Huesos y humanidad. Antropología forense y su poder constituyente ante la desaparición forzada

Bones and humanity. On Forensic Anthropology and its constitutive power facing forced disappearance

  • Anne Huffschmid
Los antropólogos forenses buscan descifrar las huellas de la muerte anónima, devolverles a los restos humanos un nombre y a sus familiares la posibilidad de hacer el duelo y también la justicia. El artículo explora la aportación y los sentidos de la antropología forense ejercida por fuera del Estado y más allá de una mera criminalistica, tal y como fue conceptualizada por los pioneros argentinos al término de la última dictadura militar de aquel país. Propongo concebirla como una suerte de arqueología del terror contemporáneo, que enfrenta una violencia específica como es la desaparición forzada de personas y la deshumanización de sus restos. Me interesa leerla como una ciencia situada, con sus dilemas y complejidades, que opera entre huesos sin nombre (los restos anónimos) y nombres sin cuerpos (los llamados ‘desaparecidos’), en relación con violencias del pasado en escenarios como Argentina y Guatemala, y sobre todo en México, donde las fosas clandestinas se han vuelto el nuevo lugar común de un presente horrorizado.
    Palabras clave:
  • Antropología forense
  • Arqueología contemporánea
  • Desaparición forzada
  • Fosas comunes
  • EAAF
Forensic anthropologists seek to decipher traces of anonymous dead, to restitute identities of human remains and to provide their families with the possibility to conclude mourning and even of justice. The article explores the contributions and meanings of forensic anthropology as state-independent practice beyond a mereley criminalistic approach, as it was conceptualized by the Argentine pioneers after the last dictatorship in this nation. I conceive this practice as a sort of arqueology of contemporary terror that seeks to confront a specific violence as the forced disappearance of persons and the deshumanization of their dead bodies. The article proposes reading forensic anthropology as a ‘situated cience’, with its complexities and ambigueties, that operates between nameless bones (the human remains) and names without bodies (the so-called disappeared) in settings of violent pasts such as Argentina or Guatemala, and especially in Mexico, where mass graves became the new symbol of a horrified present.
    Keywords:
  • Forensic Anthropology
  • Contemporary Archaeology
  • Forced Disappearance
  • Mass Graves
  • EAAF

1 Acercamiento1

Fue un día de abril de 2012 en Buenos Aires, en la sala de un tribunal habilitado para juzgar a crímenes y perpetradores de la última junta militar, cuando presencié por primera vez a un discurso forense en acción: en el estrado estaba una mujer de mediana edad, de hablar suave y pausado, quien relataba de como se había enfrentado a un conjunto de huesos hallados en las orillas del Rio de la Plata, de como las marcas en estos fragmentos develaban el destino de un ser humano —de haber caído de gran altura— y como, a través de un cruce complejo de lecturas y contextos fue posible que estos restos recuperaran un nombre: es Pedro, los nombró finalmente la experta en el estrado, y es Cristina, a quienes se les aventó, vivos aún, desde uno de los llamados vuelos de la muerte. La testiga, se me informó después, era miembro del celebre Equipo Argentino de Antropología Forense, el EAAF. Yo este día quedé estupefacta ante ese particular poder —el poder nombrar— y de ahí se desplegaron para mí una serie de interrogantes: ¿A base de qué saberes y acciones se construye este tipo de relato? ¿Cómo, desde qué lugar y con qué autoridad y legitimidad opera? ¿Y cómo incide en los procesos de memoria y justicia, de las personas y de las sociedades?

Un par de años después me encontré, en otra punta del mismo continente, a un puñado de jóvenes arqueólogos quienes habían decidido que ya no bastaba meterse en al análisis y la conservación del patrimonio prehispánico del México antiguo, sino que se tenían que enfrentar a las secuelas de una faceta espeluznante del presente mexicano: las incontables fosas clandestinas, los esqueletos sin nombre que de ahí emergen, los miles y miles de hombres y mujeres ‘desaparecidos’ en los últimos años. “Nuestro común denominador fue que en algún momento dijimos: ¡Basta! qué bonita ollita, qué lindo esqueleto prehispánico; pero hay una realidad urgente ahí afuera que nos necesita y que está cada vez más cercana a un estado de excepción”, recuerda Diana Bustos, arqueóloga especializada en el análisis de genes antiguos (Diana Bustos, entrevista personal, 29 de octubre de 2014). Fue con este espíritu que se fundó, en marzo de 2013, el Equipo Mexicano de Antropología Forense (EMAF), el primer equipo independiente en México, es decir, que opera fuera de las autoridades estatales y también de las universidades, aunque no sin colaborar con ambas.2

Desde el primer contacto, me llamó la atención que la sensación de urgencia expresada por estos jóvenes trascendía claramente a los lazos sanguíneos, tan omnipresentes en las movilizaciones alrededor de los viejos y nuevos desaparecidos de América Latina, impulsados invariablemente por sus familiares más cercanos. “Aunque no es tu propio familiar, a final de cuentas es tu misma gente”, dice Roxana Enríquez, cofundadora del EMAF.

Es la gente con la que te topas todos los días en la calle, con la que vas y compras, es la que te lleva a algún lado en el transporte. No son personas de otros tiempos o de otro lugar. (Roxana Enriquez, entrevista personal, 25 de noviembre de 2014).

Considero significativa esta noción de contemporaneidad más allá del parentesco, la disposición de dejarse afectar y reaccionar 'profesionalmente' ante la violencia sufrida por otro y otros.

En lo que sigue, acaso un primer acercamiento a un campo aún por indagar a profundidad, quisiera plantear algunas pistas para la exploración de los sentidos de esta labor, que no opera desde el lugar de familiares afectados, ni tampoco del activismo político sino desde el de una ciencia interpelada por la materialidad de fosas y restos humanos, desafiando el terrible mito —o “eufemismo” (Somigliana 2012b, p. 32)— de la desaparición. En su afán de ir 'más allá' del dolor, y también de la denuncia, ejercen lo que podríamos comprender, según la conceptualización de Víctor Buchli y Gavin Lucas (2001), como arqueología contemporánea en tanto acción incómoda o uncanny act (p. 11), recurriendo a la célebre expresión de Anthony Vidler. Es una intervención arqueológica en un pasado reciente —a distancia de décadas, años o incluso de meses— que pone de relieve “lo no constituido”, the unconstituted, es decir, no solamente lo callado sino lo negado, “not only the unsaid, but the unsayable” (Buchli y Lucas, 2001, p. 12). Es aquello que aún no tiene forma ni discurso, “that what should have remained invisible” (Buchli y Lucas, 2001, p. 11), según los poderes que pretenden eliminar no solo la vida sino desaparecer también toda huella de la existencia misma de las personas. Buscan constituir entonces lo que esta detrás de la muerte 'desaparecida', devolverles a los restos humanos un nombre y a los familiares la posibilidad de hacer el duelo e incluso aspirar a que se haga justicia. Propongo comprender a esta arqueología del terror contemporáneo, específicamente la desaparición forzada, como una ciencia situada, que trasciende a una mera técnica criminalística, sino puede ser leída como uno de los trabajos de memoria en el sentido que propone Elizabeth Jelin (2002) que posibilitan la elaboración social de violencias extremas. Como tal, opera entre huesos sin nombre (los restos anónimos) y nombres sin cuerpos (los llamados ‘desaparecidos’), en una zona fronteriza plegada de desafíos y dilemas.

2 México: multiplicación de las fosas

Excavar la tierra en Guerrero es un inevitable acto forense

Villoro, 2014, párrafo 11

Fue una extraña cadena de atrocidades que se desató a partir del secuestro de 43 estudiantes de una escuela rural de formación de maestros (una Normal, en terminología mexicana) la noche fatal del 26 de septiembre 2014, por mano de la policía local del municipio de Iguala, en el estado sureño de Guerrero. Se buscaba a estos jóvenes secuestrados vivos, pero lo que se encontraba fueron los restos de otros cuerpos, enterrados clandestinamente hace poco o ya hace algunos años, sin más rasgo de su humanidad que la materialidad ósea que los distingue de los animales. Hasta la fecha, son ya decenas de fosas clandestinas que han aparecido en la zona antes pero sobre todo después del quiebre de Iguala. Los hallazgos fueron tanto el resultado de operativos oficiales así como de las llamadas “búsquedas ciudadanas”, donde los propios familiares armados de picos, palas y varillas de metal, emprenden el reconocimiento forense del terreno (Petrich, 2015; Turati, 2015a). Esta llamada “ciudadanización” es fuertemente cuestionada por los profesionales de equipos independientes como el EAAF, EMAF o también el Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF). En palabras del forense peruano Franco Mora equivaldría a la “brutalización” de los familiares y la banalización de la labor forense en sí, prescindiendo además de cualquier validez legal (Franco Mora, entrevista personal, 15 de febrero de 2015)3. Aún así, la auto-organización de los familiares en búsqueda debe ser interpretada como advertencia y síntoma de desesperación y hartazgo ante la insuficiencia e ineficacia de las autoridades correspondientes, cuyos operativos fueron calificados por Amnistía Internacional como “caóticos y hostiles” (Amnistía Internacional, 2014).

Pero no solamente Guerrero es tierra caliente. Según estimaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), en todo el territorio mexicano suman ya más de mil las fosas clandestinas o comunes que fueron descubiertas o al menos reportadas desde el 2009 (Rodríguez Nieto, 2014).4 Estas nuevas fosas son, junto con las decenas de miles de asesinados y masacrados, la herida más visible del presente mexicano y forman parte de un rompecabezas macabro: su contraparte serían las más de 22 mil 300 personas registradas como ‘no localizadas’ según la última cifra que lanzó el gobierno en la numeralia del terror en agosto del 2014; y también lo que se calculan como unos 15 mil fragmentos humanos guardados en las instalaciones del servicio forense en todo el país.

Son fragmentos que, a la vez, se conectan con una herida más profunda, ya que debajo de las tumbas frescas yace lo nunca cicatrizado desde hace décadas, desde los mil o dos mil ‘desaparecidos’ de la mal llamada Guerra Sucia (¿habría guerra limpia también? ¿y cuál guerra si se trataba, a todas luces, de exterminar a brotes guerrilleros?) de los setenta, muchos de ellos provenientes de Guerrero. Seres nunca encontrados, crímenes de Estado jamás juzgados ni castigados. Aunque los formatos del horror se hayan diversificado —desde el terror como política de Estado hasta la sangrienta disputa por rutas y mercados de las economías criminales, coludidas con fracciones corrompidas del aparato estatal y sus afanes de control— sigue aplicandose la desaparición como tecnología de terror, devorando a miles de cuerpos ‘desechables’ de mujeres y hombres, mexicanos y migrantes.

3 Materializar

La “desaparición” como tal no existe. Lo que existe son seres y cuerpos deshechos, sus asesinos impunes y la brutal incertidumbre para los vivos. Es decir, nunca “desaparecieron” los 43 normalistas de Ayotzinapa. Los sometieron y los secuestraron, se los llevaron por la fuerza, y nadie más que sus secuestradores han sabido más de ellos, como si se los hubiera tragado la tierra. La desaparición genera una mitología paralizante y por lo tanto oportuna para cualquier poder desaparecedor. No obstante la burocracia jurídica de hoy en día asegure ‘buscar’ (a diferencia de las dictaduras del pasado) y los familiares lo exijan más allá de su cansancio, en el imaginario social, los ‘desaparecidos’ rápidamente pierden su materialidad y devienen en una suerte de fantasma, seres acorporales, cual congelados en el tiempo. A este congelamiento fantasmagórico contribuye posiblemente el hecho de que muchas veces sean enunciados públicamente por un solo tipo de fotografía —casi siempre en blanco/negro y de corte oficial (tipo carnet)— que es puesta en circulación por familiares y solidarios. Es sobre todo la multiplicación masiva de una foto-prueba de existencia —como en el caso más reciente de los 43 jóvenes normalistas de Ayotzinapa cuyos rostros en blanco y negro se han vuelto un poderoso emblema de un nuevo estado de terror en México— que logró inscribir a estos desaparecidos en la memoria visual del país. Son rostros ya indelebles, claramente a diferencia de tantos otros miles 'sin rostro', son imágenes que interpelan e implican a sus observadores. Pero lo hacen, quiero plantear sin profundizar en ello en este espacio5, a costa de un cierto efecto iconizante y vaciante de vitalidad, generado por la repetición invariable de una misma imagen de cierto formato oficial: estos hombres jóvenes que vemos, y que de algún modo nos miran, ya parecen ser solo su rostro-carnet, tan serio e inamovible, ya no son ni cuerpo ni movimiento.

Quienes no se conforman con el mito devorador de la desaparición son justamente los antropólogos forenses. Porque buscan materializar a estos 'fantasmas', rescatar y rastrear sus fragmentos, por minúsculos que sean, devolverles un nombre y reconstruir incluso las huellas del proceso criminal. Su objetivo es reconstituir a los ‘desaparecidos’ como humanos, devolverlos al mundo social, si concebimos no sólo la vida sino también la muerte como un hecho profundamente social. Está en juego el derecho al duelo a la justicia de los vivos, pero incluso nos lleva a pensar al mismo cuerpo sin vida como portador de derechos, según lo que plantea la joven antropóloga forense y filósofa argentina Celeste Perosino (2012) en su tesis en torno a una ética del cuerpo muerto: el derecho a ser nombrado, tratado con respeto y a que no quede impune su anterior sufrimiento. Porque muchas veces, sólo al haber un cuerpo, en los juicios penales puede haber delito de homicidio, culpables y castigos.

Visto así, los antropólogos forenses llegan a operar, sin misticismo de por medio, como una suerte de interpretes o intermediarios que “saben escuchar a los muertos”, como nos dice Carlos Beristain, psicólogo vasco quien ha colaborado en incontables procesos de memoria y justicia en América Latina (Carlos Beristain, entrevista personal, 12 de octubre de 2013). Saber escuchar equivale a saber traducir, hacer legibles a “estos huesos que nos hablan de una humanidad compartida y que fue quebrada.” En los tribunales, estos huesos hablantes, o mejor dicho: interpretados, aportan un saber específico más allá de la declaración de testigos, ya que representan, según Beristain, “una verdad que ya no se discute, sino que se puede tocar.” No se argumenta aquí ninguna verdad infalible sino la producción de otro tipo de evidencia, otra voz si se quiere, dotado de otro tipo de legitimidad, que complementa la siempre frágil y vulnerable condición del testimonio.

Pero incluso más allá de lo penal, la interpretación de los huesos constituye un poder que requiere ser ejercida con suma delicadeza, según advierte la psicóloga social Susana Navarro, quién lleva décadas acompañando las exhumaciones en la vecina Guatemala, sobre todo en zonas maya. Los familiares “les confieren a los forenses un papel muy importante: son ellos los que tocan a sus muertos, y no cualquiera toca al muerto” (Susana Navarro, entrevista personal, 16 de octubre de 2013). Se articula ahí una delicada relación de intimidad y confianza, crucial en un terreno cargado de dolor e ambivalencia. Porque cuando se logra restituir los restos de un ser querido a una familia, para ésta implica el final de la incertidumbre, pero también de cualquier esperanza. Es decir, cuando los restos de una persona son identificados, esta misma persona es finalmente declarada muerta. Buscar y descifrar por vía forense implica asumir la muerte, ya no la vida, del desaparecido. Regresaremos a este dilema.

4 Los argentinos pioneros

Cabe recordar que la antropología forense en sí es una ciencia joven, que apenas se empezó a cristalizar en los años setenta en tanto disciplina propia en Estados Unidos, como cruce entre la criminalística y la antropología física, en un marco de lo que mucho más tarde se llegó a nombrar, ya en un contexto ampliado6, forensic turn (Weizman 2014, p. 21). En el ámbito legal, esta nueva disciplina permitió complementar la subjetividad de los testigos por el 'testimonio' de un resto humano y que constituye de algún modo, aunque siempre por medio del análisis científico y su interpretación, su propio relato (Joyce & Stover, 1991). En sus inicios esta práctica forense-antropológica se quedaba apegada a una lógica estrictamente criminalística y a las instituciones legales y forenses. Con los años, ésta se fue abriendo hacia una concepción más integral del trabajo forense, sobre todo en escenarios de violencia masiva, que hoy en día interviene en prácticamente todos los campos de represión masiva o de conflictos bélicos, dónde hubiera muertos anónimos por buscar e identificar.

El impulsor de esta apertura fue justamente un grupo de argentinos —los mismos que hoy día juegan un papel tan crucial en el escenario mexicano, a lo que vamos más adelante— que reinventó hace ya treinta años las ciencias forenses al ponerlas expresamente al servicio de las víctimas de un Estado criminal. Corría el año de 1984 cuando los años del terror recién habían terminado en la Argentina y las instituciones forenses no mostraban demasiado interés por excavar entre los escombros del pasado. Un puñado de jóvenes estudiantes, convocados por un experimentado perito estadounidense, el ya legendario Clyde Snow, empezó a buscar los cuerpos enterrados de los secuestrados, torturados y luego eliminados de manera sistemática por la junta militar. Sobre la marcha, el grupo, germen de lo que poco después se convirtió en el hoy mundialmente famoso EAAF, desarrolló una novedosa metodología: combinaba las técnicas arqueológicas, es decir la excavación en campo, con el análisis antropológico de los restos óseos y con la investigación social. Convirtió así una tecnología criminalística (que se ocupaba solo de restos existentes) en un dispositivo de búsqueda activa, que involucraba tanto la investigación preliminar con tal de reconstruir el entorno de vida y militancia de los ‘desaparecidos’, como la exhumación y los análisis de laboratorio, la interacción constante con las familias y finalmente la aportación de peritajes a los juicios por crímenes de lesa humanidad.7

“Éramos mal vistos en el medio forense, hegemonizado por los médicos, una corporación muy celosa de todo lo que le compete”, recuerda Darío Olmo, uno de los veteranos del equipo (Dario Olmo, entrevista personal, 14 de agosto de 2014). En 1985, el joven arqueólogo se encontraba trabajando en excavaciones prehispánicas en Tierra de Fuego cuando unos compañeros de la universidad lo llamaron para pedirle su ayuda en una excavación en La Plata. Así fue como Olmo se topó con el grupo que estaba empezando a trabajar con Snow, y en este mismo grupo sigue trabajando de tiempo completo, como muchos de los veteranos, hasta el día de hoy. Además, rescata, resultó provocadora que “reivindicamos el trabajo en equipo, ya que la investigación siempre había sido individual. Pero básicamente transmitíamos, que era más importante trabajar con el familiar que con el juez.” (Olmo, entrevista personal, 14 de agosto de 2014).

Este prioridad del trabajo con los familiares afectados, que sólo se lograba a base de saber preguntar y escuchar, con infinita paciencia y respeto, sigue siendo para el equipo argentino el requisito básico para cualquier intervención forense. En sus primeros años, recuerda Luis Fondebrider, actual presidente y uno de los fundadores del EAAF, el acercamiento con los familiares se facilitaba porque “teníamos la edad que tenían sus hijos cuando habían desaparecido” (Luis Fondebrider, entrevista personal, 18 de junio de 2013). Además, una de las reglas de oro para establecer estos lazos de confianza era el imperativo de “no juzgar nunca”, ni política, ni éticamente, lo que los muertos o desaparecidos pudieron haber hecho en vida. Otro imperativo era y es la empatía incondicional como guía para la interacción: “lo que intento es ponerme siempre en el lugar del otro, tratar a la otra persona como quisiera que me trataran si yo tuviera un familiar desaparecido”, resume Mercedes Salado Puerto, bióloga nacida en España que se hizo forense en Centroamérica en los años noventa y se incorporó al EAAF en el 2003 (Mercedes Salado Puerto, entrevista personal, 24 de junio de 2013). Relacionado con ello, Fondebrider destaca la horizontalidad como principio básico de interacción con los afectados: “no los tratamos como chicos, no nos vestimos con la vestimenta de la gente, no nos disfrazamos con huipil, sino establecemos relaciones horizontales.” (Fondebrider, entrevista personal, 18 de junio de 2013).

Hasta la fecha, el colectivo forense se mantiene como organismo independiente, aunque a partir del giro político de los gobiernos kirchneristas el EAAF ya empezó a recibir apoyos del Estado argentino. En su propio país, el equipo ha logrado recuperar mil doscientos cuerpos, de los cuales se identificaron 630, casi todos ya restituidos a sus familiares (Kollmann, 2014). Para ello, ha jugado un papel importante la incorporación de la tecnología genética en la última década, a partir de la posibilidad de determinar el ADN de las partículas óseas. Antes, para identificar una osamenta, se dependía de radiografías, fichas odontológicas o expedientes del hospital, muchas veces inexistentes, sobre todo en las zonas precarias y rurales. “Cada identificación era una destilación”, recuerda Darío Olmo (Olmo, entrevista personal, 14 de agosto de 2013). Con la genética se facilitaron cruces masivos de datos, sin tener que pasar necesariamente por una hipótesis de identidad. Se empezó a construir una base de datos genéticos, pidiendo pruebas de sangre a las personas que tuvieran algún familiar desaparecido. De este modo, hasta la fecha se tiene reconstruido el perfil genético de más de 4,200 personas, un logro impresionante sin duda, y que sin embargo abarca aún a menos de la mitad de lo que se calcula son entre 10 y 12 mil ‘desaparecidos’ por la última dictadura militar.

Ello nos habla de que inclusive una historia tan ‘exitosa’ como la del EAAF devela las limitaciones del quehacer forense. No sólo porque se estima que más de la mitad de los secuestrados por el Estado terrorista fueron arrojados al Río de la Plata, inalcanzables para siempre. Sino también porque hay miles de familias que no se han acercado para donar su muestra de sangre, muchos seguramente por ignorancia o inclusive por miedo, otros probablemente por no querer abrir una herida o también por no admitir que ya no se está buscando a una persona viva sino a un cadáver.

5 Un saber viajero y transgresor

A lo largo de los últimos 25 años, el equipo argentino ha sido convocado a trabajar —a través de intervenciones directas, talleres, docencia y consultas— en casi 50 países alrededor del planeta. Las primeras intervenciones se realizaron en América Latina, en Chile, Bolivia, Uruguay, y posteriormente en Colombia, El Salvador y Guatemala. A partir de 1994 empezaron a incursionar, a través de las misiones de la ONU, en países más lejanos como Kurdistán y Etiopía. En algunos países, el ejemplo y la experiencia sirvió para impulsar la creación de equipos y organismos locales.

Un ejemplo emblemático para ello es Guatemala, donde la cruenta guerra civil y la brutal contrainsurgencia ha dejado un saldo de 200 mil asesinados y entre 40 y 45 mil enterrados en fosas comunes o clandestinas. El terror fue dirigido sobre todo hacia la población civil, como supuesta o real base de apoyo de la guerrilla; las Fuerzas Armadas arrasaron con más de 600 comunidades mayas, donde los masacrados fueron enterrados por los propios sobrevivientes, sin marcas ni sepultura. Al mismo tiempo, el aparato represor se dedicó, al igual que en las dictaduras sudamericanas, a secuestrar, torturar, asesinar y desaparecer a sus opositores políticos, civiles o armados.

Es una tarea gigantesca enfrentada por antropólogos forenses como Fredy Peccerelli, quien pasó su juventud en Nueva York pero regresó a su natal Guatemala —inspirado por el mismo Clyde Snow y las intervenciones del EAAF a principios de los años noventa— para impulsar la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), hoy en día el mayor organismo forense independiente de América Latina, con un fuerte énfasis en la especialización disciplinaria, en contraste con la metodología más integral de equipos como el EAAF, sobre todo en el análisis genético. El fundador y actual presidente de la FAFG insiste en que tiene que ser un trabajo masivo y de largo aliento: “siendo yo newyorkino, me encantó ver cómo allá se enfocaron en identificar hasta el último fragmento de las víctimas de las Torres Gemelas. Creo que los guatemaltecos merecen exactamente lo mismo.” (Fredy Peccerelli, entrevista personal, 16 de octubre de 2013).

Hasta la fecha, la FAFG ha podido recuperar unos 6,500 cuerpos, la gran mayoría en exhumaciones en las comunidades mayas, más de la mitad ya identificados gracias a los análisis genéticos. La recuperación e identificación de los ‘desaparecidos’ políticos, buscados entre los enterrados anónimos en los cementerios urbanos, va mucho más lento, apenas se ha podido identificar media docena de personas. Con todo y sus evidentes atrasos, la historia guatemalteca también da cuenta de avances extraordinarios en materia jurídica, donde la interpretación forense de los huesos tuvo una contribución decisiva. En el juicio en contra del ex-dictador Efraín Ríos Montt —cuando se juzgaba y condenaba, en 2013, por primera vez a un ex-presidente ante un tribunal nacional y por el delito de genocidio8— los peritos de la FAFG y de otros organismos forenses aportaron alrededor de 60 peritajes.

En cualquiera de sus escenarios la intervención forense equivale a una transgresión de fronteras establecidas: mete ruido donde había silencio, desentierra lo que ya estaba enterrado —literal y socialmente—, rompe con pactos de silencio y transgrede, en tanto “práctica cultural” (Ferrándiz y Baer, 2008) incluso las fronteras culturales y religiosas, si pensamos, por ejemplo, en la creencia islámica en la integridad sagrada del cuerpo muerto o en la convicción del judaísmo de que la exhumación viola la paz del alma del fallecido. Como es sabido, coexisten en el mundo una gran variedad de maneras de lidiar con la muerte. Esta diversidad representa un desafío constante para los equipos tan versátiles como es el EAAF cuyas intervenciones internacionales suelen trascender a su propio horizonte cultural.

Mercedes Salado Puerto, una de las internacionalistas del equipo que se mueve constantemente entre diversos contextos culturales, explica: “Hay culturas donde el muerto no muere sino que pasa, y donde hay una comunicación constante con ellos. O hay lugares, por ejemplo en Timor Oriental, donde el desaparecido tiene el derecho a decidir si quiere ser buscado.” (Mercedes Salado Puerto, entrevista personal, 19 de junio de 2013). En países como Guatemala, con una fuerte presencia maya, los forenses han tenido que enfrentar esta diversidad en su propio país. Por ejemplo, según lo que señala Susana Navarro, en las comunidades mayas el duelo no se concibe sólo en lo individual, sino también a nivel comunitario. La desaparición violenta entonces el tejido y imaginario colectivo:

Si no hay un cuerpo, no hay un ritual social para que el muerto deje de cumplir el papel de vivo a nivel social. Además, se imagina que el muerto está sufriendo, no está bien enterrado, está tratado como animal, no está descansando. (Navarro, entrevista personal, 16 de octubre de 2013).

Las exhumaciones, explica la experta, son una manera de aliviar estas angustias.

Pero incluso dentro de un mismo marco cultural, los forenses se encuentran con muy distintas maneras de enfrentar la reaparición de un ser querido en forma de restos óseos: entre querer saber y tocar (o incluso tomarse una foto con el esqueleto) hasta la negación (no abrir la caja, no preguntar). Incluso hay organizaciones de familiares, entre ellas una sección de las madres de Plaza de Mayo, quienes rechazan rotundamente cualquier operativo forense en torno a sus hijos e hijas y con ello la idea, para ellas inaceptable, de que sus ausentes pudieran materializarse en unos huesos.9

6 El EAAF en el escenario mexicano

En México, el EAAF intervino a través de una primera asesoría forense en el marco de las nuevas indagaciones en torno a la represión de los años setenta.10 Su primera intervención directa se realizó a partir del 2004, cuando los peritos argentinos fueron invitados a Ciudad Juárez, por iniciativa de un organismo local de familiares para contribuir a esclarecer la masacre continua de mujeres jóvenes y colaborar en la identificación de cadáveres. Después de la revisión crítica de los expedientes, de trabajo de campo y de análisis, el equipo logró identificar positivamente a más de una treintena de cuerpos femeninos, y con ello se ganó la confianza de los familiares. “Yo no he visto nunca así un acercamiento de los forenses con las víctimas. Fue sorprendente ver que ya después de las entrevistas, aun cuando todavía no había hecho nada, ya estaban absolutamente agradecidas”, recuerda la abogada Ana Lorena Delgadillo, quien había colaborado con el EAAF en aquella misión (Ana Lorena Delgadillo, entrevista personal, 22 de octubre de 2013). “Fue la primera vez que fueron escuchados como personas.” Durante tres años, del 2005 al 2008, dos integrantes del equipo se quedaron, en estancias de varios meses, a vivir y trabajar en Ciudad Juárez. Fue para ellos y ellas también una experiencia distinta a los escenarios que habían conocido hasta ese momento: enfrentarse a la negligencia extrema e incluso la posible complicidad de las autoridades actuales —y no las de antes— pero sobre todo con la cercanía temporal del crimen e incluso con la posible cercanía de los victimarios. “Es otra dinámica de buscar a una persona que desapareció hace treinta años a buscar una que desapareció hace una semana”, resume Fondebrider el impacto de las nuevas circunstancias (Fondebrider, entrevista personal, 18 de junio de 2013).

Además, Juárez llevó al equipo a otro escenario del horror, el de los migrantes secuestrados y ‘desaparecidos’. Después de haber identificado a las muchachas juarenses, quedaban aún muchos cuerpos que no correspondían a los perfiles locales recolectados. Se planteaba entonces la pregunta “¿quiénes eran estas niñas?”, según recuerda Sofía Egaña, una de las responsables en la misión mexicana (Sonia Egaña, entrevista personal, 18 de junio de 2013) . Y se perfilaba la idea de que en una zona fronteriza de tanta movilidad, estos cuerpos bien podían pertenecer a migrantes de otros lados, fuese de otros estados mexicanos o de Centroamérica. Fue a partir de esta hipótesis que se fundó en el 2009 el Proyecto Frontera, motivado por la necesidad de asumir una perspectiva transregional, para cruzar y compartir información con los países vecinos en las zonas fronterizas norte y sur de México. A través de la construcción de bancos de datos regionales, se buscaba vincular los esqueletos hallados en las desérticas zonas de cruce hacia Estados Unidos con los datos de los llamados “migrantes no localizados” en sus lugares o países de origen, fueron estos los estados sureños de México, Honduras, El Salvador o Guatemala. A partir del descubrimiento de fosas y cuerpos mutilados en las provincias mexicanas de Tamaulipas y Nuevo León —empezando por el espeluznante hallazgo de los 72 cuerpos en el rancho San Fernando, en agosto de 2010— y la (siempre efímera) escandalización de la opinión pública, se formalizó la colaboración con organismos de familiares y con la propia Procuraduría General de la República (PGR) a través de un convenio firmado en 2013. Se estaba trabajando intensamente en esta Comisión Forense, cuando ocurrió la masacre de Iguala y cambiaron las agendas. En su intervención más reciente en México, probablemente la más tensa y complicada de todas11, un extenso equipo coordinado por el EAAF participa desde los primeros días de octubre de 2014 como peritos de parte, nombrados expresamente por los padres de los secuestrados, en el reconocimiento forense de los hechos, incluyendo trabajo de campo y el análisis de restos.

Sus incursiones suelen dejar huella. En Ciudad Juárez, por ejemplo, la presencia del EAAF junto con la atención nacional e internacional habría contribuido, de acuerdo a la percepción de varios expertos consultados, a mejorar protocolos y estándares oficiales de investigación en la región. Ello se debe también a que la juarense es una sociedad “más familiarizada y más exigente en cuestión de muertos”, donde “lo forense se volvió parte de la vida cotidiana” según opinaron los miembros del EMAF, después de haber sido invitados a impartir un seminario en la ciudad norteña (Roxana Enríquez, comunicación personal, 11 de junio de 2015). Se instalaron nuevos laboratorios antropológicos y genéticos y se contrató a personal más joven y capacitado en el Servicio Médico Forense (Semefo); incluso se instaló una nueva fiscalía dedicada exclusivamente a los llamados delitos de género.

Una de estas jóvenes contratadas fue precisamente Roxana Enríquez quién entró como arqueóloga de formación y se hizo forense en la práctica en situ, justamente en la coyuntura más agitada, de 2008 a 2012. Le tocó entonces vivir y representar a la autoridad en el trato con los familiares desesperados. Percibió ahí la desconfianza de los familiares y fue testiga como el descrédito de las autoridades, a pesar del equipamiento técnico y de las buenas intenciones, dificultaba enormemente el trabajo. “Era muy difícil, cuando ibas a hacerles una entrevista en una procuraduría, no te veían a ti, sino como parte de una institución”, recuerda.

Además, mantener una relación de confianza con un familiar no estaba bien visto. Porque los familiares, si confiaban en ti, obviamente también te iban a pedir información. Y en una institución, los canales de información están muy marcados: uno tiene que dirigirse al Ministerio Público, formalizarlo a través de Atención a Víctimas, con un abogado. (Roxana Enriquez, entrevista personal, 25 de noviembre d 2014).

Fue justamente ahí que Enríquez decidió renunciar al Semefo y empezó a plantearse, con colegas afines, la creación de un equipo de antropología forense por fuera de las instituciones.

7 Los retos del EMAF

Una de las lecciones más importantes de la experiencia fundacional del EAAF, según recuerda Dario Olmo, fue “la irreverencia” con la que se formó el grupo inicial, fuera de las restricciones institucionales e incluso de las universidades, involucrando a estudiantes que se capacitaban sobre la marcha, sin títulos todavía. Para Olmo, lo importante era “abrir camino, atreverse y trabajar en equipo”. (Olmo, entrevista personal, 14 de agosto de 2014). Los jóvenes de ahora recién fundado EMAF, que se proponen un trabajo forense con sensibilidad social y credibilidad ante afectados y tribunales, vienen incluso más preparados y experimentados, en términos profesionales, que los pioneros argentinos en su momento. Y están conscientes que en México tendrán que enfrentar en primer lugar no tanto la soberbia del gremio forense, sino el desprestigio y la falta de credibilidad asociada con el oficio y las autoridades jurídicas en general. Para muchos mexicanos, constata Diana Bustos, “el Ministerio Publico es un señor de traje que escribe a máquina y siempre tiene mal semblante” (Diana Bustos, entrevista personal, 29 de octubre de 2014).

Para el activista y antropólogo Alejandro Vélez, el “punto cero de la justicia”, premisa para cualquier procedimiento, tendría que ser la “justicia interaccional”, es decir el acceso a la información y las relaciones interpersonales entre autoridades y afectados (Velez, 2015). Es justamente ahí, donde por parte de los familiares se acumulan las expresiones de desprecio, de bloqueo de expedientes, de no sentirse tomados en serio y de verse obligados de llevar a cabo “el grueso de la investigación real”, según Vélez: ir hasta las cárceles, hablar con los sicarios, conseguir filtraciones (Velez, 2015).12 Esta sensación de desemparo suele desembocar en una enorme desconfianza y representa el reto más importante para los peritos del EMAF que desde el 2014 están entrando en contacto con familiares en distintas zonas del país. Sea en Iguala, en Veracruz, Coahuila o Estado de México, la misión primordial, antes de entrar incluso en el procedimiento técnico y legal, es siempre la misma: ganarse la confianza de los desconfiados.

Para conceptualizar una antropología forense más sensible, participativa e incluyente, fue crucial nutrirse de la experiencia de otros lados. Resultó decisiva la asesoría del Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF), fundado en el 2001 y cuyo director, José Pablo Baraybar, anduvo en México en el 2013, invitado a Guerrero, igual que años antes el EAAF, como perito en una nueva búsqueda de un desaparecido político de los años setenta. Según Roxana Enríquez esta presencia fue “el empujón que necesitábamos para formarnos” y que dio pie a un convenio de colaboración con los forenses peruanos, como el ya mencionado Franco Mora, quienes asesoran y acompañan a los colegas mexicanos desde ese entonces (Enríquez, entrevista personal, 25 de noviembre de 2014). Aunque consideran útil y “respetable” la presencia de equipos extranjeros, a mediano plazo estiman indispensable la formación de equipos locales, para “no depender siempre de una solución de afuera”, a decir de Enríquez. “No se trata de una cuestión nacionalista, sino que a final de cuentas nosotros no nos vamos. Siempre vamos a estar aquí, como sociedad, como académicos, como personas” (Enríquez, entrevista personal, 25 de noviembre de 2014). Valdría suponer entonces, como hipótesis de trabajo, que la intervención extranjera contribuye a generar, ante las familias y también ante autoridades, un campo de legitimidad, para un desarrollo y ejercicio ética y profesionalmente impecable del oficio.

Para ello, a los peritos mexicanos, al igual que para sus contemporáneos de otros lados, les resulta esencial no cosificar nunca a los fragmentos, por poco reconocibles que éstos sean: “No son restos, son personas.” aclara, categóricamente, la criminalista Shayra Chiñas, otra integrante del equipo (Shayra Chiñas, entrevista personal, 3 de noviembre de 2014). “Estamos hablando siempre de personas: del tío, del hermano, de la hija.” Teniendo esto en claro, resulta aún más complicado enfrentarse con la angustia sufrida por las personas en búsqueda o en duelo interrumpido. “Como forense apareces frente a una persona en el peor momento de su vida”, reconoce Roxana Enríquez. “Sea cual sea tu especialidad, como criminalista, médico, genetista forense o como antropólogo, estamos siempre en el momento más terrible del familiar.” (Enríquez, entrevista personal, 25 de noviembre de 2014). Ante ello, señala algunas lineas que deben guiar la intervención profesional: Empatía sí, pero sin tocar o remover las fibras más sensibles; cercanía sí, pero sin derrumbarse ante el dolor del otro.

El dilema acaso más complicado en México, con la hiperviolencia tan a flor de piel, es la disyuntiva entre una búsqueda en vida, —que se articula en la ya histórica consigna de Vivos los llevaron, vivos los queremos que ahora ha resonado en las manifestaciones por los normalistas de Ayotzinapa— y una búsqueda de fosas y restos humanos. Ante ello, los jóvenes forenses del EMAF se enfrentan a un contradictorio cruce entre probabilidades y esperanzas, donde habría que, según la experiencia de Enríquez, diferenciar entre el plano individual y el público, entre emociones publicas —la expectativa de vida a toda costa— y emociones privadas. Ante ello, lo primordial es siempre mirar y escuchar de cerca a los familiares, “ver como ellos perciben todo, qué es lo que esperan, y sumarte a lo que esperan” (Enríquez, entrevista personal, 25 de noviembre de 2014). Pero al mismo tiempo “ser muy realista”, advierte Enríquez, para no alimentar falsas expectativas.

Creo útil trascender incluso la literalidad de la consigna, no interpretarla como la terquedad de pedir ‘lo imposible’, sino más bien como exigencia a las autoridades que cumplan con sus obligaciones formales de Estado, sobre todo cuando fueron sus propios empleados —policías en este caso— quienes 'se los llevaron vivos'. Visto así, no puede haber ninguna declaración de muerte sin evidencia de por medio, porque ello “equivaldría a una rendición”, a decir de Diana Bustos del EMAF. “Por supuesto, en el caso de un secuestro, no vas a permitir sin más que te remitan a la última posibilidad, que lo ineludible sea que se haya muerto. Buscarlos ya como muertos es una capitulación.” (Diana Bustos, entrevista personal, 29 de octubre de 2014). Y no solamente para los familiares, sugiere la antropóloga: dar por muertos a los ausentes equivaldría a admitir “que entonces todos somos factibles de volvernos cadáveres de la noche a la mañana.”

8 Más allá de los huesos

La emergencia mexicana pone de relieve, tal vez más que ningún otro escenario, que la intervención forense no se agota en la restitución de los restos materiales, ni en la de un nombre o una identidad. Muestra de ello es la primera identificación de los 43 secuestrados de Ayotzinapa, la del joven Alexander Mora, estudiante de apenas 21 años, que se logró a principios de diciembre del 2014 por medio de un fragmento de hueso y una muela, ambos examinados en un laboratorio austriaco. Los resultados de aquel examen fueron comunicados a la familia y la opinión pública por el EAAF, “nuestros peritos”, como expresaban una y otra vez los padres de Ayotzinapa, marcando en cada momento la diferencia con los peritos oficiales. Es de suponerse que que no hubieran aceptado de nadie más tan doloroso veredicto, tan en contrasentido del ¡Vivos los queremos! coreado en las marchas multitudinarias.

Hay una diferencia ahí con otros escenarios latinoamericanos, que tiene que ver con contexto y con temporalidad, y que me interesa señalar: El que se haya podido asignar a estos huesitos el nombre de Alexander Mora, o a su nombre estos fragmentos, probablemente no implicó ningún descanso para sus padres o compañeros, quienes lo han buscado durante tantas semanas y que ahora tenían la certeza que el joven Alexander no regresará jamás. Es más que probable que no trajo alivio esta certeza, como si lo implicó para muchos de las madres, los padres y hermanos en países como Argentina o Guatemala, que gracias a las labores forenses se han reencontrado con los restos de sus seres queridos, muchas veces después de décadas, dándoles un lugar en la tierra y en la memoria. La restitución ahí para muchos ha permitido completar un duelo suspendido, ha abierto la ventana hacia descargar y socializar un dolor íntimo, e incluso la posibilidad de aspirar a que se haga justicia en los tribunales.

En cambio, en un territorio de la muerte impune como es el estado de Guerrero actual, los huesos identificados de un joven desaparecido no alivian nada, no permiten cerrar, sino, cuando algo, abren todavía más la herida, enardecen la furia y devienen, si acaso, en prueba tangible de lo que muchos conciben como una suerte de guerra con los poderosos. Muestra de ello es una carta abierta, que los padres y compañeros del joven Alexander, circularon casi inmediatamente después de la noticia. En ella, el mismo asesinado, en una fantasmal voz desde el ‘más allá’, responsabiliza al “narco-gobierno” de su asesinato e invita a “redoblar la lucha”, para que “mi muerte no sea en vano”. Así, el anterior desaparecido es transformado en mártir, el asesinato cargado de sentido, probablemente la única mutación soportable para sus seres queridos.

“Nuestro trabajo no termina con una identificación”, reconoce también el antropólogo forense Joel Hernández, otro integrante del EMAF (Joel Hernández, entrevista personal, 3 de noviembre de 2014). “Quizá se tiene la tranquilidad de saber que fue o no un familiar, pero la pregunta sigue abierta: ¿Dónde está el culpable?” Es justamente esta interrogante que se empezó a abrir a partir del caso de la joven Brenda Damaris, proveniente de una localidad en el estado norteño de Nuevo León, desaparecida en julio de 2011.13 Cuando los peritos oficiales notificaron a la familia el hallazgo de sus restos, en circunstancias dudosas y con una serie de irregularidades, su madre no se conformó con la duda y logró en una ardua batalla legal que les fuera concedido el derecho a un segundo peritaje independiente. Este segundo dictamen fue realizado por el EMAF en colaboración con el equipo peruano, con la única finalidad de determinar la identidad de la joven. Y aunque el resultado final, después de una minuciosa examinación —donde se constataron una serie de negligencias por parte de las autoridades— se llegó a confirmar la identidad de Brenda Damaris, no fuera el resultado anhelado por la familia, ya que abortó cualquier esperanza de volver a abrazar con vida a la joven, éste resultó importante en al menos dos sentidos: en términos generales, sentó un caso precedente para el derecho de los familiares de recurrir a peritos y peritajes independientes; para la familia, la dolorosa certeza sentó un punto de partida para exigir, ahora sí, juicio y castigo a los asesinos.

“La entrega de un huesito no es ninguna solución cuando los asesinos andan sueltos”, me reclamaba, un tanto furioso, un joven solidario con la causa de las madres de Juárez en uno de mis recorridos por la ciudad, ya que no lograba entender por qué tanto interés en el asunto de los restos humanos. Y tenía razón. No es ninguna solución, en efecto, no provee, en sí mismo, ni verdad, ni alivio o justicia. Pero siempre será un fragmento, por minúsculo que sea, que evoca a un todo, a una “humanidad quebrada”, a decir de Beristain, de quienes fueron “nuestra misma gente”, en palabras de Enríquez, y que se resiste a desaparecer. Es ahí, en su precaria materialidad, donde reside —siempre por medio de quienes la saben descifrar— su poder constituyente.

Y este poder trasciende a lo individual. En los contextos de las políticas de terror sistemático —sea de corte represivo en el sentido de los estados criminales de los setenta o sea en el formato de las actuales disputas territoriales entre las economías criminales— el poder descifrar y constituir a un solo cuerpo desaparecido y devolverlo al mundo social, implica la posibilidad de reconstruir y comprender patrones y lógicas del terror “en su conjunto” (Somigliana 2012a, p. 11), sus racionalidades territoriales y discursivas. Incluso, sostiene el mismo autor, “el mero hecho de que exista la posibilidad de establecerla [la identidad] cuestiona la vigencia del eufemismo” (2012b, p. 32).

Este poder y esta posibilidad se inscriben claramente en el marco de lo que Eyal Weizman (2014) y su equipo llegaron a llamar counterforensics, un dispositivo de imágenes, discursos y evidencias generados para visibilizar aquello invisibilizado por los poderes en turno y sus narrativas correspondientes, como la de la desaparición. En este ‘giro forense’ adquieren una particular importancia los objetos dotados de sentido y voz, los restos humanos en este caso. Sin embargo, no estamos ante una misteriosa animación de las cosas inanimados. No son los objetos mismos que ponen de relieve lo invisible o invisibilizado. No son, por supuesto, los huesos que hablan por si solos ni son los hechos científicos contenidos en la materialidad osteológica, que inciden en los terrenos de la justicia, sino su traducción y puesta en escena y en circulación: como aquella comparecencia de una cientifica que desde el estrado supo convertir, en el breve espacio de unos veinte minutos, a un puñado de restos de dos (de miles de asesinados) en testigos de su propio asesinato.

9 Referencias

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