Podríamos figurarnos los avatares del pensamiento moderno como una eterna repetición de la Rapsodia XII de La Odisea de Homero, como un constante esfuerzo por descifrar los conceptos, ideas, argumentos, que puedan escapar de aquel monstruo perverso y deforme que es Escila, como así también de la fuerza de la metódica Caribdis, de cuya succión no pueden liberarnos ni siquiera los dioses. Ante la incómoda orfandad en que la retirada de las divinidades nos ha dejado, ante la renuncia de Circe a susurrarnos consejos al oído, dos estrategias entran en tensión para erigirse como la base ontológica desde donde edificar nuestros pensamientos. En un extremo encontramos una regresión al pasado y a su armazón coherente de sentido que subyuga a los individuos al papel de simples actores de una historia teleológica ideada por un dramaturgo inconmovible, desnudando toda la desventura que esconde la desesperada expresión de Romeo Somos juguetes del destino. En el otro una radicalización del proceso de subjetivación, que no sólo termina recreando el paisaje del estado natural, sino que también coquetea con un solipsismo que amenaza al mismo sujeto. Entendemos entonces la razón de porqué los intelectuales que más nos estimulan son aquellos que no se ven encantados por uno de estos polos y conducen su pensamiento por un universo con más matices, plagado de complejidades y contradicciones, emprendiendo un peregrinaje en el que van develando las aporías de la modernidad, así como padeciendo sus callejones sin salidas. Ya que como le fue advertido a Ulises, este viaje no puede hacerse sin sacrificios, sin afrontar los riesgos de una pérdida mayor de la que nos resguardan los extremos.
Al adentrarnos en la obra de Charles Taylor nos encontramos con uno de esos autores que se esfuerza por abordar los distintos temas sin dejarse tentar por los extremos de Escila y Caribdis. Ya sea al momento de problematizar el concepto de libertad, el de identidad del yo o el de razón. Tanto cuando aborda cuestiones antropológicas u ontológicas podemos apreciar una suerte de obstinación por parte del filósofo canadiense para remarcar las complejidades y contradicciones en detrimento de las lecturas unívoca, y especialmente un marcado interés por no caer en los dos extremos intelectuales que signaron el siglo XX: por una parte, la apología de la modernidad, estructurada a partir de la razón instrumental y de un orden social compuesto por sujetos aislados y desanclados; por otra parte, la reacción holista que conduce a una regresión a una razón cargada de sustantividad e inmune a la crítica.
Como él mismo sostiene:
Sostendré que el camino correcto que debe tomarse no es ni el recorrido por los defensores categóricos, ni el favorecido por los detractores en toda regla. Tampoco nos proporciona la respuesta un simple intercambio entre las ventajas y el precio a pagar […] La naturaleza de la cultura moderna es más sutil y compleja […] tanto defensores como detractores tienen razón pero de una forma en la que no se puede hacer justicia mediante un simple intercambio entre ventajas y costos (Taylor, 1991/1994, p. 46).
No obstante, la recepción de sus trabajos se encuentra fuertemente referenciada al debate entre liberales y comunitaristas que inauguraría la obra de John Rawls Teoría de la justicia (1971/2011). Su labor intelectual trasciende este contexto al abarcar cuestiones que van desde el papel del lenguaje en la sociedad, la constitución de la identidad del yo en la modernidad y las relecturas de Georg Hegel, Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein. Su preocupación central en el ámbito de la filosofía antropológica gira en torno a la relación entre sociedad e individuo y a la manera en que aquella incide en su percepción, sus sentimientos, y su autorrealización.
En lo que respecta a su postura epistemológica, Taylor recupera el legado de Hans-Georg Gadamer situándose en el paradigma de la hermenéutica. No obstante, a partir de lo hasta aquí dicho ya podemos entrever que es imposible delimitar su perspectiva epistemológica haciendo abstracción de otras dimensiones de su pensamiento. Constituyendo seguramente uno de los aportes más ricos del autor: la explicitación de que cierta apuesta epistemológica supone ineludiblemente una opción ontológica y antropológica del individuo, a la vez que una manera de entender el orden político. Contra la tentación de la filosofía moderna de separar en esferas incomunicables los compromisos morales y los hechos (Taylor, 2003). Es por eso que tanto en el momento de presentar sus críticas a la epistemología dominante1, como al plasmar su propia posición hermenéutica, sus argumentos trascienden las fronteras epistemológicas para adentrarse en las dimensiones que ésta esconde.
En estos breves escritos nos proponemos una aproximación a las particularidades de la hermenéutica de Charles Taylor, a la que haremos dialogar con las otras dimensiones estudiadas por el autor. Excede nuestro objetivo el saldar toda la complejidad que contiene su obra, o resolver toda su sutileza, por el contrario, sólo pretendemos presentar algunas de las lúcidas contribuciones de un intelectual clave en el último cuarto del siglo XX. En este sentido, comenzaremos analizando la crítica que el autor realiza hacia la posición epistemológica actualmente dominante, para luego desarrollar su propia postura y la concepción de identidad que implica, finalmente se abordará las consecuencias para pensar las ciencias sociales y específicamente la ciencia política.
Tal como mencionamos en la introducción la posición hermenéutica que defiende
Taylor se encuentra enraizada a una postura ontológica, a una idea de la condición moral del hombre. Relación que en la filosofía antigua se vislumbra con gran claridad, pero que se desarticula con el triunfo de la epistemología empirista y racionalista de la modernidad, cuyo objetivo principal es procurar configurar el modelo de las ciencias sociales a partir del éxito de las ciencias naturales. Esta concepción epistemológica “triunfante” halla su núcleo según Taylor en la premisa de que el conocimiento se resume en la correcta representación de una realidad independiente, modelo representacional que supone la existencia de una realidad exterior objetiva que el sujeto cognoscente debe aprehender (Taylor, 1995/1997, p. 21). El triunfo de esta posición epistemológica se vio posibilitada por las afinidades electivas entre ésta y la cosmovisión mecanicista del siglo XVII, cosmovisión que se encuentra en la base del modelo representacional del conocimiento que puede rastrearse en John Locke y que según sus palabras implica: “la recepción pasiva de impresiones del mundo externo… el conocimiento depende de una cierta relación entre lo que está ahí fuera y ciertos estados internos, causados en nosotros por esa realidad externa” (Taylor, 1995/1997, p. 24).
La otra fuente de la perspectiva representacionista es el giro autorreflexivo inaugurado por René Descartes, pero que ya se puede advertir en cuestiones morales con San Agustín (Taylor, 1989/1996), giro que permite pensar la posibilidad de certezas generadas desde la propia mente, diferenciado el pensamiento acerca de lo real del propio objeto de conocimiento:
Para los modernos la realidad queda reemplazada por la representación, pues se asume que el acto de conocer acontece en el ámbito privado del yo y da como resultado representaciones […] Sólo las representaciones que emitimos como resultado de un proceso mental interno son susceptibles de ser consideradas como conocimiento valido (Fierro Valbuena, 2008, p. 284).
Aun en la actualidad, nos dice Taylor, la noción de ciencia se sigue edificando en la afinidad con la ciencia mecanicista y el ideal de certeza autorreflexiva (Taylor, 1995/1997, p. 27). Como afirma Llamas en su trabajo en torno a Taylor:
El paradigma del conocimiento es el de las ciencias empíricas, que responde a la ontología mecanicista y al modelo racionalista de verdad, universal y objetiva acorde a una regla de racionalidad. Se pretende elaborar unas ciencias humanas que se adecuen al modelo científico, único posible desde los supuestos racionalistas (Llamas, 2008, p. 50).
Reforzando lo dicho, Taylor ensaya otro argumento central que posibilita la conexión en su crítica a la tradición empirista de John Locke y a la racionalista iniciada por René Descartes, y con ello al paradigma epistemológico dominante. En el trasfondo de esta concepción de conocimiento, late una noción de yo y de configuración social que el filósofo canadiense considera limitadora de la verdadera forma de experimentar del ser humano. Una concepción del yo desvinculado de su entorno social, susceptible a ser reducido sólo a su razón y por lo tanto con la capacidad de instrumentalizar y objetivar, no sólo el mundo material, sino también su propio cuerpo, sus pasiones y sentimientos.
Reducción del yo a lo racional explicita en Descartes2, pero que también podemos rastrear en Locke, donde se torna visible una radicalización de la desvinculación del yo, que queda reducido a la conciencia capaz de desligarse de cualquier encarnación (Taylor, 1989/1996, p. 188), llevándonos a las aporías, a los puzzling case que Paul Ricoeur (1990/1996) lucidamente analiza. Pues al ser la conciencia como memoria la única garantía de la identidad personal, habría casos en que pueden coexistir dos identidades en un mismo individuo, o una misma identidad podría ser compartida por distintos individuos.
Este sujeto desvinculado se articula con lo que podríamos llamar la tesis de la autonomía, en contraposición con la tesis de la autenticidad con la que el romanticismo reaccionaría ampliando la interioridad del yo. Tesis de la autonomía que se vincula directamente a una concepción de razón formal definida sólo en términos de los procedimientos para la obtención de conocimiento, e instrumental con la capacidad de objetivar y poner entre paréntesis las dimensiones sociales y emocionales que configuran al sujeto. De allí la similitud entre la duda radical de Descartes y la teoría de los ídolos de Bacon, pues más allá de sus diferencias, el conocimiento verdadero se consigue desvinculándose de las tradiciones, lenguajes, sentimientos, que son causales del error.
Dicha tesis obviamente produce su influencia al momento de pensar lo político y el orden social, según Taylor esta postura conduce a una visión atomista de la sociedad explicable en términos de propósitos individuales (Taylor, 1995/1997, p. 27), visualizada en las teorías contractualistas, especialmente en Hobbes para quien el único cemento que mantiene unida a la sociedad es la posibilidad que ésta brinda al momento de satisfacer intereses individuales que en forma aisladas serían imposibles de saciar.
El modelo de las ciencias sociales que se levanta sobre estos cimientos es aquel que pretende llegar a un tipo de conocimiento independiente de la intuición subjetiva, que no sea susceptible a verificaciones ulteriores o apelaciones a otras lecturas (Taylor, 1997/2005a, p. 148). Conocimiento que procura fundarse sobre datos en brutos, entendidos como una impresión o dato sensorial, una unidad de información que no es el veredicto de un juicio y no contiene en sí por definición ningún elemento de lectura o interpretación (Taylor, 1997/2005a, p. 148).
Por medio de estos datos en bruto la epistemología dominante elude cualquier discusión interpretativa, elude el círculo hermenéutico entendido como la necesidad de apelar a otras lecturas para fundamentar la interpretación. El dato en bruto en este sentido obra como un hecho incuestionable, tal como la evidencia cartesiana, ya que no abre el umbral para divergencias interpretativas, sobre estos datos descansa la verificación y cobra validez las inferencias derivadas de ellos.
En una primera aproximación Taylor afirma que el objeto principal de una ciencia hermenéutica es procurar dotar de significación a un texto, entendido en un sentido amplio, que en un principio se muestra como confuso o incoherente. Existen tres dimensiones que se deben tener en cuenta en una ciencia hermenéutica: a) La existencia de un objeto, de un campo, susceptible de ser visto como coherente o no; b) La posibilidad de distinguir entre la interpretación realizada y el texto de encarnación; c) El reconocimiento de que estas interpretaciones son hechas por sujetos y para sujetos (Taylor, 1997/2005a, p. 145). A partir de esto, el autor apunta que una interpretación es correcta en la medida que dota de sentido a un texto original, tornándolo más inteligible. A pesar de no existir ningún criterio de verificación última, ninguna referencia a un dato en bruto sobre la que basar deducciones incuestionable. Cada crítica u obstáculo a la interpretación realizada conduce así, a la invocación de otras lecturas, cayendo en el círculo hermenéutico tan criticado por la epistemología dominante.
Las posibilidades de éxito de una interpretación hermenéutica empujan a traspasar las fronteras del ámbito epistemológico, para el pensador esto se logrará en la medida que los sujetos comparten un horizonte de sentido (Taylor, 1991/1994) o marcos de referencias (Taylor, 1989/1996), que permite encontrar un punto en el círculo hermenéutico donde pueda surgir la coincidencia:
En este caso el éxito exige que nuestro interlocutor nos siga en otra lectura […] No podemos eludir un llamado último a una comprensión común de las expresiones, del lenguaje en cuestión […] Intentamos establecer ciertas lecturas dentro de un texto o expresiones, y sólo podemos invocar otras lecturas como fundamento de la primera (Taylor, 1997/2005a, p. 146).
El argumento que subyace en esta opción de Taylor por la hermenéutica en contraposición a la epistemología basada en los datos en brutos, es su concepción de sujeto y de sus posibilidades gnoseológicas. Para Taylor la epistemología erigida sobre el sujeto desvinculado es una artificialidad que no se conecta con la forma normal en que el sujeto percibe y experimenta el mundo (Taylor, 1989/1996, p. 178). En cambio la cualidad principal del sujeto es su capacidad para autointerpretarse, a la vez que es un agente situado en un trasfondo de sentido del que no se puede abstraer. El agente no elabora datos en bruto sino percepciones parciales que remiten a un todo que las dota de sentido (Llamas, 2008, p. 54). El significado aparece entonces a partir de la contrastación con estos marcos de referencia.
Lo anterior supone una ruptura con la noción de sujeto desvinculado, pues para Taylor el agente cognoscente está implicado en el mundo, y en esta implicación radica su capacidad de dotarlo de sentido. Bajo esta premisa vemos una recuperación de la filosofía de Martin Heidegger y de Maurice Merleau-Ponty, a quienes el pensador canadiense reconoce la claridad en el momento de destacar que el agente no es un locus de representación, sino que está implicado en prácticas como un ser que actúa en y sobre el mundo (Taylor, 1995/1997, p. 226). Por lo que su capacidad interpretativa de las cosas no es inmune a la forma en que se relaciona con éstas:
El conocimiento no es algo que se dé exclusivamente en el yo como sujeto y que únicamente reconoce al mundo como el lugar del cual se extraen los bits de información. El mundo al contrario, es un ámbito que está estrechamente vinculado al conocer humano (Fierro Valbuena, 2008, p. 287).
Llegado a este punto es menester detenernos en lo que Taylor llama marcos de referencias o trasfondo, con el fin de deslindar la manera en que operan posibilitando la capacidad perceptiva y valorativa del sujeto y la conformación de la identidad. El individuo vive inserto en horizontes de sentido, “marcos de referencias” adquiridos mediante las prácticas y el lenguaje, que operan como un mapa moral esencial para la constitución de la identidad, ya que permite responder preguntas vitales: ¿Quién soy?, ¿Qué quiero hacer?, ¿Qué es aquello que hace que una vida sea buena? Habitar dentro de los mapas morales es inevitable para el individuo, no pudiendo deshacerse de ellos sin entrar en una crisis de identidad al quedar a la deriva la capacidad de dotar significación. Todo el transcurso de una biografía, las acciones emprendidas, las emociones, percepciones y decisiones tomadas, son “atravesadas” por estos “marcos de referencias” que brindan la coherencia y el sentido. Nos referimos de este modo a las nociones de bien, a las tradiciones y concepciones éticas, (por ejemplo: la ética del honor o la ética protestante), que envuelven el devenir del sujeto situado, que dotan de significación su existencia y dentro de las cuales se entretejen fines, bienes, valores, independientes del arbitrio de la razón pura del sujeto o de sus deseos.
Estos “marcos de referencia” actúan como parámetro según el cual el individuo puede concebir que ciertos motivos e inclinaciones son superiores a otros. Es decir una luz bajo la cual se puede sopesar los juicios, intuiciones y decisiones, y estimar la relevancia que poseen estas inclinaciones, efectuando lo que Taylor denomina “evaluaciones fuertes” (strong evaluations): la capacidad de evaluar que algunas elecciones son más significativas para la realización que otras. A diferencia de las evaluaciones fuertes, las “evaluaciones débiles” serían aquellas que insta a optar por deseos a partir de criterios utilitaristas, estimando la satisfacción que los mismos producen, por lo que hay una conexión directa, en bruto, con el objeto. La “evaluación fuerte” supone sujetos de deseos de segundo orden, deseos de deseos, ya que ordena a estos en un tapiz de distinciones cualitativas, lo que permite al individuo contemplar que algunos son más nobles y otros más viles, algunos más fatuos y otros más relevantes (Taylor, 1997/2005b). La categoría de strong evaluations permite comprender que la relación del sujeto con su mundo, consigo mismo, y con los otros significativos, no es neutral, sino que está cargada de valores (Laitinen, 2008).
Si bien en algunos casos estas reacciones pueden parecer instintivas o viscerales (como la piedad), las “evaluaciones fuertes” permiten argumentar la atracción que se siente, a partir de una instancia independiente al objeto en cuestión (lo que no podemos hacer ante la preferencia por un color), ya que los “marcos de referencias” proveen las razones que prestan justificación a los actos. Por lo que no es que estos impulsos son buenos porque son deseados, sino que son deseados porque son buenos, juego de palabra que no aspira a confundir, sino más bien a ensayar una imagen que refleje la prioridad que posee el trasfondo sobre el que se contrasta las reacciones morales. Por otra parte, tampoco la urgencia por satisfacer un deseo es un buen parámetro para juzgar su importancia, significación y fuerza del deseo se desenvuelven sobre criterios diferentes “estos juicios sobre la significación son independientes de la fuerza de los respectivos deseos… no obstante lo cual el juicio referido a la significación se mantiene” (Taylor, 1997/2005b, p. 269).
Estos “marcos de referencia”, estos “segundos lenguajes”, constituyen una esfera sustantiva, que la mayoría de las veces es ignorada por el propio agente, aunque en muchos momentos cruciales de la vida se ve obligado a articularlos, interpretarlos, para así poder fundamentar su posición. En consecuencia, a pesar de su carácter sociocultural, los mismos, requieren para su explicitación que el individuo realice una autoexploración de sus fines últimos. No son invenciones subjetivas, pero su voz tampoco se encuentra en una esfera externa, habitan dentro del individuo, resuenan dentro él, y es su trabajo aprehenderlas. Como sugiere Carlos Thiebaut (1998) nos encontramos frente a un realismo apelativo, donde los valores se encuentran ya presentes dentro de los horizontes de sentido, pero estos son horizontes descubiertos en y desde la subjetividad, mediante un trabajo de introspección, proceso que permite su reevaluación “Los valores se hallan en el límite no son exclusivos del espacio exterior ni privativos de la subjetividad, se hallan en el límite y florecen en el ejercicio autointerpretativo” (Berisso, 1998, p. 180) Es un sustancialismo dialógicamente construido a lo largo de las generaciones, que constriñen las decisiones individuales pero que no es ajena al individuo, sino que lo constituye.
Por este sendero, Taylor elude la solución esencialista de cariz conservador de Macintyre (quien a partir de una crítica a la ilustración apuesta por volver a la tradición aristotélica-tomista), aceptando que la tradición que signa los horizontes de sentido es la tradición moderna marcada por el giro hacia la interioridad del sujeto, recogiendo la herencia romántica de la autoexploración: “A diferencia de lo que sucede con Macintyre, la prioridad de lo bueno sobre lo justo y la constitución valorativa del sujeto por los fines de su acción sólo puede realizarse desde dentro del quiebre internalizador de la modernidad” (Thiebaut, 1998, p. 101). Obviamente este intento de alejarse de una perspectiva esencialista anclada en la tradición antigua, no conduce a Taylor a afirmar principios universales válidos para todos los escenarios. Son las culturas, tradiciones, lenguajes de cada comunidad particular las que dan forma a estos horizontes.
Esta lectura no habilita la posibilidad de la aparición de acontecimientos que irrumpan radicalmente al poner en crisis la capacidad de los marcos de referencias para dotar de significación. El devenir de los marcos de referencia no es una historia plagada de rupturas radicales que rompen con los horizontes pasados y de acontecimientos fundadores, sino que es un proceso que deposita su mirada en la larga duración, en donde las distintas tradiciones se modelan unas a otras para cobrar en cada escenario su particularidad. Proceso en el que los intelectuales, poetas, filósofos cumplen un rol esencial, ya que a menudo sus teorías se infiltran en los marcos de referencia, aunque en este proceso sufre grandes transformaciones (Taylor, 2004/2006, p. 38).
Los marcos de referencia no se restringen sólo al plano moral, todas nuestras percepciones están ancladas sobre estos trasfondos, y las mismas ciencias sociales parten de preconcepciones no explicitadas previas a sí misma (Llamas, 2008, p. 59). Sin éstos sería imposible distinguir la relevancia y significatividad que ciertos hechos tienen en la esfera social3. La capacidad de dotar significación es el núcleo definidor del ser humano, lo que lo distingue como animal interpretativo del modelo de la inteligencia artificial que se puede desprender de la epistemología dominante.
El olvido, y rechazo de estos marcos de referencia son la causa de uno de los grandes malestares de la modernidad, la articulación de una forma de individualismo corrompido, incapaz de resolver el sinsentido. La idea de sujeto desanclado llevada al extremo implica que cualquier tipo de elección posee la misma validez para la constitución de la propia identidad. De esta manera la posibilidad de teñirse el pelo, o de afirmar una orientación sexual, consideradas por fuera de los marcos de referencias que definen en cada comunidad la concepción de lo bueno, son meras opciones que presumen al individuo mismo como juez de su trascendencia en un acto autorreferencial. Estos ejemplos que pueden resultar triviales no hacen más que exponer la infantil contradicción que producen las visiones que niegan estas distinciones cualitativas.
Con el fin de lograr una mejor comprensión de cómo operan estos marcos de referencias podemos detenernos un momento en una de las críticas que Taylor realiza a la concepción de libertad negativa, libertad como ausencia de impedimentos externos que nos llega de la obra de Hobbes. Recordemos que para el autor inglés Constantinopla era más libre que Lucca por tener menos cantidad de leyes, concepción que según Taylor niega las distinciones cualitativas ya que es incapaz de diferenciar la gravedad que para la realización personal poseen determinadas restricciones, al tener en última instancia un criterio cuantitativo para evaluar el grado de libertad de una sociedad (Taylor, 1997/2005b). Por lo que una sociedad que prohíba fumar en lugares públicos cercenaría más la libertad que una que promulgue una ley contraria a profesar el budismo, al incidir la primera en más números de personas. Sin embargo, aún aquellos fumadores ateos reconocerían lo absurdo del enunciado4, pues logran comprender a partir de sus marcos de referencia, que recordemos no son esencias eternas, que algunas metas son más relevantes para la acción humana que otras, y a su vez que él mismo no puede ser quien determine esta distinción a partir de parámetros autorreferentes:
La libertad ya no es solo la ausencia lisa y llana de obstáculos externos, sino la ausencia de obstáculos externos a la acción significativa, a lo que es importante para el hombre. Es preciso hacer distinciones: ciertas restricciones son más graves que otras […] el juicio gira en torno a ciertas ideas de lo que es significativo para la vida humana (Taylor, 1997/2005b, p. 267).
Taylor dispone así el escenario para criticar a dos perspectivas rivales, la procedimentalista, y la que denominará neonietzchiana. Ambas concepciones se muestran incapaces a los ojos de Taylor de reconocer el entramado moral constitutivo del sujeto moderno, este sustancialismo dialógicamente construido, que permite la relación entre ética e identidad.
Por un lado el procedimentalismo, representado por John Rawls y Jürgen Habermas, se ve atrapado en la trampa epistemológica de las ciencias naturales, al concebir un mundo neutral con respecto a valores. Para estos autores los valores no formarían parte de la realidad, sino que tan sólo son proyecciones de los sujetos, y por lo tanto relativas al mismo. De lo que se desprende un concepto de razón procedimental y universalista, neutral ante los valores, donde el criterio de validez descansa en los pasos de la argumentación racional, y no en el resultado, en una idea de razonar correcta. Concepción que mantiene una afinidad con la epistemología dominante en la cual los procesos para llegar al conocimiento priman por sobre el objeto (Fierro Valbuena, 2008, p. 284).
Esta sospecha que el procedimentalismo sostiene hacia cualquier tipo de mirada que postule una idea de razón sustantiva, lo lleva a afirmar teorías deontológicas, teorías que dan prioridad al derecho sobre cualquier idea de lo bueno. Postura que Taylor crítica por estar fundada en una incoherencia, pues el autor afirma que la atribución de derechos está conectada a ciertas capacidades que se pretenden fomentar y por lo tanto a un criterio de valoración desde el cual juzgar la vida. A partir de lo dicho argumenta que todas estas teorías están impulsadas por una gama de valores fundantes de la modernidad, cuya explicitación y reconocimiento resultan esenciales para el desarrollo de una vida plena, pero que al ser relegados como estorbos, al negarlos, dejan trunco gran parte de su potencial:
Parecen que están motivadas por los más altos ideales morales, como son la libertad, el altruismo y el universalismo […] y sin embargo a lo que conducen esos ideales en estas teorías es a la negación de todos esos bienes. Caen en una extraña contradicción pragmática, por lo que los mismos bienes que les mueven, les empujan a negar y desnaturalizar esos mismos bienes (Taylor, 1989/1996, p. 105).
Estas consideraciones de Taylor comparten ciertos elementos con la perspectiva de Michel Foucault, desde la cual se podría acusar a las posturas procedimentalista por ocultar sus motivaciones morales y por utilizar en algunos casos esta aparente neutralidad para la opresión. Recordemos que para el intelectual francés las relaciones de poder que atraviesan el cuerpo social no pueden disociarse ni funcionar sin una producción de discursos de verdad. Hay una mutua implicancia entre saber y poder, no existe relación de poder sin constitución correlativa de un campo de saber. Lo que implica que no exista un sujeto de conocimiento exterior a las relaciones de poder, ya que el sujeto que conoce y los objetos del conocer son implicaciones de la relación poder y saber, y de sus transformaciones históricas (Foucault, 1997/2000).
Pero en esta frontera termina el acuerdo de Taylor con la postura neonietzchiana, ya que para el pensador canadiense esta línea de pensamiento tiende a derrumbarse en los artilugios de su propia acusación, pues afirmar que toda posición moral depende de un acto de poder, de pura voluntad, de una decisión radical, niega la posibilidad de realizar distinciones validas entre ellas. Perspectiva que conduce nuevamente hacia un mundo axiológicamente neutral, al estar toda postura moral atada a la relación entre poder y saber, no hay ninguna jerarquía de valores históricamente situados que legítimamente puedan primar. En este orden, Taylor concluye que la postura neonietzchiana comparte una “curiosa” afinidad electiva con la ética procedimental5
Ahora bien, lo expuesto en el apartado anterior supone un problema para aquellas ciencias sociales que procuran comprender otras culturas: ¿Desde qué lugar interpretar prácticas y descripciones ajenas a las del investigador? Nuevamente Taylor, fiel a su habilidad de navegar por los mares grises, niega las dos posturas extremas que procuran responder a esta pregunta: el etnocentrismo y el relativismo.
La primera postura defendida por la epistemología dominante que recupera el modelo de las ciencias naturales, pretende analizar las distintas sociedades desde un supuesto lenguaje neutral a partir del cual se podría comparar a las mismas. Sin embargo, el problema reside en que esta neutralidad siempre está cargada de una visión sustantiva (Taylor la precisaría como noratlantica) e impone un registro de lectura ajeno a la sociedad estudiada, etnocéntrico, que impide una comprensión correcta. Lo cual invita, en palabras de Taylor, a los científicos sociales de los países dominantes a pretender corregir las autocomprensiones de otras culturas y sustituirlas por las suyas, ya que éstas encarnan las pautas correctas a partir de las cuales analizar las distintas desviaciones (Taylor, 1997/2005c, p. 210).
Sin embargo también rechaza la postura relativista que denomina bajo el rótulo de “tesis de la incorregibilidad”, ya que si bien acepta estudiar cada cultura desde su propio lenguaje, dicha tesis excluye la posibilidad de valorarlas y criticarlas, siendo desde ésta óptica “incorregibles”
La concepción interpretativa evita dos errores opuestos y de igual trascendencia: por un lado, el de ignorar por completo las autodescripciones e intentar trabajar con un lenguaje científico neutro; por otro, el de tomar estas descripciones con extrema seriedad, de suerte tal que resulten incorregibles (Taylor, 1997/2005c, p. 209).
Taylor encuentra la solución a esta encrucijada mediante la recuperación de los trabajos de Gadamer en relación con la fusión de horizontes, en este orden el filósofo canadiense entiende que no se debe tomar ni el propio lenguaje ni el ajeno en sentido estricto, sino utilizar un lenguaje de contrates transparentes que posibilite la formulación de los dos modos de vida y su relación con ciertas constantes de lo humano en uno y en otro “un lenguaje en el que las variaciones humanas posibles se plantearán de tal manera que tanto nuestra forma de vida como la suya puedan describirse transparentemente como alternativas en el marco de dichas variaciones” (Taylor, 1997/2005c, p. 211). Postura que nos lleva no sólo a comprender y a evaluar las sociedades ajenas, sino particularmente nos conducirá a una mejor autocomprensión de la propia cultura, al punto de hacernos cuestionar algunas de sus definiciones.
Charles Taylor observa que la ciencia política al procurar modelarse sobre la base de la epistemología dominante se restringe como ciencia interpretativa, dado que se ve incapacitada de comprender las significaciones intersubjetivas que subyacen en los distintos fenómenos políticos, crítica obviamente extensible a las otras ciencias sociales. El objeto de la ciencia política contemporánea es constituirse en una ciencia verificable, cuantitativamente controlable, inmune a la contaminación pasional (Orozco, 1978/2012, p.16), por ello hay una tendencia a estudiar el comportamiento político como un dato en bruto, excluyendo cualquier posibilidad de una disputa interpretativa. Cuando llega el momento de dotar de significación a estos datos en bruto (votos, movilización, participación) se recurre a una conjunto de herramientas metodológicas, como ser las encuestas de opinión, que permiten traer a la luz los valores, actitudes, y creencias de los agentes analizados. Permitiendo de esta manera la construcción de un conocimiento verificable a partir de la correlación entre ciertos comportamientos y ciertos valores (Taylor, 1997/2005a, p. 163).
El obstáculo que posee este tipo de ciencias, es que sólo pueden trabajar las significaciones subjetivas, creencias y valores individuales, entendidos como datos en bruto “La adopción de esa opinión, creencia, etc. Se considera como una dato en bruto pues se redefine como la respuesta dada por el individuo a un cuestionario” (Taylor, 1997/2005a, p. 164), pero no puede abordar las significaciones intersubjetivas. La definición de estas últimas prosigue con la lógica de marcos de referencias que hemos marcado anteriormente, es un lenguaje compartido que subyace a las significaciones subjetivas con que los individuos atribuyen sentido a sus acciones, y tiene su raíz en las prácticas sociales. Es una matriz de sentido que varía de sociedad en sociedad e implica un lenguaje común con el cual referirse a la realidad, y a partir del cual se erigen los consensos y diferencias entre las distintas significaciones subjetivas; en ellas está depositada cierta concepción del sujeto y ciertas distinciones cualitativas con relación a prácticas. Pero especialmente es la condición misma de posibilidad de una sociedad, ya que allí donde las significaciones intersubjetivas faltasen, no podríamos hablar de una sociedad sino de varias (Taylor, 1997/2005a, p. 171).
La ciencia política contemporánea no pueden aprehender estas significaciones intersubjetivas en tanto sigan ancladas a la tradición epistemológica que rechaza la interpretación, la comprensión de éstas no se puede reducir a la lectura de encuestas de opinión ni a la reducción de la realidad como dato en bruto. Nuevamente aquí aparece la noción de sujeto desvinculado que se haya en el seno de la ontología de la epistemología dominante, ya que se explica los fenómenos políticos sólo a través de significaciones de individuos aislados, significaciones que luego son cuantificadas, sin tener en cuenta aquellas significaciones que las trascienden y que sólo una ciencia hermenéutica que supere el dato en bruto puede develar.
La posición epistemológica y ontológica defendida por Taylor, está conectada con una tradición política particular que en las últimas décadas se ha visto revigorizada, el republicanismo o humanismo cívico6, que en la versión de Taylor subraya la relevancia que tiene el patriotismo, la identificación de los ciudadanos entre sí a través de la historia y los sueños compartidos. Pare este pensador sólo mediante concepciones robustas del bien común que penetre en toda la comunidad las democracias liberales pueden llegar a ser viables. Concepción que Taylor comparte con una gama de pensadores comunitaristas y republicanos como Michael Sandel y Michael Walzer.
No obstante, la importancia que en el seno de la filosofía política ha cobrado esta línea de pensamiento, lamentablemente los trabajos más empíricos de la ciencia política no han recogido las advertencias epistemológicas de Taylor, si bien la problemática de la identidad se ha vuelto un tema central en esta disciplina, la misma es abordada en la mayoría de los casos desde perspectivas posfundacionalistas, en donde se recuperan las obras de Ernesto Laclau, Chantal Mouffe y Jacques Rancière (Marchant, 2007/2009). En el ámbito en el cual la propuesta de Taylor ha dado mayores frutos ha sido en los estudios sobre multiculturalismo, en la cual se analiza la importancia que tienen para ciertas comunidades minoritarias (étnicas, lingüísticas, religiosas) la defensa y el reconocimiento de sus tradiciones, costumbres, lenguajes. Casos como los aborígenes en América Latina (de la Peña, 2002), los francófonos en Canadá (Taylor, 1992/1993) han podido ser repensado a partir de estas directrices.
Antes de culminar este breve repaso por la concepción epistemológica de Taylor, consideramos necesario subrayar dos elementos más. Por una parte la inutilidad que el autor señala en aquellos intentos de separar teoría de práctica, puesto que las teorías sociales no tratan sobre objetos “muertos”, como es el caso de las ciencias naturales, sino que pretenden interpretar prácticas de agentes que se autocomprenden, y de alguna manera en esta interpretación modifica o refuerza la autocomprensión del propio agente. Teoría y práctica se retroalimentan “Las teorías socio-políticas, al explicitar las condiciones de las prácticas, las modifican, porque hacen variar las interpretaciones de sí misma implícitas en ellas” (Llamas, 2008, p. 68).
El otro aspecto a comentar es su rechazo a considerar cualquier pretensión predictiva por parte de las ciencias sociales, no sólo por la posibilidad de interferencias externas e impredecibles, o por no poseer los medios de medición exactos con que cuentan las ciencias naturales, sino fundamentalmente por el argumento que hemos bosquejado anteriormente. Las modificaciones en la autointerpretación del agente producidas por las teorías sociales, niegan la posibilidad de interpretar el futuro con la misma red conceptual que se posee en el presente. Hecho que explica la sorpresa que generan ciertos fenómenos sociales en el seno de la comunidad científica, ya que ni siquiera posee las herramientas conceptuales para aprehenderlos. Es por eso que las ciencias hermenéuticas son siempre una interpretación ex post, no existe una equivalencia entre los conceptos del presente y los que podrían servir en el futuro.
En las ciencias del hombre, esta unidad conceptual ésta viciada por obra de la innovación conceptual, que a su turno modifica la realidad del individuo. Los términos en que deberá caracterizarse el futuro si queremos entenderlo como corresponde no está a nuestro alcance en el presente (Taylor, 1997/2005a, p. 197).
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