Según Eugene Minkowski (1966/2007) la psicopatología ha ocupado, respecto a la psicología, un lugar semejante al que la patología ocuparía, en medicina, respecto de la fisiología. Dice:
Esta definición considera los hechos psicopatológicos como desviaciones, bajo la forma de hiper, de hipo, de para o de disfunciones de las actitudes normales. De este modo los subordina a la noción genérica de trastornos y de enfermedad, tal como los concibe la medicina. Sin embargo este punto de partida está sujeto a revisión (p. 15, cursivas en el original).
Para Minkowski, el significado de los fenómenos que el clínico encuentra en psicopatología no puede hallarse en el análisis de las perturbaciones de funciones aisladas. Lo que aquí ha de tenerse en cuenta son aspectos relacionales, que nos hablan del modo en que la persona enferma se vincula significativamente consigo misma y con el mundo. Lo anterior nos lleva a la necesidad de acercarnos al problema de la enfermedad o el trastorno mental desde un abordaje que privilegie una mirada del mundo de la persona enferma en tanto conjunto de experiencias significativas.
Por mucho tiempo la psiquiatría ha querido aferrarse a las explicaciones que aludían al sistema nervioso y sus procesos para dar cuenta de los diferentes cuadros psicopatológicos. Desde esta óptica, lo anímico o psicológico ha sido visto nada más como una serie de funciones, que podían ser descriptas mediante un lenguaje psicológico o neurofuncional. Sin embargo, hace ya casi un siglo, diferentes críticos han señalado que lo que sucede cuando nos ocupa el hombre como persona, es que nos enfrentamos al problema del decurso histórico, de los contenidos vivenciales de su mundo significativo, como origen y centro de toda experiencia. En este caso: “La profundización de la historia vital interior (...) lleva a lo más propio, lo más esencial del individuo, a su misma esencia. En tal sentido: la historia vital interior y el ser anímico del hombre son conceptos correlativos”, dice Ludwing Binswanger (1921/1961, p. 55).
Al tomar en cuenta el contenido y el sentido de las conexiones interiores de las vivencias de la persona, logramos abordar su configuración motivadora interior. Referirse a la biografía interior implica entonces, hablar de la persona como unidad; así también, implica penetrar de forma comprensiva en la esencia de cada vivencia. Se suele hablar del método fenomenológico o de un acercamiento fenomenológico-existencial, para referir a esta clase de abordaje. En lo que se profundiza por este medio, es en la totalidad de la persona y en la estructura de su mundo significativo. Será el modo de colocarse de la persona frente a su pasado y su futuro y con relación a los otros; será su manera de introducirse, de ubicarse intencionalmente en un proyecto, lo que nos lleve a valorar sus acciones y comunicaciones como más o menos significativas; esto mismo permitirá al psicopatólogo además identificar, en algunos casos puntuales, ciertos hechos de la vida anímica, como síntomas de enfermedad.
El término fenomenología ha recibido una variedad de sentidos, tanto en filosofía como en psiquiatría.
La fenomenología tiene como su objetivo ir a las cosas mismas, es decir, a esa constitución del ser que lo valida por la estratificación y el entrecruzamiento de los movimientos que hacen que el ser aparezca como núcleo de significación. Dicho de otro modo, el fundamento de esta aprehensión del ser —y aquí se trata ciertamente del existente, es decir, del ser humano— implica una intuición de las esencias (eidética), una reflexión sobre los actos que constituyen el ser en su relación recíproca de objetividad y subjetividad. La fenomenología, por un lado ni naturalista o empirista y, por otro, ni lógica o psicológica, se define como un movimiento mental específico a propósito del cual no se termina de discutir si es puramente idealista o no, racionalista o no. Es cierto que por su método de reducción de la actitud natural se mantiene más cerca de una filosofía de la trascendencia; reducción de la que siempre parte pero en la que nunca se queda (Ey, 1963/2013, pp. 48-49).
El punto de partida de la fenomenología filosófica, ha sido el axioma metodológico reclamado por Edmund Husserl, de volver a los fenómenos, a la experiencia, como fuente inmediata de nuestro conocimiento. Se trata de un principio metodológico, un tipo de operación mental que Husserl denomina epoché. La epoché supone poner el mundo entre paréntesis, absteniéndose de emitir cualquier juicio de valor sobre los fenómenos, sus causas, su trasfondo o, incluso, la natural distinción entre sujeto y objeto (Patocka, 2005).
Con este método la observación adquiere gran relieve: los elementos menos aparentes de los fenómenos se manifiestan con creciente riqueza y variedad, con más finos matices de claridad y oscuridad y, eventualmente, pueden aparecer ciertas estructuras de los fenómenos que antes pasaran desapercibidas (Ellenberger, 1967, p. 127).
A lo largo de su obra, Husserl amplía la noción de experiencia para incluir en ella además del dominio de lo sensorial, lo que llama el ámbito de lo categorial. Hemos de poder pasar del nivel sensorial al nivel de las formas lógicas, dirá, para alcanzar un tipo de conocimiento que nos permitiría ir del plano de lo particular a lo general. Por medio de un procedimiento sistemático, el de la variación eidética, se somete cada caso particular a una serie de variaciones mentales y se retiene lo que resulta común a todos los casos que, de esa manera, entran dentro del juego de las variaciones. Pasamos así del conocimiento de particulares a abstracciones categoriales (Patocka, 2005). De dicho modo, y partiendo de la descripción de lo que pudieran ser, por ejemplo, diferentes modos de experimentar el espacio concreto (verbigracia, como un conjunto de objetos que se me presenta en cierta plaza o en cierto campo, siempre de modos y en circunstancias particulares), se podría arribar a un tipo de experiencia intuitiva, más profunda y genérica, de la espacialidad misma como forma lógica o como esencia.
No entraremos aquí en mayores disquisiciones sobre otros desarrollos ni sobre las críticas que han hecho a Husserl algunos de sus sucesores. Tampoco abordaremos las distintas variantes de la corriente fenomenológica que surgieron con posterioridad (como por ejemplo, la filosofía de Martin Heidegger), ya que ello supondría extendernos fatigosamente en cuestiones que se vinculan solo indirectamente con el objeto inmediato de nuestro estudio. En lo que sigue procuraremos, en cambio, centrarnos en ciertos aportes y desarrollos de la fenomenología psiquiátrica que resultan de interés específico para el modelo de trabajo y el tipo de análisis de caso que nos interesa presentar. Bástenos nada más con decir, con respecto del sistema husserliano, que aquellas dos concepciones de experiencia, la que se da en el nivel sensorial inmediato y la que permite la intuición o abstracción categorial, promovieron diferentes propuestas y consideraciones al momento de abordar y estudiar las enfermedades desde la fenomenología psiquiátrica. Por un lado, se ha hecho hincapié en la necesidad de realizar descripciones detalladas de lo que son las vivencias y lo que es la experiencia subjetiva de la persona que enferma. Karl Jaspers (1913/1992), con sus minuciosas exposiciones casuísticas, nos ofrece una cantidad de material de este tipo. Es lo que se conoce como fenomenología descriptiva. Por otro lado, una forma complementaria de entender y aplicar el método fenomenológico, es lo que llamaremos fenomenología eidética o categorial (Binswanger, 1921/1961; 1956/ 1972) Esta última supone un acercamiento intuitivo, más profundo, a la experiencia de enfermedad, partiendo para ello del análisis de ciertas coordenadas fenomenológicas, que son consideradas como básicas, primarias o trascendentales. Entre estas podemos incluir la vivencia del espacio, del tiempo y de la materialidad y el cuerpo (Ellenberger, 1967). A partir de este acercamiento, el fenomenólogo procurará reconstruir la estructura del mundo vital, significativo, de la persona enferma.
Mientras que para la física newtoniana, el tiempo sería un continuo homogéneo, con una duración y una dirección irreversible y atributos como la simultaneidad, la noción de tiempo psicológico, en cambio, remite a un tipo de experiencia variable, subjetiva, bastante diferente. La fenomenología psiquiátrica ha prestado especial atención al modo en que las personas experimentan subjetivamente la temporalidad. Cerca de mediados del siglo pasado, Pierre Lacomte du Noúy propuso la existencia de un tiempo fisiológico, que explica por ejemplo, que el lapso de cicatrización de las heridas se modifique según la edad del individuo, siendo más lenta durante la vejez. Algo curioso, asociado con la observación de du Noúy, es que también la sensación del fluir temporal parece seguir una curva variable a través del desarrollo, es decir en función de la edad (Ellenberger, 1967).
Otro hecho que ha llamado la atención de los psicopatólogos, es que el modo subjetivo de estructurar la temporalidad como una sucesión irreversible de pasado, presente y futuro, suele verse profundamente distorsionada en la experiencia de personas que sufren enfermedades neurológicas y mentales. Dice Minkowski:
[Hay] en mí, una propulsión hacia el futuro, que hace que a la luz de las experiencias del pasado, se elabore una regla de conducta para ese provenir, aunque el mismo no haya llegado todavía; en el enfermo [no hay, en cambio] ninguna propulsión de ese orden; en el mundo profundamente modificado de su delirio, el tiempo se fragmenta, parece detenerse, el futuro está solo destinado a proveerle la confirmación de eso que el delirio ha fijado de una vez y para siempre. A partir de ahí, los días no hacen más que sucederse unos a otros en su monotonía (1966/2007, pp. 51-52).
Al estudiar las distintas experiencias personales descriptas por personas con enfermedad mental, se ha descubierto que la vivencia del flujo temporal se modifica en función de los tipos de trastornos. Así por ejemplo, la persona con depresión parece sufrir la vivencia de reflujo o detención. El tiempo transcurre con exasperante lentitud (Minkowski, 1966/2007; Tellenbach, 1961/1976). En las formas maníacas, por el contrario, lo que se experimenta es la vivencia de un tiempo que se fuga de forma acelerada. Es decir que mientras que para la persona “normal”, el futuro suele ofrecerse como un campo de expectación y planificación, un horizonte abierto pero que se ordena desde un proyecto vital, desde una prospectiva, la persona con depresión pareciera experimentar la vivencia de un futuro clausurado y sin esperanza. La experiencia maníaca, por otra parte, pareciera caracterizarse por una actitud de fuga sobre un futuro inmediato, sobre el que la persona aquejada se arroja sin plan, momento a momento, como en un juego. Las personas con esquizofrenia, por su parte, describen la vivencia de un tiempo fijado a un momento presente, junto con la ilusión de eternidad o inmortalidad.
La experiencia ordinaria del tiempo puede también sufrir, por lo demás, diferentes deformaciones en función de ciertos acontecimientos vitales, como sucede con experiencias dramáticas, como son el duelo o el destierro, en donde la persona parece experimentar “un estancamiento en un presente hipertrofiado y estéril” junto con una “incapacidad para organizar” constructivamente la propia vida (Ellenberger, 1967, p. 139).
¿A quién de nosotros no le ha sucedido en los momentos de desesperación, sentir que el impulso personal se doblega, que el tiempo se escapa, y ver el fatal ¿para qué? plantearse frente a uno? Gris pintura y monotonía de los días sin objetivos precisos, en lugar de esa nota tonificante que aporta cualquier meta a alcanzar. En lugar de ir, uno se deja llevar. La vida pierde su colorido (Minkowski, 1996/2007, p. 52, cursiva en el original)
Para la matemática tradicional el espacio es un continuo abstracto y medible con atributos como la homogeneidad, la continuidad, la infinidad o el isotropismo y con propiedades como la tridimensionalidad y su carácter homoloidal. En la actualidad, los matemáticos se han permitido imaginar otras formas de espacialidad, tales como son los espacios no euclidianos. La concepción que del espacio tienen los psicólogos y los fenomenólogos es, sin embargo, diferente y vale comentar algunas de sus peculiaridades. En psicopatología suele hablarse por ejemplo del espacio orientado, una forma de espacialidad que experimentamos cotidianamente y que es bien diferente de cualquier representación euclidiana así como de toda idea de espacio objetivo. “Espacio orientado no quiere decir otra cosa sino que el yo por mediación de su intracuerpo forma un centro absoluto de orientación, el aquí absoluto en torno al que se constituye el mundo como medio ambiente”, dice Binswanger (1921/1961, p. 351). No se trata ya de un continuo vacío sino de un espacio con límites más o menos precisos, coordinado en función de distancias y direcciones y en donde los espacios son vividos como más o menos transitables y están siempre poblados con ciertos contenidos fácticos.
Quizá entonces una de las principales características del espacio orientado sea que posee su centro de referencia en el cuerpo, que es un centro de referencia móvil. Nuestro horizonte espacial se ordena, por ello mismo, a partir de la coordinación de nuestros datos perceptivos, nuestras disposiciones motrices y nuestras proyecciones o intenciones. Se trata, por tanto, de una forma de espacialidad anisotrópica; es decir que cada dimensión posee valores diferentes y específicos: se nos presenta un eje de orientación vertical; un plano extenso horizontal con un adelante y un atrás bien definidos; con una derecha y una izquierda; etc. Según Binswanger (1921/1961; 1956/1972) el eje vertical resultaría estructural para organizar nuestras experiencias dentro de una dinámica ascendente-descendente que contrapone lo elevado y luminoso, como signo de progreso, bienestar o desarrollo, a lo bajo, lo hundido como expresión de desazón, empobrecimiento y caída.
Para el psicopatólogo existirían formas diversas, constitutivas, de vivir y estructurar la espacialidad. Desde la clínica fenomenológica se han estudiado modos distintivos de percibir y vivir el espacio en personas que sufren diferentes patologías (por ejemplo personas aquejadas con trastornos motrices o de la percepción; personas con enfermedades neurológicas y psiquiátricas, etc.). Se ha llegado así a describir y caracterizar, por caso, un espacio cinestésico, otro táctil, otro visual y otro auditivo. En las personas ciegas, por ejemplo, la idea de espacialidad parecería ser bastante concreta, puramente tactual, dirá Binswanger. Por otro lado, “un ser psicopatológico sin miembros, por ejemplo un animal esférico, organizado de un modo puramente táctil no sería capaz de constituir un espacio orientado”, dirá este mismo autor (Binswanger, 1921/1961, p. 346).
Binswanger ha propuesto, además, el término espacio humorado. Según Binswanger, la experiencia espacial se hallaría determinada por el tono emocional que cada quien experimenta. Dice: “Según que, conforme a mi estado de ánimo, se me ensanche o se me encoja el corazón, me salte de alegría o se me oprima de preocupación, esté lleno hasta rebosar o extinguido y vacío, se modifica también la expresión del mundo” (Binswanger, 1921/1961, p. 366). Así por ejemplo, podemos sentir el espacio como expandiéndose o encogiéndose y nuestra vivencia puede ser de plenitud o vaciedad espacial, según sean nuestras disposiciones afectivas. El espacio humorado se resiente notablemente en personas con patologías psiquiátricas como la esquizofrenia, la manía o la depresión.
Junto con la noción de espacio humorado, Binswanger (1921/1961) propone una segunda tesis, más arriesgada, clave para el abordaje fenomenológico. Ciertas nociones espaciales y aún físicas, dirá, como son fuerza, rigidez, opresión, resistencia, parecieran constituir abstracciones que se arraigan en experiencias anímicas primarias. Si podemos hablar de fuerza, en mecánica, por caso, es porque antes conocemos lo que es la experiencia del esfuerzo, a nivel anímico.
El vacío del corazón [dice también, citando a Max Scheler] es de modo curioso el punto de referencia para todos los conceptos de vacío (tiempo vacío, espacio vacío). Aquello de donde mana todo vacío, es en primer lugar el vacío de nuestro corazón, el punto muerto, el por decirlo así punto muerto estático de los impulsos que se extienden en todas las direcciones y el trasfondo de las percepciones vinculado a ese punto muerto (1921/1961, p. 362).
Y más adelante agrega, basándose en una cita de Erwin Strauss:
[El] desaparecer del mundo es un rasgo fundamental ontológico-óntico de aquel vacío del corazón que llamamos desesperación. Se puede ahora conocer de las más diferentes formas, ya sea por mero estrechamiento espacial del mundo, ya sea por un silenciarse del mundo (…) ya sea por un ensombrecerse u oscurecerse (1921/1961, p. 368).
En una línea similar, Minkowski, supo atender al problema de la distancia y la espacialidad experimentada y ciertas vivencias de claridad, nitidez u oscuridad, en pacientes con diferentes patologías. En la depresión, por ejemplo, el espacio vital se encoge y se impone una experiencia de opacidad, de falta de horizonte y perspectiva. La vivencia del místico, en cambio, es la de un espacio luminoso, característico por su anchura, su magnitud y profundidad, lo que a su vez se liga con cierto sentimiento oceánico, de fusión del sujeto con los objetos del mundo, algo típicamente experimentado durante los estados de éxtasis (Minkowski, 1933/1995).
Tal vez haya sido el filósofo Maurice Merleau-Ponty (1945/1975) quien puso mayor énfasis en la necesidad de pensar al hombre en su naturaleza “mixta”, física y espiritual, reconociendo el valor del cuerpo, de un cuerpo con el que habita un espacio y un tiempo concretos. Según Merlau-Ponty, la realidad del ser humano es irreductible, ya sea a una aleatoria factibilidad biológica o (como pretendió cierta filosofía idealista) a una pura conciencia. El cuerpo, por otra parte, no es un mero conjunto de órganos; obedece a un principio de organización, guiado por el movimiento, por el fluir temporal del ser-en-el-mundo y, asimismo, por cierta disposición intencional. Fuera del cuerpo no existe, por lo demás, ninguna forma de conciencia. Toda conciencia, dice, se instancia en un cuerpo vivido. Por ello, por ejemplo, para experimentar cualquier sensación, es necesario que el cuerpo sincronice con el mundo, en cuanto a su posición, movimiento, etc. Pero además, el cuerpo dispone el mundo a partir de sus hilos intencionales; le otorga sentido en función de lo que serán nuestros potenciales actos. En este sentido, Merleau-Ponty sostiene que el cuerpo es la figura coagulada de la existencia.
Propondrá la expresión cuerpo vivido para referirse a la experiencia humana de habitar, pero por sobre todo de ser un cuerpo. El sujeto de la conciencia de la tradición cartesiana se vuelve entonces, conciencia encarnada (Aisenson Kogan, 1981). El transcurrir en el mundo será de aquí en más, un acto corporal. Incluso un acto de comprensión o de cognición, estará instanciado a partir de un cuerpo (Spiegelberg, 1986). Siguiendo con esta tradición, Matthew Ratcliffe (2008), postulará la existencia de sentimientos corporizados, con lo que ayudará a romper, también, con el antiguo esquema dualista. Su tesis, inspirada en los desarrollos de Heidegger, sostiene que las experiencias emocionales involucran sentimientos que se originan en vivencias corporales primarias. Estos sentimientos corporales funcionan como marco de interpretación desde el cual se estructura, a través de ciertas disposiciones afectivas, toda nuestra experiencia de mundo.
La experiencia sobre el mundo, dice Ratcliffe, no es distinta de cómo experimento o siento mi cuerpo, ya que uno y otra son inextricables. En sus palabras: “el embrollo experiencial del mundo y el cuerpo es fenomenológicamente más primitivo que una experiencia de cualquiera de ellas en aislamiento de la otra” (Ratcliffe, 2008, p. 1). Según Ratcliffe, la perspectiva tradicional sobre la emoción no ha permitido enfocar en una variedad de emociones que escapan a la clasificación clásica. Una de estas vivencias relegadas, primordial y fundamental es el sentimiento existencial o sentimiento de orientación vital. En psicopatología, las expresiones sentimiento existencial o sentimiento de orientación vital refieren a una vivencia anímica compleja, pero primordial, que estructura de forma unitaria y significativa nuestro modo de estar en el mundo. Se trata de una disposición afectiva primaria, que parece cimentarse en un conjunto de experiencias corporales más o menos difusas, como pueden ser la vivencia de la ubicación del propio cuerpo en el espacio o la vivencia del tiempo (Ellenberger, 1967). Para algunos autores, en enfermedades como la depresión o la esquizofrenia tendrían lugar variaciones en el sentimiento de orientación vital; a éstas subyacen, asimismo, alteraciones en las vivencias primarias del propio cuerpo (Binswanger, 1956/ 1972; Ratcliffe, 2008; Tellenbach, 1961/1976).
Con relación a ello, Fernanda Soru y Dante Duero (2011) y Xilenia Carreras y Dante Duero (2012) llevaron a cabo investigaciones de corte fenomenológico-narrativo sobre las variaciones en el sentimiento de orientación vital y las vivencias del cuerpo en personas aquejadas con distintas enfermedades mentales. Según reportan, en el caso específico de la depresión, la irrupción de la enfermedad había dado lugar a cambios radicales en sus disposiciones anímicas primarias, transformado estructural y crónicamente la personalidad de estos pacientes. Curiosamente tales alteraciones habían sido, por otro lado, precedidas y acompañadas de claros y fuertes síntomas físicos y de una modificación en la vivencia del cuerpo como totalidad. El conjunto que llamamos vivencia depresiva, dicen los autores, resulta de un estrechamiento vital general, que limita la totalidad de las experiencias psíquicas y que se ancla en la vivencia de un cuerpo restringido, constreñido e imposibilitado. Tal alteración en la percepción y en la vivencia del propio cuerpo se asocia con vivencias de desorganización interior y desdibujamiento y tiene su contracara en un modo análogo de experimentar el espacio exterior (“al borde del derrumbamiento”) así como en la vivencia de una temporalidad que es ahora la “de un tiempo detenido”.
En el caso de personas con trastornos de la alimentación, por otra parte, el cuerpo, aparece como algo extraño, ajeno, que a veces avergüenza y que otras veces se vive como desafectado (un envase). En estos relatos aparecen imágenes que contraponen un cuerpo que es libre a un cuerpo que se encuentra atrapado; un cuerpo expresivo, luminoso, liviano, dinámico y que se expande junto a un cuerpo estático, encerrado, oscuro y pedestre, que constriñe y condena a la soledad. La sensación de la panza vacía, descripta por personas con anorexia y bulimia, se asocia asimismo con vivencias de “no contaminación”. Aquí, el vómito inducido surge como un intento por desinflarse, vaciarse, liberarse, sacar lo purulento, lo que avergüenza. La búsqueda se orienta, a partir de este punto, hacia un mundo configurado a partir vivencias que remiten a lo puro, lo claro y luminoso; a lo vacío y lo celestial (Carreras y Duero, 2012).
En los últimos años los narratólogos han sumado una serie de aportes que resultan claves, creemos, para la investigación fenomenológica. De acuerdo con Ricoeur (1985) el carácter temporal e intencional de la experiencia humana se asocia con la actividad de narrar historias. Para este autor la vivencia de la temporalidad humana, la forma de estructurar nuestra experiencia biográfica e incluso el lenguaje intencional con que caracterizamos las acciones humanas, son elementos que podrían hallarse intrínsecamente asociados entre sí. Sería nuestra condición histórica la que daría vida a cierto tipo de discurso, el narrativo; pero sería a la vez el modo de estructurar narrativamente y en términos intencionales, nuestras experiencias, lo que generaría, en cierto modo, nuestra vivencia de historicidad.
Con relación a ello, son interesantes ciertas observaciones que realizara el psiquiatra francés Pierre Janet (1928) hace ya casi un siglo, quien mostró, por ejemplo, que en los relatos verbales, fundamentalmente cuando son historias o descripciones, surge una temporalidad de orden cronológico junto con el concepto de sucesión. Sin embargo, en cuanto la narración se transfigura en un trabajo de mero juego imaginativo, dice, surge un modo de temporalidad completamente diferente, donde los lapsos pueden amplificarse, minimizarse o incluso suprimirse en función de los temas o la importancia de ciertos acontecimientos (cosa que ocurre por ejemplo en las leyendas o los mitos). Esas variaciones en la temporalidad no son nada más recursos estilísticos. Para el narratólogo, repercuten sobre los modos humanos de estructurar y vivenciar el mundo.
Creemos, en este sentido, que la teoría y el análisis narrativo podrían llegar a constituir uno de los mayores aportes y recursos para nutrir la clase de análisis que aquí se propone.
Como afirman Roy Baumeister y Leonard Newman (1994), la narrativa podría ser el modo de pensamiento que mejor captura la experiencia particular de la acción y la intencionalidad humana. El carácter significativo de cualquier experiencia humana depende de nuestras competencias para activar una compleja red que incluye acontecimientos pasados y futuros (que están vinculados con los actuales), así como también un conjunto de estados psicológicos que permiten dotar de sentido lo que alguien hace o dice. Con relación a ello, Hayden White (1987/1992; 1973/1992) ha dicho que la construcción de relatos podría constituir una forma básica de asimilar nuestra experiencia a estructuras de significación que las transforman en conocimiento; la ausencia de tales estructuras posiblemente conllevaría a experiencias ausentes de significado (v. Danto, 1965/1989; Ricoeur, 1985).
En este trabajo nos hemos propuesto estudiar, de manera exhaustiva y minuciosa, las vivencias asociadas con la experiencia de enfermedad mental, partiendo del análisis de un caso histórico. Hemos llevado a cabo un análisis fenomenológico y narrativo (Duero y Limón, 2007; Dutra, 2002; Soru, Carreras, Boris y Duero 2011; Soru y Duero, 2011; Carrera y Duero, 2012) de los “Diarios” de la escritora argentina Alejandra Pizarnik (2007), en donde relata experiencias vitales relativas a diferentes períodos de su vida. El criterio de elección de esta fuente documental para el estudio de caso, se basa en que, por un lado, contiene registros, más o menos continuados, de una persona que ha sido diagnosticada y que recibió tratamiento psiquiátrico; asimismo, al ser una persona con un elevado nivel intelectual, capacidad de autoanálisis y una enorme sensibilidad, sus registros escritos ofrecen un material de inmenso valor para la indagación psicopatológica.
Nuestro análisis se ordenó en función de dos ejes: 1) el temporal-diacrónico, dentro del cual hemos atendido a la secuenciación de diferentes sucesos de la biografía de la escritora, en un devenir temporal1 y; 2) el eje corpóreo-espacial-sincrónico. Dentro este último hemos atendido a diferentes sensaciones, especialmente aquellas de carácter propioceptivo y exteroceptivo, asociadas con la vivencia de enfermedad.
Con base en las expresiones recurrentes surgidas del análisis, elaboramos el sistema de Categorías Vitales Esenciales. Este término refiere a un sistema abstracto de oposiciones que permite reconstruir ciertas coordenadas que ordenan el mundo vital de la escritora. El mismo se infiere a partir expresiones de Alejandra referidas a: a) Vivencias Primarias (casi siempre de carácter corporal) y; b) Vivencias y, también, Creencias Existenciales (de carácter más abstracto y genérico pero que, por lo común, se vinculan con la primera categoría). Partimos del supuesto metodológico de que las Categorías Vitales Esenciales describirían modos “típicos” y recurrentes de la escritora, de caracterizar al mundo y a sí misma. A partir de este conjunto de datos hemos intentado reconstruir aspectos relativos al Sentimiento de Orientación Vital de nuestro caso de estudio.
Hemos realizado asimismo un análisis de aquellos elementos que hacen a la organización y composición del relato (Duero y Limón Arce, 2007). Para ello identificamos y analizamos los principales elementos que estructuran los diferentes momentos de la narración. A saber: 1) El marco o situación inicial: entendemos como marco o situación inicial a las condiciones que se presentan, dentro del relato, como representativas de lo normal, lo cotidiano o habitual a partir de lo cual se desarrolla la historia; 2) El conflicto: dentro de esta categoría, buscamos identificar aquellas situaciones que se presentan como problemáticas y que, por lo común, suponen un quiebre con respecto del marco o situación inicial; 3) Caracterización de la protagonista: a) Acción y subjetividad: aquí atendimos a descripciones del trasfondo de motivos y razones, a partir del cual se justifica o explica los actos o las disposiciones a actuar de la protagonista; se trata del marco subjetivo gracias al cual es posible asignar a las acciones del personaje un sentido; b) Agencia: A nivel de la agencia la protagonista puede ser caracterizada, en función de cómo se dispone a actuar, como destinataria pasiva de las acciones y comunicaciones de los restantes personajes o como agente activo, capaz de controlar con sus actos diferentes aspectos de sí misma y de su entorno; 4) una última categoría para el análisis ha sido la Caracterización de los otros significativos: Seguimos aquí un esquema similar al referido en el punto 3 (Caracterización del protagonista).
La edición de los “Diarios” (Pizarnik, 2007) surge de la compilación de 20 cuadernos manuscritos y 6 legajos de hojas mecanografiadas; también hay hojas sueltas con correcciones a mano que corresponden al período comprendido entre 1954 (18 años de Alejandra) y 1971, año en que Alejandra se suicida. Uno de los cuadernos incluye sus “Resúmenes” de los años en París (1961-1964). La edición de la obra final estuvo a cargo (por pedido de la propia autora), de Ana Becciu.
Los “Diarios” no tienen un propósito estrictamente biográfico; por ello las referencias a eventos, personas o lugares son mínimas. Parece, en cambio, que la poeta se hubiese propuesto llevar a cabo, en parte, un ejercicio literario y, en parte, un trabajo expresivo y de autocomprensión. Esto conlleva que sus anotaciones privilegien descripciones de momentos específicos y que, en cambio, descuiden los aspectos diacrónicos.
Teniendo en cuenta el panorama antes descrito, el eje temporal-diacrónico ha sido organizado en función de tres tópicos que, según nos parece, aportarían un orden cronológico y temático a los escritos. Ellos son: 1) Reminiscencias de la infancia y otros significativos; 2) Presente y proyección a futuro; y (3) Transcurso del tratamiento médico psiquiátrico.
El eje corpóreo-espacial-sincrónico, se configuró a partir de las siguientes subcategorías: 1) La vivencia del tiempo y el espacio; 2) La percepción del propio cuerpo (en donde incluimos el apartado Sexualidad); 3) Las vivencias corporales específicamente asociadas con la angustia, la sensación de caída, la sensación de hundimiento y el miedo.
Como anticipamos, las distinciones entre pasado-presente y proyección a futuro resultan difíciles de discriminar a partir de los “Diarios”. El modo en que éstos han sido escritos ni siquiera permite, en muchas ocasiones, establecer distinciones con respecto al momento en que la autora redacta cada sección. A veces Pizarnik consigna alguna que otra referencia externa de los acontecimientos de su vida, como por ejemplo algunos viajes, su cumpleaños o la muerte de su padre. Sin embargo, estos hechos, por lo general, no son encuadrados y las referencias son más bien escuetas.
Esta elección podría asociarse, por lo demás, con una cuestión estilística y con lo que la autora entiende sería su gran imposibilidad para concluir una labor verdaderamente “narrativa”. En sucesivos momentos se queja, debido a ello, de hallarse condenada a la escritura de poemas, recortados de todo contexto, vomitados y extirpados, y por estar incapacitada para escribir, en cambio, una obra novelística.
Pese a lo que hemos dicho, hemos intentado realizar un ordenamiento mínimo de distintos momentos vitales, teniendo en cuenta el sistema de categorías antes mencionado.
Alejandra Pizarnik es hija de una familia de inmigrantes judíos, provenientes de Rovne (Eslovaquia). Sus padres llegan a Argentina huyendo de la guerra. La escritora nace en Buenos Aires (Argentina) un 29 de abril de 1936 (Piña, 1999).
Desde muy joven, Alejandra tiene problemas de peso, sufre alteraciones hormonales, tartamudeo e insomnio. Ya en los “Diarios”, habla de una infancia rota, olvidada, irrecuperable, sin recuerdos que valga la pena conservar. Dice: “Insomnios dedicados a la infancia tan lejana. Infancia lamentable, rota, como una buhardilla llena de ratones y de carbón inútil. He intentado rescatar un solo recuerdo hermoso pero no lo he conseguido”. (2007, [1958], p. 119)2. Dice haber sido una niña desdichada, falsa, enferma en los suburbios tenebrosos, inmersa en un pantano de miedo. Solo hay angustias y “sucesos lamentables, sobre todo lamentablemente sexuales”, dice (2007, [1958], p. 119).
Los sucesos lamentablemente sexuales serán una pieza clave (nunca aclarada), en su descripción de una infancia corrompida, repleta de vejaciones. Dice: “Mi memoria vela el cadáver de la que fui. Voz de la violada alzándose en la medianoche, a pesar de mis cualidades de humorista digo que una infancia ultrajada merece el más grave silencio” (2007, París [1962], p. 284). Como veremos, más adelante la sexualidad estará asociada, repetidamente, con sentimientos de intoxicación, ebriedad, castigo y sensación de muerte.
De la adolescencia, Alejandra refiere episodios de promiscuidad, de soledad y vida de café; también de ello resulta la vivencia de un presente vacío, carente de pasado y repleto de culpa. Hay frustrados intentos por insertarse en el mundo: estudiar, escribir, formar una pareja etc. De aquella época, refiere un sentimiento constante de alteración de los nervios y una ausencia total de serenidad. En este contexto, la enfermedad como posibilidad se esboza como esperanza; cumpliría una función de bálsamo para el alma: es la fantasía infantil de nido cálido, bajo la manta; de la calma bajo el cuidado materno. Dice: “Lo que necesito es una enfermedad, es reposo, es aislamiento, es dulzura y silencio” (2007, [1964], p 378).
En su temprana juventud las tentativas de proyección a futuro oscilan entre estudiar una carrera universitaria (o en sus metas más cortas, dar exámenes o escribir ensayos); mudarse a París, (o retornar a Argentina cuando habita en Francia); e, incluso, el proyecto (desestimado invariablemente) de casarse y tener hijos.
Con relación a sus aspiraciones literarias, las preocupaciones por construir una novela o los detalles acerca de su duración, calidad y forma serían, también, expresión de su intento por reorganizar su propia experiencia vital. Dice: “Vuelve la obsesiva —o siniestra— necesidad de escribir una novela ¿Y por qué no la escribo entonces? Seguramente porque me siento culpable de no estar en el mundo” (2007, [1957], p. 93, cursivas propias). Más adelante agrega: “La aspiración oculta es ésta. La historia de una muchacha, es decir una suerte de Retrato de la artista adolescente [dice, remitiéndonos a la obra de James Joyce] novela que debiera reflejarme, a mí y a mis circunstancias” (2007, [1957], p. 93).
El deseo de dormir eternamente, en oposición a crear proyectos o estudiar, se presentará en reiteradas oportunidades. Por un lado, Alejandra siente la necesidad de abandonar el desorden y la inconsistencia. Dice: “Quiero tener un futuro, quiero aprender y demostrarme que soy joven, que puedo luchar por mí y por mi libertad” (2007, [1958], p. 130). Pero levantarse cada mañana, ir a trabajar (en los periodos de labor) o incluso estudiar, no es más que un elemento discordante, hasta el absurdo, con respecto a la vivencia íntima de sinsentido. Dice: “Es inútil querer dirigir mi vida hacia la seguridad y el orden. Hoy estallé. Reconozco que no me interesa estudiar ni hacer nada. Estoy como siempre, encerrada (…) me siento vieja, fea, enferma. (…) quiero dormirme para siempre. Cada día siento más miedo de todo” (2007, [1958], p. 130, cursivas propias).
El único elemento salvífico es, en ocasiones, la escritura. Entonces procura cambiar su actitud: “debo escribir, debo permanecer sana, lúcida y escribir” (2007, París [1962], p. 215). Los “Diarios” surgen, en parte, como un espacio íntimo y a la vez como un laboratorio en donde ejercitar la escritura. Surgen algunos relatos breves, notas, poemas. Se trata casi siempre de escritos en los que no hay un auténtico devenir temporal sino cuadros, fotografías literarias, en donde plasma observaciones, pensamientos, vivencias y sentimientos. En estas imágenes, suele aparecer la figura de una muchacha (generalmente desnuda) enfrentando a la muerte, huyendo frente al mar o en un estado que expresa eterna desolación.
En 1965, Alejandra Pizarnik comienza un tratamiento psiquiátrico-psicoanalítico con el doctor Enrique Pichón Rivière. El transcurso de la terapia podría dividirse en: un momento inicial, neutral; y un segundo momento de desconfianza, de enojo, que se acompaña de una sensación de estancamiento, tanto en el plano vital, como con respecto a la terapia. A esta segunda etapa le sigue un período de sucesivas internaciones.
El período inicial se ordena como una etapa de prueba, en donde ella contempla, con lejanía, el hacer del médico. La desconfianza surge cuando comienza a percibir la falta de escucha, descuidos, por ejemplo, o ciertos olvidos por parte del médico. Más adelante Pizarnik se quejará de la falta de apoyo de Pichón Rivière, sobre todo con relación a sus proyectos literarios. Escribe:
El doctor [Pichón Rivière] de algún modo evita mi próximo libro. O sea: me siento culpable. No, me lo hace sentir como un imposible. Y debo defenderme con todas mis fuerzas (ínfimas, casi inexistentes) de este gran No. Y voy a escribir día y noche. Contra él y contra el mundo y todo lo que me es hostil y espera o exige mi suicidio (2007, [1967], p. 426).
A lo largo del tiempo vuelven a aparecer, una y otra vez, el lenguaje y la literatura como tópicos centrales. A la vida muerta, vacía, ajena, absurda, extraña y sin horizonte, se le opone el lenguaje, que está vivo, que supone orden y promete un sentido. Las palabras serán la herramienta con que Pizarnik funda la esperanza que tiene de construirse a sí misma; serán también el puente que permita una conexión con lo más íntimo de su ser. Dice: “Las palabras como conductoras, como bisturíes. Tan sólo con las palabras ¿Es esto imposible? Usar el lenguaje para que diga lo que impide vivir” (2007, [1965], p. 400, cursivas propias).
Por entonces comienza a tratarse un tema espinoso en terapia: su presunta homosexualidad. Dice Pizarnik:
Al doctor (Pichón Rivière), no le importa ni mis posibilidades literarias (jamás me alienta; todo lo contrario, hizo lo posible para arruinarme el homenaje a Breton, cosa que logró). Tampoco me ayuda como analista: alguna que otra vez manifestó una repulsión puritana por la homosexualidad. ¿Sabe curarla? ¿Y por qué no hace algo? Porque no puede. Porque no puede aunque quisiera (2007, [1967], p. 425).
Con respecto a la medicación, aparecen diferentes preocupaciones. Dice:
Lo que me deja peor es todo lo que complicó con esos remedios idiotas. Un año de Ospolot. Resultado: pienso más despacio y más confusamente que antes. Y los otros no me sirvieron. Ninguno realizaba lo que él me prometía. Pero es así en todos los órdenes y con toda la gente. (2007, [1967], p. 427).
Algo después se hace aún más evidente la sensación de estancamiento. Dice: “Ahogada en el desorden, la impotencia, la esterilidad, la desconfianza en el doctor, las ganas de irme de este país en el que nada tengo, no tengo qué hacer ni a quién querer aquí” (2007, [1968], p. 426).
Hacia 1970 Pizarnik comienza a sentir algún pequeño consuelo. Renace la esperanza y su vínculo con Pichón Rivière mejora. Aparece el ideal de encuentro, del vínculo de persona a persona —entre dos totalidades anímicas— con el médico. Escribe:
Estoy contenta porque hoy miré [a Pichón Rivière], lo miré al despedirme, fue una mirada de corta duración pero que me hizo saber que nunca, antes, lo había mirado así. Quiero decir: aunque fugaz, fue una mirada limpia, pues [Pichón Rivière] apareció solo, enfrente de mí, independiente de mí, de mis miasmas imaginativos que crecen al son de cánticos de espejos, al sol de un laberinto en forma de útero (les mursgluants de una meélancholie) (2007, [1970], p. 495, cursiva en el original).
Pero estos momentos son de por sí escasos. La sensación de aislamiento afectivo parecerá ser la constante en la vida de Alejandra Pizarnik. Entonces, como antes y después, Alejandra describirá la sensación de no estar en el mundo, de no encontrarse dentro de sí ni en relación con los otros. También expresará la vivencia de encontrarse fuera del tiempo. El pasado aparece como una ruina. El futuro ha sido cancelado. La única posibilidad es ser desde y para la escritura, vivir sólo para el arte. O en su defecto ser para la muerte: suicidarse a los treinta años, vaciarse de sí para llenarse. Decía siete años antes:
Me demoré en mi proyecto toda la vida. Lo sé de antemano. El proyecto antecede al acto. Cometer el acto es anular el motivo de la espera. (…) Pero lo principal, el núcleo de mi proyecto, es así: esperar con esperanza algunos años en los que nada importará salvo ese encuentro desde ya declarado imposible. Luego, a los treinta, me suicido. Ni siquiera pensaré en la poesía (2007, París, [1963], p. 317).
Aquel año (es decir, en 1970) los médicos hablan, por primera vez, de la posibilidad de internación.
Hacia fines de 1971, los hechos se desencadenan abruptamente: Pizarnik es internada en el Hospital psiquiátrico “El Pirovano”. Allí se repetirán sucesivos intentos de suicidio, como consigna en los “Diarios”; hasta su muerte en 1972 con 36 años. La primera referencia al Pirovano, está fechada el 9 de Octubre de 1971 y dice como sigue:
Van cuatro meses que estoy internada en el Pirovano, hace cuatro meses intenté morir ingiriendo pastillas. Hace un mes, quise envenenarme con gas. Las palabras son más terribles de lo que sospechaba. Mi necesidad de ternura es una larga caravana. En cuanto al escribir, sé que escribo bien y eso es todo. Pero no me sirve para que me quieran. Decir que me abandonaste sería muy injusto; pero me abandonaron, y a veces me abandonaron terriblemente, es cierto (2007, [1970], p. 502, cursivas propias).
Ahora, el lenguaje como puente se ha cortado; no llena la necesidad de afecto; tampoco produce sentimiento de transcendencia.
La siguiente anotación está fechada en el 21 de noviembre. Dice Pizarnik:
El domingo pasado traté de ahorcarme. Hoy no dejo de pensar en la muerte por agua, nada me haría mejor que ver a René C. Un título: un lugar perdido. Las palabras perras. El miércoles 10 salí del Pirovano en el que estuve cinco meses. (2007, [1970], p. 503, cursiva del original).
Alejandra hace aquí una referencia a una expresión de Julio Cortázar. Las “palabras perras” son las “perras negras”, rabiosas, de Cortázar, que ladran en el vacío.
En los primeros años, la locura aparece como el bálsamo, el paraíso; es un estar uterino. Se trata de una visión romántica que concibe la locura como una puerta de ingreso al mundo del ensueño. Dice: “He pensado en la locura. He llorado rogando al cielo que me permitan enloquecer. No salir nunca de los ensueños”. (2007, [1959], p. 138). Y agrega: “Cierro los ojos y sueño la locura. Un estar para siempre con los fantasmas amados, llámese paraíso, vientre materno o lo que demonio sea” (2007, [1959] p. 138).
Pese a esta concepción ingenua de la locura, Pizarnik experimentará, desde siempre, un distanciamiento con relación al mundo de los contemporáneos (el Mittwelt) y también con respecto a esa “comunidad primordial” de la cual hablara la psicopatología alemana (Dörr-Zegers 1995). Genio o loca, Alejandra es por sobre todo, alguien que se siente diferente. Dice, fantaseando con relación a sus escritos:
Algún día van a estar en el museo [de algún instituto psiquiátrico]. A su lado, habrá un cartel: poemas de una enferma de diecinueve años. Imposibilidad de razonar. Nunca meditó. Jamás reflexionó. Ninguna vez pensó. Parece ser que es sensible. Propensión a considerarse genial. Agresiva. Acomplejada. Viciosa. No muerde (2007, [1955], p. 42-43).
Más adelante, cuando la posibilidad de la locura se hace ya palpable, Alejandra siente tener plomo en la cabeza; teme por la deformación de su propio cuerpo; cree que a su cuero cabelludo lo recubre una esfera de metal; tiene temor de que se le caiga el pelo, de que le crezca una barba y de perder los dientes. Aparece la fantasía de estar rellena de sustancia inerte (aunque, por lo tanto, también de estar vacía); de hallarse cubierta por una coraza, fría, dura (2007, [1960], p. 165). Hay ahora una vivencia teratogénica, de deterioro, de desrealización y despersonalización. Tiene miedo de olvidarse de dónde está o de no recordar cómo llegó a algún lugar. Ir por ejemplo dentro de un taxi y aparecer en prostíbulo; o encontrarse repentinamente en una prisión y no saber cómo llegó.
La locura supone, así, sentir que podría no ser dueña de sí misma, de que se rompa el fino engranaje de su voluntad y, también, el eje ordenador del mundo. Estas ansiedades la conducen, claro, a salir cada vez menos.
La escritura es aún, por cierto, la manera de salvarse. “La salud está en la literatura”, dice (2007, París, [1962], p. 269). Para Pizarnik: “Escribir es querer darle algún sentido a nuestro sufrimiento” (p. 503). Y sin embargo, escribir también implica dolor, ya que es ver: “mi psiquismo de profundidades, de intensidades, por eso que sufro al escribir. Porque quiero, por añadidura, escribir bien y para eso debería poder remontar a la superficie” ([1968], p. 448).
Como anticipamos, en este apartado consideraremos, en primer lugar, la vivencia del tiempo y del espacio; seguidamente analizaremos la percepción del propio cuerpo (y en particular, de su sexualidad) para culminar con el apartado de angustias y vivencias corporales asociadas.
El tiempo de Alejandra es estático; los minutos apenas si se diluyen. Durante estos períodos, la angustiosa materialidad del tiempo puede manifestarse del modo más patente.
No puedo describir una acción continuada, que se deslice naturalmente. ¡Ah! Es que mi fluir interno no transcurre así, mejor dicho, no transcurre en absoluto. La única poesía que puedo concretar es la expresión de mi suceder anímico (sucesión que responde a un tiempo carente de pasado, de presente y de futuro) o la descripción de mis fantasías” (2007, [1958] p. 123), cursivas propias).
Al enlentecimiento, le acompaña una atmósfera de vaciamiento; la experiencia puede desmenuzarse hasta lo ínfimo, pero no porque se haya enriquecido. Más bien es porque se vive mecánicamente. Y cada día es como volver a empezar. Escribe:
En este momento estoy escribiendo sobre la mesita de un café. A intervalos imprecisos suspendo la pérdida de líquido, de tinta para compensarla mediante el líquido del té. Sé que es una sustitución irrazonable. No cuerda. Pero no es esto lo que yo quiero expresar. Intento fijar este momento in-sus-ti-tu-i-ble. Mañana podré estar acá de nuevo haciendo y pensando LO MISMO. Pero nada se igualará a esta inefable presencia angustiosamente temporal (2007, [1955], p. 23, cursivas propias)
Y sin embargo, si el tiempo estático y vacío es terrible, hay otro que no permite fotografiar el instante, que sencillamente se deshace en su transcurrir incólume. Se trata del tiempo lineal, irreversible; es un tiempo que produce sensación de desgranamiento, de ruina, de olvido. Dice:
Malditos relojes. Cada instante me desangra como si me pasara a mí. Nada más idiota que la experiencia del tiempo por los relojes y no obstante aquí estoy: temiendo que se haga tarde. Pero no sólo es tarde sino que es noche. (2007, París, [1962], p. 236, cursivas propias)
En otro momento agrega: “los relojes, mi habitación, la claridad triste y lo oscuro y su cortejo de sustituciones queridas. De allí no desciendo: las cosas me horrorizan, los actos me son fatales” (2007, París, [1962] p. 273, cursivas propias). Ahora, del tiempo detenido se pasa a la vivencia de falta de tiempo así como también a la vivencia de lo irremediable, lo irreversible. La muerte lo amenaza todo. Y el sentimiento es de horror. Escribe: “Quiero saber que tengo tiempo. Pero esta discordia con los instantes. Este monstruosos contrapunto entre el reloj y yo. Seguridad de estar próxima a la locura o a la muerte” (2007, [1964], p. 383).
El futuro, por otra parte, es también un punto estanco; un aquí eterno, que no permite desplegarse hacia adelante. Estamos ante un horizonte-muro. Dice:
Referirme al futuro, nombrarlo, y es de por sí un motivo de horror ¿Qué no será, prefigurar un futuro articulado, hecho mediante la ficción literaria? Esto implicaría ubicarlo en un lugar privilegiado cuando mi desesperación anhela, por lo contrario, designarlo mediante términos negativos o, mejor aún, no designarlo de ninguna manera puesto que mi futuro es una pared o una muralla (2007, [1966] p. 415, cursivas propias).
De este modo, la anacrónica proyección revelaría un destino que conduce a una muerte inminente; el destino es, justamente, el futuro mutilado. Se trata de un tiempo que ya acabó y, sin embargo, es a la vez un tiempo que en verdad nunca fue; se trata de un tiempo imposible, tenebroso, en el que siempre se está a trasmano. Escribe:
Tengo lo oscuro que vaga silbando en mis aterrorizadas vísceras. Tengo la jocosa maraña de inimaginables plebiscitos artísticos. Tengo la burda emboscada de mi ardor innato. Y tengo mucho más que no digo pues ya es tarde. Muy tarde. Tengo dieciocho años. (2007, [1955] p. 26, cursivas propias).
Para comprender la vivencia del espacio de Alejandra Pizarnik debemos analizar algunos puntos sobre cómo se ubica en el mundo, en términos de su geografía existencial. Como ya anticipamos, en repetidas ocasiones, Alejandra refiere, con relación a ello, que su experiencia se parece a la de un exilio indefinido: se siente un extranjero en cualquier lugar. Para nuestra escritora el mundo representa algo poco familiar, algo ajeno o impropio. Escribe: “¡Siento que mi lugar no está acá! (ni en ninguna parte quisiera decir)” (2007, [1955], p. 27). Esta forma de vivir la espacialidad anuncia, ya, una vivencia primaria que es distintiva: se trata de la experiencia de estar al margen, irremediablemente separada, abandonada, en un lugar inhóspito y extraño. Dice: “Me siento desarraigada del mundo como jamás lo estuve. Pero esta vez el exilio es beneficioso. Intento establecer una comunicación entre lo que vive en mí sin ser mío y este yo que está escribiendo ahora” (1958 p. 118; cursivas propias). Como iremos viendo, este modo de vivir la espacialidad del mundo repercutirá sobre la configuración de todo el mundo vital de la escritora.
Para Alejandra, su origen judío y el hecho de haber nacido en un país como Argentina (con una identidad nacional tan poco afianzada) explicarían su experiencia de no ser de ningún lado, así como sus sentimientos de soledad y abandono. Aparece aquí la nostalgia, la llamada de aquella otra tierra, y la añoranza, transmitida quizá de una a otra generación. El exilio es a su vez casi sinónimo de lo irreal, de lo difuso; es lo ambiguo e incierto. Dice:
Todo esto se reduce al problema de la soledad. Por mi sangre judía soy exiliada. Por mi lugar de nacimiento, apenas si soy argentina (lo argentino es irreal y difuso). No tengo una patria. En cuanto al idioma, es otro conflicto ambiguo. Es indudable que mi lugar es París, por el solo hecho de que allí el exilio es natural, es una patria, mientras que aquí duele (2007, [1965], p. 399, cursivas propias).
En París, en efecto, la “extranjeridad” es condición expresa; la vivencia de exilio está justificada por el hecho cabal y fáctico de hallarse en otro país al que, además, acuden muchos otros exiliados culturales.
La búsqueda del origen, un origen que permita sentir el arraigo, la raíz, el ser uno con el mundo, conduce a Alejandra a sentir que está ante un imposible. Escribe:
Soy judía. De esto se trata, hace mucho que se trata solamente de esto. Soy argentina. Soy judía. Este descubrimiento me obliga a impedir movimientos esenciales de mi naturaleza (…) Acaso quiero adjudicar a mi ser judío esta imposibilidad absoluta de entrar en la comunidad argentina que integro nominalmente (2007, [1967], p. 434, cursivas propias).
Pero el espacio no es solo adelante, atrás o al costado. La vivencia de espacialidad supone la posibilidad de ascenso y de descenso. En su lectura Gérard de Nerval, por ejemplo, la escritora reflexionará acerca de la culpa y el mal, la herida, las sombras y el fuego, hasta concluir que su exilio permitiría un puente hacia la literatura y, también, hacia lo puro y la eternidad (2007, [1958]). Esto último será especialmente significativo pues plantea una oposición entre lo aéreo, lo elevado, lo espiritual, lo apolíneo frente a lo cotidiano, lo bajo, lo carnal o material, lo sustancial y dionisíaco, que se repite en distintos momentos y que resulta clave para comprender algunos aspectos adicionales de la configuración del mundo vital de Alejandra.
Las subcategorías que hemos empleado para esta parte del análisis son tres: (a) Los asuntos médicos relativos al cuerpo y la vivencia de la propia corporalidad; (b) Las vivencias corporales asociadas con la ingesta de comidas y bebidas y el consumo de cigarrillos; y (c) La vivencia de la propia sexualidad.
Para Pizarnik el propio cuerpo es algo amado y odiado. Es también algo desconocido y, por momentos, experimentado como ajeno. Sus manos dice, son infantiles; sus ojos sorprendentes (“ojos verdes aunque miopes que cambiaría con gusto por ojos castaños y vulgares”). Compara el rostro que tiene con el que debería tener; habla del que está detrás, aprisionado. Debe reunir esfuerzos para salvar su auténtico rostro (2007, [1958]). Hay una vivencia de un cuerpo-cáscara que es monstruoso, feo y viejo; es el que encubre al yo en su esencia.
Para Alejandra, la belleza es un bien supremo; los rostros bellos la fascinan. Dice: “yo amo tanto la belleza que cualquier aproximación a ella, en tanto no sea su consumación perfecta, me enerva” (2007, París, [1962], p. 266). Ella en cambio, es un ser despeinado y triste. El suyo es un cuerpo morado por fantasmas. Su cerebro contiene plomo; una coraza de metal la separa del mundo. Se trata de un cuerpo fragmentado, endeble, que carece de columna vertebral. Dice:
Me acosté pensando en mis piernas, en mis brazos, en mi espalda. Cuando llegué a la columna vertebral tuve miedo porque supe que nunca llegaría a un modus vivendi de mi cuerpo. Eso era lo extraño, que no me soportaba en mis huesos, me recorrían dolores fantasmas, yo los perseguía como con una red para mariposas y siempre me huían, me burlaban. Pensar en la columna vertebral: nunca, nunca vas a poder pensarla en su totalidad, porque apenas comenzaba los dolores me impedía seguir, los hacía desaparecer pero reaparecían (2007, París, [1961], p. 202).
Estamos ante un cuerpo deshabitado, parcialmente muerto, desgranado, sin tensión y sin voluntad. Dice, más adelante:
Si hablo tanto de mi cuerpo y si tanto medito en él es porque no hay nada más. Me siento muerta, en el colmo del objeto. Me miro en el espejo. ¿Para qué? ¿Para quién? Tengo miedo y estoy muerta (2007, París, [1962], p. 223, cursivas propia).
Por otra parte las dolencias y afecciones del organismo, traducidas en un lenguaje biomédico, tienen una repercusión significativa: dan un nombre al vacío inenarrable. Dice, “estoy enferma del corazón. Me dan sedantes. Al fin me he enfermado concretamente, algo serio, algo con nombre, para mi espera inútil, para mi sinsentido congénito. Por fin bautizaron mi vacío, mi silencio, mi además idiota enamorada del aire” (2007, Paris, [1961] p. 195, cursivas propias). El vacío, volátil, tendrá ahora una denominación médica. Pero por otro lado, cada nombre impondrá una vivencia adicional de extrañamiento con respecto a sí misma. Además permitirá la denominación de vivencias difusas. Con ello, aquellas vivencias comenzarán a crecer hasta convertirse en fantasías de una muerte inminente.
Alejandra resiste la mayor parte de las recomendaciones médicas. Los médicos le indican alimentarse y dejar de fumar. Por el contrario, como ella dice, se ocupa de llevar a cabo una alimentación destructora y de fumar de un modo compulsivo. Dice: “Me estoy destruyendo con cigarrillos y comida. Mi cuerpo no soporta más. Ataque de ayer. Asfixia. Es el precio que pago por haber vendido mi vida al demonio de los ensueños” (2007, [1960] p. 163, cursivas propias). El demonio del ensueño, que es el de la locura y, también, el de la poesía, se cobrará el élan vital, la salud, todo el ánimo y el vigor de Alejandra.
En ocasiones el proceso de alimentación será sumamente penoso y estará asociado con imágenes horribles y pestilentes; con dolores; la comida no pasa, se encuentra atorada, dirá Alejandra, remitiendo a la imagen de un bolo, de durezas que hay que incorporar (Carreras y Duero, 2012). Dice:
Me siento mal. Todo lo que como, cada alimento terrestre se detiene en mi garganta como si dudara. Hace meses que sobrellevo estas náuseas, esta imposibilidad de asimilación. La comida me provoca espantosas imágenes. Pus, sangre, tierra maloliente, escombros, cuerpos desnudos y sucios y heridos. Me duele la garganta cuando mastico y no me duele cuando fumo. Cuando mastico me duele todo, hasta las piernas, hasta el corazón. La sobremesa es un penoso intento de no asfixiarme y de no vomitar. Pero vomitar no me libera, me obliga a creer que eso que vomito fue ingerido de la misma manera: que estuve comiendo vómitos (2007, París [1962], p. 290, cursivas propias).
Tenemos aquí la imagen de lo terrenal, lo subterráneo, lo corporal como algo que es sucio, tóxico, enfermizo, impuro y maloliente; es aquello que se contrapone a lo celeste y nutritivo; a lo sano y vigoroso; a lo abstracto, lo espiritual, lo puro. En este esquema, el sentimiento de vacío representa, en el plano espiritual, la raíz de la concupiscencia, la caída, el ingreso a lo demoníaco (cuya máxima expresión es la sensación del estómago lleno). Por ello, los cigarrillos compensarán los nervios destruidos y la comida llenará vacíos. No hay hambre. Devorar comida es un acto diabólico, es el agua con que intenta apagarse un estado de sed infinita; o, mejor, el oro que satisface una avaricia compulsiva. Por ello también, es que da lo mismo de qué comida se trate. “Ojalá pudiera dejar a un lado la necesidad de comer” (2007, París, [1961], p. 199), se lamenta. Y es que, además, la comida trae aparejada la culpa: “Comer es una maldición” (p. 199). Dice:
Nunca me odio tanto como después de almorzar o cenar. Tener el estómago lleno equivale, en mí, a la caída de una maldición eterna. Si me pudiera coser la boca, si me pudiera extirpar la necesidad de comer. Y nadie goza en esto tanto como yo. Siento un placer absoluto. Por eso tanta culpa, tanta miseria posterior. (2007, París, [1961], p. 199).
El ideal es entonces ser menos oral; menos complejos orales, dice. La creación poética representará la posibilidad de resarcirse del pecado. La literatura permite el contacto con lo etéreo, en donde etéreo significa plenitud, pero por sobre todo, liberación; liberación de la pesada carga, la del cuerpo.
La sexualidad es otra necesidad que se liga con vivencias de placer y malestar. Por un lado lo sexual será para Alejandra un símbolo de la libertad, “el único lugar en donde todo está permitido” (2007, París, [1963], p. 307). Esta libertad, sin embargo, supone una forma de yugo, en tanto el deseo es algo ajeno, alienante. Dice: “El acto sexual es independiente, una especie de zona cerrada por un círculo”. (2007, París, [1963], p. 307). Y el apetito sexual:
¡Qué molesto es! ¡Cómo lo odio! Todo cae ante él. Fumo para ver si se calma. Produce un alegre cosquilleo que recorre mi cuerpo. Dan deseos de tocarlo, de mirarlo, de ver dónde sale ese latir tan independiente de mi querer ¡Es tan dueño de sí! Cruzo las piernas. Se calma un tanto. Sexo. El eterno sexo. Digo que lo odio, pero algo lo quiero ya que lo mimo tanto ¡al diablo! (2007, [1955], p. 57, cursivas propias).
Asimismo, sexo significa promiscuidad, caos y, otra vez, vacío. Escribe:
Hay días en que me ofrezco en holocausto a una mirada invisible. Me sucede andar por las calles y rejuntar amigos y viejos conocidos (…) y me veo caminando ebria, dirigiendo a los que he convocado e invocado, y avanzo como si hiciera el amor. Sin duda bebo mucho en esos días, hablo mucho, bailo, canto, cuento, beso, toco, me dejo, me la dejo, me dejo por todas partes, estoy receptiva, disponible, abierta como una herida aceptando todo lo que venga (dedos, sal, semen, alcohol) hacia la gran devoradora que no examina, no discierne, no identifica. (2007, París, [1961], p. 204, cursivas propias).
En tal sentido, el sexo es la antítesis del amor. La herida profunda que deja el sexo desenfrenado, promiscuo, es como el alcohol, como el tabaco o la comida. Es el bálsamo destructor, el opio para el alma sedienta. Aquí se delinea, una vez más, el mito de la purificación. Inmolar el propio cuerpo y abandonarlo es una forma de sacrificio para obtener un momento de paz.
Junto con la angustia aparecen sentimientos de soledad, vacío y tristeza. Dice: “En este momento el universo se reduce a cuatro paredes, trescientos libros, ruidos prosaicos, mi fantasma vagando y mi alma ansiosa de esparcir tentáculos en todas partes” (2007, [1955], p. 24). Otras veces refiere la vivencia de enajenación absoluta, como si se hubiera ido de vacaciones dejando su cuerpo abandonado; o también habla de su cuerpo como si se erigiera como único dueño de ella misma (2007, [1958]). Pero también el mismo cuerpo, transmite sensación de vacío. Es, dice, como “si tuviera algodón en las venas, como si hubiera tragado nieve” (2007, [1958] p. 104). Y agrega: “Siento que desaparecieron mis órganos, vísceras, sangre, etc. Y únicamente hay cuerdas de colores que permanecen tensas. A ratos, alguien las tañe y ellas se mueven nerviosas y producen un ruido chirriante” (2007, [1955], p. 62, cursivas propias). Es la descripción de una marioneta sin voluntad ni voz.
La soledad y la noche se transforman en algo abrumador. Dice: “Noche/ Es como si me hubiera tragado un muerto. Como si me hubiera forrado de cenizas la sangre. Como si la peste se hubiera enamorado de mi destino. Como si la palabra jamás huyera del mundo para venir a buscar amparo en mí”. (2007, [1958], p. 103). Se siente en un estado vegetal. Puede despertar, llorar y tomar café mecánicamente, sin gozar de la vida, sin pretender consuelo; no hay solución y le duele funestamente el corazón (2007, [1957], p. 83, cursivas propias).
Otra vivencia es (nuevamente) la sensación desesperante de hallarse sedienta y sin posibilidad de beber. Y es que su sed no es de agua; es sed de expresar lo inenarrable. Dice: “Por instantes sonidos de agua cayendo en desorden, de agua hirviendo, de agua lejana, de agua imbebible, oh mi sed. Mi sed hecha de vida. Mi sed que representa, que vive en mi lugar” (2007, París, [1962], p. 254). El agua surge como figura mitológica del caos originario, lo contrario del logos, del orden y el verbo. El lenguaje puede entonces, en ocasiones, satisfacer “como una mano ahuecada llena de agua riquísima” (p. 254); permite, a veces, poner “un nombre a mi extraño estar aquí, en este mundo anguloso, rectilíneo, cuyas aristas fueron corroídas por el ácido del sueño” (p. 254). Pero pronto llega el holocausto nuevamente: el apalear al perro muerto, la disonancia, el sordo e incesante dolor de mis huesos, la garganta estrangulada, los ojos secos. Cuando Alejandra cree posible encontrar ese lenguaje inaudito, nuevo y naciente, de vida y de risa, es justo cuando todo se corroe. Y aparece nuevamente el sentimiento de lo putrefacto; del ahogo y el dolor.
La sensación de aprisionamiento que en muchas ocasiones Alejandra expresa, resulta de un velo que se interpone entre el mundo y ella. Dice: “sensaciones de interioridad prisionera. Como si el órgano de la percepción fuera de vidrio y estuviese empañado” (2007, París, [1963], p. 334). Los otros, con sus problemas domésticos, al acercársele, se le aparecen como sombras fastidiosas. Surge entonces la sensación de hundimiento. Dice:
Es el subsuelo. No veo a nadie. No puedo ver a nadie. Estoy cansada. Me termino. Me hundo. No puedo hablar. ¿Qué espero?”(2007, París, [1963], p. 334, cursivas propias).
La caída y el hundimiento, el mundo oscuro, del pozo, se siguen de la experiencia de desasosiego, de hallarse aprisionada en los mundos internos de la depresión (Soru y Duero, 2011). Otras veces este pozo es la sed; y el cuerpo, una estatua colocada en un rincón que, sin embargo, es consciente del sufrimiento. Dice:
Cuando la sed es solo un pozo, cuando es negro en la garganta, cuando el cuerpo traiciona, cuando se piensa como un busto, como un repugnante busto de un yeso en una sala de conferencias, cuando el cuerpo es de palo pero palo pensante y con deseos muy distintos a los que vibran en la maldita cabeza de yeso (2007, [1964] p. 361, cursivas propias).
En los “Diarios” aparece repetidamente la mención a la garganta atorada, a la sensación de asfixia y la referencia a presencias invisibles que cierran sus garras sobre el cuello impidiendo el paso del aire. Dice: “No se puede hacer nada si no dejar que el cuchillo se hunda cada vez más, cada vez más, y que una mano invisible me impida respirar” (2007, [1958], p. 121). Más adelante escribe:
Claro que el horror a la caída, el miedo a la desposesión total…dije miedo y ya está. Aprieta horrendamente [Y agrega] (…) Encierro sí, asfixia sí, seguro que sí de nuevo las jornadas interminables con mil manos en la garganta (…) luces enfermas, horas espantosas avanzando como ratas por mi sangre, mi lengua de sangre y sal, mis nervios prolongándose en estridencias y ripios, como si un tren pasara todo el día por mi cara (…) por instantes un grito ronco de alguien a quien estrangulan. Por instantes un ruido de mil uñas detrás de las paredes (2007, París [1962], p. 254, cursivas propias).
Desde un acercamiento estrictamente narrativo y en términos de la composición de la trama biográfica, algo que llama la atención es que encontramos muy pocas situaciones que permitan configurar un marco (o situación inicial) a partir del cual la historia vital evolucione. Tampoco surgen situaciones de conflicto separadas de ese marco, que dialoguen y justifiquen los intentos de la protagonista por restituir, por ejemplo, una situación de equilibrio que se ha perdido. Ello condiciona, además, la prospectiva. La dirección, hacia un desenlace posible y más o menos circunscripto es difusa. Los anhelos, los deseos de Alejandra, son generalidades, por lo común abstracciones respecto de estados ideales inalcanzables. No hay en miras objetivos o metas puntuales ni, por ende, un marco de motivos y razones que encause los actos de la protagonista hacia un posible desenlace que amplíe su horizonte vital o le permita evolucionar.
Estamos frente a un tipo de relato estanco y regresivo, en espiral, en el que dialogan una tendencia al desenlace dramático (la caída) con un clima de estancamiento. Es decir, hay por un lado, un trasfondo claramente dramático, con una protagonista que es permanente e injustamente golpeada por los avatares de la suerte o, más precisamente, por el fatal destino. Pero es también, por ello, la larga historia de una condena en donde no hay salida ni horizonte; el pasado es la reminiscencia de ausencias, faltas y pérdidas; el futuro aparece como un aborto espontáneo. El recorrido espiritual es en resumidas cuentas, el de una caída en espiral. Hay pequeños momentos de revancha, que surgen especialmente a partir de la literatura, pero que refieren justamente a esas vivencias de caída, terror y muerte. El resultado será por tanto un relato clausurado, que hace imposible incorporar nuevos modos de operar y sentir, y que no prevé sino un único desenlace posible: el de la resignación (Duero y Limón, 2007).
En términos de agencia la protagonista pareciera posicionarse activamente (intenta, pretende, desea). Sin embargo, fracasa; se frustra y se resigna. O bien adopta enseguida un rol pasivo: espera y no recibe (por ejemplo el cariño de los demás, correspondencia en el amor, etc.). A nivel atmosférico predomina una vivencia constrictiva. Los ambientes son inhóspitos, extraños, deshabitados. Esto produce en la protagonista un retraimiento al espacio de los libros y su habitación, que es el único espacio personal o familiar y, por lo tanto, habitable. En términos de subjetividad, las descripciones son ricas a nivel psicológico; sin embargo rondan casi siempre en torno a los mismos estados capitales.
En este marco los otros figuran mayormente como opositores, que no reconocen, cohíben o entorpecen la tarea de escribir (terapeutas, coetáneos, familia). Sin embargo se trata de opositores débiles; hay cierta pobreza en el modo en que los otros son subjetivados. La red de motivos y razones que justifica su acción es más bien difusa. Son figuras borrosas, extrañas, desdibujadas. Tal vez por ello es que no surgen auténticos vínculos ni tampoco posibilidad de una verdadera comunión y colaboración. Los otros parecen configurar nada más otro rasgo de la atmósfera y el mundo vital de la escritora. Se trata antes, de figuras circunstanciales que hacen al “paisaje” en que se desarrolla el relato. En tal sentido, su agencia está, también, oscurecida.
Al analizar los “Diarios” de Pizarnik, nos encontramos ante un relato de tipo regresivo, en espiral, que sugiere un estado de caída y, a la vez, de estancamiento. Hay un trasfondo claramente dramático. Es la larga historia de una condena en la que no hay salida ni horizonte posible. Todo ello se articula coherentemente con las categorías fenomenológicas que conforman su discurso. Las metáforas corporales más significativas serían la de mil manos anudadas a la garganta, el atoramiento, la falta de aire. Para tolerar la angustia Alejandra fuma incesantemente, bebe, come, tiene sexo, besa, se introducen cosas por cada orificio del cuerpo, todo de un modo compulsivo. De ello resulta una vivencia de sordidez, de suciedad e intoxicación. Estamos ante un espacio restringido y a la vez, superlativo, que genera un sentimiento de desprotección, minusvalía, soledad. El tiempo es, por lo demás, un tiempo estanco, detenido y a la vez fugaz, que transcurre irremediablemente, sin que sea posible capitalizarlo, ordenarlo y asimilarlo.
El sistema de categorías vitales esenciales se configura, por un lado, a partir de las ideas de pureza y plenitud; de lo inmaculado; lo espiritual, lo aéreo y lo incontaminado (todo ello asociado con la idea de trascendencia, de comunión y terruño). En el extremo opuesto aparecen la condena, la esclavitud, el destierro, el desarraigo; el exilio; lo frío e inerte; el cuerpo muerto, la coraza, el vacío; el velo; lo oscuro; lo estanco; lo sucio y lo impuro; la comida terrenal; los fluidos espesos; lo cárnico y lo orgiástico; lo pútrido, lo fangoso; lo tosco.
Como el lector habrá sabido reconocer, todas estas vivencias ofrecen una familiaridad con las experiencias que transmiten las personas enfermas de depresión, por un lado, y los pacientes que sufren trastornos de ansiedad, despersonalización y trastornos de la conducta alimentaria, por otro. De lo primero son ejemplos significativos las referencias a lo distendido y lo retenido, al horror a la caída, el miedo a la desposesión y la sensación de opresión sobre la totalidad del cuerpo; de lo segundo, la vivencia de “presencias”; de cierto extrañamiento ante el propio cuerpo; las fijaciones ante sustancias como la sangre, el pus, la carne, el vómito y sensaciones muy puntuales como la asfixia, la experiencia de atoramiento, de tener la lengua paralizada u oír ruido de mil uñas detrás de las paredes, etc. (Carreras y Duero, 2012).
En relación con esto, Maritza Rodríguez et. al. (2007) analizaron los relatos de mujeres con trastornos de la conducta alimentaria y antecedentes de comportamientos autolesivos, encontrando algunas características significativas asociadas con lo que hemos presentado en este estudio. En principio, las conductas de autodaño, ya sea mediante lesiones o a través de ayunos y otras alteraciones en el comportamiento alimenticio, estarían asociadas con vivencias de culpa así como con sensaciones de alivio, obligatoriedad o urgencia (después de que son llevadas a cabo); también en estos casos suelen presentarse estados disociativos como la despersonalización. Asimismo, son comunes las fantasías de castigo, retaliación y asco. La automutilación es vista, por lo demás, como una expiación.
La persistencia, en el discurso de ciertos pacientes, de imágenes como las descritas, no debiera sorprendernos si atendemos a lo que ya hace mucho dijera Binswanger, cuando señalaba que existen estructuras apriorísticas, modelos arquetípicos que condicionan nuestros modos de ser en el mundo. Hablamos aquí de una dirección general de significación, de carácter primitivo, que estructura nuestras formas de experimentar el cuerpo pero que, además, organiza nuestras sensaciones, sentimientos y emociones e, inclusive, nuestros pensamientos. Caer y elevarse, contaminarse y purificarse, encadenarse o liberarse, parecen ser nociones que componen, al menos en algunas personas, un sistema de categorías existenciales profundas.
Las diferentes expresiones, empleadas por cada paciente para describir sus estados, no deben tomarse por tanto, nada más como analogías, como meras figuraciones, dice Binswanger (1921/1961). Describen antes una dirección general, un modo estructural de experimentar el mundo que, luego, se divide a lo sumo, en diversas esferas regionales. A lo que aquí alude Binswanger es a aquellos elementos últimos, a aquellas vivencias (del cuerpo, principalmente) que determinan las coordenadas mediante las cuales ordenamos nuestra biografía y nuestro mundo vital. Son esas coordenadas las que nos permiten luego hablar, por poner un ejemplo, de una torre alta y de una baja, pero también, de un sonido alto y de otro bajo, o de una moral elevada o una actitud rastrera, de un estado de ánimo altivo o de cierta sensación de estar por el piso. Como dice Julián Marías:
En todo lenguaje va implícita una metafísica más o menos rudimentaria y, sobre todo, inconsciente y recibida, que se usa sin cautela y desliza, sin que lo advirtamos siquiera, un horizonte tópico y ajeno para lo comprensión de todo lo que es objeto de nuestro decir (1953, p. 81).
Estas categorías, continúa el autor, suponen una disposición, un conato de perseverar en una forma particular de ser, una dimensión en la cual se revela el trasfondo de nuestra propia alma.
Para ejemplificar lo dicho, Julián Marías analiza la historia de Joaquín Monegro, el protagonista de “Abel Sánchez”, la obra del escritor español Miguel de Unamuno. La novela relata una historia, en la que se describe y analiza la envidia y el odio que ha sentido Joaquín hacia su amigo Abel, a lo largo de toda su vida. En dicha novela, esa envidia y ese odio resultan, antes que pasiones, dimensiones que revelan el alma de Joaquín.
Joaquín [dice Julián Marías] vive de su odio, consiste en él, lo necesita, a él y a su objeto, para ser; se entiende para ser el que es; por eso siente claramente que toda curación de su odio tendría que ser, rigurosamente, una conversión, un llegar a ser otro, y al mismo tiempo una liberación, al dejar de estar enajenado para volver a sí mismo (Marías, 1953, p. 119).
Se trata por ende de entender que ciertas vivencias no son meras afecciones psíquicas y que sus expresiones no son nada más formas de transferencia lingüísticas de nociones tomadas de otras esferas; antes bien, estamos ante momentos ontológicos del hombre. Como el odio de Joaquín Monegro, ciertos estados descritos por Alejandra Pizarnik son determinaciones, dimensiones constituyentes de su ser. Curarse de ese modo de ser supone, entonces, aprender a ser otro y, también, “enajenarse” para aprender a ser más profundamente uno mismo. El modelo que hemos presentado junto con el análisis de caso intenta ser una herramienta más para ayudar al psicólogo y el psicopatólogo a transitar este arduo recorrido junto a quienes se acompaña.
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