En nuestro presente dos lógicas, diferentes y diferenciantes, sobre lo que la universidad debe ser andan confrontadas. La primera entiende la universidad como una “comunidad esencial”, determinada por criterios propios de carácter científico-intelectual, dedicada en cuerpo y alma al conocimiento per se, defensora de la investigación básica y sin compromisos. Defiende, también, el derecho a pensar sin condicionamientos, a la experimentación y el debate público sin cortapisas previas ni resultados necesarios. La segunda, contrariamente, la presenta como tránsito y desembocadura hacia una particular configuración socioeconómica de un mercado laboral que hace tiempo traspasó las fronteras nacionales. Mundo del trabajo sostenido y propiciado hasta hace no demasiado tiempo por la política general de los Estados —y su extensión en profesiones trabajando a su servicio y al de los ciudadanos—, y que en nuestros días es gobernado por una rampante lógica económica-empresarial. Siendo honesto, por no decir realista, la primera lógica definitoria de la universidad parece hoy en día poco creíble o sostenible; la segunda, sin embargo, es a todas luces injusta. Pero contrariamente a lo que pudiera parecer, la tensión entre ambas lógicas no es del todo nueva. Tanto ella como las crisis que provoca están inscritas en la historia de la universidad misma.
Muchos han sido, y aún son, los que han vinculado el alma o razón de ser de la universidad a una suerte de universalidad del estudio y la investigación que debía garantizar una excelsa formación en todo tipo de asuntos. La histórica asimilación entre universidad y universalidad incubó cierta concepción inmaterial e intemporal de la misma, aunque nada parece indicar que en tiempo o lugar alguno se haya dado tal pureza, candidez o libertad de espíritu universitario. Es poco probable que la universidad haya vivido de sí y para sí, constituida a modo de causa eficiente de sí misma, habitando una suerte de burbuja que la protegería de un exterior amenazante de su idealidad. Por lo mismo, dejar en suspenso las esencias de la palabra universitaria y recurrir a las contingencias mostradas por los estudios históricos nos ayuda a ver que los centros universitarios —antes que la universidad en singular— han mantenido relaciones de interdependencia con los territorios, colectividades o sociedades en los que desarrollaban su labor. Relaciones basadas en demandas, intereses, intercambios o afectos que, en mayor o menor medida, amenazaban constantemente la quietud de su alma, la intimidad del estudio y el pensamiento. En definitiva: el “poder espiritual” de la universidad no ha cesado de relacionarse con, y depender de, poderes terrenales, demasiado terrenales. Bajo este prisma, y de maneras diversas, la esencia de la universidad ha estado, está y estará en crisis. Y como sabemos que hay crisis (que parten de lo que hay para producir un cambio dentro de una lógica dada, una reforma) y crisis (que precisan y provocan una ruptura con lo anterior, una revolución paradigmática, un nuevo lenguaje y una nueva materialidad), la pregunta que cabría hacerse es: ¿en qué clase de crisis se halla inmersa la universidad de nuestro tiempo?
Abordando cuestiones similares, Pierre Macherey (2011) ha dedicado su último libro a pensar la palabra universitaria: la palabra dicha en la universidad, por la universidad y sobre la universidad. Releyendo ciertos textos filosóficos, científicos o literarios sobre lo que la universidad era, es o debería ser, el autor intenta captar el alma, o la naturaleza y función (en términos durkheimianos), de la universidad. Su lectura confirma que, a lo largo de sus más de ocho siglos de existencia, la universidad ha sido y es antes una “cosa social” —una realidad social compleja constituida y constituyéndose al albur de las contingencias de los tiempos— que una idea o esencia susceptible de ser definida de una vez por todas. Como toda cosa, fenómeno o institución social —en definitiva, como todo lo que es— la universidad ha sufrido modificaciones, inestabilidades, transformaciones, crisis. Pero no es menos cierto que la cosa universitaria, tanto como la universidad como cosa, viene siendo historizada e identificada desde hace mucho tiempo. De ello podría deducirse que, a pesar de las crisis y transformaciones, hay una cierta persistencia de eso que llamamos universidad; cierta insistencia en ser que merita ser pensada y puesta a la luz.
Y es que lo que hoy entendemos por universidad, y lo que practicamos en su nombre, se ha ido construyendo sobre el suelo de dos tradiciones o imaginarios que, en buena medida, se han vuelto antitéticos. Macherey (2011, p. 10) recuerda contra la opinión generalizada que la universidad no fue en sus principios una organización intelectual ordenada alrededor de una representación unificada del saber. Hipótesis confirmada por el hecho de que la palabra universitas fue en sus inicios tomada del vocabulario jurídico con el que se denominaba a una asociación (societas, consortium) o conjunto de personas que trabajan juntas. La primera forma de la universidad, reconocible hacia el siglo XIII, fue constituida por corporaciones o asociaciones de maestros trabajando juntos por un interés común; agrupación que expresaba antes una solidaridad entre maestros que una solidaridad entre conocimientos o enseñanzas (Durkheim, 1938/1992). Así, antes de definirse desde un plano ideal como encarnación de saberes solidarios fundados sobre principios teóricos que trascienden la realidad factual y sus divisiones contingentes, la universidad es una colectividad, una realidad social conformada en momentos y condiciones históricas determinadas. Es en virtud de un ejercicio metafórico que la representación del concepto de universidad se ha acabado asociando al concepto abstracto de universalidad; concepto que se ha trasplantado sobre su figura inicial a título de "suplemento de alma" del que no había tenido necesidad para existir al principio (Macherey, 2011, p. 11).
Al tiempo, la asociación de maestros y estudiantes progresó hacia la asociación de estudios generales que organizaron sus materias en torno a dos grandes categorías ampliamente conocidas. Una tenía carácter propedéutico y general, y correspondía al dominio del trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quadrivium (aritmética, música, astronomía geometría). La otra un carácter superior, correspondiendo a funciones sociales determinadas (teología, derecho, medicina, etc.). La universidad moderna rechazará tal jerarquización proponiendo un cambio de principio ordenador más cercano, si se quiere, al de hoy en día. Del principio de trascendencia externa que sostenía una separación jerarquizada de saberes se pasa a un principio de unidad orgánica del saber que lo organiza de acuerdo a criterios de necesidad interna. El nuevo concepto de universidad sobrepasa entonces la corporación dividida entre órdenes desiguales para constituirse alrededor de una comunidad de conocimientos que negocian entre sí sus propias relaciones, bajo bases puramente intelectuales —vigilados de cerca, eso sí, por la filosofía y la teología—. Tal novedad, a juicio de Macherey, no supuso la radical y completa substitución de un modelo por otro. Lo que aconteció es que el segundo modelo se superpuso al primero permitiéndole subsistir de algún modo en sus cimientos. De modo que la ordenación del conocimiento en aras a criterios exclusivamente internos no perdió nunca de vista la formación de investigadores, funcionarios y servidores públicos. El propio Humboldt defendía una suerte de desdoblamiento de la universidad: desde el punto de vista interno, se trataba de ligar la ciencia objetiva con la formación subjetiva; desde el punto de vista externo, había que asegurar el pasaje de la enseñanza escolar al estudio personal. En otras palabras, la universidad sentaba las bases para que pudieran darse procesos de estudio constituyentes de modos de subjetivación ciudadana y profesional. Más tarde volveré sobre esta idea.
Concluyendo, cualquier análisis contingente demuestra que la comunidad o institución universitaria se ha venido sosteniendo sobre ideas y compromisos de servicio público y/o de continuidad entre el sistema de formación y el sistema de producción/reproducción social. Allí donde la jerarquizada universidad medieval ayudó decididamente al progreso cultural y socioeconómico de las ciudades y la humanidad, la universidad moderna (en sus versiones humboltianas, napoleónicas, soviética, etc.) puso la formación de investigadores y profesionales altamente cualificados al servicio de los intereses ideológicos y fácticos del Estado. Todo ello viene a demostrar, en última instancia, que “el alma de la universidad” no puede ser ni una ni para siempre porque es el alma de una cosa social inscrita en un mundo siempre cambiante. La universidad camina siempre en compañía; y algunas compañías, como sabemos, resultan peligrosas.
Los lenguajes y pretensiones puestos en escena a través del Plan Bolonia —continuados y profundizados por una pléyade de informes, directrices y normativas— se han visto acompañados desde sus inicios por una decidida crítica a la deriva mercantilista y neoliberal de la institución de educación superior. No osaré contravenir las certezas de un lugar común ampliamente transitado y argumentado que, además, comparto. Pero tampoco, aunque me costará resistir la tentación, me empeñaré en repetirlas. Quisiera no obstante, y a modo de aclaración, dejar constancia de una referencia conceptual que baliza la propuesta que desarrollaré en las páginas que siguen. Se trata del concepto de neoliberalismo y de sus extensiones en lo que denominaré lógica neoliberal.
Neoliberalismo ha sido utilizado desde los años treinta para nombrar a un conjunto disperso de ideas políticas y económicas por lo que, como propone Serge Audier (2012), sería más oportuno hablar de neoliberalismos, en plural. Siguiendo a este autor, aunque también a Christian Laval y Pierre Dardot (2009), asociaré el término neoliberal no sólo a una lógica económica, sino a una racionalidad subterránea, difusa y global que se abate sobre el conjunto de individuos, dispositivos e instituciones del planeta. La lógica neoliberal no pretende solamente limitar la acción reguladora del Estado para facilitar la libertad desreguladora del mercado. Su ensayo tiene un mayor calado porque lo que se ensaya en nuestros días es la (re)construcción de toda la sociedad desde la lógica empresarial; lógica que alcanza tanto a la gestión de las cosas como a los modos de subjetivación y gobierno de los sujetos. Sujetos contemporáneos que se ven forzados, en palabras de, a convertirse en "empresarios de sí mismos".
Así, el manido término neoliberal nombra diferentes lógicas de objetivación y subjetivación que operan bajo la premisa de convertir todo —las palabras y símbolos, las cosas y cuerpos, los conocimientos y placeres, la educación, los servicios públicos y, en última instancia, al Estado mismo— en instrumentos de/para el desarrollo de intereses privados. Normatividad que impone, sin solución de continuidad, situaciones de competencia que trascienden los límites de la empresa para adentrarse en la vida de individuos (el sujeto como emprendedor o, en palabras de Michel Foucault (2007, p. 264) como “empresario de sí mismo”), colectivos (desempleados compitiendo por su empleabilidad) e instituciones públicas (universidades, hospitales, etc., compitiendo por los recursos) que hasta ahora parecían a salvo de su influencia. Sintetizando: no nos encontramos sólo ante una práctica de completa desregulación sino ante una forma de constructivismo —querido por y vigilado desde las administraciones y los poderes públicos— generador de condiciones de competencia a lo largo y ancho de la sociedad. Lógica, insisto, donde absolutamente todo quiere funcionar de acuerdo al modelo de la empresa horadando la “romántica y añeja” idea de una educación como cuestión de bien público. Vemos también, en el funcionamiento universitario, el cambio de un modelo que reconoce los derechos y bienes comunes por otro de sujetos emprendedores compitiendo en una sociedad de beneficios privados. Quienes se empeñen hoy en buscar el alma de la universidad deberán visitar la casa de un Mefistófeles llamado Mercado (Giroux, 2006).
Tampoco faltan razones a quienes se han movilizado y siguen movilizando por la exigencia de una educación superior pública sostenida sobre dos principios o aspiraciones de corte profundamente democrático (pero no neoliberales): principio de igualdad de acceso, y principio de socialización de los bienes inmateriales comunes (tales como el conocimiento científico, artístico y la cultura en general). Huelga decir que esta forma de entender la utilidad social de la universidad es solidaria de un modelo de sociedad democrática sostenida sobre un Estado de Derecho. Del otro lado, las tecno-merca-lógicas proponen el viraje hacia concepciones comercializables de la investigación y la formación que acarrean, entre otras cuestiones, una renuncia explícita a la “romántica” autonomía científica y docente practicada en las universidades. Lo problemático de tal exigencia resulta del hecho de que instancias ajenas al control democrático, y por tanto ajenas a principios como justicia social y/o bien común, están decidiendo qué ha de ser investigado y qué no, bajo la determinación del exclusivo principio de rentabilidad. En la base del Espacio Europeo de Educación Superior se ha instaurado un principio de desplazamiento de la autonomía universitaria. Para Villa Pacheco (2005, p. 278) el mismo comporta una pérdida efectiva de soberanía por parte de la ciudadanía. Y ello porque mientras la función de la autonomía universitaria era preservar un espacio para la investigación guiado por la razón para hacer representable la complejidad del entramado de relaciones que conforman el mundo moderno, la nueva heteronomía universitaria se encamina a garantizar la rentabilidad de las empresas privadas de algunos particulares. El principio de rentabilidad podría llevar a no considerar como investigaciones relevantes todas aquellas cuyos resultados fuesen sospechosos de repercutir negativamente en la rentabilidad de las empresas financiadoras, aunque la ciudadanía estuviese muy interesada en sus resultados.
Habrá quien estime un exceso reclamar la completa autonomía universitaria, pero tampoco parece deseable una heteronomía que le obliga a vender su alma al mefistofélico mercado. Continuando con el símil vale la pena seguir preguntándose si, del mismo modo que Fausto supo escapar mediante una inteligente treta a la condenación última de Mefistófeles, ¿no residirá la naturaleza política y ética de una institución social dedicada a la reflexión, la búsqueda y transmisión del saber en preguntarse en qué medida, a título de qué y en qué condiciones debe participar del sistema del que, innegablemente, forma parte? ¿No será el alma de la universidad ese mismo preguntar por sus condiciones de posibilidad, de permanencia y de resistencia, en el devenir del mundo? Michel Foucault nos enseñó que nunca estamos en un afuera de las relaciones de poder; las resistencias, si las hay, operan al interior mismo de las relaciones.
Todo y que no hay universidad, pensamiento o formación sin condición, sin condicionantes o límites, tampoco puede haber universidad, como singularización de una institución o idea centrada en el conocimiento, si todo se convierte en lo mismo. Así, sabiendo lo que hay pero huyendo de retóricas que nos empujan a uno u otro lugar del ring, prefiero seguir pensando la posibilidad de construir un lugar como investigador y docente en la universidad. La construcción de un lugar ya supone una forma de resistencia y de creación que comienza por una sencilla, aunque no exenta de radicalidad si la tomamos en serio, pregunta: ¿qué voy a hacer a la universidad?
Con el fin de iluminar tal problemática echaré mano de los conocimientos y convicciones resultantes de ciertos estudios colectivos alrededor de la construcción de las profesiones, sus extensiones en la investigación y formación universitaria, en los que he tenido la oportunidad de colaborar. Contaré, a modo de contrapunto y suplemento, con las valiosas enseñanzas de un par de filósofos. En primer lugar Jacques Derrida, para quien saber que la universidad sin condición no ha existido ni existe no resta un ápice de deseabilidad a la idea de que “en principio y de acuerdo con su vocación declarada, en virtud de su esencia profesada, ésta debería seguir siendo un último lugar de resistencia crítica —y más que crítica— frente a todos los poderes de apropiación dogmáticos e injustos” (Derrida, 2002, p. 12). En segundo lugar, tomaré prestada de Alain Badiou (2005) la noción de situación filosófica. ¿Qué es una situación filosófica? Sintetizando, es el ejercicio por el que se intenta poner en relación a dos términos que a priori no están relacionados. Es, ante todo, un intento de relación o de encuentro entre términos y/o situaciones extraños entre sí, paradójicos, inconmensurables y, en caso extremo, antinómicos. La situación filosófica se interesa por relaciones que en el fondo no son relaciones y nos empuja a pensar la elección, la distancia entre poder y verdad y el acontecimiento en ese territorio de realidades heterogéneas. La situación filosófica constituye el lazo que anuda las tres situaciones —elección, distancia y excepción— en el intento de pensar y vivir de acuerdo a cierto sentido. Resumiendo, para Badiou mediante el ejercicio filosófico intentamos aceptar la excepción, permanecer a distancia del poder y permanecer fieles a nuestras elecciones.
Las tres referencias citadas constituyen un marco desde el que defenderé las lógicas de la profesión, el profesar y la profesionalización como modos aún deseables para que un profesor habite y haga habitable la universidad. La apriorística inconmensurabilidad de las situaciones universitarias que he presentado merece el intento de elaboración de síntesis que generen otros modos de estar en la universidad, en el aula y, por extensión, en la sociedad. Síntesis inventivas de condiciones de posibilidad para pequeños y nuevos acontecimientos universitarios, para promesas que aún no tienen nombre.
La idea de profesión implica que, más allá del saber, del saber-hacer y de la competencia, un compromiso testimonial, una libertad, una responsabilidad juramentada, una fe jurada obliga al sujeto a rendir cuentas ante una instancia que está por definir.
Derrida, 2002, p. 48.
Cualquiera que se decida a ensayar una breve fenomenología de los objetos y prácticas cotidianas que pueblan nuestras instituciones de educación superior detectará, sin demasiado esfuerzo, la lógica mercantil que habita la universidad. Repararía, de inmediato, en la omnipresencia —desde la publicidad de las web hasta los siempre sobrecargados tablones de anuncios de los pasillos— de signos y evidencias que la asemejan a un mercadillo en que se oferta todo tipo de cursos y formaciones. Formación generalmente a-disciplinar y apenas sostenida —al modo en que nos solicitan las mercancías de los escaparates— por el esplendor y las promesas de la publicidad. El ejercicio revelaría la apuesta de los centros universitarios, tal vez por pura supervivencia, por abrazar la lógica del centro comercial: lógica de exhibición de mercancías —objeto de deseo del consumidor— que reciben el nombre de credenciales y títulos académicos. Y aunque de manera un tanto romántica aún me resisto a admitir que las formaciones y los títulos universitarios se hayan equiparado a la lógica del gusto del consumidor, a la pura y dura compra-venta, hace tiempo que algunas voces lo denuncian explícitamente. Tal es el caso de Corinne Abensour (2007, p. 317) quien al referirse a la ley que valida las adquisiciones de la experiencia profesional, votada en Francia en 2002, ha mostrado su desacuerdo con que el reconocimiento de las competencias profesionales y personales exima a los interesados de inscribirse en un proceso de reenganche formativo. Tras un largo y costoso proceso burocrático las universidades aceptan una lógica de certificación que desacredita su misión formadora en pos de la compra-venta de títulos. Lógicas, promovidas también en nuestra geografía, que producen y sancionan otras perversiones de la formación universitaria; por ejemplo, que no resulte extraño encontrar titulados universitarios que ni conozcan ni hayan leído a los principales teóricos de su profesión de referencia.
Tampoco dejan lugar a dudas los veredictos de Pierre Jourde (2007) o Jordi Llovet (2011): la universidad se ha convertido en un teatro en el que los universitarios “juegan en serio” a adjudicar o conceder títulos o diplomas. Los poderes políticos fingen creer que los títulos tienen un valor, los periodistas especializados fingen tomar la comedia por la realidad. La cantidad pletórica de (inverosímiles) tesis defendidas no se corresponderá jamás con la propuesta de puestos de trabajo adecuados. Es este un sistema que fabrica, industrialmente, ilusión y frustración al mismo tiempo. Pareciera, además, que lo único que la verdadera exigencia para con sus agentes sea que sigan haciendo girar silenciosamente la máquina de la ilusión, la cadena de producción de unos títulos que cada vez valen menos pero, en una suerte de regla inversamente proporcional, cada día se pagan más caros.
El (des)precio de la educación superior, de sus títulos, la invasión de la formación dinámica, personalizada, basada en opiniones y expectativas, adecuada a las diferentes posibilidades, sin necesidad de conocimientos previos, a realizar con el menor esfuerzo posible, etc., hasta hace no mucho propia de las academias privadas de formación, encuentra sus correlatos en nuevos tipos de profesor y en nuevos tipos de prácticas docentes. Se trata de agentes y procedimientos que homogeneizan artificialmente las prácticas universitarias, dispersan hasta el infinito los contenidos, volatilizándolos y vaciándolos de su substancia, reduciéndolos bajo el pretexto de una mejor adaptación a las necesidades a briznas de saber, a créditos de formación, que siguen el dictum de las modas. La universidad se viste de empresa que fabrica “conocimientos de marca”, conocimientos con sello de calidad administrativa apetecibles para los clientes (empresas y estudiantes) que quizás no le llevan más que a producir imitaciones o falsificaciones fetichistas de lo producido por otras empresas más competentes en estos menesteres (Macherey, 2011, p. 21).
El “nuevo alcance” de la formación universitaria produce y conforma un nuevo tipo de estudiantes que, a su vez, precisa y demanda un nuevo tipo de profesor. Al profesor que ostenta un saber obtenido por investigación y que se autoriza a transmitirlo parece haberle alcanzado la fecha de caducidad. El signo de los tiempos empuja a trabajar en una suerte de desierto cultural tomado por la doble exigencia de la aplicabilidad inmediata de los contenidos y de una actitud cercana, comprensiva y altamente emotiva. Invitados didácticamente a un trabajo con y entre saberes fragmentados, pre-confeccionados, semi-calcados del cosmos del trabajo salariado (las famosas competencias), derivamos progresivamente hacia la figura del profesor práctico, del profesor tutor, del guía, del amigo comprensivo y disponible. Asistimos, en palabras de Macherey (2011, p. 30), a la agonía del estrado, del saber transmitido desde la tarima, y de su sustento último: la autoridad epistemológica del docente. El profesor se convierte en consejero, en tutor, en benevolente hermano grande resignado a un laisser-faire para mejor orientar al alumno. Las posibles faltas de conocimiento científico o pedagógico serán fácilmente substituidas por un imbricado dispositivo técnico-didáctico de fórmulas prêt-à-porter para realizar temarios, programas, guías didácticas, explicaciones en el aula, modos de evaluación, etc. La formación, como formulación teórica y ética, se convierte/pervierte en formulario.
En relación de continuidad, las estancias prácticas en empresas e instituciones pueden jugar un papel indeseable. Las bonanzas y valoraciones de una formación práctica-aplicada en empresas o instituciones, que complementaría los supuestos teóricos generales abordados, o no, en las aulas universitarias, puede arrojar a los estudiantes —si como es habitual no hay profesorado, medios ni modalidades suficientes de seguimiento— al empobrecedor dictum de "la realidad". Lógica imperante en lugares donde se trabaja bajo la urgencia de los encargos y necesidades, sin demasiado tiempo para pensar, analizar, criticar ni sugerir. Prisas que limitan o borran el discernimiento del estudiante frente a dogmas o prácticas empresariales/institucionales merecedoras de análisis o crítica más pausados. Si a su preocupación por la inserción laboral sumamos la carencia de una mochila de los hábitos analíticos y críticos de los que la universidad debería dotarle, al estudiante en prácticas no le queda otra opción que adherir tales lógicas. No es inusual, especialmente en las profesiones sociales y educativas, que las prácticas acaben generando en el estudiante la sensación de que el conocimiento científico, el análisis y la crítica son despreciables e innecesarios frente a la eficacia real de las "recetas caseras" en el abordaje de las tareas.
Aunque pueda resultar paradójico, las prácticas externas pueden estar jugando en contra de la tarea profesionalizadora encomendada a la universidad. Ello, si más no, porque cuando la lógica de funcionamiento empresarial/institucional destituye la reflexión profesionalizada y profesionalizante se acaban naturalizando —objetiva y subjetivamente— prácticas ideológica o éticamente cuestionables: cambios, regulaciones, ajustes, normativizaciones, exclusiones, etc. Lo que preocupa no es tanto que la empresa o institución imponga sus criterios, sino que ni profesores ni estudiantes estén en condiciones de adoptar posturas objetivas y analíticas. La responsabilidad de transmitir las herramientas intelectuales es, obviamente, de los profesores; la responsabilidad de tener el coraje para aplicarlas, es otro cantar. Y en estas cuitas no es inhabitual encontrar profesores y estudiantes que prefieren evitar el conflicto con lógicas que no comparten antes que padecer los efectos de la disconformidad. Comodidad o pragmatismo que desacreditan la potencia de nuestras herramientas teóricas y posiciones éticas colocándonos en posición de fragilidad al servicio de modos de socialización profesional altamente deterministas —cuando no directamente insertos en la desprofesionalización o la proletarización profesional (Guillén, 1990)— en los que está vetado cuestionarse cómo las creencias y comportamientos al interior del desempeño profesional se han construido y/o cómo podrían promoverse cambios deseables.
No son estas formas a las que pretendo dar forma en/con el trabajo universitario. Por lo mismo, quisiera señalar ciertas virtualidades que pueden seguir enriqueciendo la tarea de la universidad contemporánea sin llegar a tener que renunciar a su alma. Virtualidad de una idea y un deseo que llevan mucho tiempo ahí pero que han sido poco profundizados, incluso irreflexivamente criticados, denostados, despreciados por uno y otro bando. Me refiero a la idea de profesionalización y a la pertinencia de una formación profesionalizadora; ideales y objetivos universitarios recurrentes pero generalmente descuidados. Más acá o más allá de lo viciado del encargo que hoy se hace a las universidades, encuentro que potenciar tales lógicas da razones suficientes para seguir defendiendo su papel de servicio público (en un sentido amplio del término). Para dar cuenta de la propuesta cabrá, en la senda de la distinción aristotélica retomada por Hanna Arendt, distinguir de forma clara y concisa entre formación profesionalizadora y formación profesional; y más hondamente, si cabe, entre profesionalización y empleabilidad.
Junto a otros colegas he tenido distintas oportunidades de estudiar las luces y sombras de los procesos de profesionalización de las profesiones sociales y educativas, así como de defender la pertinencia de una formación universitaria profesionalizadora (Sáez y García Molina, 2003; 2004; 2006; Campillo y García Molina, 2009; García Molina y Sáez, 2011). Y es mi intención seguir defendiéndola siempre que se distinga entre empleo, oficio y profesión, del mismo modo que es preciso distinguir entre profesionalización y empleabilidad. La actual fenomenológica del trabajo (más propensa a impulsar la lógica del empleo que la de las profesiones de servicio público) dificulta la conceptualización precisa de términos que utilizamos de manera indiscriminada en el lenguaje corriente. Pero lo que pueda ser permitido y conveniente en las conversaciones de calle no tiene por qué ser moneda de cambio en las facultades de humanidades o ciencias sociales. En los próximos párrafos me adentraré, de manera necesariamente compendiada, en la distinción de estos conceptos y las lógicas que representan.
La definición de profesión, como la de cualquier otro objeto de estudio de las ciencias sociales, concita acuerdos y discordias. Más allá de las dificultades, la relevancia de las profesiones se hizo sentir con fuerza en las sociedades y universidades occidentales del siglo XX, especialmente a partir de la Segunda Guerra Mundial, y en paralelo al auge de los Estados de Derecho y de Bienestar. La sociedad que se intenta construir a partir de la segunda mitad del siglo XX, de la que somos directos herederos, tiene mucho que ver con la consolidación de las profesiones resultantes de los procesos de profesionalización de una serie de grupos ocupacionales lanzados a la búsqueda de reconocimiento y legitimidad político-social (Perkin, 1989). De esta manera, las profesiones se construyen en un doble proceso de profesionalización. Por un lado, ocupaciones y oficios no manuales pretenden transformarse en profesiones en tanto estas ostentan cierta legitimidad y notoriedad social. Por otro, las profesiones intentan promover su propio ideal profesional en el contexto sociopolítico en el que se desarrollan. En aras a tal promoción, los procesos de profesionalización han enfatizado el papel de la formación superior como estrategia clave que permite a los profesionales obtener visibilidad, legitimidad y prestigio social a cambio de los servicios que prestan al conjunto de los ciudadanos. La formación universitaria ha colaborado decididamente en la creación de las culturas o ideologías profesionales, transmitiendo series de valores, creencias, actitudes, metas y modos de organizarse a modo de socialización primaria de los futuros profesionales.
Con el fin de no alargar innecesariamente la cuestión conceptual, propongo retener la definición de profesión promovida por Jurgen Kocka y Werner Conze (citados en Torstendahl y Burrage, 1990, p. 205) quienes mediante el término profesión hacen referencia preferentemente:
A una ocupación no manual, ejercida a tiempo completo, cuya práctica presupone, necesariamente formación especializada, sistemática y abstracta... El acceso a ella depende de la superación de ciertos exámenes que dan derecho a títulos y diplomas, que de ese modo sancionan y autorizan su papel en la división laboral. Las profesiones tienden a demandar un monopolio de servicios y la libertad frente al control de actores como el Estado o el de no expertos y profanos... Basadas en competencias y en una ética asociada a su acción profesional y en la importancia de su trabajo para la sociedad y para el bien público, las profesiones reclaman tanto recompensas materiales como un mayor prestigio social.
Por su parte, Hannes Siegrist (1990) estableció una síntesis entre un gran número de estudios académicos y científicos demostrando que, en lo relativo a los procesos de profesionalización, se dan cita fenómenos vinculados a la interacción de actores sociales y políticos como: la universidad (encargada de la investigación, así como la formación y acreditación de profesionales), el Estado y las administraciones (que regula la división del trabajo, las políticas públicas, los derechos sociales), y los propios profesionales (a la búsqueda de cierto monopolio de las ocupaciones, de la generación de una conciencia colectiva y asociativa, etc.). De este modo, los procesos de profesionalización y persistencia de las profesiones generan un particular universo en el que la generación y transmisión del conocimiento universitario y el desarrollo del Estado de Derecho y Bienestar se hallan estrechamente vinculados.
Diferentemente, la lógica de la empleabilidad imperante en los albores del siglo XXI tiende a minimizar el anclaje de los futuros trabajadores en topologías vocacionales, afinidades electivas y potencias comunes o comunitarias. Potencia y construye otro tipo de humanidad, de trabajador, de subjetividad: individuos atomizados y flexibles de los que se requiere una ilimitada capacidad de adaptación a las alternativas necesidades de la producción y el comercio. La empleabilidad demanda una suerte de formación laboral en competencias específicas que serviría, si aún nos es permitido parafrasear al Marx de El Capital, para que los individuos accedan a la venta de sí mismos en/para cualquier empleo. Venta y descrédito de sí mismo en un mercado laboral flexibilizado, temporal y precario que aspira a la total disponibilidad del empleado para adaptarse, reconvertirse, reinventarse en el trabajo y en la vida. La lógica de la empleabilidad no forma sólo un tipo de trabajador/empleado, ensaya a la vez la constitución de un de sujeto/ciudadano obligado a flexibilizarse y reinventarse al ritmo y compás que marcan los mercados (Sennett, 1998/2005).
La distinción hace innecesario insistir sobre las evidentes diferencias entre las potencialidades de una formación profesionalizadora y los efectos perseguidos por los dispositivos de formación acordes a las leyes de la empleabilidad. Ambas hablan lenguajes distintos, se atienen a normas distintas y aterrizan en los escenarios del desempeño profesional de formas diferenciadas y diferenciantes. En el corazón de una lógica de formación profesionalizadora que atiende al profesionalismo subsisten y persisten elementos —ya señalados en los estudios de Max Weber (1922/1993)— sostenidos en lo vocacional de las profesiones, en un desempeño profesional inspirado por una “misión” política, pedagógica, intelectual, moral, etc., que une a los profesionales en una suerte de trascendencia (que en el fondo no es más que la propia idea de profesión) que sobrepasa, aunque no ignore, sus intereses inmediatos e inmanentes. Es cierto que en las profesiones se detectan formas de egoísmo que pudieran asociarse a lógicas cercanas a la pascaliana teoría del amor propio y, más aún, a la doctrina del interés que Tocqueville analizó en la democracia americana. Así, el egoísmo de las profesiones —su interés y beneficio en forma de prestigio, consideración, dinero, etc.— está necesariamente vinculado al beneficio de la comunidad o sociedad a la que sirven. El desarrollo de los primeros depende en gran medida del desarrollo de éstas, y viceversa.
En último lugar, los estudios sobre profesionalización de los grupos profesionales muestran que dichos procesos concitan a la profundización en ideas, valores y prácticas apenas presentes en empleos u oficios. La constitución de grupos profesionales, su esfuerzo por alcanzar un mejor estatus, concita a los profesionales a organizarse (en asociaciones o colegios profesionales), a tomar cierta ideología o cultura unitaria de la profesión, y a persistir en su unidad frente a otras profesiones u ocupaciones. Mediante el recurso a la asociación los profesionales enfrentan conjuntamente los problemas y colaboran en la consecución de los fines buscados por su profesión en la sociedad donde desempeñan su labor (Burrage, Jarausch y Siegrist, 1990). La ideología o cultura profesional remite a construcciones mediante las que las profesiones van configurando y construyendo su particular cuadro de valores, su cosmovisión acerca de qué hacer, para qué hacer y cómo hacerlo, en aras tanto a su vocación de servicio al público como a su propia persistencia en el tiempo. Por lo mismo, la construcción y desarrollo de las profesiones siguen constituyendo un reto y un aliento para nuestras universidades. El acompañamiento de los estudiantes en su socialización profesional y en el desarrollo de su profesionalismo, así como el estudio e investigación colaborativa con asociaciones y colegios profesionales, invitan a la universidad a seguir ocupando un papel de relevancia social. Papel que pone a los profesores universitarios en el centro de la cuestión. Somos nosotros quienes podemos desarrollar investigaciones básicas y aplicadas propicias al territorio profesional enriqueciendo una formación profesionalizadora necesariamente analítica, crítica y cooperativa en el abordaje de los fundamentos políticos, éticos y técnicos de la profesión.
Los profesionales de la universidad estamos autorizados a seguir haciendo profesión de conocimiento. El problema radica en que el conocimiento sirva antes a intereses propios y particulares que a la formación de profesionales y ciudadanos que, en buena medida, pueden sostener y profundizar en su desempeño profesional tanto el “sector público” como las esferas de la sociedad civil. ¿Qué intentamos transmitir en nuestras clases? ¿Somos capaces de articular en nuestras investigaciones y docencia las lógicas disciplinares y las lógicas profesionales? (Sáez y García Molina, 2006) ¿Somos capaces de articular las lógicas profesionales con las necesidades y aspiraciones de las comunidades o sociedades en/para las que trabajamos? ¿Qué formación para qué profesional? (García Molina y Sáez, 2011). Esta continúa siendo una pregunta esencial para cualquier profesor que se decida a conectar la lógica disciplinar de sus saberes de referencia con una lógica profesionalizadora en el abordaje de los problemas contingentes (reitero, en sus dimensiones sociales, políticas, económicas, éticas y técnicas) a los que los profesionales se enfrentan.
Tales retos reclaman de los profesores saber de, y profesar, los procesos de profesionalización. Ellos comienzan, en gran medida, en la universidad. Una formación profesionalizadora implica defender que lo profesional no puede ser comprendido y ejercido al albur exclusivo de criterios económicos, porque los profesionales se insertan en colectivos y grupos estatutarios con cosmovisiones y valores de la sociedad a la que sirven. Quizás por ello la misión universitaria respecto a las profesiones (insisto, siempre en peligro de cargarse de burocracias, estatismos, corporativismos, pero también de enriquecerse con ideologías y valores al servicio de lo público) sea uno de los caballos de batalla de la lógica neoliberal. A todas luces, la existencia de profesiones fuertes al servicio de lo público obstaculiza la completa transformación capitalista de las instituciones de educación superior; si más no porque, como es sabido, el neoliberalismo capitalista puede responder a una lógica, pero adolece de una ética o una moral.
En resumen, el riesgo de enfatizar una educación superior orientada ora al puro conocimiento ora al simple empleo constituye un olvido de la misión fundamental encargada a la universidad: posibilitar una comunidad de individuos que desarrollen el pensamiento y la crítica dentro y fuera de su desempeño profesional. Toda buena formación en las profesiones liberales y de servicio público ha intentado trasmitir y propiciar dos ideas básicas: el examen crítico de uno mismo en tanto profesional, y el compromiso con un saber al servicio de la mejora de las distintas facetas de la vida de las personas y las sociedades. Una formación profesionalizadora es una formación enriquecida y complejizada porque contempla necesariamente la reflexión, el análisis y la crítica de las dimensiones sociales, políticas, éticas y técnicas del desempeño profesional; y por extensión de la vida social en general.
Notre héritage n'est précédé d'aucun testament.
Char, 1948, p. 62.
Espero haber sabido mostrar que apostar por una universidad pública (en el sentido más amplio posible de esta palabra) lleva a poner en suspenso el debate entre una universidad sin condiciones, de “puro saber”, y una universidad neoliberal al exclusivo servicio de la empleabilidad. Sigue siendo deseable una universidad en la que sus agentes se comprometan con la formación de profesionales al servicio de los ciudadanos. En este punto los docentes estamos en condiciones de profesar una formación que trascienda y enriquezca la pura lógica disciplinar tanto como la de competencias “inmediatamente útiles y aplicables”. Profesar la profesión de profesor trasciende la proclamación de enunciados constatativos y de discursos de puro saber porque si bien “el discurso de profesión siempre es, de un modo u otro, libre profesión de fe; desborda el puro saber tecno-científico con el compromiso de la responsabilidad. Profesar es comprometerse declarándose, brindándose como, prometiendo ser esto o aquello” (Derrida, 2002, p. 33). El profesor promete —se compromete a— poner su saber disciplinar al servicio de la formación de un profesional que aspira a ejercer su vocación poniendo en juego saberes, posiciones políticas, éticas y competencias. En consecuencia no es lo mismo el conocimiento que el saber de la profesión. Puede que el conocimiento o las teorías que transmitimos sigan siendo de orden teórico o constatativo, pero nuestra profesión, cualquier profesión, es eminentemente performativa. "Profesar o ser profesor, en esta tradición que precisamente está en proceso de mutación, es sin duda producir y enseñar un saber al tiempo que se profesa, es decir, que se promete adquirir una responsabilidad que no se agota en el acto de saber o de enseñar." (Derrida, 2002, p. 38).
¿Qué profesión (de fe) profesa el profesor universitario? No he pretendido emitir un veredicto sobre tal cuestión. Más bien me entretendré, para finalizar, en mostrar dos opciones que, sin ser iguales, pueden jugar a favor de las potencias que hemos venido señalando. Por un lado encontramos la propuesta de Badiou, invitándonos a pensar la elección, la distancia entre el poder y la verdad, y el acontecimiento. El filósofo aconseja que “si quiere que su vida tenga sentido, es necesario que acepte el acontecimiento, que permanezca a distancia del poder y que sea firme en su decisión” (Badiou, 2005, p. 16). De modo que el profesor que aspire a ejercer su profesión desde el dictum del filósofo debe elegir entre unos y otros, separando verdad y poder para ponerse, obviamente, del lado de la primera. Elegir entre, por un lado, una investigación y formación universitarias reivindicadoras de la oportunidad y valía de cualquier conocimiento (sostenidas con fondos públicos) y, por otro, una formación en competencias tan aplicadas que se confunde con la formación profesional propia de niveles más bajos del sistema educativo. Elegir, también, entre la demanda insaciable de los poderes (encarnados en la lógica de los mercados) y el tiempo pausado, casi intemporal, de la búsqueda de la verdad que conforma el alma de la universidad. Elegir entre la completa libertad de cátedra y programa y el sometimiento a la perversa formalización de guías docentes electrónicas en las que seleccionamos ítems prediseñados en listados de competencias, metodologías docentes y modalidades de evaluación. El filósofo, por norma general, elige la verdad y se mantiene a distancia del poder, y de sus exigencias. Profesar la profesión de profesor desde la lógica del filósofo aportará, ciertamente, un sentido a nuestra vida y nuestra acción como profesores. No es poca cosa en los tiempos que corren. En cualquier caso, uno de los riesgos que pueden derivarse de tal posición fuerte es que nos acabemos separando en exceso tanto del encargo recibido de parte de la institución universitaria, como de las expectativas profesionalizadoras de los estudiantes que a ella acuden.
A modo de alternativa a la posición fuerte del filósofo puede tomarse la posición estratégica del agente doble (García Molina, 2011). Quizás el término esté demasiado preñado de visiones negativas, quizás no sea siquiera el concepto más adecuado para establecer una teoría a su alrededor. Si parafraseando a Hegel, puede pensarse la teoría como el esfuerzo tenso del concepto asumido por cada cual como algo propio, del mismo modo que Badiou conceptualiza la situación filosófica, echo mano del concepto metafórico del profesor-agente doble para adentrarme en la situación pedagógica y profesional de quien no ignora que trabaja para lógicas ocasionalmente inconmensurables. Cualquier profesor, recordémoslo, ocupa el lugar de un mediador, un médium, entre lógicas, saberes y prácticas a priori distanciadas. Su encargo es, en primer lugar, intentar que los estudiantes y los saberes se encuentren, pero también que esos saberes trasciendan las paredes de la universidad y tengan efectos en lo social amplio. El profesor universitario se ubica entre el compromiso con un encargo social hecho a la universidad y el futuro desempeño profesional exigido al estudiante. Entre esas dos lógicas habita su profesión de fe o, en otras palabras, la formación que imparte intentando conectar/contentar a las dos partes. Por lo mismo, el agente doble se resiste por vocación pedagógica a elegir demasiado pronto entre una y otra. No es con intención de engañar a ambas partes prometiéndose alternativamente a cada una, sino para detenerse a pensar —emulando quizás las aspiraciones del filósofo— posibles síntesis formativas siempre situacionales. La situación pedagógica que habita y hace habitable el profesor mediante articulaciones, transformaciones, resistencias, no obvia ni rechaza los fragmentos y destituciones que la nueva lógica imperante conlleva (Lewkowicz, 2004). Tampoco se identifica ni santifica las destituciones y fragmentos de saber reconocibles en los tipos de encargos-criterios formativos; la destitución subjetiva del nuevo estudiantado o, si se prefiere, la subjetividad mass-mediática, posmoderna, formada en la opinión que llega al aula y a la que resulta difícil habitar las todavía condiciones y lógicas modernas de la institución universitaria (García Molina y Páez, 2009). La situación pedagógico-formativa invita a complejizar y enriquecer los procesos formativos profesionalizadores y subjetivantes al servicio de posibles comunes. Entonces, el agente doble desarrolla una particular forma de formar, de dar forma a su propia performatividad, profesando un trabajo al servicio de estudiantes deviniendo profesionales. Quizás, por extensión, también dé forma a visiones de lo social, lo profesional y lo subjetivo, más dignas y llenas de “promesas que aún no tienen nombre” (Nietzsche, 1886/2005, p. 268).
No es descabellado pensar que el agente doble sostiene una posición más ética que política. La pregunta del agente doble es una pregunta sobre sí mismo, sobre su posición y su forma de estar en la universidad. Y es que en calidad de profesor, formador, educador pero también de agente institucional, no se anima demasiado pronto a ejercer su práctica investigadora y docente de espaldas al mundo en el que vive (ni de la universidad en la que trabaja), aunque tampoco pueda identificarse simplonamente con las tristes lógicas que hoy los rigen. Ser agente doble conlleva hacerse cargo de los encargos, pero asumiendo la responsabilidad ética profesional de traducirlos a otros lenguajes y prácticas que no se limiten a reproducir lo dado. Constituirse como agente doble implica trabajar, multiplicado y dividido, para habitar y hacer más habitables nuestras universidades y aulas; implica aceptar el riesgo de deambular por espacios determinados para convertirlos (temporalmente) en lugares insospechados en los que pueda (re)producirse y dislocarse lo esperado y lo esperable. Ser agente doble implica, en última instancia, pensar y actuar agazapado a la vista de todos, con los pies en el suelo pero al borde del acantilado.
Los movimientos que en los últimos años agitan la educación superior (desde el Plan Bolonia hasta los actuales recortes en educación e investigación) dejan entrever que la actual universidad vende su alma a un Mefistófeles llamado Mercado. No cabe lamentarse porque la universidad venda sus productos de investigación y formación a la utilidad social, promesa inscrita en su naturaleza y función, sino de que venda su alma de cosa social a un interés que no es del orden de lo común. Mefistófeles otorga un nuevo poder a la universidad, aunque el fetichismo de sus mercancías, el falso brillo de algunos de sus objetos, puede narcotizarla y hacerla dormir para acabar soñando un sueño que no es suyo.
En su trabajo sobre Nietzsche, Gilles Deleuze (1962/1994) sostenía que una filosofía que no entristece o contraría a nadie no es filosofía. Quizás una universidad, una investigación y una formación que no fuercen o contraríen a nadie tampoco sean dignas de tal nombre. El genealogista se dio cuenta de que la enseñanza de la filosofía de su tiempo intentaba privar a los estudiantes del martillo para auscultar su tiempo, su cultura y valores. Del mismo modo, un modelo wiki y pachtwork de universidad, fácil y cómodo, niega en sus prácticas investigadoras y formativas la comprensión de las múltiples versiones del mundo y de las profesiones. Tales saberes y aprendizajes precisan recorrer un largo camino de estudio y preparación (de formación en un sentido amplio) que, por los motivos aducidos, hoy parece en vías de extinción. El estudio y el saber han sido desplazados, minusvalorados, tanto por los que mandan como por los que obedecen. Nietzsche no pudo soportar servir a una universidad completamente plegada a las exigencias del Estado de turno; ¿cómo soportar sin ruborizarnos la actual servidumbre formativa e investigadora para con la ley de la empleabilidad técnica requerida por los mercados? Quizás jugando a ser profesores-filósofos, tal vez profesando la lógica de los agentes dobles.
A pesar de lo dicho y profesado, a mi juicio, una afirmación de Macherey (2011) sigue teniendo plena vigencia: tras ocho siglos de existencia la forma universitaria, la cosa universitaria, lo que ella sea y lo que en ella hacemos, si es que tal cosa aún merece la pena, está en gran medida por inventar.
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