La violencia contra las mujeres tiene lugar en muchos países y culturas en un contexto de desigualdad entre hombres y mujeres (Kurz, 1997). Según Emerson Dobash y Russell Dobash (1997), la necesidad del hombre de ejercer control y poder sobre la mujer y las expectativas del hombre en relación al trabajo doméstico de la mujer son algunos de los detonadores que conllevan a la violencia.
En este sentido, la violencia de género puede darse en contextos tanto públicos como privados; como por ejemplo: en la familia, en la comunidad o en el ámbito laboral. Así, favorece a la conversión de mujeres y niñas en víctimas producto de los conflictos armados, mutilación genital o acoso laboral. Para efectos de este trabajo, el foco de interés reside en la violencia que ocurre en las relaciones de pareja. Por ello, este estudio se hace eco de la definición de violencia de género en la pareja que se refiere al maltrato que se da en parejas heterosexuales de hombre a mujer, tal como señala la Ley 1/2004 de España.
En una relación de violencia de género en la pareja pueden estar presentes todos o algunos de los tipos de maltrato reconocidos en la literatura: el físico, el psicológico y el sexual. La violencia física tiene que ver con el empleo de fuerza contra el cuerpo de la víctima, como por ejemplo, golpear, empujar, pellizcar, dar puñetazos, sacudir, echar ácido en la cara, golpear con objetos hasta la muerte, etc. La violencia psicológica está relacionada a las maneras de tratar a mujer que limitan su libertad o niegan sus derechos y su dignidad como: negarle el habla, insultar, despreciar, prohibir contactar con amistades, chantajear, controlar los movimientos, amenazar, intimidar, criticar a la mujer por lo que hace y por lo que es, mantener silencios prolongados, mostrar las armas blancas o de fuego que posee, etc. La violencia sexual se refiere desde los menosprecios a la sexualidad de la víctima hasta a violaciones por parte de su pareja.
La caracterización del fenómeno de la violencia puede darse de diferentes formas. Este trabajo, aborda las perspectivas de las mujeres inmigrantes sobre el rol que los recursos institucionales han tenido en relación con el cese o reducción de la violencia de género en la pareja.
La opción por el colectivo inmigrante de origen latinoamericano se debe al hecho que España en los últimos años se ha transformado en un país de inmigración en el que la población procedente de otros países representa el 12,2% sobre el total de la población residente en España (Instituto Nacional de Estadística, 2011). En otros términos, 47.150.819 habitantes residen en España a 1 de enero de 2011, pero, “de este total, 41.420.152 corresponden a personas de nacionalidad española y 5.730.667 son extranjeros1” (Instituto Nacional de Estadística, 2011, p. 1).
Por lo que se refiere a la población extranjera en Barcelona, el Departamento de Estadística del Ayuntamiento de Barcelona revela que en enero del 2011 la población extranjera en Barcelona alcanzaba un total de 284.632, configurando el 17,6% de la población total (Ayuntamiento de Barcelona, 2011). En relación a la procedencia, 19.758 de los 284.632 extranjeros son de América Central, de los cuales el 8.332 son varones y 11.426 mujeres. A su vez, los residentes sudamericanos corresponden a 96.235 de los 284.632, de los cuales el 43.498 son hombres y 52.737 son mujeres. Dichas cifras no sólo dejan claro la significativa presencia de la población inmigrante latinoamericana en Barcelona, sino que ponen de manifiesto la feminización del fenómeno migratorio.
Una vez delimitado el objeto de estudio de este trabajo, cabe explicar los mitos y la dinámica de la violencia que son temas que merecen atención especial en la capacitación de personas profesionales que trabajan con violencia de género en la pareja.
Los mitos en torno a las causas del maltrato que contribuyen a la perpetuación de la violencia de género en la pareja son diariamente reforzados. Según Lurdes Mendi (2004), esos mitos prescriben valores, actitudes y opiniones y están presentes en el imaginario social de manera generalizada. Resulta importante conocerlos, pues influyen en la manera en que las personas profesionales, la red social, los agresores y las propias mujeres víctimas de maltrato explican y/o justifican la violencia de género en la pareja.
Hay muchas construcciones culturales en torno al maltrato hacia la mujer que atraviesan los valores de la sociedad, pero, a continuación, se discuten de manera resumida los mitos más frecuentes nombrados por la literatura: el masoquismo, la pasividad y la culpabilidad de las mujeres que sufren maltrato y el uso de substancias psicoactivas.
A través del concepto de masoquismo, se han atribuido erróneamente la sumisión y el sufrimiento que comporta el maltrato a la personalidad de las mujeres. De igual forma, resulta más que preocupante afirmar que las mujeres maltratadas son adictas a la excitación, pues la postura activa de las mujeres en busca de ayuda es una prueba de que ellas no disfrutan los malos tratos y tampoco escogen ser maltratadas (Mullender, 2000).
Hay una tendencia a pasar por alto que las mujeres en su socialización han aprendido a tolerar la violencia. No se tiene en cuenta que los abusos que viven les ocasionan miedo y, ante el terror permanente en el que viven, han de utilizar estrategias de supervivencia para hacerle frente. Otro elemento que se debe considerar cuando se cuestiona la aceptación o no del abuso son las creencias culturales, pues el hecho de que las mujeres hayan sido educadas en un sistema de valores en el cual la familia es sagrada y en el que están obligadas a mantenerla a costa incluso de su propio bienestar y su propia salud, no significa que a ellas le resulte menos doloroso soportar la violencia (Mullender, 2000).
Dicho prejuicio cultural puede conllevar a que las personas profesionales de los servicios sociales crean o consideren que la mujer desea preservar su matrimonio, cuando de hecho hay que reconocer que les puede resultar complicado obtener recursos para huir de casa, pues tienen su capacidad de reaccionar afectada debido a los abusos y no tienen información sobre sus derechos y sobre los lugares a los que pueden buscar ayuda. Como bien señala Josep María Blanch (2005), es importante advertir que, además de darse en un entorno de relaciones de poder, el maltrato en la pareja se apoya en un contexto de desigualdades de recursos para salir de la relación abusiva. Ante este panorama, la suposición que se puede hacer es que algunas mujeres pueden haber sido criadas en entornos en los cuales los hombres pegaban a las mujeres, lo que significa que tal vez no sepan que merecen algo mejor o que haya algo distinto de la violencia (Jacobson & Gottman, 2001).
Hay mitos que saltan a la vista y Neil Jacobson y John Gottman (2001) los ponen en cuestión, como es el hecho de afirmar que las mujeres son las responsables por provocar la violencia. Hay que hacer notar que las víctimas de los maltratos son siempre víctimas y sufren los efectos de la violencia en el plano económico, físico, jurídico y moral (Cantera, 1999). Además, cabe destacar que “nada que una mujer pueda decirle a un hombre le da a este derecho a pegarle” (Jacobson & Gottman, 2001, p. 53). Como se ha señalado anteriormente, las agresiones son una opción tomada voluntariamente, por lo que los hombres toman la decisión de utilizar la violencia con independencia de los comentarios y conductas de sus compañeras mujeres.
Cabe cuestionarse la tendencia a suponer que las mujeres presentan problemas mentales por el hecho de “aguantar” los abusos, pues el proceso de victimización al cual están sometidas no es el destino preestablecido por sus características individuales. La práctica ha demostrado que muchas mujeres logran salir de la relación de maltrato, aunque la huida represente un riesgo debido al aumento de posibilidades de sufrir daños y amenazas por la pareja agresora (Jacobson & Gottman, 2001). No se debe olvidar que muchas veces las mujeres carecen de recursos económicos que les permitan romper con la pareja abusadora. A esto, hay que sumarle el hecho de que los daños sufridos por los malos tratos pueden afectar a su capacidad cognitiva llevándolas a creer erróneamente que necesitan a sus maridos para sobrevivir.
En lo que todos los autores y autoras están de acuerdo (Cantera, 2007; Jacobson & Gottman, 2001; Mullender, 2000) es en que ninguna investigación revela que el alcohol sea la causa de las agresiones, aunque esto no quiere decir, obviamente, que no sea una substancia desinhibidora. Cabe el señalar que el hecho de que un hombre maltratador de su pareja injiera o interrumpa el consumo del alcohol no asegura que deje de ejercer la violencia contra su pareja (Cantera, 2005); lo que determina que el abuso es independiente del consumo o no de alcohol.
La práctica ha demostrado que la relación entre el consumo de drogas y la violencia de género en la pareja es compleja ya que muchos agresores no sólo no revelan dependencia química, sino que no todo aquel que consume ejerce la violencia (Cantera, 2007; Dohmen, 1996; Jacobson & Gottman, 2001; Mullender, 2000). A esto, Cantera (2007) añade que hay culturas en que el uso del alcohol conlleva la adopción de conductas violentas, pero hay otras culturas en las que su uso produce pasividad y retracción. Por lo tanto, la asociación del uso del alcohol y las conductas violentas depende de las expectativas de cada agente y de la creencia cultural que le respalda. En este contexto, puede decirse que el mito del uso de alcohol actúa como factor de riesgo que influye, pero no determina, ya que Mónica Dohmen (1996) aclara que lo más importante es la selectividad representada por la elección de la víctima y del lugar donde tendrá lugar el maltrato.
Audrey Mullender (2000) explica que el uso de drogas no es una variable necesaria para que se produzca la violencia de género en la pareja, por lo que no es causa suficiente para explicarla. Esta autora acierta al afirmar que la aprobación de la sociedad ejerce influencia en este comportamiento ya que “los hombres beben para conseguir el valor o el permiso para ser violentos, o para tener una excusa a la que recurrir después de producido el suceso” (Mullender, 2000, p. 73). El que maltrata a su compañera “lo hace porque tiene `algo´ contra ella y ese `algo´ suele ser fruto de su propia socialización” (Sanmartín, 2004, p. 42).
En efecto, el uso excesivo de drogas por parte de los agresores no implica que abusen de su pareja y si lo hacen, no se contempla sólo cuando están intoxicados. Por esta razón, existen las mismas posibilidades de que ella sufra agresiones cuando su pareja no ha consumido ninguna substancia psicoactiva. La conclusión más destacada de Neil Jacobson y John Gottman (2001, p. 45) es que “la responsabilidad del agresor no se debería ver afectada por el hecho de estar sobrio o no en el momento de la agresión: a un agresor siempre se le habría de considerar responsable de su agresión”.
La configuración y el mantenimiento de los mitos impiden mirar la complejidad de las relaciones de pareja y dificultan la comprensión de la violencia. A este respecto, Gelles y Straus (1988, citado en Cantera, 2005) explica que los discursos sobre la violencia que se enfocan en un grupo de personas enfermas, pobres y alcohólicas no permite concebir que la familia es la institución más violenta en la cual la violencia y el amor coexisten en la misma relación. Tener en cuenta este punto favorece el hecho de entender la dificultad de la mujer maltratada para dejar al hombre violento con quien está vinculada por lazos de amor y afecto.
Hasta aquí se han revisado algunos de los mitos asociados a las causas de la violencia, buscando contribuir al despertar de la consciencia crítica de los factores sociales y culturales que sostienen la relación de desigualdad entre hombres y mujeres. A continuación se explora cómo se entiende la dinámica de la relación de pareja abusiva.
Las explicaciones sobre el proceso social de la violencia de género en el cual la víctima se siente presa es una compleja situación que mezcla episodios de violencia y no violencia, variando según los modelos. Se discuten el modelo clásico de la violencia elaborado por Lenore Walker (2000) y el modelo sistema abierto (Cantera, 1999, 2005) que es el referencial que se adopta para arrojar luz sobre el análisis de los datos de este trabajo.
Con respecto al primero, Lenore Walker (2000) desarrolló el modelo del ciclo de la violencia para explicar las fases por las cuales pasan las parejas cuando la violencia está instaurada en su relación. En la primera, hay una secuencia de episodios que ocasionan un incremento de la ansiedad sin ser percibida. En este sentido, todo conflicto que ocurre tiene el efecto de propiciar el sentimiento de inseguridad generando malestar que favorece la tensión. Así, la persona maltratadora presenta conductas como el aislamiento, se vuelve menos comunicativa e incrementa un proceso de pensamiento rumiante en el que la persona maltratada se vuelve culpable de todos sus males. A partir del incremento del malestar, la persona agresora, la mayoría de las veces, se torna más crítica y celosa de su pareja y aumentan sus dudas sobre las posibilidades de que su pareja le abandone o de que le esté engañando. Todo esto hace aumentar la tensión que conduce a episodios de amenazas e insultos.
La víctima percibe que hay algo errado y cree que la situación cambiará, intentando diferentes estrategias para calmar a su pareja. Sin embargo, la violencia es impredecible y por tanto incontrolable por parte de la víctima y, por ello, se convierte en algo tan temible (Jacobson & Gottman, 2001).
La segunda fase recae en la producción de la descarga de la violencia a través de explosiones de hostilidad latentes en la fase anterior. Andrés Turinetto y Pablo Vicente (2008, p. 37) señalan que esta “eclosión no es tanto un descontrol total donde la ira domina a la razón, sino la ruminación cargada de razonamientos fantaseados e irreales”. Es decir, la persona maltratadora utiliza la violencia no como un descontrol de los impulsos, sino que se trata de una descarga dirigida a una persona en un momento y lugar determinados.
En este marco, la mujer comienza a reconocer que la agresividad de su pareja aumenta independientemente de los intentos que ella haga por calmarle. Dicho de otro modo, es él quien decide cuándo parar con el ataque agresivo. A menudo, las mujeres responden a las agresiones con el intento de defenderse, pero reconocen que no tienen control sobre el maltratador ya que es él quien decide cuando parar (Walker, 2000). De ahí que se deba destacar que el mensaje que el hombre intenta transmitir a su compañera es que él tiene el control (Jacobson & Gottman, 2001).
Por último, se encuentra la fase de luna de miel caracterizada por escenas de excusas y promesas de un futuro diferente. Esta situación puede provocar confusión en la mujer, pues las recompensas le hacen recordar el periodo inicial de la relación cuando no había violencia (Walker, 2000). Según Andrés Turinetto y Pablo Vicente (2008), la persona que agrede sabe que excedió los límites y trata de arreglar la situación. Por lo tanto, busca convencer a la víctima de que ella es la única que puede cambiarle y de que el amor lo arreglará todo.
En este contexto de maltrato, Lenore Walker (2000) menciona que las mujeres pueden desarrollar síntomas de evitación (negación, minimización, represión) y síntomas psicofisiológicos (palpitación cardíaca, dificultad para respirar, ataques de pánico, dolores de estómago) que están asociados al aumento de estrés y ansiedad y a la estimulación del sistema nervioso autonómico. En tales circunstancias, esta autora explica que es posible que personas profesionales sin formación en la violencia de género incurran en el error de diagnosticarles algún desorden de personalidad. Dicho en otras palabras, resulta preocupante que sus síntomas sean vistos como una patología en lugar de interpretarse como estrategias de supervivencia o respuestas a la vivencia de maltrato que sufren.
Para Cantera (2007), el modelo del ciclo de la violencia es un abordaje determinado por la estructura sumisión-dominación en la cual la parte dominante ejerce control por medio de la violencia sobre la otra parte que se queda sin salida para escapar. Según esta autora, la presentación de este esquema teórico no muestra los posibles momentos de resistencia y cuestionamiento en los cuales las víctimas buscan activamente oportunidades de cambio. Por un lado, Cantera (2007) revela que este modelo clásico ofrece explicaciones descriptivas del proceso por el cual las víctimas sufren, pero, por otra parte, pone en evidencia una aparente situación de indefensibilidad en la cual no hay nada que hacer favoreciendo la conformidad por parte de la víctima y la naturalidad por parte de quienes trabajan para erradicarla.
Cantera (2007) pone en evidencia la necesidad de un enfoque que reconozca la capacidad de resistencia de las personas que sufren maltratos y de la urgencia en concebir a esas personas como sobrevivientes y no más como víctimas. Según esta autora, el rechazo de la imagen de víctima y el reconocimiento como persona activa que sobrevive en un entorno difícil brinda la posibilidad de reforzar en la persona sobreviviente la creencia en la oportunidad de cambio siempre que pueda acceder a recursos sociales (instituciones, familia, empleo) y reconocer los recursos personales.
Continuando con lo planteado en párrafos anteriores, Cantera (1999) ofrece como alternativa el modelo del sistema abierto, que brinda la comprensión de la violencia como reflejo de una violencia macrosocial preexistente a la que ocurre en la pareja. En otros términos, la violencia sucede en la macroestructura antes que en el individuo y en la organización social y en las relaciones sociales.
Hasta aquí se han aclarado los mitos y la dinámica de la violencia. A continuación se discuten las características del tratamiento institucional ofrecido a las mujeres que viven o han vivido violencia de género.
Los servicios sanitarios son lugares privilegiados para prevenir, identificar e intervenir en casos de violencia. Por lo que respecta al contexto donde se ha llevado a cabo esta investigación, el Protocol per a l’abordatge de la violència masclista en l’àmbit de la salut a Catalunya (Generalitat de Catalunya, 2009) establece que la atención ofrecida en los servicios sanitarios debe contemplar la prevención, la detección y la intervención en casos de violencia de género en la pareja.
Siguiendo los planteamientos de este documento, la prevención se caracteriza por acciones destinadas a evitar o reducir la prevalencia de violencia machista. En este ámbito, se incluyen las acciones pedagógicas y de los medios de comunicación que buscan el cambio en el imaginario social.
Por lo que respecta a la detección, la Protocol·litazació de la Intervenció Individualizada amb dones que viuen o han viscut violencia de gènere (Alemany et al., 2007) establece dos fases. En la primera se enfoca la violencia como hipótesis, sin preguntar a la mujer de manera directa si ha vivido violencia. Según Pilar Albertín (2011), el abordaje de la violencia como sospecha previne daños. Para ello, resulta importante que la persona profesional facilite un clima de confianza en el cual se pueda obtener datos a partir de indicadores de sospecha de violencia que confirmen o descarten la hipótesis de la violencia.
Alemany et al. (2007) y Millà et al. (2007) ejemplifican los siguientes indicadores: visitas por lesiones frecuentes, síntomas psicosomáticos, cancelación de visitas médicas, historia de uso de substancias psicoactivas, historia de enfermedades por transmisión sexual, embarazos indeseados, dificultad en tomar decisiones, aislamiento social, actitud de obediencia o presencia del autor de la violencia de género en la pareja en las visitas. Otra manera de identificar la existencia de violencia propuesta por Millà et al. (2007, p. 15) es decir “La violencia es común en la vida de muchas personas, así que empecé a preguntar sobre ella a mis pacientes”.
En la segunda fase, una vez confirmada la violencia, la persona profesional debe tener en cuenta si la mujer es consciente de que sufre violencia y si quiere recibir ayuda profesional. En el caso de que la mujer no sea consciente, autoras y autores como Alemany et al. (2007) consideran que se debe promover la concienciación y ofrecerle ayuda. De este hecho, se derivan dos posibilidades según proponen Alemany et al. (2007): aceptación o rechazo de la ayuda profesional. En la primera se le informa de los recursos jurídicos y sociales y se le brinda tratamiento psicológico. En la segunda se respeta su decisión y se le explica sobre su derecho a la denuncia y se planean medidas para proteger a los(as) menores, pero si se evidencia que los y las menores carecen de protección, se procede a informar a la Fiscalía de Menores. Con respecto a esta última situación, esas autoras sugieren a las personas profesionales que orienten un plan de salida de casa en caso de peligro y valoren el riesgo (aumento de episodios de violencia, amenazas, posesión de armas, etc.) de mantenerse en la relación, pues si la mujer se encuentra en situación de riesgo vital se deben accionar mecanismos de protección.
A continuación se exponen algunos principios que se deben tener en cuenta en la intervención en violencia de género, según la bibliografía consultada (Albertin, 2011; Alemany et al., 2007; Manita, Ribeiro & Peixoto, 2009; Romero, 2010; Soriano, 2007).
La intervención individualizada y grupal puede darse en el contexto del ambulatorio o de la casa de acogida (Albaraccín et al., 2007; Alemany et al., 2007). En ambas modalidades, Alemany et al. (2007) explican que el objetivo es prevenir la perpetuación de la violencia en futuras relaciones, fortalecer las habilidades de la mujer para afrontar la historia de violencia recibida e intervenir para que las secuelas de la violencia no afecten negativamente en los proyectos del ciclo vital. Sin embargo, la ventaja de la intervención grupal es que los beneficios logrados en esta modalidad son más difíciles de alcanzar sólo mediante la intervención individualizada, como defienden Matilde Albarracín et al. (2007). Según las referidas autoras, el ideal sería que las mujeres pudiesen beneficiarse de los dos tipos de intervenciones, pero Neus Roca-Cortés, Monste Paíno, Matilde Albarracín, Laura Córdoba y Joana Espín (2007) recuerdan que eso no siempre es posible dado la disponibilidad de horario de ellas y de la demanda institucional, que exige más personas atendidas en menos tiempo.
En este marco, conviene aclarar que no todas las mujeres que viven o han vivido violencia de género en la pareja tienen indicación para la intervención grupal, a pesar de la ventaja anteriormente descrita. Los criterios para participar de la intervención grupal son: (a) encontrarse en un momento en el cual puedan reflexionar sobre la situación vivida, (b) tener consciencia de su problema y expresar deseo de cambio, y (c) manifestar motivación en participar de la intervención grupal y respetar las normas del grupo (Albarracín et al., 2007). Según estas autoras, se excluyen las mujeres que padecen trastorno mental, dependencia de substancias psicoactiva y las que se encuentran en un momento de mucha angustia.
Tanto en el contexto del ambulatorio como en el de la casa de acogida, las personas profesionales deben identificar las necesidades de la mujer que solicita ayuda, el tipo de violencia recibida, la gravedad de la situación, los factores de riesgo y los factores de protección de la mujer, de su entorno y del ámbito familiar (Albarracín et al., 2007; Alemany et al., 2007). En lo que se refiere al contexto del ambulatorio, las estrategias dependen de si la mujer sigue viviendo con el autor de la violencia de género en la pareja o no.
Hasta aquí se han explicado los criterios que los servicios sanitarios deben cumplir a la hora de ofrecer atención a las víctimas de violencia. El incumplimiento de esos principios lleva las mujeres a tener el infortunio de ser atendidas por equipos que no están capacitados para intervenir en situaciones de maltrato. En esos casos, las mujeres son percibidas como víctimas de problemas individuales y psicológicos, pues la ideología patriarcal inscrita en las acciones profesionales impide que la violencia sea identificada y reconocida como problema público y social (Hooks, 1997). Con ello, las prácticas institucionales acaban reforzando mitos como los que se han discutido anteriormente y reproduciendo el sistema patriarcal. Ello configura un tratamiento inadecuado, pues, según Ola Barnett (2001), se caracteriza por actitudes sexistas de las personas profesionales que imponen el funcionamiento familiar según el modelo del patriarcado y por el tratamiento inadecuado que no lleva en cuenta la perspectiva de género ni las cuestiones de seguridad y falla al detectar y al hacer seguimientos de casos de violencia.
El fallo en detectar esas situaciones puede estar relacionado con la falta de conocimiento y entrenamiento en tema de violencia de género en la pareja. Jeanne Hathaway, Georgianna Willis, y Bonnie Zimmer (2002) explican que esta falta de capacitación puede llevar al equipo institucional a culparlas y responsabilizarlas por la violencia sufrida en lugar de intervenir efectivamente validando sus sentimientos sin juzgar o minimizar su demanda.
Otro aspecto del tratamiento inadecuado es el desinterés profesional, caracterizado por actitudes como la falta de atención y cuidado hacia la solicitud de las mujeres que han vivido violencia de género en la pareja. Ello puede constituir un riesgo para que ellas sean re-victimizadas y retornen a la relación (Hathaway et al., 2002; Wuest & Merrit-Gray, 1999). Dicha postura reduce la posibilidad de que ellas revelen la experiencia de maltrato a una persona profesional que les parezca fría e impersonal (Hathaway et al., 2002).
Debido a estos factores, la relación terapéutica debe favorecer un clima de confianza y respeto, en el que la usuaria del servicio se sienta cómoda para revelar su intimidad a la persona profesional. Cantera (2007) recomienda que la intervención institucional en casos de violencia de género refuerce la agencia de las mujeres al reconocerlas como personas que sobreviven en un entorno difícil, puesto que este enfoque brinda la posibilidad de reforzar en la persona sobreviviente la creencia en la oportunidad de cambio siempre que pueda acceder a recursos externos (institucionales, familia, empleo) y personales.
Hay cierto acuerdo (Cantera, 2007; Hathaway et al., 2002; Wuest & Merrit-Gray, 1999) al señalar que la capacitación, la competencia, la motivación y el compromiso del equipo profesional sumado a la disponibilidad de tiempo de la consulta son elementos esenciales para garantir la efectividad de la intervención en casos de violencia de género en la pareja.
Para alcanzar el objetivo de conocer las perspectivas de las mujeres inmigrantes sobre el rol que los recursos institucionales han tenido en relación con el cese o reducción de la violencia de género en la pareja, se optó por la metodología cualitativa, que pretende evidenciar la experiencia de las mujeres inmigrantes maltratadas en un contexto sociocultural.
La muestra de la presente investigación fue compuesta por 14 participantes que cumplen tres criterios: ser mujer inmigrante latinoamericana, haber sufrido violencia de género en la pareja en España y haber recibido ayuda por parte de algún servicio de la red de recursos ofrecidos por el Ayuntamiento de Barcelona. Las 14 participantes migraron desde Bolivia (1), Brasil (3), Chile (1), Colombia (1), Ecuador (3), El Salvador (1), Paraguay (1), Perú (2) y Republica Dominicana (1). Han vivido en España entre 8 meses y 20 años y tenían entre 23 y 45 años. Casi todas (12/14) tenían hijos(as). Seis estaban solteras en el momento del estudio, cuatro estaban divorciadas, tres vivían con su pareja y una estaba casada.
El número de participantes fue determinado por el conjunto de dificultades encontradas en el trabajo de campo y su valor se ampara al tener en cuenta la literatura internacional sobre el tamaño de la muestra en contexto de metodología cualitativa, que se define según la saturación teórica. Conviene mencionar que Jenny Cubells, Andrea Calsamiglia, y Pilar Albertín (2010) también encontraron obstáculos a la hora de acceder a las participantes de su estudio y atribuyen esta dificultad a la relación del objeto de estudio con la violencia de género. En este sentido, el acceso limitado a las participantes, en el presente estudio, también se debe a la situación de vida de las mujeres inmigrantes que les impide tener tiempo para conceder entrevista y el estado emocional en el que se encuentran para poder hablar sobre la experiencia de violencia. A esto se suma la dificultad de acceder a las participantes debido a cuestiones éticas y de protección de datos de las instituciones.
La investigación siguió los planteamientos éticos establecidos por la American Psychological Association (APA, 2010). Las mujeres inmigrantes latinoamericanas concedieron entrevistas voluntariamente, con consentimiento informado. Teniendo en cuenta las cuestiones de sigilo y las características de la muestra, se identificaron las entrevistas a través de la sigla “P”, queriendo decir con ello participante seguida del número de la participante a fin de asegurar que la identidad de las mujeres que participaron en la investigación fuese protegida.
Los datos fueron analizados según los principios de la teoría fundamentada (Strauss & Corbin, 2002). Una vez transcritas las entrevistas, la codificación y el análisis de datos se desarrolló en el software Atlas.ti (2007) versión 5. Siguiendo los planteamientos de la teoría fundamentada, el análisis consistió en dos etapas: codificación abierta y codificación axial.
Durante la codificación abierta, los datos fueron examinados minuciosamente y descompuestos en partes (ideas, incidentes, acontecimientos), las cuales fueron comparadas en busca de similitudes y diferencias. Acto seguido, se buscó reagrupar los datos que se descompusieron durante la codificación abierta por medio del proceso de relacionar las categorías con sus sub-categorías denominado codificación axial. Dicha fase se caracterizó por establecer relaciones entre las categorías con sus sub-categorías a fin de formular unas explicaciones más precisas y completas sobre el rol de los servicios sociales en un grupo de mujeres inmigrantes que han padecido violencia de género en la pareja y por identificar cómo se entrecruzan y vinculan éstas.
En esta sección se analiza el rol que las instituciones han tenido en el cese o la reducción de violencia de género en la pareja desde la perspectiva de las entrevistadas. Para efectos de este trabajo, se organiza la valoración de las participantes sobre los recursos institucionales en dos partes: recursos externos facilitadores y dificultadores del cese o reducción de la violencia de género en la pareja.
Tiene que ver con la respuesta de las instituciones frente a la violencia que contribuyó a los esfuerzos de las entrevistadas para poner fin o disminuir la violencia en relación de pareja. En este sentido, se analizaron las cuestiones más relevantes de la atención ofrecida en el ámbito sanitario y psicosocial como: detección de la violencia de género en la pareja a través de la demanda inicial, tratamiento profesional especializado y empático y aprendizaje vicario en grupos de terapia.
Dos participantes buscaron primero la asistencia sanitaria y/o psicosocial antes de realizar la denuncia, mientras otras nueve mujeres a raíz de la denuncia recibieron atención sanitaria y/o psicosocial. En el caso de las dos mujeres que no denunciaron a su pareja, la detección de la violencia de género en la pareja fue a través de la escuela de los niños(as) y de la atención sanitaria.
Con respecto a las participantes uno y dos, la primera pidió soporte económico a la trabajadora social y la segunda solicitó asesoramiento jurídico a una abogada, no obstante a ello, ambas fueron informadas sobre el derecho de la denuncia. Las participantes tres, cuatro y catorce solicitaron ayuda a la trabajadora social por cuestiones diversas (becas, guardería) y a raíz de la consulta revelaron que sufrían violencia de género en la pareja y tenían orden de prohibición de acercamiento y comunicación. Véanse algunos ejemplos:
Me sentía nerviosa, todo eso, hasta que un día dije no puedo más, necesito hablar con alguien, porque hablar con mi madre es diferente a hablar con otra persona. Hablar con mi madre tenía vergüenza decirle. Según me va a decir tú te lo has buscado qué sé yo, no, como en nuestros países las mujeres nos callamos mucho. Hasta que vine aquí, yo vine con la intención de que me ayuden a buscar trabajo porque me quede sin trabajo, pero como iba surgiendo la cosa poco a poco, me salió todo esto (Participante 3, entrevista personal, 4 de marzo del 2009).
Y entonces pues yo cuando fui al médico de cabecera, que yo estaba muy mal, estaba con depresión y todo eso, entonces me mandaron todas esas medicinas que me mandaban, dijo mi doctor qué me pasaba, y empecé a comentárselo. Algo le conté y se tiene que le ha dado cuenta, no, porque no le conté todo (Participante 7, entrevista personal, 8 de mayo del 2009).
Todo ello señala que la violencia de género en la pareja no fue el motivo principal de la búsqueda de ayuda institucional de cinco de las entrevistadas (P. 1, P. 2, P. 3, P. 4, P. 7), pero gracias a la intervención de profesionales especializados(as) se pudo detectar la violencia de género y ofrecerles tratamiento psicoterapéutico. Este dato apoya lo encontrado por Hoan Bui (2003), quien describe que las mujeres inmigrantes vietnamitas valoraron positivamente el encaminamiento de los(as) médicos(as) y de los policías a los servicios sociales para tratar el problema del maltrato.
Con ello se quiere subrayar la importancia de que las personas profesionales estén capacitadas para identificar indicadores de maltrato dado que el acceso a los servicios sociales puede darse por diferentes razones y que las usuarias pueden no expresar directamente la situación de violencia en que se encuentran.
Independientemente de la respuesta de la mujer, Alemany et al. (2007) subrayan que la persona profesional debe expresar respeto e interés por la mujer, ofrecerle un espacio de escucha y contención. Así se le brinda apoyo y se le transmite el mensaje de que el servicio está a su disposición cuando lo necesite (Hathaway et al., 2002; Millà et al., 2007).
Hasta aquí se han estado discutiendo los aspectos más relevantes sobre la detección de la violencia, identificados a partir de la revisión teórica y del trabajo empírico realizado. En adelante, se presenta la respuesta de las instituciones al problema de la violencia de género en la pareja desde la perspectiva de las participantes. Para ello, se recurre a las trayectorias realizadas por las entrevistadas en la red de servicios para entender qué acciones institucionales se tradujeron en un tratamiento profesional especializado.
En lo que concierne a la atención social, el artículo 27 de la ley Orgánica 1/2004 establece ayudas sociales dependiendo del caso. Teniendo en cuenta que Catalunya tiene competencia en materia de servicios sociales, se enumeran los requisitos para acceder a las ayudas previstas en el artículo 46 de la ley catalana Llei 5/2008 sin la necesidad de denuncia: (a) informes psicológicos para acreditar violencia de género, (b) atestado de Mossos d’Esquadra, y (c) informe del Institut Català de les Dones. Con esas acreditaciones, las mujeres inmigrantes pueden acceder a las ayudas económicas. Sin embargo, conviene mencionar algunos problemas de aplicabilidad de la ley: la poca formación de los(as) profesionales para realizar esos informes; el recorte presupuestario; la tardanza debido a la burocracia administrativa; el hecho de no ser beneficiaria de las ayudas sociales si no hay divorcio, pues en la práctica habitual se tienen en cuenta los ingresos del maltratador, aunque en la ley se establezca que no se considera el sueldo del agresor; las mujeres inmigrantes en situación de irregularidad jurídica no acceden a esas ayudas, aunque la ley prevé este derecho.
Entre el conjunto de las entrevistadas, cuatro (P. 4, P. 3, P. 7, P. 14) recibieron este beneficio.
Ahora, con esa ayuda económicamente porque me dieron unos vales para mi hija para sus pañales, y yo a la verdad me siento muy agradecida (…) Y al final mi sueldo y todo lo que he ido cobrando se me ha ido para el piso. Y como ya sabía que tenía ayuda para mi hija, y como aquí no pago la guardería ni nada, digo primero es el piso, porque luego me echan y donde voy a ir a vivir esto (Participante 3, entrevista personal, 4 de marzo del 2009).
Supo entender mi problema, supo manejarlo me hizo bastantes ayudas, con las de la guardería me ayudó a pagar muchos meses y también pidió alimentos, logró que me dieran y me ayudó bastante, bastante (Participante 4, entrevista personal, 1 de abril del 2009).
La facilitación de recursos materiales como becas de comedor para tres de las entrevistadas (P. 3, P. 7, P. 14) y las ayudas económicas para la guardería para dos participantes (P. 3, P. 4) contribuyeron a que estas mujeres invirtiesen esfuerzos en el afrontamiento de la violencia, pues la escasez de esos recursos, según Edna Foa, Michele Cascardi, Lori Zoellner, y Norah Feeny (2000), está relacionado con el regreso a la relación de violencia. Otro recurso importante utilizado por una de las participantes fue la casa de acogida, que es una estrategia protectora que depende del grado de riesgo que la mujer padece. Este dato refuerza la importancia de garantizar medios de supervivencia a las mujeres que viven violencia a través de ayudas y trabajos que faciliten la independencia económica del agresor.
Con respecto a la atención psicológica, nueve de las participantes recibieron tratamiento psicoterapéutico, pero cinco no siguieron en tratamiento por diferentes razones. A continuación, un ejemplo de intervención individualizada en el ambulatorio:
Ella me hacía sentir más libre, más suelta, que lo que tengo adentro sacarlo. Ya me siento mejor porque puedo hablar con ella, ya me libero de cosas que tengo dentro de mí. A veces tengo bajones vengo y le cuento (…) Me siento bien, es muy buena, y te escucha y me gusta hablar con ella (Participante 3, entrevista personal, 4 de marzo del 2009).
La ilustración anterior refleja la importancia de la intervención como un espacio terapéutico, ya que a la mujer le resultó reconfortante tener un espacio donde poder liberar los sentimientos. Marie-France Hirigoyen (2006) sugiere que el primer paso en la psicoterapia es liberarse del miedo y de la culpabilidad para que después, cuando el sufrimiento haya disminuido, se pueda trabajar sobre la experiencia de violencia vivida. Otra consideración importante fue la escucha activa y empática de la persona profesional que le permitió hablar y le escuchó de manera que la participante tres sintió una “familiaridad y aproximación” y tuvo la sensación de que la conocía de toda la vida.
Además del rol de acompañamiento y del fortalecimiento de las capacidades de las mujeres que han padecido de violencia de género en la pareja apuntados por Rosa Alemany et al. (2007), Inmaculada Romero (2010) cita el posicionamiento profesional contra la violencia de género como otro requisito de la intervención.
Me inspira confianza de, ha estado mucho por mí, me ha ayudado y pues tengo tiempo para ir a las citas (…) me aconsejó que le paré los pies a el padre de la niña que no tengo que aguantar de esta, de toda estos malos tratos (Participante 2, entrevista personal, 27 de febrero de 2009).
En el análisis se resalta la postura de solidaridad de su terapeuta que le hizo percibir que ella está de su lado. Así, los consejos de la persona profesional “que le paré los pies a el padre de la niña” denotan que “no hay neutralidad ante la violencia de género” como bien defiende Inmaculada Romero (2010, p. 193). Se comparte con esta autora la idea de inexistencia de neutralidad en el sentido de defender una vida sin violencia, pues, siguiendo a Judith Herman (2004), se comprende la injusticia de la experiencia de maltrato. Con ello no se quiere decir de ninguna manera que no se deba tener neutralidad sobre otros temas abordados por la mujer que sufre violencia, pues se defiende la idea de Judith Herman (2004) sobre “no tomar posiciones en conflictos interiores y no intentar dirigir decisiones vitales”. Además, la relación de confianza establecida por la persona profesional fue un factor que le favoreció sentirse cómoda para hablar de la situación de violencia como ya ha sido evidenciado en la literatura (Hathaway et al., 2002; Manita et al., 2009).
Del ejemplo anterior, se ha de señalar que el apoyo a la unidad familiar a través del acompañamiento psicológico de los(as) hijos(as) permite contemplar otras necesidades que tuvieron seis de las participantes (P. 1, P. 6, P. 7, P. 8, P. 12, P. 14). Los objetivos de la intervención con niños(as) que han vivido una situación de violencia de género son prevenir que los(as) niños(as) interioricen modelos de resolución de conflictos basados en la violencia, favorecer un espacio de expresión de emociones y evitar que la situación vivida repercuta negativamente en su desarrollo (Agustín et al., 2007). Aunque el objeto de este estudio no sean los(as) niños(as), cabe destacar el hecho de tomar en consideración a los(as) hijos(as) como víctimas directas de la violencia como principio de la intervención apuntado por Inmaculada Romero (2010):
Me ayudaron mucho, me dieron beca de comedor. O sea todo para que yo pudiera separarme de este hombre yo no tener que sentir, porque yo me sentía tan mal, tanto (…) Y yo me acuerdo que yo se lo comenté a mi psicóloga, la psicóloga de la niña, y ella me dijo que yo tenía que quitar los tapones porque estaba dejando a niña desamparada, porque mi hija dormía en otra habitación (…) He aprendido mucho, he aprendido mucho (Participante 7, entrevista personal, 8 de mayo del 2009).
De este fragmento, se comparte con Rosa Alemany et al. (2007) la idea de la importancia del acompañamiento psicológico para ayudar a la madre a adoptar medidas para proteger a su hijo(a) por medio del cual se instruyó a la participante siete a quitarse los tapones para poder escuchar cualquier cosa que pasase mientras el autor de la violencia vivía en el mismo piso. Teniendo en cuenta que Enrique López (2011) explica que el régimen de visitas tras el divorcio se permite legalmente en algunos casos, se deduce que la psicóloga orientó a la participante once a supervisar a su hijo(a) preguntándole si las están tratando bien o no en el régimen de visitas para examinar indicios de una situación de riesgo en los encuentros con el padre.
El testimonio anterior también ilustra que la intervención psicológica contribuye a cuestionar conductas naturalizadas como el hecho de mantener relaciones sexuales por ser su esposa. Para ello, resulta importante incorporar la perspectiva de género, dado que diferentes teóricos(as) (Albertin, 2009; 2011; Cantera, 2007; Casalmiglia, Cubells, & Albertin, 2010; Roca-Cortés, Espin, Rosich, Cantera, & Strey, 2005; Romero, 2010; Soriano, 2007) defienden este modelo teórico para entender la violencia como producto de relaciones asimétricas de poder que presionan a la mujer a adoptar roles estereotipados de la feminidad basados en la sumisión. Todo ello favorece el empoderamiento de la mujer que rescata el control de su vida al tomar consciencia de que que no, que tenía que dejar que me maltratara, como comentó la participante siete. Además de revisar creencias sobre el rol de la mujer y de la preservación de la familia, la mirada de género permite problematizar el ideal del amor romántico y defender una vida sin violencia:
Como hacerte comprender que la persona que ha estado a tu lado nunca, nunca te ha merecido porque este, el amor no es darte las palizas que te daban. De que te tienes que superar como persona, de que te tienes que valorar, ya (Participante 12, entrevista personal, 4 de febrero del 2010).
Esta reflexión sobre las ideas cristalizadas durante el proceso de socialización permite a las mujeres entender el componente cultural que atraviesa la violencia. Además, lo narrado por la participante “tienes que superar como persona” concuerda con lo señalado por Pilar Albertin (2009, p. 3) al referirse a la “capacidad de transformar del sujeto”.
Por último, aunque no por ello menos importante, Rosa Alemany et al. (2007) recomiendan la postura profesional que ha de respetar siempre las decisiones de la mujer aunque se valore inadecuado vivir con la pareja autora de la violencia de género en la pareja o retornar a la relación después de la ruptura. Por ejemplo:
La psicóloga del colegio me dijo, me dejó muy claro que, que la situación en que estábamos era insostenible y que el niño estaría mejor que si nos separábamos que si seguíamos juntos pero que si yo quería intentarlo bueno yo, yo me gustaría intentarlo (Participante 5, entrevista personal, 13 de marzo del 2009).
Esta conducta llevó a la mujer a entender que sus decisiones no eran juzgadas y que podía volver a la institución, aunque hubiera retornado con la pareja, como también ocurrió con otras tres entrevistadas (P. 4, P. 8, P. 9).
Hasta aquí se han estado discutiendo los aspectos que configuran el tratamiento profesional especializado según la perspectiva de las participantes. Ahora se pasa a examinar el aprendizaje vicario en grupo, que fue un elemento que cobra visibilidad en el testimonio de seis del total de las participantes que tuvieron la oportunidad de participar de la intervención grupal.
Por aprendizaje vicario se entiende el conjunto de aportaciones que la dinámica grupal generó en las mujeres que participaron de la intervención en grupo. Este tipo de abordaje funciona como espejo identificativo entre las mujeres que padecen violencia de género, porque les permite visualizar su experiencia reflejada en la historia de otras mujeres. La participación en estos grupos brindó la posibilidad de romper con la relación de maltrato:
Éramos mujeres de todas las edades. Había una por cada década digamos y habían mujeres de 60, de 70. Había de 20, de 30, 40 que vivían aún con sus maridos que las habían maltratado toda su vida (…) Entonces de verdad a ellas yo dije yo no quiero llegar a eso además me lo decían, me decían déjalo ahora porque ya después es demasiado tarde (…) Después que la han humillado toda su vida, ahora dependen de ellas. Entonces eso te abre los ojos e yo dice yo no quiero esto para mí y tampoco quiero que mi hija viva esto. En tao hice por ella porque yo no, cuando veía ellas, ya sufría, claro, de ver de las peleas, de las discusiones (Participante 1, entrevista personal, 25 de febrero del 2009).
Considerando que Matilde Albarracín et al. (2007) plantean que la intervención grupal favorece intercambiar experiencias que se reflejen en otros miembros del grupo, se puede observar que a raíz de la participación en terapias de grupo, esas participantes pudieron tomar decisiones con respecto a su vida. Otro beneficio enumerado por Neus Roca-Cortés et al. (2007) es la reducción del aislamiento en la medida en que el abordaje grupal estimula la recuperación de redes de apoyo, y este efecto se puede identificar en el caso de la participante dos quien estableció contacto con la compañera de grupo más allá del contexto de la intervención. Este dato apoya lo encontrado en el estudio de Clara Ramírez, Rosario Santiago, y Daniel Hernández-Rosete (2005), quienes constataron, tras haber entrevistado a 28 mujeres con experiencia de violencia conyugal, que las mujeres que asistían a los grupos de autoayuda revelaron haber establecido relaciones de amistad entre las integrantes del grupo.
Eso es posible, según Neus Roca-Cortés et al. (2007), debido al incentivo y al apoyo fuera del grupo, a partir de medidas como facilitar un listado de números de teléfonos de los miembros del grupo para promover relaciones de ayuda mutua. Lo que es interesante desde el punto de vista de esta propuesta es el hecho de promover la creación de una red social entre mujeres inmigrantes que no cuentan con muchos vínculos en que puedan apoyarse en España.
Otro atractivo es que la dinámica grupal favorece el proceso de identificación con la historia de otras compañeras, con lo cual cambian la percepción de sí mismas y del problema de la violencia (Ramírez et al., 2005):
Y me ha dado muchos ánimos estar en estas terapias, seguir adelante, saber que no solo, saber que no solo yo, no soy solo yo de que sabes yo creía que era una persona extraña, o sea, una persona anormal yo llego aquí y mis compañeras cuentan también que ellas sufren de crisis de ansiedad. Entonces yo me comprehendo (Participante 5, entrevista personal, 16 de marzo del 2009).
Aquí interesa resaltar que el grupo le posibilitó compararse con otras integrantes, con lo cual se da cuenta de que no es anormal y que tampoco su ansiedad se debía a un problema personal, dado que sus compañeras también sufrían ansiedad. Siguiendo a Neus Roca-Cortés et al. (2007), la comparación social permitió validar experiencias y reducir la incerteza que tenía sobre el miedo de padecer una enfermedad extraña.
En este sentido, el proceso de identificación favorece a universalizar el problema de la violencia y mirarla más allá de la experiencia individual (Albertín, 2011; Roca-Cortés et al., 2007). Véase un ejemplo de ello:
Nadie se atreve a comentar nada, todo el mundo te habla de esto como esto, y uno también le da vergüenza y (.) no sé, o sea, es un mundo de contradicciones, porque unas cosas son te ayudan bastante, porque comprendes que no solamente tú (.) o por qué (.) porque eres (se refiere a su nacionalidad) o porque eres de otro país, también hay españolas o porque eres mayor o porque… también hay chicas bonitas, jóvenes (…) Ya, y te hacen o sea, de pronto tú comprendes que no eres la única y que que también estás tratando de salir adelante (Participante 12, entrevista personal, 4 de febrero del 2010).
Tal como muestran los hallazgos de Clara Ramírez et al. (2005), el presente estudio también apunta que el grupo terapéutico puede contribuir a amenizar la vergüenza de compartir sus historias a medida que se pasa a concebir la violencia desde una perspectiva en la que la cultura favorece la violencia, pues independientemente de ser de otro país o de ser española, ninguna mujer es inmune a padecerla. En esta dirección, el grupo cumple el objetivo de comprender los factores culturales y estructurales que influyen en la perpetuación de la violencia (Albarracín et al., 2007; Roca-Cortés et al., 2007).
Otro aspecto interesante del testimonio anterior es el hecho de que la heterogeneidad del grupo debido a las diferentes edades y nacionalidades de las integrantes es un factor que, según Neus Roca-Cortés et al. (2007, p. 30), “acelera procesos de identificación”. Es decir, a pesar de sus diferencias de edad y nacionalidad, compartieron la experiencia común de violencia. Sin embargo, la desventaja fue que la heterogeneidad pudo impedir la atención de las necesidades de todas las mujeres como se ilustrará más adelante.
Como se ha repetido en numerosas ocasiones, resulta importante trabajar temas como las creencias, el amor romántico, los roles de género y todo aquello que permite comprender las múltiples causas del maltrato. En este contexto, resultó significativo para la participante catorce trabajar el tema de las amistades y de la renovación de la red social como estrategia para enfrentar la violencia y reconstruir sus planes futuros.
Hasta aquí se han estado discutiendo aspectos de la atención institucional que facilitaron la reducción del maltrato. Ahora se pasan a detallar los factores externos que impidieron el fin o disminución del maltrato.
Esta categoría abarca los factores institucionales que dificultaron el proceso de cese o reducción de la violencia de género en la pareja. En el contexto sanitario, se identifica la necesidad de que las personas profesionales reciban formación según la perspectiva de género para facilitar la detección de la violencia en el ámbito sanitario y social y evitar la victimización secundaria en la intervención psicológica. A esto se une la falta de sensibilización intercultural. Cabe señalar que las mujeres participantes de este estudio al hablar de los Recursos externos obstaculizadores del cese o reducción de la violencia de género en la pareja; en ningún momento se refieren a las instituciones facilitadoras de contactos para esta investigación.
La falta de capacitación según la perspectiva puede darse mediante las prácticas profesionales que reproducen los mitos de la violencia, el desconocimiento de los indicadores y los tipos de violencia y del ciclo de la violencia. Josep Millà et al. (2007) afirman que algunos(as) profesionales no identifican que el problema que la paciente presenta está relacionado con la violencia de género como se observa en el siguiente relato:
Yo ha he me pasado que yo tenía que ir al médico diciendo que estaba enferma, pero realmente no estaba enferma, sino que tenía problemas con (se refiere al nombre de su ex pareja) (Participante 1, entrevista personal, 25 de febrero del 2009).
En tales circunstancias, Cantera (2004) aclara que la mujer puede acceder a los servicios debido a una sintomatología que aparentemente no está relacionada directamente con la violencia de género en la pareja (ansiedad, trastornos de sueño, depresión, dolores de cabeza), pero el tratamiento que se le ofrece puede contribuir a encubrir el fondo de la problemática de violencia.
Entre las barreras que dificultan la detección de la violencia, Jeanne Hathaway et al. (2002) citan la capacitación inadecuada, la falta de tiempo, el miedo de ofender a las pacientes y la falta de efectividad en las intervenciones. Para reducir esos obstáculos que impiden que las mujeres revelen la violencia, Josep Millà et al. (2007, p. 15) sugieren que los(as) profesionales de la salud establezcan una comunicación comprensiva que transmita el mensaje “me preocupa que sus síntomas puedan ser causados por algún tipo de maltrato”. Además, Celina Manita et al. (2009) recomiendan que las instituciones faciliten a las personas profesionales tiempo para escuchar y establecer un vínculo y un diálogo con sus pacientes. En este punto, cabe recordar que muchas instituciones se evalúan en función de la cantidad de pacientes atendidos(as), lo que afecta a la calidad de la intervención, dado que es necesario disponer de tiempo para ofrecer escucha e información.
Existe consenso entre los(as) autores (as) (Manita et al., 2009; Plazaola-Castaño, Ruiz-Pérez, & Montero-Piñar, 2008) en que las mujeres que viven o han vivido una situación de violencia pueden acudir a los servicios de salud en algún momento de sus vida para visitas ginecológicas o para llevar a sus hijos(as) al pediatra, con lo cual Jeanne Hathaway et al., (2002) recomiendan que las personas profesionales incluyan en su protocolo el abordaje de la violencia de manera rutinaria para prevenirla tempranamente, como bien señalan Manita et al. (2009), antes de que la situación empeore.
La falta de capacitación según la perspectiva en género se tradujo en intervenciones como la mediación familiar en la atención psicológica:
Lo único que intentaba (.) intentaba como conciliarnos, no sabía nada de violencia de género, no sabía nada, entonces me hacía sentir muy mal. Yo no hablaba cuando estábamos ahí sólo hablaba él e yo era nadie (Participante 1, entrevista personal, 25 de febrero del 2009).
Aquí interesa hacer hincapié en las ideas de Inmaculada Romero (2010), quien afirma que no se recomienda la mediación familiar en casos de violencia de género en la pareja, pues la mujer se encuentra en situación de desventaja debido a las relaciones asimétricas de poder que no favorecen al diálogo.
Joseba Achothegui (2010) pone de manifiesto el peligro de considerar la situación de estrés a la que se enfrentan las mujeres inmigrantes como enfermedades mentales. En este sentido, este autor advierte que “no se puede entender el síntoma sin el contexto, hacerlo así es una abstracción, un reduccionismo” (Achothegui, 2010, p. 127). Siguiendo esta aseveración, se puede plantear que los síntomas de ansiedad y depresión que sintieron las participantes de este estudio pudieron ser una respuesta a la violencia de género en la pareja, a la soledad, a la falta de redes sociales, a la compaginación de la vida laboral y familiar, a la falta de recursos materiales, a la precariedad de las condiciones laborales y a las dificultades para regularizar su situación jurídica.
Si a esas fuentes de estrés se añade la inadecuada respuesta institucional debido al desinterés o a la falta de formación sobre género e inmigración, se puede intensificar la magnitud de los síntomas. Así, resulta importante tener en cuenta esos factores para evitar incurrir en el error de diagnosticar como depresión y/o ansiedad un cuadro reactivo de estrés, el cual Joseba Acothegui (2010) denomina Síndrome de Ulyses. Este concepto surgió debido a la práctica de este autor al observar que muchos(as) inmigrantes sanos y sin vulnerabilidad al trastorno mental desarrollaban este cuadro ante la situación de estrés del contexto migratorio, pero no una enfermedad mental, pues ellos(as) seguían luchando, al contrario de lo que sucede cuando una persona padece de trastorno depresivo.
La revisión teórica y el trabajo empírico realizados llevan a cuestionar la práctica de la prescripción de medicamentos en algunos casos de mujeres inmigrantes que viven o han vivido violencia de género en la pareja, pero no tienen predisposición al trastorno mental. Se considera que el maltrato es un factor añadido al duelo y al estrés migratorio y, tal como pasa en relación con el Síndrome de Ulises, no todas las mujeres inmigrantes que se enfrentan a esas situaciones de crisis necesariamente enferman, aunque obviamente les afecta lo que están viviendo. Con ello no se quiere decir de ninguna manera que no hubieran casos en los que el uso de remedios fuera indicado por lo que se refiere al presente estudio.
La victimización secundaria estuvo representada por la prescripción indiscriminada de medicamentos, la falta de implicación profesional y otros aspectos institucionales como los criterios para participar de las terapias de grupo, las reglas de las casas de acogida, la desventaja de grupos heterogéneos en terapias de grupo, la disponibilidad de horario de los servicios y la dificultad para obtener ayudas sociales.
La victimización secundaria se tradujo a través de prácticas como la prescripción de medicamentos para evitar el impacto de la violencia en la salud de seis participantes (P. 2, P. 3, P. 5, P. 7, P. 8, P. 9). Aunque se entienda que algunas veces sea necesario el uso de medicación, teniendo en cuenta que Judith Herman (2004) explica que la experiencia de victimización afecta a todo el funcionamiento humano desde el biológico al social, se considera que el uso de tranquilizantes para lidiar la ansiedad y la depresión ayuda a manejar el problema temporalmente, pero no es una medida efectiva de intervención. Véase un ejemplo:
Bueno me mandaron pastillas y tal para dormir para ansiedad, pero yo hice eso por poco tiempo, porque ya de pastilla estoy harta, porque tengo artritis (Participante 2, entrevista personal, 27 de febrero del 2009).
Diferentes autoras (Cantera, 2004; Manita et al., 2009; Mullender, 2000) tejen críticas a la prescripción de tranquilizantes, pues estos dificultan el pensar y hacer frente a la situación de violencia que están viviendo y así tomar decisiones. Además, medicar el síntoma es, según Saéz Buenaventura (citado por Cabruja, 2005, p. 153), “tratar la parte emergente y negar la existencia de aquello que lo ha producido”. En este sentido, se debe ofrecer la oportunidad de terapia en la que las mujeres inmigrantes puedan desahogar sus problemas.
Dicha práctica puede reforzar la visión de que la mujer es culpable y, por ello, tiene que tomar remedios para su trastorno. Estas intervenciones médicas, según Teresa Cabruja (2005), están legitimadas en relaciones de poder que posicionan a las mujeres como enfermas y, como consecuencia, recomiendan el uso de psicofármacos como regulación social, olvidándose de que los síntomas de depresión y/o ansiedad son la respuesta a una situación de opresión como el maltrato. En este sentido, esta autora critica las intervenciones que “psicopatologizan” los síntomas que pueden estar relacionados con los roles de género en la sociedad patriarcal como “doble jornada, falta de ayuda, varios niños(as) a su cargo” (Cabruja, 2005, p. 155).
La falta de implicación profesional estuvo representada a través de relatos que denunciaban la desatención de las personas profesionales ante la solicitud de ayuda por parte de cuatro entrevistadas (P. 1, P. 2, P. 9, P. 11): Véase un ejemplo de esto:
Donde yo estaba no, o sea era mirando la hora a qué hora se termina la hora, preocupadas por otras cosas menos por tu problema, no vi ayuda, no vi ayuda psicológica por parte de ellos y por eso es que dejé, lo dejé de hacer ¿sabes? (Participante 9, entrevista personal, 26 de enero del 2010).
Esta ilustración señala la necesidad de una escucha activa y comprensiva, tal y como advierte Pilar Blanco y Lurdes Mendi (2004), para que la participante nueve se sintiera escuchada y la intervención fuera de ayuda. Por escucha activa se entiende la habilidad de la persona profesional en permitir que la mujer hable, escuchar lo que se dice, realizar preguntas y mostrar interés por sus necesidades (Manita et al., 2009).
Los testimonios contribuyen a revelar la necesidad de que los servicios se tomen en serio el tratamiento empático que promueva confianza para que las mujeres expliquen la situación de violencia sufrida, pues reclaman el desinterés de las personas profesionales. En este contexto, Judith Wuest y Marilyn Merrit-Gray (1999) subrayan que el desinterés de las personas profesionales puede constituirse en un factor de riesgo para que ellas se sientan re-victimizadas y retornen a la relación, pues Angela Waldrop y Patricia Resick (2004) explican que las mujeres que sufren maltrato pueden interpretar la respuesta negativa recibida por parte de las instituciones como una estrategia no útil para poner fin a la violencia.
Otros elementos para considerar sobre la violencia institucional en el ámbito psicológico fueron: el momento oportuno para que la mujer hablara sobre la violencia, las reglas de las casas de acogida, la desventaja de grupos heterogéneos en terapias de grupo y la disponibilidad de horario de los servicios. Dos mujeres (P. 2, P. 3) relataron que el dolor de recordar durante las intervenciones terapéuticas las llevó a desistir de las terapias de grupo:
Pero a veces me sentía agobiada, es como lo revives, todos cuentan su historia e yo me sentía más, no sé, más, revivía eso. Yo querría olvidarme de eso. Querría olvidarme. A veces no sé si te hacen bien o si te hacen mal (Participante 2, entrevista personal, 27 de febrero del 2009).
Con tanta cosa que me hablaron yo me sentí peor (…) me hicieron recordar cosas, que ahora mira, puedo hablarlo antes no, pero antes no podía hablarlo (Participante 3, entrevista personal, 4 de marzo del 2009).
Este resultado parece sugerir que esas participantes no se encontraban en el momento adecuado para participar en las terapias de grupo, pues Matilde Albarracín et al. (2007) explican que uno de los criterios de exclusión de los grupos es encontrarse en un momento de mucha angustia que le impida reflexionar sobre su situación. Caso contrario, Neus Roca- Cortés et al. (2007, p. 61) aclaran que el grupo puede “abrir heridas y aumentar la angustia”. En este punto, cabe referir a Judith Herman (2004, p. 266), quien aclara que se trata de “un error desenterrar los recuerdos prematuramente”.
Para prevenir esto, esta autora sugiere que no se intervenga en el material traumático antes de haber establecido la alianza terapéutica y la seguridad. Según Judith Herman (2004), inicialmente el espacio terapéutico debe servir como lugar en el que la mujer pueda expresar sus sentimientos o, en las palabras de Marie-France Hirigoyen (2006), para liberarse de la culpa y del miedo. Así, una vez cumplidas esas tareas de alianza terapéutica y seguridad, la autora explica que la mujer puede ponerse en contacto con su sufrimiento, revisar sus creencias y entender su estado de indefensión. Para ello, Judith Herman
(2004) recomienda que se expliquen las reacciones postraumáticas a la mujer para que ella se conciencie de que podrá tener síntomas de hiperactividad e intrusión. Eso permite que, según Marie-France Hirigoyen (2006), la mujer acepte la angustia y entienda que esos síntomas intrusivos no se quitan inmediatamente, aunque ella, como ilustró la participante dos, “querría olvidarme de eso”.
Siguiendo estas orientaciones, se considera que se puede preparar a la mujer para recordar el trauma en el momento oportuno, como bien afirmó la participante “ahora mira, puedo hablarlo antes no, pero antes no podía hablarlo”. Asimismo, al proveer informaciones sobre los síntomas, puede haber más probabilidades de prevenir impresiones sobre la intervención terapéutica como “no sé si te hacen bien o si te hacen mal”.
Las normas de convivencia de la casa de acogida también fueron descritas como un aspecto que genera resistencia al tratamiento ofrecido en este contexto:
Levántate, ve a tu hijo que está llorando, llévalo al colegio, búscale un colegio, es tanto que al final la gente abandona la casa de acogida porque se siente saturada de este sistema que es incomprensivo, que es dictatorial (…) entonces tú dices bueno estos son más maltratadores que los mismos maltratadores que vengo, ¿sabes? (…) entonces siempre las educadoras se metían conmigo, bueno deja de fumar, bueno deja de fumar, deja de fumar (…) (Participante 8, entrevista personal, 20 de enero del 2010).
Tras la descripción hecha, conviene referir a Rosa Alemany et al. (2007), quienes explican que en las casas de acogida hay un mínimo de normas para promover la convivencia entre personas de diferentes procedencias culturales que no han escogido compartir el mismo espacio. Se puede ver que la misma práctica de la casa de acogida que le ayudó a mejorar la autoestima, como se ha expuesto anteriormente, también la infantilizó. Con ello, lo que se quiere decir es que la misma práctica se experiencia y se vive de forma diferente.
Por un lado, las terapias en grupos heterogéneos pueden promover procesos de identificación como se ha comentado anteriormente. Las diferencias generacionales y culturales de las integrantes del grupo pueden afectar el establecimiento de empatía (Roca-Cortés et al., 2007). Debido a este factor, Mieko Yoshihama (2000, 2002) propone que se realicen grupos con mujeres que sufren violencia que compartan el mismo bagaje cultural, para promover la validación de experiencias en el uso de estrategias de afrontamiento y para discutir aspectos de la cultura de origen que contribuyan a la vulnerabilidad a la violencia.
Aunque eso no haya sido mencionado por las participantes del presente estudio, se considera relevante abordarlo, pues las diferentes procedencias culturales de las mujeres inmigrantes es un tema que no se puede pasar por alto al atender sus necesidades en el grupo. Por ello, se sugiere que se trabaje más allá de los diferentes procesos de recuperación y se traten temas como el duelo y estrés migratorio o la creación de redes sociales con el objetivo de contemplar las diferentes situaciones a las que se enfrentan las mujeres inmigrantes.
De igual manera, se debe prestar atención al hecho de que las terapias ofrecidas por los servicios sociales coincidieron con el horario laboral de cinco participantes, cosa que no les ayudó a que se redujera y/o cesara la violencia, teniendo al mismo tiempo una mayor calidad de vida a nivel psicológico. A pesar de ello, cinco entrevistadas (P. 1, P. 5, P. 6, P. 7, P. 12) lograron acudir regularmente a las consultas psicológicas. Véanse algunos ejemplos:
Yo veía que, sobre todo por el tiempo que tenía que estar yendo siempre, e yo trabajaba (…) Yo no podría asistir (Participante 2, entrevista personal, 27 de febrero del 2009).
En las tardes la niña me duerme, y tengo que descansar, porque tengo que trabajar de noche y no puedo. A mí me gustaría pero no puedo, me sentí muy bien la primera vez que fui (Participante 3, entrevista personal, 4 de marzo del 2009).
Los ejemplos evidencian la imperiosa necesidad de que desde organismos como los servicios sociales se contemple la posibilidad de ofrecer ayudas como la atención psicológica en horario alternativo al convencional. Estos factores hicieron difícil la recuperación psicológica, ya que la incompatibilidad de horarios puede conllevar la desmotivación y el posible desistimiento del tratamiento psicológico.
La victimización secundaria puede darse a la hora de lograr subsidios económicos suficientes para su supervivencia como cuenta la participante catorce:
Eu pagava só de aluguel 600 euros, né? Ganhava mil. Daí ela pegou e falou que essa ajuda tinha que ter com os papéis. Os papéis não tinham saído ainda. Ai esperei os papéis sair (...) Demorou muito. Eu acho que tudo isso deveria ter sido valorado no momento em que eles viram que eu estava sozinha com três filhos. E não esperar 5 anos pra ter uma ajuda (...) em Barcelona, você imagina a quantidade de pessoas que existem e uma assistente social (...) eu falava pra ela “Eu preciso de ajuda. Porque minha amiga tá sozinha e o marido tá... minha amiga tem um marido, tem não sei o quê e tem ajuda” (...) E eu não vejo ajuda pra mim. “Ah, mas é que claro depende...” “Depende do quê?” (...) “Se eu fosse uma pessoa que vivesse de ajuda, mas eu me mexo, eu trabalho!” Foi aí onde ela começou a ver o meu empenho. Entendeu? Ela começou a ver que eu não era aquela que tava de braços cruzados (...) Sempre foi muito repetitiva as histórias, porque onde eu ia tinha que repetir tudo de novo (...) (Participante 14, entrevista personal, enero del 2011) (versión en portugués y a continuación se presenta la traducción del texto realizada por las autoras). Yo pagaba solo de alquiler 600 €, verdad? Cobraba 1000€. Entonces ella dijo que esa ayuda tenía que tener los papeles. Los papeles todavía no estaban arreglados así que tuve que esperarlos (…) Tardó mucho. Yo creo que todo ello debería haber sido valorado en el momento en que ellos percibieron que yo estaba sola con tres hijos. Y no esperar 5 años para lograr una ayuda (…) en Barcelona, tu imaginas la cuantidad de personas que existen y una asistente social para un pueblo mayor tres veces que ese (…) le decía “Necesito de ayuda. Porque mi amiga está sola, mi amiga tiene un esposo, tiene no sé qué y tiene ayuda”. Y no las tengo. “Oye pero es que depende”. “Depende de qué?” (...) Si fuera una persona que viviese de ayuda, pero yo me espabilo, yo trabajo”. Fue donde ella observó mi esfuerzo. Entendes? Ella empezó a ver que yo no era aquella que estaba de brazos cruzados (…) Siempre ha sido historias muy repetitivas, porque tenía que repetirlas nuevamente.
A partir de la historia narrada por la participante catorce, se pueden extraer algunas reflexiones. La primera es que se puede inferir que la demanda de ayudas sociales en ciudades como Barcelona puede desbordar la capacidad de respuesta de los servicios. La segunda es el tiempo de espera y la burocracia para lograr esas ayudas que no coinciden con los tiempos de las necesidades básicas de alimentación y vivienda de las mujeres. La tercera es que la dificultad de obtener ayuda puede ser una cuestión que va más allá de las habilidades de la trabajadora social, con lo cual no depende sólo de la disposición y capacitación profesional para realizar los informes que acreditan la violencia de género, sino de requisitos como el de la regularización de la documentación. La cuarta es el doloroso camino recogiendo pruebas y arreglando papeles para tener su situación de violencia validada, con lo cual la víctima puede sentirse que no se le cree al tener que pasar 5 años repitiendo la misma historia y enseñando documentos. La quinta es que es posible que los estereotipos de que los y las inmigrantes son personas necesitadas pueden llevar a que las mujeres inmigrantes que sufren maltrato tengan que probar una situación casi de miseria para que se considere su relato. La sexta es que las ayudas económicas para mujeres inmigrantes que han sufrido violencia de género en la pareja se tramitan vía el Instituto Nacional de Empleo, con lo cual su situación jurídica tiene que estar regularizada. Todo ello pone de manifiesto la ardua trayectoria para acceder al derecho previsto en la ley.
Como se puede observar, la posibilidad de que las víctimas de violencia de género inmigrantes que se encuentran en situación jurídica irregular accedan a ayudas sociales es muy reducida, dado que la residencia es uno de los requisitos. Aunque no se les exige encontrarse en situación jurídica regular para solicitar las ayudas de comedor y escuela, los criterios establecidos por los órganos competentes requieren que se compruebe un estado de miseria. Por ejemplo, para recibir la ayuda de comedor los ingresos anuales de una familia de tres miembros tiene que ser en torno de 14.791,58€, con lo cual eso supone que el sueldo mensual no supera los 1300€ para pagar todos los gastos de alquiler, mantenimiento del hogar, alimentación y ropa entre otros. A esto se une el elevado coste de la vivienda en Barcelona, donde el alquiler mínimo de un piso es de 600€ aproximadamente. Con esta ilustración es de esperar que algunas mujeres inmigrantes que sufren o sufrieron violencia de género en la pareja vivan en condiciones precarias, dado al trabajo en la economía sumergida y a la falta de posibilidades para acceder a ayudas sociales.
Además, cabe mencionar que el hecho de disponer de recursos limitados dificultó la habilidad de esas participantes para afrontar la situación de violencia de género en la pareja y los desafíos de la experiencia migratoria, pues Marisa Beeble, Debora Bybee y Cris Sullivan (2010) destacan que la falta de acceso a medios adecuados para lidiar el estrés afecta al bienestar psicológico de las mujeres que sufren maltrato.
Se comprueba que los recursos institucionales contribuyen a hacer posible el cese o reducción de la violencia de género en la pareja al brindar tratamiento profesional especializado que tiene en cuenta los tiempos y las decisiones de las mujeres, y al facilitar recursos materiales. No obstante, la respuesta de esos recursos puede constituir un factor de riesgo a la victimización secundaria cuando no tiene en cuenta las necesidades de las mujeres y la culpa por la violencia sufrida. Desde lo señalado por las entrevistadas, se presentan a continuación algunos puntos a tener en cuenta en el momento de ofrecer servicios.
El primer aspecto que se puede destacar es que la detección del maltrato a través de equipos profesionales en las instituciones, como por ejemplo en el ámbito sanitario y educacional, pone de manifiesto la importancia de la capacitación profesional para la identificación de casos y derivaciones a tratamiento especializado. Teniendo en cuenta que la violencia que se da en las relaciones de pareja es un problema de salud pública, es importante que las instituciones tengan unas claras intenciones políticas de cumplir con la ley vigente que exige la contribución a la erradicación de la misma. Además, es necesario que cuenten con partidas presupuestarias específicas y que las personas profesionales aborden este problema con prioridad en sus agendas. En este sentido, urgen sensibilizaciones que desmitifiquen estereotipos que dificultan la intervención eficaz en casos de violencia.
El segundo punto es que las experiencias narradas por las mujeres entrevistadas destacan que la participación en terapias de grupo es una oportunidad que tienen para cuestionar creencias patriarcales, crear lazos con otras mujeres y universalizar la experiencia de maltrato. Sin embargo, el análisis de datos evidencia la ausencia del abordaje del estrés migratorio en esos espacios terapéuticos, donde elaborar las pérdidas de la migración beneficiaría el proceso de duelo de las mujeres participantes y arrojaría información sobre las creencias y las situaciones vividas que podrían estar incidiendo en la relación de pareja. Con ello, no se quiere de ninguna manera negar la importancia que tiene en la intervención el trabajo con temas relacionados con la violencia vivida, como nombrar el abuso o establecer límites, pero sí se pretende llamar la atención de que el estrés migratorio también merece ser objeto de intervención.
El tercer elemento es que las largas jornadas de trabajo de las mujeres inmigrantes les impiden asistir a sesiones psicoterapéuticas. Ante esta situación, cabe preguntarse: ¿Si los servicios están pensados para atender a las necesidades de las mujeres?, ¿Quién ampara a esas mujeres inmigrantes en esos procesos de duelo migratorio y de intento de ruptura de la relación de pareja? Esto revela la necesidad de que los órganos competentes faciliten horarios de atención flexibles a las condiciones de vida de las mujeres inmigrantes.
El cuarto tema es la necesidad de probar, por parte de la mujer que se encuentra viviendo la situación de violencia, el estado paupérrimo en que vive para poder lograr ayudas sociales. Ante esto, muchas de las mujeres expresaron tener la impresión de que la situación de maltrato que vivían y el sueldo precario (fruto de la economía sumergida) no constituían hechos suficientes como para poder gozar de ayuda de recursos materiales ¿De qué manera el tratamiento ofrecido por las instituciones a las mujeres inmigrantes puede cambiar ahora con los recortes presupuestarios provenientes de la crisis económica?
Debido a esos factores, se puede afirmar que la diversidad de impresiones de las entrevistadas sobre el rol de las instituciones lleva a apoyar la postulación del Colectivo Feminista (2009), que afirma que parte de la respuesta institucional depende de las personas profesionales que atienden a las mujeres que viven violencia de género en la pareja.
Este proceso de romper con la relación de maltrato puede ser visto como un laberinto donde las mujeres inmigrantes se encontraron con encrucijadas (creencias tradicionales, victimización institucional y social) que obstaculizaron el camino hacia la recuperación. Se evidencia que el proceso de cesar o reducir la violencia de género en la pareja no depende sólo de factores personales sino que también se ve afectado por la posibilidad de contar con recursos externos (red social, instituciones, ayuda material). Ello pone el acento en la importancia de no reforzar el mito de que las mujeres no dejan a su pareja porque no quieren y reforzar la necesidad de un compromiso colectivo a nivel social para la erradicación de la violencia.
Los datos empíricos confirman que para abordar el problema de la violencia es necesaria una mirada ecológica que contemple la influencia de los factores psicológicos, institucionales, culturales y sociales. Por ello, las estrategias de las mujeres inmigrantes para enfrentar la violencia de género en la pareja deben situarse en un amplio contexto social, político, económico y cultural, tal y como advierten Edna Foa et al. (2000).
En este sentido, el afrontamiento de la violencia no depende sólo del nivel individual (decisión de la mujer y factores personales), aunque este sea importante, sino de una intervención conjunta con la familia, la vecindad, las redes sociales, las instituciones que combata los valores culturales como la aceptación de la violencia y la dominación masculina que dificultan el cese o reducción de la violencia de género en la pareja.
Por último, y no por ello de menor importancia conviene discutir las posibles diferencias entre la violencia de género en la pareja vivida por las mujeres autóctonas y la experimentada por mujeres inmigrantes. Las causas de la violencia de género hacia mujeres españolas son las mismas que hacia las mujeres inmigrantes. Sin embargo, las circunstancias del contexto migratorio pueden tornar esta problemática más compleja. Es decir, las condiciones del contexto migratorio pueden ser un terreno vulnerable a la aparición de violencia, pues los cimientos de un ambiente estresor pueden debilitar la fuerza interna de la mujer y una vez en vulnerabilidad pueden convertirse en blanco de los compañeros que pueden maltratarlas. Esta vulnerabilidad no es inherente a la mujer, sino que es creada e impuesta por el contexto migratorio por medio de la escasez de redes sociales, la precariedad laboral y la situación jurídica. Debido a estas condiciones de asentamiento, las mujeres inmigrantes pueden estar más vulnerables a padecer violencia de género al estar mayormente más desprotegidas y disponer de menos recursos. El miedo de deportación y de sufrir racismo son factores que afectan a las mujeres inmigrantes a buscar ayuda en los servicios sanitarios.
Esta investigación fue financiada por el Programa AlBan, Programa de Becas de Alto Nivel de la Unión Europea para América Latina, beca nª E07D401883BR – 2007/2010.
Las autoras agradecen a las instituciones, a los equipos de los servicios donde se ha realizado la investigación, a las participantes del estudio y a las personas profesionales Isabel Bianchi Sanchez, Olga Arisó Sinués, Patricia Jiron, Montserrat Paíno Lafuente, Imma Lloret, Lourdes Aramburu Otazu, Júlia Masip Serra, Anna Choy i Vilana por la ayuda prestada a la investigación.
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