Los ríos, los peces y la selva piden nuestra ayuda,
pero el gobierno no sabe cómo escuchar
Davi Kopenawa (Carta a los Pueblos del Mundo,
citado en De la Cadena, 2009, p. 155).
En este trabajo focalizo en las resistencias sociales al proceso de expansión de actividades mega-extractivas1 actualmente en curso en los países de América Latina. Me interesa delinear los principales contornos de estas resistencias, la manera en que ellas evidencian una tensión de territorialidades (Porto Gonzalves, 2001) que interpela al orden dominante y el modo en que las mismas esbozan prefiguraciones de mundos posibles en un contexto de crisis civilizatoria (Bartra, 2008).
Estas resistencias han ido cobrando un creciente auge en los últimos tiempos, como reacción ante un acelerado proceso de explotación de territorios que antes fueron periféricos y ahora son redescubiertos por los “recursos” que atesoran, o porque aparecen como obstáculo a los flujos de mercancías y factores de producción previstos en las nuevas cartografías del mercado global. Gran parte de estas zonas de expansión son el espacio de vida de comunidades indígenas, campesinas y de afrodescendientes. Las resistencias que allí emergen se enlazan y vinculan a procesos de más larga duración y ponen en acto un tipo de fenómeno que Luis Tapia (2008) llama movimientos societales. No se trataría meramente de movilizaciones sociales para colocar un tema de interés en la agenda pública sino de procesos políticos profundos que desafían la colonialidad existente.
Algunos de los casos emblemáticos son las resistencias a la hidroeléctrica Belo Monte (Brasil), a la construcción de la carretera en el TIPNIS (Bolivia), a la minera Yanacocha (Perú), a la explotación hidrocarburífera en el Yasuni (Ecuador), a la explotación minera en el desierto de Wirikuta (México). En estos movimientos se expresan formas de concebir y habitar el territorio que desafía la lógica que guía a los emprendimientos mega-extractivistas, al tiempo que pone en cuestión los fundamentos a partir de los cuales se legitiman. Considero, y este trabajo intenta dar fundamento a esta idea, que esto tiene una gran importancia para el debate latinoamericano, en un momento especial de reverdecimiento de la “ilusión desarrollista” (Svampa, 2012). Pero también resulta de utilidad para observar la crisis de lo que Bruno Latour (2013) llama la constitución modernista: un orden basado en la radical separación Naturaleza y Sociedad (o Cultura), donde la primera quedaría mediada y representada por la autoridad científica.
Esto último resulta especialmente relevante, de cara a las inéditas incertidumbres derivadas del cambio (o más bien del deterioro) ambiental global. Recientemente ha sido acuñado el término Antropoceno, para referirse a una nueva fase en la historia de la tierra donde el ser humano se ha vuelto “una fuerza geofísica global” (Steffen, Crutzen y McNeill, 2007, p. 614). Este nuevo concepto reconoce un hecho inquietante (de consecuencias aún indeterminadas) que entre otras cosas acarrea una conmoción en la concepción moderna de naturaleza y por ende, también, en el monopolio de la ciencia como autoridad exclusiva para representarla. Teniendo en cuenta que las resistencias que se consideran aquí son también confrontaciones acerca de la pretendida universalidad de la concepción moderna de naturaleza, me pregunto en qué medida estos movimientos pueden contribuir a renovar nuestra imaginación frente a los difíciles desafíos por venir.
Proyectos y planes similares son impulsados en los países latinoamericanos a la búsqueda de riquezas territoriales con un alto precio en el mercado global (petróleo, gas, oro, litio, molibdeno, soja, palma, etc.) y para la construcción de una infraestructura funcional a esta expansión (carreteras, ductos, puertos, puentes, represas hidroeléctricas). Esta expansión está avalada y promovido por gobiernos con distintos signo político en el marco de estados nacionales que también tienen su propia historicidad. Así, la promoción de estos emprendimientos puede ser legitimadas en base argumentos convencionales de crecimiento y modernización, pero también bajo nuevas figuras de emancipación (ver García Linera, 2012), aunque siempre en el contexto de una reconfiguración del espacio latinoamericano con vistas a su reacomodamiento en la economía global
El antropólogo brasileño Gustavo Lins Ribeiro (2007) elaboró la noción de Proyectos de Gran Escala (PGE), para referirse a este tipo de emprendimientos (grandes obras de infraestructura, grandes proyectos mineros e hidrocarburíferos, etc.) caracterizados por implicar grandes transformaciones espaciales y ser llevados adelante por poderosas corporaciones públicas y privadas. Aunque los mismos estén localizados en algún punto del planeta constituyen “acontecimientos económicos del sistema mundial” y ponen de relieve algunos rasgos característicos del campo del desarrollo en el cual se desenvuelven.
Uno de los problemas más agudos vinculados a este tipo de emprendimientos, y de particular importancia para el tema de este artículo, es el proceso de desapropiación territorial de localidades y comunidades. Para ello se ponen en marcha lo que Claudia Composto y Mina Navarro (2014) denominan dispositivos expropiatorios, los cuales suponen una batería de medidas que implican diferentes grados de utilización de violencia física y simbólica2. Los mismos se suelen desenvolver en el marco de un estado de excepción donde las garantías constitucionales pueden quedar momentáneamente suspendidas en aras del desarrollo de algún emprendimiento considerado de interés estratégico por el estado nacional3.
En la realización e implementación de estos megaproyectos el conocimiento científico juega un rol fundamental, ya sea para la definición de sus principales parámetros técnicos, ya sea como recurso para su justificación y legitimación. Distintas clases de especialistas son incorporados para tratar con los “impactos”, produciendo informes y evaluaciones en procura de la construcción de un consenso bajo la idea de “soluciones legítimas” (Zhouri y Oliveira, 2012). Los conocimientos allí desarrollados tienden a ver el espacio como algo inerte, mensurable, cuantificable, intercambiable, y desprendido de prácticas y sentidos particulares. El impacto aparece como un asunto a ser manejado bajo lo que Andrea Zhouri y Raquel Oliveira llaman el “paradigma de la adecuación”, donde no se cuestiona el modelo social subyacente a los PGE, aun cuando los habitantes de los territorios afectados así lo estuvieran planteando.
La voz de estos últimos es mediada a través de los procedimientos técnicos de los expertos, que transforman conflictos políticos en asuntos de resolución técnica donde el disenso es reducido a una “oposición razonable”. Los daños son categorizados y catastrados (junto con las poblaciones) y se ensayan distintas medidas “compensatorias”, (habitualmente basadas en un patrón de equivalencia generalizado como es el dinero), cuya finalidad principal pasa por lograr la conformidad de los perjudicados y neutralizar las manifestaciones públicas por su descontento.
A menudo esto es presentado como un camino inevitable que intenta ser convertido en deseable con la invocación de expectativas de modernización y desarrollo. La idea de desarrollo, que típicamente da fundamento a esta forma de expansión, es parte de una creencia profundamente arraigada en los paisajes de la modernidad (Rist, 2002), que resulta muy funcional al proceso de acumulación. Ribeiro (2007) denomina “ideología de la redención” a aquellas argumentaciones que justifican dicha expansión como una intervención providencial que vendría a redimir a regiones y poblaciones signadas por la pobreza y el atraso.
Los movimientos societales contra la expansión mega-extractivista constituyen un conjunto de prácticas políticas que se despliegan en el tiempo en diferentes niveles de actuación pero que tiene en el territorio amenazado su locus de sentido y su referencia principal. La composición de los mismos es heterogénea, conforme la articulación de un espectro diverso de personas y grupos aunados en la misma causa4. El repertorio de lucha incluye una variada gama de acciones5, simultáneamente a un proceso de construcción de argumentos que procuran convocar la adhesión de la ciudadanía y de actores políticos con algún grado de influencia sobre las decisiones a tomar. La finalidad principal es resistir los dispositivos expropiatorios, pero también reafirmar la propia existencia. Leff y Porto Gonzalves acuñaron el neologismo r-existir, para señalar el doble carácter de resistencia y re-existencia que muestran estas luchas (Carlos W. Porto Gonzalves, comunicación personal, 7 de octubre de 2014).
En estos argumentos se manifiestan lenguajes de valoración contrahegemónicos (Martínez Allier, 2005), los cuales se propagan en consignas que condensan el drama vivido a través de oposiciones que tornan moralmente inaceptable la pasividad o la complicidad con el emprendimiento megaextractivista. A menudo la experiencia sufrida por otras poblaciones alimenta la narrativa en la forma de un “modelador contrafáctico” (Giddens, 1991/1993): la percepción de un momento futuro de destrucción e infortunio que obliga a actuar en el presente para tratar de evitarlo. Los movimientos de resistencia se nutren de fuentes diversas, incluidas también el conocimiento científico, buscando destacar el valor del territorio en términos de su contribución a alguna entidad cuantitativamente más abarcante y/o “moralmente superior”, según sea el interlocutor al que se esté interpelando (la sociedad nacional, la humanidad, el planeta, la biodiversidad, etc.).
Antonio Azuela y Paula Musetta (2009) señalan que en este tipo de procesos se produce una “actualización local del derecho” mediante la cual “las normas jurídicas, que normalmente resultan “distantes” (en el tiempo y en el espacio) respecto de la experiencia cotidiana, son traídas a una situación concreta” (p. 9). En muchas ocasiones, esto tiene también un efecto revitalizador sobre las propias prácticas culturales6, las cuales a su vez se constituyen en el fundamento para la creación de nuevos derechos. El derecho al territorio es uno de ellos.
El interés por el territorio surgió a finales de los ochenta. A partir de la consigna “no queremos tierra, queremos territorio”, grupos indígenas, campesinos y afrodescendientes en países como Bolivia, Ecuador, Perú, Colombia, Brasil, introdujeron el tema en los debates teóricos y políticos (Porto Gonzalves, 2001). Con ello iniciaron una redefinición profunda del término territorio (hasta entonces predominantemente delimitado al espacio geográfico bajo potestad del estado nacional) correlativa al sentido de las demandas de movimientos societales y sociales con base territorial.
Más recientemente ha comenzado a ser reclamado el Derecho a lo Sagrado7 como parte de los procesos de defensa territorial. Es decir, lo sagrado no sólo como un conjunto especial de “usos y costumbres” sino como un entretejido de conceptos y prácticas enlazadas al espacio que hacen de soporte a la territorialidad de los colectivos que lo habitan. Los lugares sagrados son espacios donde se ejerce la interacción entre seres humanos, seres naturales y entidades anímicas, y constituyen las referencias para la delimitación de un territorio que hace parte de un ámbito cosmogónico del cual extraen su sentido y al cual contribuyen a regenerar.
Esto implica una experiencia del habitar vinculado a una idea de cuidado mutuo que remite a un orden jerarquizado que funciona para mejorar la vida con la sola condición de que los participantes de ese orden cumplan con las obligaciones que tienen unos con otros y que deben ser conocidas a fondo por ellos8. Como señala Marisol De la Cadena (2009), “las habilidades del habitar son habilidades políticas” (p. 161). Pero de una política que vive a la sombra de la política oficial y que emerge en los procesos de defensa enarbolando una solicitud paradojal que espeja la contradicción fundante del orden colonial: invocar una noción característicamente moderna (la noción de derecho, que implica también la responsabilidad del Estado en su salvaguarda) para la preservación/legalización de una concepción no moderna del espacio.
Zhouri y Oliveira (2012) señalan que existe una definición institucionalizada de “ambiente” que resulta fundamental para legitimar y legalizar los grandes proyectos mediante el licenciamiento otorgado por la autoridad científica. Esta definición está basada en una representación generalizada del espacio y los recursos que se supone equivalente a todos los grupos involucrados. Así, las disputas territoriales y conflictos socioambientales que analizamos aquí son también un campo de batalla por el sentido de esa definición aparentemente universal.
Mario Blaser (2009), retomando a Latour, considera que el territorio es un “factiche”, un hecho real y una construcción social al mismo tiempo, donde naturaleza, moralidad y política aparecen vinculadas de un modo particular según los términos de cada cultura. Así, la definición institucionalizada de ambiente que opera en estos proyectos, y desde la cual se organiza, planifica y legaliza la ocupación del territorio, resulta un factiche “formado bajo la demanda de no molestar el statu-quo económico-político”. (p. 84).
Bajo la lógica que guía la expansión mega-extractivista, más allá de las particularidades que pueda tener cada emprendimiento o frente extractivo en particular, el territorio es visualizado a través de una descripción objetiva de lo que aparentemente es incuestionable y está allí (la naturaleza, el medio ambiente). Esta descripción descansa en una visión de la naturaleza como algo exterior, objetivo y que se comporta conforme a regularidades que pueden ser expresadas en leyes de funcionamiento universal y con independencia de cualquier voluntad exterior.
Por el contrario, el territorio desde las poblaciones indígenas (con todas las variaciones que podamos encontrar dentro de esa categoría de “población indígena”) hace parte de una experiencia que coloca en un plano de intercomunicación recíproca a los seres humanos, a los elementos del ambiente y a las entidades anímicas que tienen potestad sobre ellos. Esta vinculación no es meramente una idea, sino un conjunto de prácticas fundantes de las personas y los grupos que acreditan en ella9.De este modo la incorporación de prácticas rituales y de narrativas míticas como fundamento para el reclamo a la tierra y el territorio cuestiona “el fundamento liberal del ordenamiento territorial, su naturaleza etnocéntrica y racista y su vínculo con el capital como parte de una larga historia de despojos y ocupación de su territorio”. (Lamberti, 2014, p. 13).
Blaser (2009) considera, que la división moderna entre Naturaleza/Cultura es co-emergente y co-dependiente con la división moderno/no-moderno y que el mantenimiento de esta distinción “requiere mantener bajo control el riesgo que supone la existencia de otros mundos” (Blaser, 2009, p. 100). De este modo, la violencia extractivista no sólo está en función de la apropiación de las riquezas territoriales, sino también de erradicar aquellas concepciones que pondrían en cuestión el fundamento clasificatorio y valorativo sobre el que se asienta la legitimidad de la expansión del Sistema Mundial (Kenrick, 2009)10.
Los movimientos societales que emergen frente la expansión extractivista ponen de relieve una “tensión de territorialidades” en las que resuena una confrontación que acompaña al capitalismo industrial desde sus orígenes. Ciertamente, la noción de acumulación por despojo, crecientemente utilizada para abordar la expansión extractivista, tiene un parentesco cercano con la de acumulación primaria, utilizada para describir el proceso de cercamiento de los comunes y de desapropiación de medios de vida del campesinado durante los inicios del capitalismo (Ver Composto y Navarro, 2014).
Si, como señala Carlos Walter Porto Gonzalves (2001), para poder explotar la tierra al modo industrial, la modernidad capitalista necesitó previamente desalojar a los dioses que la habitaban, los movimientos societales que emergen en estas disputas también parecen ser resistencias al desalojo de los dioses y el desencantamiento del mundo. O dicho de otro modo, la sacralidad del espacio constituye un medio para expresar el arraigo indisociable entre el territorio amenazado y las comunidades que lo habitan, así como la imposibilidad de reducirlo a una serie de recursos cuantificables y negociables bajo los usos profanos del mercado.
Estas cuestiones, que aparecen recurrentemente en las luchas localizadas en territorios particulares, han pasado también a ser parte de una disputa más amplia y generalizada frente a la crisis ambiental. El uso de nociones como “madre tierra”, que a menudo es la expresión en castellano de un sinnúmero de nominaciones indígenas con connotaciones variables pero que comparten el rechazo a considerar lo no humano como inerte, inferior, objetivable, parece indicar la necesidad de encontrar un fundamento para el establecimiento de los límites a la explotación desenfrenada de una naturaleza progresivamente desencantada.
Esto, como señala Marisol de la Cadena:
Podría implicar el surgimiento de aquellas prácticas de representación proscritas disputando el monopolio de la ciencia para representar la “naturaleza”. Las indigeneidades emergentes podrían inaugurar una política diferente, plural no porque estén representadas por exigentes derechos de género, raza, etnicidad o sexualidad, sino porque ellas despliegan prácticas no modernas para representar entidades no humanas. Contraponiendo las entidades sensibles —lo que Hegel denominó “los elementos”— a la Naturaleza, esta pluralidad podría hacer visible el antagonismo que ha existido detrás de la incuestionable hegemonía de la ciencia. Y de esta manera las indigeneidades emergentes marcan una época en la que ellas desafían cuatro largos siglos de quiebre y confluyen con los científicos acerca de sus discusiones por una diferente política de la naturaleza. (2009, p. 148).
Hace más de 40 años, la aparición del Informe del Club de Roma (Los Límites del Crecimiento, Meadows, Meadows, Randers y Behrens, 1972) despertó grandes polémicas con su propuesta de poner límites al crecimiento. El informe fue cuestionado desde diferentes lugares, entre ellos por desarrollistas latinoamericanos, quienes lo calificaban de una maniobra de los países ricos para perpetuar el atraso en los países pobres. En medio de este debate, que tiene fuertes resonancias con el debate actual en torno al desarrollo y el extractivismo en Latinoamérica, aparecieron también otras opiniones críticas, tal vez no muy escuchadas entonces y que hoy cobran una gran actualidad.
Iván Illich (2011) publicó su ensayo Energía y Equidad, en 1973, también como una respuesta al Informe del Club de Roma. Illich no cuestionaba la crítica al crecimiento, sino que los límites pudieran ser establecidos por una expertocracia imbuida de la misma racionalidad instrumental que estaba en la raíz del problema. Por el contrario, abogaba por el establecimiento de umbrales delimitados a partir de procesos de negociación continua entre redes multiformes de solidaridad. Iván Illich consideraba que la cuestión de los recursos y la disponibilidad de los mismos, o más ampliamente, la cuestión de la relación entre los seres humanos y la naturaleza, no podía ser imaginada por fuera de las relaciones que establecen los seres humanos entre sí.
Estas cuestiones cobran una peculiar actualidad a la luz de los movimientos contra la expansión destructiva en un contexto de crisis civilizatoria y caos sistémico (Zibecchi, 2015). La noción de Antropoceno consagra la aparición del ser humano como un elemento determinante en las transformaciones que ha experimentado el planeta, pero al mismo tiempo revela su incapacidad para controlar las mismas. Paradójicamente, el inicio del Antropoceno señalaría el fin del antropocentrismo fundante de la constitución modernista. La autoridad de la ciencia para monopolizar su representación de la naturaleza se estaría descascarando a la misma velocidad con la que se derriten los glaciares (Latour, 2013).
Sobre este horizonte de incertidumbres civilizatorias, las luchas localizadas contra la expansión extractivista cobran una dimensión singular. No son sólo luchas por la defensa del lugar, procesos de defensa de los derechos de los pobladores, justos reclamos de respeto a la existencia cultural alterna. Los mismos traen también, y sobre todo, experiencias diferentes de nuestro estar en el mundo, que pueden ayudar a renovar nuestra imaginación en un extraño momento civilizatorio donde resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo (Jameson, 2005).
Hace muchos años Gandhi preguntó cuántos planetas se necesitarían para desarrollar la India, teniendo en cuenta que para desarrollar a Inglaterra hizo falta un planeta entero. Desde aquellos años, la carrera espacial ha estado motivada por la quimera de encontrar otros planetas para explotar en el vasto y desconocido universo y poder mantener la lógica expansiva del Sistema Mundial. El reverso de ese empecinamiento prometeico han sido las sombrías proyecciones del Club de Roma y las restricciones draconianas que sería urgente asumir. A pesar de sus marcadas diferencias, ambos coinciden en que tenemos un solo mundo y lo estamos agotando.
Por el contrario, los movimientos que consideramos en este trabajo nos están indicando que hay otros mundos dentro de este, y que es imprescindible hacer un lugar a esas otras visiones si queremos tener alguna señal de esperanza hacia el futuro. Antes que manifestaciones de un multiculturalismo característico del consenso neoliberal, parecieran ser expresiones de un multinaturalismo que desde una cosmopolítica alternativa prefiguran el advenimiento de ese otro mundo necesario donde quepan muchos mundos.
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