Maestro, preséntese usted a un sillón de la Academia.
Max Estrella- No lo digas en burla, idiota. ¡Me sobran méritos! Pero esa prensa miserable me boicotea. Odian mi rebeldía y odian mi talento. Para medrar hay que ser agradador de todos los Segismundos. ¡El Buey Apis me despide como a un criado! ¡La Academia me ignora! ¡Y soy el primer poeta de España! ¡El primero! ¡El primero! ¡Y ayuno! ¡Y no me humillo pidiendo limosnas! ¡Y no me parte un rayo! ¡Yo soy el verdadero inmortal, y no esos cabrones del cotarro académico! ¡Muera Maura!
Ramón María del Valle Inclán, Luces de Bohemia (1961, p. 40).
Entre la Academia y el mercado de la formación la institución universitaria se encuentra en los últimos decenios en un agudo proceso de transformación, tanto en Europa dado el avance en el proceso de reforma comúnmente conocido como Proceso Bolonia, como en otras partes del mundo, especialmente en América Latina y Africa, donde los sectores neoliberales presionan para que la escasa financiación se centre en la formación primaria y secundaria, dejando al margen la Universidad.
Estos procesos están encontrando fuertes resistencias en los movimientos estudiantiles y en las asociaciones de profesores e investigadores, que diagnostican con claridad los objetivos de las reformas y los peligros que comportan pero no siempre aciertan al presentar alternativas creíbles, más allá de la exigencia de una moratoria que permita analizar en profundidad los citados cambios y sus consecuencias.
En España al inicio de la segunda década del siglo nos encontramos con que el proceso de homologación europea todavía no ha concluido. Atrás quedan los años de movilización más aguda cuando el proceso todavía estaba en fase de implementación. En pleno cambio carecemos de informaciones fiables sobre sus efectos tanto en la formación de los estudiantes cuanto en la transformación de los curricula y de la figura del profesor. Sin embargo vemos dibujarse ya algunas tendencias: atrás queda la Universidad moderna definida por su arraigo nacional y la autonomía de su status, por delante la imbricación de la Universidad en las estructuras del capitalismo contemporáneo. Esa posición intermedia llena de tensiones es el centro de reflexión de este trabajo.
Entre algunas de las voces críticas de los profesores e investigadores en las recientes movilizaciones se atisbaba un sentimiento de pérdida de los valores de la Academia. En algunos casos esta reivindicación era explícita; en otras más velada. Pero parecería que habían quedado en el olvido aquellas críticas de finales de los sesenta cuando se puso de manifiesto el carácter elitista y clasista de la Universidad tradicional, por no remontarnos al sarcasmo todavía más antiguo contra los paniaguados de la Academia, como muestra el texto de Ramón María del Valle Inclán reproducido al inicio.
En los últimos decenios del siglo pasado la crítica a la Academia tuvo su epicentro en el movimiento estudiantil y de los profesionales, especialmente en el 68 y los años siguientes. Esta crítica se dirigía a la incapacidad de la Universidad para responder a las demandas formativas de los ciudadanos al estar atravesada por profundas desigualdades y ocupar un lugar de poder que el discurso academicista sistemáticamente oculta. Como consecuencia de ello la función de la Universidad como dispositivo de selección de las elites queda invariablemente oculto bajo su pretendida actividad de formación para todos, con lo que lograría, al menos en parte, neutralizar las desigualdades sociales.
El discurso academicista sostiene que la Universidad en tanto que “templo del saber” está colocado extramuros de las desigualdades y conflictos de la sociedad. En tanto que lugar en donde prima la conservación y transmisión de un “saber universal” se supone que está organizada según un principio meritocrático por el que quienes entran en ella son aquellos más capaces intelectualmente, sin que esa capacidad esté marcada, al menos en principio, por los orígenes o las condiciones sociales. Por la misma razón se da por bueno que el conocimiento que ahí se adquiere, se transmite o se elabora de nuevo (se descubre) no tiene marca “de clase”, ni “de género”, ni “de raza” sino que es un saber universal, abierto a todos aquellos que se dediquen a él y caracterizado únicamente por su impronta “racional” —inmunizado frente a los prejuicios “culturales”—. Esa especial forma de proceder se atestigua por el valor dado a una pretendida “comunidad de iguales” en la que cada quien presenta su producción ante los otros en un espacio libre de dominación y sólo atento al valor intelectual intrínseco.
En este marco las investigaciones sociológicas sobre la educación, realizadas por Pierre Bourdieu y sus colaboradores, cambiaron radicalmente la perspectiva. Destacan los cuatro grandes estudios que dedicaron al tema, Les héritiers. Les étudiants et la culture, (Bourdieu y Passeron, 1964/2009) [Los herederos. Los estudiantes y la cultura], escrito conjuntamente con Jean-Claude Passeron, así como el siguiente, La reproduction. Eléments pour une théorie du système d´enseigement, 1970 [La reproducción: elementos para una teoría del sistema de enseñanza] escrito también en colaboración con
él; Homo academicus (1984) y La noblesse d´Etat: grandes écoles et esprit de corps (1989), obra solo de Bourdieu. En todos ellos los autores analizan el modo como el “campo educativo” configura un espacio atravesado por relaciones de poder y sensible a las desigualdades sociales, extraordinariamente importante porque transmite las estructuras mentales que organizan las prácticas y las representaciones. Su análisis pone en cuestión el pretendido naturalismo del éxito intelectual que pretende que éste sea mero efecto del don natural gratuito de la inteligencia, don del que algunos dispondrían y otros no. Por el contrario sus trabajos muestran en detalle como el éxito intelectual es resultado de una “herencia cultural” constituida por una serie de recursos, habilidades, saberes difusos que los individuos de las clases educadas y acomodadas reciben en el marco de su socialización y del que disponen en un marco relacional adecuado. Ciertamente pueden o no cultivarlo pero es una dotación inicial de la que disponen y que el autor teoriza bajo la denominación de “capital cultural”.
Pues bien, esta noción le permite una crítica en varios frentes: por un lado le permite:
Rechazar el mito aristocrático de la inteligencia como un don natural y del rendimiento escolar como expresión de esta gracia, por otra el mito populista que pretende elevar la cultura de las clases desfavorecidas al rango de cultura vehiculada por la escuela; y por último el mito voluntarista de la escuela republicana como correctora de las desigualdades sociales (Vazquez García, 2002, p. 60).
Al tiempo, al entender los títulos académicos como una expresión de este capital cuya posesión atestigua, su crítica se amplía a los centros universitarios en tanto que dispensadores de los mismos y permite analizar la política universitaria como una forma de tratar la adquisición, valoración social y acceso a los recursos culturales de las personas (“capital cultural”).
En el primer texto, Los herederos, los autores contrastaban la presunta universalidad del saber con las desigualdades sociales entre los estudiantes. Se trata de un texto de mitad de los años 60, cuando en cierta forma los estudiantes empiezan a aparecer como un sector social no privilegiado situado en primera línea de las transformaciones sociales. De ahí que los autores inicien su estudio con la pregunta por la procedencia social de estos “elegidos”: ¿quiénes son los estudiantes, cuál es su medio de procedencia, por qué determinados sectores sociales tienen más facilidades que otros para mandar sus hijos a la Universidad, cuáles son los componentes de “capital cultural” que les facilitan desarrollar sus estudios, cuáles los elementos determinantes del éxito educativo?
Desde la primera página se insiste en que la desigualdad de oportunidades para desarrollar el talento es debida a la procedencia social:
Un cálculo aproximado de las posibilidades de acceder a la Universidad según la profesión del padre hace aparecer que van desde menos de una posibilidad entre cien para los hijos de los asalariados agrícolas a cerca de 70 para los hijos de industriales y más de 80 para quienes provienen de familias donde se ejercen profesiones liberales” (Bourdieu y Passeron, 1964/2009, p. 13).
La desigualdad no sólo afecta al acceso a la Universidad, sino también al tipo de carrera elegida, al éxito en los estudios, al tipo de interacción social que se desarrolla en el marco de la Institución, etc. En ella los estudiantes procedentes de medios más favorecidos “transforman en privilegio cultural” lo que procede de su privilegio social, lo que les permite modelar la conciencia de su ubicación social en las coordenadas meritocráticas propias de la Institución y ocultar la vinculación entre status social y privilegios académicos.
Por la misma época el estudio de Salustiano del Campo sobre nuestro país señalaba que:
En 1968 los estudiantes españoles de enseñanza superior procedían en su mayoría de las clases medias; los hijos de los obreros agrícolas, peones y obreros sin cualificar y personal de servicio únicamente representaban el 2´75 % del total de estudiantes universitarios y de escuelas técnicas superiores. El “Libro blanco” denunciaba por la misma época que en la Universidad sólo el 1´1% eran hijos de obreros y el Informe Foessa de 1970 establecía para aquel año un 6% (Herrero, 1982, pp. 687-688, citado por Muñoz Vitoria, 1993, p. 113).
Todo ello explica la paradoja de que la formación superior en vez de paliar las desigualdades sociales, las mantenga si no las acrecienta. Así, dicen los autores:
Para los individuos provenientes de sectores más desfavorecidos la educación sigue siendo el único camino de acceso a la cultura y esto en todos los niveles de enseñanza. Podría ser entonces la vía regia de la democratización de la cultura sino se dedicara a consagrar —por el simple trámite de ignorarlas— las desigualdades iniciales ante la cultura y si no soliera llegar —por ejemplo reprochándole a un trabajo académico que sea demasiado “académico”— hasta desvalorizar la cultura que se transmite en beneficio de la cultura heredada que no lleva la marca del esfuerzo y, de ese modo, favorecer a quienes aparentan facilidad y gracia […] Para unos el aprendizaje de la cultura de la elite es una conquista, pagada a alto precio; para otros, una herencia que encierra a la vez la facilidad y las tentaciones de la facilidad (Bourdieu y Passeron, 1964/2009, 37-38.).
La conclusión es bastante obvia: la cultura y con ella la Universidad no es externa a la estructura social en la que se enmarca, sino que ella misma está situada en un campo de poder y se organiza en su interior asimismo como tal. Ni los estudiantes ni los profesores escapan a esa dinámica si bien ocupan posiciones disimétricas en ella. Una de las tareas de estos últimos es justamente seleccionar a aquellos que van a ocupar posiciones superiores en la jerarquía social (y económica) transmutando aquellos privilegios que podrían proceder de su status social en privilegios de corte meritocrático debidos solamente a su capacidad, su inteligencia y su formación.
Con sus matices esta crítica no es demasiado diferente de la que se formuló en los movimientos estudiantiles del 68, si bien estos le añadían la crítica del autoritarismo de la jerarquía universitaria y la denuncia del escaso carácter democrático de la Universidad, iniciando un proceso de auto-formación y de introducción de nuevas temáticas e insistiendo asimismo en la necesaria democratización de las estructuras de gobierno. En un texto que rezuma todo el radicalismo del movimiento se critica a los propios profesores críticos porque “a pesar de toda su buena voluntad caen de nuevo en la moral de los profesores, la inevitable ética kantiana de una democratización real por una racionalización real del sistema de enseñanza” (Internacional Situacionista, 1966/2008, p.3, cursivas del original). Su análisis intenta ir más allá, hacia las condiciones sociales y económicas en las que está enclavado el sistema de enseñanza y cuyas constricciones reproduce. No sólo rechaza el academicismo y autoritarismo de la Universidad de elites tradicional sino la nueva Universidad que empieza a dibujarse en el horizonte, centrada en formar la fuerza de trabajo intelectual y técnica necesaria para la nueva fase del capitalismo tecnológico, la llamada Universidad de masas.
Así pues, todo el análisis de Bourdieu y su escuela nos lleva a considerar el “campo universitario” como un espacio social atravesado y posicionado en relaciones de poder. En uno de sus textos posteriores, Homo academicus, profundizará su investigación:
El campo universitario —dice— está estructurado según dos principios de jerarquización antagónicos: la jerarquía social según el capital heredado y el capital económico y político actualmente detentado se opone a la jerarquía específica, propiamente cultural, según el capital de autoridad científica o de notoriedad intelectual. Esta oposición se inscribe en las estructuras mismas del campo universitario que es el lugar de la confrontación entre dos principios de legitimación en competencia: el primero, que es propiamente temporal y político, y que manifiesta en la lógica del campo universitario la dependencia que este campo tiene con respeto a los principios vigentes en el campo del poder, se impone cada vez más completamente a medida que uno se eleva en la jerarquía propiamente temporal que va de las facultades de ciencia a las facultades de derecho y medicina; el otro, que se funda en la autonomía del orden científico e intelectual se impone cada vez más claramente cuando se va de la medicina y el derecho a las ciencias (Bourdieu, 1984, p. 71, cursivas del original).
O dicho en otras palabras, la estructura del campo, es decir las relaciones de fuerza entre los diversos agentes institucionales —profesores, departamentos, facultades, asociaciones, etc.— está marcada por una ubicación de menor a mayor poder “social” en el que las posiciones van ordenadas de ciencias naturales —las que menos— a derecho y medicina —las que más— cruzada por la línea de poder “cultural” que en cierta forma va en la línea inversa y que se duplica en muchas facultades con la línea de diferencia entre los intelectuales más “académicos” y los “ensayistas o divulgadores”.
En este marco los distintos agentes desarrollan sus estrategias de tal manera que:
Lo que puede aparecer como una especie de defensa colectiva y organizada del cuerpo profesoral no es más que el resultado agregado de miles de estrategias de reproducción independientes y sin embargo orquestadas, de miles de acciones que contribuyen efectivamente a la conservación del cuerpo porque son el producto de esa especie de instinto social de conservación que es un habitus de dominante (Bourdieu, 1984, p. 197).
Según ese criterio al menos algunas de las luchas actuales de los profesores universitarios, las más corporativas, podríamos entenderlas como “un intento social de conservación de un habitus de dominante” (1984, p. 197), mayor cuanto menos ponga en cuestión el rol de la Universidad en la sociedad actual y defienda a macha martillo la independencia de la Academia.
De los “grandes profesores” que brillan como estrellas aisladas en el cielo de la enseñanza superior, se distinguen cada vez más los que podríamos llamar “asalariados de la formación superior” que constituyen el eje central de la transformación de la Universidad en Universidad-empresa, especialmente en las facultades de ciencias de la naturaleza y en la Politécnica. Algunos de estos profesores son los más acérrimos defensores de los cambios si bien a su vez el proceso de precarización generalizada que los afecta puede aumentar su oposición crítica frente a ellos.
Antes de darlos por buenos, cabría preguntarse si estos análisis todavía nos aportan información relevante para la actual composición de los estudiantes y el papel de la Universidad. En nuestro país el gran salto en la escolarización superior empieza a producirse en los años 60 y sigue con un alto ritmo durante los setenta, los ochenta y los noventa empezando a decrecer desde 1999-2000, básicamente debido a los cambios demográficos. Se considera como un elemento clave del crecimiento durante esas tres décadas la incorporación masiva de las mujeres a los estudios superiores, el acceso a trabajos mejores y mejor remunerados por medio de la titulación y la creación de nuevas Universidades públicas y privadas. Pasamos de la Universidad de elites a la Universidad de masas; en ella se mantiene la preponderancia de los segmentos de clase media, aunque ciertamente se debilita.
La selección educativa empieza ahora mucho antes, ya en la educación secundaria; los informes siguen constatando que “las clases sociales más favorecidas están claramente sobre representadas en el Bachillerato, en la Universidad y, dentro de ésta, en las carreras más prestigiosas” (Muñoz Vitoria, 1993, p. 26). A tono con ello en Noblesse d´Etat Bourdieu afirma que con la democratización de los estudios la competencia después de la secundaria aumenta; los “mejores” tienden a concentrarse en las grandes escuelas que serán por tanto un vivero de futuros “dirigentes” políticos y funcionarios estatales, al tiempo que los “rechazados” intentan formas de conseguir sus objetivos por vías alternativas como las Universidades privadas, estudios superiores en la etapa adulta, saltos desde módulos de tercer ciclo a la Universidad, etc. Estas vías alternativas no inciden sin embargo en la persistencia de los guettos educativos reservados para las capas sociales educadas que constituyen una especie de “nobleza” con sus títulos y privilegios.
En España sin embargo el alto nivel de paro juvenil que se ha seguido manteniendo durante esos decenios empaña la imagen de una Universidad de masas eficaz. Antes que de “fábrica de conocimiento”, en nuestro país tal vez haya que hablar de “fábrica de parados” pues, aun manteniéndose en constante aumento la cifra de accesos, se mantiene también constante la dificultad para los jóvenes licenciados de encontrar un trabajo adecuado a su cualificación y bien pagado. Este elemento ha sido clave para los sucesivos ciclos de lucha estudiantil a partir de 1986-7 que han denunciado constantemente la inadecuación del sistema universitario a las necesidades de formación y la precarización constante del trabajo juvenil ya cuente con títulos universitarios o sin ellos.
A su vez según la evidencia empírica aportada por nuevos datos y encuestas otros cambios se perfilan en la composición de los estudiantes. Especialmente a partir del 2000 remiten los estudiantes jóvenes y en cambio aumentan los adultos e incluso jubilados que representan ya el 32´2% de la población universitaria en 2009-10 (Cruz, Learreta, Huertas, Rodriguez y Ruiz, s/f). De seguir esta tendencia se impondrán nuevos cambios, ya que la educación superior dejará de concebirse meramente como “preparación académica” que intenta mantener y transmitir conocimiento ya elaborado, o como simple formadora de trabajadores cualificados —cosa que ya empieza a suceder—, y deberá tener en cuenta los objetivos, en cierta forma desinteresados, de acceder a mayor y mejor cultura de estos nuevos estudiantes.
Así, podemos decir que la Universidad del s. XXI prolonga la transformación iniciada ya a finales del siglo pasado cuando dejó de ser una Institución elitista y clasista para abrirse a una “formación de masas”, pero al tiempo no lo hizo en un sentido de mayor democratización interna ni de mayor acercamiento a la sociedad sino, como veremos posteriormente, aumentando su vinculación con el mundo empresarial y desarrollando en alto grado los recorridos formativos de mayor interés para las empresas. La crisis actual y los altos niveles de desempleo aumentan la dificultad de que las empresas aporten financiación relevante para los centros educativos, por lo que éstos, en muchos casos, penden de un hilo: ni los poderes públicos ni las empresas privadas ven en la Universidad otra cosa que fuente de gastos que recortar lo más rápidamente posible.
Esta nueva orientación, impulsada en los últimos años por los poderes públicos, convive en algunos países europeos, especialmente en Francia, con las ventajas de las grandes escuelas cuyos privilegios, propios de una “nobleza de Estado” tal como Bourdieu la designa, no pone en cuestión1. Contribuye a precarizar la figura del profesor que en tanto que “asalariado de la investigación” pierde el aura carismática de los viejos profesores y se convierte en un trabajador más de la “industria” productora y transmisora de conocimientos. Y a su vez segrega una capa delgada entre los profesores a los que se conceden mayores honorarios y mejor status en la medida en que logren colocarse en las capas altas de los rankings universitarios o acceder a los puestos altos de la Administración. Por ello podemos decir que la transformación de la Universidad en los últimos años se ha impulsado desde criterios empresariales y mercantiles dando lugar a lo que con otros especialistas denominamos capitalismo académico.
Ante todo conviene no olvidar que el programa de homologación de las Universidades europeas, impulsado en los últimos años, está enlazado con transformaciones económicas a escala global y se orienta en los cambios de las Universidades inglesas y americanas que empezaron ya en los años 80, si no antes.
Siguiendo a algunos de los estudiosos de este tema, podemos decir que a finales de los años 30 del siglo pasado las Universidades americanas ya se orientaban a “producir conocimiento nuevo, en primer lugar para las corporaciones y posteriormente para el programa de rearme del Gobierno federal” (Aronowitz, 2000, p. 15). En este marco floreció el complejo Universidad-empresa que ya el sociólogo Thorstein Veblen teorizara en 1916 refiriéndose a las Universidades como “fábricas de formación”. Se trata de una época en la que los avances científicos como la electricidad, el petróleo, o la química exigen la formación de trabajadores técnicamente cualificados y capaces de lidiar con los problemas planteados por procesos de trabajo tecnificados. Para ello necesitan los “saberes útiles” que les proporciona la Universidad.
Sin embargo la formación especializada no va a ser suficiente. La innovación tecnológica que va a ser uno de los principios básicos del capitalismo avanzado, necesita urgentemente nuevos conocimientos que implementan las innovaciones, las cuales son a su vez el desencadenante que propulsa el nuevo ciclo económico. El estudio de Aronowitz reproduce un brillante texto del Rector de la Universidad californiana de Berkeley, Clark Kerr quien en 1963 destacara que la producción de conocimiento es la auténtica misión de las Universidades punteras:
La realidad básica en lo que concierne a la Universidad es reconocer sin ambages que el conocimiento nuevo es el factor más importante en el crecimiento económico y social. Ahora mismo nos estamos dando cuenta de que el producto invisible de la Universidad, el conocimiento, puede ser el elemento singular más poderoso de nuestra cultura, que afecta al alza y caída de las profesiones, incluso de las clases sociales, las regiones e inclusive los Estados (Aronowitz, 2000, p. 30).
Siguiendo esta idea dicho Rector propondrá que el sistema académico se organice en dos partes: una que reúna las instituciones de investigación más productivas en las que se tiene que dar gran importancia a las ciencias y las matemáticas buscando obtener resultados de primer nivel en la investigación —correspondería a lo que en la tradición europea continental incumbe a las Politécnicas y que actualmente es factor fundamental de los así llamados “campus de excelencia”—; y una segunda parte que atienda a la formación del personal técnico al que debe proporcionar una educación general; pero en este esquema las humanidades retroceden hasta quedar subordinadas a la investigación científica y técnica al tiempo que cualquier acento sobre el carácter crítico de la Universidad desaparece por completo. El “aprendizaje” se convierte en una especie de “entrenamiento” que debe facultar al alumno para desarrollar rápida y competentemente aquellas habilidades que le demande el mercado de trabajo intelectual o de trabajo cualificado en sentido amplio.
La reforma impulsada por Kerr le valió el rechazo de los estudiantes de Berkeley que se negaban a convertirse en “producto” de la “fábrica de producción de conocimiento” en la que su Rector estaba transformando la Institución. Es éste, sin duda, un antecedente de las resistencias actuales. Sin embargo el proyecto siguió adelante y adoptó nuevas variantes. En las condiciones de las sucesivas crisis económicas y de la desindustrialización sufrida por los EEUU en la segunda mitad del siglo, los Gobiernos federales y estatales disminuyeron su aporte al mantenimiento de las Universidades por lo que éstas viraron acercándose a las grandes corporaciones empresariales. Desde hace años grandes Universidades han suscrito contratos a largo plazo con fuertes corporaciones económicas. Tal es el caso de Harvard con Du Pont, el MIT (Massachusetts Institute of Technology) con Exxon, Washington University con Monsanto, etc. formando los complejos Universidad-empresa que caracterizan las grandes Universidades americanas. Al decir de este autor: “lo que en otro momento fue el curriculum oculto —la subordinación de la educación superior a las necesidades del capital— se ha convertido en la política reconocida y aceptada de las instituciones tanto públicas como privadas” (Aronowitz, 2000, p. 81). Se observan señales incluso de una mayor privatización en tanto que la subordinación aumenta adecuando los curricula a las necesidades empresariales. Así pues podemos distinguir dos aspectos en la adecuación de las Universidades a las constricciones de una sociedad capitalista altamente desarrollada: un primer aspecto trata de adecuar los títulos a las necesidades objetivamente consideradas del mercado de trabajo teniendo en cuenta los éxitos o fracasos de la formación en la tarea de conseguir un empleo. Pero se da un paso más en este camino cuando se introducen las necesidades y exigencias de las empresas en la especificidad de la formación a recibir en los propios programas de estudios y estos se diseñan teniéndolas en cuenta. El rápido desarrollo científico y tecnológico exige entonces una adaptación constante en los estudios por lo que como señala irónicamente nuestro autor: “cuanto más especializado sea el conocimiento, más expuesto está a las vicisitudes del mercado de trabajo” (Aronowitz, 2000, p. 112). En el así llamado Proceso Bolonia esta última dificultad se intenta salvar diseñando planes de estudio muy generales y básicos, extraordinariamente “flexibles” de modo que el/la licenciado/a cuente solamente con una base cultural que le convierta en el trabajador intelectual flexible demandado por el nuevo mercado de trabajo.
Pues bien, lo curioso de importar este modelo es que esto ocurre en un momento en que en los propios EEUU se están manifestando sus debilidades. Y eso sin tener en cuenta que en muchos países de la Unión Europea, como es el caso de España, la Universidad-Academia está siendo sustituida por la Universidad-empresa sin el tejido empresarial pertinente, ya que faltan esas grandes corporaciones, por lo que las facilidades dadas a la entrada de las empresas en la Universidad no se están saldando con el éxito esperado, excepto tal vez la mayor penetración de las Instituciones financieras y algunos casos aislados, como puede ser la cátedra Repsol, o algún contrato como los existentes con El Corte Inglés en Cantabria.
En el contexto de los países capitalistas más avanzados como pueden ser EEUU o Australia, los autores citados, incluyendo a Sheila Slaughter y Larry L. Leslie (1997) y Gary Rhoades (2004), utilizan la denominación de “capitalismo académico” para referirse a esta nueva concepción de las Universidades, aludiendo con ello a que éstas se transforman en “empresas de formación”, es decir unidades de producción de conocimiento focalizadas en la obtención de lucro. El uso del término capitalismo académico se justifica pues centra la atención.
En la creación de un mercado institucional y profesoral y/o en los esfuerzos de tipo mercantil que aseguren la inversión externa […] Por supuesto que el término capitalismo connota la propiedad privada de los factores de la producción […] y considerar que los empleados de las universidades públicas de investigación son capitalistas parece, a primera vista, una absoluta contradicción. Sin embargo el capitalismo se define también como un sistema económico en el que las decisiones de colocación de la inversión quedan decididas por las fuerzas del mercado. Nuestro juego con la palabra tiene el objetivo de marcar ese sentido. Al usar capitalismo académico como nuestro concepto central definimos realmente el naciente entorno de las Universidades públicas de investigación, un entorno lleno de contradicciones en el que las facultades y los profesionales encuadrados en ellas emplean sus recursos humanos en situaciones de competencia. En ellas los empleados universitarios están simultáneamente en el sector público al tiempo que cada vez son más independientes de él. Son académicos que actúan como capitalistas frente al sector público; son empresarios subsidiados por el Estado (Slaughter y Leslie, 1997, pp. 8-9, cursivas del original)2.
La estrecha vinculación con las empresas introduce también otro tipo de cambios, en particular favorece formas para-empresariales de gobierno, varía el tipo de cursos que se ofrecen y sus contenidos, y cambia la consideración de los profesores. A ello se añade que los vínculos con las empresas logran forjar una capa gerencial compacta en la que participan los académicos junto a los gestores empresariales, haciendo que los segundos participen en los Consejos sociales de las Universidades y que algunos de los primeros formen parte de las asesorías de las empresas. Estas vinculaciones estrechan todavía más la inserción de las Universidades en los mecanismos productivos.
Con todo hay que señalar que el hecho de que las Instituciones formativas tengan en cuenta la sostenibilidad económica no es algo en principio rechazable. Está bien que haya una buena supervisión de los presupuestos, que éstos se ajusten y que se controle el gasto público. Lo que aquí se está discutiendo no es esta consideración —que, por otra parte, ha sido objeto de mucha negligencia por parte de las autoridades en tiempo de mayor bonanza—, sino que el “afán de lucro” sea el objetivo fundamental de dichas Instituciones. Eso las convierte en “empresas capitalistas” ya sea de capital público o privado y subordina las exigencias de formación a la obtención de beneficio, alterando las formas de gobierno y el propio contenido de la formación, así como los ritmos y tiempos de trabajo y el estatuto de los profesores e investigadores. Veámoslo con algo más de detalle:
La Universidad-empresa introduce criterios gerenciales centrados en la obtención de beneficios en la gestión cotidiana de las Universidades, lo que se traduce en muchos casos en la sustitución de la dirección colegiada, centrada en las Juntas de Departamento y de Facultad o escuela, por la gestión individualizada de gestores unipersonales, procedentes en más de un caso de la esfera de los negocios privados. Esta gerencia debe emular las prácticas eficientes en el manejo de los negocios, especialmente en lo que concierne a la toma de decisiones financieras sin tener en cuenta la especificidad de una Institución centrada en el conocimiento y la formación.
Se da carácter prioritario a los estudios a corto plazo, cursos de verano, cursos para extranjeros y otros. Ese tipo de cursos están orientados a cubrir huecos en la formación específica de las personas en el marco de sus profesiones. Dan por supuesta una formación básica, que es la que hasta ahora proporcionaban las licenciaturas para, a partir de ahí, concentrarse en demandas específicas y a corto plazo. El problema está en que estas demandas en muchos casos ofrecen menos tiempo de formación, beneficios más altos para las Instituciones y exige menos capacidad y/o contenidos por parte del profesorado, por lo que se convierten en sectores prioritarios si la orientación del centro es fundamentalmente lucrativa. Los centros tienden a acortar la formación de base —por ejemplo con la sustitución de las licenciaturas por los grados en la Universidad española— y en cambio proliferan toda esa maraña de cursos y cursillos, cuyo objetivo básico es la obtención de dinero. Su finalidad es la “producción de horas-crédito estudiantiles” lo que deja de lado su eficacia formativa.
Desde el punto de vista de los/as profesores/as es obvio que cualquier curso de ese tipo, por la brevedad de los tiempos de formación y la ignorancia del nivel y de la programación general, se convierte más en una serie de conferencias que en un programa formativo consistente. La relación profesor/alumno tampoco tiene tiempo de establecerse en una continuidad relativamente estable.
Algo semejante ocurre con los cursos on-line. Nadie duda de su eficacia para permitir acceder a la formación a personas con empleo que no disponen de los tiempos necesarios para clases presenciales o distantes de los centros formativos, pero esa ventaja no es ampliable a las amplias capas poblacionales con escaso acceso a Internet o poblaciones empobrecidas, cuyo acceso a la formación debería ser el objetivo prioritario de las Instituciones educativas públicas. En este sentido podríamos decir que la actual transformación de la Universidad adquiriendo los objetivos y los rasgos de una empresa privada, forma parte de aquellos cambios por los que la parte más rica de la clase media se está desprendiendo de los servicios públicos potenciando formas privadas de resolver sus necesidades al margen del conjunto de la población, especialmente de la población pobre: medicina privada, escuela secundaria privada y ahora Universidades adaptadas a sus recursos y formas de acceso, en detrimento de los servicios públicos abiertos a toda la población. La elevación de las tasas al socaire de la crisis introduce de nuevo criterios de elite en las Universidades de masas.
El tema de la propiedad intelectual debe ser también analizado, especialmente la forma en la que las Instituciones educativas protegen su material —libros, artículos, patentes, etc.— y lo comercializan. Así como las acciones de las agencias de acreditación, cuyos baremos incluyen estas actividades en lugares destacados.
Ya se ha señalado que los “académicos”, a pesar de estar integrados en estructuras de poder social y cultural, han quedado relativamente al margen de los conflictos entre capital y trabajo que definen las sociedades industrializadas, permaneciendo relativamente protegidos del mercado. Eso se ha acompañado con una conciencia ilusoria de la autonomía de los académicos y de su independencia frente al mercado y el Estado.
Pues bien, los análisis que aquí seguimos, muestran como desde los años 80 la globalización de los mercados y la agudización de la competencia internacional fija la atención de las transnacionales hacia la producción de bienes de base tecnológica y científica. Un ejemplo serían las ciencias biológicas cuyo rápido desarrollo en los últimos decenios se debe en gran parte a las inversiones procedentes de empresas interesadas en ese campo. A su vez dichas inversiones han favorecido la interacción con los profesionales a quienes se les paga en más de una ocasión con acciones de las compañías. Lo mismo ha ocurrido en ámbitos como la informática y la computación, así como todo el campo relacionado con las ciencias cognitivas. Esas interacciones han llevado en los últimos años a la creación de estructuras de asociación entre instituciones gubernativas, empresas y Universidades creando una red que sostiene las inversiones, prioriza las líneas de investigación en los planes nacionales o supranacionales (Unión Europea) y estrecha cada vez más las relaciones entre las tres Instituciones haciendo que la formación se transforme en “capacitación de recursos humanos”.
Juntamente con Gary Rhoades podemos sintetizar como sigue los cambios introducidos por esa deriva:
Se toman decisiones estratégicas sobre el desarrollo, sobre la inversión y sobre la oferta de curricula que los dirige especialmente al mercado de formación a corto término, relativamente al margen de las decisiones corporativas de las instituciones académicas (Rhoades, 2004, p. 42-43).
La estructura del empleo profesional en el campus se orienta hacia cambios que propician que la facultad quede fuera del círculo de toma de decisiones, reduciendo la presencia de profesores a tiempo completo y su sustitución por `expertos´ (Rhoades, 2004, p. 44).
La comercialización de los cursos desplaza la Institución de su tarea de proveer formación para las capas de la población con menos recursos y de los estudiantes de las minorías, para enfocarlo hacia una mayor accesibilidad y educación continua para estudiantes que han tenido siempre mejores servicios en su educación (Rhoades, 2004, p. 45.).
Esos cambios implican que por ejemplo en muchas Universidades americanas la mitad de los profesores sean “contingentes” (temporales), es decir personal contratado con dedicación a tiempo parcial y en muchos casos “sin contrato” (becarios, colaboradores, etc). En España la proporción de profesores contratados y asociados, aunque por ley está limitada al 40% supera en muchos casos este límite, siendo ellos los encargados de gran parte de la docencia especialmente en los primeros cursos.
Ahora bien, el interés de los estudios críticos de las Universidades americanas reside en que éstas han sido presentadas como el modelo de la transformación de las Universidades europeas y de su contextualización en las formas emergentes del capitalismo contemporáneo globalizado. Si las universidades europeas prevén competir en el mercado global de la formación superior, tal vez no esté de más tener en cuenta los riesgos y efectos nocivos de tal objetivo.
La crítica a la que algunos estudiosos han sometido el modelo americano es muy instructiva justamente porque en un momento en el que ese modelo se presenta como el futuro de la transformación de las universidades europeas nos permite vislumbrar sus límites y enriquece la crítica de la reforma ayudándonos a escapar a la defensa acrítica de la Academia. Nos permite visualizar una hipotética alternativa hacia una “universidad democrática” encaminada a la formación de la población. Para ello es necesario que esa nueva Universidad incorpore no solamente nuevos contenidos culturales – y no solamente la cultura de las elites —sino también nuevas formas de aprendizaje— reconocimiento de la auto-formación, ayudas a las Universidades populares, diversificación de los contenidos, etc.
Si la Universidad no puede concebirse ya ni como formación de las elites ni como formación de trabajadores cualificados en un mercado de trabajo exiguo, habrá que empezar a formular una alternativa en términos de formación amplia para una población que, al menos hasta cierto punto, entiende el conocimiento como valor-en sí, como un bien común al que acceder, disfrutar y contribuir a desarrollar. La problemática del conocimiento se une así al cuidado de bienes comunes como los recursos naturales o sociales, tales como el aire, el agua o los bosques. Por “bien común” hay que entender ahí aquellos recursos que ya están dados, puesto que proceden de periodos históricos anteriores y, en este sentido, están incorporados a la naturaleza o que se producen colectivamente y escapan a las dimensiones de un intercambio estricto. Suelen incorporar aspectos comunicativos y relacionales que dificultan su apropiación privada al tiempo que aumentan los recursos de una población.
Entendida así la política neoliberal frente a los centros de formación superior es una muestra más de las políticas que tienden a rentabilizar privadamente los recursos comunes. El capitalismo académico es un rasgo más del capitalismo neoliberal de carácter financiero que domina la situación actual. Las capas dirigentes intentan reservar la Universidad para seguir formando sus propias capas —prioritariamente en las Universidades privadas—; siguen entendiendo la formación o bien como un gasto improductivo o bien como una inversión de carácter meramente económico pero no conciben la formación como un derecho al conocimiento ni como una ampliación de los recursos cognitivos de la población. Por el contrario todas las redes de auto-formación, Universidades anómalas y otras instituciones formativas ponen el acento en el desarrollo de las capacidades formativas de las personas como elemento fundamental de cualquier cambio de importancia. Nos encontramos en el centro del conflicto típico de las sociedades capitalistas: por una parte el conocimiento es básico para la creación de la riqueza social que sustenta el nuevo modelo productivo, pero al tiempo las elites capitalistas persiguen encerrar su “producción” en aquellos cauces que posibilitan la apropiación privada de los réditos que producen. Ayudas a la producción de ciertos bienes cognitivos y restricciones a una formación por sí misma.
Frente a ello las nuevas experiencias de auto-formación atestiguan la necesidad de formación como un prerrequisito democrático, ya que se precisa conocimiento de la enorme complejidad de las sociedades actuales para poder intervenir políticamente más allá de las recomendaciones de los expertos. Frente a la especialización reductiva y a la ausencia de formación, estas experiencias sacan a la luz la enorme cantidad de saberes difusos socialmente que garantizan la reproducción social. El fermento de la riqueza social metropolitana pasa en gran medida por esos nichos. El saber no está desligado del poder, como ya Foucault nos indicara; por la misma razón es un elemento imprescindible de la construcción de poder colectivo.
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