Inmunización y militarización del cuerpo social en Colombia: el Estado en emergencia permanente

Immunization and militarization of the social body in Colombia: the State in permanent emergency

  • Juan Pablo Aranguren Romero
En este artículo analizo cómo las estrategias de guerra contrainsurgente emprendidas en Colombia durante las décadas de los sesenta y los setenta recrean un dispositivo inmunitario en donde la nación es entendida como un cuerpo social amenazado e infectado por ideologías comunistas y en donde su seguridad y protección contra los actos violentos, suponen la administración de la violencia. Sostengo que este dispositivo inmunitario, opera bajo una lógica autodestructiva y una noción de amenaza deslocalizada que incentivó la militarización de la sociedad, la gestión del miedo y el sostenimiento de un Estado en emergencia permanente. Hechos que, a su vez, permitieron la apelación a la excepcionalidad constitucional como forma de gobierno normalizada.
    Palabras clave:
  • Militarización
  • Violencia política
  • Biopolítica
  • Inmunización
In this paper I analyze how the strategies of counterinsurgency warfare undertaken in Colombia during the sixties and seventies recreate an immunity politics device. I argue that this device is based on a notion where the nation is understood as a social body threatened and infected by communist ideologies and where the idea of safety and protection involving the administration of violence. I argue that this immunity politics device operates under a self-destructive logic and a notion of delocalized threat that encouraged the militarization of society, the management of fear and the maintenance of State in a permanent emergency. These facts, in turn, enabled to the appeal to the constitutional exceptionalism as a form of standardized government.
    Keywords:
  • Militarization
  • Political Violence
  • Bio-Politics
  • Immunization

1 La guerra antisubversiva en Colombia

El comunismo acciona insidiosamente y con relativa impunidad para impedir la formación de un bloque opuesto homogéneo […] trata sistemáticamente de socavar los cimientos de las organizaciones supranacionales de Occidente y las estructuras políticas, sociales, económicas, etc., de las naciones que lo componen […] la guerra se desarrolla ya dentro de nuestras fronteras. Sus peligros son tan graves para la seguridad nacional como los de la guerra clásica […] En definitiva, la destrucción de la nación, de la patria y de sus esencias permanentes, es el objetivo de este mortal enemigo […] nunca será exagerado el énfasis con que se señale el carácter antinacional del comunismo […] su propaganda, destinada a enmascarar sus verdaderos y ocultos propósitos […] tiene un solo fin último: la sustitución de la nación, el Estado satélite dócil a los dictados de la central roja internacional […] [En] un Estado cuyas estructuras generales están invadidas por el veneno marxista resulta harto problemático que las instituciones militares puedan mantenerse incontaminadas […] la gravitación de las Fuerzas Armadas sobre el poder político debe estar en relación con la magnitud de la amenaza y la efectividad del gobierno para detenerla.

Gral. Osiris Villegas, Guerra revolucionaria comunista.
(1964, p. 10, énfasis agregado).

Las narrativas construidas alrededor de los movimientos sociales en Colombia durante la década de los años sesenta y setenta, hacían parte de un conglomerado de discursos, imaginarios y representaciones en torno al comunismo, los partidos políticos de izquierda, las revoluciones sociales y la lucha de guerrillas1. Este imaginario se extendió por toda América Latina, tal como fue analizado por Joseph Comblin (1978) y corrió de la mano con la aplicación de las doctrinas de seguridad nacional durante los años sesenta, lo que viene a inaugurar el nuevo militarismo en la región (Rouquie, 1984). Este supone la adopción de principios ideológicos y estrategias contrainsurgentes a partir de los cuales los problemas sociales se empiezan a definir como manifestaciones subversivas (Leal Buitrago, 1994, p. 12). Los conflictos sociales se entienden así como punto de infiltración y expansión de los «peligros» de la subversión.

Evidentemente, la incapacidad de los Estados latinoamericanos de expresar los intereses de la sociedad y el hecho de que dichos Estados sólo fueran un instrumento de dominación de intereses particulares de clase y raza, los mostró incapaces, como bien señala Norbert Lechner, de generar un proyecto nacional, teniendo que recurrir a la exacerbación de lo que históricamente habían hecho: reprimir las manifestaciones de oposición a los grupos de poder dominantes. Esto hará que el Estado, en plena vigencia de las dinámicas de la Guerra Fría y del accionar de los movimientos armados insurgentes, se presente como un Estado en emergencia permanente (Lechner, 1977, p. 120).

De otra parte, como han mostrado Cristina Rojas (2001) y Santiago Castro-Gómez (2005), la experiencia del Estado-Nación en Colombia —y en muchos países de lo que hoy día constituye América Latina— estuvo mediada por su entramado colonial; se sostiene en una densa capa de exclusiones políticas y raciales y por paradigmas disciplinares que han apuntado a la dominación, el control social y la explotación económica de la alteridad. Al entender este entramado colonial no como el punto superado del proyecto moderno sino como su sostenimiento encubierto, se puede entrever que la formación de la nación y la consolidación de la experiencia colonial son dos procesos estrechamente ligados y uno no es la superación del otro. Al interior del Estado colombiano se puede entrever una dinámica histórica de exclusiones, violencias y silenciamientos, en un constante intento de apuntalar la eliminación de lo heterogéneo. Esta dinámica supone un proceso constante de creación y recreación de dispositivos represivos y tecnologías disciplinarias y la puesta en circulación de discursos, prácticas y criterios racionales sobre los cuales se pretende sostener la nación imaginada. Sobre la base de tales criterios se administrará el proceso de homogenización a través del intento de borramiento del otro (Aranguren, 2009).

Así, si la incipiente nación colombiana del siglo XIX se definió a partir de los criterios de ciudadanía y de sus dispositivos correccionales y de exclusión, paulatinamente, se determinaría también con base en la defensa frente a eventuales amenazas externas. Es durante la segunda mitad del siglo XX, que se constituye una narrativa sobre la amenaza interna que implica un reajuste de los criterios de composición de la nación. Con todo, ni los criterios de la ciudadanía decimonónica, ni la percepción de la amenaza externa van a desaparecer; en realidad se van a articular y en cierto modo a conjugar con la necesidad de defender la sociedad de una amenaza, situada al interior del cuerpo social.

La aplicación de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN) será definitiva en este proceso, toda vez que fue “el mayor esfuerzo latinoamericano por militarizar el concepto de seguridad […] al ubicar el componente militar en el centro de la sociedad” (Leal Buitrago, 2006, p. 28). La DSN se constituye como respuesta a los procesos de cambio social en diferentes lugares del hemisferio occidental. En Colombia, la toma de tierras por parte de los movimientos campesinos, la emergencia del movimiento indígena, la consolidación de movimientos de carácter urbano que reclaman por los servicios públicos y la consolidación de los movimientos armados insurgentes (FARC, ELN, EPL, ADO, M-19 entre otros), se convirtieron en el principal campo de batalla de la versión criolla de la DSN, atribuyéndole a estas formas de expresión social, por igual, la marca de la amenaza comunista.

La idea de la amenaza interior, se articula con las lógicas decimonónicas en torno a la independencia y la ciudadanía y con la noción de la amenaza externa. Tal como analiza Luis Costa Pinto (1969), la racionalidad militar que empieza a imponerse, transita por la idea de que es la única fuerza organizada capaz de integrar los principios nacionales, por lo que se concibe como una institución externa a la Nación. En virtud de ello, los militares justificarán la necesidad de ocupar los vacíos de poder bajo la noción mesiánica y demagógica de la salvación nacional. Pero, justamente, a partir de allí, la institución militar se recreará, según Costa Pinto, en una “fantasiosa ideología de reaccionarismo totalitario” (1969, p. 23) que supone que, en tanto se percibe como originaria, preestablecida, salvífica e integradora respecto a la nación, se representará también como el dispositivo de acción de la defensa de los valores y tradiciones de la civilización occidental, ante la amenaza subversiva. Así lo expresaba el General colombiano Guillermo Pinzón Caicedo en 1967:

El Comandante del Ejército hace también un llamado a la opinión ciudadana, consciente de sus deberes cívicos, a fin de que comprenda que la guerra presente, es una guerra no solamente contra la fuerza pública —como en oportunidades la apatía de ciertos sectores lo hace parecer— sino una guerra contra Colombia, contra sus tradiciones, su conciencia republicana y democrática, su civilización occidental, sus valores éticos cristianos y su respeto a la conciencia individual; es —sin ambages ni ‘macartismo’— la gran guerra entre la democracia y el comunismo, llevadas al teatro colombiano (Pinzón Caicedo, citado en Alape, 1985, p. 404).

En ese sentido, aun cuando los militares colombianos consideran la necesidad de emprender la guerra contra una amenaza interna, en realidad lo harán bajo el imperativo de la defensa de valores globales y bajo la sentencia de que la subversión es resultado del contagio proveniente de fuera. Sin embargo, como resultado de la implementación de los principios ideológicos de la DSN, en las políticas de seguridad colombiana se gesta un cambio respecto al lugar donde se ha de situar la amenaza. Al estar en el interior de la nación, la amenaza tendrá que ser combatida a partir de dispositivos que penetren en los núcleos en donde se activan las ideas contrarias a unos supuestos principios nacionales y que reconstruyan desde adentro los valores aparentemente transgredidos. Sin embargo, de la misma manera que las amenazas y sus ideologías se perciben como el resultado de la instalación, el contagio o la extensión de ideas y valores externos, los principios y valores que se defienden están vinculados con nociones universalistas acerca de la libertad, la paz y la seguridad, que se presumen encarnados por Occidente.

La aplicación de la DSN se sostiene por lo tanto en la premisa de universalismo propia del pensamiento occidental-moderno. Dicha premisa situó, como bien señala Ramón Grosfoguel (2007), la posibilidad de poder reclamar un conocimiento más allá del tiempo y el espacio, con la condición fundamental de desvincular al sujeto de todo cuerpo y territorio; es decir, vaciando al sujeto de toda determinación espacial o temporal, habilitando con ello a un sujeto universal como fundamento de todo conocimiento. Este conocimiento originado en la “hybris del punto cero” (Castro-Gómez, 2005), es decir, donde “el sujeto epistémico no tiene sexualidad, género, etnicidad, raza, clase, espiritualidad, lengua, ni localización epistémica en ninguna relación de poder, y produce la verdad desde un monólogo interior consigo mismo, sin relación con nadie fuera de sí” (Grosfoguel, 2007, p. 64), va de la mano con las pretensiones de homogenización de la cristiandad colonial, del Estado-Nación del siglo XIX y de las democracias y regímenes autoritarios de los siglos XX y XXI. Los ideales humanistas y universalistas de occidente estarían pues en el entramado moderno/colonial y transitarían, como efectivamente subraya Grosfoguel, del “cristianízate o te mato” del siglo XVI, al “civilízate o te mato” de los siglos XVIII y XIX, al “desarróllate o te mato” del siglo XX y, más recientemente, al “democratízate o te mato” (2007, p. 73).

La DSN en realidad no supone una ruptura con las formas de concepción de la alteridad, sino que se puede entender como un continuum —incluso como una exacerbación— del universalismo occidental/moderno, del proceso civilizatorio y de su consecuente lógica deshumanizadora. La lógica de la DSN no se erige como ajena al proyecto civilizatorio, sino incluso ajustada a este. Y es que la incorporación de los planteamientos ideológicos de la DSN en los procesos de intervencionismo militar en Colombia estuvo adherida no sólo a un discurso de protección de nación, sino también al de la defensa de las instituciones democráticas. Las acciones emprendidas por los militares colombianos tendieron a justificarse en nombre de la democracia occidental y la custodia de sus instituciones y principios. Así, sobre la ilusión de que se estaba ante la defensa de valores universales encarnados en las concepciones sobre los principios democráticos, se encubrieron intereses particulares y se implementaron estrategias para garantizar su protección aun cuando ellas mismas los contravenían (Rouquié, 1984). Es así como las fuerzas armadas colombianas adoptaron la DSN “dentro de un marco de referencia ideológico que suponía la vigencia, como necesidad, de un régimen político de democracia representativa” (Leal Buitrago, 2006, p. 47).

Este escenario traza una doble paradoja en el proceso de aplicación de la DSN en Colombia. Por un lado, porque emprende la salvaguardia de la Nación a través de mecanismos que se dirigen contra ella misma —hacia adentro del cuerpo social— y, por el otro, porque la defensa de los principios democráticos se lleva a cabo por medio de estrategias que la transgreden o que infringen tales principios. ¿Qué implica que la amenaza a la nación se encuentre en su interior, y que las prácticas dirigidas para contrarrestarla y para conjurar el peligro, se dirijan contra ella misma? ¿Cómo es posible que la defensa de los principios democráticos se ejerza a través de prácticas que violan dichos fundamentos? Para intentar responder a esta doble paradoja será necesario considerar, en primer lugar, cómo se va construyendo una lógica inmunitaria en el accionar político y militar colombiano y, en segundo lugar, cómo la política —a la inversa del clásico aforismo de Clausewitz— se constituye en la continuación de la guerra por otros medios.

2 2. La inmunización del cuerpo social

Al remontar su origen histórico al ejército libertador, los militares colombianos se arrogaron el derecho de ser forjadores de la nación, considerándose, además, a sí mismos, como los responsables de salvaguardar y proteger la identidad nacional, afirmando sus valores y símbolos esenciales en diferentes y continuos rituales. La memoria de la gesta independentista se fue acotando a una narrativa en la que los ejércitos libertadores formaban un continuum con los ejércitos contemporáneos ligándolos así con los valores de la nación decimonónica, y mostrándose a sí mismos como la encarnación de sus símbolos y sus instituciones2.

Para finales de la década de los sesenta, si bien la idea de la amenaza comunista provenía —o por lo menos se percibía— como externa a la nación, a partir del éxito de la revolución cubana y del creciente auge de los partidos de izquierda y de los conflictos sociales en la región, se instalará la idea de que es necesario emprender estrategias dirigidas no sólo a frenar el ingreso de o el acceso a ideologías foráneas, sino también con el fin de identificar y combatir aquellas zonas en donde ya se habían instalado. Tal como se ha señalado, la amenaza, en sentido estricto, se mueve en un discurso entre lo propio y lo extraño y lo interno y lo externo. Así, si bien la amenaza no deja de ser leída a partir de las retóricas de la guerra fría, tampoco es situada solamente como proveniente de los países de influencia soviética, ni mucho menos es tratada como un problema de seguridad exterior. En la medida en que se empieza a concebir como una amenaza ubicada en las entrañas mismas de la nación, el carácter de la defensa y las estrategias de seguridad apelarán a un conjunto de prácticas concernientes, ya no a las formas clásicas de la guerra exterior, para la que los militares colombianos se habían preparado y formado, sino a una nueva forma de confrontación que incluirá “operaciones encubiertas de naturaleza política y psicológica, las cuales son denominadas «operaciones especiales», «actividades especiales», o «guerras no convencionales»” (Klare y Kornbluh, 1990, p. 16). En todo caso, en la medida en que las estrategias de seguridad y defensa tampoco son exclusivamente locales sino, sobre todo, resultado de la política exterior norteamericana, habrá que entender que la percepción sobre el carácter interno o externo de la amenaza, depende en realidad de contra quién se considera que está dirigida. Puesto de esta manera, es necesario subrayar que el doble carácter de interno y externo, va a estar presente tanto en la forma de percepción de la amenaza como respecto a las acciones para contrarrestarla.

El carácter interno/externo de la amenaza permite entender por qué ésta es entendida y nombrada como la propagación de un virus, o la infiltración de un «veneno» en el cuerpo social. El origen del contagio era atribuido a la Unión Soviética y Cuba e incluía en su mortífera extensión al Cono Sur. Así, por ejemplo el presidente colombiano Alfonso López Michelsen señalaba en un discurso del 16 de diciembre de 1974, que la protesta popular en Colombia era resultado del “contagio de presiones desestabilizadoras que se originaban en el Cono Sur” (López Michelsen, 1974, p. 297, énfasis agregado).

La comprensión sobre la amenaza comunista y subversiva se sostiene pues en la idea de que ésta proviene de afuera, se extiende hacia adentro y se propaga atentando contra los valores y principios de la nación. Comparada con un virus, un tumor maligno o una enfermedad contagiosa, la «ideología subversiva» será combatida atacando aquellos lugares en los que ya se ha instalado. Sin embargo, en virtud de que la enfermedad proviene de afuera pero está situada en el interior mismo de la nación —en sus instituciones y sus habitantes— tendrá que ser enfrentada con dispositivos que se enfoquen en el interior contagiado. Así lo expresaba el general Álvaro Valencia Tovar en 1964:

Al igual que el organismo del hombre es fácil pasto de las enfermedades cuando carece de defensas externas y existe debilitamiento corporal, también las naciones pueden ser quebrantadas a base de su misma debilidad interior (Valencia Tovar, 1964, p. 397, énfasis agregado). […] El pueblo y el ejército deben adquirir conciencia ofensiva dentro del campo de la defensa nacional, en el sentido de aniquilar el morbo revolucionario antes de que se propague como infección incurable (Valencia Tovar, 1964, p. 399, énfasis agregado).

Así, en la medida en que pretende justificarse como una guerra contra el contagio del comunismo internacional, se expresa como una guerra civilizatoria; en razón a que se dirige hacia adentro tiene un componente fundamental de autodestrucción; pero, al mismo tiempo, en virtud de que pretende restablecer un equilibrio anterior supuesto —recuperar unos valores nacionales— se muestra a sí misma como la estrategia fundamental de la reconstrucción nacional.

En el manual FM-31-15 del ejército de Estados Unidos, traducido por el ejército colombiano, bajo el nombre Operaciones contra fuerzas irregulares, se señala que: “el crecimiento y continuación de una fuerza irregular depende del apoyo suministrado por la población civil” (Ejército Nacional de Colombia, 1962, p. 5), así mismo en el manual de contrainsurgencia de origen francés, La guerra moderna, empleado también por las Fuerzas Armadas colombianas se indica que la lógica de esta guerra de nuevo tipo supone enfrentarse “a una organización establecida en el mismo seno de la población” (Trinquier, 1963, p. 64). Por su parte, en el manual Instrucciones Generales para Operaciones de Contraguerrillas, de 1979, se resalta la importancia de adelantar operaciones psicológicas, ya que se debe “tener en cuenta que toda operación sicológica busca crear unidad nacional” (Ejército Nacional de Colombia, 1979, p. 176).

Esta guerra-hacia-adentro, que es al mismo tiempo una guerra-hacia-afuera, encarna la lógica inmunitaria descrita por Roberto Esposito (2002/2005). Esta lógica inmunitaria supone la existencia de un equilibrio que ha sido puesto en riesgo de ser destruido, como resultado de la presencia de agentes contaminantes en el cuerpo, situados siempre entre lo interno y lo externo:

Ya sea el cuerpo del individuo […] el cuerpo político […] o el cuerpo electrónico […] lo que permanece invariado es el lugar en el cual se sitúa la amenaza, que es siempre el de la frontera entre el interior y el exterior, lo propio y lo extraño, lo individual y lo común. Alguien o algo penetra en un cuerpo —individual y colectivo— y lo altera, lo transforma, lo corrompe (Esposito, 2002/2005, p. 10).

El lugar de frontera de la amenaza, permite entender las características de las estrategias para conjurarla. Situada en contornos indeterminados, la amenaza se percibe como tal en virtud de su extensión generalizada e indiscernible dentro y fuera del cuerpo social. Así lo expresaba el manual contrainsurgente de 1963, empleado por el ejército colombiano, denominado La guerra moderna: “El límite entre amigos y enemigos está en el seno mismo de la nación […] se trata a menudo de una frontera ideológica inmaterial” (1963, p. 32). Para combatirla se recurrirá a mecanismos que tendrán que extenderse en dicho cuerpo, incidiendo en aquellos sectores «contaminados», tal como lo expresaba el mayor Raúl Mora Bohórquez en la Revista del Ejército: “hay que combatir al terrorista con sus mismas tácticas” (1976, p. 75).

El cuerpo social tendrá que generar una condición refractaria ante el peligro del contagio externo; pero cuando el peligro no sólo se sitúa afuera sino que se le ubica también en su interior, la estrategia de defensa implicará, además, contemplar la posibilidad de hacer intervenir algo que, en cierto modo, supone su propia destrucción. Esta forma de «inmunidad autoinducida» se presenta como una contrafuerza, que impide que otra fuerza se manifieste; se dirige contra aquello que protege.

En el manual contrainsurgente, La Guerra Moderna, se afirma que la población civil se encuentra en el centro del conflicto y es “el elemento más estable”, por lo que, señala el manual, es necesario “hacerla partícipe en el combate; en cierta forma se ha convertido en combatiente” (1963, p. 34, énfasis agregado). Más adelante, el mismo texto señala:

Para extirpar la organización terrorista del seno de la población, ésta será duramente atropellada, reunida, interrogada y requisada. Tanto en el día como en la noche, soldados armados harán repentinas incursiones en las casas de habitantes pacíficos para proceder a efectuar arrestos necesarios; se podrán producir hasta combates que tendrán que sufrir todos los ciudadanos […] Pero bajo ningún pretexto, un gobierno puede en este aspecto dejar que surja una polémica contra las fuerzas del orden que solo favorecerá a nuestro adversario […] La operación policiva será por tanto una verdadera operación de guerra (1963, p. 50).

Esta lógica inmunitaria, constituida sobre la base de que ciertas cantidades de virus o veneno pueden ser útiles para preservar y proteger del contagio, entraña, por lo tanto, la idea de que es posible proteger por medio de la incorporación de mecanismos autodestructivos; es decir, que es posible prolongar la vida a través de la dosis permanente de la muerte. Esposito mostrará que la inmunidad se expresa como una modalidad negativa de la comunidad, a través de una inclusión excluyente, o de una exclusión incluyente:

La inmunidad en cuanto categoría privativa, no adquiere importancia más que como modalidad, precisamente negativa de la comunidad […] la comunidad parece hoy estar inmunizada, atraída y engullida por completo en la forma de su opuesto. En última instancia, la inmunidad es el límite interno que corta la comunidad replegándola sobre sí en una forma que resulta a la vez constitutiva y destitutiva: que la constituye —o reconstituye— precisamente al destruirla (Esposito, 2002/2005, p. 19).

En el texto Instrucciones Generales para Operaciones de Contraguerrillas, de 1979, el Comando del Ejército resalta como una de las estrategias más relevantes para la acción contrainsurgente que:

Uno o varios soldados de cada unidad lleven vestidos de civil, con el objeto de poder entrar a las casas como trabajadores, visitantes […] Cuando se quiere probar la lealtad y colaboración de un poblador de la región, se envían agentes clandestinos de civil que cumplan y simulen misiones de los bandoleros […] para luego hacer el patrullaje de rigor y preguntar sobre lo visto y oído (1979, p. 113).

Más adelante, el manual indica que en esta infiltración es necesario “tener una historia ficticia preparada [y] demostrar cortesía y generosidad con la población civil pero desconfiar de su amistad” (1979, pp. 120-121).

Los dispositivos inmunitarios connotan la idea de que para establecer una relación con aquello que protegen, deben despojarlo de sus propios rasgos. Se trata de una relación que, tal como había caracterizado Walter Benjamin (1940/2010), implica que la política, para relacionarse con la vida, ha de privarla precisamente de sus rasgos vitales, tornándola «pura vida», «nuda vida», «vida desnuda». Así, las formas de protección que surgen a partir de esta lógica inmunitaria habrán de suponer la defensa de la sociedad, de la vida, de la comunidad o de la Nación, sólo a condición de despojarlas de sus propias características; sólo emprendiendo una empresa destructiva del cuerpo social podrá protegerlo de aquello que lo amenaza. Emprendido no contra aquello que es reconocido como «ajeno» o «externo», sino por el contrario, justamente contra el propio cuerpo social, el dispositivo inmunitario puede, según el planteamiento de Esposito, elevarse a tal extremo “que en determinado momento se vuelve contra sí mismo en una catástrofe, simbólica y real, que determina la implosión de todo el organismo” (Esposito, 2002/2005, p. 29). La aplicación de la DSN, como dispositivo inmunitario, supondrá entonces que la guerra involucre directa y deliberadamente a los civiles; significa su implicación en el orden bélico, haciéndolos parte y responsables de su propia protección y de la salvaguarda de sus vidas, exponiéndolos así a la posibilidad reiterada de la muerte.

3 La indefinición topológica de la amenaza

Roberto Esposito (2002/2005) señala que del tipo de lectura que se haga sobre el cuerpo, sobre la enfermedad y sobre la amenaza, dependerá también el tipo de acciones de inmunización que se emprendan. En tal sentido, recorre diferentes articulaciones entre el cuerpo como metáfora del Estado, a partir de las cuales se definen las formas de llevar a cabo acciones de inmunización. De la mano de las concepciones médicas sobre el cuerpo, la lógica inmunitaria establecerá la estrategia de protección que deberá emprenderse en cada caso: si la enfermedad es ubicada en una parte o en un miembro del cuerpo, la parte será extirpada y aislada y el cuerpo inmunizado; pero si el mal que ataca al cuerpo se percibe como proveniente de fuera, habrá que generar mecanismos de protección contra la infiltración, tendientes a cerrar o a eliminar cualquier porosidad de sus fronteras externas. Ahora bien, en el momento en que la enfermedad se concibe ya no como la causa de debilitamiento del cuerpo, sino también como una “oportunidad” para su fortalecimiento, como una forma de crear mecanismos de autodefensa, se verá la utilidad inmunitaria de la misma enfermedad. De igual manera, en el momento en que la cura se aleja de la idea alopática de lo contrario y se acerca a la homeopática de lo similar, la forma de protección y defensa supondrá que una dosis de veneno, de virus o de infección será de utilidad para contrarrestar la enfermedad (Esposito, 2002/2005, pp. 160-183).

El recorrido trazado por Esposito permite entender, por un lado, cómo se articula en esta lógica inmunitaria, la amenaza, el cuerpo y la cura y, por el otro, cómo dicha lógica también incide en la concepción sobre la política y el orden social. Esposito parte de un análisis crítico a la idea de que, como resultado de la modernidad, se dio un progresivo vaciamiento y marginalización del cuerpo, relegando su potencia explicativa sistemáticamente de las ciencias sociales y del análisis sobre la política. Por el contrario, Esposito sostiene de la mano con Adriana Caravero (1995) que la metáfora corporal para representar el Estado o la vida social, fue y sigue siendo altamente influyente en la política: “la analogía entre cuerpo natural y cuerpo político constituyó el tópos con que autores políticos y literarios representaron la constitución y el funcionamiento del organismo político” (Esposito, 2002/2005, p. 162). Se trata, entonces, de un proceso que supone una firme articulación entre los saberes que en diferentes escenarios se constituyen como hegemónicos y los dispositivos dispuestos para administrar lo social. Cada articulación implica una lectura sobre el cuerpo social, sobre aquello que lo amenaza y sobre los mecanismos para conjurarla. Dependiendo de la manera en que se conciba la disposición corporal de lo social, se definirán los métodos para identificar, tanto sus peligros como los dispositivos para protegerla. Así, en el caso colombiano, mientras en los siglos XVII y XVIII el sacrificio, la mortificación y el abandono del cuerpo individual se constituyen como garantía de preservación del cuerpo social (Pastor, 2004), ya a finales del siglo XIX y comienzos del XX, son las lógicas eugenésicas y la aplicación de las teorías sobre el darwinismo social (Mac-Lean, 1952; Palma, 2002; Stepan, 1991) las que terminan por imponer una lectura biomédica sobre el cuerpo social, a partir de la cual se recurre y se justifica el exterminio o la corrección, en tanto dispositivos fundamentales para conjurar el atraso o el subdesarrollo (Díaz, 2008; Pedraza, 1997).

Estos registros biopolíticos en los que el cuerpo se constituye en el terreno esencial de la relación entre la política y la vida, trazan el fundamento de las formas inmunológicas de la segunda mitad del siglo XX y en particular del carácter que adquieren durante la aplicación de las políticas represivas impulsadas a partir de la doctrina de seguridad nacional, de los programas de contrainsurgencia y de la guerra de baja intensidad en Colombia. Tanto la concepción barroca sobre el sufrimiento corporal, como las lógicas eugenésicas de comienzos del siglo XX e incluso el pánico moral característico de la sociedad colombiana de los años treinta (Suescún, 2007), tendrán injerencia en la constitución de los imaginarios sobre la Nación como cuerpo social y de la alteridad y la diferencia como amenaza. A partir de allí se ensamblan diferentes dispositivos inmunológicos, tendientes a defender el cuerpo nacional de esa amenaza externa ubicada en su interior.

La noción del Estado como organismo supondrá el entrecruzamiento entre una mirada biomédica y una lógica militar, en donde la preservación de los valores amenazados será efectuada a través de la erradicación de las ideas foráneas que van en contravía de los principios occidentales y de la inyección de las «dosis de corrección necesarias». A esto se sumará un clásico y maniqueo sistema de oposiciones (amigo-enemigo; bueno-malo) que tenderá a situar el origen de la amenaza de forma generalizada e incluso indiscriminada (Comblin, 1978).

El proceso de incorporación de principios sociobiológicos, algunos de corte darwiniano y otros exclusivamente racistas en el militarismo colombiano de los sesenta y setenta, es el resultado de la influencia que tiene en la DSN, y en sus correlatos estratégicos, algunos desarrollos conceptuales gestados a partir de la España franquista y de la Alemania de entreguerras. Tal como reseña Joseph Comblin, la DSN va a estar influida por distintas vertientes teóricas que van a tener una especial resonancia en el desarrollo de la política exterior de Estados Unidos a partir de la segunda postguerra. Nutrida por la concepción del Estado como un cuerpo aquejado por la amenaza de distintas enfermedades, la DSN tomará como conceptos básicos de su accionar la idea de la nación como una unidad, vulnerable ante la amenaza de un enemigo externo que deberá ser combatido recurriendo a lo que se conoció como la «guerra total» (Do Couto e Silva, 1978).

La apelación a la guerra permanente y total tiene como antecedente la concepción que el general alemán Erich von Ludendorff definió sobre las causas de la derrota de su ejército durante la primera guerra mundial. Ludendorff sostenía que la guerra se había perdido por:

La traición del pueblo alemán. Al pueblo alemán le faltó cohesión y energía. Es la retaguardia la que ha cedido, no ha sido el ejército el que ha sido vencido o destrozado. En consecuencia, la guerra debe ser el acto total del pueblo entero. La guerra debe ser absoluta y así se la debe desear (Comblin, 1978, p. 49).

El planteamiento de Ludendorff se propagará en América Latina a través del desarrollo de la geopolítica brasilera efectuada por el general Golbery do Couto e Silva; los militares latinoamericanos supondrán, a partir de allí, que la eliminación de la subversión sólo es posible a través de una guerra total; una guerra hacia el interior del propio organismo.

El desarrollo de las ideas de Ludendorff en varios de los militares colombianos va a resonar con los postulados de la guerra antisubversiva y contrainsurgente que suponen la necesidad de emprender la guerra en otro nivel, más allá de lo militar. Así, para emprender la «guerra total» contra un enemigo que se sitúa al interior del propio organismo se apelará a la guerra psicológica, a la «guerra sucia» y a la acción cívico-militar. Si la causa de los males que aquejan al organismo se encuentra en su interior, la cura también se hallará hacia adentro. Entendidos bajo una lógica inmunitaria, los dispositivos a los que se recurre para conjurar el mal se basan, en primer lugar, en la idea de que la manera más efectiva de contrarrestar la «violencia subversiva» que aflige a la nación, es a través de dosis de violencia hacia el interior del organismo; en segundo lugar, en el principio de que el apoyo y el respaldo de toda la Nación a las fuerzas militares, es fundamental para ganar esa guerra y, tercero —y como consecuencia de lo anterior— que todo aquél que no brinde un apoyo deliberado a las acciones de su ejército tendrá que ser «tratado» con las dosis de violencia requeridas para contrarrestar su potencial de contagio subversivo, tal como lo subrayaba el general colombiano Fernando Landazábal cuando afirmaba que “los indiferentes e indecisos forman parte de las filas del adversario, al que prestan apoyo por el sólo hecho de dejarlo prosperar” (1982, p. 67).

En 1962, el general Alberto Ruiz Novoa resaltaba la importancia de las acciones psicológicas y señalaba que este tipo de acciones:

Tiende a destruir ese fenómeno de la guerra de guerrillas que estima Mao Tse-Tung, tal vez el principal tratadista de la materia, como indispensable para el éxito de esta clase de campaña cuando dice que la guerrilla debe moverse “entre el pueblo y en la región donde opera, como el pez en el agua”. Esta acción psicológica trata de quitarle el agua a ese pez para poderlo destruir (Ruiz Novoa, 1962, citado en Rueda 2000, p. 246).

En el momento en que el «enemigo» se sitúa al interior de la nación, la dimensión que adquieren las fuerzas militares cambia significativamente. Al tener que detectarlo entre todo el conjunto de ciudadanos, las fuerzas militares adquieren el carácter de jueces que deberán determinar “dónde se traza esa delicada y fina línea entre quién es un enemigo, un ‘tonto útil’ o simplemente un ciudadano cándido” (Sohr, 1991, p. 21). El manual de contrainsurgencia de 1979 de las fuerzas militares colombianas, subrayaba, en ese sentido, que al soldado “se le debe hacer comprender que, en guerra irregular, el enemigo está en todas partes y a toda hora” (Ejército Nacional, 1979, p. 29). Tal como señala el general Landazábal:

El comunismo tomará la investidura de partido político y sus reuniones, propaganda y acción proselitista quedarán amparados bajo el manto protector de la libre lucha democrática, ante la mirada impotente del mando militar, al que en muchos momentos le quedará difícil establecer diferencia entre una propaganda subversiva y una propaganda política y hasta qué punto este o aquel acto se encuadra más en la simple acción política o en la cruda acción subversiva (1969, p. 216).

Este «carácter deliberante» que adquieren los militares conlleva, necesariamente, definir patrones de distinción sustentados en sistemas de clasificación social, vinculados con las concepciones sociobiológicas sobre la guerra y la alteridad y entrecruzados con esquemas históricos de raza y clase social. Ello constituirá el sustento de los mecanismos que permiten reconocer a los supuestos «ciudadanos de bien» y diferenciarlos de aquellos que atentan contra los valores de la Nación. Sin embargo, esta lógica implica, en realidad, una indefinición topológica de la amenaza a partir de lo cual, ésta tiende a generalizarse. Tal como señala Roberto Esposito, el resquebrajamiento de este orden topológico marca un cambio significativo en el saber médico y en el manejo de los conflictos sociales. Ello supone que la enfermedad ya no sólo se ubica en una parte específica que debe ser extirpada sino que puede estar en todo el organismo infiltrando sus diferentes partes (Esposito, 2002/2005, p. 174). En el manual contrainsurgente de 1979, el ejército nacional resaltaba que la población civil debía ser clasificada, “como auxiliadores de los bandoleros o leales a las tropas propias” (1979, p. 29) e igualmente:

La población debe ser sometida a análisis rigurosos para descubrir “sus actitudes, el origen de las mismas, los factores externos que las gobiernan, las vulnerabilidades y susceptibilidades que puedan ser explotadas sicológicamente y las necesidades humanas que originan problemas políticos, sociales y económicos (Ejército Nacional, 1979, p. 177).

Es el general Fernando Landazábal Reyes quien instalará el concepto de subversión desarmada, y quien sostendrá la dificultad para saber cuándo empieza la subversión a poner en práctica la revolución armada, pues:

Se detecta demasiado tarde al virus pernicioso que va carcomiendo las conciencias, destruyendo la paz, quebrantando la ley, dominando al pueblo, a la nación y sus formas de gobierno, aumentándose a diario el caudal de los actos delictivos, enseñoreándose en todo el territorio la zozobra, la intranquilidad, la angustia y la inseguridad (1966, p. 22, énfasis agregado).

La indeterminación topológica de la amenaza hará que las estrategias para contrarrestarla sitúen el ámbito de lo bélico en un escenario que, de la misma manera, facilitará paulatinamente desdibujar los contornos entre el ámbito civil y el militar. La estrategia emblemática de dicho escenario, será la acción cívico-militar, una estrategia implementada desde mediados de los sesenta hasta la fecha en Colombia.

4 Todos combatientes: la acción cívico-militar

Para que el organismo entre en sintonía con los preceptos de seguridad y defensa que adquieren las fuerzas militares, para que sea funcional a la identificación del «enemigo» y para que se frenen los brotes del «contagio subversivo», los militares colombianos emprendieron una serie de acciones tendientes a asegurar el respaldo social a la institución castrense. Son las acciones cívico-militares las que encarnan este objetivo.

La acción cívico-militar, en tanto dispositivo inmunológico, puede interpretarse como un proceso destinado a contagiar de un espíritu pro-militar a la población civil. Esta forma de «cura» supone el uso de una lógica similar a la que se le atribuye al «mal» que se quiere combatir. Si este tiende a dispersarse en el cuerpo de la nación, aquella tendrá que infiltrar de la misma manera todos sus nódulos vitales. Recurriendo a la lógica misma de la enfermedad, la cura mostrará también su potencial destructivo, su virulencia y su poder de contagio. La cura, por lo tanto, se revela más que nunca como phármakon: remedio y veneno. Bajo este esquema será posible dimensionar un principio inmunológico que en el momento en el que percibe la cura bajo una concepción que la acerca más a la de la enfermedad, puede llegar incluso a comprender a los «gérmenes tóxicos» como una oportunidad de fortalecimiento del propio cuerpo, como una contribución a su salud. De esta forma, la percepción de amenaza o la concepción sobre el riesgo sirven también para definir el grado de protección requerido; es decir, el escenario donde se define el nivel de virulencia requerido para hacer frente a la enfermedad. La utilidad política es tal porque “en vez de adecuar la protección al efectivo nivel de riesgo, tiende a adecuar la percepción del riesgo a la creciente necesidad de protección, haciendo así de la misma protección uno de los mayores riesgos” (Esposito, 2002/2005, p. 28).

En Casos tácticos de guerra de guerrillas en Colombia (Ejército Nacional de Colombia, 1964) del ejército nacional, se señala la importancia de emprender acciones en donde la tropa adquiera la apariencia de las bandas irregulares. Este plan fue conocido como el «Plan de engaño» (Rueda, 2000) e incluía:

  • Patrullajes y fintas en una dirección o sobre una zona determinada, en tanto se infiltran hacia el verdadero objetivo fracciones pequeñas en atuendos regionales, con medios adecuados según el propósito, guías y elementos localizadores, para destruir determinado enemigo con emboscadas y golpes de mano.
  • “Infiltración” de informaciones propias, intencionalmente producidas, para hacer creer en un determinado propósito y actuar luego de manera distinta.
  • Suplantación de personas: infiltración de personal propio, en fracciones enemigas, configuración de una banda ficticia procedente de otra región por escape ante presión de las tropas o en refuerzo de bandas locales, etc.
  • Organización de un negocio en la localidad más cercana a la zona afectada, con fines de inteligencia.
  • Parte del plan de engaño, se referirá al enmascaramiento completo de la fracción señalada para la tarea, en cuanto apariencia exterior (Ejército Nacional, 1964, p. 6).

La materialización de la acción cívico-militar en Colombia, viene a gestarse a partir de la puesta en marcha del «Plan Lazo» en 1964 y del «Plan Andes» en 1968. Ambos planes estuvieron encaminados a fortalecer las acciones cívico-militares en el país por medio de mecanismos que incluían desde la construcción de escuelas, hasta la formación de grupos paramilitares. El «Plan Lazo» enfatizaba en el componente psicológico de la “guerra irregular” y consideraba que al ganarse a la población civil con jornadas de alfabetización, salud y obras públicas, lograba disminuir el apoyo popular que tenían las organizaciones armadas rebeldes (Leal Buitrago, 1994, p. 48). Sin embargo, la misión del «Plan Lazo» iba mucho más allá de mantener una buena relación con los campesinos. Tal como reza en su definición programática de 1962, la misión del plan era:

Emprender y realizar la acción civil y las operaciones militares que sean necesarias, para eliminar las cuadrillas de bandoleros y prevenir la formación de nuevos focos o núcleos de antisociales, a fin de obtener y mantener un estado de paz y tranquilidad en todo el territorio nacional (citado en Torres del Río, 2000, p. 264).

La acción cívico-militar incluía operaciones psicológicas que estaban sustentadas en el efecto positivo que, se supone, tenía para las acciones militares que la población civil percibiera a las fuerzas armadas como liberadoras de una amenaza y actuando en beneficio de toda la nación. Sin embargo, tal como se ha dicho, el énfasis en la población civil no estaba solamente encaminado a producir una valoración social positiva de las fuerzas armadas. Suponía también la elección de civiles para que recibieran formación y entrenamiento militar y en el manejo de armas. Se trataba, sin más, de la formación de grupos paramilitares compuestos por civiles previamente seleccionados para actuar “en caso de emergencia”. En el mismo espíritu del Plan Lazo, en 1968, el general Guillermo Pinzón Caicedo, formularía el Plan Andes cuyos objetivos incluían la incorporación de bachilleres y universitarios a las acciones cívico-militares del ejército colombiano. El Plan Andes se formuló como uno de los más ambiciosos proyectos de las Fuerzas Militares de la época y suponía la conformación de «grupos de trabajo» integrados por profesionales de todas las áreas. La finalidad de los grupos de trabajo era doble: por un lado contribuían a la consolidación de las acciones de alfabetización y brigadas de salud y por el otro conformarían un espíritu pro-militar en la población civil (Torres del Río, 2000).

Las acciones cívico-militares van a incorporar parte de los mecanismos y lógicas de las estrategias que los militares atribuyen a la ideología de la subversión. A partir de allí se constatará la puesta en marcha de acciones psicológicas tendientes a promover el espíritu pro-militar en la sociedad, pero al mismo tiempo, otras prácticas cuya finalidad era “desmoralizar al enemigo” y vincular moral y efectivamente a la población civil con los militares, generando con ambas un proceso paulatino de militarización de la sociedad colombiana.

La apelación a un recurso que entraña la misma lógica que se le atribuye al mal del que se quiere defender, es recurrente en la puesta en práctica de la doctrina de seguridad nacional. La DSN supo implementar un recurso de desorden y destrucción hacia adentro, para preservar la percepción social del orden y de la re-construcción de unos supuestos valores nacionales.

Este tipo de discurso permite sostener la necesidad de defender la sociedad de la amenaza comunista, pues, ella pondría en riesgo la posibilidad de la democracia, la estabilidad de la nación y los valores de la sociedad. La consecución de los objetivos nacionales y democráticos, al sostenerse en principios como la libertad, la paz o la humanidad, permiten la expropiación de la humanidad del enemigo, además de deslocalizarlo, generalizando la posibilidad de la amenaza en toda la sociedad. Así lo expresaba el general Landazábal:

El enemigo, no es el soldado extranjero que viola nuestra soberanía, es el propio connacional que se levanta contra sus hermanos. Allí radica la magnitud del problema subversivo; el enemigo está en todas partes, y sin embargo en ninguna se localiza con exactitud (1969, p. 31).

En ese sentido, es posible sostener que no hay —en sentido estricto— en este escenario, ni enemigo, ni guerra; hay un discurso que permite justificar el exterminio del otro y ese otro deviene, simplemente, amenaza y peligro. A partir de allí es posible entender por qué se recurre a nombrar estas guerras, como de “baja intensidad” o como contextos de “paz beligerante”, y cómo la política, tal como propone la inversión de Michel Foucault (1997/2008) del aforismo de Clausewitz, se concibe como estrategia y como forma de guerra interna3. De tal forma, el sistema social deviene “sistema bélico”, pero encubierto bajo los ideales de defensa y seguridad nacional.

Si bien este proceso se dará bajo el amparo de dictaduras militares en gran parte de América Latina, en el caso colombiano se gestará sobre una legitimidad jurídico-política producida desde la Constitución y las leyes. Aunque los militares colombianos no van a asumir un poder de facto, lograrán un aumento significativo de su participación o injerencia en la política y en el control social a través de una serie de leyes y reformas jurídicas desarrolladas entre 1950 y 1980. Tales reformas hicieron posible que la democracia colombiana transcurriera durante un largo período de tiempo bajo el estado de excepción. Así, entre 1958 y 1982, es decir, 288 meses, 168 fueron gobernados bajo el Estado de Sitio. Esto permite entrever que más de la mitad de los períodos presidenciales se vivieron bajo este mecanismo; es decir, un promedio de 28 meses por período presidencial de 48 que dura cada mandato. La cifra se torna aún más significativa si se considera que durante la presidencia de Misael Pastrana (1970-1974) 39 de los 48 meses, es decir el 81% del período fue gobernado bajo la figura del Estado de Sitio o que durante el período del presidente Turbay (1978-1982), el 97,9% del tiempo de gobierno se recurrió a dicha figura (García y Uprimny, 2006).

La particularidad que toma el poder militar en Colombia no se presenta bajo la figura del golpe de Estado o la suspensión de la democracia; por el contrario, se renueva bajo el espíritu constitucional y sus mecanismos de excepción.

5 La normalización de la excepción: el Estado en emergencia permanente

Con ocasión del trabajo de campo que Michael Taussig realizó en Colombia sobre el Informe Casement en el Putumayo durante los años ochenta, fue interpelado por la permanencia del estado de excepción en el país. En el relato de esta experiencia, Taussig describe la aplicación del estado de emergencia en Colombia con el término que acuñó Bertolt Brecht para describir la Alemania de los años treinta, como de “desorden ordenado” (Taussig, 1995, p. 31) y se pregunta, retomando el planteamiento de Walter Benjamin, si esta situación considerada como excepcional es percibida como tal, o por el contrario y, dada su permanencia en el tiempo, es más bien concebida como la regla:

¿Qué consecuencias políticas y por qué no, también corporales, podrían derivarse de la continua insistencia en los ideales del Orden presentes en los discursos prominentes del Estado, las Fuerzas Armadas y los medios de comunicación, con su incesante y casi ritualista referencia al “estado de orden público”, particularmente cuando es bastante evidente que son justamente estas fuerzas, especialmente las Fuerzas Armadas, en una época definida por el pentágono como de “baja intensidad bélica”, las que tienen más para ganar del desorden que del orden, probablemente mucho más? Es más, en el caso de las Fuerzas Armadas el desorden es una parte intrínseca de su modus operandi, mientras que el poder, con toda la fuerza de su arbitrariedad, se practica como un exquisito arte de control social. Por consiguiente, ¿qué significa definir una situación como la que existe hoy en Colombia como caótica, dado que el caos es cotidiano, no una desviación de la norma, y, en un sentido político estratégicamente importante, es un orden desordenado tanto como un desorden ordenado? (Taussig, 1995, p. 32, énfasis agregado).

El uso recurrente y permanente del estado de excepción en Colombia durante la segunda mitad del siglo XX, no se presentó como la excepción a las lógicas liberales de los Estados, sino, por el contrario, constituyó el reflejo del marco de posibilidad del uso de los mecanismos excepcionales que brindaba dicha democracia. El estado de excepción en Colombia se articula con una lógica, que tal como se señaló en el apartado anterior, está ligada a un tratamiento del conflicto social en el que la alteridad es situada como contraria a los ideales nacionales y es desprovista de sus rasgos de humanidad, es decir es tratada como vida desnuda.

Durante el período presidencial de Julio César Turbay Ayala, entre 1978 y 1982, los mecanismos excepcionales son justificados bajo la existencia de una amenaza insurgente permanente. El período en mención se caracterizará por la formulación de una serie de medidas de tipo represivo (detenciones, torturas y desapariciones forzadas), amparadas por estos mecanismos excepcionales, y consolidadas en lo que se va a conocer como el Estatuto de Seguridad Nacional (ESN) que va a ser, al mismo tiempo la materialización más elaborada de la Doctrina de Seguridad Nacional en Colombia. Igualmente, durante estos años los militares van a acrecentar su poder de control social a través de una serie de leyes y reformas jurídicas producidas al amparo del Estado de Sitio. Entendido como un dispositivo biopolítico, el estado de excepción permanente al que se recurre entre las décadas de los sesenta y los ochenta, permitirá constituir una serie de zonas de indeterminación en el orden jurídico, a través de las cuales operará un poder sobre la vida y la muerte (Agamben, 2003/2007). Sin embargo este «vacío de derecho» no necesariamente entra en tensión con un discurso propio de las democracias liberales.

Durante los años sesenta la figura del Estado de Sitio en Colombia va a empezar a cumplir una doble figura de represión: por un lado, permite las detenciones, restringe las reuniones en sitios públicos y crea una marcada vigilancia sobre la sociedad; por el otro, determina prácticas coercitivas como el despido, las multas o las suspensiones contra los trabajadores que participen en huelgas, paros o convenciones colectivas. Encargadas a los militares, ambos tipos de medidas van a determinar una mayor incidencia de éstos en el control social y en el gobierno. Estas medidas se constituyen en un proceso paulatino que se va expandiendo tanto en el alcance como en el nivel de represión durante las dos décadas siguientes. Sostenidas sobre el argumento de combatir a los grupos armados insurgentes que empiezan a emerger en los años sesenta, las medidas excepcionales se aplicarán de forma permanente en los años setenta y los ochenta a toda la población, pues, se sostiene la idea de una amenaza generalizada que se cierne contra ella. La década del setenta se va a constituir, entonces, en el refinamiento y la expansión de la excepcionalidad en la sociedad y la política. Al mismo tiempo, y como resultado del carácter que van adquiriendo las fuerzas militares en Colombia, se va a erigir como un proceso progresivo de militarización del cuerpo social que pervive hasta hoy en la sociedad colombiana.

6 Conclusión

De la mano de los decretos preventivos expedidos durante los períodos de estado de excepción, los militares colombianos tendrán la posibilidad de realizar acciones de detención masivas, torturas y desapariciones forzadas, fundamentados en una concepción sobre la seguridad y la nación. Tal concepción se origina en la confluencia de los preceptos de la doctrina de seguridad nacional que concebían al Estado como un organismo amenazado por un enemigo externo y generalizado que había infiltrado los ganglios del cuerpo social y por una auto percepción de los militares como defensores originarios de los valores nacionales. En esa medida, las estrategias de seguridad y defensa emprendidas por los militares colombianos tendrán como correlato una guerra de nuevo tipo en donde el enemigo está situado al interior de la sociedad. Sobre el precepto de defender la sociedad, la libertad, la humanidad u otros valores universalizados en la idea de la nación moderna y occidental, esta guerra interna produce un enemigo deshumanizado que podrá ser objeto de la eliminación, la desaparición y la tortura; al mismo tiempo produce un enemigo deslocalizado y generalizado que tendrá que ser «ubicado» entre el conglomerado de «ciudadanos de bien». Apelando a un dispositivo inmunológico destinado a contagiar o inocular a la sociedad y la nación, los militares colombianos recurrirán a la acción cívico militar como forma de emprender esta guerra de nuevo tipo. Bajo la forma de este dispositivo, la acción para contrarrestar la amenaza tiene un carácter similar al que se le atribuye a la “enfermedad” que se quiere combatir y la “guerra contra la sociedad” puede ser justificada y legitimada como forma de “defender la sociedad”.

La lógica inmunitaria sobre la defensa de la sociedad, la concepción de nuevo tipo sobre la guerra y el enemigo y la normalización de la excepcionalidad en la política, constituyen el fundamento de las prácticas de represión durante la segunda mitad del siglo XX en Colombia. Entendidas como dispositivos biopolíticos, estas tres formas comparten una concepción sobre el cuerpo que trasciende el saber biomédico y empieza a circular en una práctica política de gobierno de la sociedad y la población. Ya sea la concepción sobre un cuerpo social que hay que contagiar para contrarrestar la enfermedad que lo aqueja, del cuerpo de un “ciudadano de bien” que tiene que ser diferenciado del de un subversivo, o del cuerpo militarizado en la acción cívico militar, se trata siempre del cuerpo implicado en la lógica bélica.

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