Cuando nos quedamos solos: Resistir en la incertidumbre Prácticas de emancipación y autonomía

When we stay alone: Resist in uncertainty. Emancipation and empowerment practices

  • Ester Jordana Lluch
Ante la incertidumbre que nos rodea se plantea la necesidad de resistir en la universidad sin ningún diagnóstico del presente. Sin embargo, podemos partir de las críticas a dos de los rasgos de la universidad moderna que la han caracterizado: autonomía y emancipación. Trataremos de vislumbrar qué prácticas de resistencia puedan tener lugar aquí y ahora, reelaborando críticamente ambos principios a partir de las reflexiones de Jacques Rancière y Michel Foucault.
    Palabras clave:
  • Autonomía
  • Emancipación
  • Prácticas
  • Resistencia
In view of the uncertainty that surrounds us, there appears the need to resist in the university without any diagnosis of the present. For it, we can depart from the critiques to two of the features that have been characterized the modern university: autonomy and emancipation. We will to try to glimpse what practices of resistance could take place here and now, re-elaborating critically both principles using the reflections of Jacques Rancière and Michel Foucault.
    Keywords:
  • Autonomy
  • Emancipation
  • Practices
  • Resistance

1 El presente de hoy no es el futuro de ayer

Para los que habitamos la universidad, la sensación de habitar entre dos mundos, nos acompaña hace ya algunos años. Si bien podríamos decir que la universidad ha estado en constante transformación —dado que, reforma tras reforma, no hay gobierno que no haya querido imprimir su sello de identidad en ella—, en estos años, hemos sido plenamente conscientes de que la transformación que estábamos viviendo era de otro orden. Se trataba de una transformación profunda que modificaba la esencia misma de la universidad, el modo en que había sido pensada y vivida, su papel y función dentro de la sociedad.

Sin embargo, ante el vertiginoso cambio de escenario desatado por las recientes políticas de austeridad europeas, nos asalta la duda de que toda aquella elaboración crítica que habíamos tratado de pensar en relación a las últimas reformas educativas tenga cierto carácter de obsolescencia ¿Son esas transformaciones fruto de unas perspectivas de futuro que se han disuelto en el aire y, por tanto, llegan a paso cambiado? ¿O bien esas transformaciones se acomodan perfectamente a la realidad que viene? Bajo la primera hipótesis, podríamos argumentar que las expectativas de futuro que se vislumbraban cuando el Plan de Bolonia empezó a gestarse en 1995, junto a la Estrategia de Lisboa de 2001 que le daba soporte, se han, efectivamente, disuelto en el aire. Aquella Europa optimista, en pleno crecimiento económico, que se imaginaba a sí misma como una fuente de I+D+I del mundo global, se ha esfumado. Bajo la segunda hipótesis, las transformaciones de la universidad que estamos padeciendo pueden acomodarse sin ningún problema a la estrategia de privatización de la enseñanza para la que, de un modo u otro, la reforma de Bolonia abonaba el terreno. La diferencia es, quizás, la acelerada violencia del proceso a raíz de la crisis económica. Los recortes que estamos viviendo serían, simplemente, un modo de hacer agonizar la estructura pública de la universidad para que el capital privado venga a su rescate aprovechando sus estructuras a la vez que reestructurando su dinámica y su gestión. Bajo esta hipótesis, pese a que la función de la universidad en esa nueva realidad abierta está todavía por definir, lo único que puede asegurarse es que, en todo caso, pierde su carácter de bien público y universal que amparaba el Estado del Bienestar.

Poco más podemos predecir, sabemos que el Estado del Bienestar y la universidad pública, tal como la hemos conocido, están en el punto de mira, lo que no podemos predecir ya es qué función va a tener la universidad que viene. Para empezar, porque el escenario mismo está ahora abierto. En el corpus discursivo que daba sentido a la reforma educativa que iba desde el “Plan Bolonia” a la “Estrategia Universidad 2015” habíamos anticipado ya algunas de sus funciones: la universidad como productora de capital cognitivo a la vez que de subjetividades adaptadas al modelo del capitalismo de acumulación flexible (Harvey, 1989/1998). Sin embargo, parece que el complejo entramado económico y social que daba sustento a esos análisis —que se había iniciado con la globalización y organizaba unas prácticas de consumo basadas en el endeudamiento, unas relaciones de capital financiero dinámico y un modelo productivo expandido que, en el primer mundo, debía afianzarse en ese capital cognitivo— ha desaparecido del horizonte. Aquél 2015, ni estará, ni se le espera. Desde esta perspectiva, todo el corpus retórico que intentaba hacer de la universidad una fuente de producción de ese capital cognitivo que ha acompañado la reforma universitaria: eficiencia, eficacia, gobernanza, competencias, innovación, investigación, autonomía, etc. se instalaban en la universidad cuando la realidad que daba sentido y soporte a esas reformas empezaba ya a esfumarse. Quizás los tiempos de la burocracia política, más lentos que los de la dinámica económica, han provocado que ahora mismo, la paradójica situación en que nos encontramos, sea el choque de directrices que corresponden a realidades y tiempos antagónicos. La defensa de I+D+I de aquéllas políticas optimistas y en pleno crecimiento es insostenible con las políticas de recortes. Nos encontramos pues con retóricas que hibridan tiempos y políticas que corresponden a realidades heterogéneas e incompatibles. Adoptemos la hipótesis que adoptemos, sea la de que estamos en una realidad otra a la de aquellas reformas que es inconmensurable respecto a la realidad que le daba sentido, o bien la hipótesis de que aquellas reformas y estos recortes pueden hacerse compatibles bajo una lectura neoliberal de privatización de los servicios públicos, ninguna de las dos hipótesis es capaz de predecir la coyuntura global en que esas transformaciones van a tener lugar. Si algo parece claro ahora mismo es que la hegemonía occidental que organizaba toda la ingeniería social de la globalización está absolutamente en cuestión. La “salida de la crisis” no va a llevarnos a ningún estadio anterior, más bien parece que nos enfrentamos a una realidad impredecible. Una realidad en que, incluso adoptando los análisis más economicistas, el papel que jugarán las hasta ahora “sociedades avanzadas” en la reestructuración del modelo productivo que se reconfigure tras la salida de crisis no está nada claro.

1.1 Resistir en la incertidumbre

Esta perspectiva tiene entonces consecuencias inmediatas. Si algo empieza a hacérsenos evidente en estos tiempos de incertidumbre es que de nada nos sirve el modelo que hasta ahora ha guiado la acción crítica, a saber, tratar de elaborar un análisis de la situación para derivar de él las acciones necesarias. Los tiempos que abisman ese tiempo de la elaboración crítica en relación a unas prácticas de resistencia que la acompañen se han disuelto. Debemos aprender a resistir en la incertidumbre misma, a ciegas respecto a una realidad que nos sabemos anticipar ni predecir. Eso comporta que aquellas estrategias de resistencia que podamos elaborar no pueden ser ya pensadas como respuesta o reacción a los cambios que vayan a aparecer. Deben independizarse. Debemos abandonar el paradigma diagnóstico-acción. Eso comporta que debemos aprender a movernos en esa incertidumbre partiendo de las prácticas que ya tenemos, de aquellas pocas cosas que podemos nombrar como prácticas de resistencia. Prácticas de resistencia que siguen encarnando los mismos valores que siempre las han legitimado: maximizar los espacios de libertad frente a los de dominación, maximizar la emancipación del pensamiento frente a su sumisión, maximizar las relaciones de igualdad frente a las de subordinación. A lo único que podemos aspirar es a hacernos fuertes en esas prácticas y construir a partir de ellas un espacio de resistencia con independencia de la realidad que se nos imponga. Aprender a resistir en la incertidumbre debe ser no solamente reaccionar o accionar reacciones contra políticas concretas, sino, como veremos con Jacques Rancière y Michel Foucault, habitar un espacio de crítica y de disenso donde se construyan espacios de pensamiento y subjetivación emancipatorios y autónomos. La pregunta que nos hacemos es entonces: ¿pueden tejerse en el aula misma, en las relaciones entre maestros y alumnos, unas prácticas de resistencia? ¿podemos pensar nuestra labor docente e investigadora, nuestra labor como estudiantes desde esa perspectiva dentro de la universidad? ¿podemos accionar prácticas y relaciones transformadoras en nuestro aquí y ahora?

2 La universidad bajo los principios de emancipación y autonomía

Si tuviésemos que señalar los dos principios que han dado sentido y valor a las universidades modernas estos son, quizás, el de autonomía y el de emancipación. Ambos principios beben de los valores de la Ilustración que encontrarían su célebre formulación en la “salida de la minoría de edad del hombre” propugnada por Kant.

El debate modernidad-posmodernidad que tuvo lugar en la década de los ochenta, puede parecer hoy obsoleto. Lo es en cierto sentido, sin embargo, lo que estaba en juego en aquel debate era justamente poner en cuestión aquellos valores que habían configurado nuestras sociedades, sea para declarar, con Habermas, que el proyecto de la modernidad es un proyecto inacabado que no podemos abandonar, sea para declarar, con Lyotard, que la posmodernidad abre un espacio distinto que debemos pensar en su especificidad.1

Podemos, sin embargo, tomar posición en un espacio intermedio. Un espacio en que revisar críticamente algunos de esos presupuestos de la modernidad tratando de cuestionar hasta qué punto sus formulaciones han marcado nuestras prácticas políticas (tanto como nuestras prácticas universitarias) sin que ello signifique abandonar por completo ese proyecto o tomarlo tal cual fue formulado. Para ello nos serviremos de dos reflexiones que quizás nos ayuden a problematizar esos dos principios que organizaban y daban sentido a las universidades que conocemos y defendemos: el principio de emancipación y el principio de autonomía, problematizándolas, respectivamente, con los elementos que nos brindan Rancière y Foucault.

2.1 El principio de emancipación bajo la perspectiva de las prácticas de igualdad: Rancière

Como decíamos, uno de los rasgos esenciales atribuido a nuestras universidades modernas ha sido su función emancipatoria. En tanto que el conocimiento era pensado como un elemento potencialmente emancipador, el acceso universal a la universidad ha sido uno de los campos de batalla en nuestras sociedades. Sin embargo, como señalábamos, esa emancipación prometida, no tenía que ver simplemente con un orden de conocimiento. Se trataba de una emancipación política, por la que el hombre moderno saldría de su minoría de edad. Una emancipación que el hombre debía realizar por sí mismo y que comportaba, por tanto, una doble dimensión: una dimensión activa: el hombre debía emanciparse saliendo de un estado de pasividad, y una dimensión cognoscitiva: el hombre debía emanciparse saliendo de un estado de ignorancia.

Rancière ha hecho acopio de una crítica a esa doble condición de ignorancia y de pasividad que se postulaban como un punto de partida y que, justamente, la emancipación vendría a resolver. Rancière nos ha mostrado cómo la emancipación había sido configurada en la modernidad sobre esos dos ejes dicotómicos previos, elaborando cada uno de ellos en dos textos: en El Maestro ignorante aborda la cuestión de la ignorancia como opuesta al conocimiento y en El espectador emancipado aborda la cuestión de la pasividad como opuesta a la actividad. Veamos pues, resumidamente, sus análisis en cada uno de ellos:

En el Maestro ignorante (1987/2002), Rancière reflexiona sobre la relación pedagógica mostrando cómo la presuposición de una distancia entre maestro (el que sabe) y el alumno (el que ignora) condena esa relación a un juego de desigualdad en la que el alumno siempre queda atrapado. La relación pedagógica, lejos de acortar esa distancia entre lo que sabe el maestro y lo que el alumno ignora, no sólo crea, sino que reproduce ad infinitum la distancia de desigualdad. Se trata entonces, para Rancière de desplazar la relación pedagógica en otra dirección. No partir de una desigualdad de las inteligencias que la educación vendría a corregir sino, por el contrario, partir de la igualdad de las mismas que la praxis educativa vendría a emancipar. La relación pedagógica se comprende entonces como una relación entre voluntades, el alumno está plenamente capacitado para aprender por sí mismo sin necesidad de la explicación del maestro, lo que le proporciona el maestro es una situación de aprendizaje de la cual pueda salir por sí mismo ejerciendo esas capacidades.

Por otro, se sirve de la condición de espectadores, modernamente adquirida, para reflexionar sobre cómo ésta reproducía la paradoja de colocar al público en una condición de pasividad que luego se trataba de subvertir. En El espectador emancipado (2008/ 2010), Rancière piensa, aplicando la misma lógica que en el texto anterior, esa condición del espectador. En ella analiza cómo el espacio de representación teatral reproduce la misma relación que trata de anular. El espectador es pensado en el teatro como un sujeto pasivo que debe ser activado. Activado en tanto que pensamiento (desde la perspectiva de que mirar se opone a pensar) y activado en tanto que espectador (en tanto que mirar se opone a actuar). Para ello, Rancière refiere a dos estrategias utilizadas por el teatro con el fin de salvar esa diferencia: tratar de activar la distancia del espectador para que pueda reflexionar (el Teatro épico de Brecht) y tratar de activar sus fuerzas vitales haciendo que abandone su pasividad (el Teatro de la crueldad de Artaud). Una y otra, sin embargo, participan del mismo presupuesto que la relación pedagógica: tratar de suprimir una distancia que es creada por la misma relación. Si la relación pedagógica reproducía la distancia entre la ignorancia y el saber, la relación estética hacía lo mismo con distancia entre la pasividad y la actividad.

Esta doble condición es, para Rancière, más allá de la relación escénica y la relación pedagógica, un modelo de relación que atraviesa la modernidad y que marca, de modo determinante, las relaciones políticas. Así pues, la jerarquía entre los que saben y los que no, no puede desligarse de la jerarquía entre los que actúan y los que no. Esas relaciones jerárquicas se reproducen en múltiples espacios de la política moderna: entre las bases y los dirigentes de un partido, entre la ciudadanía y el gobierno o entre los “revolucionarios” y los “alienados”. En todas ellas se trata de vehicular esta doble condición de ignorante y pasivo, respecto a aquel que sabe y conoce. Esta diferencia, que reproduce las diferencias, es la que vehicula una disimetría entre unos y otros. Por lo tanto, aquello que está en juego en la relación pedagógica misma, no puede ser aislado, en sus prácticas, de lo político en sentido amplio. Más bien al contrario, las prácticas pedagógicas encarnan un modo de relación que atraviesa lo social de modos diversos y que, pese a no ser homogeneizable, puede ser pensado conjuntamente.

El modelo pedagógico moderno sobre el que se ha sustentado la universidad, tal como la conocemos, se instala pues en esa doble condición de espacio de representación y emancipación que vehiculan la universalidad del saber moderno. Atendiendo a las reflexiones que Rancière nos aporta sobre esta doble condición de la modernidad, podemos ver que el estatuto del alumno y la relación pedagógica no solo se han regido por la relación de saber/ignorancia sino también por la de actividad/pasividad. Es decir, para analizar la relación pedagógica tal y como se ha producido en los espacios de enseñanza y aprendizaje, no basta que atendamos tan sólo a la crítica de la desigualdad de las inteligencias, es necesario también que la analicemos desde la pasividad de los espectadores. En la relación pedagógica el alumno era, pues, el espectador ignorante.

El espacio universitario, ha reproducido esa doble condición de distintos modos. Para empezar el propio espacio del aula como un espacio de representación teatralizado en que uno habla y los otros escuchan en dos niveles escénicos distintos: el profesor, elevado en un escenario, el público, los estudiantes, escuchando en silencio. La crítica a este modelo, a la condición de pasividad del alumno en su propio proceso de aprendizaje había llevado a la instauración de unas prácticas pedagógicas que trataban de invertir esa relación. Del mismo modo que Rancière criticaba que había intentado invertirse en el espacio escénico, se invertía el espacio pedagógico: apelando a la participación. Cuando pedagógicamente intentamos activar a los alumnos, motivarles, tanto como cuando tratamos de activar su distancia crítica, caemos en el otro lado de la misma lógica. Cuando se intenta activar esa distancia para que el alumno deje de mirar pasivamente y pueda pensar, estamos reproduciendo la estrategia brechtiana, cuando se intenta tratar de motivar o activar unas inquietudes que supuestamente estarían dormidas, estamos siguiendo a Artaud.

En segundo lugar, el espacio de emancipación en la moderna universalidad del saber comportaba que también la presencia del docente debía ocupar una posición universal y abstracta. El profesor no estaba presente en ese espacio académico en tanto que sí mismo. Debía desaparecer en pos del saber universal, convirtiéndose en un mero vehículo, en un canal de transmisión de ese saber universal. Su cuerpo, su voz, eran meros instrumentos, meros canales a través de los cuales, se esperaba que el saber universal pudiera ser transmitido al alumno. Esto tenía como consecuencia el monopolio de la palabra del docente, el docente es el maestro explicador, como dice Rancière, y se trata de comprobar si ese saber universal ha sido o no transmitido y adquirido adecuadamente por el alumno. De nuevo, resolver esta cuestión tratando de hacer participar al alumno en su proceso de aprendizaje no era sino reproducir la misma lógica. En ésta, el alumno toma las directrices del mismo y, allí donde la universalidad del saber abstraía al maestro, ahora abstrae su ignorancia. El profesor vuelve a borrarse de esa interacción, si antes lo hacía en pos de la universalidad del conocimiento que se le había encomendado transmitir, ahora lo hará en pos de que sea el alumno el que construya un proceso de aprendizaje de ese saber. La relación jerárquica se horizontaliza aparentemente, pero la distancia se mantiene.

La crítica de Rancière alcanza toda su potencia bajo esta doble mirada. En consecuencia, podemos extraer de sus análisis, dos rasgos que han caracterizado las relaciones políticas y pedagógicas en la modernidad: En primer lugar, subsunción de esas relaciones bajo condiciones de universalidad: la relación maestro/ alumno bajo la universalidad del saber y la relación actor/espectador, bajo la universalidad de la representación. En segundo lugar, la abstracción de las subjetividades en juego bajo unas disimetrías fijadas que vehiculan una distancia jerárquica: quien sabe y actúa (el maestro, pero también el líder del partido, el gobernante, el revolucionario) vs. quien ignora y mira (el alumno, pero también las bases, los ciudadanos, los trabajadores “alienados”).

2.2 El principio de autonomía bajo la perspectiva de las relaciones de poder: Foucault

El segundo principio fundamental que ha marcado la esencia de las universidades modernas era, como decíamos, el de su autonomía. Una autonomía que trataba de preservar el saber y el conocimiento de la subordinación a cualquier otra esfera, religiosa, política o económica. Desde esa mirada, el saber debía ser autónomo a cualquier otra lógica y relación, las universidades debían garantizar que los avances de conocimiento se producían autónomamente en una relación de progreso del saber consigo mismo. Sin embargo, Foucault nos ha mostrado cómo las relaciones de saber, lejos de esa pretendida independencia del resto de esferas, están imbricadas en las relaciones de poder mismas, no sólo respecto a los efectos legitimadores que ciertos saberes puedan ejercer respecto a ciertos poderes cuando éstos los utilizan instrumentalmente sino, más bien, en la dinámica misma de la configuración de nuestras sociedades. Si, como él nos propone, dejamos de analizar el poder como algo que puede aislarse en las funciones y aparatos del Estado, podemos ver cuán compleja ha sido la relación entre los órdenes de saber y de poder en la constitución de nuestras sociedades modernas. Sus análisis del modelo disciplinar como un modelo transversal a distintas instituciones, imbricado, pero no subordinado, tanto a relaciones económicas como a políticas y jurídicas, nos alertaba de la interioridad misma que la lógica de normalización de los individuos ha tenido en la constitución de nuestras sociedades.

En el caso de la universidad, las prácticas de control y vigilancia sobre los procesos de aprendizaje y sus resultados, aplicando modelos de examen y evaluación de los contenidos, la distribución espacial y temporal de los sujetos en el propio espacio educativo, el modo de clasificarlos y ordenarlos en grupos por edades, todas esas prácticas se configuraron en el espacio moderno y no son ajenas a unas relaciones de poder que no sólo clasificaban a los sujetos y permitían el acceso a nuevos modos de conocimiento de los mismos, sino que producían y reproducían un determinado tipo de subjetividad.

Esos análisis disciplinarios foucaultianos han quedado, sin embargo, obsoletos. Nuestro espacio no es ya un espacio disciplinar, las subjetividades que se configuran no son ya unas subjetividades normalizadas. Si enumeramos estas características es, simplemente, porque nos sirven para problematizar esa dimensión de autonomía del saber que animaba nuestras universidades. Foucault nos enseñó a tratar de establecer, con todas las distancias que las separan, las prácticas de saber como vinculadas a las prácticas de poder.

Por lo tanto, se trata de pensar la relación pedagógica no tan sólo como una relación que nos lleva, tal como nos enseña Rancière, de la ignorancia al conocimiento. Es necesario atender también a cómo, en esa relación, se ponen en juego unas relaciones de poder. Ya con Rancière veíamos cómo se generaba una disimetría y una jerarquía de posiciones entre aquellos que ignoraban y miraban, frente a aquellos que sabían y actuaban. Foucault nos permitiría atender a otros aspectos de esas relaciones que, quizás desde el planteamiento de Rancière, quedan sin pensar: las relaciones pedagógicas mismas como prácticas de poder, la disimetría intrínseca a las mismas, que no se elimina mediante el postulado de la igualdad de las inteligencias, como también las prácticas subjetivas que se ponen en juego en esa relación. Si bien en otros textos Rancière nos da, como veremos, elementos para pensar esas relaciones de subjetivación en términos políticos, es necesario pensarlos también vinculadas a las relaciones de poder que se ejercen a través de ellas.

Así pues, si las relaciones de poder que configuraban esas subjetividades normalizadas habían sido analizadas en el marco de las instituciones disciplinarias. Lo que sería necesario pensar es, más bien, qué prácticas de poder podrían participar de unas relaciones emancipatorias.

Quizás esta perspectiva pueda sorprender a algunos lectores de Foucault. Parecería que, en sus análisis, las descripciones históricas de las relaciones de poder tenían siempre una función crítica. Sin embargo, el hecho de que para Foucault las relaciones humanas deban pensarse en esas mutuas relaciones de influencia, de conducción de conductas que analiza bajo el paradigma del poder (que posteriormente definirá como gubernamentalidad) implica que, justamente, lo que debemos pensar son esas formas y prácticas de gobierno que nos permitan generar otro tipo de relaciones. Se trata de pensar las relaciones de poder que se ejerzan en el seno de las prácticas de libertad y no sólo eso, sino que las acompañen y las fomenten:

Consideremos también algo que ha sido objeto de críticas a menudo justificadas: la institución pedagógica. No veo dónde se encuentra el mal en la práctica de alguien que, en un juego de verdad dado, y sabiendo más que otro, le dice lo que hay que hacer, le enseña, le transmite un saber y le comunica técnicas. El problema más bien consiste en saber cómo se evitará en dichas prácticas -en las que el poder no puede dejar de jugar y en el que no es malo en sí mismo- los efectos de dominación que harán que un chaval sea sometido a la autoridad arbitraria inútil de un maestro o que un estudiante se halle bajo la férula de un profesor autoritario, etc. Creo que es preciso plantear este problema en términos de reglas de derecho, de técnicas racionales de gobierno y de ethos, de práctica de sí y de libertad. (Foucault, 1984/1999 p. 413).

Para pensar estas relaciones, el “último Foucault”, nos ofrece herramientas útiles para plantearnos las prácticas pedagógicas. En el mismo texto que hemos citado anteriormente Foucault (1984/1999) matizaba sus propias elaboraciones anteriores sobre el tema señalando que:

Ahora tengo una visión mucho más clara de todo esto; me parece que hay que distinguir las relaciones de poder como juegos estratégicos entre libertades -juegos estratégicos que hacen, que unos intenten determinar la conducta de los otros, a los que estos responden, a su vez, intentando no dejarse determinar en su conducta o procurando determinar la conducta de aquéllos- y los estados de dominación, que son lo que habitualmente se llama el poder. Y entre ambos, entre los juegos de poder y los estados de dominación, se encuentran las tecnologías gubernamentales, concediendo a este término un sentido muy amplio –que incluye tanto la manera en que se gobierna a la propia mujer y a los hijos, como el modo en que se gobierna una institución–. El análisis de estas técnicas es necesario porque, con frecuencia, a través de este género de técnicas es como se establecen y se mantienen los estados de dominación, En mi análisis del poder hay tres niveles: las relaciones estratégicas, las técnicas de gobierno y los estados de dominación. (Foucault, 1984/1999, p. 413).

Así pues, de lo que se trata es de pensar en nuestro contexto las prácticas pedagógicas en tanto que relaciones estratégicas, esto es, aquellas que se realizan en un juego de libertades. En su texto de “El sujeto y el poder” (1982/ 2001) nos ofrecía una definición más clara de lo que podemos entender por esas relaciones de poder en el marco de los juegos estratégicos de libertades: el poder como acción sobre acciones.

A falta de análisis de cuáles serían las formas que adopten, en la universidad, las relaciones de poder como técnicas de gobierno, podemos aspirar a describir esas relaciones estratégicas como prácticas de resistencia en las que lo que se ponga en juego, como decíamos, sea maximizar esas relaciones de libertad, emancipación y autonomía.

2.3 Pensamiento, política y procesos de subjetivación: Rancière con Foucault

Para tratar de pensar cómo desde Foucault y Rancière podemos elaborar ciertos rasgos para unas prácticas de resistencia, es necesario poner en relación algunos de los conceptos más generales con que ellos piensan la relación misma entre pensamiento, subjetividad y sus efectos políticos.

En primer lugar, podemos poner en relación sus nociones de crítica (Foucault) y disenso (Rancière). Para ambos esos momentos apuntan a una desujeción de lo que Rancière denomina el régimen policial de lo sensible, y Foucault analiza como experiencia bajo determinada forma histórica. Para ambos, ese momento de ruptura y desplazamiento, es el que organiza las condiciones de posibilidad de una transformación posible.

Para Rancière ese espacio de apertura es pensado como disenso, lo que supone:

Reconfigurar el paisaje de lo perceptible y lo pensable es modificar el territorio de lo posible y la distribución de las capacidades e incapacidades. El disenso pone nuevamente en juego, al mismo tiempo, la evidencia de lo que es percibido, pensable y factible, y el reparto de aquellos que son capaces de percibir, pensar y modificar las coordenadas del mundo común. (Rancière, 2008/ 2010, p. 51).

Así pues, la apertura de ese espacio configura una posibilidad de transformación del mismo, en tanto que nuevas relaciones entre lo pensable, lo factible y lo percibible puedan ser generadas. Foucault (1990/1995) por otro lado, describe de este modo ese momento de desujeción que comporta la crítica:

El foco de la crítica es esencialmente el haz de relaciones que anuda, el uno a la otra, o el uno a los otros dos, el poder, la verdad y el sujeto. Y si la gubernamentalización es este movimiento por el cual se trataban en la realidad misma de una práctica social, de sujetar a los individuos a través de unos mecanismos de poder que invocan una verdad, pues bien, yo diría que la crítica es el movimiento por el cual el sujeto se atribuye el derecho de interrogar a la verdad acerca de sus efectos de poder y al poder acerca de sus discursos de verdad; pues bien, la crítica será el arte de la inservidumbre voluntaria, el de la indocilidad reflexiva. La crítica tendría esencialmente por función la desujeción en el juego de lo que se podría denominar, con una palabra, la política de la verdad. (Foucault, 1990/1995, p.8).

Parece problemático plantear, en términos de política de la verdad un espacio que, justamente, se define como una desujeción de esas relaciones, como una interrogación de las mismas. ¿Qué verdad puede enunciarse desde un espacio de interrogación? ¿Cómo puede haber una política de la verdad en un momento de ruptura respecto a las formas de saber y poder? O en términos de Rancière, en un espacio abierto de disenso ¿cómo se articula una palabra verdadera? ¿Desde dónde podrá enunciarse una verdad en un momento en que el sujeto ha abierto ese campo triádico en que habitaba para cuestionarlo?

Podemos encontrar una respuesta a estas cuestiones tratando de comprender cómo esa política de la verdad, encuentra en Foucault su formulación a través de sus ulteriores análisis de la parrhesía griega. Esa verdad, que será, como veremos, una verdad política en tanto que un modo de dirigirse al otro. Un modo en que la verdad que está en juego es, justamente, la de una subjetividad que se dirige al otro en tanto que sí mismo. Es una praxis de la verdad que trata de generar un efecto particular en el interlocutor.

Desde la perspectiva de que la palabra genera, en una praxis comunicativa, ciertos efectos, Foucault (2008/2009) distingue ese ejercicio parresiástico de otros que también pondrían en juego una relación de verdad. En un ejercicio demostrativo, los interlocutores utilizan ciertos argumentos con el fin de convencer, con el fin de llevar al otro a que se adhiera a la verdad que intentamos mostrar; en un ejercicio pedagógico, de lo que se trata es de explicar, enseñar a otro una verdad, bajo esa relación de ignorancia que nos mostraba Rancière; en un ejercicio retórico , el objetivo sería la persuasión del interlocutor y, por último, un ejercicio erístico, la verdad entraría en el juego mismo de la discusión, la confrontación y el debate, cribando entre vencedores y vencidos.

Todos ellos buscan generar distintos efectos en el interlocutor mediante distintos usos de la verdad. El juego parresiástico se distinguiría de todos ellos en que en éste el hablante se liga y se vincula a aquello que dice, a un decir verdadero, en que es su propia subjetividad la que se pone en juego ante el otro. El hablante asume un riesgo en ese decir, exponiéndose y, en ese vincularse a la propia palabra, el espacio que se abre en ese juego parresiástico es justamente una exposición que modifica y transforma esas relaciones de subjetividad.

Por lo tanto, esa política de la verdad que pone en juego esas relaciones de saber/poder/sujeto, es aquella que se dirige al otro desde una verdad buscando generar en él un efecto por el hecho mismo de proferirla. Se dirige al otro en tanto que ethos, en tanto que sí mismo y, el efecto potencialmente transformador que puede derivarse de ese gesto es, justamente, que esa verdad proferida a la que alguien se ata, esa verdad que se profiere en una exposición y riesgo ante el otro, genere en el otro una experiencia, una afección.

En segundo lugar, podemos poner en relación lo que ambos enuncian de forma triádica: para Rancière el reparto policial de lo sensible define el reparto entre “lo visible, lo pensable y lo factible”2; para Foucault, las formas de experiencia que se configurarían también en un espacio triádico, configurado por la triple relación entre poder, verdad y sujeto. Foucault (2009/ 2010) hablará de esos “tres polos irreductibles” y a la vez “ligados unos a otros” que en su último curso denomina como politheia (el gobierno), aletheia (el decir veraz) y ethos (la formación del sujeto).

Podemos poner en relación ambas tríadas en que lo pensable se correspondería a la configuración de un régimen de saber, lo factible a la dimensión de las prácticas de poder y lo visible a la dimensión estética (para Foucault, pero también para Rancière, vinculada estrechamente a la conformación de la subjetividad misma).

Así pues, tanto para Rancière como para Foucault, lo que está en juego en ese proceso de experiencia o de régimen de lo sensible, aquello que, a través del desplazamiento y la apertura de las relaciones que los configuran se experimentan como disenso y como crítica, es la configuración de un proceso subjetivo que se abre a esa transformación. En términos de Rancière (2008/ 2010, p. 52):

En eso consiste un proceso de subjetivación política: en la acción de capacidades no contadas que vienen a hendir la unidad de lo dado y la evidencia de lo visible para dibujar una nueva topografía de lo posible. La inteligencia colectiva de la emancipación no es la comprensión de un proceso global de sujeción Es la colectivización de las capacidades invertidas en esas escenas de disenso. Es puesta en marcha de la capacidad de cualquiera, del atributo de los hombres sin atributos.

En Foucault, también la transformación tendrá que ver con la reconfiguración y la posibilidad de generar nuevas relaciones en ese espacio triádico que él nombraba como relaciones poder/saber/sujeto. Ese espacio que los articula es, para Foucault, un espacio de experiencia pensada, como decíamos, bajo una forma de ser histórica. Para Foucault la transformación es posible, entonces, en el seno de la experiencia misma que nos constituye históricamente como sujetos. Ese juego de experiencia como transformación, se hace inteligible en el modo en que él mismo pensaba su trabajo filosófico como un trabajo en que, justamente, lo que se pone en juego es experiencia entendida como un proceso de “desubjetivación”, de “disociación”, en que se produce un “desgarramiento del sujeto” (Foucault, 1981/2003, p.13):

Más bien, lo que intento es experimentar por mí mismo -pasando a través de un determinado contexto histórico- experimentar lo que somos hoy, no sólo lo que fuimos, sino también lo que somos actualmente. E invito a otros a compartir esa experiencia. En otras palabras, una experiencia de nuestra modernidad que nos podría permitir emerger de ella transformados.

Por ello, las experiencias marcan no sólo el espacio histórico que nos conforma a través de una particular relación saber/poder/sujeto, también es a través de una experiencia que altere o modifique esas relaciones que nos sujetan como podremos experimentar esa transformación. Una experiencia “que nos cambia, que nos impide volver a ser como éramos antes, o tener el mismo tipo de relación que teníamos antes con las cosas y con los demás” (Foucault, 1981/2003, p.17). Es decir, ese espacio de alteración de esa experiencia articulada configura un espacio límite que modifica nuestras relaciones anteriores, no hay pues, una yuxtaposición de experiencias distintas que se acumulan. En tanto que las formas de experiencia históricas que nos constituyen son las que se quiebran, esas experiencias modifican la relación histórica misma.

De ahí que Foucault rechace también el término de “enseñanza” como algo vinculado a un “método” generalizable o “compuesto por instrucciones concretas”. Se trata para Foucault, por el contrario, de una “invitación” de “gestos hacia los demás, para aquellos que puedan querer, eventualmente, hacer lo mismo, o algo semejante, o, en cualquier caso, para aquellos que intenten deslizarse hacia este tipo de experiencia” (Foucault, 1981/2003, p.16). Por eso dirá Foucault que sus libros tratan de funcionar como una experiencia y no como una demostración:

Lo esencial no reside en una serie de verdades verificables; más bien, se encuentra en la experiencia que el libro nos permite tener. Y una experiencia no es ni verdadera ni falsa: es siempre una ficción, algo construido, que existe sólo después que se ha vivido, no antes; no es algo “real”, sino algo que ha sido realidad. Para resumirlo, entonces: la difícil relación con la verdad está completamente en juego en modo en que se encuentra a la verdad siendo usada dentro de una experiencia, no sujeta a ella, y que, dentro de ciertos límites, la destruye. (Foucault, 1981/2003, p.15).

No hay que entender ese estatuto de ficcionalidad en el sentido moderno de creación estética. Ficción no es algo que se opone a la realidad y que, por tanto, no está sujeto a ningún orden histórico ni de referencia. Bien al contrario, si a través de esa ficción se vehicula una verdad en esa experiencia es, justamente, porque “se inscribe en un acontecimiento que estaba ya en marcha; podríamos decir que la transformación del hombre contemporáneo está en relación con su sentido del yo” (Foucault, 1981/2003, p.17).

De nuevo, podemos poner en relación la noción de ficción para uno y otro. También para Rancière (2005, p. 75 ) en las ficciones se abre un juego de transformación posible, al entender las mismas como un: “desplazamiento de las relaciones entre las funciones significante, imaginativa y narrativa que conforman una « realidad ».” Crear ficciones es pues, generar una apertura en esas relaciones, generar un desplazamiento. Como vemos, es la misma estrategia con la que Foucault describe su tarea filosófica, en su caso, generando esos desplazamientos en el seno de la experiencia histórica que conforma nuestro presente.

3 Prácticas de resistencia

Decíamos al inicio de nuestra reflexión que, ante la imposibilidad de anticipar un diagnóstico sobre la realidad que debamos afrontar en el espacio universitario, esto es, ante la imposibilidad de definir, en términos de Rancière, cómo se va a articular el “reparto policial de lo sensible” o, en términos de Foucault, qué experiencia se conformará a partir de la articulación de esas relaciones saber/poder/sujeto, sólo podemos aspirar a resistir en la incertidumbre. Esa resistencia, decíamos, no puede sino basarse en tres elementos esenciales: maximizar los espacios de libertad, frente a los de dominación, maximizar la emancipación del pensamiento frente a su sumisión, maximizar las relaciones de igualdad frente a las de subordinación. Podemos pues, construir, estrategias de resistencia que, apuntando a estas prácticas, se derivan de los análisis que nos han brindado sendos pensadores.

3.1 El espacio de emancipación como un espacio de apertura del pensamiento

Como hemos visto, Rancière nos instaba a pensar la emancipación tratando de liberarla de la doble condición de pasividad e ignorancia de partida en que había quedado atrapada, mediante la cual, esas distancias no dejaban de reproducirse al intentar anularlas. Nos enseñaba que aprender, como mirar, comportan ya una dimensión de actividad: cuando se mira, como cuando se aprende, se compara aquello ya visto o ya aprendido, se relaciona, se distingue, se establecen conexiones. Se trata de generar un contexto en que esa mirada y ese aprendizaje puedan ponerse en actividad.

Eso implica, comprender de otro modo la relación explicativa. Lo que el docente aporta al espacio son elementos, pensamientos, reflexiones, que el alumno relacionará con aquellos que ya tiene, con aquellos que mueven sus inquietudes. El espacio del aula es pues, más que un espacio de explicación un espacio en que se convocan elementos con los que dar (que) pensar (Garcés, 2010). Eso no implica que no haya, en ese convocar, momentos explicativos en que, para relacionar el propio pensar con el pensar de otros, los propios saberes con otros, éstos deban ser expuestos. Simplemente, señala Rancière (1987/2002), éste no es el fin de la relación educativa, el alumno sería perfectamente capaz de adquirirlos si se le señala cómo. En todo caso, de lo que se trata es de convocar, de mostrar, de problematizar aspectos a partir de ciertos elementos de modo en que éstos aparezcan como abiertos. Se trata de dar espacio a aquello que, de todos modos, sucede ante toda explicación o representación: que el alumno está, activamente, poniéndolos en relación.

Así pues, se trata de abrir el espacio del aula a esas relaciones y reflexiones, que ese espacio pueda concebirse como el conjunto de relaciones que puedan ponerse en común. El aula es, pues, un espacio de encuentro a muchos niveles. Es un espacio de encuentro entre las inquietudes que cada uno de los alumnos pone en movimiento. Inquietudes que se tejen y se entrecruzan en conversaciones, debates, pero también que interpelan de un modo u otro al docente. La relación no se teje tan solo entre dos extremos encarnados por los alumnos a un lado y el docente al otro. No se trata pues de pensar estos términos en relación de verticalidad versus horizontalidad. El aula no es un espacio monadológico de individuos que se relacionan de modo unilateral con el docente, es un espacio de relaciones múltiples que pueden articularse entre sí.

Eso implica también una relación de apertura con el propio conocimiento. El saber no es algo que el docente detenta y que el alumno ignora, como nos decía Rancière, el saber es ya una pregunta en construcción, una invitación, como pensaba Foucault su trabajo. Se trata de plantear un problema, una pregunta, invitar a una reflexión para la cual lo importante no es la verdad demostrativa que se vehicule en la misma, sino el proceso de pensamiento que la acompaña. Salir de la relación explicativa que producía y reproducía esa diferencia que trataba de anular implicaba que la posibilidad de emancipación se producía de otro modo, en el momento en que una dificultad, un problema, ponía nuestras inteligencias en funcionamiento mediante el ejercicio de nuestras voluntades. Eso comporta, como decíamos, abandonar una praxis explicativa. No reproducir continuidades, sino establecer conexiones y relaciones distintas, efectos de choque, con el fin de generar un azar, un “acontecimiento”. Pensar a partir de problemas es establecer conexiones y relaciones impropias que muestren el propio espacio de vacío en que el pensar acontece, nunca es un espacio lleno, sino que viene a sorprendernos cuando aparece. El alumno acompaña pues esa reflexión, siendo partícipe de la misma, pudiendo pensarla a partir de los elementos que se le ofrecen desde aquellos que ya conoce (y que el docente desconoce). Se trata de que esos saberes que se convocan en el aula puedan articular procesos individuales tanto como procesos conjuntos de pensamiento.

3.2 El espacio de autonomía como un espacio de apertura de la subjetividad

Como decíamos anteriormente, la igualdad de las inteligencias puesta en marcha por Rancière no implicaba borrar las relaciones de poder que se establecen en la relación maestro-alumno, pero, como nos mostraba Foucault, estas relaciones de poder inherentes deben ser pensadas desde esas prácticas de libertad. Así pues, ¿qué prácticas de resistencia podemos acometer en esas relaciones? Si la relación de poder, tal como la definía Foucault, es una acción sobre acciones, debemos pensar qué tipo de acción se ejerce a ambos lados de la relación pedagógica, sobre qué acciones acciona el docente. Ello implica pensar que el alumno es ya, en esa relación, un ser activo. El alumno, como nos enseñaba Rancière, compara lo que sabe con lo que sabía, establece relaciones y diferencias, ni su posición de espectador ni su posición de ignorante son tales. Cuando rompe su silencio en clase es, muchas veces, para verificar que esas relaciones que está estableciendo pueden ser establecidas. Tras una aparente pregunta de contenido, la mayoría de las veces se esconde una reflexión. Hay que poner en suspenso siempre que el alumno pregunta porque no comprende, puede ser que, por supuesto, algo no haya sido comprendido, pero la mayoría de las veces se trata de que ha establecido una relación que quiere poner de manifiesto. Una puesta en relación de las propias inquietudes y reflexiones con aquellos elementos que se han dado a pensar. Se trata, pues, no sólo de hacer presentes esas reflexiones y darles espacio, sino de presuponerlas, hacer con ellas, articularlas en la relación misma.

Desde el espacio de emancipación que describía Rancière, el maestro explicador debía transmitir a sus alumnos un saber. Esta transmisión de un saber universal comportaba, a parte de la producción de esa distancia que Rancière analizaba, otra consecuencia. El docente debía borrarse a sí mismo en tanto alguien que ya piensa desde un lugar, que habla desde una posición. Esa abstracción hacia lo universal en que el saber mismo se presenta como ahistórico, vehiculando una verdad, también ahistórica, generaba, sin embargo un efecto paradójico.

El alumno confía en el profesor, confía en su palabra, hasta el punto de que esa falsa posición de universalidad moderna comportaba que el alumno descubriese, con sorpresa, que el profesor había faltado a su confianza. Al presentarse como transmisor de una verdad universal, el alumno confiaba en que, aquello que aprendía era, justamente, esa condición de verdad. Sin embargo, el alumno, como señala Rancière, es activo, compara, juzga, interpreta, y, en este proceso, se da cuenta por sí mismo que el profesor hablaba desde una posición no explicitada.

No pensamos en abstracto, pensamos desde una posición, que puede enmarcarse en una corriente o autor dentro de una disciplina, tanto como el marco del propio docente en tanto que investigador. La falta de transparencia que comporta esa relación de pretendida universalidad conlleva que el alumno, con frecuencia, sienta que se ha traicionado esa relación de confianza.

El profesor habita ya el mundo en una posición concreta. Sostiene una palabra. Sin embargo, no se expone desde esa palabra. Sostener una posición, sin embargo, exponerse a través de la palabra, implica dirigirse al otro desde aquella práctica parresiástica que describía Foucault. Aquello que se pone en juego no es mostrar la verdad de la propia posición, ni convencer, ni demostrar. Aquello que se pone en juego es la posición misma ante el otro. Hablar sosteniendo una palabra es ponerse en juego a través de ella, dirigirse al otro desde esa posición justamente en tanto que sí mismo, en tanto que alguien que está construyendo o sosteniendo también una posición propia. Desde esa relación, la palabra pone en juego esas subjetividades, las abre y las pone en una relación de afección y transformación mutuas.

Sostener una palabra implica, también, vehicular una pasión. A esa acción sobre acciones que vehicula las relaciones de poder, vendría a sumarse, en esa relación parresiástica en que se habla desde un sí mismo apelando a otro también en tanto que sí mismo, una afección sobre afecciones. Algo del orden de los afectos, de las pasiones se juega también en nuestra relación de aprendizaje, desde el momento en que se sostiene una palabra ante el otro en que nos exponemos y nos ponemos en juego. Una palabra que afecta es una palabra apasionada. Apasionada por el saber que convoca, apasionada por las preguntas que plantea, apasionada por abrir preguntas más que por dar respuestas, apasionada por escuchar preguntas y respuestas de otros. El buen profesor, a diferencia del maestro explicador, no es el que ahorra lecturas, sino el que las convierte en imprescindibles. No es el que resuelve preguntas, sino el que las genera.

Las pasiones no funcionan por distancia, sino por contagio, el maestro apasionado contagia su pasión, y la pasión no es algo que se posee o no se posee, sino siempre se está en una pasión. Pero eso sólo se pondrá en juego si el maestro se pone en juego en tanto que sí mismo, sin saber qué pasiones está afectando. No se trataba, como veíamos, de activar una distancia crítica (Brecht) ni de animar una actividad (Artaud); no se trata de motivar al alumno partiendo de su pasividad para pensar o actuar. El pensamiento se nutre de una relación de afecciones que el maestro desconoce. Frecuentemente, lo que sucede, no es tanto que el alumno esté desmotivado sino, más bien, que la pasión del alumno no encuentra con qué contagiarse.

4 Cuando nos quedamos solos...

Cuando a nuestro alrededor los murmullos en los pasillos sólo hablan, según la década, de exámenes, evaluaciones o créditos, de competencias, eficacia o eficiencia, de evaluaciones o revistas de impacto.... y nos preguntamos, inquietos, si entre tantas palabras tristes, no quedará una brizna de inquietud, alguna brizna de vida. Cuando nos preguntamos si alguien, acaso alguna vez, habrá tenido un sólo pensamiento en la universidad que valiese la pena. Cuando buscamos a nuestro alrededor alguna mirada cómplice, perpleja, desconcertada, para plantearnos con ella otras inquietudes, otros problemas. Para preguntarle si sabe cómo hacer que suceda, cómo hacer que el pensamiento acontezca entre estas cuatro paredes, si le preocupa no saber convocarlo, si le preocupa no ser capaz de que su palabra haga nada, que no contagie, que no inquiete, que no aliente, que no genere experiencia alguna. Sólo en el momento en que acallan los murmullos y aparece el silencio, nos encontramos con otros que se sienten igual de perdidos, igual de inquietos. Otros con quienes compartir que la universidad es todavía un campo de batalla por el que pelear, un lugar donde intentar pensar, sea solos o con otros, un lugar donde acaso alguna vez, la experiencia del pensamiento, se hace posible.

... cuando nos quedamos solos.

Cuando se cierran las puertas del aula y luchamos porque algo suceda, para que se encuentren las inquietudes, cuando batallamos para que algo como un pensamiento acontezca sin ninguna garantía de que vaya a suceder. Cuando, tras la puerta, las relaciones que establecemos nos pertenecen, cuando luchamos porque pueda darse una palabra, un encuentro, de un modo distinto. Cuando luchamos para que otra forma de estar y habitar la universidad no muera. Cuando nos dirigimos al otro sabiendo lo que está en juego en ese encuentro, cuando las formas de relacionarnos son no sólo el mundo que habitamos, sino la construcción de ese espacio de mundo que queremos habitar. Porque las prácticas de resistencia, el pensamiento, frente a la captura del conocimiento, la inquietud frente a la condena a la pasividad, la emancipación frente a la presuposición de ignorancia, siempre han estado ahí. Resistieron a la universidad que hubo y resistirán a la universidad que vendrá, atravesándola, haciendo que respire en pequeños huecos y pequeños espacios, en pequeñas prácticas y modos de tomar la palabra. También en este espacio resistirán esas pequeñas prácticas, esos pequeños encuentros. Esa pequeña construcción de mundos cuyas prácticas, lógicas y modos no sólo configuran una resistencia respecto al mundo que habitamos sino que articulan un disenso activo, una crítica como modo de estar en el mundo, que hacen del pensamiento un combate, que hacen que los sujetos se relacionen y ejerzan esas prácticas de libertad. Esas formas que se tejen en un espacio otro, que configuran relaciones otras y que convierten el mundo que habitábamos en inhabitable.

5 Referencias

Garcés, Marina. (2010). Dar que pensar. El combate del pensamiento. Revista Espai en Blanc, 7-8, 67-79.

Casullo, Nicolás (Comp.) (2004). El debate modernidad - posmodernidad. Buenos Aires: Retórica.

Foucault, Michel. (1990/1995). ¿Qué es la crítica? Daimon, Revista de Filosofía, 11, 3-25.

Foucault, Michel (1984/1999). La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad. En Estética, Ética y Hermenéutica. Obras Esenciales: Vol. III (pp. 393- 416). Barcelona: Paidós

Foucault, Michel (1982/ 2001). El sujeto y el poder. En Brian Wallis (Ed.), Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación (pp. 421- 436). Madrid: Akal.

Foucault, Michel (1981/2003). Cómo nace un libro experiencia. En El yo minimalista y otras conversaciones (pp. 9-18) Buenos Aires: La Marca.

Foucault, Michel (2008/2009). El Gobierno de sí y de los otros. Curso en el Collège de France (1982-1983). Buenos Aires: FCE.

Foucault, Michel (2009/ 2010). El coraje de la verdad. El Gobierno de sí y de los otros II. Curso en el Collège de France (1983-1984). Buenos Aires: FCE.

Harvey, David (1989/1998). La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural. Buenos Aires: Amorrortu.

Rancière, Jacques (1995/1996). El desacuerdo. Política y Filosofía. Buenos Aires: Nueva Visión.

Rancière, Jacques (1987/2002). El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Barcelona: Laertes.

Rancière, Jacques (2005). Sobre políticas estéticas. Barcelona: UAB.

Rancière, Jacques (2008/ 2010). El espectador emancipado. Pontevedra: Ellago.