En los libros y las conferencias de los académicos, en las notas periodísticas, en las iniciativas de las organizaciones civiles, en los discursos de las autoridades, y en los programas y proyectos de sus planificadores, siempre que se habla del “espacio público” se reclama su desaparición y se apela entonces a la necesidad de recuperarlo: se menciona su importancia como lugar de encuentro y convivencia ciudadana, como espacio que nos pertenece a todos, como escenario para la hechura de la identidad social, ámbito de pluralidad democrática, indicador de la calidad de vida urbana, y en fin, y un poco, aunque a contracorriente, como dominio en el que debe verse ejecutado aquello que Henri Lefebvre llamó El derecho a la ciudad (1968/1969), y que hoy ya es parte del sistema internacional de Derechos Humanos.
No obstante, entre tanta insistencia, aparece algo opuesto a lo que se menciona, algo que no se dice pero está presente en la vida de las ciudades y en la propia noción de “espacio público”, al menos en su uso más actual; a saber: que el espacio público, antes que un concepto para agrupar y entender los distintos lugares de los que se compone la ciudad, antes que una categoría en la que caben todos los eventos de la vida urbana, y antes incluso que un espacio concreto y real, ha venido funcionando como una especie de ideología (Delgado y Malet, 2007), cuando no de mercancía, a razón de la cual se presenta como correcto y necesario un proyecto de ciudad, y se legitiman por adelantado una serie de estrategias que, a veces con las mejores intenciones y otras no tanto, sirven para excluir del “espacio público” todo aquello que resulte ajeno y por lo tanto problemático para el modelo que se busca realizar. El presente trabajo pretende revisar brevemente tres de estas estrategias. Parte del supuesto de que, por un lado, no se tratan de estrategias que adopten el carácter abierto y represivo de la prohibición, sino más bien la forma sutil de las ideas que se dan por ciertas y por legítimas; y por el otro, que estas ideas son producto de la cultura moderna, es decir, capitalista, o sea, de aquella que vive y da forma a nuestras ciudades desde hace cuando menos dos siglos.
El libro de Lefebvre que apareció en el primer párrafo de este trabajo, y cuyo título, es cierto, se ha convertido en una suerte de eslogan entre los enterados (Mitchell, 2002, p. 17), es interesante aquí al menos por dos razones. La primera: porque se editó por primera vez en 1968, justo en el contexto de la primavera de Praga y el mayo francés, y de jóvenes inconformes con una sociedad que producía muchas mercancías y muy poco sentido, y del conflicto, buenamente moderno, entre la ciudad de los urbanistas y la vida de la gente.
Pues bien, contra esta “sociedad de consumo que se traduce en órdenes: orden de sus elementos sobre el terreno, orden de ser felices” (Lefebvre, 1968/1969, p. 43), y frente a este urbanismo íntimamente relacionado con las necesidades del mercado, es que Lefebvre formula su derecho a la ciudad, que es, según dice, “un grito y una demanda”, que “no puede concebirse como un simple derecho de visita o un regreso a las ciudades tradicionales”, sino sólo como el “derecho a la vida urbana” (Lefebvre, 1968/1969, p. 138). El derecho a la ciudad es, entonces, el derecho de la gente a fabricar el mundo en el que vive: es el “derecho a la obra (a la actividad participante) y el derecho a la apropiación (muy diferente al derecho a la propiedad)” (Lefebvre, 1968/1969, p. 159; cursivas y paréntesis en el original); es el derecho “a los lugares de encuentros y cambios, a los ritmos de vida y empleos de tiempo que permiten el uso pleno y entero de estos momentos y lugares” (Lefebvre, 1968/1969, p. 167; cursivas en el original); y finalmente, es el derecho a que la ciudad sea el espacio donde las diferencias y contradicciones se reúnan: a que ciertos grupos, clases o gentes, a que ciertas ideas, pensamientos y opiniones, no sean segregados ni apartados ni enviados a las periferias, ya no de la ciudad, sino de la vida urbana.
Pero el derecho a la ciudad es también, y desde el principio, una suerte de definición de la situación: en la sociedad de consumo, es decir, en la sociedad donde ya no se trata de producir cosas sino de que las cosas se liquiden, la ciudad, primero sirve de medio para la circulación de mercancías, y luego ella misma, toda, completa, se convierte en un producto mercantilizado: en algo que puede comprarse y venderse, usarse y consumirse, y sobre todo, en algo que ya solamente vale por el dinero que genera. Entonces, dice Lefebvre, el espacio urbano se convierte en espacio comercializado, en un espacio deliberadamente producido, y por lo tanto, en un espacio estratégico: por “estrategia entendemos que todos los recursos de un determinado espacio dominado políticamente sirven de medios para apuntar y alcanzar objetivos” (1972/2006, p. 139); por ejemplo: dispersar a la gente, “repartirla en los lugares asignados para ella... subordinar, consecuentemente, el espacio al poder –controlar el espacio y regir de forma absolutamente tecnocrática a la sociedad entera” (1972/2006, p. 140).
Y de esto, la segunda razón: es interesante porque lo que sucedió es lo que ya se venía anunciando, a saber: cuando la ciudad se vuelve objeto de consumo, las calles y las plazas, y los parques, callejuelas y plazoletas, se convierten en “espacios públicos”; o sea, en el “plus necesario que la ciudad debe ofrecer”, en “el valor diferencial que las ciudades colocan en el mercado territorial para atraer los capitales” (Gorelik, 2008, p. 44). En este sentido, no es casual, y sí por el contrario bastante consustancial, que la noción de “espacio público” se haya “puesto de moda entre los planificadores sobre todo a partir de las grandes iniciativas de reconversión de centros urbanos, como una forma de hacerlas apetecibles para la especulación, el turismo y las demandas institucionales en materia de legitimidad” (Delgado, 2007, p. 226). O dicho de otra manera: cuando el derecho a la ciudad, ni modo, se transformó en un derecho parecido a los derechos del consumidor, no importa si por “consumidor” se entiende la gente (sobre todo, la gente con poder adquisitivo), los dueños de las inmobiliarias o los funcionarios públicos, porque lo que interesa es que en tanto consumidores buscan que la ciudad satisfaga sus gustos y necesidades: que sea un producto hecho para ellos en lugar de por ellos (Mitchell, 2002, p. 18). Una oferta sujeta a la demanda. El hecho de que de últimamente se utilice la palabra “usuarios” para referirse a la gente es bastante significativo, lo mismo que la expresión “espacios públicos de calidad”, que hace aparecer a los espacios como servicios o productos.
Ya con fechas, el término de “espacios públicos” apareció explícitamente a finales de los años setenta del siglo pasado. Para los ochenta, ya eran uno de los objetivos prioritarios de la planificación urbana; se asociaban, como ahora, con la “calidad de vida” o la “reconquista de los centros urbanos”, y se estudiaban, también como ahora, las “actividades de sus usuarios”, y la posibilidad de crear espacios para dar “a estas actividades cotidianas mayor comodidad y agrado para su ejercicio” (Roullier, 1979, citado por Betin, 2001, p. 48). De la misma manera, y haciendo del término una suerte de emblema de equidad territorial, los urbanistas y administradores públicos vieron —así como ahora también lo hacen— la forma de regenerar los espacios públicos existentes (del centro de las ciudades principalmente) para “hacer su uso más fácil y cómodo para todo el mundo” (Betin, 2001, p. 51), lo cual, bajo estricto imperativo democrático, significaba no sólo comodificar físicamente el espacio, sino, ante todo, hacerlo social y culturalmente.
“Cómodo” es un adjetivo que proviene del latín y que significa “adecuado” o “conveniente”. Es el adjetivo de lo que resulta agradable, apacible, acogedor, llevadero, de lo que se opone al esfuerzo y los obstáculos, y de donde viene la comodidad y las comodidades, y el acomodar y el acomodarse. Se refiere, además, e invariablemente, a una cualidad presente en ciertos lugares, objetos o situaciones, y no por ejemplo meramente a su simplificación.
Pero históricamente, y sobre todo después de que los capitalistas del siglo XIX descubrieran que el cansancio era una falta antieconómica, y por extensión, que la comodidad era la solución para elevar la productividad en el trabajo, la comodidad, por un lado, dejó de pensarse como una cualidad para ejecutarse como un bien que cada cual podía adquirir para aislarse de los demás (Sennett, 1994/1997, pp. 360 ss); y por el otro, se convirtió en una experiencia que se buscaba en la calle (y ya no únicamente en la casa o en los edificios públicos), y que precisaba que la ciudad se convirtiera en una ciudad “repleta de esfuerzos destinados a negar, minimizar, contener y evitar el conflicto” (Baumgartner, 1988; citado por Sennett, 1994/1997, p. 23). La comodidad se presenta entonces como una experiencia urbana que no busca enfrentar sino más bien eludir e incluso desaparecer “las sensaciones perturbadoras que pueden presentarse en una comunidad heterogénea y multicultural” (Sennett, 1994/1997, p. 389).
Es justo de todo esto de donde sale el urbanismo como técnica de reordenamiento del espacio urbano, y en consecuencia, de donde resulta el primer espacio público expresamente pensado y proyectado como tal: el parque. En efecto, con el Movement Park, que surgió en Estados Unidos a mediados del siglo XIX, cuando las élites urbanas reclamaron el agentuzamiento inquietante de la ciudad, y que, entre otros, se identifica en con el nombre de Frederick Law Olmsted, un arquitecto paisajista que fue amigo de Andrew Jackson Downing, otro arquitecto paisajista, las zonas verdes comienzan a brotar en las ciudades norteamericanas, por ejemplo en Nueva York, con las mismas intenciones y los mismos argumentos que en Europa: belleza, salubridad, moralidad y civilidad, o como establecía un informe que se elaboró en Inglaterra en 1833, como respuesta a la epidemia de cólera de 1830 y:
Antídoto natural frente a las condiciones... de la vida en la fábrica, como medida de educación moral de la clase obrera y como factor de sobriedad y ahorro... que se traduce incluso en beneficios para la sociedad y la producción (citado por Casar, 1989, p. 82).
Palabras más palabras menos, es lo mismo que dijo Olmsted cuando trataba de conseguir dinero para el Central Park: los parques “silencian los resentimientos y las disparidades de la riqueza y la moda”, ayudan “a los pobres y degradados a elevarse”, calman “el elemento áspero de la sociedad”, y “desvían a los hombres de lo malsano, de los vicios, de los métodos destructivos” (citado por Taylor, 1999, p. 4).
Y es que, en efecto, el Central Park, como en el resto de los parques de esa época, fue una especie de experimento democrático que en el fondo conllevaba más bien una buena dosis de dos cosas. La primera, de control social, porque como los trabajadores de las fábricas ya intentaban por entonces controlar su tiempo libre, por ejemplo, mediante la reducción de la semana laboral, la clase media y los patrones sintieron que por ahí podía escaparse el desorden, y que eso no se valía, y que había que tomar cartas en el asunto, y que los parques podían servir muy bien para tal fin, porque su diseño amplio y horizontal permitía vigilarlos sutil pero eficazmente. Y segunda, de reformismo social: en el Central Park, Olmsted veía reuniéndose a las clases acomodadas —medias en ascenso o en descenso— con las obreras, a condición de que éstas últimas asumieran los valores, gustos, modales y comportamientos de las primeras: que “dulcificaran sus costumbres”, decía alguien por entonces. Se trataba de que las clases medias estuvieran cómodas en un espacio que estaba diseñado para “maximizar el comportamiento adecuado y limitar o eliminar a los indeseables”, y donde “adecuado” quería decir “silencioso, ordenado, pacífico e inofensivo” (Taylor, 1999, p. 13).
Ahora bien, y sin mayor solución de continuidad que la del país donde se genera, es esta misma producción de comodidad urbana, esta misma comodificación de la experiencia urbana, la que muchos años después —poco más de un siglo a decir verdad— se dejó ver cuando Rudolph Giuliani puso en marcha su Estrategia policiaca número cinco. El objetivo: “reclamar los espacios públicos de Nueva York”. Dicho reclamo se fundamentaba en la idea de que “en el espacio público existía el derecho a 'no ser molestados [ni] agitados [...] por los otros'“ (Carrasco, 2010, p. 7; comillas en el original), y se señalaba entonces a los limpiaparabrisas, los ambulantes, los ebrios, “a las personas sin hogar, a los mendigos, a las prostitutas, a los paracaidistas, a los grafiteros, a los bicicleteros imprudentes y a los jóvenes rebeldes”, como esos otros incómodos que “le habían robado a la clase media blanca la ciudad que consideraban suya por derecho propio” (Smith, 2000, p. 10). Esto huele a revanchismo.
“Revancha” es una palabra que en francés se dice revanche y que significa “venganza”. Y venganza era precisamente lo que quería Giuliani, más o menos de la misma manera que los revanchistas franceses de las últimas décadas del siglo XIX: quizá la única diferencia es que mientras la venganza de estos últimos se fundamentaba en un nacionalismo extremista, la de Giuliani, ya en épocas neoliberales, venía impulsada más bien por una crisis económica que había llenado las calles de desempleados y gente sin hogar. Y como buen gobernante neoliberal, Giuliani argumentó que estos “indicios visibles de una ciudad fuera de control”, no eran consecuencia ni de los fraudes de los banqueros ni de los robos de los funcionarios públicos, ni tampoco de la codicia de una clase que buscaba mantener la seguridad de sus inversiones, sino de toda esa gente económicamente incompetente que con su presencia “amenazara la calidad de vida de los miembros de la sociedad convencional”, y que, por lo tanto, tendría que considerarse, no tanto peligrosa como incívica. Con la creación del “espacio público”, se ilegalizaban entonces aquellos actos que se suponían incívicos, al tiempo que se criminalizaba la pobreza y se naturalizaban las causas de la misma.
Hasta aquí podría argumentarse que los dos ejemplos que se han puesto son algo que sólo podría suceder en Estados Unidos, pero también que como Estados Unidos está ahora por todas partes, es más bien señal de que en las ciudades contemporáneas el derecho a la ciudad se ha convertido en una prerrogativa de cierta clase social, o dicho más ampliamente, de una forma de vida que, vía la comodidad, “trata de asegurar que los espacios públicos permanezcan “públicos” en lugar de secuestrados por usuarios indeseables” (Mitchell, 2002, p. 2; comillas en el original). Ahora bien, una peculiaridad de esta comodidad es que resulta muy similar a la comodidad que se trata de ofrecer en los centros comerciales, donde, en efecto, todo se encuentra estrictamente puesto, acondicionando, acomodado, para “mayor comodidad de los clientes”. Y una consecuencia de esta comodidad es aquella que apuntaba Sennett cuando hablaba de ciertas características no muy edificantes del capitalismo que ahora nos toca vivir: “la comodidad del usuario embrolla la democracia”, precisamente porque:
La democracia requiere que los ciudadanos estén dispuestos a hacer un esfuerzo para descubrir cómo funciona el mundo que los rodea. Cuando la democracia se articula según el patrón del consumo, se vuelve cómoda para el usuario y esa voluntad de saber se desvanece (2006/2007, p. 146).
Un dato que no debe pasarse por alto es el siguiente: casi al mismo tiempo que surgía la noción de “espacios públicos”, y con ella, la promoción de la comodidad, el bienestar y la calidad de vida, aparecía también el término de “planificación estratégica”, que sintetizaba una nueva manera de ordenar el espacio urbano pero también, y sobre todo, de configurar lo urbano como espacio de orden; es decir, de una cierta distribución, disposición y definición, de una cierta ordenación y producción de la experiencia urbana.
“Planificación estratégica” es un término que no se les ocurrió a los urbanistas, ni a los funcionarios públicos, ni a los científicos sociales, sino que proviene del ambiente empresarial, que, a su vez, lo tomó del ámbito militar, es decir, de ahí donde la palabra “estrategia” significa “argucia para superar los obstáculos puestos por la voluntad del oponente”, de modo que, así, militarmente, donde “haya antagonismo habrá estrategia, es decir, un método de pensamiento que permita jerarquizar y clasificar las acciones para escoger luego los procedimientos más eficaces dirigidos a reducir o eliminar contraposiciones o antagonismos” (Fernández, 1997/2006, p. 41). Y es un método que, con sus variantes, se utiliza en la milicia desde la época de Sun Tzu. Luego, entre los empresarios, siempre un poco belicosos, el término apareció a mediados del siglo pasado, justo cuando la competencia empresarial comenzó a concebirse como una guerra en la que no sólo había que vencer al oponente, sino, mejor aún, apoderarse del mercado completo, como efectivamente trató de hacerlo IBM en 1981. Ahora bien, un tanto como era de esperarse, cuando las ciudades dejaron de pensarse como ciudades para concebirse como mercancías, adoptaron, sin mayores cambios, los conceptos y técnicas de la planificación estratégica empresarial, bajo la premisa de que como cualquier otra empresa, la ciudad podía convertirse en una verdadera “máquina de crear riqueza”.
Pero esta adopción no surgió de la nada: para los años setenta, la cada vez más evidente recesión económica ponía en duda, sobre todo en Inglaterra y en Estados Unidos, aquella planificación que había prosperado con el auge constructivo de la posguerra y que se utilizaba sobre todo para tratar de controlar el crecimiento urbano. Se pensaba entonces que una planeación menos constrictiva y más expansiva, menos dirigida por el Estado y más conducida por el mercado, era la solución para salir del atolladero. Esta idea era apoyada por los neoliberales que veían en aquella planificación la cristalización del proyecto keynesiano, que, según sus cuentas, había frenado el crecimiento del mercado, sofocado el impulso empresarial, y llevado al mundo a la bancarrota. Se necesitaban cambios. Y los cambios comenzaron en Estados Unidos, un poco porque ahí el espíritu empresarial siempre ha sido muy potente, un poco porque ahí las regulaciones estatales nunca han sido muy distintas a las regulaciones empresariales, y un poco porque ahí vivía un señor de nombre James Rouse, constructor de grandes centros comerciales, promotor famoso a finales de los años setenta, y miembro de la Comisión del Gran Baltimore, un grupo de hombres de negocios que se fundó en 1956.
Pues bien, en sus proyectos, como la construcción de Columbia o la “revitalización” —palabra que si no inventó, por lo menos sí popularizó— del centro de Baltimore, Rouse había utilizado una nueva fórmula de planificación urbana en la que, según la sintetiza Peter Hall:
Una nueva y radical élite de empresarios se hizo cargo de la ciudad, y organizó una coalición que, con habilidad, obtuvo el apoyo público y supo combinar la ayuda federal con el dinero privado para realizar proyectos comerciales a gran escala (1988/1996, p. 360).
Lo que hizo distinto a Rouse de otros promotores que ya utilizaban la misma fórmula fue, por un lado, que incorporó en sus proyectos actividades culturales y manifestaciones de la diversidad étnica, sobre todo, de la negra, como una forma de ofertarla y por ende de controlarla; y por el otro, que estas actividades estaban pensadas principalmente para atraer a los turistas; como un inglés de la época decía:
El proceso de crear lugares que tengan éxito es sólo un aspecto de la promoción de obras. Es como dirigir un teatro, donde hay que ir cambiando continuamente los espectáculos para atraer gente y mantenerla entretenida. No es sorprendente que uno de los que tienen más éxito, los 28.000 acres de Walt Disney World en Florida, sea dirigido por una compañía que tiene departamentos dedicados a “Imaginación” y “Atracciones”. No es que el técnico y el urbanista tengan cualidades necesarias para crear grandes teatros, aunque pueden ser útiles como actores y escritores (Hall, 1988/1996, p. 361).
Con la “Rousificación de Norteamérica”, como la llamó Peter Hall –aunque bien podría llamarse también disneyficación, en tanto se trata de la creación deliberada de la ciudad como escenario y espectáculo, se ponen los primeros cimientos de una ciudad hecha por promotores; de una ciudad ya no planeada tanto como “gerenciada”, según se dice en la nueva jerga, y claro, de una ciudad sujeta a planificación estratégica, es decir, a un conjunto de ordenamientos para elevar su competitividad en el mercado, y principalmente, para modelarla de acuerdo a las necesidades del mismo.
Ahora bien, y ya conjugada en tiempo presente, la planificación estratégica se articula, según Vainer, en tres analogías constitutivas que ya más o menos veníamos apuntando. La primera es aquella según la cual las ciudades son grandes empresas, o, como decían Borja y Castells, “las multinacionales del siglo XXI”, en las que el espacio público, en tanto categoría y proyecto, funciona como una suerte de insumo para la producción de ciudad. La segunda: la ciudad es una mercancía que debe venderse, o según la muy encarecida recomendación de, otra vez, Jordi Borja: “vender la ciudad [es] una de las funciones básicas de los gobiernos locales” (citado por Vainer, 2000, p. 78; comillas en el original). Para venderla, claro, se necesita de cierto marketing y de políticas de image-making, y de ofrecer aquellos atributos que sean valorados en el mercado:
El gobierno local debe promover la ciudad para el exterior, desarrollando una imagen fuerte y positiva apoyada en una oferta de infraestructuras y servicios (comunicaciones, servicios económicos, oferta cultural, seguridad, etc.) que atraigan la atención de inversionistas, visitantes y usuarios solventes a la ciudad (Castells y Borja, 1996, citados por Vainer, 2000, p. 80; comillas en el original).
Es decir, que los usuarios insolventes nada más no están invitados.
Lo que se ha llamado “gentrificación” —parte fundamental del revanchismo urbano además—, o sea, el hecho de quitar y mover gentes económicamente prescindibles de sus barrios, para meter y acomodar gentes económicamente imprescindibles en los mismos, tratando a las primeras como cosas y las segundas como ciudadanos en forma, proviene justamente de estas dos analogías: se trata, cuenta Smith, de la producción de un espacio urbano exclusivo, y excluyente, dispuesto para consumir y consumirse, y que, del mismo modo que la televisión, “lanza el mensaje de que las vidas de los ricos y famosos son la norma social a la que todo el mundo puede aspirar” (2008, p. 39), de modo que, así, en una aparente democratización del producto, la exclusión no se cumple tanto por coacción, aunque sí que hay mucho de eso, sino por oferta: aquí está todo lo que puedes alcanzar, todo lo que puedes ser, todo lo que puedes tener, todos los lugares a los que puedes entrar, eres libre, completamente libre de tomarlo o dejarlo, pero si lo dejas, si no aspiras a ello, si no tienes la capacidad económica para obtenerlo, eres un intruso entre nosotros.
Pero hay una tercera analogía que aquí resulta más interesante por cuanto supone una estrategia mucho más potente: la ciudad es una patria, y por lo tanto, de ella debe surgir un sentimiento de “patriotismo cívico”, de sentido de pertenencia, identidad y deseo de participación (Vainer, 2000, p. 94), que, bajo óptica mercadológica, sirve para establecer la cooperación público-privada, y que, también bajo estricta óptica mercadológica, se logra con la promoción sistemática de “valores cívicos”, ya a través del levantamiento de monumentos o esculturas, sí, en el “espacio público”, o ya publicitando el consenso sobre el conflicto, la concordia sobre el enfrentamiento, en el entendido previo de que para llegar al consenso no se necesita el conflicto, y para la concordia no se requiere del enfrentamiento. O dicho de otra manera: con la producción del “espacio público” como lugar de pertenencia, como espacio cívico por excelencia, se establece también que el ciudadano, que el “usuario de espacios públicos”, es, y sólo adquiere esa carta, cuando está por encima de cualquier conflicto, cuando logra ir más allá de los enfrentamientos, cuando entiende que “el debate sobre las prioridades y el proyecto de ciudad no tienen que ver nada con el debate acerca de la naturaleza, prioridades y proyecto de sociedad” (Vainer, 2000, p. 96).
Y esta última analogía ya se traduce en un orden; es, en sí misma, un orden y también una orden de actuación. Un tanto irresistible además porque puestos a escoger ¿quién no quiere ser cívico?
Pero aquí “cívico” no está dicho en el sentido más tradicional del término, es decir, en aquel que lo equipara con la urbanidad y lo pone como principio de convivencia social, sino en el sentido más funcional del mismo, o sea, en aquel que lo hace sinónimo de trato sosegado e inofensivo, de ordenación y coexistencia pacífica, sin sobresaltos. Así, como dice Manuel Delgado, con el civismo:
El espacio público pasa a concebirse como la realización de un valor ideológico... proscenio en que se debería ver deslizarse una ordenada masa de seres libres e iguales, guapos, limpios y felices, seres inmaculados que emplean ese espacio para ir y venir de trabajar o de consumir y que, en sus ratos libres, pasean despreocupados por un paraíso de cortesía, como si fueran figurantes de un colosal spot publicitario (2007, p. 226; cursivas en el original).
Y es que, ciertamente, en esta especie de disneyficación cívica no se trata tanto de la imagen del orden y la concordia, como del orden y la concordia de la imagen que se trata de producir. O en otras palabras: si el espacio público es, ante todo, y un poco en el sentido que decía Lefebvre, una producción, esta producción es, fundamentalmente, producción de una realidad que precisa verse materializada, realizada, actualizada. Así, en efecto, ya no se trata aquí únicamente de la producción de un objeto comercializable, sino también, ahora, en tiempos de capitalismo de espectáculo, de la producción de una realidad purificada, mejorada, filtrada, de apariencia mucho más civilizada y políticamente chic; de una realidad desprovista de los conflictos constitutivos de la vida urbana, pero frente a la cual éstos tendrán que comparecer y convalidarse. En suma, de la producción de una realidad “cívica” que exige verse cumplida, y desde la cual la realidad hecha y derecha de una sociedad profundamente estratificada, salvajemente competitiva y desigual, se vive como ficción.
Por poner un ejemplo entre muchos: el Plan para la Promoción del Civismo fue el nombre con el que el Ayuntamiento de Barcelona lanzó en 2003 un proyecto de educación cívica que se proponía acabar, a decir de Marta Comas, coordinadora del Plan, con “el incivismo fruto de la dejadez, del desconocimiento del marco normativo o, simplemente, de la pereza” (2005, p. 84), aunque también con ese “incivismo intencionado, vandálico, producido por un grupo minoritario de personas” (2005, p. 84). La premisa era que si “el Ayuntamiento ha promovido la democratización de la vida urbana estimulando la ocupación popular de la calle”, y si “los barceloneces nos hemos adueñado de la ciudad” (2005, p. 84), entonces, habría que recordar que “para disfrutar de la ciudad, también hay que cuidarla” (2005, p. 84). Así, bajo el lema de la convivencia ciudadana, so pretexto de “recuperación del espacio público”, y en una especie de marketing con causa, el Plan y su ordenanza buscaba más bien borrar cualquier ingrediente de conflictividad que desmintiera la imagen producida, haciendo, por un lado, que esa imagen eximiera por sí misma la actuación verdaderamente incívica de un Ayuntamiento que había comercializado con la ciudad; por el otro, que elevara a calidad de mal espectáculo todas esas “actitudes incívicas”; y finalmente, que sirviera como modelo para orientar y moldear moralmente la acción pública, purificándola en un mito de buena conducta, consenso, concordia, solidaridad, y en suma, de civismo, con el fin de que el escenario que se había comercializado internacionalmente no se viniera abajo.
Así, en efecto, podría decirse que a diferencia de la calle o la plaza, es decir, de los conceptos y realidades más tradicionales donde se da por descontado el conflicto social, en el “espacio público”, noción y realidad contemporánea, extraordinaria performance, se experimenta el conflicto social, la perturbación de la diferencia, como una excepción que tiene que ser expulsada, neutralizada, puerilizada. Se trata de no salir de la película.
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