La visión de la memoria que insiste en que es menos una facultad individual y más un proceso de edificación cultural, que es colectiva, se expuso a principios del siglo XX. La memoria que aquí se suscribe es colectiva, siquiera por los marcos en que se contiene, como el espacio, el tiempo, la afectividad y el lenguaje, sobre la base de los cuales se construye, porque son eso, marcos en los que se contienen, en los que cobran sentido los acontecimientos que han de ser dignos de mantenerse para después comunicarse. Los marcos sociales posibilitan estabilidad, porque son puntos fijos, coordenadas que permiten contener, y por ello el contenido puede modificarse, pero los marcos, fijos como son, se mantienen: son aquello fijo donde puede apoyarse lo que se mueve. Los marcos son significativos en la medida que se acuerdan colectivamente y que se estipulan para las colectividades: una fecha y un lugar resultan de interés para la gente en la medida que les instan algo, que los interpelan, que les comunican algo significativo, de lo contrario serían fechas y lugares distantes, sin interés, ajenos e incomunicables. La memoria colectiva es una reconstrucción social sobre eventos significativos del pasado que se realiza desde el presente, es una visión grupal, social, de esos acontecimientos que han sido relevantes para una colectividad, no es el reflejo de lo ocurrido, toda vez que se asume que ello no se puede dar. Es una perspectiva inaugurada por el francés Maurice Halbwachs que en 1925 publicó en libro titulado Los marcos sociales de la memoria (1925) y un texto póstumo intitulado así Memoria colectiva (1950).
Desde esta perspectiva, el espacio no es un territorio físico sino uno social, uno que se habita, que se vive, que se significa. La esquina que rondan las personas, el edificio en que una familia ha vivido durante décadas y se niega a desalojar, la tierra que generaciones pasadas han cultivado y por eso no se vende, el suelo en que se ha vivido y del que a uno lo destierran y entonces se busca el retorno, o la plaza donde ha ocurrido una masacre y al paso del tiempo se visita una y otra vez. El tiempo, de igual manera, no es uno lineal ni físico, es uno con sentido, como esos plazos de celebración, esos días de recuerdo, esos calendarios que inventan diversas culturas, esas fechas que se conmemoran, lo mismo el nacimiento, los quince años, las bodas hasta las gestas de diversas revueltas, masacres o las fechas de la resistencia o la expiración.
El lenguaje, por su parte, es un marco central en tanto que es con él que se comunican esos sucesos y vivencias que se consideran relevantes, con lenguaje se significa, mantiene y se comunica ese pasado en el presente. Halbwachs (1925) lo pone así: “los hombres que viven en sociedad usan palabras de las cuales comprenden el sentido: ésta es la condición del pensamiento colectivo” (p. 279), y es que cada palabra que se comprende se ve acompañada de recuerdos, a tales recuerdos se les hace corresponder palabras. Para evocar los recuerdos hay que hablar de ellos, es esa una característica fundamental del lenguaje, y así es todo el sistema de convenciones humanas, que permiten a cada momento reconstruir nuestro pasado.
Pues bien, estos son algunos de los marcos sociales que posibilitan estabilidad, porque son puntos fijos, coordenadas que permiten contener, y por ello el contenido puede modificarse, pero los marcos, se mantienen. Como se ha indicado, el lenguaje es central en la edificación y comunicación de los contenidos de la memoria, y una manera en que ello ocurre es mediante la narración. La narración, se concibe como “prácticas de producción y articulaciones argumentativas organizadas en una trama enmarcadas en unas coordenadas espaciotemporales” (Cabruja, Iñiguez y Vázquez, 2000, p. 62). Son discursos con sentido. En efecto, narrar es relatar, contar, referir, informar acerca de algo, como antaño se hacía, como la tradición oral dicta; relatar es dar cuenta de algo (Gómez de Silva, 1985/1999), y ese algo debe tener algún sentido, cierto significado para quien narra y para quien escucha o lee, porque esa es la cualidad de la memoria: guardar y dar cuenta de lo significativo de la vida, de lo que vale la pena mantener para luego comunicar y que alguien más lo signifique. Existen más elementos que caracterizan a la memoria colectiva (Mendoza, 2001, pp. 62-125), no obstante para fines del presente trabajo, con estos nos quedaremos para su incorporación más adelante. Para cerrar esta idea puede entenderse por memoria, como lo expresa Isabel Piper (2005, p. 11) “una construcción colectiva, un proceso de interpretación de los acontecimientos que fueron o que pudieron haber sido, distanciándonos de aquellas perspectivas que la entienden como un receptáculo en el cual se almacenan los acontecimientos del pasado”.
Ahora bien, si se efectúa un proceso de recuperación de lo significativo del pasado, como la memoria, se despliegan asimismo prácticas tendientes a la fabricación del olvido. De los libros se ha dicho que no tienen sentido ni efecto alguno si no se les lee, que fue lo que ocurrió en algunos siglos en la Edad Media con varios autores griegos, porque se les censuró, se les ocultó, de cierta manera se les silenció. Cuando alguien escribe se abren diferentes interpretaciones a lo que ahí se dice, sea sobre el pasado, el presente o el porvenir. Umberto Eco a eso le ha denominado diálogo entre texto y lector (Eco, 1976/2000). Cuando no hay lectura, por una intención deliberada de ocultar, el silencio rige y se erige como vehículo que conduce al olvido. El olvido social es entendido aquí como esa imposibilidad de comunicación sobre lo que en el pasado ha ocurrido o en el presente se va forjando, y cuya incomunicación se dispone desde posiciones de privilegio como las de poder. En tal sentido, el devenir del olvido se encuentra ligado al silencio, a aquellos o aquello que se ha querido, intentado y, en no pocos casos, logrado acallar. Se pueden referir casos como los de las mujeres, los marginales, los leprosos, las brujas, los pensamientos opositores y bien podrían incluirse “personajes” que incomodan en distintos periodos de la historia ortodoxa. No obstante, sobre ellos poco a poco se ha ido corriendo el telón, se ha ido arrojando luz, se les ha ido sacando de las sombras, se les ha mostrado como emblemas de su momento. Existieron y sobre estas personas comienza a escribirse, aunque debe reconocerse que si se hablaba sobre dichas personas, se hacía desde una postura de privilegio: no se narraban a sí mismas estas gentes o, al menos, no se conservó ese punto de vista, pues se omitió, o como lo apunta Félix Vázquez (1998, p. 70): son narrativas que pertenecen “al discurso dominante”, en especial es la traza discursiva de los gobiernos autoritarios.
Quizá sea por este tipo de consideraciones que el escritor argentino Juan Gelman (2002) ha declarado que escribe, porque escribiendo intenta acabar con el silencio que navega sobre la amnesia. El diálogo colectivo fortalece el lazo social y minimiza los gravámenes del silencio, y el silencio en medio de la imposición, de una dictadura, implica el consentimiento y es tendiente al olvido. En este proceso, la reflexión es lacónica: de lo que no se habla no existe, o cuando menos no cobra significado alguno. Siguiendo a Ludwig Wittgenstein (1921/2012), si “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo” (pp. 74-75), entonces, en la realidad no cabe aquello de lo que no se habla, y como ha escrito Michelle Perrot (1999/2002, pp. 55-61):
Lo que no se cuenta no existe. Lo que nunca ha sido el objeto de un relato, de una historia, no existe. Los tiranos lo saben muy bien y por eso borran los rastros de aquellos a quienes intentan reducir a la nada.
Distintos actores han sido borrados, por acción del silencio, en los relatos de la remembranza y, en este caso, las mujeres han sido las mudas, las ausentes, las olvidadas de la historia. Las mujeres de las que se habla son las excepcionales, una especie de grandes hombres. Las mortales, pequeñas, no han existido, no son sujeto de relato. Siguiendo esta reflexión, aquel suceso, periodo, sector, grupo, persona que no se nombra, de quien se calla, a quien no se le incluye en el discurso y la conversación, se le ha olvidado: a quien no forma parte de la conversación se le reduce al silencio, se le margina, se le olvida. Una característica de la historia oficial, señala Marc Ferro (1996/2003): “es el silencio que se impone a ciertos secretos […] los silencios principales están ligados a las normas de legitimidad en que se basa la institución, y más aún a los orígenes de dicha legitimidad” (pp. 97-98), que cobran la forma de tabú; es en ese sentido que la historia oficial suele ocultar hechos vergonzosos perpetrados por una institución fundadora, como los crímenes, las matanzas, los genocidios, entre otros. Éste es un rasgo que comparten una gran cantidad de países. Cierto: “en los discursos dominantes se aboga por el carácter incontrovertible de los hecho, de única interpretación […] un discurso único” (Vázquez, 1998, p. 69). Ciertamente, los regímenes totalitarios son proclives a la creación de una sociedad privada de memoria, encontrando su aliado en la negación y silenciamiento del horror.
En cambio, al hacer memoria, al reconstruir el pasado, se le endosan continuidades a lo que ha sido significativo en los grupos y en la sociedad. Mediante memoria se ligan pasado, presente y futuro, al tiempo que se edifican nuevos significados, y de esta forma resulta comprensible y familiar lo que tiempo atrás sucedió. Cuando el silencio, tendiente al olvido, hace acto de presencia sobre el pasado, éste se vuelve incomprensible y ajeno, a lo cual se le denomina discontinuidad; ahí donde falta la memoria la discontinuidad se presenta generando olvido, siendo uno de sus productos la novedad: ese no saber de dónde provienen las cosas, ese rubricar los acontecimientos, personajes o pensamientos como algo que surge en el momento y en el presente, desconociendo su largo viaje desde tiempos atrás. En México, por caso, para muchos resultó una novedad, discontinuidad, el surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994, en virtud de que los movimientos guerrilleros de las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX fueron silenciados, mandados al olvido. En consecuencia, se creyó que estos no habían existido en nuestro país y se vio como una manifestación nueva a la naciente guerrilla, y a varias de sus expresiones, elementos que ya se habían mostrado en los grupos guerrilleros de las pasadas décadas. Es el caso del viejo Antonio, una especie de alter ego, que ya estaba presente en la guerrilla de los años setenta de Lucio Cabañas, pues la figura del viejo es ancestral y emblemática en las culturas indígenas y campesinas de México. En este caso, el silencio ha fungido como material del olvido social. El silencio como contraparte de la edificación de la memoria mediante el lenguaje, y los marcos sociales como señalé párrafos atrás.
Varias agrupaciones guerrilleras de los años sesenta y setenta del siglo XX tienen su tránsito de ser un movimiento social y pasar a la lucha armada. Veamos someramente algunos casos. En ese par de décadas surgen en México dos tipos de guerrilla: la rural en el campo y la sierra, y la urbana en las grandes ciudades. En la denominada guerrilla rural podemos ubicar a Genaro Vázquez y su Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR), y a Lucio Cabañas y su Partido de los Pobres (PdlP). Este par de personajes y sus organizaciones habían iniciado su lucha con modestas reivindicaciones. Los dos, por separado, sintetizaban su paso de participantes de organizaciones civiles y pacíficas a las armadas en los siguientes términos. En una entrevista en 1971 Genaro Vázquez señala: “se luchó por todas las formas posibles y ‘legales’. Miles de papeles con quejas pasaron por mis manos sin que ninguna de éstas fuera resuelta en forma razonable para los campesinos […] Y nos cansamos” (en Bartra, 1996, p. 143). Genaro Vázquez participó organizando a la oposición al Partido Revolucionario Institucional (PRI) en las elecciones de diciembre de 1962 en el sureño estado de Guerrero. Ante el fraude electoral surgen las protestas en distintas ciudades del estado, y por ello son reprimidos, llegan los enfrentamientos con la policía y el Ejército, acciones de las que se responsabiliza a Genaro, quien finalmente es aprehendido en la ciudad de México y traslado a Guerrero donde pasa dos años en prisión. Su entonces Asociación Cívica Guerrerense se tornará Revolucionaria y Nacional. Por su parte, Lucio Cabañas en su momento expresará: “nosotros organizábamos a los maestros y uníamos a los campesinos para luchar contra las compañías madereras y [contra] tantos impuestos […] Y también uníamos al pequeño comercio”, pero los reprimieron una y otra vez, y también se cansaron (en Bartra, 1996, p. 143).
La otra guerrilla, la urbana, surge en las grandes ciudades como Monterrey, Guadalajara, Culiacán y el Distrito Federal. Más allá del elemento de sobre ideologización que se les intenta endosar a los jóvenes de entonces, éstos pasan a engrosar las filas armadas en buena medida después de la represión que sufren los movimientos estudiantiles de 1968 y 1971; es decir, pasan de participantes en un movimiento social pacífico y legal a uno armado. La expresión más amplia y de mayor desarrollo por su número de integrantes, más de 1 500 y su presencia en 23 estados del país, es la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S) constituida en marzo de 1973, en su mayoría por jóvenes y estudiantes cuyos movimientos estudiantiles de los cuales provenían habían sufrido la represión constante (Aguayo, 2001). Entre la guerrilla rural y urbana suman más de 30 agrupaciones en las décadas señaladas, y tendrán presencia en más de veinte estados, dos tercios del país.
A la presencia y actuación de la guerrilla el Estado mexicano le opuso violencia cruenta, sanguinaria, desplegando una serie de prácticas que rebasaron los límites de la legalidad. Pueblos arrasados en comunidades alejadas, allá en las montañas, detenciones masivas e ilegales, enclaustramiento en cárceles clandestinas, destierro, persecución, tortura y desapariciones fueron algunas de esas prácticas. A esta actuación del Estado mexicano se le ha denominado guerra sucia. La guerra sucia lo es, precisamente, porque se rechaza la propia ley que se dice defender, y se hace desde el poder, en este caso desde el Estado mismo. No se responde desde la legalidad, desde ahí se actúa y se quebranta, se tortura, se asesina, no se aplica la justicia, se burla. La guerra sucia es esa etapa “en que se volcó toda la fuerza de los aparatos de inteligencia para eliminar cualquier acto de subversión e inconformidad social” (Rodríguez, 2004, p. 10); “lo que señala el carácter de guerra sucia es, precisamente, el rechazo de la ley desde el Estado”, al gobierno le corresponde “responder a la insurgencia armada, pero dentro de la legalidad, sin torturar, ‘desaparecer’, asesinar”; no obstante desde el gobierno “se linchó con furia detallada a los guerrilleros […] se arrojaron cadáveres al mar”, señaló en su momento Carlos Monsiváis (en García, 2004, p. 7, cursiva en el original).
Fueron dos instancias, principalmente, quienes pusieron en práctica la guerra sucia, y lo hicieron en los dos frentes, en el campo y en la ciudad. En la ciudad operó la Dirección Federal de Seguridad (DFS), creada a fines de 1946, y en la cual para 1959 es ya subdirector de esta policía política el legendario Fernando Gutiérrez Barrios, con él estarán personajes como Luís de la Barreda y Miguel Nazar Haro, hombres que controlarán la DFS durante años. Por su parte, el enfrentamiento a la guerrilla rural, especialmente en el estado de Guerrero, corrió a cargo del Ejército, y acarrearía consigo una actividad cruenta: el ataque a poblaciones y comunidades enteras. Genaro Vázquez en su momento denunció “el empleo de la aldea vietnamita […] en diversas regiones de Guerrero donde a punta de bayonetas, se concentra a los habitantes de zonas agrestes en centros de población controlables” (en Bartra, 1996, p. 141), para después llevárselos, encerrarlos en cárceles clandestinas, torturarlos y, en medio de tal acción, asesinarlos. Algunos detenidos eran mantenidos en alguna base militar de la zona.
En ese contexto, la guerrilla no es reconocida como tal; se les niega el derecho a engrosar las filas del movimiento social; son depositados por el discurso oficial en el campo de la delincuencia y el terrorismo: denegación de su lucha y las causas de la misma. No son luchadores sociales, no tienen programas políticos, no pretenden cambios; la prensa nacional se hace eco de esa voz, y se les ideologiza, mandándolos, desde ese momento, a la zona del olvido. En cierta medida por eso, en una ruta a contracorriente, los sufrientes y sobrevivientes de la represión han intentado reconstruir lo que aconteció en aquellos años oscuros. Primero en susurros, luego escribiendo, después en foros, ahora se va delineando esa memoria negada.
En la desaparición “las víctimas se borran, los triunfos se esconden, los combates se minimizan”; se esconde lo hecho, “el secreto que se guarda no es del orden de la palabra, de la interdicción, sino del silencio sobre el destino, sobre la suerte de un individuo: sobre su existencia”; cierto, “el secreto, la negativa, la ignorancia, el olvido, la tachadura, la rasgadura, las contradicciones, todas son técnicas para desaparecer a las personas, para difuminar su memoria, desconocer los conflictos, callar las batallas”, señala Roberto González (2012, p. 138).
En México, esta práctica de desvanecer cuerpos tiene sus inicios, para después realizarse de manera sistemática, a fines de los años sesenta. A decir de Laura Castellanos (2007) la primera desaparición forzada en los tiempos de este periodo de actuación de la guerrilla, es la de Epifanio Avilés Rojas, vinculado a la ACNR de Genaro Vázquez, ocurrida el 19 de mayo de 1969. Fue entregado a dos militares, uno de ellos Mario Acosta Chaparro, a quien se le ha señalado como inaugurador de los vuelos de la muerte en el estado de Guerrero, y a quien se acusa de haber desaparecido a varias personas en ese tiempo.
Ese mismo año, en torno a la guerrilla de Lucio Cabañas también hay un desaparecido, David Cabañas narra:
Cuando Lucio toma el monte y las armas comienza la represión contra los familiares y gente cercana a Lucio. A Juan Fierro, profesor cercano a Lucio, lo desaparecen en 1969. Y eso que no había acciones militares fuertes aún, pero la represión ya se dejaba sentir. A Juan Fierro García lo desaparecen (David Cabañas, comunicación personal, 10 de febrero de 2010).
Es éste un punto de partida de la estrategia contrainsurgente. Es la misma hipótesis que sostiene un estudioso de la inteligencia mexicana Sergio Aguayo (2001, p. 189), quien plantea que las desapariciones inician en el estado de Guerrero en 1969 y se propagan por todo el país hacia 1973.
Legalmente se considera el delito de desaparición, dice el Código Penal Federal (s/f, Título Décimo, Capítulo III Bis, Artículo 215-A, cursivas del original): “Comete el delito de desaparición forzada de personas, el servidor público que, independientemente de que haya participado en la detención legal o ilegal de una o varias personas, propicie o mantenga dolosamente su ocultamiento bajo cualquier forma de detención”. Este tipo de delito se configura a partir del momento en que vence el plazo para la presentación del detenido a la autoridad competente. A decir de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en México hay prescripción de este delito a partir del momento en que aparece la víctima, ya sea viva o muerta. La desaparición forzada es un crimen de lesa humanidad. En el mismo Código, se señala: “Comete delito de genocidio el que con propósito de destruir, total o parcialmente a uno o más grupos nacionales o de carácter étnico, racial o religioso, perpetrase por cualquier medio, delitos contra la vida de miembros de aquellos” (s/f, Título Décimo, Capítulo III Bis, Artículo 215-A). En su momento Mariclaire Acosta, quien fuera representante de Amnistía Internacional en México, sobre las desapariciones, dirá:
El mecanismo empleado para desaparecer a una persona en Latinoamérica es relativamente sencillo: se trata de aparentar un simple secuestro, perpetrado en forma rápida, violenta y anónima como lo dictan los cánones de la tradición. Generalmente el acto es precedido por un allanamiento de morada en el cual un grupo armado irrumpe violentamente, a las altas horas de la noche, en el hogar de la víctima, y, tras el amedrentamiento y maltrato del resto de los habitantes, lleva consigo a su presa además de todos los objetos que pudo hurtar durante el operativo (en Poniatowska, 1980, p. 142).
Dicho método, como muchos otros desplegados en los años de la guerra sucia, se han negado una y otra vez. No obstante, han quedado huellas, indicios, que permiten ir reconstruyendo, a la par de lo narrado por algunas personas, las estancias últimas donde se vio a quienes después desaparecieron. Uno de estos indicadores lo constituyen los propios documentos y archivos que la policía política elaboró para dar cuenta de las detenciones de quienes participaban en la guerrilla. En efecto, en los archivos de la DFS hay indicios de los desaparecidos, no así la manera como desaparecieron. Son piezas de un rompecabezas más amplio pero que brindan elementos para saber dónde estuvieron por última vez: fragmentos de la memoria colectiva de esos eventos, que se han ido proporcionando en los años recientes y que han sido narrados por familiares o sobrevivientes de la guerra sucia, y que desde su posición contribuyen a ir dibujando la memoria colectiva de esas décadas, de esta sociedad.
Un primer intento de reconstrucción de la práctica de las desapariciones la realizó la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Después de siete décadas en el poder por parte del Partido Revolucionario Institucional (PRI), con la llegada al gobierno del derechista opositor, Partido Acción Nacional (PAN) en el 2000, se creyó que se podría investigar lo ocurrido en el pasado, al menos en cuanto a procesos de represión se refería. La CNDH realizó una investigación y entregó un primer informe en 2001: tenía registrados 532 casos, documentó 232 en que se tenía información delas personas desaparecidas hasta el momento en que se le detiene, incluso con actas de detención, pero se desconocía su paradero final. Por su parte, hasta 1978, el Comité Eureka (de familiares de desaparecidos, principalmente madres) tenía registrados 480 casos, la Asociación de Familiares de Detenidos, Desaparecidos y Víctimas a los Derechos Humanos en México (AFADEM) 1200 y años después la oficial Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP) 797 (González, 2012, p. 20).
En muchos casos es sumamente complicado comprobar que se desapareció, y se entiende, pues la lógica del poder es borrar, esfumar, y no tendría caso guardar signos, señales o documentos que den cuenta de su existencia en los sótanos del poder, como lo ocurrido dentro del Campo Militar Número Uno (CMN1), complejo carcelario que fue construido en 1961 por disposición presidencial, y realizado por el entonces secretario de Gobernación Gustavo Díaz Ordaz, que después ocuparía la presidencia. El CMN1 “la principal plaza militar del país será convertida en el mayor centro clandestino de reclusión y tortura en la historia de México” (Castellanos, 2007, p. 125). Ahí y en sus archivos se encuentra una parte fuerte y amplia de la memoria de esa guerra sucia que se desató contra la guerrilla de ese entonces.
Después del intento de la CNDH por ir arrojando luz a ese periodo oscuro de la guerra sucia y los desaparecidos, se creó la FEMOSPP, que partió, para hacer su tarea, del informe de la CNDH y de archivos que le fueron entregados; incluso información con que armó los casos de desapariciones la Fiscalía Especial (2008), se desprende de documentos de la propia policía política, en los que hay reportes y confesiones obtenidas en cárceles clandestinas mediante tortura, así como fichas signalécticas. Algunos de estos reportes están firmados por quien detiene o una figura de más alto rango, en algunos casos se pega una fotografía del detenido y se incluyen datos socioeconómicos y antecedentes penales, en diversos casos se llegó a alterar la fecha de detención, quizá por la desaparición que después se hizo de gente secuestrada. En otros más hay información falseada, deliberadamente, con la intención de no involucrar a ciertos personajes o funcionarios. Hay algunas fichas signalécticas, cuyo formato está redactado en inglés, indicador de la colaboración con el sistema de inteligencia norteamericano.
Las fichas oficiales hablan, en parte, de lo sucedido, como podrá irse viendo. Para 1976 la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD) tenía documentos con fotografías de personas que consideraba “extremistas” y los señalaba como “prófugos”, son 192, y en muchas de esas imágenes es notoria la huella de las golpizas y torturas a que fueron sometidos. Algunos, incluso, aparecen con letreros de identificación carcelaria, como en el caso de José Luis Rhi; otros aparecen en camas y con sondas, es el caso de Edna Ovalle Rodríguez. Son imágenes de detenidos por esta dependencia, y se les rotula en esos documentos como “prófugos”; algunos de ellos, se sabe, se encontraban en el CMN1. Otras fotos que se incluyen en este legajo son en realidad tomadas de documentos oficiales, como licencias de manejo por ejemplo. Dicho documento se encuentra engargolado y se signa como “extremistas prófugos”; el reporte está hecho a máquina de escribir, y en las fichas de los prófugos se da cuenta de su actividad. Una de ellas dice:
Arturo Rivas. Alias Germán, René o Román. Activista perteneciente a la ‘Liga Comunista 23 de Septiembre’. Autor de varios hechos delictuosos. Se encuentra recluido en la Crujía ‘M’ en Lecumberri a disposición del Juzgado Décimo Quinto Penal, acusado de robo, asociación delictuosa, lesiones contra agentes de seguridad (en Castillo, Urrutia, Ballinas y Cuellar, 2002, p. 7).
No obstante que se indica que está en prisión, sigue en el engargolado de “prófugos”. De algunos de los fichados no se sabe qué ocurrió con ellos. Este proceso de ocultamiento es tendiente a configurar el olvido.
Tal estrategia indudablemente existió, toda vez que hubo una táctica para aniquilar a la guerrilla, y una de las maneras fue deshacerse, literalmente, de los guerrilleros. Se les detenía, se les recluía en cárceles clandestinas, fueran casas de seguridad de la policía política o campos militares, sitios estos de reclusión ilegal, y después se les desaparecía: el CMN1, la Base Militar de Pie de la Cuesta o el Cuartel Militar en Atoyac son muestra de ello. Las desapariciones parecían funcionarles. El abogado José Enrique González Ruiz, sobre este proceder señala:
Los detenidos-desaparecidos son personas aprehendidas en sus domicilios, centros de trabajo o en la vía pública, por personal armado, en ocasiones uniformado, en operativos que por las condiciones en que se llevaron a cabo y por las características, hacen presumir fundamentalmente la participación en los mismos de las fuerzas públicas (gobierno, Ejército, policía, cuerpos de seguridad y otros organismos oficiales). Con posterioridad a estos hechos las personas detenidas ‘desaparecieron’, sin que se tenga noticia alguna de su paradero. Se trata siempre de un acto ilegal, perpetrado casi en todos los casos al amparo de las sombras de la noche o en otras circunstancias que aseguran la impunidad a sus autores. Es en realidad una forma de secuestro (en Dios Corona, 2004, p. 182).
La desaparición suele no dejar constancia, es un acto de poder y es diseñada en el ocultamiento:
Una persona que a partir de determinado momento desaparece, se esfuma, sin que quede constancia de su vida o de su muerte. No hay cuerpo de la víctima ni del delito. Puede haber testigos del secuestro y presuposición del posterior asesinato pero no hay un cuerpo, material que dé testimonio del hecho (Calveiro, 2001, p. 54, cursivas en el original).
De ahí que la desaparición debe narrarse “desde los fracasos del poder, desde el lado de sus víctimas, desde el recuerdo que hacen las madres y los compañeros de los presuntamente olvidados” (González, 2012, pp. 19-20). Porque en múltiples casos no hay dato alguno, informe, ficha signaléctica, fotografía o fecha de desaparición. A la desaparición física le sigue la desaparición burocrática, pues se pierde la información respecto a esas personas. La desaparición es tecnología puesta en marcha, deviene diversos “mecanismos, técnicas, instituciones, organismos y agentes”, teniendo como propósito “esfumar a los individuos peligrosos, desaparecer a los adversarios, negarles estatuto político” (González, 2012, p. 32). En este mecanismo de lo que se trata no es de derrotar al adversario, al enemigo, se trata de eliminarlos, de negarles existencia y, como se ha indicado, en algunos casos, los desaparecidos tenían ficha de información en la DFS, como ocurrió con Epifanio, el primer desaparecido en Guerrero, lo cual da cuenta de que se les seguía, se les espiaba, se les vigilaba; en otros casos, el rastro se borra, se destruye la ficha de información delas personas desaparecidas, llega la ausencia. Se va borrando el recuerdo, huecos de memoria, zonas de olvido.
Tales secuestros (chupados les llaman en otras latitudes del continente, como Chile o Argentina), y desapariciones, se han ido documentando, testimoniando, reconstruyendo, haciendo ejercicio de memoria, porque como se señala desde esta óptica sobre el pasado, lo que vale la pena la memoria lo guardará, lo narrará, comunicará sus significados, así hayan pasado años, lustros, décadas, que es lo que está sucediendo en estos momentos en México. Aunque trágica la esfumación, se relata mediante el recuerdo de familiares, sobrevivientes o testimoniantes, de ahí que pueda señalarse que “el registro de un desaparecido es una guerra sorda entre las fuerzas de la memoria y las técnicas de la desaparición” (González, 2012, p. 17), tendientes al olvido.
En Guerrero se desapareció muchas personas; se cuentan por cientos, pero no son cifras las que se enuncian, tienen nombre, y de ellas hay recuerdos de cómo se las llevaron vivas, hay memoria de entonces y se va narrando, comunicando. Algunos nombres y su detención, para la reconstrucción. En la sierra de Guerrero, y en otras partes del estado, al irse incrementando la actividad guerrillera se acrecentaban las desapariciones. Bernardo Reyes Félix es detenido el 24 de septiembre de 1972 en Acapulco por policías judiciales, aún en los separos de la policía alcanzó a escribir una nota a su esposa: “no sé para dónde me van a llevar; no me han llevado con el Ministerio Público” (en Hipólito, 1982, p. 121); nada más se supo de él. Octaviano Santiago Dionisio vio a Bernardo Reyes en los separos de la policía en Acapulco, a él le dio la carta que le entregaría a su esposa, mientras que la Procuraduría General de la República (PGR) dijo que había muerto en un enfrentamiento con el Ejército.
Momentos precisos: fechas y lugares, y quiénes los detienen, son elementos que dan cuenta de lo ocurrido, pero del destino final al que los llevaron, nada. En la memoria de la población de Atoyac, de Acapulco, de distintos sitios, permanecen esos tiempos, fechas empíricas, en que se llevaron a sus familiares: marcos sociales de la memoria que imposibilitan que los recuerdos se esfumen. En efecto, el tiempo como marco, como recipiente, como punto estabilizador, como forma fija de lo que se va desplazando, contiene, mantiene los recuerdos, el sentido, sus significados. Y son esas fechas de detención, como se narrará más adelante, lo que al paso de los años mantendrán el recuerdo de la tragedia, de la esfumación, de la puesta en pausa de la vida. Además, un símbolo del poder militar, el helicóptero, es permanentemente recordado: objeto de memoria y de crueldad, pues en él vieron partir a gente cercana, como lo indica David Cabañas (comunicación personal, 10 de febrero de 2010), hermano sobreviviente del legendario guerrillero Lucio Cabañas.
Como ya se indicó, la práctica de la desaparición se inicia en las zonas rurales de Guerrero a fines de los años sesenta; como parte de la guerra sucia que el Estado mexicano emprende contra la guerrilla y personas señaladas de apoyarla; al inicio es el Ejército quien la practica, después se incorporan otras instancias de inteligencia y espionaje, extendiendo dicha práctica a distintos puntos del país.
Ahora bien, muchos detenidos y después desaparecidos lo fueron en bloque. A sus poblados llegaron los militares, “el gobierno”, como lo enuncian los campesinos serranos (Suárez, 1985), y laceraron esas poblaciones, con la pretensión de darles “lecciones”, para que no apoyaran más a la guerrilla. Muchos fueron los poblados violentados, siendo la traza de este proceder el siguiente: se llegaba al poblado, se investigaba quiénes tenían ciertos apellidos vinculados a participantes de la guerrilla, se les llamaba, se les detenía; luego eran trasladados a algún centro de reclusión legal o clandestino, y después nada se sabía de ellos. En otros casos, se llevaban a una persona detenida, se le presionaba para que delatara, convocaban a la gente del poblado, y la persona detenida señalaba a quienes supuestamente tenían nexos con la guerrilla o pertenecían a ésta, y eran trasladadas a algún sitio de reclusión y después nada se sabía de ellas. En su trabajo, Carlos Montemayor (1991) va reconstruyendo esos momentos de terror, de disipación de poblaciones, en ocasiones enteras. En El Quemado, en la sierra de Atoyac, el 15 de septiembre de 1974 integrantes del Ejército sitiaron el poblado y concentraron a la gente en la cancha de basquetbol, acto seguido registraron casa por casa con la intención de encontrar algo que vinculara al poblado con la guerrilla de Lucio Cabañas. Después llamaron a varias personas, a Salustio Palacios, Veda Ríos, Aurelio Fierro y Mauro García: actualmente están como desaparecidos (Hipólito, 1982, p. 133). En efecto, el Ejército llegaba a los pueblos y los tomaba de noche, se llevaba gente detenida de distintos pueblos, la torturaban y hacían hablar; a otras las vestían con uniforme militar, aunque aun así eran reconocidas por la gente local, a la que identificaban y señalaban de colaborar con Lucio, eso lo narra David Cabañas (comunicación personal, 10 de febrero de 2010). Varios fueron los poblados donde el Ejército a su paso iba deteniendo gente que después ya no apareció. Algunos de esos poblados son: San Vicente de Jesús, Río de Santiago, San Andrés de la Cruz, Rincón de las Parotas, El Porvenir, La Florida, El Camarón, El Cacao, Los Tres Pasos, Los Valles, El Ticuí, San Martín, tan sólo en la Sierra de Atoyac, Guerrero (Hipólito, 1982, pp. 115-151).
Se sabe, o al menos se tiene indicios, que algunas de esas personas fueron arrojadas al mar, en los denominados vuelos de la muerte. Algunas pasaron por la Base Militar de Pie de la Cuesta, en Acapulco, Guerrero. En entrevista David Cabañas reconstruye esos momentos de represión, recuerda: existían retenes militares en los accesos a las comunidades y con ellos debía reportarse la población, informar a qué salían y para qué, pedir permiso para ir a hacer sus actividades en el campo, como la siembra, y los militares les ponían un determinado tiempo para regresar:
Y pobre si no aparecías a la hora que decías que ibas a aparecer. Primero la golpiza y después la tortura. Si te iba bien te dejaban ir. Si no, venía el helicóptero, bajaba y echaban a los detenidos y hasta nunca. ¿Por qué quedaron las mujeres viudas? sus hijos son de alrededor de 35-40 años [para 2010], nunca regresaron sus padres. Muchos hijos en esa situación; nunca apareció el padre; así crecieron […] algunas mujeres estaban embarazadas cuando desaparecieron a sus maridos. (David Cabañas, comunicación personal, 10 de febrero de 2010).
Muchos cuerpos fueron depositados en fosas comunes debajo de algún cuartel militar. Testimonios de militares, en su momento recogidos por Simón Hipólito (1982), dan cuenta de los cementerios clandestinos a donde fueron a parar algunos cuerpos de las personas que ahora están como desaparecidas. Por ejemplo, en el Cuartel Militar de Atoyac, donde se cavaron zanjas, en ese sitio “acostaban a muchos jóvenes de la guerrilla que capturaron en la sierra y así vivos y maniatados los taparon con las máquinas; luego emparejaron el piso y lo regaron para no dejar rastros” (p. 159). Un testigo militar, después informaría a la FEMOSPP que en ese Cuartel se cavó una fosa donde se arrojaron 300 cadáveres de presuntos guerrilleros (Dios Corona, 2004). A ese cuartel llevaban a gente detenida, ahí se les supo por última vez, después nada, no hubo información de traslado alguno a algún otro sitio, reconstruye David Cabañas: “ahí estaba el Ejército, en una casa abandonada”; era una casa de los Tres Pasos, “fue cuartel del Ejército, durante años, y ahí es donde encontraron cadáveres [en mayo de 2001], pero el Estado y la PGR dijeron que eran de caballos […] pero había ropas de personas ahí. Era la casa de mi tía” (David Cabañas, comunicación personal, 10 de febrero de 2010). Ciertamente, la AFADEM en 2001 ante la PGR denunció la existencia de un cementerio clandestino ubicado en el municipio de Atoyac, en un lugar que el Ejército mexicano ocupó entre 1972 y 1974, durante la persecución militar contra la guerrilla de Lucio Cabañas. La AFADEM previó que la exhumación del cementerio se efectuara a fines de mayo de 2001, con el apoyo de forenses y representantes del poder legislativo, pero la PGR se presentó dos semanas antes por la noche para excavar el sitio, encontrando 26 osamentas, las cuales se llevaron para su análisis. La gente desconfió de ese proceder de la autoridad, pues sabían que anunciarían lo que suelen hacer, pantallas: dijeron que los restos eran de animales. El estudioso de la guerrilla, Carlos Montemayor (2001), lo señaló: México es el primer país que desparece dos veces a su gente desaparecida. Finalmente, esos cuerpos, no reconocidos oficialmente como de gente desaparecida, son cavidades de los recuerdos, y los cuerpos ausentes como objetos de significación, en conjunto, emplazamientos de reconstrucción del dolor mexicano. Cuerpos desaparecidos, son artefactos ausentes de la memoria, olvido social en edificación.
En medio de las 16 campañas militares que van tras la guerrilla de Lucio Cabañas, el Ejército realiza una labor de sustracción de personas señaladas de colaborar con la guerrilla, gente que es detenida ilegalmente y en muchos casos desaparecida. Se calcula en más de dos mil las personas detenidas de esa manera (Bartra, 1996, p. 142). Al recorrer distintos poblados donde se sufrió la actuación del Ejército en Guerrero, Simón Hipólito (1982) recoge testimonios en los que se da cuenta de cerca de 150 casos:
Más o menos en agosto de 1972, el estado y el Ejército creó un acuerdo de eliminar a todos los hombres cercanos a Lucio; y la eliminación consistía en secuestrarlos, torturarlos y desaparecerlos. La mayoría vinieron a dar al Campo Militar Número Uno. Algunos sobrevivientes de ese Campo dicen: ‘ahí está fulano, vi a tal o cual’, decían. (David Cabañas, comunicación personal, 10 de febrero de 2010).
En un día podían desaparecer a una familia completa: por portar el apellido Barrientos o Cabañas, por tener lazos familiares con el líder guerrillero Lucio Cabañas Barrientos. La sangre, que convocaba a la ampliación de la guerrilla rural, por tradición, costumbre y el pasado de resistencia y lucha, se convertía esta vez en signo de complicidad y blanco de la detención. Eran estos unos tiempos donde no se podía alzar la voz, donde no había interlocución, donde no había sitio para la denuncia, y en muchos ámbitos eso no ha cambiado: “sabemos que en la sierra o en el campo se desaparecía a mucha gente y que la gente que vive en ese entorno, vive en un clima de amenaza constante, porque viven con las autoridades que practican la desaparición forzada”, además: “la denuncia ante quién la haría”, sella, en entrevista con el autor, una integrante de la organización Hijos, de desaparecidos políticos en México (Ana, comunicación personal, 08 de mayo de 2010)1.
Al inicio, la forma de desaparición estaba circunscrita a un territorio (zona agreste de Guerrero), después el espacio de represión se desplaza a las ciudades del mismo estado. En ese momento, el objeto de interés no es tanto ya el territorio como las personas en términos individuales, que representan, para el aparato de seguridad, peligro o potencialidad de subversión. Son las personas, representantes de algún grupo o ideología, las que se visualizan en el nuevo campo de acción, las redes que ellos tejen, agrupaciones, células, contactos; el espacio ya no es homogéneo, como en la sierra, donde llamaban a la gente y la concentraban, ahora es heterogéneo y diversas las personas a las que hay que seguir, detener y desaparecer, volviéndose así complejo el espacio y el panorama. En tal caso, las ciudades tuvieron sus víctimas selectas.
Se encontraba en una finca que funcionaba como consultorio médico de la LC23S, en Guadalajara, policías de la DFS rodearon el sitio y detuvieron a Rodolfo Reyes Crespo, Erick o Emiliano, era el 24 de diciembre de 1973, iniciando así la ruta de su desaparición en las ciudades. La DFS, en sus archivos desclasificados, lo tiene registrado, con ficha signalética y fotos de rostro y cuerpo entero, en ellas se perciben las huellas de la tortura a la que fue sometido. Contiene, asimismo, datos biográficos del detenido, como que perteneció al Frente Estudiantil Revolucionario (FER). No obstante, Rodolfo Reyes no se encuentra en el padrón de desaparecidos del informe que presentó en su momento la CNDH, pero sus camaradas de entonces y la familia sí lo registran. Por reconstrucción de sus compañeros, se sabe que fue conducido a las oficinas de la DFS en Guadalajara, donde lo vieron golpeado, y de ahí trasladado al CMN1. Para que confesara, la policía política detuvo ilegalmente a la madre, la llevó al CMN1 y frente a él la torturaron; estuvo detenida algún tiempo y después fue liberada. La doña evitaba el contacto con los compañeros de su hijo, pero llegó a relatar que cuando lo vio “estaba muy mal, muy golpeado” (en Dios Corona, 2004, p. 152). Nada se sabe de Emiliano.
Wenceslao José García, de la dirección del Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR), único grupo que recibió entrenamiento guerrillero (se preparó en Corea del Norte), contactó al PdlP para intercambiar tácticas, preparación y formación. Participó en el grupo La Partidaria, en la formación de la LC23S y fue dirigente de la Brigada Revolucionaria Emiliano Zapata (BREZ), en el sureste del país. Se dirigía a una reunión nacional de la Liga cuando fue interceptado por la policía política. En un oficio enviado a la DFS se señala que se le detuvo con otras cuatro personas, en un enfrentamiento en el Parque Hundido de la ciudad de México, que se encontraba herido de seis balazos, lo cual ocurrió el 11 de octubre de 1974. Es interrogado el 23 de octubre en el Hospital Central Militar, ya un poco repuesto de la intervención quirúrgica después de los balazos recibidos, es llevado al CMN1 donde fue sometido a torturas, aún convaleciente de la operación. Un día después de su llegada fueron por él Nazar Haro y su camarilla, uno de los testigos de ese momento, Alberto Ulloa (2004), años después recordará: llegó convaleciente y estaba en muy mal estado, un enfermero lo revisaba y los guardias lo miraban con preocupación. Después del sometimiento violento, fue llevado a la prisión legal de Lecumberri, y de ahí lo sacaron el 5 de septiembre de 1975; no se supo más nada de él, se encuentra en calidad de desaparecido (Pineda, 2003, p. 161). Como puede advertirse, estar detenido y en prisión legal no brindaba garantías de permanecer con vida.
En septiembre de 1973 la LC23S pretende secuestrar al empresario regiomontano Eugenio Garza Sada, quien muere en el intento fallido. A raíz de esa muerte se desata una cacería de la policía política contra aquellos señalados de ser guerrilleros, principalmente contra los que operaban en las grandes ciudades, la persecución contra el grupo que operó el secuestro fue cruenta. Van cayendo algunos de los participantes y de los interrogatorios-tortura, se van hilando cabos. Jesús Piedra Ibarra sale en un auto de su casa el 25 de noviembre de 1973, esa noche la policía llega al domicilio de los Piedra Ibarra anunciando un accidente automovilístico de Jesús. Cuatro meses después hay un intento de asalto a un banco, la sospecha cae sobre el hijo de los Piedra Ibarra. Éste se comunica varias veces con la familia y después se rompe el contacto, permaneciendo bajo vigilancia la casa de la familia hasta que cesa el 18 de abril de 1975, entonces doña Rosario Ibarra pensó que algo le había sucedido a su hijo. El 30 de abril el periódico El Norte anunciaba la captura del guerrillero integrante de la LC23S, Jesús Piedra Ibarra, de 20 años (Poniatowska, 1980, pp. 94-95). Había sido detenido por agentes de la DFS en Nuevo León, y llevado a la sede delegacional de la DFS en la ciudad. Un policía que participó en el operativo, relató que Nazar Haro lo trasladó al CMN1, y sobrevivientes que estuvieron recluidos en ese Campo lo vieron (Torres, 2008). La Fiscalía Especial recuperó testimonios que la CNDH obtuvo en 1991 de parte de agentes judiciales asignados a la policía política en ese entonces, uno de ellos relató que conoció al detenido, quien fue capturado y trasladado primero a las oficinas locales de la DFS y después a un rancho en el propio estado de Nuevo León, otros agentes comentan que después Piedra fue trasladado al CMN1 (Jaquez, 2003). Al menos a dos interrogatorios fue sometido el detenido, uno en Nuevo León y otro en la ciudad de México.
Otro caso. En enero de 1977 Alicia de los Ríos tuvo una hija, que no llevó a la vida clandestina; a los once meses Alicia hija quedó bajo la protección de los abuelos, fue registrada como su hija, por eso tiene el mismo nombre que la mamá. La mamá era militante de la LC23S, al igual que su padre, Enrique Pérez Mora, El Tenebras, quien primero militó en el Frente Estudiantil Revolucionario (FER), y murió el 16 de junio de 1976 en Culiacán, Sinaloa, en un enfrentamiento con la policía política. De su mamá sabía que existía pues había fotografías de ella, por accidente se enteró que estaba en prisión. Luego supo que fue detenida por la policía política el 5 de enero de 1978 en la ciudad de México y que la recluyeron en una cárcel clandestina y a partir de ahí se van desdibujando sus pasos. En el Archivo General de la Nación (AGN) existen documentos que señalan que Alicia mamá fue detenida por elementos de esa policía política, hay una fotografía de ella y su declaración. Además, hay varios testimonios de gente que la vio en el CMN1 y en las celdas de la DFS en la ciudad de México. Entre quienes la advirtieron en el Campo está Mario Cartagena López, El Guaymas, quien narra que la vio con vida en 1978 (Mario Cartagena, comunicación personal, 12 de julio de 2010). En el presente Alicia hija dice: “estoy necia de saber qué pasó y cerrar así la caja de Pandora; si murió, quiero saber dónde está; si la tiraron al mar”, y demanda “tener un registro verídico, jurídico […] Necesito completar un pedazo de mi vida y así seguir adelante” (en Dios, 2004, p. 162). Llenar el hueco que deja la ausencia, el silencio, el cuerpo ausente, el olvido. La familia sigue buscándola, y mantiene su habitación tal cual la dejó: los mismos muebles en el mismo sitio, la madre quiere que a su regreso Alicia encuentre las cosas como las dejó a su partida, cada navidad le guardan su regalo, y tiene un lugar en la mesa, esperando su retorno. En el Informe de la CNDH, textual, se señala:
Se atribuye a la extinta Dirección Federal de Seguridad la desaparición forzada de la señora Alicia de los Ríos Merino, en virtud de que la última constancia oficial que se tiene registrada de su paradero es la del día 2 de marzo de 1978, cuando se encontraba siendo interrogada por elementos de la citada autoridad; sin dejar de observar, que de acuerdo a los testimonios de los señores T-52 y T-170 fue vista en el Campo Militar Número Uno de la Ciudad de México el día 5 de abril por el primero y hasta el día 2 de junio de 1978 por el segundo, siendo la última noticia de su paradero a mediados del mes de junio del mismo año, en el estado de Guerrero (Informe de la CNDH Sobre Desapariciones Forzadas, 2001, p. 1047).
Rafael Ramírez Duarte, militante de la LC23S, fue detenido el 9 de junio de 1977 en el estado de México con otras personas, entre ellos algunos de sus hermanos: “los hicieron pasar a todos por torturas”, narra Tania Ramírez (comunicación personal, 06 de marzo de 2010), hija de Rafael e integrante desde el año 2000 de la organización Hijos México. En fichas y documentos pertenecientes a la DFS y que ahora se encuentran en oficinas del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) y del AGN, se consigna que la policía política detuvo a Rafael Ramírez, pues está ahí su ficha signaléctica, elaborada el 17 de junio de 1977, y al reverso se consiga para investigación. Existen, además, testimonios que afirman que fue interceptado por integrantes de la Brigada Blanca (de la DFS) y después llevado al CMN1, donde fue sometido a tortura. En ese sitio se le vio por última vez, según testigos que después fueron liberados; reconstruye:
Los testimonios que se tienen son de las personas que salen, el Campo Militar sigue siendo un campo en operaciones y está bajo el resguardo militar más férreo […] finalmente salieron el resto de los hermanos, pero mi papá se quedó ahí; en algún momento le dijeron a sus hermanos que era un hombre peligroso por lo que sabía y por lo que hacía, y que por eso no salía (Tania Ramírez, comunicación personal, 06 de marzo de 2010).
Por otra documentación, se conoce que la policía política acusaba a Rafael de haber planeado el secuestro del industrial cervecero Antonio Fernández, razón por la cual decidieron mantenerlo en prisión clandestina. El 29 de marzo de 1977, la Liga había secuestrado al presidente del consejo de administración de la Cervecería Modelo, Antonio Fernández, y a cambio de su liberación demandaban dinero, la reinstalación de 130 obreros despedidos, el pago de jubilación a 92 extrabajadores y que se publicara un comunicado. Parte de las demandas se habían cumplido, y la cacería contra los integrantes de la Liga continuó su marcha. Víctima de esa batida fue Rafael Ramírez. Continúa con su relato:
Mi padre se quedó ahí, en el CMN1. Cuando el resto de mis tíos y una tía que estuvo algunas semanas ahí también, salió, dieron testimonio de que ahí estaba. Estaba golpeado, recuperándose de una costilla rota, saliendo de los daños físicos de la tortura. Pero estaba vivo […] estaba en el CMN1. Es el último lugar en el que se le vio con vida. Y lo seguimos reclamando con vida […] para septiembre-octubre del 77, todavía, las personas que salieron dieron testimonio de que estaba ahí, es decir que estuvo meses ahí, con vida (Tania Ramírez, comunicación personal, 06 de marzo de 2010).
Sobre este caso, en su Informe la CNDH concluye que se acredita que elementos de la DFS y del Ejército Mexicano detuvieron y retuvieron a Rafael, no lo pusieron a disposición de una autoridad competente y se le vio por última vez en el CMN1 (pp. 1030-1033).
Como ha podido observarse, las acciones del Ejército y de la DFS no tenían la intención de detener y poner a disposición de una autoridad civil a quienes detenía; era una política diseñada con la intención de someter, torturar, desaparecer, doblegar y eliminar a quienes participaban en la guerrilla: desaparecerles, al menos temporalmente. Eso puede comprobarse con un dato: la policía política tenía listas con nombres de candidatos a ser capturados o eliminados. Otro elemento adicional lo brinda Sergio Aguayo (2001, p. 191) que encuentra dos patrones: las personas desaparecidas eran, unas, muy preparadas y peligrosas, y las otras, novatas y mal preparadas. Conclusión: existían órdenes de eliminar quienes participaban en la guerrillera.
Una forma en que inicia la desaparición lo constituye el vaciamiento de la identidad. Se les quita el nombre y se les asigna un número, sucede en las cárceles clandestinas, se reemplaza el nombre y apellido por un número o mote (Calveiro, 2001, p. 85), como los números que en el CMN1 se empleaban para ir borrando de las listas a los detenidos y después desaparecerlos. Eso lo ha narrado un exintegrante de la Brigada Blanca, cuando recuerda que estuvo en el campo, y que él con otros tres compañeros trabajaban en los separos, en un sótano donde estaban los guerrilleros. Cuando el militar de rango Francisco Quirós Hermosillo llegaba, a él se le pasaba el reporte de los presos:
Cuando Quirós Hermosillo llegaba con soldados, en una camioneta, me decían: ‘Teniente, el número tanto’, o sea el número de celda y daban el nombre, ‘nunca ha estado; el número tal, nunca ha estado; el número tanto, nunca ha estado’. Y yo tenía que sacar esa ‘fatiga’ que le llaman (informe de vigilancia), y a hacer una nueva. Y aquélla la quemábamos, la tirábamos, la echábamos al excusado y a bajarle. Entonces [a las personas] les echaban una capucha negra [encima], la amarraban. Aclaro, yo nunca vi, pero supe que los metían al horno crematorio, vivos (en Castellanos, 2007, pp. 302-303).
Efectivamente, esos registros se iban perdiendo, pero no todos, según puede advertirse en los archivos que se mantienen, y ahí se encuentran indicios de lo que estaba ocurriendo y a partir de ahí se reconstruye una parte de lo que en ese tiempo sucedió. Cierto, sobre los desaparecidos: “los archivos de la DFS depositados en el Cisen confirman que un buen número de esas personas fue detenido por la Federal de Seguridad convirtiéndose, de esa manera, en una prueba documental de la responsabilidad oficial” en las desapariciones (Aguayo, 2001, p. 189).
En este periodo de la guerra sucia que el Estado mexicano emprendió contra la guerrilla, los números varían según la fuente, pero se puede establecer un recuento fatal de los daños. La AFADEM, habla de más de 1 200 personas desaparecidas en este periodo revisado. Por su parte, la FEMOSPP (en un informe filtrado, ya que un reporte oficial no se dio a conocer) habla de 797 casos, en niveles distintos de análisis y comprobación documental. La desaparición forzada estaba plenamente acreditada en 436 casos, en otros 208 se acredita una presunción fundada de que se cometió este crimen, en 152 falta información. Del total de casos, en 433 existe información que acredita que las personas fueron detenidas por agentes del Estado, y luego fueron desaparecidos. Hay documentos, en los archivos de la policía política, que así lo indican, así como gente que los vio y testimonios de su detención.
Desglosados por estados, los números de la Fiscalía muestran en dónde operó más la desaparición forzada. Guerrero es, por mucho, el estado donde más personas desaparecidas hubo, baste recordar las incursiones a poblados enteros y el traslado de grupos de gente campesina a lugares desconocidos. Mientras la CNDH en su informe daba cuenta de 332 casos, la Fiscalía tiene registros de 551 personas desaparecidas, que ocurrieron entre 1961 y 1979. De estos, 260 se acreditan plenamente, en 144 hay presunción fundada, y en 147 falta información. 1974 es un año crudo, de fuerte violencia para el país, en especial para la guerrilla de Lucio Cabañas, pues es el tiempo de la ofensiva cruenta contra su movimiento. Según la CNDH, en ese estado ese año hubo 152 personas desaparecidas, principalmente en la sierra de Atoyac: “prácticamente todos sus habitantes tienen algún familiar desaparecido” (Castellanos, 2007, p. 160). Y es el año en que más gente desaparecida se registra a nivel nacional: 180, según la CNDH. El comité Eureka registra 173; la AFADEM señala más de 300, entre los cuales se encuentra el de una mujer embarazada.
Siguiendo el Informe de la Fiscalía Especial (2008), la ciudad de México y el estado de México representan la segunda región en importancia, pues hay 86 denuncias de desaparición forzada, sucedidas entre 1975 y 1981, acreditadas plenamente están 64, y en 18 casos se establece la presunción fundada. 1974, 1975 y 1981 son los años en que más desapariciones se registran. Sinaloa ocupa el tercer sitio en torno a personas desaparecidas, hay 45 denuncias de desaparición forzadas, efectuadas entre 1971 y 1984, 32 están plenamente acreditadas y en 12 hay presunción fundada, y 1978 es el año de mayor registro en ese estado. En Jalisco son 32 las denuncias de desaparición forzada, efectuadas entre 1970 y 1983, 23 plenamente acreditadas y 9 con presunción fundada, 1977 y 1980 son los años con más desapariciones en este estado, ahí se registraron las primeras disipaciones de la guerrilla urbana, a fines del año de 1970, cuando ya está por concluir el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz. Incluso se ha señalado que “la Perla tapatía tuvo el honor sombrío de ser el lugar en donde se registraron las primeras desapariciones forzadas vinculadas a los movimientos estudiantiles, previas aún al alud de casos ocurridos en Guerrero” (Castellanos, 2007, p. 201). Sobre las desapariciones de Jalisco, Aguayo (2001) refiere que los archivos fueron modificados hacia 1979 con la intención de distorsionar la información. Hay dos versiones, la de 1977 y la de 1979, donde se presenta un desenlace distinto al original. Algo similar pudo ocurrir con los registros de otros estados, para encubrir que antes de ser desaparecidas las personas detenidas estaban en manos de la policía política.
Cuerpos arrojados, gente ausente, gente de la guerrilla que no regresó de la prisión clandestina, los gobiernos en turno lo han negado y la historia oficial no les reconoce. A las familias de personas desaparecidas les han dicho malas narraciones, malas por ser tergiversadas, incompletas, contradictorias y sin sentido: que no tienen a sus hijos, hijas, a sus padres, madres, a sus hermanos, hermanas…, no obstante que muchas de estas personas fueron vistas por última vez en alguna prisión militar del estado de Guerrero o de la ciudad de México. Aunque con vida les quieren de regreso, hay quien intuye que a tres décadas de que se les desapareció posiblemente estén sin vida. En tales casos, lo que demandan es que se les presente el cuerpo. Lo siempre negado, pero luego en los hechos reconocido: hace unos años, en el 2007, la Procuraduría General de la República (PGR) entregó restos de cuerpos identificados como víctimas de la guerra sucia, de esta manera se reconocía, por una instancia oficial, que hubo desapariciones y ejecuciones extrajudiciales (Olivares, 2007). Los cuerpos se devolvieron no sin antes amenazar con que de haber prensa presente no se realizaría tal entrega.
La demanda de entrega de cuerpos, tiene razones de memoria: en un sentido amplio facilita la expresión pública del dolor social, al tiempo que posibilita una cierta reintegración de la comunidad, reconociendo en ese momento y de manera abierta una pérdida, posibilitando de esta forma la generación de lazos de solidaridad. En la familia los ritos alrededor del cuerpo, por ejemplo el funeral, permiten la expresión del dolor y el reconocimiento abierto de la mortandad, mitigando así la separación y pérdida familiar, el dolor y la pérdida son reconocidos de manera abierta. Pero para ello se requiere el cuerpo: tener el cuerpo de un ser querido es tener aquello que se ha de recordar y depositarlo en un sitio: panteón, lápida, urna. Tener un sitio donde el cuerpo es depositado es tener un lugar para la memoria. Lo cual no puede ocurrir necesariamente de esa manera con las personas desaparecidas, porque sus cuerpos no están, no han aparecido. No tener el cuerpo y un sitio donde confiarlo es no tener un lugar para el recuerdo de esa persona, por tanto, la entrega de cuerpos se hace apremiante y necesaria, porque sin ellos los familiares de las personas desaparecidas no podrán conmemorar y entonces sus vidas estarán ocupadas por el olvido, y un trozo de su identidad estará vacía. Desaparecer personas y luego negar la entrega de sus restos es, en parte, a lo que se le denominó guerra sucia en México, y sucio etimológicamente significa húmedo, y la humedad incomoda, de ahí la necesidad de ir arrojando luz, ir secando el ambiente, ir esclareciendo lo ocurrido en esos años de guerra sucia.
Como imágenes materiales, una función de los artefactos de la memoria, como los cuerpos humanos con o sin vida, es “facilitar la relación entre actitudes e intereses que constriñen y guían los recuerdos de los afectados” (Radley, 1990/1992, p. 72). Los cuerpos como artefactos del recuerdo: las cicatrices, las marcas, la ausencia de alguna extremidad, el cuerpo como recipiente del recuerdo. Pero no sólo el cuerpo, lo es también el espacio donde se sufrió la tortura: los campos militares, las instalaciones policiacas, los lugares que la policía política emplazaba para violentar los cuerpos y someterlos, para horrorizarlos, para deshumanizarlos. Lo son, asimismo, marcos de la memoria, las fechas en que se llevaron y/o desaparecieron al familiar, fechas que se recordarán toda la vida.
Cuerpos, espacios y fechas confluyen en los relatos, y se organizan de acuerdo a las circunstancias presentes, porque la memoria opera desde el presente; la desaparición es cuestión del presente, de estos tiempos y su demanda muy actual: se reconstruyen los pasajes, los trozos del pasado tortuoso, y se les da coherencia, como en todo relato, se le lleva al terreno de la significación, de las palabras, de lo compartido, y de esa manera se edifica nuevamente eso que se experimentó, ahora en el oído y la mirada de quien escucha el relato.
La reconstrucción que realizan quienes sufrieron la violencia del Estado mexicano, han estado enfrentándose una y otra vez contra lo negado, contra lo silenciado, contra lo olvidado. La memoria sobre las desapariciones emerge, se va delineando, va iluminando zonas oscuras del pasado mexicano, cobrando significado lo que dicen. Ante esto, hay que abrir los ojos, los oídos, escuchar, para que se presente el acto de comunicación, pues el acto de comunicar implica a su vez acto de recibir, y recibir refiere a hacer volver y reconquistar, volver a tomar, que no es otra cosa que actualizar, actualizar eso que ha estado flotando en el ambiente, eso obligado al silencio, pero murmurado durante años. Las doñas del Comité Eureka gritando en el Zócalo de la ciudad de México que les entreguen a sus hijos e hijas que desaparecieron, reiterándolo una y otra vez, año tras año: repetir para conjurar el riesgo del olvido, acusa la memoria. Y es que mientras el gobierno le ha apostado al olvido, las familias de quienes sufrieron desaparición forzada recuerdan, porque como ha dicho Mario Benedetti (1995, p. 16): el olvido está lleno de memoria.
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