De unos años para acá, el recrudecimiento de la violencia en múltiples formas es el pan nuestro de todos los días en México. Amanecemos con información de balaceras, secuestros, levantamientos de personas, hallazgos de fosas clandestinas, etc. En poco tiempo, nos hemos acostumbrado a vivir en medio del horror: a convivir con esas estadísticas y también con imágenes trágicas.
La violencia se volvió cotidiana en territorio mexicano a partir del 2006, una vez que el ex presidente Felipe Calderón declarara la llamada “Guerra contra el narcotráfico”. Entonces, la pregunta dejó de ser “¿por qué?” para convertirse en “¿cuántos?”. Los cadáveres se multiplicaron como si se tratara de una epidemia. Varios iban a dar a fosas clandestinas, mientras que otros eran desintegrados o simplemente, desaparecidos. Algunos, cuerpos eran expuestos —en plazas o en puentes— obligando a la ciudadanía a presenciar el horror. La línea entre culpables e inocentes se desdibujó por completo, aunque el estigma de ser delincuente se impuso por encima de la justicia.
El gobierno habló de “daños colaterales” para justificar un derramamiento de sangre de jóvenes, casi siempre pobres y racializados. Las fotografías de ejecutados, degollados, colgados y encajuelados circularon por todos los medios posibles. Ya no hizo falta recurrir a la nota roja para acceder a los cuerpos muertos, ensangrentados, mutilados, descompuestos. A partir de ese momento, los medios en general los mostraron.
El espectáculo de la violencia en México, sin embargo, se inauguró desde los años 90 con los asesinatos seriales de mujeres en Ciudad Juárez y otras ciudades del norte del país. El feminicidio con el patrón de Juárez inauguró una dimensión expresiva de la violencia contra las mujeres. Es decir, los actos violentos por parte de asesinos anónimos que ostentan un poder sin precedentes, dejaron de tener solamente fines instrumentales para convertirse en medios comunicativos cargados de mensajes y, aparentemente, dirigidos a grupos o sectores específicos.
Por otro lado, las fotografías del feminicidio han contribuido a la naturalización del horror, al tiempo que dan cuenta de la reproducción de la impunidad en un Estado que ha dejado de garantizar la seguridad de sus ciudadanos y que, en cambio, se ha coludido con el crimen organizado, en un contexto de reordenaminento y reconfiguración de la economía capitalista global. En este artículo reflexionaré alrededor de las siguientes preguntas a partir del análisis de fotografías de prensa: ¿Cuáles son las continuidades visibles e invisibles entre estas formas de violencia? ¿Cuál es su dimensión expresiva? ¿A qué dispositivos de control obedece? ¿Qué tipo de sujetos constituyen el blanco de la violencia en el contexto mexicano actual?
La figura 1 ilustra en buena medida el contexto actual en México. En ella vemos los cuerpos de dos jóvenes —un hombre y una mujer— en posición completamente horizontal, sin vida. La imagen de la agencia MVT, publicada el 26 de septiembre del 2014 el periódico La Jornada (MTV, 2014) y en otros diarios de circulación nacional, muestra una toma en picada de 2 cadáveres encontrados junto a otros 20, en una bodega en Tlatlaya, Estado de México.
Figura 1
Crecen indicios
Fuente: MVT, 2014, p1.
En ella podemos ver de cerca los dos cuerpos —prácticamente adolescentes— que están tirados en el piso boca arriba y con los ojos abiertos. Esta fotografía a color deja ver manchas de sangre en las ropas, pero también en la piel de las víctimas. En el brazo izquierdo del joven podemos ver claramente una herida de bala, y en el estómago de la menor de edad, podemos inferir otra. En el suelo, debajo de los pies de ambos, hay más manchas de sangre, estas dan la impresión de que fueron baleados a quemarropa. Surgen las siguientes preguntas: ¿Por qué tanta saña? ¿Quién o quiénes pueden matar de esa forma? ¿Qué tipo de poder ostentan los asesinos?
Los dos cadáveres incluidos en la foto tienen ropas humildes: ambos visten con pantalón de mezclilla y una playera. Las prendas lucen empolvadas y los dos tienen la playera subida por encima del ombligo. Da la impresión de que fueron arrastrados por el suelo una vez muertos. Pero, ¿quién o quiénes pudieron hacerlo? ¿Con qué propósito? Por su vestimenta, podemos inferir que se trata de jóvenes sin recursos: los dos son morenos y sabemos que en México la pobreza tiene color.
La joven está descalza y él, lleva unas sandalias negras. Los pies desnudos dan la sensación de vulnerabilidad o de “no poder” en un sistema en el que los zapatos dicen mucho del estatus, clase social, profesión y nivel adquisitivo de las personas. Esta sensación se fortalece por el ángulo desde el cuál fue tomada la fotografía, ya que los objetos retratados se ven “desde arriba” y eso los hace ver disminuidos, frágiles. Sin embargo, debajo del brazo del joven, hay un arma de fuego de grueso calibre.
El tamaño del arma contrasta con la delgadez del brazo que está encima. También, con el tipo de zapatos que calza el joven. Generalmente, quien usa armas de grueso calibre, utiliza otro tipo de zapato: más propicio para mantener el equilibrio o para correr en caso de ser necesario. Los militares son quienes suelen utilizar ese tipo de armamento y calzan botas. De hecho, las armas que vemos en la foto son de uso exclusivo del Ejército. Cabe cuestionar: ¿Qué relación hay entre las armas y los cuerpos? Éstas parecen sobrepuestas y, sin embargo, abren una sospecha alrededor de los sujetos fotografiados.
¿Cuál es la frontera entre un delincuente y un ciudadano de a pie? Esta interrogante sirve para pensar el contexto mexicano actual en donde asesinar personas se ha convertido en una práctica cotidiana, y en donde los “daños colaterales” de la llamada “Guerra contra el Narcotráfico”, declarada por el ex presidente Felipe Calderón en 2006, ha elevado las cifras de los asesinatos en territorio nacional.
La frontera entre víctimas y victimarios se ha diluido, así como la frontera entre lo lícito y lo ilícito, pero también entre el Estado y el crimen organizado. En otras palabras, no se necesita exponer la vida en actos delictivos o sospechosos para ser asesinado, aunque la disposición de los cuerpos en esta fotografía parece dejar ver lo contrario.
Llama la atención la posición de los cadáveres que sugiere una derrota total. Él está ligeramente ladeado, con las piernas dobladas hacia la izquierda. Es posible verle el vientre, igual que a ella, que está completamente boca arriba, con los pies un poco cruzados y los brazos abiertos. La sangre que tiene en el estómago da a entender que ahí hay una herida. El pantalón esta entreabierto. Aquí surge otras preguntas: ¿Existe alguna diferencia entre un cadáver femenino y un cadáver masculino? ¿Qué otro tipo de marcas tienen estos cuerpos? ¿A quién le interesa hacerlos aparecer como “sospechosos”?
El piso en el que yacen los dos cadáveres está lleno de piedras. Las cabezas de los jóvenes descansan sobre éstas, mientras que los pies están sobre un piso de tierra suelta. Junto al cuerpo de la menor de edad —del lado izquierdo— se puede ver una especie de tubo que parece ser otra arma y un bulto oscuro que podría ser ropa, una mochila, incluso, otro cadáver. También se pueden ver libretas o papeles junto a los cuerpos, y otros objetos blancos y transparentes que parecen basura: ¿En qué momento un sujeto se vuelve “desechable”? ¿Qué tipo de poderes tienen que operar en una sociedad para que eso suceda?
El punctum de esta fotografía, es decir, el elemento aparentemente azaroso que rompe con el todo son las fichas que aparecen junto a los cuerpos y que contienen un número. El punctum, a decir de Roland Barthes, es el detalle en el que se centra nuestra mirada y que va más allá de lo que el fotógrafo quiso retratar (stadium), pero que sin embargo, viene a completar la imagen. Recordemos la definición del semiólogo francés:
Ese segundo elemento que viene a perturbar el stadium lo que llamaré punctum, pues punctum es también: pinchazo, agujerito, pequeña mancha, pequeño corte y también casualidad. El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza) (Barthes, 1989/2009, p. 46, cursivas del original).
Las fichas colocadas junto a los cuerpos nos dicen lo que ya suponemos, es decir, que los cadáveres que vemos a cuadro no fueron los únicos encontrados; que si el ángulo se abriera, podríamos ver más. Por eso es que nuestros ojos se centran ahí. Él tiene el número 6 y ella, el 7. Los números negros sobresalen por el contraste con el amarillo de las fichas. Deducimos que éstas fueron colocadas por la policía tras el hallazgo de los cadáveres. Este detalle, que pareciera accidental, nos hace pensar en un dato relevante: ¿Cuántos son? ¿Hasta dónde llega la numeración? ¿Por qué las personas son tratadas como números?
Las cifras de personas asesinadas en México durante la última década oscilan alrededor de las 100 mil, aunque no existen datos confiables al respecto. Organizaciones No Gubernamentales calculan que durante el sexenio de Felipe Calderón —del 2006 al 2012— se registraron entre 60 y 90 mil víctimas mortales (En el sexenio de Calderón hubo 121 mil muertes, 2014, p. 1). De acuerdo con el Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP), durante los primeros 20 meses de gobierno de Enrique Peña Nieto, del 1 de diciembre de 2012 al 31 de julio de 2014, se registraron 57 mil 899 averiguaciones previas por homicidios doloso y culposo (Los muertos con Peña llegan a 57 mil 899 en 20 meses; son 14 mil 205 más que en el mismo periodo de Calderón: Zeta, 2014).
Pero además, están las cifras de desaparecidos, es decir, de personas cuyo paradero se desconoce. En febrero de 2013, el gobierno de Enrique Peña Nieto reconoció que más de 26.000 personas habían sido denunciadas como desaparecidas o extraviadas desde diciembre de 2006 (Human Rights Watch, 2014). Según el cálculo que hace el periodista Homero Campa, en el sexenio actual desaparecen un promedio de 13 personas al día y especifica que:
Solo durante los primeros 22 meses de su sexenio, se extraviaron 9 mil 384 personas, lo que equivale al 40 por ciento de los 23 mil 272 casos de desaparición oficialmente registrados entre enero de 2007 y octubre de 2014 (Campa, 2015, p. 8).
A partir de lo anterior, vemos que en menos de una década la violencia en México se ha vuelto cotidiana. Las y los mexicanos hemos aprendido a convivir con estas cifras, pero también con estas imágenes. Como lo ha expresado la periodista Marcela Turati: “Algo le pasó al país que la muerte dejó de ser singular para convertirse en cotidiana y para que los difuntos fueran despojados de su dignidad” (Turati, 2011, p. 13).
Y es que desde el 2006, en México se volvió común que las personas aparezcan muertas: ejecutadas en plena calle, colgadas en puentes o descabezadas en plazas y parques. También se volvió frecuente el hecho de que desaparezcan sin dejar el menor rastro y que nunca más se sepa de ellas. Se ha traspasado una frontera ética y estética. El paisaje mexicano —a lo largo y ancho del país— es constantemente intervenido por cadáveres. La ausencia, por otro lado, el vacío que dejan las personas al “esfumarse” forma parte de ese mismo paisaje.
Los medios de comunicación reproducen las imágenes de la violencia: la acercan a la gente y la reiteran como si se tratara de una realidad incuestionable. Podemos decir que a partir de la repetición del acto, pero también a partir de la reproducción de las imágenes que muestran sus efectos con lujo de detalle, se ha “naturalizado” la violencia. Nos hemos vuelto indiferentes frente a la repetición de un fenómeno que tendría que conmovernos, porque en este contexto, la insensibilidad es una forma de supervivencia.
A decir de Susan Sontag, las imágenes del horror nos conmueven, pero también nos producen un efecto de parálisis. Cuando nos sentimos impotentes frente a la realidad que retratan, terminamos por adaptarnos a ella, asumiendo una normalidad que poco a poco dejamos de cuestionar:
La conmoción puede volverse corriente. La conmoción puede desaparecer. Y aunque no ocurra así, se puede no mirar. (…) Esto parece normal, es decir, adaptación. Al igual que se puede estar habituado al horror de la vida real, es posible habituarse al horror de unas imágenes determinadas (Sontag, 2004/2008, p. 96, cursivas del original).
Los medios de comunicación dan cuenta de ejecuciones y desapariciones, sin que las personas podamos digerir el exceso de información. Las imágenes que circulan en los medios muestran el horror sin pudor alguno: cuesta ubicar la frontera entre el espanto y el morbo. Pero sobre todo, la violencia se convierte en regla y deja de ser excepción.
Son varias las generaciones de niños y jóvenes que están creciendo en este escenario, siendo testigos presenciales o virtuales de la violencia, asumiendo que los asesinatos a sangre fría, la tortura y la desaparición son naturales. ¿Cómo dejar de reproducir este tipo de prácticas si es lo que vemos, lo que se nos enseña y lo que aparentemente funciona para sobrevivir?
La figura 1 corresponde a una de las imágenes que fueron entregadas de manera anónima a la agencia de noticias MVT para dar cuenta del asesinato de 22 jóvenes en el poblado de San Pedro Limón, en Tlatlaya, Estado de México, el pasado 30 de junio del 2014. En ese sentido, es una fotografía cuya función es distinta a la que comúnmente vemos circular. No se conforma con mostrar el horror, sino que al hacerlo contradice la versión oficial que se había dado.
Cabe recordar que las autoridades habían reportado un enfrentamiento entre un grupo de delincuentes y elementos del Ejército Mexicano, a partir del cual, los primeros habrían perdido la vida. Sin embargo, las imágenes entregadas y difundidas por la agencia de noticias MVT evidenció que no hubo tal enfrentamiento y que la escena “fue manipulada”.
Luego de analizar estas fotografías, el criminólogo José Luis Mejía Contreras determinó que estos jóvenes fueron ejecutados por los militares a menos de 30 centímetros de distancia. También concluyó que los cuerpos fueron colocados en la posición en la que fueron encontrados y que las armas les fueron “sembradas”. En otras palabras, la escena del crimen fue alterada.
El caso Tlatlaya evidencia la “facilidad” con la que en México se les priva de la vida a los jóvenes, pero además, ilustra la frontera tan difusa entre víctimas y victimarios. La fotografía anterior deja ver esta confusión que, además, parece ser inducida. La estigmatización de los jóvenes racializados y en situación de precariedad, hoy en día tiene consecuencias fatales en todo el territorio mexicano.
El asesinato de 22 jóvenes en Tlatlaya fue en realidad una ejecución extrajudicial perpetrada por elementos del Ejército. Sin embargo, se hizo lo posible por hacer aparecer a las víctimas como delincuentes, como si eso justificara su asesinato. Esta práctica de estigmatizar a las víctimas al hacerlas aparecer como delincuentes también viene siendo común en México.
Ese mismo 26 de septiembre, el día que se dieron a conocer estas fotografías en los principales periódicos nacionales fue cuando tuvieron lugar los hechos trágicos de Ayotzinapa. Estos dos acontecimientos constituyeron un punto de inflexión, ya que mostraron la implicación del Estado en actos criminales que solían ser atribuidos a narcotraficantes y grupos delincuenciales.
La desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa por parte de elementos de la policía municipal, no fue una excepción sino que significó la confirmación de la regla. Fue la constatación de la crisis institucional por la que atraviesa el país. Fue la certeza de que en México, la mayoría de los ciudadanos nos encontramos en un estado de vulnerabilidad sin precedentes.
La consigna callejera de: “Todos somos Ayotzinapa”, expresada en las manifestaciones multitudinarias que le siguieron al 27 de septiembre, no es una exageración. Resume el sentir de las personas de a pie: es la certeza de que en el contexto actual mexicano a cualquiera le puede pasar.
El asesinato de 6 personas y la desaparición de 43 estudiantes en Iguala, Guerrero, tras una persecución y una balacera que duró horas, nos colocó frente al verdadero problema: los agresores dejaron de ser anónimos. Desde un primer momento, se supo que eran policías y todo apuntaba a que el autor intelectual era el alcalde de Iguala. ¿Cuál es la frontera entre la delincuencia y la autoridad? ¿Qué confianza pueden tener los ciudadanos en las instancias que en teoría tendrían que protegerlos?
José Luis Abarca y su esposa María de los Ángeles Pineda —también implicada—se dieron a la fuga al mismo tiempo que las instituciones encargadas de procurar la justicia, se tardaron en reaccionar. Días después fueron localizados y aprehendidos en un operativo en la Ciudad de México. Al ex alcalde de Iguala se le dictó auto de formal prisión por los delitos de secuestro, delincuencia organizada y homicidio. La indignación ciudadana, sin embargo, ya estaba a flor de piel y ese hecho tan difundido por los medios de comunicación no logró revertir el malestar generalizado.
Según información de testigos y de los propios sobrevivientes, hay indicios de que el Ejército y la Policía Federal estuvieron involucrados en la desaparición de los normalistas. Hasta ahora, ningún nivel de gobierno ha querido abrir esa línea de investigación, pero tampoco ha podido dar una explicación convincente de los hechos. Ningún partido político ha demostrado tener el suficiente compromiso para esclarecer los hechos. Aparentemente, todos están implicados de una u otra forma.
El gobierno federal ha querido cerrar el tema, concluyendo que los estudiantes fueron asesinados, calcinados y arrojados al río en Cocula —una ciudad cercana—, pero hasta ahora no hay certeza científica de lo dicho por la autoridad. No existen evidencias que confirmen esta versión, y sin embargo, se nos anuncia que la investigación ha concluido.
Solo los restos de uno de los estudiantes de Ayotzinapa, Alexander Mora, pudieron ser identificados tras la realización de pruebas de ADN, pero hay dudas sobre el lugar en el que éstos fueron encontrados. La hipótesis principal del gobierno apunta a que los muchachos fueron entregados por policías municipales al grupo de Guerreros Unidos.
De acuerdo con el periodista Alejandro Guzmán, la explicación que da es que fueron confundidos con integrantes del grupo criminal rival Los Rojos. La “prueba” en la que se basó la Procuraduría Federal de la República para sustentar lo dicho fue la declaración de Felipe Rodríguez Salgado, alias “El Cepillo”, quien luego de ser aprehendido, confesó la ejecución de 15 normalistas de Ayotzinapa (Guzmán, 2015, p. 3).
Las conclusiones del gobierno mexicano dejan muchas preguntas en el aire y tienden a criminalizar a las víctimas: ponen especial énfasis en que los normalistas habían “tomado” camiones para acudir a una marcha y que uno de ellos estaba vinculado al grupo criminal. La evidencia de ello, según el gobierno, es que no era llamado por su nombre sino por su apodo.
Los compañeros de los muchachos desaparecidos han declarado que en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa es muy común tener un apodo. Por otro lado, científicos renombrados han señalado que dado el espacio y las condiciones meteorológicas de los días posteriores al 26 de septiembre, es imposible que 43 personas hayan sido quemadas en el basurero de Cocula, como lo anunció el procurador, Jesús Murillo Karam. Los demás restos encontrados ahí no pudieron identificarse dado el nivel de calcinación de los cuerpos.
Marcela Turati señaló que el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), acreditado por el gobierno para colaborar en la investigación, ha declarado que existen múltiples irregularidades en el informe de la Procuraduría General de la República, incluso, la acusa de “manipular las evidencias” (Turati, 2015, p. 3).
El gobierno federal ha respondido con descalificaciones al grupo de expertos. Y mientras hace todo para cerrar el caso, los padres de los estudiantes desaparecidos ponen en duda la actuación de las autoridades. La sociedad en general tampoco confía en las instituciones de procuración de justicia, que se han destacado por su insensibilidad frente a la tragedia nacional que implica Ayotzinapa, pero también Tlatlaya y todos los crímenes que les antecedieron a estos últimos sucesos tan visibles por su forma, pero también pos su dimensión.
Hasta hace unos meses, el problema de la violencia en México solía explicarse a partir del crecimiento de las bandas criminales ligadas al narcotráfico. Hoy sabemos que el problema es mucho más complejo. ¿De dónde viene la violencia? ¿A qué intereses responde? ¿Cuál es su función? Son algunas de las preguntas en las que habría que profundizar para intentar entender lo que viene ocurriendo en México durante los últimos años.
La violencia ejercida contra este grupo de estudiantes no solo fue desproporcionada sino sumamente visible, ostentosa. Solo puede leerse como un acto de poder y un mensaje enviado al resto de ciudadanos. Aquí se manifiesta, de nueva cuenta, una dimensión expresiva muy parecida a la que presentan los feminicidios de Ciudad Juárez. No hay que olvidar que mientras 43 estudiantes fueron “desaparecidos”, 6 personas fueron ultimadas esa noche del 26. De hecho, el cadáver de uno de los normalistas, apareció mutilado en un lugar cercano a donde ocurrieron los hechos, como si hubiera sido colocado ahí de manera intencional.
La imagen del rostro desollado de Julio César Mondragón recorrió los medios de comunicación y las redes sociales en los días posteriores al 27 de septiembre. A este estudiante lo masacraron. Los asesinos se dieron el tiempo de torturarlo, sacarle los ojos, arrancarle el rostro y dejar su cadáver expuesto en plena calle, a la vista de todo mundo. ¿Cómo leer la desaparición de 43 personas y, al mismo tiempo, la aparición de un rostro desollado? ¿Cuál es el mensaje que nos quieren enviar? Para responder estas preguntas habría que lanzar primero otras: ¿Cómo llegamos hasta este punto? ¿En qué momento la violencia se convirtió en espectáculo?
Si la llamada Guerra contra el Narcotráfico elevó los índices de violencia a un nivel inconmesurable, el horror ya se había vuelto ostentoso desde los años 90. Podemos decir que en México la muerte se convirtió en espectáculo a partir de los asesinatos seriales de mujeres en la frontera norte. El feminicidio en Ciudad Juárez, Chihuahua, alarmó a la ciudadanía y llamó la atención de los medios de comunicación, justamente, por su carácter espectacular en el sentido propuesto por Guy Debord: “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizada a través de imágenes” (1967/2012, p. 34).
Que en nuestro país asesinaran mujeres no era un dato nuevo. Lo que resultó novedoso fue la forma de matarlas y el hecho de que los cadáveres fueran sembrados en lugares públicos. Las marcas de violencia hablaban de una brutalidad inusitada y resultaba imposible no verlos. Los cadáveres femeninos pasaron a formar parte del paisaje desértico de Juárez, mientras que decenas de mujeres simplemente desaparecían.
Algo cambió en el México de los años 90, justo cuando nuestro país estaba firmando el Tratado de Libre Comercio con Canadá y Estados Unidos, es decir, cuando se oficializaba la liberalización de la economía y el ex presidente Carlos Salinas de Gortari aseguraba que estas medidas nos convertirían en un país del primer mundo. Ciudad Juárez, de hecho, fue una de las ciudades que más prometieron en este sentido. Así se refería a ella Sergio González Rodríguez en el año 2002:
La economía informal o subterránea, y en general, la vida vinculada a ésta pertenecen a su historia y a su desarrollo. Pero, en la última mitad del siglo XX, Ciudad Juárez se vinculó a modelos multinacionales de producción industrial con tecnologías de vanguardia. Al mismo tiempo, crecía su importancia como parte de un territorio inserto en el narcotráfico (González, 2002, p. 8).
De hecho, la entrada en vigor del neoliberalismo en México estuvo marcada por la violencia y por el creciente poder de los carteles de la droga, especialmente, en las ciudades del norte. La promesa de “modernización” pronto se empañó con este tipo de crímenes aparentemente inexplicables, en el sentido de que los asesinatos no tenían que ver con venganzas o ajustes de cuentas. Las víctimas eran anónimas y eran elegidas al azar, con ciertas características comunes. Su vulnerabilidad, sin embargo, daba cuenta de un sistema económico que las requería como fuerza de trabajo, pero que no respondía por su seguridad.
Cabe recordar que Ciudad Juárez fue una de las ciudades en las que se instalaron las maquiladoras, que dieron trabajo a miles de mujeres. Ser trabajadora de la maquila es una condición relativamente reciente de algunas mujeres latinoamericanas, condición que supone una transformación en los roles de género.
Para muchas, ha significado la posibilidad de salir de su comunidad. Para otras, la forma de mantener a sus hijos o, simplemente, de ganarse el propio sustento. Esta “transformación” se ha venido dando en las últimas décadas, aunque no necesariamente ha significado un beneficio para las mujeres. En ocasiones ha sido lo contrario, ya que la transformación de los roles de género en sociedades tan tradicionales las ha hecho acreedoras de castigos.
En el caso de México, fue en los años sesenta cuando el gobierno mexicano puso en marcha el Programa Nacional Fronterizo (1961) y el de Industrialización de la Frontera (1965), que dieron lugar a la entrada de este tipo de industria. Esta consiste en fábricas de capital extranjero donde se manufacturan o montan las distintas piezas de un producto con vías a la exportación y mediante mano de obra barata. Fue durante los años 90, con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, México y Canadá, cuando tuvo su máximo auge.
Estas empresas vieron en las mujeres la mano de obra ideal, ya que como lo ha enfatizado Norma Iglesias Prieto, “contrataron una fuerza de trabajo nueva, constituida por mujeres jóvenes, con edades entre los 16 y 24 años, solteras y con estudios mínimos de primaria” (Iglesias, 1985, p. 15). Para los años 90, la mitad de la población económicamente productiva de Juárez trabajaba en una maquiladora, y de este porcentaje, la gran mayoría eran mujeres.
En este contexto, el feminicidio vino a mostrar la otra cara de la oferta de trabajo. La violencia se volvió espectacular, porque a los asesinos no les bastaba con aniquilar a sus víctimas sino que tenían que hacer visible la evidencia del crimen como si se tratara de una hazaña. El carácter secreto inherente al acto criminal se diluyó por completo. Para esos años, la delincuencia organizada ya tenía controlada la frontera norte y los gobiernos de los estados daban muestra de estar rebasados, infiltrados o comprados por las mafias. La corrupción se había vuelto ley en la frontera norte de México, dejando a la ciudadanía en un estado de vulnerabilidad sin precedentes. Como lo describe la periodista Diana Washington:
La corrupción de la policía en Juárez, por parte del cartel, en todos los niveles —local, estatal y federal— explica cómo ciertos crímenes pueden mantenerse en suspenso por años, incluyendo las desapariciones de hombres y mujeres, los tiroteos en público para marcar territorios y los sistemáticos asesinatos cometidos contra mujeres y conocidos como feminicidios (Washington, 2005, p. 110).
Los feminicidios con el patrón de Ciudad Juárez se diferenciaron del resto de homicidios de mujeres, justamente, por su carácter espectacular. No eran crímenes perpetrados de manera espontánea ni por una sola persona. La forma en que las mujeres asesinadas eran encontradas daba cuenta de una sofisticación, y de un despliegue de recursos humanos y materiales. En palabras de Diana Washington: “Se trata de un modus operandi que habla de dinero y poder. Hay suficientes recursos para costear la logística necesaria, y para comprar el silencio de todos los cómplices” (Washington, 2005, p. 71, cursivas del original).
El asesinato sistemático de mujeres en Juárez es atribuido al crimen organizado, sin embargo, tras 20 años de denuncia este fenómeno continúa siendo una incógnita, en el sentido de que no existe a la fecha una explicación convincente de por qué las matan ni quién está detrás de esta práctica cada vez más común. La impunidad de la que gozan los asesinos es otra de las características del fenómeno.
Rita Laura Segato ha analizado la dimensión expresiva del feminicidio, al considerar que estos asesinatos constituyen mensajes que se envían en una doble vía: de manera horizontal y vertical. La verticalidad del acto comunicativo tiene que ver con el mensaje que el asesino le envía a su víctima y al grupo al que ésta pertenece, en este caso, las mujeres. En el sentido horizontal del mensaje, pone especial énfasis al mencionar que éste está dirigido a sus pares, es decir, a quienes ostentan un poder similar (Segato, 2007, p. 42).
Jill Radford y Diana Russel, las primeras en proponer el vocablo en inglés “femicide”, ya lo definían como un castigo ejemplar, en el sentido de que constituye un mensaje dirigido a las mujeres en general. De acuerdo con las autoras:
En el análisis feminista radical el feminicidio tiene un gran significado político. Es una forma de castigo capital que afecta a las mujeres que son sus víctimas, a sus familias y amigas y amigos. En realidad sirve como medio para controlar a las mujeres en tanto que clase sexual, y como tal las mujeres son centrales para mantener el status quo patriarcal (Russel y Radford, 2006, pp. 39-40, cursivas del original).
Segato, por su parte, pone especial énfasis en el sentido horizontal del mensaje, es decir, aquel que los asesinos envían a sus pares. La antropóloga argentina radicada en Brasil considera que en Ciudad Juárez, las bandas del crimen organizado se han constituido como un segundo Estado que se disputa el territorio. La demostración de fuerza que debe realizar un grupo sobre otro, desde su punto de vista, es explicativo del feminicidio. Parte de la tesis de que el cuerpo de las mujeres, en estos casos, funge como un lugar de escritura a partir del cual se da todo un despliegue de violencia. Así lo explica:
En las marcas inscritas en estos cuerpos, los perpetradores hacen pública su capacidad de dominio irrestricto y totalitario sobre la localidad ante sus pares, ante la población local y ante los agentes de Estado, que son inermes o cómplices (Segato, 2007, p. 43).
En otras palabras: no es a la víctima a quien más necesita demostrarle su fuerza sino a aquellos que son como él. A partir de la práctica feminicida muestra su capacidad de dominio y delimita su territorio. Segato (2007) considera que históricamente el cuerpo de las mujeres ha constituido un territorio a dominar, por lo tanto, las mujeres son utilizadas a manera de instrumento por quienes realmente se disputan el poder.
El feminicidio, por lo tanto, no es solo un problema de cifras. Es connotativo y denotativo de la violencia extrema actual. Se relaciona directamente con el sistema de valores de una sociedad que permite, guarda silencio y justifica la violencia contra las mujeres, especialmente, las que están en una situación de vulnerabilidad; ya sea por falta de recursos económicos, situación migratoria, edad, etc.
En el ejercicio de matar y exhibir el asesinato existen elementos que tienen algunas marcas de género, raza, edad, ocupación, etc., y que nos pueden dar pistas para entender quién puede quitarle la vida a quién, pero sobre todo, para ubicar los marcos epistemológicos y de visibilidad en los que nuestra sociedad encuadra la vida.
El feminicidio con el patrón de Juárez, a lo largo de 20 años, se ha extendido a lo largo del territorio nacional. Lo que lo ha caracterizado no solamente es la forma en la que se mata a las mujeres, sino la falta de respuesta del Estado para ponerle freno a este tipo de prácticas.
A la fecha, no se sabe quiénes son los autores materiales ni intelectuales. Lo que sí se sabe que algunas las personas que han sido encarceladas y declaradas culpables por estos crímenes, en realidad han sido torturadas para que se les declare culpables. Tal fue el caso de Gustavo González Meza y Víctor Javier García Uribe, dos choferes acusados en 2001 del asesinato de ocho jovencitas. Fotografías divulgadas en anonimato demostraron que dentro de las oficinas policiacas en Juárez los dos hombres fueron torturados. Tenían moretones y quemaduras en diferentes partes del cuerpo. Sus abogados señalaron que casi los asfixiaron. De igual forma los otros choferes acusados en 1999, dijeron que a ellos también les habían puesto bolsas de plástico en la cabeza (Washington, 2005, p. 157).
La figura 2 ilustra esta forma de violencia. El tipo de encuadre, el ángulo, la disposición y la postura del cuerpo, así como las marcas que éste presenta, dan cuenta del mensaje que envían los asesinos: a sus pares, pero también al
Figura 2
Ejecutadas a tiros. Cruz, (2009)
Esta es una fotografía tomada por Juan Carlos Cruz y publicada en el banco de imágenes de la revista Proceso en el año 2009. Para este momento, la violencia con este carácter espectacular ya se había generalizado en México. La llamada Guerra contra el Narcotráfico comenzaba a mostrar efectos demoledores. En palabras del periodista Alejandro Páez Varela:
Nunca hubo una matanza tan grotesca y tan sangrienta en este país. Nunca en el México moderno. Esta enorme cicatriz marcará a la nación en todas sus expresiones. Lo reflejarán en el futuro inmediato la sociedad, el periodismo, las artes y la literatura. Quedará para los libros de texto (Páez Varela, 2009, p. 14).
Al mismo tiempo, los índices de feminicidio continuaban creciendo y expandiéndose a otros estados de la República. El cadáver que vemos en la fotografía anterior fue encontrado a la orilla de la carretera que conduce al ejido El Quemadito, en Culiacán, Sinaloa.
Lo que vemos es un close up del cadáver, tomado desde el piso, a la misma altura del cadáver. Para poder capturar el cuerpo muerto desde este ángulo, el fotógrafo tuvo que haberse acostado en el piso a muy poca distancia del cuerpo. Cabe preguntar: ¿Es necesario ese grado de cercanía para dar cuenta del suceso?
El encuadre deja ver solamente el torso semidesnudo del que sobresalen las manos atadas con un cordón de teléfono. Un cadáver que de por sí devela inmovildad, pero al verle las manos atadas, esa sensación se duplica. ¿Por qué un cuerpo muerto tiene las manos atadas? Las manos están directamente relacionadas con el “hacer”. Me pregunto qué habrá hecho esta mujer: ¿por qué le amarraron las manos? Una persona en esa posición no puede hacer nada, ni siquiera defenderse. No sabemos en qué momento se le “ató de manos”, si viva o muerta. En todo caso, parece un castigo, una consecuencia de sus propias acciones.
El cable de teléfono en las muñecas de la mujer también nos hace pensar en lo que ésta habrá vivido antes de morir: ¿Qué le hicieron antes de matarla? El feminicidio con el patrón de Juárez ha exhibido la tortura a la que las víctimas suelen ser sometidas antes de ser asesinadas. Dado que el cuerpo está semidesnudo, es posible pensar en la violación sexual.
Las uñas largas y pintadas del cadáver son un rasgo de feminidad que enfatiza la sensación de vulnerabilidad. En nuestra sociedad, las mujeres son consideradas más débiles o con menos fortaleza física que los hombres. Pero además, las mujeres tienen un valor diferenciado, por lo tanto, su vida importa menos. Evidentemente, esta mujer no pudo evitar su muerte.
El cuerpo curvo de la mujer constituye otro rasgo de lo femenino, el más evidente en esta imagen. Los senos ocupan prácticamente un tercio de la foto, el del lado derecho, que además es en el que se suele centrar la vista. Estos resaltan más por el color verde del sostén y por el tipo de encuadre que suele aumentar el tamaño del objeto retratado.
El acercamiento excesivo de la cámara se justifica, porque en medio del pecho fue colocado un papel doblado, que intuimos, es lo que el fotógrafo quiere mostrar. Es decir, los asesinos no solo terminaron con la vida de esta mujer, sino que llevaron su cadáver a la mitad de la carretera y lo dejaron expuesto con un mensaje. Aquí aparece muy clara la dimensión expresiva del feminicidio, en el sentido que apunta Rita Laura Segato (Segato, 2007, 37-43): el cuerpo de la mujer es claramente un lugar de escritura.
Podemos ver también que la mujer lleva un pantalón negro con un cinturón rojo que tiene un broche brillante. Este elemento pone un acento en el pubis. El pantalón está ligeramente hacia abajo, dejando su cintura totalmente descubierta. El punctum de esta fotografía, es decir, ese elemento aparentemente azaroso que llama especialmente la atención, es el hilo azul que sale por debajo del pantalón, a la altura del glúteo. Esta línea de tela nos lleva a pensar en el tipo de ropa interior que lleva la víctima, que es una tanga.
El hilo azul que sale por encima del pantalón termina por sexualizar completamente el cuerpo de la mujer muerta, que ya de por sí yace en una posición completamente horizontal, semidesnuda, con un sostén verde y un cinturón brillante. Sabemos que las mujeres que aparecen asesinadas suelen ser estigmatizadas como prostitutas, lo cual, en una sociedad tan machista como la mexicana, parece justificar su destino.
Según Castro testimonios de las familias, las primeras preguntas que suelen hacer las autoridades en estos casos son: ¿Por qué iba vestida de tal forma? ¿A qué se dedicaba? ¿Por qué estaba fuera de su casa? Así lo han declarado algunas de las madres de las víctimas de feminicidio en Ciudad Juárez, Chihuahua: "Somos humilladas, maltratadas, cuestionan nuestra vida personal y sufrimos el descrédito en los medios de comunicación masiva al exhibirnos como familias conflictivas y desintegradas, concluyendo que nuestras hijas se fueron por su propio gusto y por libertinas.” (Castro, 2015, párrafo 18).
Esta fotografía viene a reforzar este estigma y abre todo una sospecha en relación a la víctima. Aquí cabe preguntar: ¿Qué tipo de sujetos cuentan como vidas? ¿Por qué el ejercicio de la sexualidad de una mujer podría justificar su muerte? ¿Cuáles son las expectativas de la feminidad en una sociedad como la nuestra?
Lo que vemos aquí es que en nuestro país existen vidas precarias, como las denomina Judith Butler (2004/2006). Este concepto parte de la idea de que la vida del ser humano es en sí misma precaria, y para que se desarrolle hace falta el sustento de toda una red social que la haga posible. Ningún ser humano puede sobrevivir por sí mismo, pero es en esta necesidad de red, donde muchas vidas humanas quedan fuera; algunas mueren y otras sobreviven a pesar de la exclusión, de la invisibilidad, de la muerte en vida. Y son este tipo de vidas las que no se consideran dignas de duelo, las que pueden no contar.
El feminicidio en Juárez y en otras ciudades mexicanas y latinoamericanas da cuenta de esa precariedad. ¿Qué tan importante es la vida-muerte de una mujer joven, trabajadora, habitante de una zona marginal? Pero además, el feminicidio en México inaugura esta forma de violencia espectacular que, sin embargo, tiende a criminalizar a la víctima.
El cuerpo que vemos en esta fotografía tiene piel morena y cabello negro. Por lo tanto, no estamos hablando de cualquier mujer. Se trata de una estética y una condición específica. Este también ha sido un patrón del feminicidio en México. Ya desde 1998, Julia Monárrez, la investigadora del Colegio de la Frontera Norte en Ciudad Juárez, Chihuahua, nos alertaba sobre el tipo de mujeres que estaban siendo asesinadas. Así lo explica la autora:
En Ciudad Juárez se asesina a mujeres de todas las edades, pero sus vidas robadas comprenden toda una serie de actos violentos en contra de ellas y estos feminicidios están íntimamente relacionados con su condición de género, al tipo de labor que desempeñan, al área de residencia, y a su indefensión como menores de edad (Monárrez, 2000, p. 114).
La vulnerabilidad de la mujer que vemos en la imagen, por lo tanto, se conecta con el género, pero también con la raza y la clase social, entre otros elementos. La edad y la situación migratoria también son condiciones que se suman para hacer que una vida sea más precaria que otra. Por lo tanto, no podemos hablar de un sujeto mujer homogéneo. En América Latina, la raza es un elemento que define el valor de las personas. En México, la pobreza tiene color. La estética no sólo está determinada por la pigmentación de la piel, sino por los rasgos, el atuendo, el peinado, la actitud corporal y los gestos. También está predeterminada por el grado de vulnerabilidad de las personas.
A decir de John Berger, en nuestras sociedades, las mujeres suelen ser vistas como objetos. Y un objeto difícilmente puede tener voz (Berger, 2000/2010, p. 55). Sin embargo, aquí también habría que diferenciar la experiencia de las distintas mujeres. No todas se posicionan de la misma forma. Tampoco son tratadas ni re-tratadas de la misma manera. Y es que, como lo han apuntado las feministas negras, chicanas y recientemente, aquellas que asumen una postura poscolonial o decolonial, no se puede hablar de un sujeto mujer homogéneo. De acuerdo a Chandra Talpade Mohanty:
La relación entre (Mujer), un compuesto cultural e ideológico del Otro construido a través de diversos discursos de representación (científicos, literarios, jurídicos, lingüísticos, cinemáticos, etc.) y (mujeres), sujetos reales, materiales, de sus propias historias colectivas, es una de las cuestiones centrales que la práctica de la academia feminista busca abordar. (Talpade, 2008, p. 121).
En esta multiplicidad de cuerpos y experiencias, las mujeres occidentales (o con una estética que corresponde al paradigma de belleza occidental), pero sobre todo, las mujeres que están en el centro del poder tienen más herramientas para alzar la voz. Por otro lado, pareciera sumamente difícil tener voz cuando no se está dentro de los marcos de visibilidad, cuando se es “inexistente”, como la mujer que vemos en esta fotografía.
Al cadáver que vemos aquí no podemos verle el rostro, porque el fotógrafo no lo incluyó en el cuadro. Este detalle, que podría leerse como un cierto cuidado o respeto a la víctima, tiene un efecto en la percepción de la imagen. El carácter anónimo del cadáver reitera que hay muertes que no importan, porque ni siquiera se contaban como vidas. Además, en la foto se alcanza a ver un pañuelo rojo en el cuello que da a entender que los asesinos le taparon el rostro. En este sentido, cabe preguntar: ¿Qué significa un cadáver sin rostro? ¿Por qué lo que hay que resaltar en el caso de estas mujeres es el cuerpo? ¿Qué implica ocultar el rostro de una persona?
El cuerpo sin rostro de esta mujer me lleva —inevitablemente— a pensar en el rostro desollado de Julio César Mondragón, el normalista de Ayotzinapa. Hay una continuidad en estas formas de violencia, aunque también hay una especificidad. En ese sentido, habría que pensar: ¿Cómo pasamos del feminicidio al juvenicidio en México? ¿Cuáles son los sujetos excluidos de los marcos de visibilidad, pero también de los marcos ontológicos que consideran a una vida como “vida”?
La dimensión expresiva de la que habla Segato para explicar el feminicidio se desplazó a otros sujetos: ahora, las víctimas en su mayoría eran hombres jóvenes pobres racializados. Si las mujeres víctimas del feminicidio son estigmatizadas por el ejercicio de su sexualidad —porque inmediatamente se les pone la etiqueta de “prostitutas”— en el caso de los hombres, el estigma proviene de su edad y de su clase social: ser jóvenes y tener una situación económica precaria los convierte automáticamente en “sospechosos”.
Las autoridades no investigan este tipo de crímenes porque hay un prejuicio que de antemano coloca a los jóvenes asesinados como delincuentes. “Algo habrán hecho”, “seguramente, andaba en malos pasos”. El estigma, una vez más, parece justificar el asesinato.
En México, además, la clase social empata con la raza. Estos jóvenes pobres, son generalmente morenos o con rasgos indígenas. La violencia generalizada en México, por lo tanto, ha venido a reforzar el clasismo y el racismo, y a partir de esos estándares crea un amigo interno. Si en las guerras clásicas se luchaba contra un enemigo que solía estar afuera, en esta modalidad de guerra (si es que podemos llamarla así), el enemigo se fabrica al interior. La consecuencia es la ruptura del tejido social. Así lo ha explicado la periodista Marcela Turati:
La violencia se convierte en una amenaza permanente. Instaura el régimen de la desconfianza. Desintegra lazos sociales primarios. Carcome la vida en común. Se aloja donde se desenvuelven las relaciones humanas. Los lugares públicos se vuelven inseguros. Las fiestas ya no convocan gente desde que son profanadas. Los funerales se convierten en ritos privados a los que acuden únicamente los íntimos. Nadie quiere mantener el trato con la familia de un difunto. Todos son sospechosos (Turati, 2011, pp. 71-72).
Una vez más, estamos hablando de un escenario intervenido por cadáveres, solo que ahora expandido a lo largo y ancho del país. Se dice que en los últimos años, México se ha convertido en una gran fosa. Si en un primer momento, los cuerpos elegidos para “escribir” en ellos fueron de mujeres, ahora también son los cuerpos de los hombres jóvenes.
Rita Laura Segato diría que asistimos a una feminización de estos sujetos, porque ese fenómeno suele darse con quienes están en una posición vulnerable o han sido directamente derrotados. Como sea, está claro que para el Estado mexicano hay vidas que no importan o muertes que no merecen ser lloradas. La impunidad y la dimensión espectacular de esta violencia ha permitido que ésta se extienda y se reproduzca.
¿Puede decirse que estos cuerpos han sido “feminizados”? Por lo menos han sido tratados con la misma indiferencia que las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez y en otros estados del país. Dichos asesinatos tampoco se investigan, pues los hombres ejecutados en plena plaza o aquellos que aparecen colgados en puentes son a su vez estigmatizados por parte del Estado, que da por hecho que forman parte del crimen organizado. El propio gobierno mexicano ha calificado dichas muertes como “daños colaterales”, lo que quiere decir que también son muertes inevitables, es decir, que no merecen ser lloradas.
Como ha escrito Flavio Meléndez Zermeño, el término “daños colaterales” en sí mismo ya habla del menosprecio de ciertas vidas, que de hecho, no cuentan como vidas puesto que la pérdida de ellas está justificada. Por lo tanto el autor plantea:
Designa las vidas humanas que están a un lado de las que la guerra busca destruir, pero cuya pérdida se considera justificada en función de los objetivos que esa guerra persigue; las vidas de quienes estaban “en el lugar y en el momento equivocados”, desde la perspectiva del imperativo de una acción armada para el que esas vidas no cuentan como tales sino solo como daños colaterales. Al ser designadas de esta manera se pierde su especificidad de vidas humanas singulares para quedar inscritas en una estadística que justifica por sí misma su desaparición al quedar subordinadas a los objetivos superiores que la guerra en cuestión persigue (Meléndez, 2012, p. 6).
En este caso, hay otros marcos epistemológicos trazados por la propia acción bélica, que por su propia naturaleza minimiza el valor de la vida. No obstante, el tránsito entre el feminicidio y el juvenicidio pudiera estar en esa afinidad entre cuerpo femenino y territorio. Segato afirma que dicha analogía llega a darse en cuerpos masculinos que, efectivamente, son “feminizados” para demostrar o hacer evidente la dominación contra determinados pueblos o grupos.
Para ilustrar este proceso, da como ejemplo las violaciones por parte del Ejército estadounidense a prisioneros iraquíes en Abu Graib y otras acciones llevadas a cabo en contextos de guerra, que no hacen más que confirmar la relación colonial entre cuerpo femenino y territorio, y que puede ir más allá del sexo de los cuerpos. De acuerdo con Rita Laura Segato:
La feminización de los cuerpos de los vencidos mediante su sexualización, como en la prisión de Abu Graib, y la posesión forzada de los cuerpos de las mujeres y niñas con su consecuente inseminación, como en las guerras occidentales y contemporáneas de la ex Yugoeslavia, confirman la equivalencia permanente entre cuerpo y territorio. Sometimiento, sexualización, feminización y conquista funcionan como equivalentes simbólicos en el orden bélico patriarcal (Segato, 2007, pp. 39-40).
¿Cómo transita la precariedad de lo masculino a lo femenino? La sexualización de los cuerpos a la que se refiere Segato —ya sea de mujeres o de hombres— se da sobre todo en cuerpos racializados, pauperizados o subalternos, es decir, sobre cuerpos que por alguna cuestión ideológica han sido devaluados y son invisibles en el sentido de que son vidas que no importan, pero hipervisibles en el momento de su máxima denigración. En ese sentido, son los más vulnerables.
En el contexto actual, los jóvenes constituyen uno de los sectores más expuestos a la violencia, como lo ha apuntado José Manuel Valenzuela, quien considera que actualmente en México lo que está teniendo lugar es un juvenicidio:
En un contexto de precariedad económica, de ausencia de empleos para los jóvenes que se incorporan al mercado laboral y al declive de la educación como elemento viable para la generación de sus proyectos de vida, la violencia y la muerte acechan a miles de niños y jóvenes (Valenzuela, 2012, p. 161).
Las masacres de Tlatlaya y Ayotzinapa muestran que hay sujetos más vulnerables que otros y que sobre ellos recaen estas formas de violencia. La comunicación vertical, en este caso, parece ser la más importante. Todo apunta a que detrás de este gran espectáculo, hay una política del miedo dirigida. Una política del miedo en la que el Estado está implicado, pero no solamente.
En la figura 3 podemos ver una de las tantas movilizaciones que se realizaron en la Ciudad de México tras la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Adolfo Vladimir retrató el Zócalo de la Ciudad de México tras una gran marcha. En el extremo izquierdo, a lo lejos, podemos ver la Catedral y junto a esta, el Palacio Nacional: dos edificios que simbolizan el poder religioso y el estatal.
Figura 3
Manifestación del Ángel de la Independencia.
Fuente: Cuartoscuro. Vladimir, 2014
Esta fotografía a color deja ver que es de noche y los edificios están iluminados. Hay muchas personas en la plaza y en el piso se alcanza a leer una de las consignas más importantes para denunciar los crímenes de Ayotzinapa: “Fue el Estado”, se alcanza a leer en unas letras blancas, que contrastan con la oscuridad de la foto.
Ayotzinapa despertó el clamor de la ciudadanía, dadas su dimensión masiva que le dio una gran visibilidad. Fueron decenas de estudiantes desaparecidos. Sin embargo, también significó un quiebre con respecto a los miles de asesinatos y desaparecidos porque se evidenció lo que ya se temía: que el Estado no solo es omiso con respecto a este tipo de crímenes sino que está totalmente implicado.
Las madres de Juárez llevan 20 años denunciando la complicidad del Estado con el crimen organizado. Hace 15 años advirtieron a la población al afirmar que si no se rompía el círculo de impunidad que rodeaba a los feminicidios, la violencia se extendería a otras personas. En realidad, eso es lo que ha venido sucediendo. La violencia y su carácter espectacular, por lo tanto, no solo responden al fenómeno del narcotráfico. Hay una serie de poderes que la dirigen y que se benefician con ella, y que además deciden qué tipo de sujetos son desechables a partir de criterios sociales, económicos, pero también estéticos.
Como se puede ver en la fotografía anterior, la violencia en México en este momento presenta su contracara, que es la resistencia de la población que exige justicia y que a su vez desconfía de sus instituciones. ¿Cómo salir de este laberinto? La visibilidad del caso Ayotzinapa también trajo como consecuencia una conciencia ciudadana, sobre todo de los periodistas, los universitarios y de la clase media. Aun así, cuesta trabajo pensar en cómo se podrá revertir este proceso de “naturalización” de la violencia. La repetición precisaría tener la suficiente visibilidad, pero también la necesaria repetición.
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