Oxitocina, confianza y corrupción: una teoría sistémica del camino al autoritarismo

Oxytocin, trust and corruption: a systemic theory of the road to authoritarism

  • Esteban Laso
En este texto propongo una teoría sistémica del proceso por el que las sociedades llegan al autoritarismo populista. Postulo, en el nivel individual o micro, una estructura triádica de disposiciones hacia el otro (confianza, suspicacia y hostilidad); y la vinculo, en el nivel social o macro, con un conjunto de factores estructurales (inequidad y desconfianza), sucesos precipitantes (crisis social, económica o política) y catalizadores (presencia de un líder caudillista de discurso populista e inclinación autoritaria). Finalmente, expongo algunos lineamientos para la puesta a prueba empírica de esta teoría.
    Palabras clave:
  • Confianza
  • Autoritarismo
  • Sistemismo
  • Desarrollo
In this text I propose a systemic theory about the process through which societies become authoritarian. I postulate, at the micro or individual level, a triadic structure of tendencies towards others (trust, suspicion and hostility); and I link it, at the macro or social level, to a group of structural factors (inequity and distrust), triggers (social, economical or political crisis) and catalysts (presence of a caudillo with a populist discourse and authoritarian leaning).  Finally, I present some guidelines for the empirical testing of this theory.
    Keywords:
  • Trust
  • Authoritarism
  • Development

1 El enigma latinoamericano1

Las sociedades latinoamericanas han sido, en buena medida, un enigma para la ciencia política más extendida, basada en la rational choice, los sistemas de “agregación de preferencias”, el “votante medio” y la “democracia mínima” (para una visión introductoria de esta perspectiva, verShepsle & Bonchcek, 2008; para una crítica, Cansino, 2008). Fenómenos como el populismo (Edwards, 2010), la corrupción recalcitrante (Transparency International, 2010) y la “pobreza paradójica” (Kliksberg, 2004) se han resistido tanto al análisis neoclásico como a las recomendaciones de los organismos multilaterales. Una y otra vez, y pese al crecimiento económico y la reducción de la pobreza, la política latinoamericana se aleja del pluralismo demócrata para caer en el caudillismo autoritarista, la anomia, la corrupción y la legitimidad aparente de las urnas que encubre agudas diferencias sociales. Es así que una de las regiones más ricas es, también, la más económicamente inequitativa y políticamente inestable.

Sostengo que parte de la explicación yace en la baja confianza interpersonal generalizada que caracteriza a Latinoamérica; y que para profundizar el modo en que ha sido abordado en la literatura sobre desarrollo este fenómeno debe contemplarse también desde una perspectiva psicológica, indagando su base emocional y los mecanismos a que da lugar. Mi argumento es sistémico y aborda simultáneamente dos niveles (o “subsistemas”) superpuestos, el social o macro y el individual o micro, exponiendo la relación entre ambos2.

2 Introducción crítica: “capital social” y desarrollo

Para entender el enigma latinoamericano (entre otros), se propuso un concepto que se extendió masivamente durante la década de los 90 y que orienta, aún ahora, las recomendaciones de varios organismos multilaterales (entre ellos, el Banco Mundial): el “capital social”3. Pierre Bourdieu emplea ya el término en su acepción contemporánea a principios de los 80, distinguiéndolo de los capitales simbólico, económico y cultural y usándolo para entender cómo se reproducen las estructuras de dominación a lo largo de la historia. Pero es James Coleman quien, al liberarlo de la orientación marxista de Bourdieu y emparentarlo con la explicación basada en la “acción racional”, facilita su inclusión en la perspectiva neoclásica de los estudios del desarrollo (Fine, 2010).

Así, Robert Putnam se erige (sin hacer referencia alguna a Bourdieu) en el principal teórico del capital social al publicar Making Democracy Work (Putnam, Leonardi & Nanetti, 1994), estudio que cifra la persistente diferencia de prosperidad entre el norte y el sur de Italia en el bajo “capital social” de esta última, asolada por la mafia, la pobreza y la inequidad: la ausencia de organizaciones voluntarias, falta de civismo, valores y confianza. Como han señalado varios críticos (Fine, 2010), al englobar estos cuatro fenómenos diferentes, la versión de Putnam del “capital social” es ambigua y poco específica: el concepto es definido por su función y no por sus características (cf. “Putnam views social capital as a set of horizontal associations among people who have an effect on the productivity of the community”; en Serageldin, 2000, p. 45). Pero nada demuestra que el “asociativismo” vaya de la mano con el civismo, o la confianza con los valores; ni tampoco que la abundancia de organizaciones voluntarias sea positiva per se (después de todo, la mafia es, también, una “asociación voluntaria”). Es más: según Diego Gambetta (2007), asociaciones voluntarias pero deletéreas como la mafia surgen precisamente para paliar la ausencia de confianza generalizada convirtiendo la protección en negocio privado, con lo cual la relación entre confianza y asociatividad se enturbia y el concepto de “capital social” se difumina4.

2.1 La metáfora economicista y la naturaleza de la moral

De los cuatro elementos que destaca Putnam, la confianza interpersonal generalizada se ha ido desmarcando como el de mayor capacidad explicativa. Según Eric Uslaner (2008b), por ejemplo, la baja confianza es uno de los factores que inciden en la corrupción; y Paul Zak (Zak & Knack, 2001), entendiéndola como una forma harto eficiente de reducir los costos de transacción, la vincula con la capacidad de una sociedad de entablar relaciones cooperativas de mutuo beneficio que aumentan su productividad.

Ahora bien: es posible que al llamarla “capital social” la teoría del desarrollo mainstream haya desnaturalizado involuntariamente la confianza colocando el carro delante del caballo5. Un ejemplo representativo es esta formulación de Francis Fukuyama: “cómo se produce y consume el capital social en una economía cada vez más compleja y tecnológica” (1998, p. 377; énfasis propio). Así se atribuye al concepto las mismas características que a los demás tipos de “capital”, que se “producen” y “consumen” con el fin de generar valor en una economía. Pero si, como ha apuntado Hirschman (citado en Kliksberg, 1999), el social es el único tipo de capital que cuanto más se “consume”, más crece, ¿tiene sentido llamarlo “capital”?

Por tanto, además de no hacer justicia a la profundidad y trascendencia del apego, la solidaridad y el miedo en la vida de los individuos, esta metáfora economicista confunde los medios con los fines: así como la economía está “imbuida” dentro del resto de aspectos y prácticas de una sociedad y no al revés (Schultz, 2008), el desarrollo económico está al servicio del desarrollo social y la dignidad del ser humano, no a la inversa (Kliksberg, 2002).

En el fondo, el economicismo centrado en la rational choice malinterpreta las raíces morales de la confianza: el bien se hace porque es lo correcto, no con miras a una ganancia (“productividad”, “desarrollo”, etc.) ulterior. Pues si se hace el bien para ganar algo, ya no se hace el bien; si ayudo a alguien para que me ayude a su vez más adelante, en realidad no lo estoy ayudando sino haciendo una transacción económica (eventualmente monetarizable; cf. Laso, 2010a; Satz, 2010). Concomitantemente, la literatura distingue entre “confianza estratégica”, orientada al beneficio propio, y “confianza moral”, nacida de la creencia en la universalidad de la ley moral (Uslaner, 2008a).

Por tanto, desde esta perspectiva, la teoría del “capital social” olvida que la moral sólo funciona si se mantiene como “árbitro de última instancia”: como el territorio común en que se encuentran las posiciones opuestas para construir un eventual acuerdo; en otras palabras, el entorno de reglas trascendentales, momentáneamente no sujetas a discusión, en que debemos apoyarnos para discutir asuntos más perentorios y coyunturales. Cuando la moral depende del cálculo costo-beneficio deja de ser vinculante y se vuelve estratégica, lo que propicia la mutua desconfianza, el engaño y la lucha por la supremacía en vez de la cooperación o la tolerancia. Así las cosas, nada me asegura que la próxima ocasión no resuelvas traicionarme en vez de apoyarme si eso te beneficia; y por ende, nada me impide preparar a mi vez un as bajo la manga, lo que avivará tu sospecha y así sucesivamente. Como afirma Brian Loasby: “la autoridad y la confianza no son alternativas a la acción racional sino sus precondiciones” (1999, p. 106)6.

Esta concepción de la moral como entorno, presente tanto en Adam Smith (Kennedy, 2010; Laso, 2010a) como en Tocqueville, reaparece en la noción popperiana de “tradición” (Popper, 1989), retomada por

Hayek como fundamento del Estado de Derecho (Hayek, 1982). Es, a mi juicio, la más vital, abstracta y trascendente de las instituciones de una sociedad (Laso, 2007), pocas veces verbalizada pero que, justamente por eso, canaliza sutil y subrepticia la conducta cotidiana de los ciudadanos en sus intercambios, alianzas y conflictos (como han redescubierto la “nueva economía institucionalista”, Harriss, Hunter & Lewis, 1997, y la “moral economy”, Zak, 2008).

3 Neuropsicología de la confianza: el miedo como inhibidor

Para entender la relación entre el entorno moral de una sociedad y la confianza generalizada (tal y como se refleja en encuestas sobre su estructura de valores; Inglehart, 2003) es preciso atender a las raíces psicológicas de esta última. En un texto anterior (Laso, 2010b) he propuesto que se deriva de dos factores: la predictibilidad y la controlabilidad (Seligman, 1992)7. Cuando, cada vez que arriesgamos algo en una interacción, podemos predecir la conducta del otro, podemos también decidir hasta qué punto nos fiaremos de su buena fe; y cuando podemos controlarlo en mayor o menor medida, podemos, hasta cierto punto, asegurar dicha buena fe. La controlabilidad (que presupone la predictibilidad) reduce el riesgo con tal eficacia que desplaza a la confianza misma: no necesito confiar en ti si puedo forzarte a obedecer. Por tanto, la confianza surge (o no) en los contextos en que el riesgo es suficientemente alto como para no pasar desapercibido y la predictibilidad y la controlabilidad van de bajas a intermedias.

Este riesgo debe entenderse como la amenaza de pérdida de algo que se considera más o menos valioso (desde la vida hasta la propiedad pasando por la propia identidad y estima; cf. la noción de “culpa” según George Kelly, 1991, paralela a la “simpatía” smitheana, Gavin Kennedy, 2005). La investigación neurocientífica sugiere que la percepción del riesgo está mediada y determinada por la capacidad de sentir miedo: las personas que sufren trastornos de la amígdala (estructura cerebral que subyace a las respuestas emocionales negativas) tienden a abordar a los demás sin reparo, timidez ni precaución y a fiarse excesivamente de los desconocidos. Por más que sepan y puedan explicar lo que es el miedo, no pueden sentirlo, demostrarlo, fingirlo ni identificarlo en las expresiones faciales y por ende no son capaces de diferenciar a las personas fiables de las peligrosas a partir de la expresión de su cara (Damasio, 2000, caso “S”, pp. 62-67). Pese a su inteligencia, son hiperconfiados e ingenuos. El miedo es, pues, la emoción que regula nuestra predisposición a fiarnos de otro en cualquier interacción —y por ende a aproximarnos o distanciarnos, a la transparencia o la duplicidad, etc—. A mayor miedo, menor probabilidad de aproximarse literal o metafóricamente —y, a fortiori, de confiar—.

3.1 Neuronas espejo y oxitocina: altruismo y confianza

Postulo, sin embargo, que la ausencia de miedo no necesariamente conduce a la confianza y menos a la colaboración, que se asocian con otro sistema motivacional, el de “separación” (Solms & Turnbull, 2004), y con la estructura, descubierta hace casi dos décadas, de “neuronas espejo” (Iacoboni, 2008). Pues la capacidad humana para colaborar presupone dos condiciones. Una, la motivación altruista de realizar una acción relativamente costosa o riesgosa cuyos beneficios no serán exclusivamente o mayoritariamente míos a corto plazo —es decir, de dar al bienestar de otro al menos el mismo valor que al mío—. Dos, la posibilidad de anticipar la conducta del otro con quien he de colaborar a través de entender sus intenciones —lo que me permite acoplar mi propia conducta a la suya sin tener que vigilarlo a cada momento—.

Las neuronas espejo parecen encargarse de esto último, pues reflejan la acción y expresión de los demás activando sus equivalentes en nuestro sistema nervioso; así, ver a alguien sonriendo despierta en nuestro cerebro, de forma refleja y subliminal, la red neural que inerva nuestros músculos de la sonrisa —lo que nos permite ponernos virtualmente en su lugar y organizar nuestra conducta en función de ello (Decety & Ickes, 2009; Laso, 2009) —. Pero esta estructura se limita a canalizar la acción colaborativa, no a motivarla. Para eso hace falta una emoción positiva que nos impulse a obrar8: compasión, cariño, camaradería —todas variantes del afecto y la conducta de apego—. Estas emociones o sentimientos evocan una clara tendencia a la acción, aproximarse literal o metafóricamente al otro, y dependen de la secreción de ciertos neurotransmisores, ante todo la oxitocina (Cyrulnik, 1989).

Que la confianza generalizada se funda en algo “positivo” y no en la mera ausencia de temor consta en la literatura al respecto9. Mi propuesta es que este núcleo positivo no es una mera creencia sino una emoción o sentimiento emparentado con el apego y la función mediadora de la oxitocina y las neuronas espejo. Sin dicha emoción o sentimiento, la creencia es huera e insuficiente para motivar la conducta. A mi juicio, es el sentimiento de apego, no la creencia en la bondad de los otros, lo que apacigua el temor que se puede dar en cada nueva interacción con un extraño.

Existe una amplia literatura que vincula la oxitocina con la conducta bondadosa, solidaria y colaborativa; por ejemplo, en un experimento, las personas que recibieron dosis de la misma fueron 80% más generosas en la repartición de una suma de dinero que los que recibieron un placebo (Zak & Stanton, 2007). La oxitocina subyace al establecimiento de relaciones amorosas, amistosas y maternales, a la resolución colaborativa de problemas y a la confianza.

Mas la relación entre la oxitocina y el miedo es compleja y de doble vía. Por una parte, el miedo en dosis moderadas puede ser inhibido por la oxitocina, que interviene en el circuito reduciendo la actividad de la amígdala (Kirsch, Esslinger, Chen & Mier, 2005). Por otra, la oxitocina puede propiciar la envidia y la sensación de superioridad (Shamay-Tsoory, Fischer, Dvash, Harari, Perach-Bloom, & Levkovitz, 2009). Una conclusión prudente es que su efecto depende en parte del estado emocional de fondo sobre el que es secretada (Campbell, 2010), determinado a su vez por el significado que el actor otorgue al contexto, a las intenciones del otro y a su propia conducta (Ekman & Davidson, 1994).

3.2 Redefinición del concepto de “confianza” e implicaciones en su medición

Al considerar la interacción entre el miedo y la motivación a la conducta cooperativa (mediada por la oxitocina), la noción de confianza se redefine. Tradicionalmente se la ha entendido como una dimensión dicotómica que va de la “suspicacia” a la “confianza interpersonal generalizada” (Petermann, 1999); así la operacionalizan los ítems empleados para medirla en las encuestas que la incluyen (como la World Values Survey). El más usado proviene de la Faith People Scale de Rosenberg (1956): “En general, ¿diría usted que se puede confiar en la mayoría de la gente o que nunca se es lo suficientemente prudente al tratar con los demás?”, que según la encuesta se responde dicotómicamente o en una escala de Likert (casi siempre de 1 a 10). Sin embargo, comparar las respuestas de las personas a este tipo de ítems dicotómicos con su conducta en juegos experimentales (el trust game) sugiere que las escalas de confianza no predicen qué tan confiado se es sino qué tan digno de confianza. Quien afirme que “se puede confiar en la mayoría de personas” no necesariamente confiará más en sus oponentes en el juego —pero sí que actuará, ceteris paribus, más recíproca e igualitariamente cuando le llegue su turno (García Montalvo & Reynal-Querol, 2003) —.

Esta dificultad se resuelve si asumimos que en lugar de una dimensión dicotómica (“suspicacia – confianza”), la “confianza” responde a dos dimensiones distintas pero interrelacionadas:

  • Una que va del miedo a la seguridad o tranquilidad (que no la confianza ni el apego), y
  • Otra que va de la indiferencia a la conducta cooperativa basada en el afecto positivo (apego).

Como sostengo en un texto anterior:

Es razonable postular que el patrón de comportamiento que llamamos “confianza generalizada” se deriva de la interacción de dos mecanismos neurológicos subyacentes que se inhiben mutuamente: uno destinado a solidificar las relaciones vinculares y favorecer encuentros cooperativos y el otro a evitar las situaciones de potencial riesgo o responder agresivamente a ellas. El primero privilegia la predictibilidad y controlabilidad a mediano plazo y tras varias interacciones y el segundo salvaguarda de la pérdida inmediata de control o predictibilidad en la interacción (Laso, 2010b).

Así, la respuesta “nunca se es lo suficientemente cauteloso” obedece a una experiencia generalizada, tácita y constante de miedo y amenaza, a una visión del mundo como amenazante, peligroso e impredecible —que puede conducir, entre otras cosas, a un comportamiento suspicaz—; mientras que quienes responden “se puede confiar en la mayoría de personas” lo hacen no sólo porque carecen de este “miedo de fondo” y se sienten seguros sino porque abrigan sentimientos positivos hacia la gente en general (y son, por ende, más generosos en el trust game). En el centro, donde la escala es menos discriminativa, se confunden la indiferencia (ausencia de afecto) y la seguridad (ausencia de miedo), que si bien no impiden la cooperación tampoco la propician; sería, especulativamente, el espacio de la cosmovisión individualista, “cada cual para sí mismo”.

Cabe mencionar otro aspecto, si bien sutil, que distingue esta explicación centrada en el afecto de las más usuales en la literatura: que no se apoya única o mayoritariamente en la creencia del individuo en que puede controlar su destino10 sino en su sensación de que puede contar con la ayuda desinteresada de los otros y su amable y general disposición a ofrecer esta ayuda. Podría decirse que el principio moral subyacente de quienes aceptan que “se puede confiar en la mayoría de las personas” es la frase de Mario Bunge: “Todos tenemos el derecho a disfrutar de la vida y el deber de ayudar a los demás a disfrutarla” (Bunge, 2002, p. 259).

Pues bien: puesto que miedo y confianza se inhiben entre sí despliegan una configuración aproximadamente dicotómica: pero los dos polos del ítem de Rosenberg usado universalmente dan cuenta de fenómenos distintos. Un elevado “miedo de fondo” inhibe la secreción de oxitocina haciendo imposible el surgimiento de una emoción positiva hacia el otro; pero, por otro lado, una mayor disposición a la emoción positiva hacia el otro hace menos probable experimentar las interacciones como potencialmente riesgosas, favoreciendo la conducta cooperativa por encima de la suspicaz o la competitiva.

3.3 Evidencia convergente

Existe evidencia que confirma esta estructura bidimensional. Por el lado empírico, coincide con los hallazgos de la “Investigación Confianza y Capital Social en los Jóvenes de Quito”11: un análisis factorial de los cuestionarios empleados (la Interpersonal Trust Scale de Rotter, la Faith People Scale de Rosenberg y el Individual-Group Belief Inventory de Eidelson, más escalas creadas para medir la sensación de amenaza generalizada, la justificación de la conducta antinormativa y del autoritarismo) arroja consistentemente dos factores oblicuos, “altruismo” y “suspicacia”.

Por el lado teórico, se apoya en las reflexiones de Uslaner de que el fundamento de la “moral trust”, a diferencia de la “strategic trust”, debe ser una disposición positiva hacia los conciudadanos y la creencia de que “compartimos el mismo destino” (Uslaner, 2002; 2008a). Concuerda también, grosso modo, con la tradición psicosociológica que ve en el temor el origen del dogmatismo y el prejuicio, antónimos de la confianza generalizada (Altemeyer, 2007; Pastor Ramos, 1986).

4 De la desconfianza al autoritarismo pasando por la corrupción

En el texto antes citado (Laso, 2010a; 2010b) he propuesto también un mecanismo que conduce de la suspicacia generalizada al apoyo a modelos autoritarios de gobierno, por vía de la corrupción y la anomia, que amplío a continuación.

El vínculo desconfianza-corrupción posee apoyo empírico y un modelo teórico (Uslaner, 2008b). Para exponerlo es preciso distinguir entre confianza interpersonal generalizada y confianza intragrupos. La primera se aplica, en principio, a todos los conciudadanos (y, por extensión, a todo el género humano); y, añado, su núcleo es el afecto positivo hacia el otro, no únicamente la ausencia de temor. La segunda es selectiva: consiste en la disposición a fiarme sólo de quienes forman parte de algún grupo o asociación, filial, consanguínea o fraterna, a la que yo mismo adscribo. Salta a la vista que la confianza intragrupos conlleva habitualmente menos riesgo que la generalizada: por un lado, al ser el otro parte de mi red social tengo más acceso a información sobre su conducta previa (mayor predictibilidad) y, por otro, en la medida en que lo siga siendo podré tomar revancha por una eventual traición disuadiéndolo de obrar en mi contra (mayor controlabilidad).

La desconfianza generalizada (asociada con la inequidad12) mueve a la gente a fortalecer vínculos cooperativos y de protección sólo con sus allegados y las disuade de embarcarse en proyectos (incluso de interactuar) con quienes no sean viejos conocidos: relacionarme sólo con mis familiares o amigos cercanos es una manera sencilla de aumentar mi controlabilidad sobre ellos reduciendo un riesgo que percibo como ubicuo e inquietante —y paliando el miedo que lo acompaña—. Esto no solamente minimiza la probabilidad del conflicto sino que facilita su resolución sin apelar a las instituciones formales —en las que tendría que habérmelas con jueces, abogados y tribunales que no conozco y que por ende podrían aprovecharse de mí—.

De esta forma, a la larga, aumenta la confianza intragrupos a costa de la generalizada: a fortiori, la sociedad se fragmenta en pequeñas “mafias”, redes por donde circulan el dinero, el poder, la información y las influencias, cerradas a los extraños. La operación de estas redes aumenta la inequidad; asimismo, a medida que se van apropiando de las instituciones públicas, el imperio de la ley (si alguna vez lo hubo) es reemplazado por el tráfico de influencias, el soborno y la coerción. El círculo se cierra: la inequidad acrecienta las diferencias entre clases, lo que fomenta la mutua suspicacia, y así sucesivamente.

A nivel psicológico, el mediador de este mecanismo es, una vez más, el miedo. Paralelamente, a nivel social, una altísima confianza intragrupos compensa una pobre confianza generalizada conduciendo a una sociedad fragmentada, reacia a cooperar, adversa al riesgo y a la pérdida potencial que suponen (según esta visión impregnada de temor) la honestidad y la conducta cívica.

Este escenario retrata una sociedad corrupta, suspicaz, inequitativa y cuya productividad es subóptima, pero no necesariamente antidemocrática (es decir, autoritaria). Para esto hace falta que la corrupción termine por erosionar el desempeño de las instituciones públicas y por ende la confianza de los ciudadanos en éstas (Uslaner, 2003); es decir, que conduzca primero a la informalidad y eventualmente, si ocurre una crisis desencadenante, a la anomia —sobre todo en sociedades donde el imperio de la ley es de por sí frágil y el Estado débil, insuficiente o incompetente—. Y la anomia, la universal sensación de desprotección y caos, debe ser atendida, bien por un actor privado como la Mafia (Gambetta, 2007), bien por uno público como el Leviatán hobbesiano: el Estado reconvertido en sistema autoritario por la “mano dura” del caudillo de turno13.

Así pues, la desconfianza parece conducir con cierta regularidad a la corrupción; pero ésta no desemboca necesariamente en la anomia a menos que se junte con ciertas condiciones estructurales (inequidad e injusticia) y una crisis (económica, política o social) que simultáneamente ponga de manifiesto la fragilidad del sistema, su incapacidad para ventilar el conflicto y exacerbe el resentimiento transmutando el temor en hostilidad. La anomia, por su parte, lleva a una encrucijada familiar: disolución del sistema sociopolítico o autoritarismo.

4.1 Hostilidad y temor: dinámica psicológica del autoritarismo

A nivel individual, este paso de la suspicacia a la anomia trae aparejado otro cambio que, sostengo, es preciso incluir en la discusión sobre la desconfianza y el devenir político y económico de una sociedad: el que va de la evitación a la hostilidad. Refugiarse en el intragrupo es en esencia una estrategia evitativa: huyo del riesgo implícito en las interacciones con extraños moviéndome cada vez más entre “los míos”. Esta estrategia es sostenible mientras el riesgo percibido sea relativamente alto, pero no extremo, y se carezca de un aglutinante del resentimiento, la envidia y la indignación concomitantes. Pero en cuanto el riesgo percibido empeora (debido a una crisis económica o política) y si surge dicho aglutinante, en la forma de un movimiento revolucionario o un líder que promete “mano dura contra la corrupción”, el temor se transforma ágilmente en hostilidad contra el “otro” —individualizado en parte por la tendencia ideológica dominante y en parte por el mismo líder—. La hostilidad es proporcional al temor: en comunidades gravemente inequitativas, injustas y suspicaces se propaga como el fuego en la pólvora. Y así asistimos al espectáculo de una sociedad aparentemente pacífica convertida de la noche a la mañana en cómplice, por obra y omisión, de la crecida del autoritarismo: atropellos a las libertades de expresión y asociación, disolución de la separación de poderes, corrupción descarada y rampante que son toleradas por la mayoría silenciosa y aprovechadas por unos pocos.

La hostilidad desplaza al temor14: en la medida en que el adepto se oculta bajo el manto del líder autoritario se siente protegido y a salvo. Pero no reduce la creencia de que el mundo es un lugar caótico en el que reina la ley de la selva; por el contrario, la preserva: “mientras el mundo sea un caos se necesitará mano dura”.

Para contribuir eficazmente a este alivio del miedo y mantener su capacidad de aglutinamiento y las bases de su poder, el líder debe ofrecer a los temerosos una identidad social en la cual se vean reflejados y un Enemigo al cual culpar de la situación por medio de una teoría conspiratoria; es decir, en otros términos, ampliar el “intragrupo” a la masa total de quienes se sienten indefensos y desfavorecidos y reducir el “exogrupo” a los pocos y “perversos” privilegiados —que ya sufren la envidia, y pronto el desprecio, de los demás—. En consecuencia, su discurso debe ser simplista y maniqueo: enfatizar el odio y la revancha al “otro”, desvalorizar los logros de anteriores gobiernos, denigrar a oponentes y disidentes tachándolos de “enemigos del pueblo”, involucrarlos en teorías conspiratorias para explicar el calamitoso estado del país, erigirse a sí mismo en artífice de un cambio absoluto y sin precedentes en la historia reciente, un giro de 180 grados hacia la utopía definitiva15. En suma, las características del discurso populista sin importar la ideología16.

Qué tan susceptible sea una sociedad a esta dinámica inexorable y violenta dependerá, en orden de importancia, de la inequidad, de su grado de confianza generalizada previo y del imperio de la ley. Si éste se mantiene incólume, si los ciudadanos perciben que pese a las ingentes diferencias de ingreso la justicia es ciega y oportuna, sentirán que existe un bastión que los defiende del caos definitivo, tendrán menos temor y por ende menor necesidad del líder autoritario. Pero se trata de una defensa frágil que desaparece en el momento en que es colonizada por las mafias imperantes en el sistema. Las verdaderas vacunas contra el autoritarismo son la confianza generalizada y la equidad.

4.2 Evidencia convergente

Como he apuntado, la investigación psicosocial confirma en lo micro esta relación miedo-autoritarismo que subyace a la clásica “personalidad autoritaria”. El líder autoritario, por su parte, suele ser un buen ejemplo de la otra forma de autoritarismo no nacida del miedo, la “dominancia social” (Altemeyer, 2007): un personaje inescrupuloso y manipulador que como Nietzsche divide a la gente en “lobos” y “corderos” y cree firmemente que éstos existen para servir a aquellos —y que él, huelga decirlo, es más lobo que cordero—. Mas hay que evitar la trampa de confundir dos niveles lógicos: la estructura de personalidad del caudillo y la dinámica de la sociedad como un todo. Aquella es secundaria: sólo forma parte de la caída en el autoritarismo porque inspira la esperanza del cambio en virtud de su “mano dura” y del temor imperante en la sociedad. Ningún líder populista es pacífico y abierto al diálogo: si llega a mostrarse así con sus opositores pierde automáticamente el apoyo de la masa17.

A nivel macro, el mecanismo inequidad-desconfianza-anomia-autoritarismo sigue de cerca la propuesta de Hawkins acerca de los factores que propician el surgimiento del populismo: del lado de la “demanda”, una crisis grave (causante de alarma social, esto es, temor) acompañada de la percepción de corrupción (que individualiza a los “culpables” de la crisis); y de la “oferta”, un líder carismático que promete defender al pueblo y castigar a los malvados. Lo que es más importante, su definición de “populismo” parece calcada a la cosmovisión que acompaña a la hostilidad nacida del temor combinado con la anomia:

El populismo es un conjunto de creencias fundamentales sobre la naturaleza del mundo político… que entiende la Historia como una lucha maniquea entre el Bien y el Mal, donde el Bien se identifica con “la voluntad del pueblo” o el interés natural y común de los ciudadanos una vez se les permite forjar sus propias opiniones y el Mal con una élite que ha conspirado para doblegar esta voluntad. Se necesita de un completo cambio institucional –“revolución” o “liberación”… – para restaurar la voluntad del pueblo; ante esto, los derechos (especialmente los de la oposición) son preocupaciones secundarias (Hawkins, 2010, p. 6 traducción propia)18.

Finalmente, el interjuego psicológico entre apego, miedo y hostilidad (y sus derivados, confianza, suspicacia y autoritarismo) reproduce el “conflicto fundamental de personalidad” identificado por Karen Horney. Ante la “ansiedad básica”, “el sentimiento… de estar aislado e indefenso en un mundo potencialmente amenazante” (Horney, 1945, p. 41 y ss.), la persona puede poner en marcha tres estrategias distintas:

  • “Moverse hacia los demás”: afrontar el desamparo admitiéndolo y buscando el apoyo en la compañía y cooperación con los otros;
  • “Moverse lejos de los demás”: ampliando la diferencia percibida entre ella y aquellos, “los nuestros” y “los otros”, y evitándolos en lo sucesivo y la medida de lo posible; y
  • “Moverse en contra de los demás”: rebelándose y atacando a quienes considera como los causantes de la injusticia a que está sometida.

Con esto queda expuesta la médula del argumento: a nivel macro, el mecanismo que va de la inequidad a la desconfianza, la corrupción y el autoritarismo; y a nivel micro, las tendencias y experiencias que le subyacen. A continuación resumo ambos niveles de análisis y esbozo algunas implicaciones en su medición y puesta a prueba empírica.

5 Nivel micro: la estructura de predisposiciones hacia el otro

Antes he sostenido que cabe ver la “confianza” como una línea de conducta dependiente de dos factores subyacentes inversamente relacionados, el apego y el miedo. Es preciso complejizarla aún más añadiendo otra dimensión, el vínculo entre miedo y hostilidad. Por consiguiente, propongo un modelo triádico de la estructura de predisposiciones hacia el otro (Figura 1). A cada vértice corresponde una emoción o sentimiento de fondo (apego, miedo, hostilidad) y una tendencia a actuar de determinada manera (confiada, suspicaz o autoritariamente). En un momento dado, a nivel agregado, cada sociedad se encontrará en alguna zona dentro del triángulo.

Imagen

Figura 1

Estructura triádica de disposiciones hacia el otro

Para simplificar asumo que cada una de las disposiciones inhibe a las demás; sin embargo, esto es rigurosamente cierto sólo en el caso del apego (una persona confiada no tiende ni a la suspicacia ni a la hostilidad). La hostilidad, más que inhibir el miedo, se “alimenta” de él aliviándolo parcialmente. Asimismo, tanto el apego como el miedo son estables a lo largo de la vida de la persona (y acaso intergeneracionalmente; Uslaner, 2008b), mientras que (salvo en los “dominantes sociales”, Altemeyer, 2007) la hostilidad es una respuesta al miedo que surge en contextos de alta amenaza (crisis a gran escala) —lo que la vuelve sensible a los cambios sociales, económicos y políticos del entorno19—. La confianza y el miedo perduran durante décadas, la hostilidad puede ceder tras unos años.

En lo que atañe a la dinámica a nivel agregado, no se puede pasar directamente de la confianza a la hostilidad (entendida como disposición que se manifiesta en una encuesta y no como reacción momentánea). El sendero A, de la confianza al miedo, se franquea lentamente a medida que va creciendo la inequidad en una sociedad; tarda, al menos, una generación y pasa por una zona de “indiferencia individualista” en la que los ciudadanos no son hostiles ni desconfiados pero tampoco solidarios20. Precisando, se puede esperar una moderada baja de confianza a lo largo de la vida de una generación seguida de un brusco desplazamiento hacia la indiferencia y/o la desconfianza en la siguiente. El sendero B, del miedo a la hostilidad, no se franquea sino hasta que surge un precipitante, una crisis de proporciones; pero, llegado ese punto, el salto es vertiginoso.

5.1 Nivel macro: el camino al autoritarismo

La Figura 2 condensa el camino al autoritarismo que empieza con la inequidad, la desconfianza y la corrupción, pasa por la crisis que revela la anomia y termina con el surgimiento de un líder de corte autoritario y discurso populista que pervive transmutando el miedo en hostilidad. Se trata de un proceso más o menos largo y subrepticio de descomposición social, erosión de la confianza y el afecto, acompañado de un aumento de la inequidad, que desemboca, tras una crisis grave, en una repentina aglutinación del descontento y el temor en torno a un líder caudillista de discurso populista y tendencia autoritaria.

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Figura 2

El camino al autoritarismo populista

El círculo inequidad-desconfianza-corrupción es la familiar “trampa de la inequidad” de Uslaner (2008b), condición estructural necesaria pero no suficiente para la aparición del autoritarismo. Hace falta además una crisis de gran envergadura que ponga en tela de duda la solidez del sistema: una hambruna, una recesión, un golpe de estado, incluso una declaración desafortunada por parte del líder de turno puede ser la gota que derrame un vaso rebosante de suspicacia y resentimiento. Este es el momento justo para que un caudillo carismático y perspicaz (en el caso paradigmático, un “dominante social” de Altemeyer o “zorro” de Maquiavelo) se alce con el poder catalizando el miedo en odio a un chivo expiatorio, un “exogrupo” cuyos nombres y apellidos provengan del clima ideológico imperante. Una vez instalado, y fiel a su línea de partido, el caudillo alimenta la hostilidad afianzando un gobierno autoritario en el miedo al “otro”; esto conduce a un nuevo statu quo que se revierte, casi siempre, en mayor inequidad, más desconfianza y corrupción.

6 La teoría sistémica del autoritarismo y la desconfianza: medición y puesta a prueba empírica

Esta teoría sistémica de doble nivel presenta dos ventajas. Por un lado aumenta la potencia explicativa de las reflexiones ya existentes en la literatura sobre el contubernio entre desconfianza y corrupción añadiendo un eslabón más de la cadena (el autoritarismo) y un mecanismo para alcanzarlo (anomia y caudillismo populista): explica así el devenir político de una sociedad a partir de su “disposición moral”. Por otro, aporta un elemento dinámico (la hostilidad autoritaria) a un esquema en buena medida estático (el interjuego confianza-suspicacia) y explicita el catalizador indispensable (el caudillo). Ponerla a prueba supone someter tres puntos al contraste con la evidencia: la estructura en el nivel micro, la secuencia en el macro y la relación entre ambos.

Respecto de la estructura, operacionalizarla plenamente significaría desarrollar un cuestionario con los tres factores. Es razonable asumir, sin embargo, que tanto la confianza como el temor coinciden con los polos del ítem “Se puede confiar / Nunca se es demasiado cauteloso” de Rosenberg, con lo que se puede facilitar la operacionalización a efectos de su puesta a prueba añadiendo simplemente un ítem de “hostilidad”. (Se puede partir de algunos ítems de la Personal Power, Meanness and Dominance Scale de Altemeyer que traduzco ligeramente modificados: “Es mucho mejor ser amado que temido”, “En un mundo tan competitivo a veces hay que ser despiadado”, “Los que se interponen deliberadamente en el camino a una sociedad más justa merecen ser destruidos”21). Además, en vez de la formulación dicotómica heredada de Rosenberg, habría que presentar los tres ítems por separado sobre sendas escalas de Likert (de elección forzada, o sea, sin punto intermedio); y por último, para añadir un toque dinámico, incluir un ítem de “alarma social” que dé cuenta de la percepción del estado actual de la sociedad en la dimensión “ordenada – caótica”.

El modelo conduce a esperar las siguientes correlaciones:

  • alta y negativa entre “confianza” y “miedo” (los polos del ítem de Rosenberg) ya que equivalen a disposiciones permanentes y no sensibles a las circunstancias;
  • alta y negativa entre “confianza” y “hostilidad”;
  • positiva y baja o moderada entre “miedo” y “hostilidad”;
  • positiva y moderada entre “hostilidad” y “alarma social”; y quizá
  • positiva y baja o moderada entre “miedo” y “alarma social”.

Para contrastar la secuencia dinámica se requeriría, idealmente, un estudio longitudinal de una sociedad atrapada en la trampa de la inequidad y que empieza a despeñarse por el sendero del autoritarismo. Pero nos topamos con la práctica imposibilidad de encontrar tal “experimento natural” —o de, suponiendo que fuese encontrado, obtener medidas periódicas del mismo—. Ahora bien: la secuencia se compone grosso modo de dos partes, el circuito “inequidad-desconfianza-corrupción” y la cadena “crisis (económica)-caudillismo populista-autoritarismo”. Los autores de ambas han recopilado evidencia que apoya a cada una (Hawkins, 2010; Uslaner, 2008b). Es la relación entre ambas partes, el introducir la anomia como consecuencia de la crisis y considerar que el caudillo es sobre todo un catalizador lo que añado; pero concuerda prima facie con la suerte de los estados que han ido recientemente por el sendero autoritario (en particular en América Latina).

Por último, la Figura 322 esclarece la relación entre los dos niveles de análisis emparejando cada momento de la sociedad en su conjunto con la estructura de disposiciones concomitante. Cuando ocurre, el paso de la equidad a la inequidad es lento y progresivo, tarda al menos una generación y va acompañado por el cambio de confianza a indiferencia (actitud menos alarmante y conspicua que la suspicacia). Tras unos cuantos años de inequidad persistente y relativamente alta, cuando se la percibe no como una etapa sino como un estado permanente, la indiferencia se torna en suspicacia, propiciando el aumento de la corrupción. Si ésta compromete el imperio de la ley, si las “mafias” colonizan las instituciones del Estado, una eventual crisis las desnuda, extendiendo la anomia que transmuta la suspicacia en franca hostilidad y propicia la aparición de un caudillo autoritarista en el curso de unos pocos años. Éste, que medra en el odio, lo alimenta con un discurso maniqueo y simplista que justifica la persecución de los disidentes y la “refundación” o reforma de la estructura del Estado a su imagen y semejanza —lo cual mantiene a los ciudadanos oscilando entre la suspicacia silenciosa y la hostilidad abierta, mientras dure su mandato, para volver mayoritariamente a la suspicacia tras el retorno a un sistema democrático—.

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Figura 3

Diagrama Boudon-Coleman del camino al autoritarismo y las disposiciones hacia el otro

Idealmente, se requeriría de un diseño longitudinal que siga el devenir de una sociedad con alta inequidad, baja confianza y alta corrupción, tomando cada cierto tiempo una instantánea de su posición en el “espacio disposicional” (deducible del agregado de respuestas individuales a los ítems correspondientes) y en la dimensión “democracia-autoritarismo” (por ejemplo, mediante el Democracy Index de la Economist Intelligence Unit). Sin embargo, se puede emplear un análisis transversal de varias sociedades representativas de los distintos momentos del proceso para comprobar la teoría, que predice una clara relación macro-micro (con un cierto retraso temporal entre cada nivel).

Para terminar, un apunte práctico. De la teoría se sigue que una sociedad no se libra de la tentación autoritaria sólo por pasar del autoritarismo a la democracia. Además de que la democratización per se no parece conducir al crecimiento (Inglehart & Welzel, 2005) o reducir la corrupción (Uslaner, 2008b), necesita para prosperar no sólo de instituciones formales sólidas y justas sino de una institución informal, tácita, abstracta y ubicua: la confianza, la disposición positiva hacia el otro: en definitiva, los moral sentiments de Adam Smith (Kennedy, 2005). Aciertan, pues, quienes aconsejan priorizar el desarrollo favoreciendo la operación de la “mano invisible” dentro de un marco institucional apropiado e imparcial. Pero yerran cuando, al permitir el crecimiento excesivo de la inequidad, olvidan fortalecer la “simpatía” smitheana, el otro pilar de la democracia y la salud de los pueblos.

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