Fue Jean-Marie Klinkenberg (especialista en lingüística y semiótica de la Universidad de Liège), quien desafiante y acertado afirmó ya hace tiempo (2005, p. 19), que:
La semiótica visual no existe. [Que] no puede haber semiótica visual [y que] en efecto, tomar la locución ‘semiótica visual’ al pie de la letra conduce a un absurdo del mismo tipo que el que transmitiría la expresión —inusitada— de ‘semiótica auditiva’. Tales locuciones [agrega el autor], presuponen en cada caso, que existe una disciplina unitaria (éste es el sentido de ‘semiótica’ en singular) que subsume todas las actualizaciones del sentido cuando ellas se manifiestan sobre la base de una misma sensorialidad (‘visual’). Una ‘semiótica auditiva’ tendría así que integrar en un cuadro conceptual único, la música, la lengua oral, los redobles de tam–tam, las sirenas de la protección civil, los timbres de teléfono.
Podríamos continuar con los tres sentidos restantes y preguntarnos si ¿es posible una ‘semiótica gustativa’, una ‘semiótica táctil’ y, por último, una ‘semiótica olfativa’? Y parecería igual de absurdo tratar de sostener la existencia de dichas semióticas. Y esto puede entenderse porque la consideración de las modalidades sensoriales no parece tener ninguna pertinencia en semiótica. Pero esto no niega, tal como lo ha señalado Klinkenberg también, que la denominada semiótica visual se haya institucionalizado pues hoy en día existen asociaciones, grupos de trabajo, programas de investigación, libros, revistas y hasta especialistas trabajando arduamente en torno al ‘tema’. Podríamos decir que se ha popularizado tanto que en breve podríamos conocer ya su primer ‘templo’. En efecto, los temas que aborda la semiótica visual son diversos y se realizan en los más insospechados ámbitos de investigación y aplicación. El cine, la televisión, la pintura, la fotografía, la publicidad, el video y la caricatura son, digámoslo así, los ámbitos más convencionales donde se desarrollan investigaciones y se supone que tiene aplicaciones evidentes. A su vez dichos ámbitos parecen erigirse como inagotables fuentes de datos para los especialistas en semiótica visual. Es decir, sería un tanto incorrecto pensar que la sensorialidad define a la semiótica ya que “una misma semiótica puede investir dos sensorialidades diferentes” (Klinkenberg, 2005, p. 22). Hablar de una semiótica de la imagen fotográfica sería un tanto correcto en la medida en que se asume que no poseemos una sensorialidad fotográfica. Si por semiótica entendemos, de manera muy general, una ciencia encargada de estudiar las múltiples maneras en que diferentes sistemas de signos funcionan e incluso se relacionan entre sí, entonces parece no haber ningún problema. El problema aparece cuando nos enfrentamos, más que al concepto, a la pregunta de ¿qué estudia la semiótica visual? Ya no podemos afirmar, después de lo que hemos dicho, que la semiótica visual se encarga del estudio de los signos visuales porque entonces entraríamos de nuevo en esa espiral insuperable de asociación entre sensorialidad y sistemas de signos. Es decir, si existen signos visuales entonces existen los signos auditivos, etc. Las distintas clases de signos no estarían definidas por los rasgos de la sensorialidad misma asociada a los cinco sentidos y concebidos estos últimos como entradas de información distinta que termina siendo procesada por el cerebro. No existen pues, cinco clases de signos designadas por los cinco sentidos ni tampoco existen cinco semióticas pues. Charles Sanders Peirce (1931/1987, p. 253-256) en su Obra Lógico Semiótica, refiriéndose a las tres dicotomías de los Signos, afirma que aquellas dicotomías generan al menos diez clases de signos, de las cuales todavía se pueden obtener a su vez distintas subdivisiones. Lo importante que debemos destacar es que estas clases de signos no están asociadas a ningún tipo de sensorialidad, al menos de manera directa. Así, nos habla del Cualisigno, el Sinsigno Icónico, el Sinsigno Rhemático Indexical, el Sinsigno Dicente, el Lesisigno Icónico, el Legisigno Rhemático Indexical, el Lesisigno Dicente Indexical, el Símbolo Rhemático o Rhema Simbólico, el Símbolo Dicente o Proposición Ordinaria y el Argumento. Lo anterior pone en evidencia una cosa importante para este texto y es que la clasificación de los signos no responde por entero y de manera directa a los rasgos de la sensorialidad. Aspecto que muchas veces no se toma en cuenta para discutir la relación entre las imágenes y sus significados. Debemos decir, no obstante, que existe una diferencia entre la semiótica de lo visual y la semiótica de lo verbal. Que no son lo mismo. Pero que estas semióticas son posibles gracias a la forma en cómo se han clasificado los signos y no la sensorialidad. Así como nosotros no confundimos las imágenes con las palabras, tampoco habremos de confundir la semiótica de lo visual con la semiótica de lo verbal. Existe una diferencia radical entre ‘pronunciar’ unas palabras y ‘mostrar’ unas imágenes. O entre ‘escuchar’ unas palabras y ‘mirar’ unas imágenes. Y todos sabemos que, a su vez, ‘pronunciar’ y ‘escuchar’ son acciones distintas.
Tal como lo son ‘mirar’ y ‘mostrar’. Y aun así pronunciar y escuchar, y mostrar y mirar, no son excluyentes tampoco, pero de eso no nos ocuparemos acá porque no es el propósito de este trabajo.
Si asumimos que las formas sociales de producción, circulación y recepción de imágenes han ido modificándose sustantivamente con el paso del tiempo entonces podríamos afirmar que no fue sino hasta finales del siglo XIX y principios del XX que la ‘toma de conciencia’ y la adopción de una actitud teórica en torno a la imagen fueron posibles. Abraham Moles (1981, p. 151-153), ha llamado la atención sobre la existencia de tres etapas de la masivización de las imágenes: la primera etapa, la de la copia múltiple del grabado (Renacimiento y multiplicación de las prensas); la segunda, la de la era fotográfica (que implicó una reproducción ‘indiscriminada’ de determinadas imágenes y, a su vez, fue cuando se sentaron las bases para el nacimiento de la tarjeta postal, por ejemplo, y la reproducción de los cuadros de los museos que con anterioridad eran únicos; esta era permitió, entre otras cosas, que las personas pudieran tener una imagen propia de un cuadro único, lo que, de uno u otro modo, democratizó las imágenes volviéndolas accesibles a otro tipo de personas que no fueran casi exclusivamente los aristócratas); la tercera, la construcción de una doctrina, la del nacimiento de la comunicación visual. Esta última etapa, al igual que las otras es importante, pero tiene una peculiaridad, la de haberle otorgado un estatuto ontológico distinto a las imágenes, el de la objetividad. Durante muchos años hubo dos ideas en torno a las imágenes y fueron: 1. que las imágenes son copias fieles de la realidad; y 2. que por ende, no mienten y tienen significados a priori que basta con descubrir, es decir, que las imágenes hablan por sí solas. De acuerdo con Klinkenberg (2005, p. 24), el siglo XIX permitió asistir a un verdadero giro en la concepción de lo visual gracias al advenimiento de la modernidad, el crecimiento del poder de la burguesía, el progreso de las ciencias positivas y el surgimiento de las nuevas técnicas (fotografía, cine y televisión). Situaciones que favorecieron e impulsaron, de alguna u otra forma, la proliferación de las imágenes y fueron definiendo modos muy particulares de circulación de las mismas. No obstante tendríamos que hacer una precisión. Y es que tanto los modos y los medios de producción, circulación y recepción de las imágenes, han cambiado, más que en el sentido que ha señalado Moles, hemos transitado de una era analógica hacia una digital. En este sentido podríamos agregar cómodamente una nueva era de la imagen a la propuesta de Moles. Tal y como lo ha señalado Nicholas Negroponte (1995/1996, p. 33): “un libro se puede agotar. En cambio, un libro digital nunca se agota”. Y lo mismo sucede con las fotografías, por ejemplo. Las fotografías analógicas se desgastan, es más, están casi en desuso. Las fotografías digitales no se agotan y se pueden reproducir indiscriminadamente. “Un pintor prácticamente se despide de manera definitiva de su cuadro una vez que lo vendió. Sería imposible cobrar por cada vez que el cuadro es exhibido. Por otra parte, en ciertos lugares incluso es legal cortar un cuadro y venderlo por partes, o reproducirlo como alfombra o toallón playero, sin permiso del artista” (Negroponte, 1995/1996, p. 79). Y esto no sostiene la idea de que los átomos serán reemplazados por los bits. Pero lo que sí se quiere enfatizar es que no es posible hablar de la misma forma en uno y otro momento. Sólo por poner un ejemplo, podríamos decir que gracias a los medios digitales de registro y transmisión de la información hemos arribado a “una sociedad mirona, en la que ella misma, y en especial sus sujetos públicos, se ofrecen como sujetos de deseo y objetos de espectáculo a la mirada colectiva” (Gubern, 2000, p. 175, cursivas del original). Veámoslo de esta manera: “en el mundo digital, el problema no sólo es la facilidad sino también el hecho de que la copia digital es tan perfecta como el original o, gracias a ciertas sofisticaciones de la computación, incluso mejor” (Negroponte, 1995/1996, p. 78). Asistimos pues a una especie de “explosión escopofílica masiva basada en la iconomanía, iconofilia, iconologia e idolomanía” (Gubern, 2000, p. 175, cursivas del original). Y no es que este desplazamiento hacia la era digital haya generado nuevas ‘parafilias’ (antes llamadas perversiones), sino que pareciera ser que las categorías o conceptos tradicionales para describir fenómenos emergentes no alcanzan y a veces no son lo más indicados para describir o categorizar qué es lo que está sucediendo. La sociedad del espectáculo ha liberado pues toda clase de idolatrías y ha destapado una especie de interés desmesurado por el ‘registro maníaco de la vida cotidiana’. Una persona, hoy en día, puede hacerse de su primer registro visual desde que está en el vientre materno y así ir acumulando imágenes a lo largo de toda su vida hasta poder llenar, quizá, un disco duro de una computadora. Vivimos en una era caracterizada, entre muchas otras cosas, por el frenesí del registro-acumulación y la circulación-significación de las imágenes que nos hablan precisamente de otros modos y medios de producción, circulación y recepción de las imágenes en comparación con la era analógica. En nuestros tiempos se le rinde una especie de extraño ‘culto’ a la imagen. De acuerdo con Umberto Eco (2006/2007, p. 107), vivimos en un tiempo donde abundan los casos de renuncia gozosa a la privacidad. Donde la renuncia voluntaria a la privacidad garantiza la mínima visibilidad. “Creo que una de las grandes tragedias de la sociedad de masas, la sociedad de la prensa, de la televisión y de internet, es la renuncia voluntaria a la privacidad (y, por tanto, a la discreción, incluso al pudor) es –en el límite de lo patológico– el exhibicionismo” (Eco, 2006/2007, p. 102-103).
Frente a todas estas discusiones donde la imagen ha adquirido un papel central pocos se preguntan ¿qué es una imagen? Se da por sentado lo que es en tanto que simplemente está ahí. Para muchos, una imagen es una mera reduplicación de lo real. Lo cual no es erróneo, pero ésta es la forma más básica de concebir una imagen ya que es como apelar a la condición ontológica de objetividad que se le atribuyó en las primeras tres etapas de las que hablaba Piere Bourdieu. Debemos recordar que la fotografía, por ejemplo, nació “con el ascenso de la filosofía positivista de Comte, impulsada por la aspiración a un conocimiento científico y exacto del mundo sensible” (Selva y Solá, 2004, p. 177). Podríamos llegar a pensar que si las imágenes no están trucadas “son la autenticación de algo que realmente ha tenido lugar” (Selva y Solá, 2004, p. 180). Pero ¿qué ocurre cuando lo que es registrado por la cámara (fotográfica, de cine o de video), ha exigido una ‘puesta en escena’? ¿Hasta dónde podemos otorgarle el estatuto ontológico de objetividad a una película de ciencia ficción? ¿A una fotografía publicitaria? ¿A un video musical? Eso que estamos viendo ¿certifica algo que ‘realmente’ ocurrió? Es obvio que no y por ende no puede hablarse de la misma forma de la fotografía que del cine o de la publicidad. Más aún, no podríamos decir lo mismo del cine documental o del cine de ficción, tal como tampoco se podría hablar de la misma manera de la fotografía ‘artistica’ que de la fotografía ‘etnográfica’ o la que Bourdieu denominó fotografía ‘doméstica’ (1965/1989, p. 54). Las imágenes fotográficas, por ejemplo, tendrían cualidades distintas a las cinematográficas y así, las fotografías domésticas tienen cualidades distintas que las fotografías publicitarias y las fotografías etnográficas. Y por tanto, requieren de distintas aproximaciones teóricas y metodológicas para su estudio y análisis. En un nivel un tanto más complejo, las imágenes no pueden ser entendidas como simples reproducciones sino como representaciones icónicas que contienen “una serie de convenciones de tal manera que no la podemos relacionar directamente con el término realismo, en el sentido perceptivo” (Selva y Solá, 2004, p. 180, cursivas del original). Cualquier persona que cuente con elementos mínimos sobre cine o fotografía (y quizá esto sea una exageración), sabe que cualquier emplazamiento de cámara cuestiona de facto el estatuto ontológico de la objetividad atribuido a la imagen. ¿Por qué? Porque sencillamente el emplazamiento de cámara, sea o no intencional, sea logrado de forma profesional o de forma amateur, implica, mínimo, una descontextualización de lo representado. Cuando dicha descontextualización de la imagen responde a cánones o normas que dirijan la selección y la composición entonces podemos acceder a un nivel mucho más elaborado que aquel que pretende o busca alcanzar la simple ‘eternización’ del momento. En este sentido “pedir de una fotografía ‘hable por sí sola’ o ‘valga más que mil palabras’ parece absurdo” (Ardévol y Muntañola, 2004, p. 23). Es correcto afirmar que:
En lugar de preguntarnos si la fotografía es un registro fiel de la realidad externa o un medio de expresión de una subjetividad interior, debemos preguntarnos si la fotografía, el cine, el video o la imagen digital introducen una forma distinta de conocer, de aproximarnos a los fenómenos sociales, si modifica nuestra mirada y la misma forma de hacer nuestra investigación (Ardévol y Muntañola, 2004, p. 23).
Suponer que las imágenes poseen significados por sí mismas es tan absurdo como suponer que la esfinge de Giza siempre está seria o que la Mona Lisa es inexpresiva. Fue John Berger el que lo dijo hace mucho tiempo:
Lo que sabemos o lo que creemos afecta al modo en que vemos las cosas. En la Edad Media, cuando los hombres creían en la existencia física del Infierno, la vista del fuego significaba seguramente algo muy distinto a lo que significa hoy. No obstante, su idea del Infierno debía mucho a la visión del fuego que consume y las cenizas que permanecen, así como a su experiencia de las dolorosas quemaduras (1972/2007, p. 13).
Es decir, por un lado, nuestras explicaciones no se adecuan del todo a lo que vemos, pero, por otra parte, lo que vemos está determinado por lo que sabemos y por nuestras experiencias biográficamente determinadas. Es decir, “las imágenes configuran nuestro entorno, tienen efectos reales sobre la conciencia y sobre la acción humana, sobre nuestras relaciones sociales y con el medio natural, sobre nuestra percepción de los otros pueblos y de nuestra identidad” (Ardévol y Muntañola, 2004, p. 14). Las imágenes nunca están solas, el proceso de significación de categorización de las mismas responde a un conjunto de criterios que tienen relación con la época en la que circulan. Contrariamente a lo que se pueda pensar, no se quiere sostener por ningún motivo que las imágenes condensan lo que se ha dado por llamar el ‘espíritu de la época’, sobre todo porque habría, al menos, dos modos de concebirlas en materia de producción artística. Una imagen es, en todo caso, un documento propio de la época, pero eso dista mucho de afirmar que en cada imagen se condensa el espíritu de la época. Según Ernst H. Gombrich (1999/2003, p. 241), existen al menos dos posibilidades de concebir el ‘estilo’ desde la visión occidental, utilizando una metáfora tomada de la medicina establece una distinción entre lo que denominó aproximación <<diagnóstica>> y aproximación <<farmacológica>>. La primera consideraría que las manifestaciones artísticas, por ejemplo, serían síntomas propios de una época. La segunda consideraría que las manifestaciones artísticas tienen o producen dos tipos de efectos entre las personas, ya sea como estímulo (por lo que hay que recurrir a la censura), o como sedante (y por tal motivo hay que despreciarlas). Esto implica algo interesante. No podemos entender o descifrar las representaciones producidas en cada época sin contar con algunos referentes mínimos de tiempo y espacio para poder decir algo de ellas. Esto es, contamos con determinadas ‘claves de desciframiento’ de las imágenes, tanto a nivel de significación como a nivel de categorización y que, obviamente, guardan una relación estrecha con la época en la que se significan y categorizan. Como lo señaló Bourdieu alguna vez, “cada época organiza el conjunto de las representaciones artísticas según un sistema institucional de clasificación que le es propio” (1968/2002, p. 200).
¿Qué es lo que ve un espectador cuando se enfrenta a una representación icónica? ¿Lo que quiere ver? Absolutamente no. Esa no sería más que una respuesta absurda y errónea. Ve lo que su entendimiento “bajo la forma de competencia o de disposición cultivada” (Bourdieu, 1968/2002, p. 189), le permiten reconocer. En todo momento, lo que sabe, afecta lo que ve. Podríamos preguntarnos ¿por qué el espectador promedio se aburre con el cine de autor o el arte le produce náuseas? Y podemos afirmar que no es porque odie pensar sino porque, siguiendo a Bourdieu “estando desprovistos de categorías de percepción específicas, no pueden aplicarles a las obras de cultura erudita [savant] otra clave que no sea la que les permite aprehender los objetos de su medio cotidiano como dotados de sentido” (Bourdieu, 1968/2002, p. 191). La comprensión mínima de una pintura remite, claro está, al reconocimiento de los elementos que aparecen en ella, por ejemplo un plato, unas flores muertas y un jarrón. No importa que se trate de la Naturaleza muerta con flores de Van Gogh. Es decir, cuando la imagen excede las capacidades de desciframiento del espectador, entonces pueden ocurrir dos cosas, que las vea como desprovistas de significado (como quienes sólo ven personas obesas en las obras de Botero), o sobrecargadas de significado en tanto que la apreciación errónea le haría descubrir significados donde realmente no los hay (como reconocer el llamado de dios en un simple haz de luz o en un arbusto que arde, por ejemplo). Y a estas alturas es obvio que la experiencia emocional no es suficiente para descifrar las imágenes. Se dice esto porque es muy común refugiarse en la experiencia emocional para afirmar que una obra es sobresaliente o no. Uno no puede afirmar que una película es excelente sólo porque le arrebató las lágrimas o que una fotografía es estupenda por las emociones que le despierta. Apelar a las emociones que despiertan las imágenes para descifrarlas es extremadamente elemental. No podemos afirmar que existen películas tristes o divertidas sólo porque nos hacen llorar o porque nos hacen reír. En definitiva, las películas tristes no existen. Tampoco las películas alegres. Existen personas que lloran con determinadas películas, pero eso no hace de esta última, algo triste. En efecto, las imágenes poseen, en muchas ocasiones, <<símbolos culturales>> que pueden ser reconocidos por los espectadores en tanto que dichos símbolos puedan formar parte de la cultura de una época y ésta sea perfectamente identificable para el espectador. De otro modo, la apreciación de las imágenes quedaría constreñida a un pobre nivel de desciframiento que eche mano de los códigos a la mano y el saber cotidianos. En este sentido, parece cobrar relevancia entender que “todo bien cultural, desde la cocina hasta la música serial, pasando por el <<western>>, puede constituir el objeto de aprehensiones que van desde la simple sensación actual hasta la degustación erudita” (Bourdieu, 1968/2002, p. 195). Encontramos pues, un continuo aquí que va desde el mero ‘goce’ hasta la ‘delectación’. Por ello, las personas en una sala de cine aunque vean la misma película, la descifran de maneras muy distintas. Al terminar las películas, entre las personas que van acompañadas, es común escuchar que una le pregunte a otra: ¿te gustó? Se trata de una cuestión casi ritual (en el sentido sociológico del término), sondear al otro sobre la emocionalidad que le despertó la película. El goce, el gusto y la emocionalidad parecen ir de la mano. Sin embargo, como ya se había mencionado, el goce producido, el gusto y la emocionalidad que hayan despertado una película, no implican que ésta sea de calidad. Más allá del goce, está la delectación. Y esta va de la mano con la apreciación. Gozar una película y apreciar una película son cosas distintas. La apreciación no conduce obligadamente al goce. Apreciar una película implicaría, entre otras cosas, reconocer los emplazamientos de cámara de los cuales echó mano el director, por ejemplo. Gozar una película implicaría, sólo por poner otro ejemplo, haberse ‘enganchado’ emocionalmente con la historia y haber llorado al final de la película. Dos personas en la misma sala, viendo las mismas imágenes, habrían visto películas diferentes. La distancia entre el goce y la delectación es demasiada. Deleitarse con el trazo escénico, el montaje interno o la composición de la fotografía es muy distinto que simplemente identificarse con la trama. Aunque las personas puedan ver la misma película, no la aprecian de la misma forma. Es decir, la valoración de las imágenes gracias a los efectos (sensaciones, emociones y afectos), que provocan en los espectadores, es demasiado pobre y elemental, sea para reconocerlas como algo sorprendente o algo ofensivo y procaz.
Muy al principio de este texto hablábamos pues de la asociación entre sensorialidad y sistemas de signos y habíamos afirmado que no era posible atribuir a los sentidos la existencia de diversos sistemas de signos (y se antoja pensar que los sentidos son productos de los sistemas de signos porque de otra forma no tendría justificación su existencia). Ahora podemos hablar de otra asociación que vincula efectos (sensaciones, emociones y afectos), con imágenes y podríamos preguntarnos, ¿qué es lo que puede hacer que una imagen nos resulte ofensiva? ¿Pornográfica? ¿Soez? ¿Lasciva? ¿Excitante? ¿Asquerosa? Etcétera. Es decir:
Nunca miramos sólo una cosa; siempre miramos la relación entre las cosas y nosotros mismos. Nuestra visión está en continua actividad, en continuo movimiento, aprendiendo continuamente las cosas que se encuentran en un círculo cuyo centro es ella misma, constituyendo lo que está presente para nosotros tal cual somos (Berger, 1972/2007, p. 14).
Las imágenes nunca están solas. Las imágenes siempre aparecen contenidas en marcos de tiempo y espacio. Y dichos marcos son los que se vuelven invisibles e incluso ajenos a la relación que establecen las imágenes y la sociedad. Es ahí donde radican las claves del desciframiento de las imágenes y no en las imágenes mismas.
Una imagen es una visión que ha sido recreada o reproducida. Es una apariencia, o conjunto de apariencias, que ha sido separada del lugar y el instante en que apareció por primera vez y preservada por unos momentos o unos siglos. Toda imagen encarna un modo de ver (Berger, 1972/2007, pp. 15-16).
Las imágenes guardan relaciones estrechas con los marcos sociales y temporales en donde aparecen. Nunca son independientes de los observadores. Siempre establecen una relación espacial y temporal con ellos. Esa idea que afirma que “una imagen dice más que mil palabras”, no es más que parte de la gimnasia verbal del sentido común.
Ardévol, Elisenda y Muntañola, Nora (2004). Visualidad y mirada. El análisis cultural de la imagen. En Elisenda Ardévol y Nora Muntañola (Coords.), Representación y cultura audiovisual en la sociedad contemporánea (pp. 17-46). Barcelona: UOC.
Berger, John (1972/2007). Modos de ver. Barcelona: Gustavo Gili.
Bourdieu, Pierre (1965/1989). La fotografía un arte intermedio. México D.F.: Nueva Imagen.
Bourdieu, Pierre (1968/2002). Elementos de una teoría sociológica de la percepción artística. En Desiderio Navarro (Comp.), Image 1. Teoría francesa y francófona del lenguaje visual y pictórico, (pp. 189-221). La Habana: Criterios.
Eco, Umberto (2006/2007). A paso de cangrejo. México D.F.: Debate.
Gombrich, Ernst (1999/2003). Los usos de las imágenes. México D.F.: FCE.
Gubern, Román (2000). El eros electrónico. Madrid: Taurus.
Klinkenberg, Jean Marie (2005). La semiótica visual: grandes paradigmas y tendencias de línea dura. En Luisa Ruiz Moreno (Ed.), Semiótica de lo visual, Seminario de Estudios de la Significación (pp. 19-47). Puebla: BUAP.
Moles, Abraham (1981/2002). La imagen como cristalización de lo real. En Desideiro Navarro (Comp.), Image 1. Teoría francesa y francófona del lenguaje visual y pictórico, (pp. 150-188). La Habana: Criterios.
Negroponte, Nicholas (1995/1996). El ser digital. México D.F: Océano.
Peirce, Charles Sanders (1931/1987). Obra Lógico Semiótica. Madrid: Taurus.
Selva, Marta y Solá, Anna (2004). Modos de representación. Sujeto y tecnologías de la imagen. En Elisenda Ardévol y Nora Muntañola (Coords.), Representación y cultura audiovisual en la sociedad contemporánea (pp. 175-233). Barcelona: UOC.