Montevideo parece estar más peligrosa que nunca. La policía ha vuelto a pasear sus caballos por el centro, a cualquier hora, todos los días. Además, por todas partes, se ven las motos, los patrulleros, los coraceros, los policías comunitarios, los de la turística. Y en los barrios periféricos de la ciudad han comenzado los llamados “mega-operativos”, con helicópteros, perros, y periodistas. Todo es cotidianamente narrado, estruendosamente, por los noticieros de la televisión, obsesionados en una crónica roja desmesurada en comparación con las cifras delictivas reales de la ciudad.
En el presente artículo se procura dilucidar las razones de tanta policía, vislumbrar cual es el peligro o la amenaza que lo amerita, cual el proceso por el que dicha amenaza es socialmente construida, así como los efectos, funcionalidades y usos políticos de la misma.
El principio vital para el animal predador que habita en la selva es matar o ser muerto. Para el predador humano que habita en la ciudad este principio es estigmatizar o ser estigmatizado. La supervivencia del hombre depende del lugar que ocupa en la sociedad, es por esto que debe mantenerse a sí mismo como miembro aceptado del grupo. Si no logra hacerlo, si en cambio permite ser clasificado en el rol de la víctima propiciatoria será expulsado del orden social y será etiquetado. (Szasz, 2006, p. 278).
La constatación de base es que asistimos, en Uruguay, a una ofensiva desde varios frentes contra los jóvenes pobres instituidos (política, mediática y policialmente) como amenaza para la sociedad. Hay en curso una campaña iniciada por los partidos políticos de derecha dirigida a reformar la Constitución para bajar la edad de imputabilidad. Esta campaña, que encuentra entre sus principales impulsores a los medios masivos de comunicación del país, ha tenido —según las encuestas— una amplia aceptación en una ciudadanía-electorado que parece estar muy asustado. Durante el pasado mes de abril, un parlamentario nacional propuso encerrar a los “menores infractores” en la Isla de Flores1. En este contexto el gobierno respondió con unas muy publicitadas razzias a las que llamó “mega operativos”, desarrollados en algunos barrios periféricos de Montevideo y Canelones. A estos mega operativos le siguió una campaña publicitaria organizada por el mismo Ministerio del Interior, que según sus promotores busca combatir la estigmatización de los barrios que los han padecido2.
Estos diferentes ejemplos dan cuenta de una ofensiva mediática, política y policial que instituye socialmente la “amenaza de la delincuencia juvenil”, evidenciando que el proceso de construcción de “víctimas propiciatorias” (en la expresión de Szász) se enfoca actualmente hacia los jóvenes pobres clasificados y criminalizados como “menores infractores”.
Es que independientemente del enfoque que se haga del tema (sea desde una perspectiva de derechos, de justicia, o de seguridad policial), hay que comenzar por advertir que no sólo no existe evidencia empírica de que sean jóvenes los autores de la mayoría de los delitos, sino que por el contrario, las estadísticas indican precisamente lo opuesto. Según datos de la Suprema Corte de Justicia de Uruguay, del total de delitos cometidos, solamente el 5,9% son realizados por menores, y de estos delitos, el 98% son contra la propiedad y sólo el 2% contra la persona. No obstante, prima la construcción mediática de “la verdad de la delincuencia juvenil” mediante la conocida fórmula de repetir una mentira hasta el hartazgo, amplificando además sus efectos a través del melodrama morboso de la crónica roja de los noticieros, en los que indefectiblemente, sea cual sea el caso, el periodista preguntará a la víctima de turno si el autor del suceso era o no “un menor” (instalando, ya en le mera formulación de la pregunta e independientemente de la respuesta, la presencia del factor “minoridad” en el registro de la teleaudiencia atemorizada).
Una reciente editorial del diario “El País” (Editorial: Sociedad en Peligro, 2011), al comentar la divulgación de los resultados de la encuesta de hogares según la cual el 17,8% de los jóvenes de entre 15 y 29 años no estudian en el sistema educativo formal ni se encuentran dentro del mercado laboral3 (los llamados “jóvenes ni ni”), se refiere a estos jóvenes calificándolos con los siguientes términos: “masa de ignorantes”, “legión de inservibles”, “bandas de iletrados” que incurren en "actos vandálicos contra escuelas o liceos" lugares "cuya utilidad ignoran y cuyo valor intentan descalificar a través del ataque, el saqueo y la destrucción de material didáctico", “resaca juvenil de número y bestialidad ascendentes, que no sabe nada, no respeta nada ni aprende nada al margen de sus programas delictivos” (Editorial: Sociedad en Peligro, 2011, p.4-5). Impactante. Es difícil comprender tanto odio de clase dirigido a los jóvenes de los barrios pobres. Las palabras del editorialista (él si un buen ejemplo de “bestialidad ascendente”), y sus violentas generalizaciones y prejuicios, dan cuenta de la profundidad del proceso de estigmatización en curso.
Hasta aquí, podría pensarse, nada más que un tribunero virulento y fascistoide (aun cuando se trate del editorialista del periódico impreso de mayor tiraje del Uruguay). Pero el pensamiento editorial de “El País” tiene representación parlamentaria, por cierto muy activa y propositiva. El diputado nacionalista Sebastián Da Silva, autor de la muy pragmática propuesta de encerrar en la Isla de Flores a los jóvenes fugados de los centros de reclusión del INAU4, al concluir una editorial en la que fundamenta su propuesta, se refiere en estos términos a esos jóvenes:
Como parte de la academia es formidable en hacer teoría, adelanto mi posición, yo no creo que estos menores tengan recuperación. Quien roba bancos y mata a mansalva siendo adolescente difícilmente se convierta en un buen padre de familia; sus derechos no son mi prioridad. Estoy harto de la defensa de los derechos de los victimarios, mientras a las víctimas se les explica que es un tema de “exclusión social”. Mandarlos a la Isla no implica ni maltrato ni cosa parecida; con instalaciones adecuadas, se transformará en un lugar donde estar a cielo abierto quizás tenga la providencia de la reflexión y el arrepentimiento (Da Silva, 2011, p. 5).
Difícil digerir tanto cinismo.
Y en este contexto, el Ministerio del Interior lanza la mencionada campaña “contra la estigmatización de los barrios”, la cual, tanto en su oportunidad como en su contenido, lejos de atenuar el efecto estigmatizador sobre los barrios y personas que involucra, lo potencia. Aun cuando su objetivo manifiesto es combatir la estigmatización5, la campaña no hace más que reafirmar la racionalidad desde la cual se asientan las construcciones discursivas estigmatizantes analizadas en los ejemplos del editorialista y el diputado.
Si consideramos que en todas las configuraciones discursivas coexisten tanto elementos lingüísticos como extra-lingüísticos que se acoplan en una significación común, la cual es por su parte relacional y activa (dinámica) en referencia a un determinado campo de significación (Buenfil, 1994), puede fundamentarse que el mero hecho de que la policía nombre un determinado barrio en una campaña publicitaria resulta, independientemente del enunciado, en un efecto de estigmatización sobre dicho barrio dado por el sujeto y el contexto de la enunciación.
Pero además de la oportunidad de la campaña, su contenido es fuertemente estigmatizador. La primer conclusión que puede extraerse al analizar el mensaje (por acción y omisión) de la campaña es que, en todos los casos, la policía declara “defender” a quienes trabajan, estudian y no consumen drogas en oposición a quienes si lo hacen, reforzando las principales ideas-fuerza de las construcciones discursivas estigmatizantes, a saber: a) la identificación de tres circunstancias o comportamientos (no trabajar, no estudiar, consumir drogas) con la referencia a la delincuencia; y b) sobre esa base, la consagración de la contradicción “vecinos honrados” versus “criminales” como organizador (excluyente) de la convivencia social (es decir, de su imposibilidad) y como fundamento del propio quehacer policial6.
En definitiva, puede observarse en todos los ejemplos mencionados la existencia de un proceso por el cual un grupo social es instituido como amenaza, y además, “irrecuperable”. Ante esto, conviene advertir las consecuencias potenciales que estos procesos sociales suelen conllevar, en los que el principal peligro es para quienes pasan a ocupar, precisamente, el lugar de los peligrosos.
También el discurso científico-médico-psicológico, es sabido, juega un rol clave en la maquinaria de la estigmatización, legitimando (normalizando) sus efectos sobre el grupo de referencia y, podría decirse con Legendre, legalizándolo7.
En una entrevista publicada por el diario “El País” en agosto de 2010, el entonces director de las Colonias Etchepare y Santín Carlos Rossi8, Dr. Do Campo, al describir las características actuales de la población de las colonias expresó que: “La nueva modalidad de paciente que está ingresando son los 'planchas' que se volvieron locos. Estamos internando malandras, no son los viejos psicóticos, son pichis y malandras locos, que son malos bichos” (Mernies, 2010, pág. A7). A la hora de innovar en materia de nosología psiquiátrica, el Dr. Do Campo no anda con sutilezas.
La maquinaria de la estigmatización tiene como principal engranaje a la “lógica clasificatoria” que desgranara Lourau en su análisis de la racionalidad positivista y sus implicaciones. Las declaraciones de Do Campo, una vez despejada esta suerte de pintoresca nostalgia aplicada a los psicóticos (“psicóticos eran los de antes”), sirven para comprobar una vez más el alcance y la funcionalidad de la “lógica clasificatoria”. Veamos: se establece una categorización substancial que funda un grupo social (los “planchas” “malos bichos” que constituyen “la nueva modalidad de paciente”) sobre el cual se realiza la operación de estigmatización. Y esta clasificación es transversal a las otras categorías que ordenan el campo de las colonias y que determinan el ingreso a las mismas a partir del diagnóstico psiquiátrico.
Es decir, a las categorías dadas por la nosología psiquiátrica a través de la operación diagnóstica (donde la persona resulta clasificada, por ejemplo, como “F20” o “esquizofrénico-paranoide”), se le agrega ahora una categoría transversal que puede convivir con cualquiera de ellas, y que está dada por la condición de ser un “plancha que se volvió loco”. Se trata de una situación comparable a la descripta por Lourau (1998) en su análisis de las categorías de clasificación que determinaban el ingreso a los campos de concentración alemanes, en particular Auschwitz. En los criterios de admisión al campo, Lourau observa que hay una “singularidad transversal a muchas particularidades, la singularidad judía, especialmente especificada en la institución concentracionaria” (Lourau, 1998, p. 17). En el campo el hecho de ser judío desplazaba a un segundo plano las demás categorías clasificatorias (por ejemplo ser además un adversario político, u homosexual, o criminal, o tener una discapacidad delatora de una “inferioridad biológica”). Del mismo modo, parecería que en las Colonias el hecho de ser un “plancha” desplazara a un segundo plano el diagnóstico psiquiátrico particular: se es un “plancha que se volvió loco”, y dado que las Colonias son lugares en que todos sus pobladores son gente que “se volvió loca”, la categoría se reduce inmediatamente a la mera condición de ser “plancha”. Y así como en el campo de concentración la “singularidad judía” representaba un factor incremental de la peligrosidad del internado, lo mismo parece suceder en las Colonias con la “singularidad plancha”, a la cual se le atribuye la condición de “malandra”, “pichi”, “mal bicho”.
No es forzosa la mención a Auschwitz. En las palabras de Do Campo (Mernies, 2010), así como también en la editorial de “El País” (Editorial: Sociedad en Peligro, 2011), el pensamiento del diputado Da Silva (2011), tanto como en el mensaje entre líneas de la campaña del Ministerio del Interior (Redacción Portal 180, 2011), están los elementos constitutivos principales que Giorgo Agambem (2004) ha señalado al estudiar las condiciones históricas de emergencia del campo de concentración como espacio jurídico, simbólico y social. Esto es: el proceso de institución de un grupo social como “enemigo” de la comunidad, al que se le atribuye peligrosidad y rasgos de amenaza, luego se le quita cualidad humana (deja de ser sentido como prójimo, igual, semejante), hasta justificar su encierro.
Sostiene Agambem que el campo emerge de una situación de excepcionalidad frente a una presunta amenaza (interna o externa) para la integridad del Estado e implica temporalmente la suspensión del ordenamiento normativo en determinado territorio. Como estado de excepcionalidad, la medida implicaría una temporalidad definida que sin embargo se vuelve permanente. En tales excepciones donde la ley está suspendida todo es verdaderamente posible. De este modo el campo se configura como el espacio biopolítico más absoluto jamás realizado, en el que el poder encuentra frente a sí a la “nuda vida”, la pura vida biológica sin mediaciones (Agambem, 2004).
Para legitimar y fundamentar la apertura de tales condiciones de excepcionalidad es necesaria la existencia de un enemigo que constituya una amenaza a la seguridad (de la sociedad, del Estado). Así, la emergencia e insistencia de un discurso estigmatizante y criminalizador en el plano policial, social y político (a los que se suma en el ejemplo de las Colonias el discurso científico-médico-psiquiátrico), es funcional a la construcción social del enemigo sobre el que puede ameritarse luego la emergencia de la excepción. Un joven pobre y adicto (obviando en este caso la contingencia de la categoría “adicto”), o un “ni ni”, o simplemente un “plancha”, es atrapado así por la red discursiva que lo sitúa (lo produce) en el lugar del enemigo. Pierde cualidad humana, pasa a ser un “mal bicho”, según Do Campo (Mernies, 2010), o “resaca juvenil” en términos del editorialista de “El País” (Editorial: Sociedad en Peligro, 2011), “irrecuperables” para el diputado Da Silva (2011), si nadie que “los defienda”. Por fin, ese otro amenazante y des-humanizado que es el “mal bicho”, es peligroso (“malandra”, “de bestialidad ascendente”), y merece ser encerrado. Si es en una isla, tanto mejor.
Lejos de comenzar de la noche a la mañana, el proceso de construcción de las condiciones de excepcionalidad, ameritada por la construcción previa de la amenaza a la comunidad por parte de la delincuencia, tiene sus raíces en la historia posdictadura de nuestro país, y en particular, en la reconfiguración de las estrategias de control estatal posdictadura.
Ya en el año 2005 Álvaro Rico observaba continuidades entre este proceso y su antecedente en la militarización de la sociedad de los años '60 y '70:
Si el delito político, considerado por el Estado como 'subversión' constituyó en los años sesenta-setenta gran parte de la justificación discursiva de un proceso creciente de policialización y militarización de la sociedad que, finalmente, desembocó en el golpe de Estado y la dictadura, el delito social parece también constituir, desde los años ochenta-noventa del siglo pasado, un eje central de la argumentación del orden público y de la definición de la situación como 'excepcional'“ (Rico, 2005, p. 145).
Rico denomina a este fenómeno como “la criminalización de la sociedad desde el Estado” y destaca el hecho de que —esto es fundamental— dicha operación se sostiene gracias a “la integración voluntaria de la ciudadanía en el orden legal-policial del Estado tras la demamanda de seguridad” en lo que Rico define como un “mecanismo de rutinización de la obediencia” (2005, p. 144).
Se trata entonces de un proceso que debe pensarse en su dimensión política (o mejor, con Foucault, biopolítica) en tanto dispositivos estatales de control que no son, por así decirlo, externos al sujeto, sino que tienen una dimensión constitutiva de sus modos de ser y estar, sus expectativas, miedos y representaciones de sus horizontes de posibilidad cuando el miedo funciona como principio vincular, y la demanda de soluciones policiales aparece como la única respuesta posible. Es decir que, como vislumbró el análisis foucaultiano, se trata de dispositivos de poder que no solamente tienen una dimensión negativa o coercitiva (reprimir, oprimir, limitar) sino que principalmente ejercen una positividad constitutiva: modelan, crean, producen los modos de ser y estar en la vida social.
Lamentablemente no son demasiado frecuentes (y además suelen ser inmediatamente descalificados como ideales, románticos, cuando no “pequeñoburgueses”) los abordajes que tiendan a contribuir a re-significar el problema de la inseguridad, problematizándolo, y ampliando sus significaciones posibles. Como recuerda Marcos Rey:
La apelación a la inseguridad en los medios masivos y en el debate público ha operado generalmente en términos restrictivos de libertad individual y propiedad privada. El lugar común ha sido referirse a la inseguridad si media la delincuencia: el robo, el asesinato, el copamiento, el arrebato. Esta noción ha eclipsado la de inseguridad laboral, habitacional, alimentaria o educacional como puntos de partida o elementos para el debate (Rey, 2011, p. 10).
En efecto, ¿Quiénes son los inseguros? ¿Quiénes los peligrosos? Tal como señala Raúl Zibechi (2010) centrar la mirada en la pobreza como principal problema social impide visualizar que el problema fundamental está dado por la riqueza oprobiosa de una minoría y la desigualdad creciente con su contracara de la pobreza guettizada. Alguien dijo una vez que lo contrario a inseguridad no es seguridad, sino convivencia. Y la convivencia es imposible si la ciudad tiende a dividirse en barrios privados amurallados para los ricos cada vez más ricos, rodeados por grandes guettos de despojados, donde el Estado envía a las ONG y los mega-operativos. La convivencia requiere justicia e igualdad. Y requiere además concebir al otro como un prójimo, es decir, “Hombre respecto de otro, considerados bajo el concepto de la solidaridad humana” (Real Academia Española, 2011, párrafo 1). La palabra prójimo proviene etimológicamente del latín proximus, del cual deriva también la palabra próximo. La etimología enseña que no hay posibilidad de projimidad allí donde no hay proximidad, es decir, en las sociedades organizadas a partir de las distancias entre ricos y pobres, entre quienes tienen todas las posibilidades y quienes no tienen ninguna.
El problema principal no es entonces el de la inseguridad de la delincuencia juvenil, sino la captura de un determinado grupo social en una trama discursiva estigmatizante que los sitúa en una otredad peligrosa y amenazante, des-humanizada, encubriendo además, sin cuestionarlas, las condiciones concretas de injusticia social que están en el fondo de las situaciones delictivas y de violencia. Y la representación que se construya de dicha otredad (“mal bicho”, “víctima”, “victimario”, “malandra”, “irrecuperable”) tendrá consecuencias directas en el tratamiento que se determine para dicho grupo social.
Volviendo a Lourau:
Auschwitz no es una excepción: es un paroxismo, una lógica clasificatoria llevada hasta los límites extremos de un champ/camp de exterminio del Otro como insoportable y, en el caso de los judíos, como super gran Otro. Lo mismo ocurre con el concepto de locura, incluso si el 'altruismo' (...) atenúa el rechazo brutal del otro, implícito en toda tentativa de clasificación bajo el control del Estado (Lourau, 1998, p. 27).
Tanto dentro del manicomio, la cárcel, o las “zonas rojas” de la ciudad, la lógica clasificatoria establece las particularidades y las generaliza en la operación de estigmatización y agrupamiento que borra historicidades y singularidades en función de la operación clasificatoria que prologa la operación siguiente (de educación, de asistencia, de terapia, de encierro, o en el extremo del campo, de aniquilación).
Sandino Núñez analizó este problema en un artículo titulado “Monstruos” (2010), valiéndose de las figuras literarias y cinematográficas de Frankestein y Robocop por una parte, y Alien y el orangután del cuento “Los crímenes de la Rue Morgue” de Edgar Allan Poe, por otra. Los dos primeros, en la representación de sus creadores, mantienen cualidades humanas. Sus dramas consisten precisamente en el reclamo de amor y pertenencia respecto a sus semejantes humanos, y aún con cualidades monstruosas y atemorizantes, permiten en sus prójimos la identificación, a veces la compasión, en definitiva la activación de operaciones (políticas, educativas) de recuperación del monstruo para el hombre. Alien y el orangután, en cambio, no son humanos. Su brutalidad es irracional, animal, la representación que de ellos hacen sus creadores es la de seres de una violencia mecánica, incomprensible (en rigor, que está por fuera del registro de lo que requiere ser comprendido: el orangután no debe entenderse sino reprimirse). Alien requiere acciones militares, de aniquilación, para la defensa de la comunidad. En cambio a Frankestein hay que entenderlo y educarlo.
Señala Núñez que:
Estos dos tipos de monstruos son más que simples creaciones de la libre imaginación literaria. Son dos formas que la cultura occidental se ha concedido y se concede para entender y relacionarse con su otro. Son formas que dicen mucho de la cultura occidental (Núñez, 2010, p. 164).
Y cita el debate entre De Las Casas y Sepúlveda en el siglo VI, a propósito de si tenían o no alma los nativos americanos:
La verdad de ese plebiscito no era teológica-especulativa o ideológica: era técnica, práctica o administrativa: ¿habría o no un giro tecnológico que llevara del control policíaco a la educación y a la organización civil de las poblaciones, de la conquista militar a la evangelización? ¿Se iba en suma de la historia natural a la historia política? (Núñez, 2010, p. 165).9
Si se es un “grupo problema” pero se conserva la pertenencia a la condición humana (Frankestein o Robocop), se será pasible de recibir tratamiento, educación, asistencia, re-habilitación. Pero si en cambio se actualizan las circunstancias históricas que hacen posible la emergencia del campo, si un grupo social es considerado lo suficientemente peligroso, entonces será progresivamente des-humanizado, será Alien o el orangután de Poe. Cualquier acción será entonces posible, incluida la tortura y la desaparición en los casos extremos (como en la dictadura uruguaya, caso históricamente cercano y aún no resuelto), o el encierro en la Isla de Flores. Si es posible que estas acciones sean toleradas y justificadas, si es posible la indiferencia general ante un hecho como el incendio de la Cárcel de Rocha10, es porque sus destinatarios no son prójimos, ni siquiera son completamente humanos, sino que son “malos bichos”, “irrecuperables”, y sobre todo, peligrosos. Son Alien. Por cierto, la editorial de “El País” se titula “Sociedad en peligro”, y su párrafo final dice: “Por el momento, una ciudadanía tan asustada como los profesores y funcionarios del Liceo 50, espera una respuesta de la que depende el futuro de esta sociedad en peligro” (Editorial: Sociedad en Peligro, 2011, p. 7).
Lo que parece claro es que en el fondo y en la superficie de este fenómeno lo que hay es mucho miedo. Y es sabido que puede ser muy peligrosa una sociedad con miedo. Y además es rentable, y sobre todo, manipulable.
El filósofo franco-marroquí Alain Badiou (2008) analizó el mecanismo operativo del miedo en relación a las elecciones francesas de 2007 en las que resultó electo presidente Nicolas Sarkozy. Sostiene Badiou que dichas elecciones (paradigmáticas de la ficción electoral como sustitutiva de la política11) se desarrollan a través de la articulación de dos tipos de miedos en contradicción. Por una parte un miedo que llama “esencial” o “primitivo”, el cual proviene de la situación subjetiva de quien teme perder privilegios o caer en la decadencia, que “se centra en los chivos expiatorios tradicionales los extranjeros, los pobres, los países lejanos a los que no nos queremos parecer” (Badiou, 2008, p. 24). “Este miedo, conservador y crepuscular, crea el deseo de tener un amo que proteja, aunque sea oprimiéndoos y empobreciéndoos aún más” (2008, p. 10). Y por otra parte, el otro polo de la contradicción que articula la elección, es un miedo derivado de este miedo “primitivo” y “esencial”, que Badiou define como el miedo a las consecuencias de ese miedo primario, se trata del miedo:
Que el primer miedo provoca en la medida que invoca un tipo de amo, el poli nervioso, que el pequeño burgués socialista ni conoce ni aprecia. Se trata de un miedo derivado cuyo contenido, más allá del afecto, es realmente indiscernible (2008, p. 11).
Este segundo miedo es además impotente, no logra articular un discurso alternativo a la trampa de la amenaza inmigrante y la respuesta policial, y quienes en la coyuntura electoral hacen uso de él (la oposición electoral a la derecha, en Francia el Partido Socialista) se limitan a agitarlo, proclamando los peligros de la escalada represiva que traería el primer miedo si gana la derecha, casi que como único argumento diferencial de esa derecha.
Por cierto que la situación francesa no es extrapolable a la uruguaya, como no lo es el contexto europeo al latinoamericano. Son otros los procesos sociales en curso, y presentan otras características las violencias, las amenazas, los privilegios a cuidar, y los sujetos y objetos del juego del peligro y el miedo. No obstante, hay elementos del análisis de Badiou que pueden aportar a la comprensión de nuestra coyuntura en Uruguay, a fin de analizar si estamos o no ante la presencia de tendencias en curso. En efecto, en Uruguay, el escenario político concreto se presenta diagramado por la derecha, quien ha logrado, ya no sólo instituir el problema de la inseguridad como el problema central de la agenda política, sino que también ha logrado fijar la racionalidad y los marcos de análisis con que dicha problemática se piensa, esto es, a través de la criminalización de los jóvenes y la pobreza, y la invisibilización las condiciones de injusticia social de fondo en el problema. En otras palabras: hegemonía. Así parece pensarlo también la cientista social y senadora por el Frente Amplio, Constanza Moreira, cuando, al analizar el estado del debate social en torno a la inseguridad y la “minoridad infractora”, sostiene que
Aunque hubo una suerte de consenso académico sobre el tema en el que primó una visión completamente contraria a la "mano dura", lo que triunfó como mensaje, fue que el asunto de los jóvenes que rapiñan y matan se había vuelto casi inmanejable para la sociedad uruguaya. A ello colaboramos también desde el Frente Amplio, no sólo en la campaña electoral -cuando definimos el tema de la seguridad pública como central, arrinconados por el juego que ya habían definido los partidos de la oposición- sino cuando transformamos la 'seguridad pública' en la prioridad presupuestal, y acabamos, tratando de darle una solución al problema, multiplicándolo con derivaciones impredecibles (Moreira, 2011, p. 10).
De este modo, el miedo, a través de la institución de la amenaza de la delincuencia juvenil, se configura como un elemento estratégico de primer orden de cara a la próxima contienda electoral, en modo similar a lo analizado por Badiou. Y si se observan las características concretas del escenario político uruguayo, no es algo a descartar que en dichas elecciones los partidos de la derecha sigan marcando la agenda de la seguridad y proponiendo además un programa muy pragmático al respecto, como los ejemplos analizados anteriormente (y vaya si cuentan con un candidato ideal para ello). Y si tal fuera el contexto, del otro lado, no parece irracional imaginar al progresismo en la trampa, sin encontrar a esa altura mucho más margen de maniobra que la agitación impotente del miedo al miedo (y vaya si para eso, encontrará del lado de enfrente un candidato que mete miedo).
En cualquier caso, lo más importante es observar que, si estos procesos se consolidan, se debe tener en cuenta que el miedo, analiza Badiou, no tiene solamente una dimensión operativa articulatoria de los límites de la elección. Mucho más que esto, el miedo ha pasado a formar parte constitutiva del propio Estado contemporáneo, en sustitución de la política:
A falta de toda política en sentido propio, el miedo se incorpora al Estado como sustrato de su propia independencia. El miedo valida el Estado. La operación electoral incorpora al Estado el miedo y el miedo al miedo, de manera que un elemento subjetivo de masas consigue validar el Estado. Digamos que tras estas elecciones el elegido (...) estará legitimado en la cima del Estado por haberle sabido sacar tajada al miedo. Tendrá entonces las manos libres, puesto que, desde el momento en que el Estado ha quedado investido por el miedo, puede dar miedo con toda libertad. La dialéctica última es la del miedo y el terror. Virtualmente, un Estado legitimado por el miedo está habilitado para convertirse en un estado terrorista (Badiou, 2008, p. 14).
Parafraseando a Badiou, podríamos preguntarnos: ¿Qué representa el nombre de Bordaberry?12.
Si no cambian los vientos, pobres peligrosos: los planchas y jóvenes “ni ni”, los que no marcan tarjeta en el Marconi o se dan la papa en Paso de la Arena. La sociedad está asustada. El Estado está enojado. Las elecciones están próximas. Corren peligro, los peligrosos.
Hace algunos años el antropólogo francés Didier Fassin (1997) realizó una interesante genealogía de las políticas sociales y sus prácticas, visualizando las transformaciones ocurridas en los paradigmas y concepciones subyacentes a las mismas. Al referirse a las concepciones desde las cuales se piensa actualmente el problema de la exclusión social, Fassin sostiene que se ha operado un doble movimiento de victimización y singularización de los excluidos, seguido de una apología del sufrimiento con su natural correlato de la compasión:
Este doble rasgo, victimización y singularización de los excluidos, define una nueva forma de subjetivación de las desigualdades sociales (...) La exclusión como representación del espacio social, y el sufrimiento, como representación de la condición humana, se corresponden hoy, como se correspondían anteriormente la pobreza y la piedad (Fassin, 1997, p. 3).
En el paradigma de la “política del sufrimiento”, como la define Fassin, se da entonces una situación paradojal en la que, allí donde la lógica clasificatoria había borrado la singularidad en pos de una identidad en términos de sujeto-problema perteneciente a determinado grupo-problema (“menores infractores”, “locos”), adviene una re-singularización en términos de víctima, individualidad de la identidad del carente, es decir: el correlato simbólico del asistencialismo. La secuencia completa sería la siguiente: un primer momento de individuación y cristalización identitaria de la persona (operación diagnóstica), un segundo momento de avasallamiento de una singularidad original e inasible en pos de la integración a un grupo de referencia que pauta una nueva identidad en términos de grupo-problema (operación clasificatoria), y un tercer momento de re singularización victimizadora que pauta una identidad en términos de carencia, sujeto víctima sufriente que debe ser asistido (operación asistencialista).
Lo común a todos los momentos del proceso, tanto en los de predomino de la lógica clasificatoria como en el más piadoso momento de la compasión y la asistencia, es el no cuestionamiento de las causas profundas de la exclusión social, y la cristalización y detenimiento de la persona en su condición de carente, neutralizando la posibilidad de una representación del otro como sujeto político capaz de auto-organizarse en pos de alternativas propias. En palabras de Fassin:
La política del sufrimiento se define dentro del paradigma del Estado democrático-capitalista. No hay discusión de paradigma, sino adaptación para que los efectos sobre los más vulnerables sean un poco menos duros (...) Más que considerar a los pobres como víctimas de situaciones de dominación, de explotación y discriminación, se les percibe como seres sufrientes a los cuales se debe escuchar y reconocer como humanos para restaurar su dignidad, no pudiendo proponerles un mejoramiento de sus condiciones objetivas de existencia (Fassin, 1997, p. 3).
Ahora bien, en las actuales circunstancias, parecería que lo que ha venido a tensionar y contradecir a la “política del sufrimiento” y su correlato asistencialista no ha sido una alternativa de re-politización de la relación en juego que reclame para los excluidos su condición de sujeto político protagonista de su propia emancipación. Por el contrario, lo que ha venido a contradecir la “política del sufrimiento” es la política del miedo, o mejor, el miedo como política. Es la contradicción Frankestein – Alien.
¿Cómo fue que ocurrió, en pleno gobierno progresista, el pasaje de un debate estructurado sobre la contradicción “concientización – asistencialismo” a una discusión basada en la tensión “Frankestein – Alien”, humanidad o “mal bicho irrecuperable”? Ante estas circunstancias, ¿cómo actualizar la posibilidad de un discurso de emancipación que de-construya la estigmatización sobre el grupo de referencia e instale un registro de projimidad radical basado en la superación de la sociedad de clases excluyente y del “canibalismo simbólico” como lógica relacional? En definitiva: ¿cómo re-instalar una racionalidad de izquierda para pensar el problema en un contexto en que, aparentemente, ya sería mucho lograr resolver la tensión Frankestein - Alien a favor del primero?
Un primer desafío para las ciencias sociales, y en particular para las psicologías comunitarias, radica en viabilizar históricamente otras estrategias de pensamiento para producir desde allí otras estrategias de intervención. Para sortear el riesgo de las funcionalidades no analizadas o sobreimplicadas de las psicologías comunitarias en torno al problema de la estigmatización (aniquiladora o asistencialista), lo primero es poder, precisamente, situar otros parámetros para el propio pensamiento. Es decir, pensar (y hacer pensar) diferente. Pensar diferente el contenido y la formulación del problema (qué se piensa), y también desarrollar procesos de reflexión e intervención diferentes (cómo se piensa). Como señala Peter Spink (2007), al analizar los modos en que la psicología social ha concebido (heredado) la noción de “campo” como parte de su praxis científica y sus criterios (reflejos) de validación:
Formar parte de un campo-tema no es un fin de semana de observación participante en un lugar exótico, sino al contrario, es la convicción ético-política, como psicólogos sociales, que estamos en el campo-tema porque pensamos que las palabras que componen la idea dan una contribución. Que ayudan a re-describir las cuestiones de un modo que es colectivamente útil y que pensamos tener, como psicólogos sociales, algo para contribuir (2007, p. 569).
Es decir que la tarea comienza en la tematización del campo, en la propia construcción del campo-tema de la convivencia (y de los procesos de estigmatización), de-construyendo la tematización de la “inseguridad” y la “delincuencia juvenil”. Y, lo que es importante, en este proceso el psicólogo no es externo al campo, sino que lo constituye, y al hacerlo, pasa a ser parte integrante de una trama relacional constituida por una multiplicidad de actores y saberes (cuyo sistema de jerarquías también debe ser de-construido). Desde el interior del campo, y en la acción de su tematización, la praxis del psicólogo enfrenta el desafío de dialogar con esos otros saberes, aprender, y tener algo para decir-hacer.
Como señala Sandino Núñez:
Por pelear contra la criminalización de la miseria caemos en su victimización. Y si es claro que el asunto no es combatir a la miseria con la policía y las razzias, tampoco es victimizar a los subprivilegiados, compadecernos de ellos, cantar el folclore triste de su existencia. Uno de los mejores rasgos del pensamiento de Marx, en mi opinión, es que no victimizó a la clase obrera. El asunto es cómo hacer para que el subprivilegiado pueda salir de la lógica que lo determina, en este caso, la lógica territorial. El asunto es (digámoslo con un lenguaje viejo) cómo favorecemos el proceso en el que el subprivilegiado, sea quien fuere, se constituye en sujeto y lucha por su emancipación (Núñez, 2011, p. 23).
Parafraseando a Núñez, el asunto es cómo re-creamos en nuestras teorías y metodologías de intervención, una psicología que no vea en la toma de partido por un horizonte emancipatorio de los oprimidos una condición de debilidad epistemológica o teórica, o una resignación a su pertenencia al campo de la ciencia.
Asistimos en la actualidad a una hegemonía de lo que Legendre (2008) llama la "tecno-ciencia-economía", organizada por su funcionalidad al mercado y por una racionalidad instrumental, y gestionada desde la “ideología del managment”. Una ciencia cuya palabra preferida es “innovación”, y frecuentemente dichas prácticas innovadoras encarnan la funcionalidad del quehacer científico-técnico respecto a la reproducción del orden social. El sentido transformador profundo del conocimiento está entonces alienado, e “innovación” no es más que sofisticación del mundo tal cual es. La construcción de sociedades más integradas, más democráticas, más justas y más libres requiere de otros paradigmas para concebir el rol de las universidades, el conocimiento y los intelectuales. Esto es particularmente válido para las ciencias sociales, cuya cualidad, como lo señala Foladori (2012), es diferente a la de las ciencias físico-naturales: mientras que éstas "contribuyen al desarrollo de las fuerzas productivas; las ciencias sociales son las que contribuyen al mantenimiento (reproducción) o transformación (destrucción) de las relaciones sociales de producción imperantes en un determinado momento" (2012, p. 10).
Vale considerar que el problema sobre el que se ha reflexionado en este artículo, no obstante su singular expresión en el caso de Uruguay, constituye un problema contemporáneo de primera magnitud para el mundo occidental. En efecto, pareciera advertirse el resurgimiento, más de un siglo después de su aparición en Europa, de una suerte de inspiración “neolombrosiana” en algunas iniciativas penales en Europa y América. Esta situación torna fundamental que, junto a los análisis de casos concretos, se procure comprender en clave de tendencias globales los procesos de criminalización de la juventud (sea pobre, inmigrante, o indígena), así como el problema de las respuestas estatales netamente policiales-punitivas a las situaciones de violencia. Comprender el problema como tendencia, significa abordarlo desde sus expresiones concretas, pero trascendiendo el caso para considerar el contexto global, así como los aspectos históricos del conjunto de procesos sociales y políticos implicados.
Del mismo modo, además de las situaciones-problema, se torna necesario estudiar las políticas y respuestas alternativas ensayadas en diferentes niveles, y en diferentes países, buscando la mejor reatroalimentación de aprendizajes y experiencias. En ese sentido, y a modo de ejemplo, en América Latina ha tenido importante difusión la experiencia desarrollada en Bogotá (Colombia), donde a partir de considerar que la respuesta al problema de la inseguridad no estaba en la búsqueda de mayor “seguridad”, sino en mayor “convivencia”, se desarrolló a nivel municipal (período 1995-2003) una política multisectorial que combinó elementos de planificación urbana, política cultural, política educativa y políticas sociales, que logró mayores niveles de integración social, mejorando algunos indicadores educativos, y disminuyendo algunos indicadores de criminalidad y delito (Llorente, 2005).
Por último, vale aclarar que el enfoque ensayado en el presente artículo no integró una mirada jurídica sobre la temática. No obstante, se trata ciertamente de una perspectiva a integrar tanto en el estudio y comprensión del tema, así como en la búsqueda de alternativas concretas superadoras del “canibalismo simbólico” y la reproducción del estigma y la exclusión.
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