claramente la relación entre el poder político de esa entidad federativa y las bandas criminales que allí operan, tal como lo señala el señor Valerio.

En este escenario, una población armada, como la de las comunidades que nuclea la CRAC tiene una fuerza propia, una autonomía que, aunque restringida, implica potencia. Le permite detener actos de poder y de fuerza gubernamentales o abiertamente mafiosos pero también ejercer un poder propio e independiente. Puede, por ejemplo, detener a un juez y al titular del Ministerio Público, como lo hizo en septiembre de 2012 con los involucrados en la arbitraria detención de uno de sus comuneros Máximo Tranquilino (El sagrado derecho de los pueblos, 2012, p.3). Es capaz de impedir que el Ejército desarme a su gente y obligarlo en cambio a replegarse, con el apoyo de los pobladores, como ocurrió en enero de 2013 en los municipios de San Marcos y Tecoanapa (Ocampo, 2013a, p.37). Incluso ha llegado, en mayo de 2013, a desarmar y detener a agentes municipales, policías ministeriales y a un comandante de la policía ministerial para exigir la liberación de seis de sus compañeros detenidos y la devolución de armas y vehículos confiscados. Esta misma fuerza le ha permitido declarar “libres de minería” a los territorios comunitarios, como ocurrió en 2012, o unirse a la lucha de los maestros en contra de la reforma educativa en 2013, ganándose nuevos y poderosos enemigos. Sin embargo, su violencia es principalmente defensiva, como lo declaró el vocero del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a la Parota (CECOP), afín a la CRAC: “Nuestra lucha no es de armas; no es la guerrilla, no son los paramilitares; nuestra lucha es la defensa de la tierra, los plantones, los machetes y la legalidad” (Suástegui, en Briseño, 2013, p. 34).

Frente a ello, el Estado ha desplegado todas sus armas: 1) En ciertos momentos ha practicado una política de “tolerancia”, conciliadora y de diálogo, sobre todo para evitar la eventual vinculación de la Comunitaria con otros grupos armados, como las guerrillas del Ejército Popular Revolucionario (EPR) y el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), asentadas en la misma zona; esta práctica de “validar” unas luchas para aislar otras se ha usado a favor y en contra de la CRAC y de otras organizaciones; 2) cierto reconocimiento e incluso apoyo de facto con asesorías, recursos e incluso armamento para que mantengan la seguridad en la zona, pero sin establecer compromisos institucionales; 3) prácticas de “disuasión” y negociación para restringir sus funciones o subordinarlas a las autoridades estatales; 4) desconocimiento del estatus legal de la Comunitaria y acciones represivas en contra de sus miembros, como desapariciones, detenciones (incluso en prisiones de seguridad máxima y bajo la acusación de terrorismo) y desarmes, para provocarlos y desarticularlos; 5) programas de registro de armas y de efectivos para tratar de controlarlos y restringir su autonomía; 6) programas de incorporación a los cuerpos de seguridad oficiales, como las policías preventivas municipales, ofreciéndoles sueldos, declarándolos ilegales, conminándolos a la entrega de su armamento y amenazándolos con sancionar a quienes no se ajusten a la normativa oficial para trabajar “dentro de la ley”; 7) campañas de desprestigio y falsas acusaciones para minar su legitimidad, en algunos casos por sostener supuestamente vínculos con grupos delictivos; 8) políticas de fractura y desarticulación, apoyando a unos grupos de las propias CRAC-PC o de otras policías comunitarias en detrimento de los demás, para crear suspicacias y propiciar la división interna.

Se podría decir que el Estado ha recurrido sucesivamente a todas las herramientas con las que cuenta: represión, cooptación, negociación, fragmentación, para desarticular el complejo sistema de las CRAC. Trata de asimilarla a su modelo institucional y subordinarla bajo un mando que pueda controlar. Lo ha intentado una y otra vez a lo largo de casi 20 años, sin conseguirlo.

Junto a la CRAC y también en conflicto con la CRAC, a veces propiciado por el gobierno, han surgido otras organizaciones. Según la Comisión Nacional de Derechos Humanos, actualmente existen por lo menos seis grupos de policías comunitarias en el estado de Guerrero, que cuentan con alrededor de 7 mil personas para realizar su labor y tienen presencia en 46 de los 81 municipios de la entidad. Las luchas entre los grupos pero también dentro de la Comunitaria son parte de un momento de crecimiento, de confusión, de definiciones así como de embestida por parte de las autoridades, temerosas de la difusión y expansión del fenómeno. En efecto, experiencias semejantes, aunque no tan desarrolladas, existen en los estados de México, Michoacán, Tabasco, Tlaxcala, Veracruz, Puebla, Oaxaca, Morelos, Hidalgo y Chiapas (Camacho Servín, 2013b, p. 3).

Las prácticas de la CRAC-PC indican una fuerte autonomía con respecto a ámbitos tan decisivos y exclusivos del estado como la seguridad y la justicia, a nivel no sólo comunitario sino regional. Asimismo, su quehacer abarca otros terrenos como la producción, la educación y la comunicación, en un sistema independiente de los partidos políticos que, de hecho, rebasa al Estado aunque no se lo proponga explícitamente.

En efecto, desde su creación en 1995, la Comunitaria ha tratado que su práctica no sólo fuera legitimada por la población sino también legalizada por las autoridades. A diferencia de otras experiencias comunitarias, como la zapatista, evitó el discurso autonomista, de sesgo fuertemente radical, lo que se puede juzgar como autorrestricción de sus atribuciones pero también como una forma de evitar la confrontación con el Estado. Como parte de estas precauciones, a partir del 2000 se amparó en la legislación estatal, nacional e internacional para defender la legalidad de su causa, sustentándose en los derechos de los pueblos indígenas y defendiendo la posibilidad de un pluralismo jurídico no subordinado. Es decir, propone:

Un sistema jurídico propio, con sus procedimientos y jurisdicción territorial, inserto en modelos culturales y proyectos identitarios y políticos, construido por los pueblos, que no puede reducirse a ser visto como una justicia alternativa para el tratamiento de casos menores y subordinados a la jurisdicción del Estado (pero que) no se niegan a dialogar con el Estado ni a buscar salidas adecuadas de coordinación (Sierra, 2013, p. 166).

Por el contrario, trata de encontrar nuevas formas de diálogo, coordinación y reconocimiento que compatibilicen su sistema de seguridad y justicia regional con los otros órdenes de gobierno. María Teresa Sierra es enfática al afirmar que la Comunitaria no rechaza al Estado sino que construye “institucionalidad desde los márgenes”, misma que el Estado considera ilegal pero que las comunidades respaldan. Ciertamente, las comunidades no tratan de confrontarse sino que actúan de manera principalmente defensiva, resistente, y proponen “otro tipo de gobernabilidad plural y autónoma” (Sierra, 2013, p. 188) que intenta compatibilizarse con la institucionalidad existente pero no se puede soslayar que, al mismo tiempo, representan un desafío de hecho para el Estado actual.

En términos hipotéticos, es posible pensar en un Estado multicultural y multinacional, con fuertes autonomías regionales pero este modelo acota significativamente la concentración del poder de decisión que reclama, hoy por hoy, el orden neoliberal. Por otra parte, pone sistemáticamente en evidencia la incapacidad del Estado para controlar la violencia, como consecuencia ya sea de su ineficiencia, de su desinterés o de su colusión lisa y llana con las redes mafiosas, por contraste con la experiencia de los sistemas de seguridad comunitarios que, con una reducción de 90% de la actividad delictiva como en el caso de la CRAC (Sánchez, 2012b, pp. 268), muestran que la “delincuencia organizada” no es invencible. Así, rompe de un tajo las políticas de miedo y la promesa “securitaria” del Estado a cambio de la reducción de garantías. Como si fuera poco, las autonomías comunitarias ponen en cuestionamiento un Estado de derecho que rige sólo para algunos y un modelo del derecho, cuya “universalidad” no ha dejado de ser particular; como contraparte, proponen órdenes jurídicos plurales y equivalentes para salir del abandono. Por último, arman a un grupo importante de ciudadanos que controlan parte del territorio, limitando la “soberanía” no del pueblo pero sí del poder estatal. En este sentido, al tomar el control de funciones que el Estado no puede o no quiere asumir, lo desnuda y lo confronta, convirtiéndose de hecho en una práctica contrahegemónica y resistente, que mina el poder y la credibilidad estatal, al tiempo que empodera y desatemoriza a la población.

2 Otras formas de sobrepasar el miedo

2.1 El caso de Ayotzinapa

Los casi 20 años de lucha, organización, divisiones y conflictos dentro y fuera de la CRAC estuvieron marcados por la necesidad de enfrentar toda clase de violencias por parte de la delincuencia, de los distintos gobiernos y de las redes criminales. Pero esto no ha sido privativo de las comunidades indígenas. Los “levantones”, asesinatos, y la desaparición de personas —probablemente la violación más grave a los derechos humanos porque comprende prácticamente todas las otras—, no sólo se mantuvieron sino que se potenciaron en todo el país, especialmente a partir de 2006.

Según las cifras gubernamentales, existían en México 23 271 denuncias de personas desaparecidas en el fuero común y 418 en el fuero federal, lo que sumaría 23 689 personas sin localizar entre enero de 2007 y el 31 de octubre de 2014 (RNPED, 2015), sin discriminar entre no localizadas, desaparecidas y objeto de desaparición forzada. Guerrero es uno de los estados más violentos del país aunque no registra el mayor número de denuncias por desaparición forzada en el fuero común. Sin embargo, en el fuero federal concentra 26% de las mismas. Dentro de Guerrero, el municipio de Iguala —con una población de 140 363 habitantes, según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2015)—, registró 32 denuncias por desaparición en 2012 (año en que José Luis Abarca asumió la Presidencia Municipal) para ascender a 79 al año siguiente y 49 en 2014 (Cano, 2015a, p. 5), cifra muy superior al promedio nacional, de por sí altísimo. Aun así, hay muchos casos que no se denuncian, probablemente por temor, ya que el comité de búsqueda recientemente creado contabiliza más de 200 desapariciones en ese municipio. No es casualidad, la desaparición forzada se asocia con regiones en las que las actividades ilícitas proporcionan enormes ganancias facilitando la asociación de las redes criminales con fracciones del Estado para garantizar el control del territorio y de las ganancias que de ello se derivan. Estas redes recurren a las formas más descarnadas de violencia para impedir cualquier obstáculo a sus formas de acumulación, generalmente provenientes de organizaciones sociales y comunitarias.

El estado de Guerrero es productor de estupefacientes y uno de los corredores de droga más importantes del país; por su parte, Iguala es rica en oro pero sobre todo en la producción y acopio de amapola, y se asienta en una de las principales regiones de producción de opio, a nivel mundial (Pietrich, 2015a, p. 10).

La desaparición de personas muestra un patrón consistente en Guerrero y en otras entidades del país (presencia de redes criminales protegidas, secuestro, desaparición, asesinato, entierro e incineración de los restos, impunidad). Sin embargo, estas “desapariciones” no se tipifican como “forzadas” porque aunque en muchos casos existen pruebas fehacientes de la participación de las autoridades, las mismas no se convalidan como tales. No obstante, la población identifica gran parte de los crímenes y a sus responsables, sobre todo en las localidades pequeñas donde todos se conocen. En ellas, unos son parte de las redes criminales de manera voluntaria o forzada, otros las aceptan en silencio, muchos más les temen y callan, y unos pocos se atreven a denunciar, con riesgo de sus vidas.

Diversos testimonios, recogidos principalmente por periodistas4 y por organismos de defensa de los derechos humanos, como el Tribunal Permanente de los Pueblos, afirman que autoridades policiales, políticas y militares protegen a los delincuentes y, en ocasiones, incluso dan las órdenes de los secuestros que culminan con el asesinato y el entierro clandestino de los restos. Organismos internacionales, como Naciones Unidas o Human Rights Watch han consignado, en sus respectivos informes de 2015, cientos de casos de este tipo, que se pueden calificar como desapariciones forzadas.

En agosto de 2014, el gobierno reconoció que aún se desconocía el destino de más de 22 000 personas que habían sido denunciadas como extraviadas desde 2006, pero no aportó evidencias que corroboren este dato ni información sobre cuántos de estos casos son presuntas desapariciones forzadas. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) ha difundido 12 informes que documentan la desaparición forzada de 30 víctimas durante este período, y ha hallado evidencias de la probable participación de agentes del Estado en aproximadamente otros 600 casos de desapariciones” (Human Rights Watch, 2015, p. 1).

En Iguala, por ejemplo, hay claros indicios de la participación del Ejército en la desaparición de seis personas secuestradas en el centro nocturno Cherry’s Disco el 1 de marzo de 2010 (Campa, 2015, p. 12), así como del incremento de las desapariciones a partir de 2012, circunstancia de la que no pudieron ser ajenas las autoridades federales y militares. Por eso, y a pesar del escaso registro en las cifras oficiales, Manuel Olivares Hernández de la Red Guerrerense de Organismos de Derechos Humanos, afirma: “Guerrero es un gran cementerio clandestino” (Ocampo y Briseño, 2014, p. 5).

La desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, ocurrió precisamente en el Municipio de Iguala. Las escuelas rurales en México tienen una población de jóvenes pobres, politizados y con prácticas muchas veces radicales. Son “sobrevivientes” de lo que fuera el proyecto de la Revolución Mexicana, que los gobiernos neoliberales han tratado de desaparecer, y guardan memoria de las promesas y las prácticas revolucionarias del siglo XX, de Emiliano Zapata a Lucio Cabañas, pasando por el Che Guevara. Su discurso, pero también la iconografía presente en los muros de la escuela de Ayotzinapa dan cuenta de ello. Su perspectiva se encuadra en lo que podríamos llamar un modelo revolucionario “clásico”.

Por pobres y por disidentes han sido objeto de represión, de detenciones e incluso de asesinato de algunos de sus estudiantes, como ocurrió con Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús, el 12 de diciembre de 2011. Se aplica sobre ellos, consistentemente, la política del miedo, que aprenden a resistir. Al respecto, Omar García, sobreviviente de la masacre, cuenta que:

No hay ayotzi que no haya sido encañonado en el pecho a las dos o tres semanas que haya ingresado a la escuela. Siempre llegan los marinos, la policía o los militares y te encañonan en el pecho. Eso es para probarte. Con el tiempo ellos mismos nos han quitado el miedo (García, en Martínez, 2015a, p. 5).

La versión oficial de los acontecimientos indica que la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014, varios grupos de estudiantes de esa Normal entraron a Iguala con el objeto de “tomar” autobuses y recolectar dinero para trasladarse posteriormente a la marcha conmemorativa del 2 de octubre en el Distrito Federal. Fueron entonces atacados y detenidos por la policía municipal, por orden el presidente municipal José Luis Abarca. Los policías dispararon sobre ellos (matando a tres estudiantes y otras tres personas, e hiriendo a 18). Más tarde detuvieron a los restantes y los entregaron a la policía municipal de Cocula que, a su vez, los entregó a los sicarios del grupo delincuencial “Guerreros Unidos”, bajo la suposición de que se trataba de miembros de un cártel adversario. Los delincuentes habrían asesinado a los estudiantes y posteriormente habrían incinerado sus cuerpos en el basurero municipal de Cocula, guardando sus cenizas en bolsas que luego esparcieron en el río San Juan. El cuerpo de uno de los estudiantes abatidos durante la noche, Julio César Mondragón, fue encontrado por personal del Ejército, desollado y con los ojos arrancados, en las calles de Iguala (Padgett, 2014); los peritajes indicaron que había sido desollado vivo. De acuerdo con esta versión, la responsabilidad de hechos tan atroces se acotaría al grupo delictivo que los asesinó y a las policías municipales que los entregaron, supuestamente por órdenes del presidente municipal y su esposa, quienes están detenidos pero cuyas declaraciones se desconocen. Por otra parte, no hay más rastro de los jóvenes que un molar y un pequeño hueso de uno de ellos —perteneciente a Alexander Mora Venancio, único al que se identificó—. Esta versión de los hechos, se sustenta en las confesiones de Néstor Martínez Morales, Raúl Núñez Salgado, Francisco Salgado Cuevas y otros detenidos quienes, por otra parte, han denunciado haber sido objeto de tortura para obtener sus declaraciones, lo que las hace sumamente dudosas.

La postura inicial de los distintos órdenes de gobierno fue “desentenderse” del problema. Tanto el gobernador del estado de Guerrero como el Presidente de la República trataron el asunto como una cuestión secundaria, de orden local, al tiempo que el presidente municipal se daba a la fuga. Apenas el 30 de septiembre, en el contexto de un evento de otro orden, el Presidente Enrique Peña Nieto se refirió al asunto para instar a “que el gobierno del Estado (de Guerrero) asuma su responsabilidad”, considerando que se trataba de “responsabilidades que corresponden a gobiernos locales” (EPN: Guerrero debe asumir responsabilidad en violencia, 2014, p. 4). Pasó una semana antes de que la PGR se ocupara del asunto y las autoridades federales atrajeran el caso y un mes para que el titular del Ejecutivo recibiera a los padres de los estudiantes.

La reacción inicial, como se puede ver, tendió a “naturalizar” lo acontecido, y darle el tratamiento acostumbrado: alguna declaración tardía de indignación y punto final. Incluso el presidente municipal, responsable directo de los acontecimientos, permaneció escondido y sin responder por sus actos hasta el 4 de noviembre, cuando fue finalmente detenido. Las autoridades estatales y federales parecían no tener noción de la envergadura del crimen y de su propia responsabilidad al respecto. Las primeras lo remitían al orden local y las segundas al estatal, tratando de desentenderse en ambos casos. No podían negar la participación de ciertas autoridades pero intentaron restringirla a lo municipal y finiquitar el asunto, como si la asociación del narco con autoridades locales pudiera existir al margen de los gobiernos estatal y federal y de las policías o las fuerzas militares asentadas en el territorio. Cuando las protestas se extendieron y los hechos cobraron relevancia nacional y mundial, el gobernador Ángel Aguirre Rivero pidió licencia —ni siquiera renunció— un mes después de los acontecimientos. Su sucesor, Rogelio Ortega Martínez, se atrevió a hacer declaraciones que no se pueden interpretar más que como amenazas. “Debemos evitar que la culminación de este conflicto sea por la vía autoritaria, de muertos, de heridos, más desaparecidos y encarcelados”, afirmó (Briseño, 2015, p. 3). Claramente, la posibilidad de matar, herir, desaparecer o encarcelar no está en manos de un movimiento civil de protesta sino, en todo caso, dentro de las posibilidades del Estado. Por su parte, el gobierno federal siguió tomando distancia y proponiendo, de manera poco afortunada, “superar el dolor” (Peña Nieto pide “superar el dolor de Iguala”, 2014, p.1), no quedar “atrapados” en Ayotzinapa (Reséndiz, 2015, p. 1), en palabras del Presidente de la República. Así como dar por agotadas las líneas de investigación y cerrar el caso, asumiendo su versión como la “verdad histórica” de lo acontecido (Castillo García, 2015, p. 3), en palabras de Jesús Murillo Karam, titular de la Procuraduría General de la República. Este funcionario, también sostuvo que “no hay una sola evidencia de participación del Ejército” y que quienes dudaran de estos resultados “en lugar de ser coadyuvantes del Ministerio Público fueran coadyuvantes en la defensa” de los responsables (Castillo García, 2015, p. 3), tratando de asociar los cuestionamientos sobre la acción del Ejército con el delito y no con sus víctimas. Finalmente, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, en el mismo tono intimidatorio, afirmó que en las protestas “no se van a tolerar más hechos violentos protagonizados por ‘grupos radicales’” (Becerril, 2015, p. 9), colocando el foco en la “violencia” de las protestas y desplazándolo de la violencia de los hechos. La justicia abrió acción penal contra 99 involucrados por secuestro agravado y homicidio, pero no existe hasta el momento ningún proceso por el delito de desaparición forzada.

Por su parte, los familiares de las víctimas, así como organizaciones de defensa de los derechos humanos y la prensa independiente, han señalado varias inconsistencias. En primer lugar, denuncian la participación directa de la Policía Federal en el lugar de los hechos y el conocimiento de los mismos por parte del Ejército a través del sistema de información del Centro de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo de Chilpancingo, o C4, al que acceden las policías estatal, federal y municipal así como personal del Ejército. Todos ellos reciben simultáneamente los reportes de la red por la que se estuvo informando de los acontecimientos, mientras ocurrían. Según algunos sobrevivientes también habría indicios de la participación directa del Ejército y el padre de uno de los estudiantes desaparecidos afirma que, de acuerdo con el GPS del celular de su hijo, Julio César López, el último lugar donde estuvo fue en las instalaciones del 27 Batallón de Infantería de Iguala. Por lo mismo, demandan que se investigue la posible participación de los efectivos militares con asiento en Iguala. Sea o no directa la participación del Ejército, es clara la responsabilidad del Estado por acción y/u omisión. Omar García lo dice así: “Si están vivos nuestros compañeros o están muertos, fue el Estado” (Martínez, 2015a, p. 5).

Por otra parte, estudios de factibilidad técnica hechos por los investigadores Jorge Antonio Montemayor Aldrete y Pablo Ugalde Vélez, de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Atzcapotzalco (UAM-A) respectivamente, ponen en cuestionamiento la versión del asesinato y sobre todo la incineración de los cuerpos en el basurero de Cocula. La misma sería imposible en las condiciones relatadas por la Procuraduría y, de haber ocurrido, requeriría de las instalaciones de un crematorio.

Los familiares también retoman las inconsistencias de la investigación que señaló el Equipo Argentino de Antropología Forense, en el sentido de que no les consta que los restos analizados provinieran del basurero de Cocula, ni avalan la cadena de custodia de los mismos. Por último, no se ha hecho la menor investigación sobre las circunstancias y responsabilidades del atroz asesinato y tortura de Julio César Mondragón Fontes, que ocurrió al margen de la reconstrucción propuesta por la PGR.

La lentitud en la respuesta gubernamental, la versión cuestionable de las autoridades y su imposibilidad de presentar a los estudiantes o bien evidencias creíbles de su muerte han llevado a la protesta social en los distintos estados del país, principalmente en Guerrero y el Distrito Federal, con un escalamiento del conflicto entre los meses de septiembre y diciembre de 2014 y el sostenimiento del mismo en los primeros meses de 2015.

La desaparición de los 43 pareció condensar simbólicamente las más de 23 mil desapariciones previas, pero también las ocurridas en los años setenta, así como las decenas de miles de ejecuciones extrajudiciales y las innumerables ofensas sufridas por la población durante décadas. Fue un recordatorio de todos esos atropellos y de la impunidad sistemática que los acompañó.

En las protestas, se registraron acciones violentas por parte de la población enardecida, como los incendios de la sede del gobierno estatal, la presidencia municipal, las oficinas del congreso local, parte de las instalaciones del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y ataques a instalaciones del Poder Judicial de la Federación. También se “tomaron” más de 20 ayuntamientos —incluido el de Acapulco—, carreteras federales e incluso se intentó ingresar por la fuerza a instalaciones militares, como ocurrió el 12 de enero de 2015 en Iguala.

Pero sobre todo hubo grandes movilizaciones y la articulación del movimiento con otras organizaciones de Guerrero, como la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación (CETEG) o el Movimiento Popular Guerrerense (MPG), que reúne agrupaciones estudiantiles, docentes, sociales, campesinas, de autodefensas y ciudadanas. Todas estas corresponden a las formas “clásicas” de la protesta.

A su vez, se crearon nuevos colectivos que podrían protagonizar otro tipo acciones a mediano plazo. Es el caso de la Asamblea Nacional Popular, que se constituyó el 15 de octubre, con la participación de 53 organizaciones; el surgimiento de la Convención Nacional Popular, y también de la Coordinadora Nacional Estudiantil, con representación de 69 universidades del país. Asimismo, en algunos ayuntamientos tomados, como Tecoanapa, Tlapa o Petaquillas se crearon concejos municipales alternos y policías comunitarias, con la intención de resolver los problemas de inseguridad por la asociación de ciertas autoridades con la delincuencia, en clara vinculación con la experiencia de la CRAC. En este sentido, Manuel Olivares Hernández, Secretario Técnico de la Red Guerrerense de Organismos de Derechos Humanos, declaró que “con los concejos municipales se va a reemplazar a las autoridades que no garanticen el derecho a la vida y a nuestro patrimonio” (Ocampo y Briseño, 2014, p. 5), muy en la línea de las autonomías comunitarias.

Como en otras experiencias recientes de México, hay una fuerte desconfianza en el sistema de partidos, que ha llevado a una enorme distancia con el partido en el gobierno, pero también con los demás. La percepción de los activistas, y de otros sectores de la población, es que todos los partidos están coludidos con los grupos criminales: “Para nosotros votar por el PRI es votar por los Guerreros Unidos, por el PRD significa votar por Los Rojos, por el PAN es votar por Los Caballeros Templarios, los Zetas, El Cartel del Golfo”, asegura el mismo Omar García (en Vergara, 2014, p. 10), refiriéndose también al Partido de la Revolución Democrática y al Partido de Acción Nacional. Por lo mismo, el movimiento ha llamado al abstencionismo electoral para las elecciones intermedias de 2015, encontrando eco en otros sectores de la sociedad.

No vamos a permitir que en Guerrero haya elecciones —dice Felipe de la Cruz, padre de uno de los estudiantes desaparecidos y egresado él mismo de la de la Normal Rural— habrá un gobierno popular; por eso estamos formando concejos en los municipios (Cano, 2015b, p. 4).

Ante la insuficiente respuesta del gobierno, ha habido pronunciamientos en el orden nacional e internacional que, a partir del caso Ayotzinapa, abordan el problema general de las violaciones a los derechos humanos en México y, en especial, la desaparición forzada. Human Rights Watch, por ejemplo, denunció en su Informe 2015 las violaciones generalizadas de los derechos humanos en el país y el involucramiento de policías y militares en ejecuciones sumarias, desapariciones forzadas y tortura (Human Rights Watch, 2015).

Por su parte, el movimiento ha recurrido al Comité contra la Desaparición Forzada de Naciones Unidas. “Vamos a Ginebra a buscar justicia, la vamos a buscar por todas partes del mundo, para que este crimen de Estado no quede impune” declaró su vocero, Felipe de la Cruz (en Martínez, 2015b, p. 7). Finalmente, el informe del Comité denunció la existencia de “desapariciones generalizadas” en casi todo el territorio de México, su “reclasificación” bajo otras figuras y la gran impunidad de la que gozan.

En este proceso, los familiares pasaron de un diálogo desconfiado con las autoridades federales a la ruptura del mismo; de la demanda de búsqueda de los jóvenes con vida, a la búsqueda de hecho, formando grupos civiles organizados y apoyados, no casualmente, en la CRAC-PC, Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerero (UPOEG) y otras organizaciones autogestivas de la misma entidad federativa. La búsqueda ciudadana de los estudiantes, “a corazón abierto”, como bien dice Marcela Turati (2015a, p. 25), comenzó el 15 de enero de 2015, desconociendo la versión gubernamental de su muerte.

La atrocidad de Ayotzinapa ha destapado la enorme dimensión del problema de la desaparición forzada en el país y ha detonado otras acciones. Desde el 7 de octubre de 2014, a partir de una iniciativa de la UPOEG, comenzó la búsqueda de los “otros” miles de desaparecidos previos. En noviembre se integró el Comité de Familiares de Víctimas de Desaparición Forzada que, cada domingo, sale a buscar los cuerpos de las 236 personas que tienen registradas como “desaparecidas” en la región.

En un par de reportajes excepcionales, Blanche Pietrich da cuenta de este fenómeno, verdaderamente estremecedor. Los familiares se reúnen en la iglesia de San Gerardo y, después de recibir la bendición del sacerdote, salen con varillas, picos y palas a buscar a los suyos, ya sin esperanza de encontrarlos vivos —como aún la conservan los padres de los estudiantes—; tampoco pretenden señalar a los responsables. Sólo quieren “traer de regreso” a su gente “para darle cristiana sepultura” (Pietrich, 2015a, p. 10). Y es que los muertos, en algún sentido, hablan: “Aquí hay gente ya muerta pidiendo a gritos regresar con los suyos. Y allá, en los pueblos y las ciudades, hay familias pidiendo a gritos que vuelvan”, dice uno de los familiares (Mario, en Pietrich, 2015b, p. 5). Los padres llevan camisetas negras con la leyenda: “Hijo, hasta que no te entierre, te seguiré buscando”. Cuentan que han hallado los restos de 45 personas, mientras los equipos de la Procuraduría General de la República “sólo llevan tres, a pesar de sus caninos y su geógrafas”. Los familiares emprenden la búsqueda vigilados por los “halcones” del narco, amenazados y atemorizados porque “quienes ordenan las desapariciones no se han ido, aquí siguen”, pero lo hacen. Han vivido el miedo y el silencio pero han sido capaces de pasar a través de él, salir del encierro y entrar, juntos, en acción.

Ciertamente, la compañía es fundamental. El párroco de la iglesia donde se reúnen lo resume así: “Se empiezan a transformar cuando reconocen entre ellos el mismo sufrimiento, cuando dan su testimonio frente a un grupo, hablando quizá por primera vez de lo que les sucede” (Pietrich, 2015b, p. 5), es decir, cuando rompen la soledad y el aislamiento. En esta búsqueda desesperada, la propia población indica los lugares de posibles ejecuciones y entierros clandestinos, que las brigadas civiles inspeccionan con “protocolos”, herramientas y técnicas artesanales, creados por ellos mismos. Cuando identifican un sitio, lo marcan para que los forenses retiren los cuerpos y los envíen a analizar, pero ellos son los que los encuentran porque: “nosotros buscamos con el corazón” (Cano, 2015a, p. 5).

La búsqueda civil de los desaparecidos se fundamenta en que “la autoridad ni quiere hacerlo ni tiene capacidad” según Miranda (en Turati, 2015a, p. 25). Esta práctica se ha extendido de Guerrero a otros lugares del país como Coahuila y Durango.

En este sentido, se podría decir que la inoperancia o la falta de voluntad política del Estado resulta en formas de autorganización y autocuidado, formas autogestivas que implican también su rebasamiento por parte de la población civil. Sin entrar en la confrontación, sin embargo se sobrepasan las políticas de miedo. El gobierno “se olvida que al llevarse a nuestros hijos, también se llevó nuestro miedo” (Sánchez y Camacho, 2014, p. 3), declaró el padre de uno los normalistas en el acto público del 26 de diciembre, dando cuenta de ello.

En síntesis, y para concluir, a partir de Ayotzinapa se han articulado distintas miradas y prácticas políticas que se potencian entre sí, mostrando un amplio abanico de resistencias. Las acciones directas, las movilizaciones son como las olas que se levantan sobre una marea de organizaciones previas, también de distinto tipo; confluyen agrupaciones estudiantiles, sindicales, sociales de larga data y, junto a ellas, el fuerte tejido comunitario que se ha ido construyendo.

Como ya se dijo, en los sucesos de Ayotzinapa resuenan todas las otras desapariciones, ejecuciones extrajudiciales y violencias así como la constante impunidad, que ha funcionado como una verdadera autorización para seguir cometiendo abusos. También muestran muy claramente las políticas de miedo como forma de control del territorio y la disidencia, llegando incluso al terror. No se puede entender de otra manera el desollamiento, vivo, de Julio César Mondragón Fontes, la exhibición de su cadáver “arrojado como desperdicio a una calle de la zona industrial de Iguala” (Turati, 2015b, p. 53) y el silencio casi absoluto al respecto.

Ayotzinapa, como el proceso de organización y lucha de la CRAC-PC, sacan a la luz la asociación de las redes delictivas con el Estado, pero ya no con un Estado centralizado y relativamente homogéneo como el de los años setenta, sino con un aparato descompuesto, penetrado, fragmentado que, sin embargo, reacciona tratando de controlar los daños y “salvar” la institucionalidad y las responsabilidades compartidas.

Ambas experiencias permiten observar una sociedad civil que no espera justicia del Estado ni de los partidos políticos que lo gobiernan para asumir sobre sí lo más básico, como la seguridad, la justicia o incluso el registro y la recuperación de sus muertos. Sólo ellos pueden reintegrarles la dignidad arrebatada, después de haber sido quemados en un basurero, como su fueran desechos, mal enterrados como “animalitos”, tirados “como desperdicio”.

Por fin, Ayotzinapa no es sólo Ayotzinapa, como Guerrero no es sólo Guerrero. Aquello que se intenta confinar al ámbito local es un problema de carácter más general que está ocurriendo en todo el territorio nacional —e incluso más allá de las fronteras⁠—. Frente a ello se articulan distintas formas de respuesta y resistencia que confluyen y también se disgregan, pero van armando un extenso tejido capaz de enfrentar las políticas de miedo.

De distintas maneras, las resistencias estudiantil, sindical, de defensa de los derechos humanos, comunitaria, cada una con formas de organización y lucha propias, y sólo a veces coincidentes, logran construir, al margen del Estado y de los partidos políticos formas de poder y resistencia concretos. En ese entramado, la autonomía de lo comunitario tiene un peso específico propio. Más silencioso, menos confrontativo, construye sociedad, derecho y justicia desde los márgenes. Articula el territorio y apoya otras luchas, con decisión pero también con cautela. Todo ello comprende un ejercicio de memoria, de actualización de antiguas experiencias, que le ha permitido sostenerse y crecer por casi 20 años. Al mismo tiempo, ensaya nuevas formas de hacer la política desde un juego propio, saliendo del “campo” del Estado siempre que es posible, y eligiendo una autonomía de hecho que es anunciadora de nuevas posibilidades de la política. Se distingue, pero no se opone, a las otras formas de la resistencia contrahegemónica, como la estudiantil o la sindical. Articula con ellas y también las contagia de su vocación autonómica y prescindente del Estado, que antes que demandar o confrontar, lo interpela desde coordenadas propias. Construye y comparte colectivos que permiten asociarse y actuar, abatiendo las políticas que instrumentan el miedo como forma de control poblacional.

Todas estas experiencias nos conminan a repensar la actual gubernamentalidad y sus dispositivos, para reformular el Estado de derecho, la relación entre lo local y lo nacional, los principios de legalidad y legitimidad vigentes y la posibilidad de “abrir” y diversificar los sistemas jurídicos. Su interés, y no su debilidad, es que son experiencias eminentemente locales. No pretenden establecer un código de acción único sino que operan y defienden su particularidad ofreciendo una mirada alternativa y cuestionadora sobre el ordenamiento general de nuestra sociedad. Pero sobre todo, se muestran más eficientes para enfrentar las actuales redes de poder político corporativas que otras estructuras de carácter nacional, como los partidos. Nos incitan a pensar en la necesaria articulación de lo local, lo regional y lo nacional sin suponer que unas esferas son “menores” o están subordinadas a las otras, en razón de su tamaño o su supuesta “representatividad”. De hecho, es desde lo local, lo específico, lo “no representativo” que están surgiendo las respuestas más interesantes para enfrentar la gubernamentalidad neoliberal y sus políticas de miedo.

3 Referencias

Agamben, Giorgio (1995/2003). Homo sacer. Valencia: Pre-Textos.

Bauman, Zygmunt (2006/2010). Miedo líquido. Madrid: Paidós.

Becerril, Andrea (2015, 30 de enero). Advierte Osorio que no se tolerará más violencia de “grupos radicales”. La Jornada, p. 9.

Briseño, Héctor (2013, 23 de mayo). Alerta el Cecop sobre la presencia de grupos armados en Acapulco. La Jornada, p. 34.

Briseño, Héctor (2015, 2 de enero). Ingenuos quienes creen que no habrá represión por protestas. La Jornada, p. 3.

Calveiro, Pilar (2005). Familia y poder. Buenos Aires: Libros de la Araucaria.

Calveiro, Pilar (2012). Violencias de Estado. Buenos Aires: Siglo XXI.

Camacho Servín, Fernando (2013a, 8 de marzo). Grupos de autodefensa cuestionan en Guerrero al titular de la CNDH. La Jornada, p. 9.

Camacho Servín, Fernando (2013b, 18 de diciembre). Persigue el gobierno de Guerrero a autodefensas que apoyó. La Jornada, p. 3.

Campa, Homero (2015, 7 de febrero). Los otros de Iguala. Proceso, pp. 12-13.

Cano, Arturo (2015a, 24 de enero). Tenacidad de familiares de los otros ausentes de Iguala impele a las autoridades a actuar. La Jornada, p. 5.

Cano, Arturo (2015b, 19 de enero). Votar por los mismos es avalar el crimen. La Jornada, p. 4.

Castillo García (2015, 28 de enero). Guerreros Unidos asesinó a los 43 normalistas: Murillo. La Jornada, pp. 2-3.

Comisión de la Verdad del Estado de Guerrero (2014). Informe final de actividades. Recuperado de http://congresogro.gob.mx/files/InformeFinalCOMVERDAD.pdf

El sagrado derecho de los pueblos (2012, 23 de septiembre). La Jornada, p. 3.

EPN: Guerrero debe asumir responsabilidad en violencia (2014, 30 de septiembre). El Universal, p. 4.

Estrada Álvarez, Jairo (2008). Capitalismo criminal. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

Foucault, Michel (2004/2008). Nacimiento de la biopolítica. Buenos Aires: FCE.

Harvey, David (2005/2007). Breve historia del neoliberalismo. Akal: Madrid.

Human Rights Watch (2015). Informe Mundal 2015: México. Recuperado de https://www.hrw.org/es/world-report/2015/country-chapters/268132

INEGI (2015). Información por entidad. Recuperado de http://cuentame.inegi.org.mx/monografias/informacion/Gro/Poblacion/default.aspx?tema=ME&e=12

Martínez, Sanjuana (2015a, 18 de enero). Deben abrirse líneas de investigación que incluyan al Ejército. La Jornada, p. 5.

Martínez, Sanjuana (2015b, 25 de enero). Padres de los 43 normalistas denunciaron en Ginebra el ‘crimen de Estado’. La Jornada, p. 7.

Ocampo Arista, Sergio (2013a, 23 de enero). Muere presunto delincuente retenido por pobladores de Tixtla; enviarán patrullas. La Jornada, p. 37.

Ocampo, Sergio (2013b, 11 de septiembre). Demandan la paz en Apaxtla. La Jornada, p. 11.

Ocampo, Sergio & Briseño, Héctor (2014, 29 de diciembre). Tomadas 28 alcaldías por el caso Ayotzinapa. La Jornada, p. 5.

Padgett, Humberto (2014, 5 de noviembre). A los 43 los echaron a los perros. Sin embargo. Recuperado de http://www.sinembargo.mx/05-11-2014/1160252

Peña Nieto pide “superar el dolor de Iguala” (2014, 4 de diciembre). BBC Mundo, p. 1.

Pietrich, Blanche (2015a, 13 de febrero). Aun sin permiso seguiremos escarbado. La Jornada, p. 10.

Pietrich, Blanche (2015b, 14 de febrero). En Iguala nadie está a salvo; quienes ordenan las desapariciones no se han ido. La Jornada, p. 5.

Radilla, Andrea (2012). De tramas y escenarios como entorno de la guerra sucia. Guerrero en la década de los setenta. Las circunstancias se dieron. En Andrea Radilla y Claudia Rangel Lozano (Coords.), Desaparición forzada y terrorismo de Estado en México (pp. 37-84). México: Plaza y Valdés.

Rangel Lozano, Claudia (2012). La recuperación de la memoria mediante testimonios orales. La desaparición forzada de personas en Atoyac, Guerrero. En Andrea Radilla y Claudia Rangel Lozano (Coords.), Desaparición forzada y terrorismo de Estado en México (pp. 85-133). México: Plaza y Valdés.

Reséndiz, Francisco (2015, 28 de enero). Peña: no podemos quedar atrapados en Ayotzinapa. El Universal, p. 1.

RNPED (2015). Consulta pública. Recuperado 22 de febrero de 2015 de http://www.secretariadoejecutivo.gob.mx/rnped/consulta-publica.php

Rojas, Rosa (2012, 23 de septiembre). En la montaña de Guerrero, nueva guerra sucia. La Jornada, pp. 2-3.

Sánchez, Arturo & Camacho, Fernando (2014, 27 de diciembre). Padres de normalistas desaparecidos en Iguala llaman a no votar en 2015. La Jornada, p. 3.

Scott, James (1990/2000). Los dominados y el arte de la resistencia. México: Era.

Sánchez Serrano, Evangelina (2012a). Terrorismo de Estado y represión en Atoyac, Guerrero, durante la guerra sucia. En Andrea Radilla & Claudia Rangel Lozano (Coords.), Desaparición forzada y terrorismo de Estado en México (pp. 135-176). México: Plaza y Valdés.

Sánchez Serrano, Evangelina (2012b). El proceso de construcción de la identidad política y la creación de la policía comunitaria en la Costa-Montaña de Guerrero. México: UACM.

Sierra, María Teresa (2013). Desafíos al Estado desde los márgenes: justicia y seguridad en la experiencia de la policía comunitaria de Guerrero. En María Teresa Sierra, Rosalva Aída Hernández & Rachel Sieder (Eds.). Justicias indígenas y Estado (pp. xxx-xxx). México DF: CIESAS.

Turati, Marcela (2015a, 16 de febrero). Los desenterradores anónimos. Proceso, pp. 23-25.

Turati, Marcela (2015b, 15 de enero). Odio criminal, Proceso, pp. 51-53.

Vergara, Rosalía (2014, 31 de diciembre). Investigar a la PF y al Ejército, clamor de los familiares. Proceso, pp. 6-11.