Los resúmenes corren el mismo albur que las listas: enseguida se nota que falta algo. Así que advierto a la lectora que el texto que presento a continuación aspira a la captación cabal de un sentido, pero sabe que aquí y allá hay carencias y reducciones inevitables que dificultarán esa captación. Y lo sabe no sólo porque sea el destino de todo resumen, sino porque un mapa que es del tamaño del territorio que intenta representar no lleva a ninguna parte. Forzosamente, tiene que ser otra cosa que el territorio. Así, este resumen es otra cosa que la tesis a la cual se refiere.
En el texto que sigue hablaré de la plataforma donde se desplegaron las instancias1 que conformaron mi trabajo de investigación. En segundo lugar, haré referencia a dos de las varias contra-intuiciones que pueblan mi tesis en relación con mi manera de ver la cuestión de la sostenibilidad, es decir, a la paciencia y constancia del futuro sostenible opondré la impaciencia presentista del instante sostenible y, al cierre de esta misma sección, hablaré brevemente de la sostenibilidad relacional urbana, específicamente, de la vena normativa o, si se quiere, de la vindicación del control como instancia de sostenibilidad. En tercer lugar, ofreceré algunas de las conclusiones de mi trabajo.
Hablar de “mundo común”, hoy, puede resultar una tarea frustrante. Si bien proliferan los esfuerzos por hacer del nuestro un mundo donde todos quepamos y vivamos dignamente, los logros han sido escasos. No porque esos esfuerzos sean insuficientes, sino porque, por lo general, chocan contra el muro ciego de quienes desean todo lo contrario, es decir, un mundo sólo para unos cuantos. Aquí y allá siempre hay grupos de poder y de influencia que le dicen al Otro hasta aquí has de llegar, aquí no has de entrar, no te permito que permanezcas aquí por más tiempo del que yo determine, etc. A veces, esos enunciados adoptan la forma de acciones terribles que van desde la producción de una lata de Coca-Cola o la apertura de una cuenta bancaria, hasta la activación de una bomba de destrucción masiva, la constitución de un país o la publicación de una revista científica. Esto lo digo así, pero de una manera más inteligente y sistemática ya lo dijo Immanuel Kant en 1795 en un pequeño libro llamado Sobre la paz perpetua:
Si una parte del mundo se siente más poderosa que otra, aunque ésta no le sea enemiga ni oponga obstáculo alguno a su vida, la primera no dejará de robustecer su poderío a costa de la segunda, dominándola o expoliándola. Todos los planes que la teoría invente para instituir un derecho político, de gentes o de ciudadanía mundial, se evaporan en ideales vacuos. (Kant, 1795/1998, p.19)
Mi investigación estuvo, precisamente, acompañada por el fantasma de esa vacuidad. Pensar en un mundo sostenible, en una ciudad sostenible, en unas relaciones sostenibles, no pasa de ser un vano idealismo constantemente bombardeado por la desidia de los que piensan que el futuro que vendrá es independiente de las acciones actuales. Sin embargo, siempre procuré paliar esos obstáculos manteniendo un contacto más o menos directo con lo que muy rápidamente llamaré realidad. ¿Cómo lo hice?, pues tratando de tener siempre presente lo que en su momento llamé pequeño acontecimiento, específicamente, cruzar la calle en pasos gestionados semafóricamente ubicados en la ciudad de Barcelona.
Confieso que la idea de pequeñez siempre me pareció incómoda, imprecisa y a ratos injusta. Si, por ejemplo, comparamos una Reforma Constitucional con encorbatarse o aplicarse carmín, muchas personas dirán que el primer caso es un gran acontecimiento mientras que el segundo y el tercero son más bien pequeños por no decir insignificantes y prescindibles. No obstante, seguramente, la mayoría de los decisores antes de hacer efectiva la reforma y todas las sesudas discusiones que la preceden, tuvieron que usar ese accesorio o ese cosmético. Incluso, pudo haber sucedido que la decisión de reformar se tomó tipo serendipia durante la segunda vuelta del Windsor o durante la tercera pasada del pintalabios. Especulaciones aparte y a riesgo de caer en un cliché, la pequeñez y la grandeza de un acontecimiento son condiciones relativas, es decir, dependen de las conexiones que se establezcan entre las entidades en un lugar y en un tiempo específicos. En el ejemplo que he propuesto, por razones que de primera mano se pueden atribuir a las normas de etiqueta o a la idea de formalidad, reformar la constitución es un acontecimiento que está estrechamente ligado a ir bien puesto de traje y colorete, y ni lo uno ni lo otro es en sí mismo ni grande ni chico.
Con el acto de cruzar la calle respecto de la sostenibilidad relacional urbana sucede algo parecido. En un primer momento, no queda claro cómo una finalidad eminente como la sostenibilidad puede relacionarse con un acto aparentemente ordinario como cruzar la calle; en un segundo momento, tampoco. Fueron necesarias todas las páginas de los artículos que componen mi compendio2 para intentar dejar más o menos claro que existe una relación, y aún no estoy seguro de haber logrado mi cometido. No digo que trabajé en vano o que el trabajo final adolezca de una suerte de insuficiencia argumentativa. Digo que aún tratando de dar muestras de esa relación haciendo referencia a las cosas que pasan, siempre queda un resquicio de duda. Este texto pretende un poco salirle al paso a las dubitaciones, no para suspender la indeterminación sino para extremarla.
Decía, entonces, que cruzar la calle no es poca cosa, y el artefacto diseñado para que ese acto llegue a buen término, esto es, el semáforo, tampoco lo es. Lo uno y lo otro tienen que ver con el presente, con el instante, y también con el futuro; entendiendo por futuro el instante que vendrá. Cruzar la calle no es un asunto de plazos largos, pero en el largo plazo puede rendir buenos frutos —frutos sostenibles— o, por el contrario y tal como ha venido sucediendo en Barcelona, puede suponer la clausura de todo plazo, es decir, puede producir la muerte —resultado palmariamente insostenible—. Dicho en cifras, en el año 2010 hubo 10.838 víctimas en accidentes de tránsito, de los cuales 277 personas resultaron heridas de gravedad y 39 murieron. Tal como se puede leer en al menos 455 pasos peatonales de la ciudad de Barcelona, una de cada tres de esas personas que murieron iba a pie, es decir, 13. Que de todos los viandantes que sufren un accidente al cruzar la calle, muera el 33,33% es demasiado, y esto, desde una perspectiva psicosocial, tiene relevancia suficiente para dedicarle un estudio sistemático y prolongado.
Confieso que el mío fue más prolongado que sistemático, pero eso, digo yo, no lo hace ni menos estudio ni menos relevante.
Ahora bien, buena parte de mi trabajo estuvo dedicada a ponderar las virtudes heurísticas del pequeño acontecimiento que se da en un instante y que se conecta de cerca o de lejos con otros acontecimientos. Quiero decir ahora, si antes no lo había dicho, que esa dedicación respondía y sigue respondiendo a las aspiraciones epistemológicas del estudio en estrecha vinculación con el status ontológico de las personas y de las cosas. Si bien la justificación apuntaba a una finalidad concreta (i.e., la sostenibilidad relacional urbana) partiendo de un tema igualmente concreto (i.e., cruzar la calle en puntos gestionados semafóricamente), la realización pretendía, además de atender ese orden teleológico y ese orden temático y al margen de toda vanidad, construir y ofrecer una plataforma teórica y metodológica que en cierto modo pudiera servir para apoyar otros estudios. ¿Qué forma adoptó esa plataforma? Me gustaría decir que adoptó una forma indeterminada, rizomática, fractal, o que se basaba en un principio de individuación parecido al que sigue una nube o la hierba para con ello dejar claro que soy un psicólogo social trendy. Pero no lo haré, porque ya lo hice en la tesis. En su lugar, diré cómo procedí y ofreceré el resultado de ese proceder.
Así, pues, actué como suele actuar cualquier modulador del conocimiento, es decir, me serví de lo que hizo un científico que construyó su propio prestigio gnoseológico y académico actuando como algunos de mis pares jamás aceptarían que yo actuara porque no tengo ese prestigio, y con ello intenté dar una legitimidad relativa a los argumentos que justificaban esa forma. El científico prestigioso, aunque a ratos bien puede pasar por filósofo, se llama Bruno Latour.
A finales de los años 90, Latour se encontraba en Brasil, específicamente en la selva amazónica. Por improbable que parezca, estaba allí para “entender la realidad de los estudios de la ciencia” (Latour, 2001, p. 38). Según él, para lograr ese tipo de entendimiento bastaba con escoger una disciplina científica —en su caso la agronomía—, y una situación —en su caso el Amazonas—, y poner mucha atención a los científicos cuando despliegan sus prácticas en el campo donde trabajan. Para hacer esto, afirmaba Latour, no era necesario poseer “demasiado conocimiento previo” y aún así, pretendía demostrar, y en efecto demostró, que en las ciencias no existen dos campos ontológicos radicalmente distintos, es decir, el campo del lenguaje y el campo de la naturaleza, sino un “fenómeno enteramente diferente” que decidió llamar “la referencia circulante” (p. 38). Más adelante diré qué cosa sea este fenómeno. Por ahora, lo que quiero destacar para los fines de la configuración de mi plataforma es el proceder latouriano que rápidamente resumido se parecería a este enunciado: si observamos una serie de acontecimientos puntuales y locales es posible seguir el rastro que lleva de esos acontecimientos a asuntos más generales y remotos; pero también es posible hacerlo a la inversa. En la ciencia se procede de la misma manera: para poder predicar algo de la totalidad se seleccionan los casos de esa totalidad que sean relevantes para el predicado que se quiera elaborar, no sin antes asignar un orden y una denominación específica a esos casos de modo tal que se pueda ir de los casos a los predicados y de éstos a aquéllos sin perderse en el camino. Dicho con palabras de Latour, se trata de “un mecanismo por el que una diminuta parte permite aprehender la inmensidad de un todo” (Latour, 2001, p. 51). Cuando los científicos estudian la selva o cualquier otro espacio, lo transforman de manera tal que luego no necesitan estar en la selva o en el espacio de que se trate para poder decir algo sobre éste o sobre aquélla. En este caso, el espacio selvático por la intervención de los agrónomos “se convierte en una tabla, la tabla se transforma en un archivo, el archivo se vuelve un concepto y el concepto deviene una institución.” (Latour, 2001, p. 51). Es el salto que se da de la manzana a la ley de gravitación universal o del sueño al psicoanálisis, aun cuando muchos dudan de que este último pueda considerarse un ámbito científico.
He dicho salto, pero en realidad el conocimiento así como el resto de los procesos humanos y no-humanos no proceden de manera saltatoria, sino de manera interconectada. Solo que debido a que suelen destacarse los rasgos pertinentes y el resto queda velado o simplemente inadvertido, se crea la ilusión del salto que va de la observación al enunciado general como si entre una cosa y otra no hubieran actuado, de cerca o de lejos, incontables y casi siempre ignotos mediadores que posibilitaron con mayor o menor colaboración el paso de lo uno a lo otro. “En la práctica [afirma Latour] uno nunca viaja directamente de los objetos a las palabras, del referente al signo, sino siempre a través de un arriesgado pasadizo intermedio” (Latour, 2001, p. 55).
Cabe decir que los pasadizos no siempre son estrechos ni siempre atajan el camino. A veces son más bien anchos y evidentes como un puente; otras, adoptan formas peculiares y pasan inadvertidos, como los tornillos que sostienen las vigas de un puente. En el caso específico de la psicología social, entre el comportamiento o referente (por ejemplo, cruzar la calle) y el concepto o signo (por ejemplo, pequeño acontecimiento) no hay una relación de correspondencia, tampoco una diferencia del tipo esto es concreto mientras que esto otro es abstracto. Lo que hay es una cadena de traducciones donde cada eslabón puede ser concreción o abstracción dependiendo de cómo se relacione con el eslabón anterior y el que sigue. Según esta manera de ver la cuestión del ser y la cuestión del saber, el carácter abstracto o concreto de un existente es intercambiable o, como diría Foucault (1991) respecto del sujeto, es una función vacía.

Figura 1
Sinopsis gráfica de la investigación
Tal como puede observarse, se trata de un esquema, es decir, de una representación gráfica o simbólica de cosas materiales o inmateriales. Desde la perspectiva del sentido común o de la persona que no ha leído la tesis, sería fácil ubicar en el mundo de la materialidad y de la concreción la primera casilla de arriba a la izquierda. El resto, habría de pertenecer al mundo de la abstracción, es decir, al mundo de las cualidades sin sujeto. No obstante, desde la perspectiva del materialismo itinerante y especulativo de Latour, el sentido va por otra parte. La figura, es decir, la cosa que solamente basada en una forma representa a otra, puede llegar a ser tan concreta como su referente, no por lo que es en sí, sino por lo que permite hacer o, mejor dicho, por las conexiones que propicia. Cruzar la calle y cualquier otra instancia de realización actual en el mundo puede y no puede ser el punto de partida real, concreto, de una cadena de transformaciones que luego llamaremos conocimiento suficiente, pero ¿dónde comienza eso de cruzar la calle? ¿En la persona, en la pierna, en el pie, en el cerebro, en la voluntad, en el aprendizaje, en el grupo, en la sociedad, en las normas, en la cultura, en la historia…? ¿O acaso comienza en el semáforo, en la electricidad, en el cobre, en el metal, en el plástico, en las radiaciones electromagnéticas, en el tiempo, en el asfalto, en la acera, en el bordillo, en las instituciones de gestión de la movilidad urbana…? ¿Y dónde acaba, en las instancias que he mencionado o en el conjunto de hojas que conforman mi tesis o en el juicio que emitirá el tribunal o en el título que firmará el Rey o en el post-doctorado…? Eso, como diría Albert Einstein pero también los de Jarabe de Palo: depende. Esta sinopsis gráfica, o plataforma como la he llamado al comienzo de este texto, está aquí y ahora haciendo referencia a unos acontecimientos que no están aquí y ahora, que ya son otros y, al mismo tiempo, dando la oportunidad de que cada una de sus casillas sean ocupadas por otros acontecimientos tan itinerantes como los que le dieron origen. La geometría de su presentación, es decir, las formas planas y cerradas donde los rótulos parecen estar inmóviles, me permite condensar 200 páginas en unos cuantos trazos y a la vez me permite ir de esos trazos a las 200 páginas y de ahí a la red de mediadores de los cuales se habla y que tantas veces he listado. Se trata, como dice Latour, de una referencia circulante. No se trata de establecer una correspondencia o de probar cómo los enunciados se adecúan a los acontecimientos, sino de desplegar, en la medida de lo posible, cómo una instancia se transforma en otra y cómo lo transformado en un momento y lugar determinado funciona para algo y para otro algo no. En este sentido, según esa sinopsis gráfica, yo, desde una manera particular de ver el mundo seleccioné un acontecimiento particular de ese mundo, lo vi por un tiempo desde esa cierta manera siguiendo un procedimiento ad hoc, lo registré discursivamente también de cierta manera y al final produje una denominación que asigné a todo el proceso. Esta fue mi plataforma y sobre ella, según mis aspiraciones, puede pararse cualquier psicóloga social.
Sobre esta plataforma, desplegada de una manera que a ratos parece descabalada y a ratos parece heteróclita, se encuentra la cuestión de la sostenibilidad. No hay en mi trabajo una definición única, sino una cadena de definiciones a la cual le faltan eslabones. Los afectos al tema de la sostenibilidad y al desarrollismo ecologista encontrarán que mis argumentos van por otra parte y tal vez los más exigentes se atreverán a decir que no van a parte alguna; no porque sean portadores de una especie de originalidad argumentativa o porque sigan un principio de argumentación de tipo esquizoide, sino porque de algún modo se desvían de la tendencia tradicional según la cual la sostenibilidad es una noción amplia relacionada con los asuntos ambientales y con cómo el ambiente se ve afectado o no por las prácticas de producción o de reducción de desechos. Si simplifico bastante, desde esta perspectiva los seres humanos se ven afectados por transitividad comportamental, es decir, si se comportan de manera insostenible contaminando y dañando el medioambiente, éste pasará sus acciones en forma de efectos nocivos a los humanos del futuro amenazando seriamente la continuidad de su existencia. El que se comporta de manera insostenible hoy, no dejará un mundo habitable para las personas del mañana. Por eso hay que promover el desarrollo sostenible, es decir, producir de manera tal que las decisiones que tomamos hoy no comprometan la existencia de los decisores del futuro.
En mi trabajo esta idea sigue viva pero en forma de resto de sentido. Desde mi perspectiva, la sostenibilidad no es una especie de hipoteca existencial, una suerte de garantía actual que nos obliga a comportarnos bien hoy y por plazos recursivos para que las generaciones futuras vivan tranquilas. Para mí, o al menos esa fue la posición que intenté sostener a lo largo de mi trabajo, la sostenibilidad en el marco de la ciudad se realiza en la relación que establecen los agentes humanos y no-humanos en un instante dado, y lo que hace que esa relación sea sostenible es, precisamente, que la continuidad de la existencia de los agentes implicados no esté ni amenazada ni se interrumpa definitivamente a partir del próximo instante. Si al cruzar la calle alguien muere, en un instante ese acto se convierte en un caso de insostenibilidad relacional urbana; si un grupo de personas, contentas porque ganó su equipo de fútbol, destrozan un semáforo, ese acto, en ese instante, se convierte en un caso de insostenibilidad relacional urbana. Si sucede todo lo contrario, es decir, que nadie pierde su condición de agente, entonces se permanece al interior de la sostenibilidad relacional urbana. Para que esto suceda no es necesario, o al menos no en principio, un plan gubernamental ni un acuerdo internacional entre las naciones ni esperar a que el tiempo pase. Solamente hace falta que los agentes implicados se relacionen entre sí de una cierta manera en el momento mismo en que se actualiza esa relación. Suena circular, y lo es, pero por ese círculo se pueden trazar tangentes, secantes y toda clase de líneas.
Pues bien, dicho así, la sostenibilidad relacional urbana es susceptible de ser sustituida por una idea que algunos psicólogos sociales chic pueden considerar cursi y casi siempre cuestionable. Me refiero al civismo, idea que, como ya se sabe, encierra en sí nociones propias de la sociedad contractual o de control como son la norma, la vigilancia, la sanción, etc. Y este, parafraseando a Latour (2004, p. 34), es uno de los puntos más espinosos de mi argumentación. Así como el hijo del alcohólico deviene abstemio o el hijo del profesor universitario deviene emo, yo, siendo hijo de la psicología social crítica y discursiva además de incorporar a mis formas de comprensión la materialidad, he desarrollado una cierta tendencia apologética hacia la normatividad y, en consecuencia, hacia el control. En el fondo y al menos para mí, lo relacionalmente sostenible pasa forzosamente por acatar ciertas normas mínimas de convivencia y por producir y mantener ciertos dispositivos de control. Sé que este tipo de confesiones anatemáticas puede poner los pelos de punta a los detractores de lo que Nikolas Rose (1988) llama voluntad de gobierno, pero en mi descargo diré, tal como implícitamente dice el rótulo escrito en tantas calles de Barcelona, que la red semafórica y su modesto imperativo tricromático (aunque en la tesis digo que la luz del semáforo es jaspeada) hacen sostenibilidad porque promueven la asunción instantánea y puntual de un acuerdo colectivo tácito cuya finalidad es excelsa, a saber, el bien común o, si resulta exagerada esa finalidad, pudiera decirse que busca la convivencia por un instante y en un mismo espacio de formas diversas de movilidad. Sé también que en nombre del bien común se tienen los gobiernos que tenemos y se aplican las medidas económicas que mantienen al mundo en jaque, simplemente porque aún hoy y desde que los griegos no eran el tumor de la economía europea sino el fértil útero de su civilización, no queda claro qué cosa sea el bien ni qué significa común. Sin embargo, tengo para mí que ciertos acuerdos como cruzar la calle sin que nadie pierda la vida o decidir en asambleas locales la exigencia de una democracia real, son actos que hacen que el mundo que habitamos sea más sostenible. En Barcelona pude constatar que la voluntad de control y la presión por la norma está delegada en el funcionamiento óptimo de agentes no-humanos en los cruces de peatones. Pasos de cebra nítidos, semáforos con luces LED que en muy pocas ocasiones están dañados, bordillos despejados y con rampas graníticas anti-resbalantes para personas que se mueven sobre ruedas, vallado para evitar el cruce en diagonal, etc., hacen posible que los humanos crucen seguros y, también, que puedan decidir si saltarse o no la norma; cosa que, dicho sea de paso, pocas veces hacen. Cada uno de esos agentes pueden considerarse agentes de control, pero también pueden pasar por agentes de sostenibilidad, todo depende de cómo se lean y cómo afecten las cadenas de transformación que forman cuando se asocian.
Hasta aquí he mencionado varias veces el término instante. Esta es otra de las contra-intuiciones de mi trabajo. En la tesis arriesgué una noción de temporalidad afín al acontecimiento que observé. Dicho rápidamente, esa noción se opone frontalmente a la idea de tiempo que solemos reportar cuando nos preguntan por él. Para casi todos, y parafraseando a Martin Heidegger, el tiempo avanza pasando. El tiempo es una especie de ámbito metafísico, infinitamente oblongo, en el cual se van desplegando los acontecimientos y que permite que las entidades sean, dejen de ser y, a veces, que sigan siendo. En el caso de mi trabajo, el tiempo es otramente que continuo. Su noema, para decirlo de una vez, es el instante. Todo sucede ya.
Esta idea proviene básicamente del pensamiento de Gaston Bachelard (1932/2002). Para él, la realidad del tiempo es la realidad del instante y la duración la construimos urdiendo instantes sin duración. No obstante, más tarde en el curso de mi trabajo, cuando ya mis argumentos sobre la temporalidad al interior del pequeño acontecimiento se habían armado, un profesor del Departamento de Psicología Social de la Universidad Autónoma de Barcelona me hizo llegar un libro que traducido se llama El príncipe de las redes: Bruno Latour y la metafísica (Harman, 2009). Allí vi lo que ya había notado en lo que pude leer de ese príncipe, es decir, que Latour es un anti-bergsoniano por excelencia, en el sentido de que no admite al interior de su pensamiento que un devenir sin cuerpo triunfe sobre los actores individuales. Incluso, Harman llega a afirmar que Latour no concede ningún tipo de status existencial a principio alguno de duración temporal; tampoco acepta la idea de un flujo temporal cuya fuerza guie o domine a los agentes. Latour no es un filósofo del devenir, no es un filósofo procesual, excepto en un sentido trivial cuando intenta dar cuenta de los cambios en el mundo, como cualquier filósofo haría. Latour sostiene que el tiempo es producido por la actividad de los agentes y que esos agentes son los que crean la asimetría de un antes y un después. Las conexiones entre un instante y otro no son un a priori dado por una suerte de voluntad o conato interior que surge en el corazón de las cosas y que las liberaría de la prisión de los instantes discretos. Al contrario, para él, la mayor concreción de un agente requiere, precisamente, que esté encarcelado en un instante. Los actores no tienen otra alternativa que ocupar fotogramas puntuales en la prolija película de la existencia. Si no fuera así, durarían y la duración implicaría la presencia de una especie de núcleo interno permanente rodeado de accidentes cambiantes, es decir, una esencia; cosa que excede un poco el pensamiento latouriano y el de mi trabajo también.
Así, pues, resumiendo, en el marco de mi investigación el pequeño acontecimiento ocurre en un instante y no dura; de un instante a otro cambia. Esta especie de inestabilidad ontológica de los acontecimientos forma parte del modo de ser de los mediadores: existen alterados y alterando de instante en instante. Por ejemplo, cuando vemos a una persona parada en el bordillo, aparentemente dispuesta a esperar el cambio de luz, de pronto cruza, y el que está al lado, aparentemente esperando, también lo hace y así hasta convertir una situación, aparentemente controlada por la norma, en una situación donde proliferan los acontecimientos instantáneos que impiden predecir cuál será la salida.
Ahora bien, para cerrar esta sección, quiero aclarar que la idea de tiempo vertical, que así es como he llamado a esto de la instantaneidad de los pequeños acontecimientos, en modo alguno es una idea fija. No es una suerte de bandera metafísica que quiere arriar la bandera de la duración y de la continuidad para ondear triunfante sobre las demás. No es, como dirían Gilles Deleuze y Felix Guattari (1980/1988), un teorema de dictadura. Esta idea es, como cualquier instancia, tan duradera o tan instantánea como lo requiera la asociación en la cual se inserte. Hace poco, una amiga muy querida me preguntaba sobre este asunto y sobre el rol que podía jugar la memoria al interior de esta manera de pensar. Por modo de respuesta rápida le decía, un poco tautológicamente, que el tiempo es todo el tiempo. Hay lugares y momentos donde el tiempo es dilatado, se expande y se estira hacia atrás, y resulta más relevante o heurístico usar la idea de recuerdo que la idea de olvido o de instante o de presentimiento. Hay lugares y momentos donde el tiempo hace lo mismo pero hacia adelante, entonces conviene más hablar de proyectos, de agendas, de prospección, de presagios. Para mí, lo psicosocial estriba precisamente en poder desplazarnos y transformarnos o traducirnos con el conocimiento y con la vida que se va produciendo cuando la gente y sus cosas se relacionan. Ver personas cruzar la calle e interesarse por cómo esa actividad favorece o no la continuidad tanto de su movilidad como de su existencia es ya ubicarse en el plano psicosocial. Puedo decir que lo que importa es el instante, pero sé que con una vuelta de tuerca la importancia puede transformarse y, en consecuencia, hay que cambiar de punto de vista. Aclaro que con esto no digo que haya que ir por ahí cambiándose de traje según convenga y no asumir algunos principios básicos relativamente permanentes, sino que favorece mucho la comprensión del comportamiento colectivo asumir cierto variacionismo ontológico y epistemológico. Paso ahora a ofrecer algunas de las conclusiones de mi trabajo. Las presentaré como si tuvieran un orden, pero en realidad no lo tienen.
La esfera semafórica favorece la formación de asociaciones orientadas hacia la construcción de un mundo común (Latour, 2004). En esa esfera se conectan actores heterogéneos, humanos y no-humanos. En este sentido, cuando se trata de comprender su función en el marco de la gestión de la movilidad y de la sostenibilidad relacional urbana, hay que tomar en cuenta aspectos diversos como, por ejemplo, la seguridad vial, la cultura catalana, el clima, el turismo, el ayuntamiento, los vehículos, los peatones, etc. Estos y otros agentes cercanos o distantes deben considerarse agentes con el mismo peso ontológico, en el entendido de que afectan y configuran su propia existencia así como también afectan y configuran la existencia de los agentes con los que se relacionan y viceversa. Aclaro, no sé si tarde, que en el marco de mi argumentación cada vez que uso el término existencia lo uso para referirme a la ocurrencia en el mundo de los mediadores. Existir es hacerse efectivo. En el caso de los mediadores, es alterarse y alterar. Aclaro también que ‘alterar’, en este caso, es convertir el adjetivo ‘otro’ en un verbo, es decir, hacer que una mismidad sea una alteridad. Así, pues, en el caso que me interesa, un semáforo existe porque perturba a otras entidades, es decir, porque produce una alteración en todo lo que se relaciona con él.
Este mundo común no es finito ni está estrictamente localizado. Sus límites no siempre están donde pueden distinguirse sus hitos de identificación óntica. Dicho de otra manera, el semáforo y sus implicaciones no necesariamente se reducen a una presentación artefactual. Hay formas semafóricas que habitan en la ciudad, por ejemplo, los bolardos telescópicos hidráulicos, los pasos de peatones, el inicio de las zonas 30, y otras más sutiles como las banderas que se usan en las playas para indicar si es seguro o no nadar. El semáforo en cierto modo es parte del conjunto de lo que Foucault (1979) llamaba micropenalidad, es decir, esas pequeñas formas de la sanción que se practican en la vida cotidiana y que son expresiones de un dispositivo mayor de penalización y de gobierno de los cuerpos. A cualquiera se puede dar luz verde (continuidad existencial, conductual, afectiva, cognitiva, económica, etc.) o luz roja (bloqueo existencial, conductual, afectivo, cognitivo, económico, etc.) sin tener que estar en un paso peatonal ni tener un semáforo a mano. Tal como digo en uno de los artículos, la luz semafórica “no tiene que estar en el artefacto, no tiene que hacer sistema cerrado e inteligible para disparar el proceso normativo” (Silva, 2010, p. 213).
Entre el semáforo y los agentes humanos, además de una relación normativa, existe una relación de interés donde no prima el nexo psicosocial, sino la voluntad individual. Este asumirse como núcleo de realización del acto de cruzar, está estrechamente relacionado con una cierta manera de concebir el tiempo. Para el agente humano lo importante es cruzar ya y evitar en la medida de lo posible esperar o ajustarse al tiempo del semáforo. Incluso, pudiera afirmarse que existe una temporalidad semafórica que no se limita a la duración de cada luz, sino que permite que al interior de esa duración se realice una multiplicidad de instantes donde cada cuál expresa su resolución de cruzar o no cruzar y a qué ritmo hacerlo. Es como una asincronía instantánea compuesta a su vez por instantes asincrónicos e idiosincrásicos. Cabe decir que esto no solo se aplica al acto de cruzar, sino a la forma que adopta la espera: algunos sobre el bordillo, muchos dan un paso adelante sobre la calzada, otros miran impaciente la luz o el reloj, etc. En este sentido, los agentes humanos en situación semafórica gestionan sus decisiones de sostenibilidad relacional urbana sobre la base ultra-efímera del instante. Ese es el tiempo que se tiene para actuar cuando la luz del semáforo se activa. Y en ese instante podemos apegarnos a la arista normativa o podemos traducirla de modo tal que nuestro interés pueda desplegarse en nuestro instante mientras la luz y su norma se despliegan en un instante otro que el nuestro. Se trata de una conveniencia existencial que emerge en el instante, y que no forma parte de un plan lineal bien trazado.
Asegurar la continuidad existencial de las generaciones presentes de modo tal que se garantice la continuidad existencial de las generaciones futuras en el marco de las relaciones intersubjetivas e interobjetivas en los espacios públicos de ciudad, es decir, asegurar la sostenibilidad relacional urbana, precisa que se tomen en cuentan los grandes acontecimientos, pero también los pequeños. En muchas ocasiones, para comprender qué ocurre a nivel general es necesario detenerse a ver lo particular. Dicho de una manera más condensada, hace falta, primero, comprender cómo se expresa la sostenibilidad relacional urbana en la forma-red de los pequeños acontecimientos, pues, un cambio mínimo en un actor no-humano puede significar un giro cualitativo y cuantitativo importante a favor o en contra del proceso.
La sostenibilidad relacional urbana depende del desarrollo de una intimidad relacional de conservación entre personas y cosas. Esto precisa de la distinción y transformación de los agentes que amenazan la sostenibilidad de la asociación con miras a reducir los riesgos implicados en el acto de cruzar la calle. La sostenibilidad relacional urbana necesita para actualizarse que asignemos un peso específico a las entidades no-humanas (semáforos, vallas, bolardos, trazado peatonal, coches, normativas, horarios, etc.) y a las humanas en términos de sus disposiciones psicosociales de cara a la movilidad (consideración de la alteridad en forma de humano, en forma de norma, en forma objeto; relación con la temporalidad; gestión de los intereses o agendas personales de cara a los intereses y agendas colectivas, etc.) con el fin de evitar que la continuidad existencial se interrumpa o, en el mejor de los casos, que esa continuidad existencial se vea favorecida por un contexto de actores-red afín a esa continuidad.
Es importante y sobre todo heurístico rastrear las acciones al interior de un marco temporal donde todo puede cambiar muy rápidamente: me refiero a la instantaneidad o lo que llamé tiempo vertical. La sostenibilidad relacional urbana, el mundo común que se forma alrededor del semáforo, si bien parece configurarse sobre una plataforma temporal de políticas y de decisiones que se proyectan indefinidamente hacia el futuro, no se realizan en ese futuro. Las relaciones se realizan en el instante de su actualidad, en el repente de su aparición. No es posible tener un futuro sostenible sin un presente de actos sostenibles.
Las personas cruzan la calle ya, y en la actualidad de ese acontecimiento podemos distinguir todos los agentes, humanos y no-humanos, que permiten afirmar cuánto o de qué manera es sostenible ese mismo acontecimiento y los que con él hacen red; es decir, nos permiten afirmar si es seguro cruzar o si no lo es, si la vida se arriesga o no se arriesga, si, en fin, estar con el Otro en la ciudad es posible y no compromete la continuidad de nuestra existencia, no en un futuro lejano sino en el instante que sigue (Silvia & Íñiguez Rueda, 2011, p. 14).
La captación de un acontecimiento como cruzar la calle teniendo la sostenibilidad relacional urbana como proyecto anticipatorio de distinción comprensiva, implica que se tome en cuenta la unicidad múltiple que se da en la interconexión en red de los acontecimientos en cada instante. En este sentido, en una situación específica3, tanto la multiplicidad instantánea del tiempo vertical como la instantaneidad igualmente múltiple de los acontecimientos deben incluirse en los planes de acción con miras a optimizar la sostenibilidad relacional urbana. Cruzar la calle se conecta, en un primer momento, con un agente sin sujeto como la norma y con una entidad artefactual como el semáforo, pero en un segundo momento también se conecta con el humano impaciente, con su manera de asumir el espacio público, con la temporalidad semafórica, con aspectos estructurales de la calzada como su anchura, con el lugar donde se erige el semáforo, con el clima, con los horarios, etc. Se trata, pues, de campos de intensidades heterogéneas. Un acto sostenible está en tensión constante con un acto insostenible y, al mismo tiempo, esos actos se conectan con una multiplicad de actos surtidos, múltiples y complejos (aunque a veces son singulares y simples) que aún tomándolos en cuenta no siempre se pueden controlar. Son mediadores.
En el marco del tiempo vertical, cruzar la calle está estrechamente relacionado con la idea de momento justo. Cruzar es algo que se hace o sucede ex professo y cuando conviene. En este sentido, cruzar porque es el mejor momento para hacerlo implica la asunción del instante como una manifestación plausible o factible de la temporalidad. Así, acontecimiento e instante coinciden facilitando la movilidad urbana de los agentes humanos. No digo que la norma se ha de pasar por alto, sino que cuando está supeditada a la idea de oportunidad, permite que se la asuma con cierta flexibilidad. Claro está, esto ubica la sostenibilidad relacional urbana en un punto crítico debido a que la oportunidad no necesariamente está ligada a la seguridad.
Dejaré hasta aquí la referencia a las conclusiones y daré fin a este resumen heteróclito. Espero que mis palabras, las dichas aquí como las dichas en la tesis, funcionen como una especie de inoculación psicosocial de modo tal que cada vez que la lectora o el lector cruce una calle piense y sienta que ese pequeño acontecimiento no es insignificante sino que colabora en la construcción de un mundo común.
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