El presente artículo pretende explorar algunos de los modos en que el diagnóstico médico opera como una práctica discursiva que organiza los cuerpos ordenándolos, comandándolos y circunscribiendo el ámbito de sus acciones posibles. Nuestra intención es colaborar con la discusión sostenida desde la investigación psico-social que plantea que el diagnóstico no puede reducirse a un ejercicio profesional, ya que su puesta en práctica guarda estrecha relación con las necesidades de aquella sociedad donde es escenificado. En ese sentido, tomamos como punto de partida una noción crítica de diagnóstico que busca relevar el modo en que éste opera normativamente validando lo que se considera o no enfermedad en un espacio sociocultural determinado, imponiendo modos de coherencia a los pacientes y sus síntomas, y abriendo o cerrando la posibilidad de acceder a recursos materiales y simbólicos para el tratamiento del padecer de los individuos (Jutel y Nettleton, 2011). En segundo lugar, buscamos situar la pregunta por el diagnóstico y sus efectos en un campo determinado, la infancia, y en relación con un sujeto específico: el niño(a). Nuestra propuesta es que la práctica de diagnosticar ve redobladas sus complejidades al situarse en dicho campo y efectuarse sobre y con esos sujetos. En otras palabras, este diagnóstico sería una práctica discursiva que dirime un enfrentamiento donde el niño(a) verá constituida como patológica o no su relación misma con el mundo adulto, el mismo que diagnostica2.
Recientemente, en el año 2012 Chile tuvo los primeros indicadores “válidos” de prevalencia del TDA-H: con un 10,3%, se sitúa por encima de la media mundial (De la Barra, Vicente, Saldivia, y Melipillán, 2012). No obstante, existía ya la sensación de que el diagnóstico era extendido y que la llamada medicalización de la infancia, era un hecho común. Además, el año 2006, la Presidenta Michelle Bachelet firmó el “Decreto 170” que permite la entrega de un voucher diferenciado a aquellos niños(as) que presentan “necesidades educativas especiales”, considerando al TDA-H una de ellas. La condición para ello es que el diagnóstico del trastorno sea realizado por un médico. El voucher es parte del sistema de financiamiento a través de subvenciones del sistema educativo chileno, privatizado y descentralizado desde el año 1981.
Al tomar como objeto a niños(as) y adolescentes, el acto de diagnosticar se sitúa sobre una doble asimetría: por una parte la existencia de una distancia marcada entre aquel que posee un saber médico y efectúa el acto diagnóstico y por otra aquel que, ignorante, toma el lugar de objeto. En el caso de la infancia esto se tensiona con otro eje de diferencia: el diagnóstico implica y revela la puesta en acción de un saber sobre un niño, niña o adolescente, saber que se muestra asimétrico en tanto es detentado exclusivamente por la figura del adulto. Así, la brecha entre los involucrados en el proceso diagnóstico se ve acentuada por esta doble disparidad de posiciones y saberes.
Es a partir de esta particular relación entre el mundo adulto y la infancia desde donde nace la necesidad de la reflexión que proponemos. Para ello, este artículo analiza desde una perspectiva discursiva crítica fragmentos y contextos de un texto que juega un rol fundamental en Chile a la hora de diagnosticar uno de los trastornos con mayor prevalencia en psicopatología infantil: el Trastorno de Déficit Atencional con Hiperactividad (TDA-H). Específicamente, y utilizando herramientas que siguen la propuesta de análisis crítico del discurso de Norman Fairclough (1989, 1995; Fairclough y Wodak, 1997), que implica considerar cómo éste opera en los niveles lingüístico, social-relacional y político, examinaremos el “Disorder Statistical Manual” de la American Psychiatric Association (APA, 2000) en su cuarta versión (DSM-IV)3, contrastándolo con la Clasificación Internacional de Enfermedades en su décima versión (CIE-10), publicado por la Organización Mundial de la Salud (OMS, 1994)4; considerando además el rol del llamado “Test de Conners” (Conners, 1997/2004), instrumento que deriva del DSM y que es profusamente empleado en el contexto chileno para el diagnóstico de TDA-H.
El uso de estos textos y escalas y su operación a modo de tecnologías diagnósticas encuentra fundamento en las observaciones que hacen los adultos que rodean al sujeto diagnosticado. La experiencia subjetiva y la auto-observación que el niño(a) haga de sí son entonces sólo elementos marginales a la hora de dar cuenta de lo “patológico” en la conducta del individuo diagnosticado. Así, la construcción de la conducta del niño(a) como anormal o desviada se sustenta fundamentalmente en una interpretación adulta de su cuerpo, movimiento y conductas por parte de un agente que, siguiendo intereses también adultos de redefinir y reorientar los desempeños del sujeto-niño, actúa sobre él mediante las prácticas diagnósticas.
Para explorar las consecuencias que se desprenden de la tensión que hemos presentado entre las categorías de adulto, por una parte, e infancia y el niño, por otra, es necesario remarcar que no se trata de nociones homogéneas y menos aún naturales. Entendemos la infancia como una construcción social históricamente situada que describe las posiciones de una sociedad respecto a los niños y niñas como grupo social. La niñez, por su parte, será entonces la experiencia concreta que vive el sujeto niño o niña dentro de dicho ordenamiento (James y James, 2004; 2008). Infancia y niñez son entonces conceptos relacionales que se determinan mutuamente.
La tensión entre infancia y adultez ha sido explorada de distintos modos en la psicología y teoría social. Para Berry Mayall (2002), la relación que se establece entre dichas categorías está signada por el hecho de que los niños y niñas se encuentran localizados en una posición subordinada y dependiente con respecto al mundo adulto, diferencia marcada no sólo por la debilidad instrumental del niño(a) sino también por lo que Mayall llama la diferencia generacional, es decir, la vivencia diferenciada de distintas etapas socio-históricas. Esta diferencia parece estar aceptada socialmente, asumiendo que los niños aún no han desarrollado suficientemente aún ni su moralidad ni su autonomía, así la dominación de lo adulto es un hecho que no se discute (Burman, 1998). La infancia se reconocería como un espacio marcado por ciertas carencias, y debido a ellas los actores aceptarían sin mayores conflictos o resistencias la sumisión al mundo adulto. No obstante, la relación entre los niños(as) y los adultos también se caracteriza por el desencuentro, la fricción y los consabidos procesos de negociación asociados a cualquier conflicto entre clases distintas (Bjerke, 2011; Burman, 1998; Mayall, 2002; Punch, 2001; Solberg, 1997). Pese a reconocer la existencia de dicha tensión, se reconoce al mismo tiempo que ésta no resulta suficiente como para sostener cierta igualdad en la relación establecida entre el mundo adulto y el infantil. Como menciona Eva Giberti (1997), la autonomía del llamado “menor de edad” no logra ser puesta en juego en nuestra sociedad.
La idea de una “insuficiencia moral” originaria de la infancia que se va remediando a medida que el niño deviene adulto es una de las principales bases sobre las que se sostienen los postulados de algunas teorías como, por ejemplo, la psicología evolutiva. Dicha creencia se ha ido naturalizando de mano de la teoría y ha operado manteniendo el status quo adulto, entendiéndose por “adulto” no solamente un criterio generacional, sino una particular representación del mundo asociada a la masculinidad, la clase media y el origen caucásico:
El niño, el ‘primitivo’, las mujeres y los enfermos mentales fueron tratados como versiones inmaduras de la mente adulta, masculina y racional, como expresiones de una oposición binaria entre lo humano y lo animal, lo europeo y lo no-europeo, lo femenino y lo masculino (Burman, 1998, p. 49).
A lo anterior se suman otras lecturas como la realizada por Nikolas Rose (1989), para quien la psicología evolutiva actual es una extensión del “Higienismo” del siglo XIX. Dicha corriente pretendía ordenar y controlar las conductas de niños y niñas para que con el tiempo se desarrollasen como “buenos ciudadanos”. La psicología y sus diagnósticos habrían creado así herramientas fundamentales para colaborar con la labor de delinear ciertas subjetividades infantiles y sus relaciones con la adultez. De este modo, una de las grandes tareas de la psicología ha sido ilustrar las “mejores” formas de crianza e interacción familiar, con lo que las paternidades y especialmente las maternidades del último siglo han sido escritas de un modo informado por los imperativos que la psicología ha desarrollado con valor de verdad (Rose, 1998; Burman, 1998).
Este modo de orientar las prácticas de conocimiento e intervención científica respecto de la infancia y la niñez han contribuido a que el tratamiento hegemónico de éstas se conduzca desde una perspectiva a-histórica y a-política. Como describe Sandra Carli (2002):
La infancia es un concepto que se inscribe en trabajos de diverso tipo, que oscilan entre la omisión del relato de las transformaciones que le afectan, desde perspectivas sustancialistas, y la prescripción absoluta del estatuto de la infancia a partir de intervenciones profesionales y disciplinarias (p. 13).
Así, el carácter de la infancia ha sido predefinido científicamente, del mismo modo que lo han sido los rangos de “normalidad” y “anormalidad” que le caracterizarían, evitando cuestionar las relaciones sociales y de poder entre las cuales ésta se encuentra sostenida. Esto ha llevado a que se sancionen sin mayor consideración las conductas o manifestaciones provenientes del niño o la niña que transgredan la normatividad imperante. Las justificaciones y diseño de dichas sanciones han encontrado argumentos tanto en la psicología como la medicina.
Lo antes mencionado ha contribuido a que por largo tiempo y hasta nuestros días el niño(a) y adolescente se encuentre en lo que los estudios de análisis crítico de discurso han llamado “marginalización discursiva” (Wodak, 2001). Este concepto busca dar cuenta del hecho que niños y niñas han sido hablados por los discursos dominantes científicos y escolares, por ejemplo, pero que su propia palabra ha resultado invisibilizada y poco incentivada. Esta marginalización, compartida con otros grupos sociales subordinados, contribuye a legitimar las asimetrías de poder con respecto a los adultos, dificultando que los niños participen en la producción social de textos y en la transformación de los estereotipos que circulan en torno a ellos (Vergara, Chávez, Peña y Vergara, 2014).
Como adelantamos en la sección anterior, la hipótesis que exploraremos a continuación es que la discusión general en torno a las tensiones entre adultez e infancia se encuentran encarnadas en el diagnóstico del TDA-H en tanto práctica discursiva. A continuación examinaremos dicho caso a través del análisis empírico de textos, buscando relevar los modos específicos en que las contradicciones, omisiones, marginalizaciones y sumisiones con que habitualmente el mundo infantil tropieza al enfrentarse al mundo adulto y su saber, toman forma en el caso del diagnóstico de esta condición en Chile hoy.
Como se ha señalado, Chile presenta una prevalencia del TDA-H del 10,3% como media nacional (De la Barra, Vicente, Saldivia y Melipillán, 2012), cifra significativamente superior a la prevalencia internacional que es de un 3 a 5% según el manual diagnóstico de la APA DSM-IV, y al 1,7% según el manual de la OMS. Esto lo constituye como la principal causa de consulta de salud mental en niños, niñas y adolescentes en el país (Aboitiz y Schröter, 2005).
Las altas tasas de prevalencia de este cuadro han generado el desarrollo de muchas perspectivas tradicionales para explicar su aumento, centrándose en los cambios ambientales y sociales de los últimos años (De la Barra et al., 2012), pero también hay explicaciones de carácter alternativo que intentan entender el aumento como la consecuencia de una forma particular de malestar en los niños(as) (Untoiglich, 2009; 2011). En este trabajo el análisis se centrará en fragmentos de los textos que sostienen el diagnóstico tradicional, ya que consideramos que el TDA–H no escapa de uno de los problemas fundamentales de la gnoseología contemporánea: la confusión entre conductas consideradas socialmente inapropiadas y la enfermedad mental, situación que atraviesa históricamente a las prácticas psiquiátricas (Harwood, 2009; Parker, 1997). La relación entre infancia, TDA-H y los documentos utilizados para orientar su diagnóstico y tratamiento, es extremadamente delicada: la construcción desde un prisma científico del DSM muchas veces lo excusa de ser analizado desde un perspectiva psicosocial, y como es en este caso además, crítica.
La asimilación e inclusión de dicha entidad diagnóstica, como es en el caso de Chile, en las políticas públicas y protocolos y guías de atención tiene como potenciales efectos la reificación del cuadro en tanto se fundamenta la enfermedad mental en base un criterio “que pretende que los trastornos psiquiátricos se corresponden con clases naturales, entidades que poseen algún conjunto de rasgos, caracteres o propiedades esenciales que permiten su identificación y ubicación en una categoría dentro de un sistema taxonómico exhaustivo y excluyente” (Duero y Shapoff, 2009, p. 21). Dicho modo de enfocar el asunto podría imposibilitar una perspectiva que permita examinar el lugar que ocupan los agentes involucrados en la producción, negociación y valoración de esos presuntos rasgos naturales.
Como este trabajo no pretende abordar la figura del TDA-H pero sí las prácticas diagnósticas asociadas, prácticas sociales contextualizadas, usaremos el análisis crítico de discurso (ACD) para comprender los efectos que podría tener un instrumento supuestamente objetivo como es el Test de Conners o un Manual como el DSM-IV, ya que el ACD nos entrega herramientas valiosas para el análisis de la relación entre los contextos discursivos, esto es, sociales y políticos en que estos textos se entraman (textos, que por lo demás están asociados a través de mutuas recomendaciones de uso, siendo el DSM-IV sostén teórico de la indagación de síntomas que el Test de Conners pretende llevar a cabo). El ACD promueve el examen en profundidad de cómo un texto es producido o interpretado yendo más allá del texto mismo, integrando los contextos sociales que actúan como condición de posibilidad para su elaboración y sostén. En ese sentido, Fairclough (1989) habla de un análisis a tres niveles describiéndolos como sigue:
El ACD sostiene que el discurso es una práctica que media entre el texto y la práctica sociocultural a través de convenciones, por lo tanto, uno de sus objetivos fundamentales es analizar cuidadosamente las relaciones entre discurso y hegemonía, y cómo los discursos, a veces con ropajes libertarios, pueden ser fundamentalmente hegemónicos. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (en Fairclough, 1995) sostienen que algunas estructuras semióticas se vuelven hegemónicas haciéndose parte del sentido común que son fundamento de las relaciones de dominación. Así, según Fairclough (1995), los textos se vuelven profundamente ideológicos, ya que, la ideología es una relación entre el texto y el poder, pero también es la relación del poder con los órdenes del discurso y el lenguaje.
Para Fairclough (1995, p. 3), el poder es entendido por una parte en términos de “asimetrías entre los participantes de los eventos discursivos”, y por otra, la desigual capacidad de controlar cómo los textos son producidos, distribuidos y consumidos. Es desde aquí que a continuación abordaremos los tres textos ya adelantados en el apartado anterior, y que actúan como parte de discursos “oficiales” sobre lo que es el TDA-H y cómo puede llevarse a cabo su diagnóstico. Se trata de tres textos que se sitúan como parte del discurso de la ciencia, y que se sirven de todos sus medios de producción y distribución. A continuación analizaremos, entonces, las clasificaciones propuestas por el DSM-IV, se comparará con un fragmento del CIE-10, y consideraremos conjuntamente la operatoria diagnóstica que el llamado “Test de Conners” desprende del DSM, concentrándonos fundamentalmente en las implicaturas del discurso, aquellos aspectos menos explícitos de los textos analizados, y que como efecto sobrepasan al campo del diagnóstico psiquiátrico.
La hiperactividad o exceso de movimiento es el signo más relevante del TDA-H al momento de realizar el diagnóstico. Nos encontramos con un acto metonímico al tomar la parte (movilidad aumentada) por el todo (déficit en la atención), lo cual es un problema poco abordado a la hora de analizar el carácter gnoseológico del cuadro. Lo anterior se ve reforzado al considerar que el TDA-H es constantemente asociado a otras formas de conducta infantil consideradas patológicas, tal como el “Trastorno Negativista Desafiante”, presentándose una alta comorbilidad entre ambos, la cual va desde un 30%, hasta incluso un 40% (Condemarín y Milicic, 2004). La falta de atención se expresa y/o se ve acompañada de conductas consideradas altamente disruptivas por el medio social adulto que rodea o circunscribe al niño(a) y/o adolescente.
El DSM-IV (APA, 2000) hace eco del carácter metonímico del trastorno y va a considerar que el Trastorno por Déficit Atencional se da con Hiperactividad en todos los casos, teniendo tres tipos más específicos: (a) combinado (donde la parte “desatención” y la parte “hiperactividad” se dan en partes iguales), (b) con predominio del tipo hiperactivo-impulsivo, y (c) con predominio del déficit de atención. Es posible decir que en esta configuración gnoseológica se asume que hay un problema no detectable en el simple examen físico (el déficit de la atención) que afecta en el control de la motricidad, generando en los niños(as) una activación de la psicomotricidad como consecuencia de la dificultad de centrar la atención en un foco.
Estos dos elementos —la merma de la capacidad atencional, y además, la alteración a nivel motriz— se verían reflejados en los problemas de aprendizaje asociados al TDA-H. Así, las dificultades escolares serían consecuencia de que el niño(a) con déficit se distrae fácilmente, dando como resultado la imposibilidad de que permanezca sentado. El DSM–IV (APA, 2000) toma en cuenta el efecto del tratamiento para delinear el origen de la enfermedad insistiendo que la hiperactividad es consecuencia de la falta de atención: el metilfenidato provoca en el cerebro del que lo consume una fijación de los procesos neuronales, lo que se expresa en una mayor capacidad de atención sobre un estímulo (Aboitiz y Schröter, 2005). Como suele ser en estos casos, no es que el tratamiento cure la enfermedad sino que aplaca una de sus expresiones sintomáticas.
El manual CIE-10 (OMS, 1994) no reconoce, en cambio, la existencia de un déficit de atención, centrando el problema en la figura de los “Trastornos hipercinéticos” donde se dan combinadas conductas observables como la hiperactividad, la falta de atención y la falta de persistencia en las tareas. A diferencia del DSM-IV (APA, 2000), reconoce un inicio temprano del trastorno, durante los primeros 5 años de vida. Asimismo, para el ejercicio diagnóstico se remarca el requerimiento de ambos signos fundamentales (hiperactividad y desatención) así como la necesidad de que se manifiesten conductualmente en al menos dos situaciones distintas (por ejemplo, la clase y el hogar). La lógica imperante en el modelo gnoseológico del CIE-10 es la de un trastorno de la movilidad que afecta el rendimiento cognitivo: “sus características principales son una falta de persistencia en actividades que requieren la participación de procesos cognitivos” (OMS, 1994 p. 321).
Si el DSM-IV (APA, 2000) era cauto en aceptar la edad de inicio del trastorno después de los 7 años, el CIE-10 (OMS, 1994) asume un comienzo precoz, relacionado con el tipo de etiología divergente que se desprende de ambos manuales: para el manual americano es necesario esperar para demostrar el problema cognitivo expresado, por ejemplo, en el ambiente escolar; para el CIE-10 basta ser testigo de la hiperactividad en cualquier aspecto cotidiano.
La diferencia entre ambos manuales, no obstante, es de forma pero no de fondo: en ambos casos se describe un trastorno que refleja las dificultades infantiles en la adaptación al entorno normativo. El lugar del mundo adulto en ambos casos cobra enorme relevancia. Para el CIE-10 (OMS, 1994), un niño con trastorno hipercinético es descrito a partir de su relación con los adultos, una relación determinada por la sumisión: “Su relación social con los adultos suele ser desinhibida, con una falta de la prudencia y reserva naturales” (OMS, 1994 p. 321).
Por su parte el DSM-IV, es prolífico en demostrar a través de ejemplos los tipos de conductas propias de la desatención y la hiperactividad utilizando evocadoras metáforas como “a menudo está en marcha, como si tuviera un motor” (APA, 2000, p. 105), o bien, ejemplos difícilmente objetivos como “a menudo se distrae fácilmente por estímulos irrelevantes” (APA, 2000, p. 105); incluyendo también ejemplos que dan cuenta de vivencias personales del observador más que del afectado como “a menudo parece no escuchar cuando se le habla directamente” (APA, 2000, p. 105). No obstante estos ejemplos, la tendencia general es a inventariar conductas que dan cuenta de una escasa capacidad para llevar a cabo tareas que le encomiendan otros, generalmente adultos:
En el área de atención: […]
(d) a menudo no sigue instrucciones y no finaliza tareas escolares, encargos, u obligaciones en el centro de trabajo (no se debe a comportamiento negativista o a incapacidad para comprender instrucciones)
(f) a menudo evita, le disgusta o es renuente en cuanto a dedicarse a tareas que requieren un esfuerzo mental sostenido (como trabajos escolares o domésticos)
(g) a menudo extravía objetos necesarios para tareas o actividades (p. ej. juguetes, ejercicios escolares, lápices, libros o herramientas) […]
En el área de hiperactividad: […]
(b) a menudo abandona su asiento en la clase o en otras situaciones en que se espera que permanezca sentado
(c) a menudo corre o salta excesivamente en situaciones en que es inapropiado hacerlo (en adolescentes o adultos puede limitarse a sentimientos subjetivos de inquietud) […]
(g) a menudo precipita respuestas antes de haber sido completadas las preguntas
(h) a menudo tiene dificultades para guardar su turno
(i) a menudo interrumpe o se inmiscuye en las actividades de otros (p. ej. se entromete en conversaciones o juegos). (APA, 2000, p. 105).
En general, es posible ver algunos criterios de delimitación del TDA-H que las especialistas chilenas Mabel Condemarín y Neva Milicic (2004) resumen en persistencia e inicio temprano, conducta inapropiada para la edad y el nivel de desarrollo, conducta que se presenta en múltiples situaciones, conducta que interfiere en otras áreas del desarrollo (aprendizaje, emociones, etc.) y conducta no explicada por otros trastornos. En otras palabras, un trastorno mental debe ser distinguible de una simple conducta desviada a través de la observación que indique que no es una respuesta esperable a un evento particular (Duero y Shapoff, 2009).
Así, la gnoseología del déficit atencional debe estar acompañada de ciertas condiciones deliberadas con la finalidad de no confundir el TDA-H con alguna conducta no patológica que se dé en forma intermitente, durante poco tiempo y en un solo ámbito, es decir, que sea una respuesta a una situación de carácter ambiental; asumiendo que las conductas descritas —si ocurren de manera aislada— pueden considerarse parte de las conductas esperables o “típicas” de niños y niñas enfrentados al mundo adulto.
La aparición de la hipercinesia como eje fundamental del diagnóstico del Trastorno de Déficit Atencional implica reconocer tres cosas:
Tomando en cuenta que no existe el no-movimiento ¿Cuál es la cantidad exacta de movimiento patológico? El signo hipercinético se aloja en el cuerpo del niño(a) sin fijarse en lugar particular más que esa extensión corporal, signo que es leído en relación con el contexto: el espacio donde el cuerpo del niño(a) se despliega. Es posible entonces contrastar al paciente hipercinético en al menos tres espacios particulares: la escuela, el consultorio y ese espacio que se ha llamado “lo cotidiano”.
En el caso de la escuela, este espacio parece ser el lugar primario de aparición de la hiperactividad, ya que el patrón de actividad es sistemáticamente medido a través de la organización de la sala de clases, el número de alumnos, el mobiliario, los tiempos de trabajo, entre otras variables. La escuela es un espacio privilegiado para entender los modos en que los órdenes se deslizan y se instalan a través de la disciplina que opera mediante una serie de técnicas políticas de vigilancia del cuerpo individual. Éstas, según Edgardo Castro (2004), y siguiendo a Michel Foucault (1976), cumplirán la función de hacer dóciles a los cuerpos, individualizándolos de modo tal de maximizar su capacidad productiva a la vez que se minimiza su potencial político. Entre ellas se pueden encontrar:
La repartición de los cuerpos mediante un ordenamiento de lo confuso y heterogéneo en el espacio, mediante la creación de rangos definidos a partir de clasificaciones previas.
El control de las actividades mediante técnicas como el establecimiento de horarios que ajusten los cuerpos a tiempos pre-determinados, la utilización exhaustiva del tiempo y la instauración de correlaciones entre cuerpos y gestos.
La segmentación del tiempo en series y ejercicios sucesivos y repetitivos que sometan a los cuerpos a tareas graduadas, donde deba llegarse a un término y a un aprovechamiento del tiempo.
Hay algo imperativo en el registro del movimiento escolar, un movimiento que debe ser regulado: el orden de las sillas, de la espalda, de los brazos y las piernas. De la cabeza fundamentalmente: es a través de ella que aprendemos (Peña, 2010). No es de extrañar que los criterios diagnósticos del TDA-H incluyan el no terminar a tiempo las tareas encomendadas, el no respetar los turnos conversatorios; el salirse, en definitiva, de los mandatos atribuidos a una corporalidad escolar.
El orden de cuerpo incluye las actividades reguladas que la escuela organiza: algunas de las actividades realizadas en la escuela están diseñadas para el aprendizaje y otras cuantas para la disciplina. Pero cabe preguntarse entonces, ¿cuánto del aprendizaje escolar no es también un proceso de disciplinamiento? De ahí que haya resultado relativamente sencilla la tarea de emparejar la figura del TDA-H con la de la “dificultad de aprendizaje” (Harwood, 2009). Otra arista importante respecto al orden del cuerpo es que esto no se juega en el cuerpo singular, en el individuo aislado, sino que en contraste con el cuerpo de un otro, de los pares, en base a la sanción de una norma, tal como el manual psiquiátrico lo hace a través de la contabilización estadística del signo en una muestra que se pretende universal.
El “Test de Conners” (Conners, 1997/2004) está constituido por escalas clínicas desarrolladas por el psicólogo Keith Conners y fue introducido en 1969. Originalmente, su objetivo era la evaluación de síntomas conductuales de hiperactividad en el contexto de pruebas médicas de tratamiento con estimulantes. Según Russell Barkley (2006), durante al menos veinte años estas escalas —construidas a partir de ítems de evaluación conductual— se convirtieron en la medida privilegiada para evaluar la hiperactividad en niños en contextos tan diversos como la investigación, el tratamiento, la prueba de medicamentos y el monitoreo de respuestas a tratamiento durante pruebas clínicas, estando estrechamente relacionado con el Manual DSM–III y DSM-IV (Barkley, 2006).
Desde 1997, se cuenta con una versión revisada de la escala (“Conners Rating Scales Revised”, o CSR-R) que puede aplicarse a sujetos-objetivo de entre 3 y 17 años. Aunque existe una versión de auto-reporte pensada para adolescentes y cuyo uso está contemplado a partir de los 12 años, las escalas de mayor difusión son las dirigidas a padres y profesores, es decir, aquellas que permitirían la evaluación de la conducta del niño(a) en la casa y en la escuela. Mediante la utilización de dichas escalas, se espera una evaluación del comportamiento del niño(a) sobre el que recae la sospecha sintomática de TDA-H mediante una serie de ítems en los que se invita al evaluador a preguntarse —considerando el último mes previo a la evaluación— si determinadas conductas-problema se han presentado “nunca” o “rara vez”, “a veces” u “ocasionalmente”, “muchas veces” o “frecuentemente”, o “siempre o con mucha frecuencia”. Mediante esas cuatro categorías se van puntuando ítems que buscan pesquisar irregularidades en la conducta, capacidad atencional, actividad y rendimiento en tareas.
El “Test de Conners” abreviado (27 ítems en la escala para padres, 28 en la para profesores) es una de las herramientas específicas utilizadas en Chile para la evaluación de TDA-H. No obstante, la aplicación del “Test de Conners” presenta problemas en al menos tres dimensiones que permiten interrogar su pertinencia como la evidencia irreductible para diagnosticar el TDA-H. En primer lugar, no ha habido normas de corrección basadas en datos poblacionales chilenos, se ha utilizado en grupos de edad inadecuados y no se han determinado sus propiedades psicométricas en el caso de la población chilena (Urzúa, Domic y Quiroz, 2009).
Por otra parte, podemos atestiguar una amplia difusión y utilización (a través de la web) de versiones ad-hoc de las escalas, que modifican significativamente el número de ítems y el contenido de los enunciados con que estos están construidos, creando nuevas sub-escalas y variando continuamente los sistemas de puntuación sin un trabajo de revisión de validez o confiabilidad para la prueba. De hecho, para los profesores chilenos circula una versión de la escala reducida a 10 preguntas, motivando preguntas respecto a la utilidad, posibilidades y precisión de una herramienta diagnóstica ya cuestionable, que además no cumple con los criterios que la psicología tradicional supone, al no ser estandarizada y, además, encontrarse sumamente abreviada (Oyarce, 2005).
El TDA-H es un desafío para el saber profesional: se debe distinguir si ciertos actos del paciente son un síntoma infantil dentro de “lo esperado al conflicto propio del momento de desarrollo” (Conners, 1970 p. 668) o son una conducta patológica. El problema para Keith Conners no es sólo gnoseológico sino que también metodológico, problema que soluciona asumiendo como principio que para el diagnóstico de un niño(a) basta la observación de sus conductas por parte de un adulto, no un especialista, ya que este autor duda respecto a la legitimidad de la conducta del niño(a) frente al especialista (psiquiatra, por ejemplo), dado que el paciente podría comportarse de tal manera que el signo no aparezca con claridad, asumiendo que el problema se da en contextos específicos, como la escuela o el hogar. El problema de conducta en este caso es un problema contextual-relacional aunque no se aborde así ya que toda perspectiva de tratamiento es individual.
Es por ello que para Conners sea tan fundamental apoyar la clínica con la observación de los padres y de los profesores en ambientes fuera de la consulta médica. Mediante este gesto, el diagnóstico clínico, en tanto mirada y enunciado respecto del cuerpo sobre el que recae la sospecha del signo de hipercinesia, se extenderá al espacio institucional de la escuela y, además, a aquel campo difuso reconocido como “cotidianeidad” —el hogar, fundamentalmente— donde profesores y padres actuarán como dispositivos auxiliares mediante la inspección atenta del niño y el reporte de sus movimientos y comportamientos, llenando las escalas diseñadas por Conners.
Conners suspende la pregunta respecto del modo de interrogar la etiología del síntoma infantil, y la reemplaza por el esfuerzo de crear un instrumento objetivo, que dé cuenta del signo de modo certero. Esto implicaría que la mirada médica es incapaz de dar cuenta directamente del TDA-H —según el ejercicio de su propia lógica— en la “artificialidad” del espacio clínico, y por ello debe recurrir a dispositivos e instrumentos auxiliares. Sin embargo, no puede hacerlo manteniéndose en su propio espacio de ejercicio institucional, como podría hacerse mediante el uso de tecnologías médicas como exámenes neurológicos, sino que asume que debe recurrir a otros para prolongarse. El TDA-H obliga a la mirada clínica, en su vacilación, a desplegarse por espacios ajenos, encarnada en otros, para producir su verdad sobre el signo.
Entonces es posible suponer que en la realización del diagnóstico con pacientes no adultos existe la creencia de que éstos no entregarían —dentro del espacio de la consulta médica— la información fidedigna y necesaria como para poder realizar un diagnóstico de manera acabada. Ya sea por su supuesta falta de lenguaje, su incapacidad de colaborar, por su condición de menor de edad o directamente por su subordinación a lo adulto; los niños, niñas y adolescentes parecieran en muchas ocasiones requerir de otros elementos para poder llevar a cabo el diagnóstico. Nos encontramos entonces con que la mera experiencia clínica con niños(as) no sería suficiente para el diagnóstico en salud mental, por lo que deben constituirse dispositivos que vayan más allá de la consulta médica, pero que contengan en sí sus lógicas clínicas de observación.
La extrapolación como estrategia diagnóstica en el TDA-H a través de un dispositivo de observación clínica que vaya más allá de la jurisdicción médica, contiene aún la lógica clínica de la observación del signo. Sin embargo, la observación debe realizarse incluyendo algunas condiciones básicas: una es la actualidad temporal, otra la observación directa del signo, y finalmente y más importante, la observación hecha por un adulto que tenga relación directa con el niño y la niña.
La actualidad temporal estaría dada por la confirmación de los signos en tiempo real, una especie de condición que permita darle validez a lo que podría acercarse peligrosamente a ser una simple opinión del adulto. Se permite en algunos casos una observación en retrospectiva que no debe ir más allá de los 6 meses, consignado tanto en el DSM-IV y el CIE-10. Esta condición es necesaria en tanto se requiere la estabilidad del signo. Así, la observación debe estar acompañada de ciertas condiciones deliberadas con la finalidad de no confundir el TDA-H con alguna conducta no patológica que se dé en forma intermitente, durante poco tiempo y en un solo ámbito, una simple respuesta a una situación de carácter ambiental, asumiendo de alguna forma que las conductas descritas si ocurren de manera aislada, reactivas al medio, o en algunas situaciones también pueden considerarse parte de las conductas esperables o “típicas” de niños enfrentados al mundo adulto.
La observación directa del signo y que esta observación sea hecha por un adulto remiten al problema de la relación que tiene la infancia con la verdad, en tanto se asume que no será posible en una sola entrevista clínica confirmar un buen diagnóstico, porque el signo, en este caso transformado en conducta, se desplegará en condiciones particulares y no se presentará en un espacio artificial como es la consulta médica.
Esto demuestra que el niño es un fenómeno que debe ser leído con técnicas más cercanas al desciframiento que a la lectura tradicional, es más un jeroglífico que una palabra. Entonces es posible suponer que existe una cotidianeidad habitada por el niño(a) donde el sujeto suele desplegar el signo en toda su magnitud, mientras que por otro lado, se asume que ese terreno de lo cotidiano no logra recubrir a la escena de la entrevista clínica: el niño o niña se comportará de una manera distinta a la que caracteriza al trastorno. De ahí que sea tan importante el “Test de Conners” como instrumento diagnóstico.
Es bajo estas premisas como podemos comprender la relevancia de un instrumento diagnóstico como el “Test de Conners”, que da la posibilidad de extender la mirada a las escenas institucionales de la familia y la escuela, aquellas que quedan fuera del ámbito directo de visibilidad para el médico: frente a la posibilidad de que el signo no surja en la escena clínica, resulta necesaria la extrapolación de su lógica y su mirada a la realidad inmediata del entorno del paciente, buscando aquello que no termina de expresarse frente a la mirada y enunciación experta del médico.
La presencia del diagnóstico excede los espacios clínicos. Las cientos de “Escalas” o “Test de Conners” a disposición de cualquiera que las busque en cualquier buscador on-line podría ser un ejemplo de aquello. Basta un click para obtener el instrumento y hacerlo de ahí cumplir su cometido. El DSM-IV se cuela en estas versiones y regula también los ámbitos de la normalidad conductual escolar. El diagnóstico tiene que ver con la enfermedad pero también, especialmente cuando circula en lo cotidiano, con la salud. La pregunta por lo normal y lo esperable o lo saludable es el reverso de los procesos de psicopatologización.
Es insoslayable que en las democracias occidentales actuales, la salud se ha convertido en una suerte de meta-valor, y hablar en nombre de ella pone en juego uno de los dispositivos retóricos más poderosos en sus alcances y valor persuasivo (Greco, 2004). El Derecho a la salud, salud como derecho humano o, mejor aún, como “uno de los valores éticos clave” (Rose, 2007 p. 22, traducción propia) es también una forma de convencer a la ciudadanía de que el logro de una buena vida incluye su propio esfuerzo en la evitación de enfermedad. La enfermedad es el valor negativo y su evitación es se ha convertido en una estrategia política. En el caso del TDA-H, su estatus de enfermedad es sostenido hoy desde los discursos y prácticas médicas y gubernamentales (Abarzúa y González, 2007). El TDA-H funciona como un asunto que concierne tanto a ciertas estrategias de disciplinamiento de los individuos como a la regulación de la población. Ambas dimensiones, individualidad y totalidad, quedan así abiertas a las prácticas y saberes expertos que se articulan según una forma de gubernamentalidad que busca conducir a la población mediante el llamado a ser protagonistas de su propio bienestar.
Con esto queremos finalizar nuestras reflexiones llamando la atención sobre el hecho de que, junto a la dimensión disciplinaria relevada en este artículo —en que el TDA-H moviliza una serie de discursos y prácticas que imponen una norma definida a priori sobre los niños(as)—, debe prestarse atención sobre los modos en que los esfuerzos de gobierno que hablan a nombre de la salud, movilizan estrategias, técnicas y programas que propician que aquellos que se encuentran en torno al TDA-H se gestionen a sí mismos poniendo en juego formas de normatividad distintas, pero complementarias a aquellas del disciplinamiento (Foucault, 2007). Vale la pena considerar en esta dirección la forma de gobierno que Rose (2007) ha llamado ethopolítica, que apunta a las sociedades que denomina “democracias liberales avanzadas” (p. 25, traducción propia), donde las formas de subjetivación se han anudado a una forma de ejercicio de ciudadanía fundada en procurar una relación activa, informada y positiva respecto de las condiciones de vida presentes y futuras. En ese marco, la salud se convierte en un imperativo ético, y una coordenada fundamental para que los individuos actúen sobre sí.
Puede sugerirse entonces que el diagnóstico de TDA-H opera como un asunto de ethopolítica en tanto es parte de los “intentos de dar forma a la conducta de los seres humanos actuando sobre sus sentimientos, creencias y valores” (Rose, 2007, p. 27, traducción propia). Lo hace, específicamente, mediante el imperativo de la salud, pues el diagnóstico de TDA-H, como hemos visto, no sólo implica tratamiento con fármacos, sino también la medición, comparación y sanción acuciosa y sistemática del niño(a) —sus conductas y características— con las de otros niños en espacios institucionales distintos. Los discursos asociados al TDA-H también lo promueven como suerte de tecnología del yo mediante la cual el sujeto-niño debe producirse a sí mismo mediante una disposición que lo lleve a juzgarse, compararse, y establecer una relación particular y activa consigo mismo y con los otros, de modo de poder “mejorar” y lidiar activamente con su condición de niño-TDA-H.
Bajo esta dimensión analítica, la función del TDA-H como diagnóstico no está en la entrega de un mapeo evidente de lo moral o socialmente aceptable o deseable, sino la promoción de cierta incitación a que tanto discursos y saberes impersonales como aquellos seres concretos y entornos que lidian con el TDA-H se encuentren en la necesidad, vaga pero urgente, de “hacer algo al respecto” –activa y racionalmente, o a veces, angustiosamente (ver Isin, 2004).
Si concedemos que el poder disciplinario individualiza, la biopolítica colectiviza y la ethopolítica compete al auto-gobierno (Rose, 2007), el lugar del TDA-H hoy sigue siendo un espacio de reflexión para entender cómo se articulan los modos en que los individuos nos subjetivamos, conducimos y auto-gobernamos con las directrices, imperativos y las relaciones de poder puestas en juego por las distintas formas tanto de disciplinamiento como los mecanismos de seguridad puestos en juego por las formas de gubernamentalidad contemporánea. Las tensiones surgidas en este encuentro, así como el modo en que los sujetos involucrados en ellas generan distintas formas de resistencia ante las mismas, prometen ser espacios de reflexión productiva y relevante.
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