Tomás Ibáñez Gracia
Quienes se dejan llevar de cuando en cuando por el dulce encanto de ensoñar ficciones nos cuentan que en su lecho de muerte, pocos instantes antes de que su fatigado corazón dejase de latir, Foucault experimentó una satisfacción incontenible. Su rostro adquirió de repente una placidez extrema y sus labios, distendidos por un intenso placer, esbozaron un leve movimiento. Algunos de los presentes tan solo creyeron percibir un profundo suspiro, sin embargo, otros, probablemente más cercanos y más atentos, alcanzaron a oír las siguientes palabras: "¡Por fin!... Por fin el descanso… nunca más escribir…! ¡Por fin la inmovilidad… detenerme por fin en un solo lugar…!".
Durante una fracción de segundo desfilaron ante los ojos de Foucault, con una nitidez extraordinaria, los miles de folios que había escrito a lo largo de su vida. Cada uno de ellos se había gestado en la tensión de un esfuerzo desmesurado. Horas, semanas, y a veces meses de atentas lecturas, de laboriosas investigaciones, de agotadoras reflexiones…
Pero, felizmente, todo eso se estaba acabando. Tan solo faltaban ya unos pocos segundos para que concluyera definitivamente lo que había sido el dulce tormento y el tenso placer de toda una vida… “Por fin el reposo, nunca, nunca más escribir… Por fin la inmovilidad…”
¡Cuán equivocado estaba Foucault…!
Ya ha transcurrido mucho tiempo desde aquel 25 de Junio de 1984 en el que las autoridades médicas certificaron su muerte, pero nunca llegó el tan anhelado descanso. Foucault sigue escribiendo hoy con el mismo tesón con el que lo hacía antaño, y sigue en constante movimiento al igual que por aquel entonces.
Este brevísimo relato es pura ficción, por supuesto. Solo ficción,… y una ficción que no disimula que lo es…
Pero la ficción es un género que el propio Foucault no dudo en reivindicar para definir lo que hacía: “me doy cuenta de que no he escrito más que ficciones…” Aunque añadía inmediatamente: “No quiero, sin embargo, decir que esté fuera de verdad. Me parece que existe la posibilidad de hacer funcionar la ficción en la verdad; de inducir efectos de verdad con un discurso de ficción” (Foucualt, 1977a, p. 236).
Creo que la breve ficción que he relatado tampoco está fuera de verdad.
No lo está, en primer lugar, porque es verdad que Foucault no ha cesado de escribir desde que su corazón dejó de latir. Es más, desde entonces, esa actividad se ha intensificado de forma extraordinaria.
En efecto, transcurrieron exactamente 30 años, 30, desde que Foucault publicó su primer libro Enfermedad mental y personalidad en 1954, hasta que falleció, pocos días después de publicar, en 1984, La inquietud de sí, el último de sus libros. Y son, exactamente, otros 30 años, 30 también, los que han transcurrido desde su último suspiro.
Pues bien, desde la perspectiva de un lector de a pie, es decir, de un lector como yo, que no tuvo la oportunidad de asistir a sus cursos, ni de frecuentar los círculos más cercanos al legado foucaultiano, resulta que Foucault ha escrito mucho más, en estos últimos treinta años que en los que mediaron entre el primero y el último de los libros que publicó en vida.
Basta con considerar las más de 3000 páginas de sus Dichos y escritos, publicados en 1994, o los once gruesos tomos de sus Cursos en el Collège de France cuya publicación se inició en 1997, para convencerse de que el perímetro de la biblioteca foucaultiana no ha dejado de crecer desde su muerte.
Nuevos textos de Foucault son puestos, periódicamente, a disposición de sus lectores, en Mayo, sin ir más lejos, accederemos a un doceavo tomo de sus Cursos, titulado Subjetividad y Verdad. Eso significa que, a efectos prácticos, para nosotros, Foucault aún sigue escribiendo profusamente a día de hoy, y lo más probable es que lo seguirá haciendo durante bastantes años porque la Biblioteca Nacional de Francia acaba de adquirir los cerca de 37 000 folios manuscritos que componían el archivo Foucault.
En segundo lugar, mi breve relato de ficción tampoco está fuera de verdad porque resulta que Foucault también se equivocaba profundamente al pensar que, por fin, iba a alcanzar la ansiada quietud de la inmovilidad. 30 años después de su desaparición, Foucault se sigue desplazando con el mismo trepidante ritmo que siempre le caracterizó.
Conviene recordar, en efecto, que, al igual que esos campos de fuerza, múltiples y móviles, en constante recomposición, que Foucault describía cuando disertaba sobre las relaciones de poder, también su pensamiento estaba en continua recomposición, en constante desplazamiento desde un campo de análisis a otro, desde un objeto de interés a otro, deslizándose por un suelo movedizo: “mi discurso [… decía Foucault] esquiva el suelo sobre el cual podría tomar apoyo” (Foucault, 1969, p. 267). Un continuo movimiento y, al mismo tiempo una política del movimiento, una insistente incitación a cambiar, a hacerlo en todos los aspectos de la vida.
Foucault no solo argumentaba, con gran poder persuasivo, la tesis de la discontinuidad de los procesos históricos, sino que él mismo era una ilustración de cierta forma de discontinuidad, repitiendo una y otra vez que trabajaba para cambiar su pensamiento o que pensar era, precisamente, cambiar de pensamiento, o que nadie debía exigirle que permaneciera el mismo a lo largo de su trayectoria.
El pensamiento de Foucault no era unidimensional, sino que era poliédrico, polimorfo, complejo, y me atrevería, incluso, a decir que era hologramático, como si la totalidad de lo que elaboraba estuviese presente en cada una de sus elaboraciones singulares. El sujeto, el poder, la verdad, el saber, la libertad, todos estos elementos se encontraban reunidos aunque solo se investigase uno de ellos.
De hecho, podemos percibir, alternativamente, esos distintos elementos en cada punto desarrollado por Foucault con solo adoptar distintos ángulos de visión, como ocurre con determinados dibujos que se transforman de manera sorprendente cuando cambia la focalización de nuestra mirada.
Pretender seguir a Foucault es lanzarse a navegar por un poliedro cuyos vértices se abren, simultáneamente, sobre el poder, sobre la verdad, sobre el sujeto, sobre la política, sobre la ética, o sobre la libertad, aunque en cada vértice se enfatice un único elemento.
Y es que Foucault no procedía secuencialmente, no trataba aisladamente un determinado tema después de otro, trataba la relación entre varios temas o, mejor dicho, cuando trataba un tema particular lo enfocaba, explícita o implícitamente, desde su relación con otros temas. Aunque, obviamente, al detenerse sobre un elemento de esa multiplicidad, dejaba en la sombra, por un momento, los otros componentes.
Esa permanente presencia de lo múltiple en cada singularidad le llevaba a sembrar el desconcierto entre sus lectores cuando afirmaba que tal o cual tema, que parecía constituir el núcleo de sus investigaciones, nunca había sido su auténtica ni su principal preocupación. Así, para nuestra sorpresa, Foucault afirmaba de repente: “No es el poder, sino el sujeto lo que constituye el tema general de mis investigaciones.” (Foucault, 1982a, p. 222), o bien se desmarcaba tanto del poder como del sujeto, diciendo: “a lo que he querido atenerme —desde hace muchos años— es a un trabajo para desgajar algunos elementos que pudieran servir para una historia de la verdad” (Foucault, 1984a, p. 12). Sin duda, la continua recomposición de su pensamiento dificultaba que se pudieran seguir las huellas de un Foucault que estaba en constante, en rápido, en zigzagueante movimiento.
Pues bien, resulta que ahora, 30 años después de su muerte, Foucault se mantiene en movimiento y fluye con la misma rapidez de antaño. Todo lo que se ha publicado desde 1984, no sobre, no acerca, no a partir de Foucault —lo cual es enorme—, sino de la mano del propio Foucault, ha puesto en movimiento y ha transformado en parte, lo que era, para nosotros, su pensamiento. La incesante expansión del corpus textual de Foucault, la proliferación de sus escritos, hace que su obra efectivamente disponible movilice hoy nuevas claves de lectura.
En definitiva, y en pocas palabras, resulta que, para nuestro deleite, Foucault aún sigue escribiendo, y sigue estando en continuo movimiento.
Pero, no todo es movilidad, también podemos detectar en los continuos desplazamientos de Foucault y en las modificaciones de su pensamiento, algunas constantes, tales como la permanencia de unas motivaciones básicas y la continuidad de un método de trabajo. Se trata, de lo que yo llamaría los invariantes foucaultianos, y me gustaría destacar aquí dos de esos invariantes.
En primer lugar, un invariante que reside en el procedimiento general elaborado y puesto en práctica por Foucault.
Dicho de forma ultra condensada, ese procedimiento general consiste en dinamitar espejismos para posibilitar insumisiones.
Echando mano de una célebre metáfora de Wittgenstein, entiendo que lo que trata de hacer Foucault es romper la imagen que nos tiene presos, la imagen que no podemos ver por la sencilla razón que formamos parte de ella, pero que hace proliferar, sin embargo, los múltiples espejismos que nos engañan constantemente.
Ahora bien, para romper la imagen que nos tiene presos primero hay que poder verla. Y, para ello, es preciso desmantelar y subvertir el a priori histórico de la experiencia posible que la construye y que, a la vez, nos impide ver que solo se trata de una imagen.
Nada más difícil que acotar el a priori histórico de la experiencia posible, porque es precisamente ese a priori el que conforma nuestra experiencia, es decir, el que conforma la perspectiva desde la cual vemos y pensamos las cosas, así como las categorías desde las cuales nos vemos y nos pensamos a nosotros mismos. Es conocido que el ojo no puede verse a sí mismo viendo, no puede hacerlo porque es el instrumento de la mirada, y, como tal, no pudiendo ser, simultáneamente, causa y efecto, producto y proceso, lo único que puede alcanzar a ver es una imagen de sí mismo…
…también la reflexividad tiene sus límites.
Algo parecido ocurre con el a priori histórico que configura los límites de la experiencia posible. Para acotarlo, y para subvertirlo, debemos escapar del dominio que la verdad ejerce sobre nosotros. En efecto, es en base a la producción de efectos de verdad como se ha construido la imagen que nos tiene presos. Es porque consideramos que tal o cual discurso es verdadero por lo que nos dejamos encerrar en los supuestos que vehicula y acabamos siendo presos de una imagen que, además, niega serlo.
Es para sortear esa trampa que Foucault rastrea incansablemente la historia de la verdad, sus modos de constitución, sus modos de uso, de producción, sus regímenes, sus variaciones, sus efectos. Se trata de poner de manifiesto, los efectos de poder, de subjetivación, de pensamiento, que produce la verdad, o lo que se toma como verdadero y se ha establecido como verdad.
Foucault siempre empieza por intentar romper, por procurar hacer estallar en mil fragmentos, por dinamitar, nuestra forma de pensar determinados fenómenos. Ese es el paso previo que hay que dar para que podamos pensarlos de una manera otra, desde una perspectiva distinta.
Ese paso previo requiere, en primer lugar, la elaboración de unos conocimientos sumamente rigurosos acerca de los procedimientos y de las prácticas que nos han llevado a pensar como lo hacemos, y a ser como somos. En segundo lugar, requiere la circulación de esos conocimientos para que podamos recibirlos, usarlos y percibir, gracias a ellos, los contornos de la imagen que nos tiene presos, escapando así del a priori histórico que configura, determina, y cierra, la forma de nuestra experiencia posible.
El gran mérito de Foucault, su aportación más valiosa, aquella que, por mi parte, preservaría por encima de todas si solo pudiese elegir una de ellas, consiste en habernos enseñado que, por imposible que parezca, podemos subvertir el a priori histórico de la experiencia posible.
Obviamente, mientras Foucault trabajaba en esos pasos previos a los que me he referido, su figura no podía sino tomar el aspecto de un determinista acérrimo, empeñado en mostrarnos el carácter ineludible de nuestra condición, y la ausencia de cualquier vía de escape, o de cualquier línea de fuga.
Así fue como nació la ficción de un Foucault que anunciaba que no había escapatoria, que todo estaba irremediablemente atado de ante mano, sumiendo a sus lectores en un profundo pesimismo, y cosechando acusaciones de desactivar las voluntades de lucha.
Daré dos ejemplos que ilustran lo que acabo de decir acerca de los pasos previos. El primero está relacionado con la cuestión del sujeto y el segundo con el fenómeno de la libertad.
Durante largo tiempo, las densas investigaciones de Foucault sobre las prácticas de subjetivación daban la impresión que estaba empeñado en querer eliminar definitivamente el sujeto. En realidad, tan solo estaba comprometido con la paciente labor de desmontar cierta concepción del sujeto que obstaculizaba la emergencia de una concepción distinta. Foucault no pretendía, ni mucho menos, negar la existencia del sujeto, sino que estaba dando los pasos previos para que pudiese emerger otra manera de entenderlo.
En efecto, contra la idea ampliamente asumida, de un sujeto esencial, se trataba de mostrar que el sujeto no era constituyente, sino que estaba constituido, y para ello había que desmontar con rigor los procedimientos de su constitución. Foucault tenía que hacernos ver que nuestra subjetividad procedía de determinadas prácticas de subjetivación, para que pudiéramos buscar, a partir de ahí, el punto de fuga de esas determinaciones, y conseguir deshacerlas, subvirtiendo tanto lo que somos, como lo que nos ha hecho ser como somos.
En cuanto al segundo ejemplo, el de la libertad, parecía, aquí también, que Foucault estuviese empeñado en cerrar cualquier posibilidad de pensar positivamente la libertad, alertándonos, por ejemplo, sobre el hecho que no existía ninguna playa por debajo de los densos adoquines del poder. La libertad ya constituida del sujeto ya constituido, solo era una libertad condicional en la que anidaba el poder. Muy lejos de ser lo otro del poder, nuestra libertad ya estaba atravesada y conformada por efectos de poder, con lo cual la ilusión de que nuestra emancipación pasaba por rescatar nuestra libertad arrancándola de las garras del poder era tan solo eso: una ilusión… y una engañifa.
Sin embargo, Foucault no pretendía invalidar la posibilidad de ejercer unas prácticas de libertad que desafiasen realmente al poder, bien al contrario. Lo que ocurría era que para abrir paso a esas prácticas de libertad había que desterrar previamente cualquier veleidad de pensar positivamente el tipo de libertad que el poder construye para nosotros.
En definitiva, lo que Foucault mantuvo invariante a lo largo de su trayectoria fue un procedimiento que acometía una previa y meticulosa destrucción para abrir paso a unas posibilidades de transformación.
El segundo invariante foucaultiano está constituido por su empeño en mantener, siempre, el presente como norte y como objeto de sus investigaciones. Eso puede parecer una paradoja cuando se piensa en su impresionante trabajo de historiador y en el rigor con el que rastreó el pasado. Sin embargo, esas investigaciones no tenían otra meta que la de diagnosticar el presente, la de hacer la historia del presente para posibilitar su transformación mediante su comprensión. La referencia al presente es, en efecto, lo que da sentido a la genealogía.
Y qué duda cabe que algunos de los análisis de Foucault no solo ayudaron a entender el presente que le tocó vivir, sino que también nos ayudan, 30 años después, a entender mejor nuestro más inmediato presente.
Me estoy refiriendo, por ejemplo, a sus análisis del biopoder, o del liberalismo, o, también, al papel desempeñado por las prácticas de desubjetivación en las actuales resistencias. En efecto, ¿Cómo no percibir acentos foucaultianos en los sectores de la disidencia política que enfatizan la importancia de vivir de otra forma y de ser distintos, no solo para transformarnos a nosotros mismos, sino también para cambiar el mundo?
Podemos apreciar la actualidad de Foucault solo con releer, por ejemplo, lo que ya decía hace, nada menos, que 35 años en su curso de 1978: Nacimiento de la biopolitica, cuando describía la racionalidad gubernamental del neo liberalismo norte americano: “se trata de generalizar la forma económica del mercado (…) a todo el cuerpo social, a todo el sistema social que, normalmente, no pasa por, ni está sancionado por intercambios económicos” (Foucault, 1979, p. 329) y, en efecto, la aplicación de esquemas mercantiles expresados en términos de oferta y demanda, de costos y beneficios, de rentabilidad y utilidad, a ámbitos no económicos, es decir la mercantilización de todo el campo social, psicológico, y relacional, es algo que no ha hecho sino acentuarse desde entonces, configurando masivamente nuestro presente.
Esa mercantilización ha avanzado en paralelo a la difusión del modelo de la empresa y de la lógica de la competitividad a todos los ámbitos de las relaciones sociales y de la vida de los individuos que se ven permanentemente incitados a convertirse, como ya decía Foucault, en eficientes empresarios de sí mismos.
También podemos apreciar la actualidad de Foucault viendo como confluyen, y como se combinan hoy, diversas formas de gubernamentalidad en el campo de la medicina, y muy especialmente en el ámbito de la medicina genética. En efecto, la espectacular expansión social de la medicalización pasa por el ejercicio de un biopoder basado en el juego de la norma, de lo normal y lo patológico, y en la regulación de las poblaciones. Pero, al mismo tiempo, esa medicalización apela a un poder disciplinario, basado en unos mecanismos de corrección y en unos procedimientos de vigilancia y de control que multiplican los chequeos, los datos epidemiológicos, las estadísticas médicas y los ficheros informatizados, articulando finamente unos procesos de individualización y de totalización. Todo eso se combina, además, con una racionalidad gubernamental de tipo liberal que responsabiliza al sujeto del buen uso de su libertad en la correcta gestión de su salud.
La forma que ha tomado hoy en día la medicalización constituye, quizás, el dispositivo más sofisticado del actual ejercicio del poder.
Sin embargo, la actualidad de Foucault, no se reduce al interés que presentan sus propios análisis para descifrar nuestro presente, es cierto que solo con que nos hubiese legado esos análisis ya sería mucho, pero nos dejó, además, sus herramientas, la famosa caja de herramientas que Foucault puso a nuestra disposición para que pudiéramos seguir diagnosticando el presente, y en eso radica también la incuestionable actualidad de Foucault, porque es en buena medida, utilizando sus herramientas como mejor podemos entender nuestro tiempo.
Solo mencionaré aquí tres de esas herramientas que son, además, de orden puramente conceptual.
La primera está constituida por el antiesencialismo radical que animaba la lucha de Foucault contra lo que él denominaba “el postulado esencialista”. Se trata de una herramienta que educa nuestra mirada y que instruye un arte de preguntar. Nos dice que no hay que mirar por detrás, o por debajo de las apariencias, y que no hay que preguntar por el qué, por el ¿qué es? sino por el cómo. ¿Cómo se forma? ¿Qué hace? ¿Cómo funciona? ¿Qué efectos produce?
En efecto, no se trataba para Foucault de rescatar lo que ocultarían las apariencias. Hay que deconstruirlas, por supuesto, pero no para encontrar lo que esconden y lo que las sostiene, porque no encontraríamos nada, sino para ver cómo han sido construidas.
La segunda herramienta consiste en evaluar los saberes que producimos recurriendo a un criterio que resulta tan fácil de enunciar como difícil de satisfacer. Se trata, en efecto, de elaborar, unos saberes, unos principios de inteligibilidad, ya sea acerca del poder, de la subjetividad, de la gubernamentalidad, o de cualquier objeto, que sean, simultáneamente, instrumentos de resistencia. Se trata de elaborar explicaciones y claves de sentido que sean, en sí mismas, antagónicas con los efectos de poder.
La tercera herramienta remite a la problematización, entendida aquí en uno de los diversos sentidos que le daba Foucault, es decir, en hacer que todo aquello que damos por evidente, que damos por sentado, todo lo que se presenta como incuestionable, que no suscita dudas, que resulta, por lo tanto, aproblemático, se torne, precisamente, problemático, y pase a ser cuestionado, repensado, interrogado. Eso fue, por ejemplo, lo que hizo Foucault respecto de la aplastante evidencia según la cual la sexualidad había sido exclusivamente acallada y reprimida.
Ahora bien, problematizar no consiste, solamente, en hacer que lo no problemático se torne problemático, consiste también, y sobre todo, en lograr entender el cómo, y el por qué, algo ha adquirido un estatus de evidencia incuestionable, Se trata de hacer aflorar el proceso histórico a través del cual algo se ha constituido como obvio, como evidente, como seguro, y se ha vuelto impermeable a cualquier atisbo de duda.
Las tres herramientas que he mencionado forman parte, en definitiva, de ese invariante constituido por el tozudo anclaje de la mirada de Foucault en el presente.
Sin embargo, me atrevería a mencionar ahora otro invariante, que nos caracteriza a nosotros mismos más que a Foucault, y que afecta nuestra mirada más que la suya.
En efecto, los textos de Foucault siguen produciendo en quienes nos acercamos a ellos y nos dejamos seducir por el pensamiento de su autor, unos extraños efectos que consisten en transformarnos de manera más o menos importante. Porque resulta que si nos dejamos llevar por su discurso no somos los mismos, ni las mismas, antes y después de haber leído y asimilado Foucault.
Quizás, el peculiar impacto que tienen sus textos sobre nuestra sensibilidad se debe al enorme poder de convicción con el cual Foucault nos incita a trastocar la relación que mantenemos con las verdades heredadas, a preguntarnos por los efectos que producen esas verdades, a interrogar su genealogía y, finalmente, a tomar conciencia de la irreductible contingencia histórica de esas verdades.
Una contingencia histórica que, al proyectar la radical ausencia de necesidad en la propia esfera de lo que somos, abre la posibilidad de que dejemos de ser lo que somos, y consigamos pensar, sentir, y actuar de forma diferente. Al agudizar, hasta el extremo, la conciencia de nuestra inescapable contingencia, el discurso foucaultiano nos invita inmediatamente a explorar el complejo entramado de las prácticas de subjetivación y de las prácticas de poder que han operado sobre nosotros para constituirnos finalmente tal y como somos.
Lo que abre esa exploración no es sino el inmenso y accidentado campo constituido por unas relaciones de poder que Foucault supo descifrar como, quizás, nadie lo había sabido hacer hasta entonces.
No es este el lugar para desgranar unas reformulaciones de las relaciones de poder que son harto conocidas, y que ya han sedimentado en amplísimos sectores del pensamiento contemporáneo. Me limitaré, pues, a recordar brevemente cuatro o cinco de las múltiples innovaciones que forman parte de la analítica del poder construida por Foucault.
En primer lugar, Foucault desubstantifica el poder: el poder no es el tipo de objeto que se pueda poseer o que se pueda ceder, no es un bien. Tampoco es algo que esté localizado en un espacio determinado. Es una entidad dinámica, algo que circula, que toma la forma de una relación y que solo existe mediante su ejercicio.
En segundo lugar, frente a la hipótesis represiva de un poder que solo sabe constreñir, prohibir y castigar, Foucault muestra la extraordinaria productividad del poder y su capacidad para incitar, para hacer cosas, y para crear realidad.
En tercer lugar, contra un paradigma jurídico que reclama obediencia a la Ley, Foucault esgrime un paradigma estratégico donde el poder se manifiesta bajo la forma de un enfrentamiento constante y móvil entre fuerzas antagónicas.
En cuarto lugar, frente a la concepción vertical de un poder descendente que actúa desde el exterior de lo que apresa, Foucault muestra que el poder es inmanente a los diferentes ámbitos en los que se ejerce.
Por fin, Foucault también nos enseñó que el poder se suicida tan pronto como aniquila la libertad, por la sencilla razón de que no puede existir sin ella.
Me gustaría ilustrar este último aspecto, que considero de suma importancia, acudiendo a una breve referencia de carácter personal.
En 1982, hace por lo tanto 32 años, publiqué un pequeño libro que se titulaba Poder y Libertad y que fue motivado, en parte, por la lectura de Foucault. Se trataba, por cierto, de una lectura muy limitada, ya que se reducía prácticamente a dos libros, Vigilar y Castigar, y el primer tomo de Historia de la Sexualidad, así como a algunos artículos recogidos, por una parte, en Microfísica del poder publicado en 1978 por Fernando Álvarez Uría y Julia Varela, y, por otra parte en Sexo, Poder, Verdad, publicado ese mismo año por Miguel Morey.
He vuelto a leer mi libro estos últimos días, y me ha parecido detectar una contradicción flagrante entre mi visión de la relación entre el poder y la libertad, y lo que plantea Foucault. En efecto, yo afirmaba que no se podía pensar la cuestión del poder con independencia del tema de la libertad, sin duda alguna, los dos conceptos se implicaban mutuamente. Pero, se implicaban en términos de una relación antagónica. Había que pensar el poder en contra de la libertad, decía yo, porque el poder es, finalmente, lo que constriñe la libertad. Y, sin embargo, Foucault explica, magníficamente, que el poder requiere la libertad y que allí donde hay poder hay, necesariamente, libertad. Dice textualmente: “si hay relaciones de poder por todo el campo social es porque hay libertad por todos los sitios” (Foucault, 1984b, p. 720).
En realidad, la contradicción era solo aparente, porque si bien es cierto que el poder requiere la libertad, solo la requiere para doblegarla, solo la necesita para constreñirla. El juego que se da entre el poder y la libertad es como el juego entre el gato y el ratón. En ese juego es obvio que el gato constriñe y limita la libertad de movimiento del ratón, pero, también es cierto que necesita de su habilidad para zafarse de sus garras, y de la resistencia que opone a sus zarpazos. El juego desaparece en cuanto el ratón se torna inerme, al igual, lo repito, que el poder se suicida en cuanto mata la libertad.
No existe, por lo tanto, contradicción alguna entre definir el poder como lo que constriñe la libertad, y afirmar, al mismo tiempo, que el poder solo existe allí donde hay libertad. Es más, es precisamente, porque el poder implica la libertad por lo que la resistencia es consustancial con el poder. Como dice Foucault, allí donde hay poder hay también, indefectiblemente, resistencia.
La problemática de la relación entre el poder y la libertad hizo que Foucault estableciese una importantísima distinción entre el poder y la dominación. En efecto, el poder es acción sobre la acción de otros, y requiere por lo tanto que estos dispongan de un margen de decisión sobre sus propias acciones. Cuando ese margen desaparece porque las relaciones de poder han cristalizado en dispositivos, o en estructuras, que determinan estrictamente las acciones, anulando cualquier posibilidad de decisión, es entonces cuando ya no hay relaciones de poder, sino situaciones de dominación, es decir, situaciones definidas por la ausencia de libertad.
Con este planteamiento Foucault parecía cerrar cualquier posibilidad de luchar contra la dominación ya que si no hay ejercicio de poder tampoco hay posibilidad de esas resistencias que constituyen su necesario correlato. Sin embargo, Foucault señalaba que, aun así, siempre queda margen para la sublevación y para la liberación. En efecto, no hay situación en la que se anulen por completo las energías capaces de sacudir el yugo de la dominación, y de abrir el campo de las prácticas de libertad.
No hay nunca una completa y absoluta anulación de toda posibilidad de quebrantar la dominación, no la hay por dos razones.
En primer lugar, porque mientras la vida se mantiene, siempre tiene la capacidad de desbordar cualquier dispositivo que pretenda erradicar por completo sus potencialidades. La única forma de dominar absolutamente un ser vivo consiste en matarlo, pero, claro, entonces, ya no queda nada que dominar. Mientras hay vida también existen algunas líneas de fuga, por muy tenues que sean, para evadir la dominación.
En segundo lugar, porque resulta que ningún dispositivo de dominación puede inmiscuirse por completo en el seno de la relación que uno mantiene consigo mismo. Esa relación es irreductible a los efectos de poder, lo cual no significa que no se vea afectada por el poder, sino que siempre puede escapar de él, aunque sea parcialmente, y reconstruirse en otro lugar. La relación de uno con uno mismo es el locus donde se instala la sumisión, ciertamente, pero también es el locus donde pueden fraguarse eventuales prácticas de libertad.
Hablar de prácticas de libertad es adentrarse en el terreno político, de una forma mucho más directa que cuando se analizan las relaciones de poder, y eso fue lo que hizo Foucault cuando puso en el primer plano de sus preocupaciones el análisis de la cuestión política. Es decir, la cuestión de la organización de las relaciones de poder, y del gobierno de las sociedades, entendido como el conjunto de instituciones y de prácticas que intervienen en la conducción de las conductas de los individuos.
Ese análisis condujo Foucault a elaborar el concepto de gubernamentalidad, y a describir una nueva modalidad de biopoder enfocado a gestionar y administrar la población en el marco de una biopolitica que situaba directamente la vida misma como objeto de gobierno.
No es de extrañar que la constitución de la biopolítica tomase apoyo sobre el desarrollo del liberalismo, a la vez que contribuyó a impulsarlo. En efecto, esas dos racionalidades gubernamentales tenían en común el hecho de utilizar los propios funcionamientos y las propiedades constitutivas de las realidades que se trataba de gobernar. Ambas consideraban que solo se puede gobernar eficazmente un determinado objeto si se respeta sus propias regularidades, es decir, sin entorpecer los procesos naturales, entre comillas, que se dan en su seno.
La gubernamentalidad liberal ha teorizado y ha puesto en práctica, esos principios, consumiendo libertad de forma masiva y gestionándola de manera a extraer de ella la máxima utilidad.
Ahora bien, en nuestro sistema, a partir del momento en que se necesita que la libertad se manifieste con las menores trabas posibles, se vuelve imprescindible mantenerla bajo un control y una vigilancia permanentes. Esa es la razón por la que el juego libertad-seguridad se halla en el corazón del liberalismo, y esa es también la razón por la que asistimos actualmente al desarrollo de unos enormes dispositivos de seguridad, tanto más potentes cuanto que más se deja rienda suelta a las regulaciones internas de la economía y de la política.
Al tiempo que daba prioridad al estudio de la dimensión política del poder, Foucault acentuaba su interés por el sujeto, y se dedicaba a indagar la forma en que los griegos desarrollaron un arte de gobernarse a sí mismo que pasaba por el ejercicio de determinadas prácticas de sí encaminadas a transformar al sujeto para que dejase de ser el juguete de sus propios apetitos, y para que pudiese constituirse como un ser dueño de sí mismo, como un ser capaz de darse sus propias reglas, es decir, capaz de dotarse de libertad.
Ahora bien, dotarse de libertad es algo que solo se puede hacer desde la libertad, presupone la libertad, descansa sobre unas decisiones que no estén supeditadas a la voluntad de otros, ni al dictado de las instituciones, y requiere, por lo tanto una ética.
La libertad es, en efecto, la condición ontológica de la ética, si por ética se entiende la capacidad y la voluntad de desarrollar prácticas de sí que conduzcan hacia el dominio de uno sobre sí mismo, lo que implica también el dominio sobre la elección de nuestros propios valores. Como apostillaba Foucault “¿…qué es la ética, sino la práctica de la libertad…? (1984b, p. 711)”
De alguna manera, la trayectoria de Foucault culmina pues con lo que ya estaba latente en el centro de sus preocupaciones desde el inicio de su andadura, es decir, con la preocupación por la libertad. Foucault declaraba hacia el final de su vida: “Mi papel […] consiste en mostrar a las personas que pueden ser mucho más libres de lo que creen” (Foucault, 1982b, p. 778). Y, en efecto, se puede ser más libre porque, como también apuntaba Foucault: “Todas las cosas han sido hechas, y pueden ser desechas a condición de que sepamos cómo han sido hechas” (Foucault, 1983, p.449).
En tanto que la genealogía nos ayuda a saber cómo las cosas han sido hechas, está claro que presenta una dimensión política. Pero el conocimiento no es suficiente, es la voluntad política la que nos permite eventualmente deshacer las cosas, y si algo caracterizaba a Foucault eso era, sin duda, la fuerza de su voluntad política.
Foucault, nos dice su gran amigo y prestigioso historiador Paul Veyne
Era un guerrero. […] es decir alguien que […] no está indignado, sino enojado […] que no está convencido, sino resuelto […] que tiene la energía suficiente para combatir sin tener que dar razones que lo tranquilicen […] que adopta valorizaciones que no son ni verdaderas ni falsas. (Veyne, 2008, p.182)
Sino que son, simplemente, por las que ha decidido que vale la pena luchar.
El propio Foucault decía:
Soy un artificiero. Fabrico algo que sirve, finalmente, a una guerra, a asediar, a una destrucción. No es que esté a favor de la destrucción, pero estoy por que se pueda pasar, por que se pueda avanzar, por que se puedan derrumbar los muros. (Foucault, 1975, p.92)
Y añadía: “sueño con el intelectual destructor de evidencias y de universalismos, aquel que detecta en las inercias y las constricciones del presente los puntos débiles, las aperturas, las líneas de fuerza.” (Foucault, 1977b, p. 268)
Foucault hablaba de “la inservidumbre voluntaria” como condición ética de la resistencia (Foucault, 1978, p. 39), ahora bien, la inservidumbre, la resistencia, la rebelión, la transformación de sí y el desarrollo de unas prácticas de libertad, no se limitan a la esfera privada del sujeto, sino que pretenden transformar, al mismo tiempo, el sujeto y el mundo. Se trata de un proceso orientado a alumbrar, a la par y en un mismo movimiento, un sujeto nuevo y un mundo nuevo.
Al reivindicarse de una filosofía crítica, Foucault expresaba, en una entrevista concedida el año mismo de su muerte, su compromiso con una ética de la libertad que cuestionase, lo cito: “todos los fenómenos de dominación, sea cual sea el nivel y la forma en que se presentan” (Foucault, 1984b, p. 729). Foucault enunciaba de esa forma una opción personal, no pedía a nadie que le siguiese en ese camino, pero ofrecía algunas herramientas a quienes decidieran emprender la misma senda.
Yo no sabría cómo justificar mi intervención aquí, si no fuese lanzando una invitación a usar esas herramientas con la misma voluntad de insumisión, y con el mismo ímpetu guerrero con las que las usaba Foucault.
Foucault, Michel (1969). L’archéologie du savoir. Paris: Gallimard.
Foucault, Michel (1975/2004). Je suis un artificier. En Roger-Paul Droit Michel Foucault, entretiens (pp. 89-136). Paris: Odile Jacob.
Foucault, Michel (1977a/1994). Les rapports de pouvoir passent à l'intérieur des corps. En Daniel Defert et François Ewald (Eds.). Dits et écrits (Vol. III, pp. 228-236). Paris: Gallimard.
Foucault, Michel (1977b/1994). Non au sexe roi. En Daniel Defert et François Ewald (Eds.). Dits et écrits (Vol. III, pp. 256-269). Paris: Gallimard.
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