Violencia en el país inimaginable. México (2007-2011): testigos y superficie visual

Violence in the unimaginable country. Mexico (2007-2011): bystanders and visual surface

  • Maya Victoria Aguiluz-Ibargüen
Este artículo toma como objetos culturales las imágenes indiciales y a los cronistas de la violencia en el México reciente (2007-2011), con el propósito de interpretar los mundos de vida habitados por experiencias y eventos traumáticos. No importa cuán intensivo ha sido en este país el complejo exhibitorio de las escenas de la “mala muerte”, el caso nunca antes imaginado es el efecto perturbador de una violencia totalizante caracterizada por mecanismos de negación a la sepultura de los cuerpos abatidos que la geografía de este país inimaginable ha atestiguado.
    Palabras clave:
  • Violencia
  • México reciente
  • Imágenes indiciales
  • Lugares-testigo
Taking the cultural objects as indexical images and the Mexican storytellers about violence in the recent Mexico, this article pretend to understand the worlds of life inhabited by traumatic experiences and events. No matter what intensive the exhibitory complex of the scenes of “bad death” have been in this country, the case never imagined before is the disturbing effect of a totalizing violence characterized by mechanisms of denial the bereaved of death bodies to bury, and of which the geography of this unimaginable country is a bystander.
    Keywords:
  • Violence
  • Recent Mexico
  • indexical images
  • Places as Bystander

1 Afectaciones por objetos a la vista y la muerte cruel. Presentación

Desde sus primeros trazos este artículo anidó un cobrado interés por caracterizar la violencia durante los pasados tres lustros del México reciente, bajo un principio presumiblemente humanístico en donde el acto de “nombrar la violencia […] refleja el punto en el cual el cuerpo del lenguaje se vuelve indistinguible del lenguaje del mundo: el acto de nombrar constituye una enunciación performativa.” (Das, 2007, p. 206). Los nombres de la violencia en este país pertenecen a una ensambladura de arenas en disputa que comprenden, además de actores y actrices del ámbito político, poderes y fracciones de la sociedad, organizaciones civiles y redes sociales, los medios, técnicas, tecnologías y redes sociales mediante las que, unas y otras partes inmersas, no solo son partícipes, sino también víctimas y espectadores de este mal totalizante. La violencia resulta este ensamblaje en que se busca y se da una representación de su presente.

Lejos de precisiones de tipo semántico, nombrar la violencia al empezar el año 2000, y de ahí en el trascurso de los siguientes años, se ha convertido en una paradoja de la historia social y afectiva recientes: mientras los sufrimientos provocados por toda suerte de actos de extrema violencia pugnaban por tornarse visibles, la producción cultural se situó en, desde y para las plataformas de Internet y la información, difusión y comunicación, transformándose estos medios —como en todos los lugares— en superficies mediáticas colmadas de datos visibles, fotografías, videos, registros multimedia. En resumen, esta paleta de contactos expone una nueva relación entre una sociedad de individuos y los medios digitales donde una variedad de objetos almacenan, y pierden, una historia de infinitos trazos. Las brechas conocidas con anterioridad relativas al acceso y uso de las nuevas tecnologías, para la década 2010 disminuyeron en sociedades como la mexicana no tanto por el ritmo de disponibilidad tecnológica en viviendas familiares sino también por el acceso medial y a los dispositivos visuales que decantan generaciones simultáneamente tecnológicas y, aún, dependientes del equipamiento humano-perceptivo. Importante para el país inimaginable al cual se refiere este artículo fue situar esta macrotendencia de afinidad entre el escalamiento de violencias a nivel de la base misma de la reproducción de la vida social y la circulación de objetos visuales. Poner en el orden de interrogaciones estas afinidades históricas permite advertir un periodo en que se imbricaron los circuitos de imágenes reveladoras de los colores reales de la violencia, y de los efectos de realidad en cada presentación visual. Algunas de las imágenes mexicanas que circularon por el mundo han mostrado un acontecer real con un espantoso realismo, otras presentaron eventos y sucesos ‘como si fueran así realmente’, y, unas más han mostrado tanta crueldad que fueron y son insoportables a la vista, y a pesar de ello, ese contacto visual marcó un dominio de la experiencia (senso-perceptiva, mental, social, etcétera) desde que la visualización hace posible la continua conversión del/a espectador/a en testigo del submundo violento del cual no se regresa siendo el/la mismo/a. Ante la simulación de la violencia en cualquier superficie o pantalla no basta cerrar los ojos, algo queda, una inquietud vaga anida en el cuerpo; frente al registro visual de un hecho violento, expuesto sin otra mediación que una cámara, quienes lo ven sienten haber sido tocados: “la violencia no ilumina, contamina. No se puede al mismo tiempo estar intoxicado y ser detective” (Nelson, 2011, p. 97, traducción propia).

La paradoja del caso mexicano estriba parcialmente en esto. La violencia vivida en imparables espirales de acciones, muchas concatenadas, y, la presencia simultánea de una abundante imaginería y visualidad relativas, ha resultado imposible de procesar por el metabolismo del cuerpo social, aunque existan signos de superar un trance histórico y humanitario por parte de iniciativas sociales en ciernes. Este artículo se propone desgranar ciertos objetos culturales inseparables de ese estado social de agobio y sin razón formado en los años recientes haciendo particular referencia a textos y contextos visuales que, a su vez, remiten y/o presentan “escenas de muerte” realmente ocurridas. Bajo un enfoque etnometodológico se considera la experiencia social de la violencia reciente en este país mediada por tales objetos que enuncian, describen o refieren a la atrocidad de la muerte.

Haciendo de antemano una mínima reflexión sobre la perspectiva empleada en este artículo, cabe hacer notar que parte de una postura fenomenológica cuando reconoce el mundo social mexicano violentado en relación con ciertos objetos culturales, que afectan y convocan a su población al mismo tiempo en que ésta pasa a cobrar parte y materia de esos objetos en circulación (Ahmed, 2010, p. 45). En un espacio social así entendido los objetos existen ante un nosotros, en tanto subjetividad social o individual, puesto que tienen la capacidad de orientar la atención cuando son percibidos y, sin embargo, pueden prolongar su presencia más allá de un determinado dominio perceptual. Siguiendo esta postura un “país violentado” viene a constituir para nuestro propósito una representación espacial, un conjunto de indicios e indicadores, un grupo de fotografías, o una sola, que testimonian, rememoran, muestran y hacen aparecer una imagen de país, un fragmento visual dentro del circuito transnacional que guarda relación con una porción de su territorio físico, un discurso gubernamental, una esperanza, una promesa. Interrogar estos y otros objetos (a su vez, las relaciones que a través de estos objetos se estructuran y van estructurándose) no significa tomarlos por lo que ellos representan en una composición de lugar o en el curso de las acciones de actores/actrices, de fuerzas y poderes, sino que remite a una economía mediática y afectiva en donde estos objetos actúan, afectan, y se instalan en los mundos de vida cobrando una forma material (Ahmed, 2010, p. 45, traducción propia). En adición para elaborar este trabajo he seguido la pauta de redescribir la violencia como experiencia de algo (del objeto de la violencia).

México ha atravesado un tiempo en pasmo por la muerte, y, conmovido por las pérdidas de los referentes culturales co-sustantivos a su historia —piénsese solamente en el abismal distanciamiento entre los rituales alrededor de los “muertos-niños” y “los muertos grandes”, el 1o y 2 de noviembre, de acuerdo con las prácticas mortuorias ancestrales— que conviven con la iconicidad de la crueldad y las escenas de muerte. En parte por esa distancia sin ninguna simbólica colectiva que las medie, en el pasado inmediato se atravesó un estado de consciencia colectiva en suspenso, con reacciones sociales que solo paulatinamente han puesto en cuestión el papel del Estado y el sistema político, como el de otros agentes en el espacio discursivo. En el país han ido arraigando el desencanto y el malestar respecto a las representaciones políticas pero en los años recientes prevalecieron ambivalencias afectivas y políticas que no afirmaron ni negaron el calado de la violencia en el estado del cuerpo de la sociedad. Sumidas en una suerte de estupefacción, las críticas y acciones dispersas que tuvieron efecto en un intensivo lapso comprendido entre los años 2007-2011 —al cual se circunscribe este artículo— han provisto una descripción de ese mundo de la violencia. La profusa circulación de imágenes fijadas en los caracteres de hechos dramáticos en este periodo en México, la aproximación a los objetos visuales, en particular las fotografías, no ha de radicar sólo en una explicación relativa al retorno de las llamadas imágenes-acontecimiento, cuya profusión caracterizó la moderna industria informativa y la formación de públicos-espectadores de los eventos catastróficos. Esta réplica de esquemas de alto impacto y toxicidad en el país reciente se dio al mismo tiempo en que su espacio fue ocupado por mataderos propios del género gore. Aun cuando en el horizonte visual del periodo participaron los medios y dispositivos de los agentes de la violencia y del crimen organizado, administrando la repetición de las puestas en escena del matar para generar mensajes y ansiedad colectiva, resulta central distinguir el lugar de las imágenes que mostraron el realismo de su referente representado, replicando nuevamente su valor de signos “indiciales” (índices) de los hechos de sangre.

En consecuencia en este artículo se siguen estos registros fotográficos en su doble presentación social, por un lado, como esas “imágenes vivas” (W.J.T. Michel) que como objetos "recuperan una dimensión 'presencial', que no puede ser agotada en ningún juego de equivalencias y translaciones textuales o lingüísticas" (Martínez Luna, 2013, párrafo 3). Y, por otro, siguiendo la manera en que los mismos objetos visuales empezaron a cobrar vida autónoma alojándose en los mundos sensibles de la sociedad mexicana, que no son otros que los lugares de la existencia, y llegaron a ocupar recientemente los espacios de representación de la vida colectiva.

Desde el punto de vista de la sobreabundancia de visualización violenta el suelo emocional del país reciente fue removido por el morbo y la repulsión, afines a la espectacularización de la muerte, y abonado por la persistente inquietud de ser alcanzado por el fuego cruzado de enfrentamientos y ejecuciones. El componente paradójico en el pasado reciente de México es que la historia de sus imágenes de la violencia se ha de escribir con relación a los diferentes niveles y planos de realidad, entre los que cabe señalar: su aspecto icónico (signo que mantiene una relación de semejanza con el objeto representado), su condición de “imago” pero también de imagen mental, que persiste en cualquier persona después de contemplar el lugar de un crimen, a la vez que como “signo”, o incluso como índice, señal de algo.

2 Acercamiento a la historia reciente en México: nombres, registros y economía afectiva de la violencia

Bajo la forma de una guerra contra un enemigo interno y transnacional (el “narcotráfico”), el gobierno de México electo en unas controvertidas elecciones, en julio de 2006, dispuso girar la lógica de la política en torno a una idea de nación sitiada y agredida por las fuerzas del crimen organizado. Sobrevinieron entonces los cinco años más obscuros de la historia reciente con el comienzo de una movilización de las fuerzas armadas (al empezar el 2007), que sostuvo la lógica gubernamental en el espacio público hasta el penúltimo año de gestión (2011), cuando el sustantivo guerra dejó de sostener el discurso oficial. Años además coincidentes con diferentes mapas de la violencia según se trazaran a partir de los índices de homicidio o de los territorios controlados por los cárteles. Como ya lo advertía Paul Virilio, las armas de guerra se acompañan por instrumentos de reconocimiento óptico y cartográfico que, para el caso, devinieron en "espacios de representación" de un relato de la historia reciente. Y ese gobierno como tantos otros con guerras declaradas y conflictos de violencia extrema, asumió la función de un narrador, storytelling, dentro de un campo disputado por varios discursos y crónicas del realismo (Salmon, 2007/2008, p. 166).

Bajo el contexto mexicano de violencia, se volvieron habituales los partes de guerra proveyendo cifras totales de muertes, roturando zonas con alta incidencia de asesinatos, y trazando mapas de las plazas (ciudades) y territorios bajo el dominio de unos u otros cárteles. Enumerar los decesos citando los nombres de hombres y mujeres abatidas representó poco menos que un ejercicio complicado, para nombrar las pérdidas humanas siguiendo la pauta de identificaciones físicas y sociales; también era necesario nombrar la violencia y sus variaciones, pues un nombre (que es un signo), define extensivamente los miembros de una especie (Sebeok, 1994/1996). De este modo, el acto de poder nombrar se constituyó en parte y clave de las disputas del espacio público. Ahí, fue asimismo extraordinario hablar del trauma entre las poblaciones afectadas y las víctimas del desastre; a pesar de varias medidas institucionales, hubo muy poco margen para cuidar de manera integral y urgente del cuerpo social herido. Sin embargo, en la historia mediática de la violencia dos giros delataron en sí mismos una mudanza en las prácticas sociales y en las de la opinión pública:

  1. un primer giro consistió en la familiarización con el lenguaje y simbología de la muerte. Para 2008, si no es que antes, el narcotráfico había “sojuzgado las conversaciones en y sobre el país, [e] insistido en amplificar el vocabulario”, decía, con su peculiar estilo, Carlos Monsiváis, el cronista mexicano por excelencia desde 1980 (Monsiváis, 2008);

  2. un segundo viraje radicó en una mudanza interna en las prácticas de registro y documentación de la muerte y sus signos. La memoria gráfica de la violencia reveló, y no dejó de comunicar “la vida que se pierde con la sangre”, según lo advirtió el escritor Juan Villoro al prologar una edición especial del semanario mexicano Proceso (Villoro, 2012, p. 4).

En medio de estos dos vuelcos cruciales, la recomendación del manual de periodismo acerca de su función de contar historias, se tradujo para aprendices y especialistas en una continua consulta de las plataformas y sitios web de periódicos, semanarios, noticieros, blogs y revistas digitales mexicanas, así como en el afanoso registro de notas, imágenes y videos, particularmente entre 2010 y 2012.

Junto a los partes de una guerra que en realidad aún espera la ciudadanía, puesto que las espirales de violencia siguen cobrando otras formas y más vidas; también, las historias repartidas por toda la geografía mexicana todavía aguardan un recuento de la tensión extrema entre vida y muerte que irrumpió en los mundos de vida de México. Si desde un punto de vista, el periodo en cuestión (2007-2011) corresponde a un ciclo político cerrado, aún están en juego los registros del periodismo y las investigaciones efectuadas bajo el acoso y amenazas durante y después de esos años, además de los hechos, cuerpos y situaciones carentes de registro.

A partir de aquí se van desgranando sólo algunos de los registros visuales y textuales de la vida mexicana que están o estuvieron disponibles en sitios de la plataforma global, cuando la existencia social en México se tornó opaca. Al monitorearlos una encara más que los fragmentos, las cenizas de lo que todavía se reconoce bajo los términos de experiencia contemporánea del país. Ésta rezuma tiempos vividos de manera convulsa, bajo riesgo, así como relaciones sociales quebrantadas y, no obstante, lazos que van estructurándose en escalas alternas, equivalentes a realidades afectivas. Llegar a establecer cómo los afectos y las emociones (dimensiones activamente contiguas) trashuman en sujetos y cosas implica seguir los puntos y localidades de su residencia, que son tanto los sitios y registros, así como espacios físicos y parajes donde descansan, transitan y habitan los afectos. Una lectura afectiva conlleva el entendimiento de relaciones entre sujetos y objetos en un lugar, con sus correspondientes dimensiones psíquicas, morales y sociales (Ahmed, 2010, p. 231), lo cual implica hablar del “efecto de cierta historia; de una historia que intenta disimular o esconder sus rastros” (Ahmed, 2004, p. 119, traducción propia). Con frecuencia las lecturas de las economías afectivas no dependen de una composición positiva de los lugares, lo que conduce a un trabajo sobre eventos y puntos carentes de luz como los parajes que retrata la historia reciente mexicana.

3 Ante la violencia: tonos y claves apocalípticas en la visión y la lengua política

Para calificar este manto sombrío sin divisar solamente sombras, hubo que desplazar la mirada hacia ese campo de visualización que operó mediatizando la violencia extrema. Este desplazamiento hacia los lugares y los medios visuales y digitales es una condición de la lectura histórica en la medida que el fenómeno de la violencia totalizó el conjunto de la sociedad y, entre otras cosas, coincidió temporalmente con la expansión medial de las nuevas tecnologías de visión, así como con una mayor disponibilidad social de éstas. Existe así un doble rasero de la experiencia subjetiva, simultáneamente, tecnológica y senso-perceptiva concordante con el rasgo que distancia las violencias conocidas con la violencia presente: en el país “la violencia es espectacular.” (Villoro, 2012, p. 5). Suponer que en la operación y formación de sentidos sociales unos detalles, ciertos gestos de las imágenes en general, se sostienen a manera de imágenes mentales resultaría poco discutible, cuando solemos reconocer que el significado se produce mediante una impresión marcada en la experiencia, o en una situación vivencial. No obstante, al poner de relieve un componente apocalíptico en la formación del imaginario de la violencia excepcional en México busco acentuar las relaciones dinámicas y espaciales de las imágenes “indiciales” en las cuales, además de los objetos visuales e imágenes fotográficas, comprendo la proyección imaginativa provocada en los relatos y crónicas de la violencia. El índice en una foto remite a su referente, contexto u objeto representado; ya sea en la forma de detalle o gesto en la superficie visual. El índice conecta asimismo con el entorno, los sentidos y circunstancias de la persona para la cual la imagen es signo, y en esto se juegan el dinamismo y la espacialidad citadas. De esto se desprende que el sentido del índice en imágenes apocalípticas descansaría en aquello que acontece, o puede ocurrir, entre el plano de los signos y los mundos sensibles de los sujetos.

Dentro del término de imaginario comparece la manera en que la gente imagina su mundo circundante y lo expresa en imágenes, relatos, mitos, maneras de fabular y en las posiciones de su práctica cotidiana. Para el caso de apocalíptico, si su acepción concierne a la eterna lucha entre el bien y el mal presentes en la tradición judeo-cristiano, también advierte la copresencia de temporalidades de caos y orden en la memoria colectiva de pueblos y culturas ancestrales en América.

El apocalipsis es un cimiente narrativo frecuente en los estudios literarios (Parkinson Zamora, 1989/1996), sobre-utilizado a veces en cantidad de filmografía, series y episodios de televisión dentro de los cuales se repiten y reinventan secuencias ya clásicas del cine que dan muestra de un mundo de pesadilla y siniestro.

Tratándose de una narración inmersa en un esquema de reconstrucción histórica, las visiones escatológicas que emergen en marcados periodos de transición han merecido reparos y precisiones, toda vez que los estados de ánimo vinculados con el final, parecen marcar de manera extendida y recurrente las historias sociales y colectivas. Pocos años antes de morir, el historiador Eric Hobsbawn hizo referencia a este tema articulando varias preguntas, entre otras se cuestionaba: “¿Qué significa describir una emoción como característica de un país o de una época?" (Hobsbawn, 2009/2015, párrafo 2) cuando reseñó una historia de entreguerras centrada en la crisis y el miedo que el también historiador Richard Overy había estudiado en su libro: The Morbid Age: Britain Between the Wars (2009). Las palabras de Hobsbawn resultaron concluyentes:

En el último milenio sería difícil señalar una época, al menos en el mundo cristiano, donde este sentimiento no haya encontrado una expresión significativa, a menudo en el idioma apocalíptico construido para ese mismo objetivo (Hobsbawn, 2009/2015, párrafo 3).

En este diálogo de la historiografía, el miedo en plural pertenece a la habituación de la vida social con externalidades amenazantes y variopintos demonios interiores, por lo que la clave apocalíptica estaría co-implicada en una historia del presente, tal como otras interpretaciones sostienen su lazo con la historicidad.

La expansión del sentido dual de una revelación benigna y la malignidad de la destrucción se reconoce como una evolución semántica exclusivista basada en la difusión de la versión del Apocalipsis, de Juan de Patmos (Jay, 1993/2003, p. 168). En consonancia con esta lectura, la angustia y la ansiedad han calado las estructuras de sentir y los imaginarios sociales en diferentes épocas de la historia. Las ideas de un final cruzaron casi todos los modernismos, convirtiéndose en un recurrido mito de la literatura. En América Latina, el estudio de los imaginarios apocalípticos ha observado un importante auge en el curso del 2000. En la figura de un narrador, el apocalipsista, quien describe el final del mundo oponiéndose a las prácticas espirituales y políticas, se encuentra asimismo la articulación de un balance del desastre y la promesa de justicia por venir (Logie, 2008). En esta misma línea Fabry encuentra una fuerte dinamización de los motivos apocalípticos en ambientes culturales latinoamericanos, en donde ciertas voces líricas hacen las veces de la voz de un vidente (el mismo narrador del relato bíblico) (Fabry, 2010 pp. 99-100). Entre estas voces la de Pablo Neruda ostenta la exigencia por desbaratar un tiempo demasiado largo, en su poema Fin de mundo (1969 en Fabry, 2010, p. 100).

Este tipo clamor de término frente a la dilación y espesura de un periodo, emerge en los vértices del acontecer dramático de las violencias en México, la campaña bélica del gobierno del Partido de Acción Nacional, encabezado por Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012). Como una ironía de la historia, el discurso gubernamental viró con un rumbo escatológico eligiendo el motivo de la destrucción de las figuras del mal, dejando en suspenso el bien hasta que el caos fuese trascendido. Quizá por ello valga otra vez con Monsiváis, referirse al país que a lo largo de ese sexenio fue abandonado a su condición postapocalíptica. Situado en las postrimerías de las visiones escatológicas prevalecientes en la era de George W. Bush, el discurso gubernamental calderonista fue efecto y resonancia de la sobre-ideologización de la acción política. En un polémico acercamiento, los trabajos del inglés John Gray (2007/2008) mostraron que la experiencia histórica de las utopías de izquierda y derechas radicales que se han apoyado en visiones apocalípticas para cambiar un orden social, terminan sin embargo degradándolo. Con justificaciones para la radicalización de la revolución o la renovación moral, esas visiones utópicas que pretenden la salvación irrumpen sobre el mundo con proyectos sangrientos.

En esta representación se divisa la co-presencia en México de varios males, entre los que se cuentan: el complejo de violencias organizadas, criminales, para e ilegales, que acompañaron los últimos diez años de acelerada desinstitucionalización, vacíos democráticos y la instalación de mecanismos de silenciamiento local y regional.

Durante dicho periodo de gobierno, la acción política quedó reducida al “espacio transnacional y cultural donde fuerzas competidoras (estados, gánsteres y sociedad civil) libra[ron] una guerra física y de información para controlar el territorio, los mercados y esferas de influencia” (Sullivan, 2012, párrafo 3). Desde el punto de vista de la vieja crítica de la escritura y el periodismo, una guerra siempre deviene en sujeto. No se trata solamente de la continuación de la política por otros medios (según la fórmula de Carl von Clausewitz), la guerra dicta los términos y el umbral de vida y muerte a que se reducirá su entorno llevándose consigo la parte del mundo que muere en su curso.

Cada registro de las pérdidas, ejecuciones y desapariciones durante los tiempos de violencia extrema y organizada, se han contado en historias que representan una osadía y en muchas ocasiones un acta de defunción. Las historias de investigación periodística, las notas breves, columnas, reportajes, imágenes, y la literatura de ficción y no ficción acumularon un tipo de registro que cabría identificarse con el lenguaje de la crónica. Esta crónica, sin embargo, guarda distancia de la producida en los años ochenta y noventa por Carlos Monsiváis, Los Rituales del caos (1995), por ejemplo.

La ciudad de México de Monsiváis, y la de ahora, se resuelve en un espacio sin confines. Monsiváis entreveía la propulsión de una fuga hacia otra parte desde el montaje cotidiano de la economía informal, la subsistencia y el ambulantaje mientras un joven hace del fuego [la ingesta y la devolución] el eje de su gastronomía (Monsiváis, 1995, p. 17). Este fuego informe acaba engullendo los supervivientes, formados por ese bastión de jóvenes dispuestos no a morir poco a poco, sino a jugárselas de una vez y para siempre, a cambio de mejor fortuna (poder matar, era desde entonces un medio intercambiable para el ascenso en las jerarquías de la violencia criminal).

El imaginario apocalíptico para Monsiváis correspondía al México sin vertebración, a esa vida indómita vencida finalmente por la pauperización social. Los rituales del caos remiten específicamente a una catástrofe que tuvo efecto en (una ciudad) donde “lo peor ya ocurrió” (Monsiváis, 1995, p. 21); por ello, su narrativa hace recuento de un abandono que llevó a la ruina ocupándose de esos restos después de la debacle. No obstante haber referido a la ciudad postapocalíptica, puesto que Monsiváis se ocupó de dar cuenta de los cambios de la capital mexicana, lo que resulta ineludible ahora es señalar cómo la disposición “a jugárselas” estaba ya encarnada por un precariado juvenil, transformado en población dedicada al toma y daca de la calle, a la compra y venta de carcazas de automóviles.

En alguna ocasión tocó a Monsiváis responder a la pregunta sobre en cuál de estos dos oficios prefería situar su trabajo: en el de escritor o en el de periodista. No titubeaba responder que al de “un periodismo hecho ya en lo central [decía] por la frecuentación de la catástrofe” (Monsiváis, 2008, párrafo 24). Además de ese caos citadino que lo albergó hasta fundir su crónica viva con la esperanza de una ciudadanía cultural, Monsiváis legó al análisis cultural una sonada alegoría del México real y profundo, precisamente el de la catástrofe (el desastre).

De cara al horizonte de las crónicas mexicanas actuales podría bien considerarse que en ellas, esta reiterada visita a la catástrofe ya no tiene por destino, como antaño en Monsiváis, la ciudad real, aquel espacio resultado de los programas de modernización que, sin embargo, exudaba pobreza y caos. Este otro rasero cronístico a menudo comporta una espacialidad más amplia (una sociedad) postapocalíptica, ante la cual Monsiváis fraguó una antesala explicativa. Una ciudad que fue estructurándose en una conflictiva fragmentación social y, además, sometida a una lógica privatizadora de la experiencia y memoria urbanas, tras el devastador seísmo de 1985. Una ciudad reducida a escombros, hasta volver su espacio en un “transitable apocalipsis” (Logie, 2008, párrafo 10 y nota 5), ya no en crisis sino en permanente entropía, que en lugar de un final ha de contar su derrumbe haciendo de lo (pos)apocalíptico un emergente juicio de la sociedad sobre lo que viene después de un evento traumático.

4 Superficies visuales, realismo y mirada forénsica

Entre 2007 y 2011 la saturación de las superficies de visualización en México suplantó las pérdidas y el dolor por la mostración de muertes. Éstas eran tan reales que en la proximidad ocular no aparecían de ningún modo falsas, pero no importaba guardarlas, solo distribuir esas imágenes en fracción de segundos a través de la cadena interminable de ver y reenviar desde los dispositivos personales que comprometió a un millonario número de usuarios de redes sociales. Para un largo tiempo social valía en el país aquello que Gérard Wacjman describió como el absoluto ocular:

Se ve menos lo que se nos muestra, no se ve incluso todo lo que el ojo puede ver [V]amos a ver sitios donde todo el mundo fotografía, todo el mundo filma, y todo esto se hace para que jamás se vea nada de lo que se ha registrado (Wacjman y Brousse, 2011, párrafo 7).

La condición de ilimitada reproducción digital ha hecho de la visualidad una condición contemporánea, la cual se va sobreponiendo en escenarios locales y singulares. No son lo mismo la conectividad entre sitios y sitios en Internet, páginas y escenas, buscadores y enciclopedias electrónicas, por citar un ejemplo reduccionista, incluso, de las posibilidades del uso de las tecnologías digitales, que entrever paralelamente las opacidades de ese circuito mediático y medial. Por un lado, resulta importante contrastar la variedad de percepciones, experiencias, narraciones y significaciones de la sociedad que los contactos humano-mediáticos y mediales han hecho efectivos en el desarrollo de campos científicos, la educación o la salud. Por otro, es indudable cómo la relación visual con el conocimiento sensible se tornó un elemento motriz para comprender la vida social contemporánea, por un hecho cultural autoevidente: las imágenes de todo tipo corresponden a ese reservorio referencial al cual apelan personas, agentes y discursos. Las imágenes hoy más que nunca nos constituyen y, los medios con que las captamos generan en y con nosotros nuevas formas de vida social.

Desde el punto de vista subjetivo, entonces, la visualización de la imagen pasó a ser un tema no exclusivo de la visión y la mirada, atingente a la composición senso-perceptiva del sujeto, así como un componente del proceso que éste pone en marcha al tomar contacto con las sensaciones percibidas. Así, la cultura visual y medial contemporánea nos coloca entre lo visible e invisible, entre lo visto e in-visto; mas no se trata de un posición en medio de esos polos sino del plano visual en donde ver en exceso troca en un apenas ver que también tiene efecto en una visión con sombras; en escenas vistas con el suplemento de otros sentidos, o más invirtiendo la prevalencia de un sentido por otros. Suplementa y suplanta sentidos rectores (el interactivo visión-oído, por ejemplo) por otros complejos sensoriales despuntando el tacto, lo táctil, los tanteos de volúmenes y texturas, las temperaturas y olores etcétera, con cuya presencia sensorial los sujetos crean representaciones, signos, imágenes, objetos y conocimientos tal como acontece con muchos ejemplos. Se puede hablar de “tactilidad de la visión” desde la lectura de códigos braille hasta las imágenes tecnológicas produciendo corporeidades amplificadas y hápticas que cobran presencia a manera de virtualidades encarnadas, socorridas por las creaciones artísticas contemporáneas cuando originan experiencias multisensoriales impregnadas de tactilidad y gestualidad. (Véase sobre este “devenir háptico”, Silva, 2012, pp. 122-133).

Con los usos extensivos de soportes tecnológicos de registro, documentación y circulación de objetos visuales podría hablarse de visión medial pues muchas de las realidades captadas por los aparatos aun cuando se presenten inverosímiles, no están exentas de punctum: “ese pinchazo, pequeña mancha, pequeño corte, y también casualidad” (Barthes, 1980/1989, p. 58) que “en una foto despunta” pero también “lastima”, punza (Barthes, 1980/1989, p. 78), según la clásica definición. Así las fotografías trucadas con técnicas digitales nos llaman, tocan y atrapan. El flujo visual en definitiva deriva en impresiones subjetivas múltiples pero los efectos más polémicos estriban en que la visualidad produce sus propios ambientes; que suscita tantas visiones como revisiones de una misma historia representada pasando la infinita capacidad de los objetos visuales para replicar en relatos diferentes. Hace unos años, Judith Butler llamó la atención hacia esa primera característica de visualidad productora de sentido común: especialmente en contextos de conflictos bélicos abunda la exposición de fotografías y videos con pleno valor de índices de realidad por la proximidad visual o discursiva. En dichas representaciones, no obstante, ha quedado fuera una realidad des-realizada (no-realidad), a la cual sólo correspondería: o bien deambular y asediar a la realidad visualmente ratificada, o permanecer en forma de realidades perdidas porque éstas fueron despojadas de su indexicalidad (Butler, 2010/2011, pp. 15-16).

4.1 Imágenes aledañas al México inimaginable

Declarada en México la guerra contra el crimen organizado, la muerte de una mujer náhuatl de 73 años en la sierra empobrecida del estado de Veracruz, se convirtió en el caso de una disputa protagonizada por organizaciones civiles, agencias de comunicación, periodistas y grupos de derechos humanos, portavoces de la Secretaría de la Defensa, el entonces Presidente de la república, el gobierno estatal, el médico responsable de la necropsia de ley, el ombudsman y los propios familiares. De acuerdo con los testimonios de estos últimos, Ernestina Ascencio fue hallada cerca de una posta militar de la zona (en donde la mujer mayor solía pastorear), tendida a ras de la tierra y maniatada. Ernestina declaró, antes de morir, haber sido violada por “hombres de verde”. La muerte por violación fue avalada por los médicos y servicios periciales, el mismo 26 de febrero de 2007, día del fallecimiento, cuando se llegó a asentar como causa la “infección en intestinos e hígado” resultado de una violación, con rastros de tortura. Estos motivos condujeron al inicio de una averiguación con número 140/07 por delitos sexuales en Orizaba, la ciudad más próxima (Trujillo, 2012, párrafo 20). Siguieron otros estudios técnico-periciales. Las disputas apenas comenzaban. Estas graves conclusiones en cuestión de horas dieron contenido a discursos enfrentados de acuerdo con la lógica institucional de atribuir o deslindar responsabilidades del Ejército en el evento aberrante. La sospecha del crimen recayó sobre soldados o, según se insinuó, en delincuentes disfrazados; pero sólo el cuerpo de la mujer victimada adquirió el carácter de depositario de las pruebas para acreditar o desmentir unos y otros relatos, pasando por reiterados dictámenes del fallecimiento hasta la exhumación del cadáver a instancias de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Sobre el cuerpo exhumado el 9 de marzo de aquel año, se efectúo otra autopsia por parte médicos forenses militares y certificada por peritos de la Procuraduría General de Justicia de Veracruz y de Derechos Humanos, cuyas conclusiones desacreditaron los anteriores estudios técnico-periciales por inconsistencias y omisiones. Sin las pruebas de “importantes órganos anatómicos como cráneo, vértebras cervicales, pulmones, corazón, hígado, estómago, asas [sic] intestinales y órganos sexuales” (Trujillo, 2012, párrafo 37) no hubo suficientes pruebas para determinar, tal y como se había sostenido, que se trataba de una muerte por “traumatismo cráneo-encefálico, fractura y luxación de vértebras cervicales, anemia aguda” (Trujillo, 2012, párrafo 37) también se desvanecieron las tesis de una agresión sexual.

Aunque el caso fue cerrado hacia finales del mes de abril de aquel 2007, sus secuelas marcaron la escena nacional, dado un número de ambigüedades y hechos poco claros como el que cuenta uno de los primeros forenses, quien sostuvo su dictamen médico implicando en las causas del deceso la posible violación basándose en la evidencia de las lesiones así como en los años de ejercicio médico (véase Ernestina Ascencio Rosario, 2013). Lo que cabe mencionar es como, en especial, una segunda autopsia hizo las veces de visor técnico-científico que decidió cuál indicio era aceptable y discriminó el resto. Sobre los campos de batalla donde se dirimía la guerra y la representación del país imaginado, el destierro del cuerpo de Ernestina inauguró las puestas en necroescena dispuestas a la mirada forénsica, derivada de la participación activa de más sofisticadas tecnologías del conocimiento científico, sobre los cadáveres y cuerpos exhumados de las autopsias sociales (Ferrándiz, 2014, p. 37) y a la miradas forénsicas paulatinamente transformadas en las detentoras del relato maestro sobre el acontecimiento. Para aquel 2007, Rossana Reguillo en uno de los promisorios análisis culturales acerca del curso que cobraba, ya, la violencia predatoria, situó este caso bajo la tesis de la guerra de necropsias (Reguillo, 2007, párrafo 50) puesto que entre especialistas y peritos locales y federales “la razón científica quedó en entredicho” (Reguillo, 2007, párrafo 51): por un lado, los indicios del cuerpo tras el momento de la muerte determinaban, con probabilidad, la violación como causa agravante entre otros factores fisio-epidemiológicos; por otro, después de la exhumación, el cadáver exhumado no mostró más que indicios de muerte por complicaciones diversas más un deterioro agudizado por las condiciones de salud y desnutrición de la mujer mayor. Prácticamente la verdad del cuerpo inerte se convirtió en un dato difuso incluso para avezados forenses, pues sobre la superficie del cadáver en realidad se inscribieron indicios que suspendieron su índice en esta particular irrupción de un cuerpo que dividió el espacio público en el país, como apuntó Reguillo:

El cuerpo roto es indicial, porque el poder borra las huellas de su presencia en él; deja de ser indexical, porque no hay contrarrelato, argumentación, contestación que restituya la relación significante-significado. En el cuerpo roto se verifica la disputa política por establecer el indicio creíble, legitimado, cómodo (Reguillo, 2007, párrafo 51,cursivas propias).

Si bien en la actualidad la carencia de imágenes de esta particular exhumación no sea una referencia ni haya formado parte del análisis stricto sensu visual —hasta donde ha podido llegar este artículo—; en términos de experiencia histórica el caso cumple las veces de una segunda irrupción diacrónica de la muerte violenta en la historia reciente. Se puede considerar como un primer gran ciclo de irrupciones letales los feminicidios en la fronteriza Ciudad Juárez y en otras partes del país, que se extendió paulatinamente a otras geografías de muertes atroces. Desde allí ha ido surgiendo la vida de los cadáveres entendida como esa sobrevida de los cuerpos sin vida, inscritos de significación y muerte violenta, que el antropólogo de la memoria Francisco Ferrándiz toma y amplía de la noción de “vida política de los cadáveres” empleada por su colega Katherine Verdery, en los años noventa del siglo pasado (Ferrándiz, 2014, p. 30). Para Ferrándiz, las proyecciones de cadáveres sobre el espacio público, en sus variantes de cuerpos exhumados, o semienterrados, desaparecidos, arrojados en fosas o baldíos, entre otros, se despliegan en rutas diferenciadas de “vidas” más allá de la muerte, como aquellas formas en que los cadáveres están siendo ignorados, judicializados, o soslayados (“vida judicial”); tales rutas contemplan, asimismo, las intervenciones mediante las cuales los cuerpos tienen una manifestación forense, logrando dar cuenta de evidencias reveladores (“vida científica”), además de la versatilidad con que los muertos hablan y actúan en vidas, verdaderas gestiones postmortem, de índole emocional-afectiva, virtual, narrativo, ritual, político, y cultural (Ferrándiz, 2014, pp. 32-35).

Esos cursos vitales coexisten con una expansión de lo muerto y sus bordes como significante, pero sólo hace poco se hacen cosas con los cadáveres, tal como subrayó el historiador de arte de Salamanca, Domingo Hernández Sánchez, al insistir que "se les muestra tal como son, eludiendo todo tipo de representación" (Hernández Sánchez, 2008, párrafo 1). La conversión del cadáver en cosa equivaldría a un momento de la cultura en que el cadáver se presenta y exhibe "Sin mediación simbólica, sin posibilidad de imaginación Es en este contexto donde el cadáver se sitúa junto a todos esos conceptos ya habituales y que enmarcan el retorno de lo real: abyección, trauma, repulsión” (Hernández Sánchez, 2008, párrafo 1, cursivas originales).

La aparición social de estas vidas después de las muertes violentas, en la lectura de Ferrándiz, atañe a los modos y usos de las técnicas y tecnologías puestas en marcha en cada una de las modalidades de vida. Incluiría por supuesto los registros y documentos que en la actualidad aparecen y reaparecen en la topología de las redes de comunicación, generación, traducción y distribución. Trasladados al específico caso de los objetos visuales de los escenarios postmortem, las luchas por los cursos vitales de los cadáveres participan en complejos de acción, donde:

En todo momento las imágenes están siendo transformadas, re-escritas, re-editadas, re-programadas en su paso a estas redes. Ellas se vuelven visualmente diferentes en cada uno de estos pasos. Su status como copias deviene, por lo tanto, sólo una convención cultural, como anteriormente lo era el status del original. [Walter] Benjamin sugirió […] que la nueva tecnología estaba en condiciones de hacer una copia más y más idéntica al original. Pero el caso ha sido el contrario. La tecnología contemporánea piensa y funciona por generaciones. Transmitir información de una generación de hardware y software a la siguiente implica transformarla de una manera significativa (Groys, 2008/2012, párrafo 9).

Con el “uso metafórico de la noción de ‘generación’”, Boris Groys remite al proceso mediante el cual la imagen en cada medio, en cada contexto, y por ende en cada una de sus repeticiones e iteraciones se convierte en muchos y diferentes originales (2008/2012, párrafo 9); a mi parecer lo revelador estribaría en la sobrevida de tales imágenes que empujan hacia respuestas afectivas, cada una supone afectos adheridos con valores, ideas, objetos y situaciones del entorno subjetivo y social (en el sentido atribuido a los afectos con aquello que suelda, traba y adhiere Ahmed, 2010, p. 230).

Cada respuesta afectiva ante la imagen, además, afirma la brecha afectiva entre quien ve y vive y el otro, que yace. Las “malas muertes” hiperbolizadas por la mano asesina y plasmadas en fotografías de la prensa gráfica, y que suponen un grado de iconicidad comparativamente mayor que otras fotos, deconstruyen los escenarios de estas muertes (Bennet, 2002; Das, 2007) en series de instantáneas de la máquina del/de la fotógrafo/a, cuyo valor radica en su carácter indizado y, a su vez, inmaculado, y cuyo destino es la exposición en la superficie visible de la prensa impresa y virtual.

Las fotografías de las “malas muertes” en México entrarían dentro de la literal definición de ser registros de la exterioridad del mundo reinserto en la exposición del mundo, en el sentido que da Jean-Luc Nancy a la "fuerza íntima" de la imagen que "'no la representa' la imagen, sino que la imagen lo es, la activa, la saca y la retira, la extrae reteniéndola, siendo con ella que la fuerza nos toca" (Nancy, 2002, p. 13). Los gestos y movimientos figurados en las fotos capturadas al calor de los enfrentamientos armados, por ejemplo, cobran presencia en el juego de una luminosidad tonal que le es inherente al material visual como a su origen como medium del reportaje. La presentación de las fotografías en los diarios digitales y otros formatos mediáticos preservan aquella originaria ilusión de la prensa de hace siglo y medio que concedió mayor autenticidad a las imágenes técnicas, en especial a las fotografías de guerra (Gervais, 2010, p. 371, traducción propia), porque su presencia material aparecía haciendo las veces del cuerpo del testigo visual, que en otros tiempos contaba lo que vio. Pero además de esa fuerte propiedad denotativa, el uso de la fotografía de guerra en la prensa ilustrada de antaño, y en la prensa gráfica de hoy, ha valido como documentación topográfica de los escenarios guerreros (2010, p. 372), propiedad que se transfiere hasta nuestros días con la función de grabar situaciones de violencia o de violación a los derechos básicos (y divulgarlos en la esfera pública) mediante los artefactos de la visualización.

La abundancia de las imágenes técnicas en los formatos virtuales e impresos de la prensa mexicana, y la sobresaturación del espacio público con las relativas incluso a ejecuciones en vivo, participó de la formación cultural del país durante la “guerra contra el narcotráfico”, implementada por el gobierno mexicano, a partir de diciembre del 2006.

Dentro de un amplio rango de fotografías que circularon por entonces imperó una mezcla de imágenes capturadas bajo la lente de fotoperiodistas, reporteros gráficos, con la consigna de magnificar las escenas de sangre. Los debates acerca de la intervención directa de los sistemas de control y vigilancia sinóptica y digital se centraron en parte en los desplazamientos operados por las maquinarias de los Estados y los medios de comunicación en lo que vino a conformar los marcos de visibilización (que distingo de los regímenes sensibles, más adelante) en y a través de los cuales se van permeando los criterios de distinción de lo visible y lo legible, si recordamos que en el juego visual de los media actúa la doble intervención de las leyendas escritas y la inscripción de las fotos.

5 Una violencia imposible. Cuerpo insepulto y geografías que testimonian

Ante la imagen como Ante la ley, dice Georges Didi-Huberman (2000/2011), estamos situados como lo está el vulnerado personaje de la parábola kafkiana “en el marco de una puerta abierta” (p. 31) frente a la cual se espera. Aunque en el quicio de estas puertas mexicanas de la visión el pasmo sobreviene cada vez que “de golpe nuestro presente puede verse atrapado y, de una sola vez expuesto a la experiencia de la mirada” (p. 32). No es posible sustraer la mirada a tantas superficies copadas por cuerpos maltrechos, a sus trazos y minúsculos restos. Junto a las imágenes, y con ellas, cada rictus fijado por otro golpe, el contundente y letal, reaparece en una suerte de expedicionario del siglo XXI que no escribe cartas ni retrata el exotismo del lugar, tampoco dibuja las texturas de la vegetación local y su mundo animal. Ese gesto inerte no deja constancia de los acontecimientos atravesados por violencia, por el contrario señala su opacidad sobre el mismo punto donde quedó plasmado. Lo gestual signa al país inimaginable (inimaginado), hace otras cosas que registrar la última afección del cuerpo, explora el terreno, lo marca; en la cimas y baldíos de sus tierras se diagraman las sendas de la excavación por venir, para dar con cuerpos amontonados, y otras veces, sólo con las cremalleras, dijes, monedas, botones que llevaban consigo los insepultos.

Imposible no ver tal gestualidad en los disímiles parajes del suelo nacional, ahora representable con íconos colocados sobre las superficies: un predio desde antes un vertedero (“tiradero”) muda en osarios: los últimos veinticuatro, los diez, los pasados tres meses, como lo haría cualquier lego, y a estas alturas hay una parte de legos y espectadores y otra población de iniciados situados en los anillos y circunferencias del mapa del país reciente. Para el caso, sirva de ejemplo un reportaje radiografiando un lugar destinado a los deshechos. Una periodista cuestiona a la persona a cargo de un equipo de arqueólogos —un experto en criminología— entregado a la limpieza y clasificación de 4 mil minúsculas partes de osamentas halladas en el predio “Las Negritas”, del estado de Zacatecas: “¿Se sabe cuándo comenzaron a ser arrojados y quemados? […] ¿Está confirmado que son humanos?” (Espinosa, 2011, p. 25) La antigüedad de los huesos era indeterminable aunque en los días finales de septiembre del 2011, cuando se dató aquel hallazgo en los medios impresos, para todos era claro que hurgar entre los despojos de fruta estrujada por la maquinaria de la fábrica de jugos más importante de México iba más allá de identificar los probables restos de ocho cazadores desaparecidos, luego de que un integrante de la expedición de caza había huido de ese basurero donde hombres armados decidieron asesinarlos. La segmentación ósea sirvió de un índice para recomponer esqueletos bajo esa mirada detenida en el fragmento, que técnicamente calcula a partir de los restos depositados en el lugar.

La resistencia a imaginar lo sucedido constituye una de las primeras respuestas, si no es que la primera, formulada frente a la aparición de cuerpos maltrechos, víctimas de las ejecuciones del crimen organizado en el país. Esta resistencia a representar una posible secuencia de los eventos, operó en los años de 1970 y 1980 en el marco de la llamada la “guerra sucia” cuando en México la represión a grupos disidentes políticos de izquierdas radicales, agrupaciones guerrilleras y otras, se dispersaba a través del rumor y la fabulación mezclando los hechos consumados con la ficción ante la ausencia de pistas y el temor. Ahora es posible afirmar que el discurso del Estado mexicano se construyó sobre una parte silenciada del pasado y de eventos sin lugar en su historia traumática. Las anteriores constituyeron respuestas diferenciales, dos modos de leer y experimentar la vida contemporánea en las cuales el registro de lo decible sufrió continuas interrupciones. Para el caso, funcionaron los mecanismos de censura en la manufactura del “discurso oficial” y de una renuncia anticipada a comprender, menos a explicar, lo que hay detrás de los rastros de la brutalidad dejados a la vista.

Como sucedió en Sudamérica cuando se encontraban los restos de víctimas lanzadas por los aviones de la fuerza aérea durante las dictaduras, el origen de los hallazgos era un imposible suponer el modo de ejecución y el traslado del crimen a un lugar descontextualizado donde en términos estrictos no había una escena del crimen. Cuenta María Celeste Perosino, una antropo-forense argentina, que entre abril y mayo de 1976 cuando en las costas uruguayas tuvieron lugar apariciones de cuerpos unidos, de color amarillento y con infinidad de fracturas. Ese descubrimiento siniestro llevó a las autoridades de aquel país a suponer que la causa de las muertes debía tener origen en algún homicidio ritual dentro de buques orientales (Perosino, 2011, párrafo 22 y nota al final 14) que llegaban a las costas uruguayas.

Visto desde el poder de este tipo de hallazgos, el problema de los aparecidos (Duvignaud, 1981/1987) revive antiguas creencias arraigadas en la lejanía de los tiempos sobre la omnipresencia del muerto capaz de sorprender al vivo, tal y como lo apuntara hace tiempo Françoise Duvignaud: “[En el medioevo], el cadáver podía hacerse justicia” reapareciendo en el momento oportuno con la finalidad de llevar a cabo alguna defensa (1981/1987, p. 94), como si debiera mantener un diálogo con el mundo de los vivos (1981/1987, p. 96).

En lo contemporáneo latinoamericano la creencia en la vida después de la muerte no participa del impulso de la mano ejecutora, o, más bien, con ella o sin ella en la experiencia de muerte masiva en el México del pasado reciente, unos se arrogan el derecho de aniquilar a otros no porque las víctimas estuvieron en el sitio equivocado en el fuego cruzado de la batalla (lo cual ocurre también) sino porque éstas fueron imaginadas como cuerpos prescindibles. Tras los escenarios y sus montajes, queda la utilería abandonada en la representación de la muerte en la vida.

La experiencia de estar inmersos en un mundo donde la muerte violenta es altamente posible, se agrega como un datum fatale al carácter contingente de la vida contemporánea: la contingencia es ni lo imposible ni lo necesario. Y en esta comprensión de la experiencia vivible, permea un añadido rasgo apocalíptico que estriba en una muerte asesina cumpliendo las veces de polo subjetivante: en tanto esa muerte parece ineluctable, contra ella parece vano luchar, una vez que se percibe su fuerza imparable, sólo resta la esperanza de su final.

La violencia del México contemporáneo resulta y aparece como cosa viviente, pero informe; es un fenómeno imposible, aun cuando sus escenas cotidianas hayan saturado las pantallas de televisión, la prensa en general y las imágenes en internet y en las redes sociales diseminándose en fracciones de segundos. La visualidad posible que se instaló a partir de los primeros movimientos del gobierno conservador de Calderón mediante la retórica de su investidura en el ritual de entrega y recepción del poder, y hasta el último gesto de su periodo de gobierno, en noviembre del 2012, se apega a las estrategias comunicativas que ya Stuart Hall calificó de “hegemonía audiovisual”. Bajo ese esquema caracterizó a un “dominio [visual, sonoro y discursivo] de lecturas preferentes”, que contienen las visiones institucionales que participan del “sistema social como un conjunto de significados, prácticas y creencias.” (Hall, 1993, p. 90).

Las violencias culturales manifiestas en México a la vista de todos desde mediados de la década 2000, dependió de la misma eficacia que reconociera en los media el mismo Hall cuando destacó que su plena autonomía se ligaba con el papel organizador de un “sentido común cotidiano” que nunca ocultaron (Hall, 1977/1981, p. 366). Sin embargo, para nuestro contexto hubo necesidad de poner al descubierto los modos de aparición y existencia de los objetos en los medios durante los tiempos específicos de promoción y gestión de una política de guerra bajo cuyas circunstancias los objetos visuales y las crónicas fueron documentando la violencia como las prácticas del Estado y la ley en un mismo proceso de violentización de todo lo visible. En esta doble manufactura de las imágenes ya sea en su radical determinación subjetiva en formas de visualización específica y en tanto objetos visuales que documentan (registran), los análisis punteros dieron énfasis al carácter medial de la imagen-objeto disponible como “medio” que plasma un montaje o pone algo en escena. Puesto que los momentos de apropiación y captura de las imágenes técnicas estaban en reserva de las partes en contienda, hacia el año 2010 las interrogaciones se asentaron sobre las miradas de los espectadores: aquellos que no eran víctimas ni testigos. En formulaciones relativas al cómo y qué vemos en México, lo medial articulaba en sí mismo el único modo de experiencia de la violencia: la puesta en escena dispuesta por las superficies mediáticas.

Dicho esto, el elemento metodológico que mejor resume las pautas de análisis, la ofreció en su oportunidad, la revista digital Red: arte, cultura visual y género, que en su primer número, en 2010, introdujo Ana María Martínez de la Escalera (2010) apuntando la relevancia de escenificaciones para d atender los significados desplegados por la presencia de la violencia. Entre los años 2010 y 2011, varias interpretaciones continuaron esta línea, inclusive sin proponérselo, se detuvieron en las escenas de atrocidad extrema. En su artículo ‘La vida no vale nada’ Violencia, imagen y cuerpo en la ‘guerra contra el narcotráfico’ en México, Rigoberto Reyes Sánchez (2011) emprendió una ruta analítica sobre la categoría del “cuerpo muerto”; en el particular se ocupó de las circunvalaciones significativas de los cadáveres como el de un “capo de la droga” presentado en escena forrado de billetes ensangrentados en una foto diseminada por el mundo por la agencia de noticias Reuteurs en diciembre de 2009. Otro artículo seminal, de Paola Ovalle, hizo un análisis seriado de las narrativas visuales de la violencia en México (2010) pasando a caracterizar la puesta en escena de las muertes violentas donde las posturas, colocación y trabajo sobre los cuerpos antes y después de los asesinatos perfilan una tipología de los cuerpos inermes a semejanza de los cadáveres “encorbatados” en los rituales de crueldad que en otras latitudes atestiguaron miles de familiares de asesinados recompuestos de manera macabra. Aquí, en adición a la desfiguración simbólica, se integran materiales (cinta adhesiva) para efectuar la técnica de borramiento, por ejemplo, de la cara de los cadáveres (Ovalle, 2010, p. 109), y la intrusión de las escenificaciones en importantes centro, pasajes y puentes urbanos. Los artilugios teatrales pasan a integrarse a una peculiar teatralización del exceso puesta en práctica en los rituales de muerte violenta en otras latitudes, como se encarga de referir la misma Ovalle remitiendo al trabajo de Elsa Blair (2005, en Ovalle, 2010) en Colombia. Un antecedente importante fue el estudio de 1978 efectuado por la también antropóloga colombiana María Victoria Uribe acerca de las masacres guerrilleras en una región específica, entre 1948-1960. Su clave de desciframiento fue la serie de acciones sobre el cuerpo: el acto de matar, la recursividad del rematar y la confirmación del acto, a través de una inversión horrenda de la jerarquía del cuerpo (Uribe, 1978/1990).

Bajo una clave apocalíptica sobre el caso mexicano se trata de acentuar un recambio del sentido social de la muerte, no menos antropológico ni transnacional, que se revela apocalípticamente a manera de un continuo final sin que acabe nunca de terminar. Con esta otra pauta cultural en torno a un final sin término —muy diferente al oxímoron “después del final”— he intentado acercarme a los rastros visibles de una afinidad histórica entre violencia predatoria y visualización, y entre estas dos y el mal, un término errante, desplazado del dominio de lo diabólico o lo divino y relocalizado en cada composición del lugar donde el dolor pudo haber sido evitado (Ophir, 2005). Una lectura en clave apocalíptica permitió reparar en que la evitación del duelo en el suelo de la violencia extrema concuerda con un sufrimiento irreconocible (Ahmed, 2010, p. 168), que se mitiga con formas ilusorias de duplicación: ante la cosa intolerable en el mundo se duplica un mundo imaginado. Creer en el doble es un velo que enmascara eso que lo real tiene de ineluctable y crudo (C. Rosset, en Boulaghzalate, 2010).

La presencia de cuerpos insepultos, su exposición en espacios abiertos, incluso a la luz del día, colgados en árboles, suspendidos en puentes, empacados en cajas y maletas, troceados y repartidos, acéfalos y mutilados, amordazados y bultos informes constituyen apenas una variación de las modalidades de matar, rematar y administrar los cadáveres en los paisajes mexicanos. Antiguos puentes que otrora unían pueblos y comunidades, elevados sobre barrancos y ríos, pasos peatonales y encrucijadas de caminos entre las vías rápidas de ciudades de la franja fronteriza méxico-estadounidense o los de las turísticas Acapulco y Cuernavaca han pasado a formar parte de las geografías locales donde la muerte se dispuso para ser vista en formas horrendas. Acéfalos y desmembrados, maniatados, con tiros de gracia o señales de tortura los cuerpos inertes quedan expuestos a la vista y al registro visual de reporteros y forenses.

En esta experiencia que liga la visión con los espacios físicos, dando una distinta determinación a los paisajes, donde son los restos y los cuerpos muertos la evidente presencia de una subjetividad sin sujetos, de un espacio herido donde la vida yace. “La desgarradura del cuerpo desfallecido ya muerto del que nadie pudiera ser dueño, o decir: yo, mi cuero, aquello a que anima el único deseo mortal”, que introduce Maurice Blanchot en su Escritura del desastre (Blanchot, 1958/1990, p. 32), paulatinamente se identifica con una geografía alterada en donde la tierra, en su sentido más denso, el de paisaje social, es menos un lugar en donde las cosas ocurren que un lugar que da testimonio.

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