Francisco y Luisa ya no se verán más. Justo antes de corregir las últimas pruebas de imprenta de este artículo supimos que, en la terraza de Atocha, habían tenido su último encuentro (Ver Imagen 1). Él trabaja como ingeniero informático, ella es secretaria de un prestigioso bufete de abogados. Hace tres años Francisco fue despedido, pasaron tiempos difíciles, llegaban siempre justos a fin de mes, aunque nunca perdieron la costumbre de ir a esa cafetería que tanto les gustaba en Chamberí. La madre de Luisa enfermó, las cosas se complicaron más. Francisco comenzó a buscar trabajo fuera de Madrid. Le ofrecieron trabajo en Sevilla como jefe de proyectos de una prestigiosa empresa de programación.

Figura 1
Francisco y Luisa en la terraza de la estación de Atocha
Decidieron intentarlo. Luisa no podía irse, no podía dejar a su madre y nadie le aseguraba que pudiera encontrar trabajo en Sevilla. Francisco partió solo. Al principio, viajaba todos los fines de semana. Luisa lo iba a esperar a la estación. Se tomaban un café, caminaban por el invernadero y se iban a casa. A Francisco, a medida que fue teniendo más responsabilidades, le era cada vez más difícil viajar a Madrid y los viajes se fueron distanciando, cada quince días, tres semanas... En muchas ocasiones se venía con trabajo para el fin de semana. Ahora tenían dinero, pero la relación estaba mal, se olvidaron de Chamberí y nadie más les vio pasar por ahí.
La madre de Luisa murió al mismo tiempo que murió la relación de Luisa y Francisco. Ella conoció a otro chico, él conoció Sevilla y ya no quiso volver a Madrid. Muchas veces se despidieron en la cafetería, ésta es la última.
Aunque no conocemos a Luisa y a Francisco y ni siquiera sabemos si se llaman así, suponemos que historias como la que acabamos de inventar se han dado, se dan y se darán cientos de veces en el vestíbulo de la estación de Atocha. Seguramente no sea su historia, pero es una historia que vive en Atocha, que busca personajes para ser vivida, busca quien pueda contarla. Es una historia que se va repitiendo, que se va instaurando en el espacio. Probablemente, quienes trabajan en Atocha la han escuchado mil veces y probablemente, quienes lo hagan en el futuro, la seguirán escuchando. Nosotros mismos, a medida que leíamos, tal vez podíamos intuir lo que iba a suceder; es una historia que nos podemos imaginar porque sucede en lo cotidiano, en nuestro entorno. Esto es lo relevante, sucede en los lugares por los que deambulamos, en los que nos posicionamos, como puede ser Atocha. Esto quiere decir que Atocha es, muy probablemente, también un espacio en el que otros viven estos y otros momentos, en que viven sus propias historias. Tal vez nosotros no pasamos mucho tiempo en Atocha; sin embargo, como veremos a lo largo de estas páginas, hay otros que allí hacen parte de su vida. Para ellos Atocha es el espacio en el que inscriben sus historias, en y con el que van creando un vínculo, lo que probablemente la eleva a la categoría de lugar, puesto que de ella hay algo que contar, hay vivencias, gestos, dinámicas que se desarrollan todos los días, aunque esto pueda pasar desapercibido si no nos paramos a observar.
Una historia como la que acabamos de inventar, nos permite reflexionar, de manera genérica, sobre el argumento central que intentaremos desarrollar a lo largo de estas páginas. Nuestro interés gira en torno al estudio de los posibles usos de una estación de tren, un determinado espacio que, tradicionalmente, ha sido considerado como un no-lugar, y que, por tanto, queda condenado a ser un mero lugar de paso, de tránsito, sin historia.
En la primera parte de nuestro trabajo abordaremos el problema de los no-lugares. Discutiremos lo que Marc Augé (1992/2000) entendía como no-lugar, para lo que recuperaremos una de sus primeras formulaciones, la que tiene su origen en el pensamiento de Michel De Certeau (1990/1996), además de, por supuesto, mostrar algunos desarrollos que tanto Augé como otros autores han realizado de la idea de no-lugar. A continuación, nos ocuparemos del concepto de sobremodernidad, uno de los elementos que Augé (1992/2000) considera central para la emergencia de los no-lugares. Intentaremos explicar en qué consiste y cómo influye en la conformación de la categoría de no-lugar. En un tercer momento, en el que finalizaremos nuestra reflexión teórica, nos centraremos en la relación existente entre los lugares y los no-lugares. Para ello, recuperaremos la noción de cronotopos (en plural cronotopoi) acuñada por Mijail Bajtín (1975/1989), a través de la que ofreceremos un nuevo punto de vista para estudiar y entender las relaciones entre individuos y espacios hasta ahora concebidos como no-lugares.
Qué duda cabe que el mejor modo de hacerlo es aterrizar en un escenario concreto: nos centraremos en el análisis específico de la estación de Atocha, específicamente en una de sus zonas más transitadas. La reforma llevada a cabo por el arquitecto Rafael Moneo (2004) nos permitirá ubicar el espacio dentro del contexto más amplio de la ciudad desde un punto de vista histórico, es decir, desde la perspectiva de cómo la estación ha venido integrándose en el continuo desarrollo de Madrid.
Posteriormente hablaremos del método que hemos utilizado en la investigación que da lugar a estas reflexiones. Básicamente, hemos trabajado con la fotografía, por lo que, en primera instancia, intentaremos dar cuenta de las implicaciones que tiene utilizar dicho medio. Lo haremos recogiendo los puntos de vista, tanto de Pierre Sorlin (1997/2004) como de Joan Fontcuberta (1990, 2009). Consideradas las implicaciones de utilizar la fotografía como forma de registro, pasaremos a detallar nuestra forma de trabajo que, básicamente, consistió en fotografiar un mismo lugar a lo largo de casi cinco meses.
Por último, los resultados de nuestra investigación nos permitirán mostrar algunos indicadores cualitativos sobre los diferentes tipos de cronotopoi bajtinianos que pudieran ser culturalmente viables en un determinado escenario y que, a su vez, nos permitirán considerar una novedosa manera de entender aquellos espacios que, hasta el momento, han sido considerados estrictamente como no-lugares. No nos interesa lo que la gente hace en concreto en el vestíbulo de la estación de Atocha, empíricamente, sino saber lo que culturalmente es viable hacer en un espacio y, a partir de ahí, ver bajo qué categoría teórica es pertinente ubicarlo. Hablamos, en definitiva, de tipos ideales weberianos. Las 625 fotografías tomadas han sido suficientes para realizar dicho análisis, como podremos comprobar más adelante. Un análisis cuantitativo hubiese arrojado, tal vez, resultados seguramente más apropiados para categorizar la cantidad y el tipo de cosas que se pueden hacer en un espacio como Atocha, y, si acaso, a partir de ellos, considerarla como un lugar o un no-lugar2.
En 1990/1996, Michel de Certeau utiliza el término no-lugar para referirse a una cualidad negativa del lugar, es decir, la condición primordial que tienen los no-lugares es la oposición al lugar. Y lo hace, además, desde un punto de vista, por así decir, literario, lingüístico. En general, este autor distingue entre lugar, como una configuración instantánea de elementos donde cada uno de ellos tiene un espacio propio, cada uno está al lado del otro y conforman un mapa, y espacio, que se puede entender como lugar practicado, con historia, mapa en el que ya se especifican los recorridos, los posibles itinerarios entre cada uno de los elementos que lo conforman; el lugar tiene un carácter estático, mientras que el espacio es la puesta en movimiento de los elementos que conforman el lugar, o, mejor dicho, su puesta en relación. Lo interesante de esta propuesta es que el modo de poner en relación los elementos del lugar es a través del relato; es el que inaugura el espacio, es decir, es la acción narrativa la que hace que el lugar se transforme en espacio. El no-lugar, desde el punto de vista de De Certeau (1990/1996), se convierte en lo no-dicho, en lo no-escrito, en lo que está fuera de las narrativas de los individuos que pueblan las culturas; en general, podríamos decir que se trata de aquello que está más allá de las fronteras de los textos narrativos de una cultura3.
Augé (1992/2000) se distancia de esta forma de entender la relación entre ambos términos para defender que el lugar, “tal como se lo define aquí, no es en absoluto el lugar que De Certeau opone al espacio” (Augé, 1992/2000, p. 86). Básicamente, cuando Augé (1992/2000) habla de lugar se refiere al lugar antropológico, es decir, el que al mismo tiempo es “principio de sentido para aquellos que lo habitan y principio de inteligibilidad para aquel que lo observa” (1992/2000, p. 58). Se trata, por tanto, de un “lugar de identidad, relacional e histórico” (1992/2000, p. 83), un espacio en el que o con el que el individuo crea cierto tipo de vínculo, tanto con el espacio como con los objetos y el resto de humanos que lo pueblan4. Un no-lugar, por el contrario, es aquel espacio en el que no se produce ningún tipo de relación entre los individuos que lo habitan, ni entre ellos ni con los objetos que allí hay, y que, como consecuencia de ello, tampoco cabe la posibilidad de dejar huella en el sentido histórico del término. Se trata de espacios de tránsito, en los que la existencia es efímera, de lugares de paso en los que no cabe vínculo identitario alguno entre el individuo y el espacio. Las estaciones de tren, los aeropuertos o las cadenas de hoteles son los espacios típicos en los que Augé (1992/2000) está pensando cuando habla de no-lugares.
En todo caso, el individuo vinculado a un lugar quedaría diferenciado de quienes recorren los aeropuertos o centros comerciales y que no logran desarrollar una identidad propia dentro del conjunto de personas presentes en esos espacios, considerados por Augé (1992/2000) como no-lugares. Este proceso de relación entre el individuo y el espacio lleva a que éste último se inscriba dentro de la categoría de lugar antropológico, pasando a ser, entonces, lo que se denomina como lugar.
Es cierto que el propio Augé ha puesto de manifiesto que “un no lugar existe igual que un lugar: no existe nunca bajo una forma pura” (Augé, 1992/2000, p. 84), es decir, que un espacio, entendido como configuración física de elementos poblado por un determinado conjunto de individuos, puede ser entendido como lugar o no-lugar dependiendo de las actividades que allí se realicen. Incluso, encontramos este mismo argumento en un texto posterior del propio Augé (1999), en el que dice, por ejemplo:
Es necesario aclarar que la oposición entre lugares y no-lugares es relativa. Varía según los momentos, las funciones y los usos (...). Algunos grandes centros comerciales (...), por ejemplo, se han convertido en puntos de encuentro para los jóvenes que han sido atraídos, sin duda, por los tipos de productos que se pueden ver (...); pero, más aún, empujados por la fuerza de la costumbre y la necesidad de volver a encontrase en un lugar en donde se reconocen. Finalmente, está claro que es también el uso lo que hace el lugar o el no-lugar: el viajero de paso no tiene la misma relación con el espacio del aeropuerto que el empleado que trabaja allí cada día, que encuentra a sus colegas y pasa en él una parte importante de su vida (1999, p. 12).
A partir de la imposibilidad de un no-lugar como algo puro, Pep Vivas, Isabel Pellicer y Óscar López (2008), han tratado de dar una alternativa a través del concepto de espacios de sociabilidad transitoria en un intento de dar contenido a los no-lugares. En efecto, no podemos no-hacer-nada en el sentido de que en todo momento realizamos algún tipo de actividad, aunque sea transitoria. Parecía que simplemente atravesábamos los no-lugares, y, sin embargo, escuchamos música en el tren o leemos en el avión. Ni siquiera la interpretación que hacen Vivas et al. (2008) de la noción de heterotopía foucoultiana se libera de la idea de espacialidad. Los espacios liminales, fronterizos de los que habla Michel Foucault (1984/1986) son auténticos lugares en el sentido de Augé, son espacios en los que se ejerce auténtico poder (hospitales psiquiátricos, prisiones, etc.), y por tanto, lugares antropológicos para quienes trabajan y, por supuesto, los habitan. Por ejemplo, cualquier aeropuerto deja de ser un no-lugar para todas aquellas personas que trabajan allí (Korstanje, 2006). Dentro del contexto histórico de Argentina, el aeropuerto de Ezeiza tiene una especial significación para todas aquellas personas que, por diversos motivos, tuvieron que abandonar el país, por ejemplo, durante la dictadura militar de 1976. Para ellos, Ezeiza no es, obviamente, un mero lugar de paso, es el lugar en por el que abandonaron su país, su cultura, su historia personal, parte de su identidad, y al que, en muchos casos, nunca pudieron volver.
Un no-lugar no es un espacio claramente delimitado, cuya frontera nos indica el paso de tener a no tener identidad, de tener a no tener historia, de estar vinculados con otros en el mundo a sentirnos despojados de todo lazo, y, por tanto, a la intemperie. Sin embargo, lo que también nos llama mucho la atención es que se trata de un concepto que no ha dejado de ser utilizado, incluso dentro de la obra de Augé, quien, a pesar de tener clara esta distinción, sigue hablando de los no-lugares como si fuesen espacios totalmente inapropiables.
Probablemente, el término no desaparezca de la literatura a pesar de (o precisamente por) su manifiesta ambigüedad. También ha sido llevado al ámbito cinematográfico y ha servido para analizar los escenarios de dos películas del género thriller o policíaco, gracias al trabajo de Carmen Herrero (2007) Paisajes urbanos y ‘No Lugares’ en el thriller español contemporáneo: Fausto 5.0 y La Caja 507. Los dos filmes se desarrollan en los denominados no-lugares, lugares de paso, de tránsito: gasolineras, estaciones de tren, etc., lo que sirve, entre otras muchas cosas, para indicar que la ambientación de ambas cintas tiene lugar en espacios fronterizos, inhóspitos, grises. Por último, en la revisión que hace David W. Hill (2010) de la reedición en Estados Unidos del texto de Marc Augé: Non-places: An Introduction to Supemodernity, reclama la recuperación de la noción de no-lugar. La sobremodernidad (ver más abajo) parece ser el único modo de dotar de significación al conjunto de acontecimientos que, en los últimos años, se han venido recogiendo bajo la etiqueta de terrorismo internacional, cuya ubicación geográfica es, permítasenos la contradicción, ubicua. Por otra parte, y desde otro punto de vista, en los hogares de las grandes ciudades, los mundos virtuales que proporcionan la televisión o el ordenador, y el paisaje sonoro que proporciona el reproductor MP3 a su usuario, se han convertido, según Hill (2010), en algo parecido a ambientes que se habitan, por así decir, de forma completamente independiente del espacio físico que rodea a los usuarios de dichos dispositivos. En todo caso, parece que la noción de no-lugar sirve para denominar dicho conjunto de ambientes que están “por encima” del espacio físico de la ciudad.
Lo cierto es que, independientemente de que estemos de acuerdo o no con el uso que estos trabajos dan a la idea de no-lugar, todos ellos tratan de mantenerla o de recuperarla de diverso modo, y esto es lo que, en definitiva, nos interesa resaltar. Nosotros, en el presente trabajo, defenderemos que existe una alternativa al debate entre lugares y no-lugares. Como hemos dicho en la introducción, vamos a recuperar la vieja idea de cronotopos bajtiniano para intentar articular de otra forma el modo en el que habitamos, ocupamos, transitamos los diferentes espacios que existen en nuestra cultura. Pero antes conviene que nos detengamos un momento a reflexionar mínimamente sobre la idea de sobremodernidad, escenario del que se deriva este debate.
La sobremodernidad es un período que comienza, según Augé (1992/2000), a finales del siglo pasado, y que se caracteriza por una triple circunstancia: un exceso de acontecimientos, una excesiva proliferación de espacios y, por último, un achicamiento del planeta, al menos, en la denominada cultura occidental. De esta manera, se convierte en productora de no-lugares. Intentaremos aclarar mínimamente la propuesta del antropólogo francés, sin que por ello estemos posicionándonos de forma positiva o negativa con respecto a la idea de sobremodernidad. Nuestro objetivo es, en este momento, señalar el modo en que este autor justifica la proliferación de no-lugares.
Augé (1992/2000) habla de sucesos que, si bien se podrían identificar a lo largo de casi toda la historia de la humanidad, hoy se producen de forma mucho más habitual. Se trata de guerras, desastres, etc., que en sí mismos no son más importantes que otros que se han producido con anterioridad. Sin embargo, en las últimas décadas el número es tan grande en comparación con los siglos anteriores, que es de ahí de donde deviene su trascendencia. Por tanto, es la aceleración de dichos acontecimientos lo que pasa a ser relevante, pasando a un segundo plano la importancia misma del hecho. Si, como consecuencia de este exceso de acontecimientos y de su aceleración, es casi imposible darles un sentido en el momento en que ocurren, será más difícil aún hacerlo cuando hayan quedado en el pasado, puesto que no hay margen de tiempo para reflexionar sobre lo ocurrido. Es decir, en la sobremodernidad se vive siempre en el presente.
En paralelo, también es propio de la sobremodernidad la transformación acelerada y la proliferación excesiva de espacios, tal y como nos ha señalado Hill (2010) unos párrafos atrás, una proliferación que, paradójicamente, también tiene una consecuencia muy importante: el achicamiento del planeta. Todos esos espacios están al alcance de nuestra mano, al alcance de un “clic” en el ratón del ordenador o a una pulsación en el mando a distancia de nuestra televisión. Augé lo dice así:
En la intimidad de nuestras viviendas, por último, imágenes de todas clases, recogidas por los satélites y captadas por las antenas (...), pueden darnos una visión instantánea y a veces simultánea de un acontecimiento que está produciéndose en el otro extremo del planeta. (1992/2000, pp. 37-38).
Las imágenes que nos proporcionan todo este conjunto de medios ejercen un poder e influencia que va más allá de la supuesta información objetiva que entregan. En ellas se mezclan información, publicidad y ficción. Esta mezcla lleva a un desbordamiento de los espacios, a una superabundancia espacial proyectada a través de las imágenes, que se constituyen en un medio de información desequilibrante, que engaña, que entrega universos simbólicos que solamente funcionan como un medio de reconocimiento, pero jamás como uno de conocimiento (Augé, 1992/2000). Más adelante hablaremos de cómo la fotografía condensa esta triple articulación de lo mostrado en una imagen, fundamentalmente mediante los trabajos de Joan Fontcuberta (1990, 2009) y Pierre Sorlin (1997/2004).
Exceso de acontecimientos, exceso de espacios y exceso de información son, de acuerdo con Augé (1992/2000), algunas de las dimensiones que caracterizan una forma de estar en el mundo: la denominada sobremodernidad.
De todo este conjunto de cambios emerge, por cierto, una tremenda paradoja, puesto que al mismo tiempo que hacemos enormes esfuerzos por crear redes multinacionales, que aparentemente estrechan los vínculos entre las personas, que acortan distancia, tanto física como simbólica, aparece también un nuevo sentido de la individualidad. “Se amplifica el clamor de los particularismos” (Augé, p. 41), que repercute en una conciencia individual del que quiere estar solo, del que quiere quedarse en casa, lo que finalmente se decanta en una nueva experiencia de soledad y en cierto modo, de aislamiento. Los lugares, entonces, sólo pueden ser entendidos, significados, a partir del punto de vista que se deriva de la sobremodernidad, por tanto, desaparecen las características propias del lugar antropológico (historia, identidad, etc.). El espacio, por así decir, se desborda de sí mismo, produciendo los denominados no-lugares.
Tal y como hemos visto, sin embargo, la distinción entre lugar y no-lugar es exclusivamente analítica, es decir, no es posible encontrar espacios que sean, por definición, una u otra cosa.
Al estar instalado en el presente, el no-lugar sería un espacio en el que nunca hay asentamiento, sino que siempre se recorre. El arquetipo del no-lugar sería el territorio del viajero, ya que vive en el presente del recorrido, un presente finito (Augé, 1992/2000). La consideración simultánea de un mismo espacio como lugar y no-lugar depende, en parte, de la propia consideración que tengan de él los individuos que lo habitan, usan o pueblan. Dicho de otro modo, habría que preguntar a cada uno de ellos sobre la relación que mantiene con ese espacio para saber si lo consideran como un lugar o un no-lugar, tal y como hemos visto en los trabajos de Maxi Kornstanje (2006), Hill (2010) y el propio Augé (1992/2000, 1999), entre otros. Decíamos también que estos trabajos, a pesar de presentar un debate crítico sobre el alcance de la noción de no-lugar, en ningún caso dejaban de utilizarla, por lo que seguíamos instalados (seguramente para bien) en la ambigüedad. Nosotros, sin embargo, creemos que existe una manera de tratar de entender el tipo de relación entre individuo y espacio (lugar y no-lugar), a través de la idea de cronotopos, término analizado por Mijail Bajtín (1975/1989).
El cronotopos, de acuerdo con Bajtín (1975/1989), plantea la confluencia de una determinada configuración espacio-temporal, por supuesto, en relación con un conjunto de acciones que se desarrollan en esa configuración espacio-temporal. Los elementos centrales, por así decir, de un cronotopos serían: espacio, tiempo y personaje; entendiendo la idea de personaje de una manera genérica. El cronotopos es el tipo de relación que se da entre estos tres elementos en una determinada obra, en una determinada configuración de la acción. Por ejemplo, en la novela de caballería, ámbito de análisis del propio Bajtín (1975/1989), existen diferentes cronotopoi, es decir, diferentes configuraciones de estos tres elementos. En la denominada novela antigua, el caballero que jura amor eterno a su prometida, tras sufrir todo un conjunto de vicisitudes, tentaciones, luchas, etc., vuelve al lugar de origen. Han pasado, desde determinado punto de vista, cierto número de años, cierto tiempo (mucho en realidad), pero cuando se encuentran de nuevo doncella y caballero, no han envejecido ni un ápice. Es como si el tiempo se hubiese detenido, como si se hubiese abierto un paréntesis en el espacio-tiempo que permitiese a los amantes volverse a encontrar jóvenes y lozanos. De esta manera el cronotopos, la configuración entre el espacio, el tiempo y el personaje va a ser relativa, pudiendo formarse diferentes cronotopoi.
Aunque Bajtín (1975/1989) analiza los diferentes cronotopoi en las diferentes configuraciones de la novela de caballería, y, por tanto, cabría hablar de personaje de ficción en un sentido estricto, nosotros queremos entender este concepto de manera más genérica, es decir, en tanto que actor o agente de la acción en términos burkeanos5. Nosotros rescatamos esta configuración para fijar la relación concreta entre el espacio (y, por tanto, el tiempo) y el usuario. No es necesario que el cronotopos sea permanente, al contrario, puede ser, también, efímero, intermitente, etc. Esto dependerá del tipo de acciones que se lleven a cabo por parte de los actores de la escena, su frecuencia y duración. Dicho de otro modo, un mismo espacio puede considerarse como lugar o no-lugar dependiendo del sentido que cobre para quien lo usa en un momento determinado o la significación que el espacio va adquiriendo para ese usuario a partir de un uso prolongado.
Por ello, creemos que es mejor dejar de hablar de la distinción entre lugares y no-lugares en sentido estricto, para hablar de diferentes tipos de cronotopoi, que podrán ser entendidos como lugares o no-lugares por el propio actor o por el observador. Como manera de intentar ordenar el mapa, queremos proponer la siguiente tabla:
| Significación | Cronotopoi | |
| Estables | Efímeros | |
| Lugar | A | B |
| No-lugar | C | D |
Tabla 1
Tipos de configuraciones espaciotemporales en un escenario concreto
Para intentar dar cuenta de los diferentes casos que da lugar la tabla, es necesario, primeramente, tener en cuenta un determinado espacio, por ejemplo, un parque, una gasolinera, o, en nuestra situación, el vestíbulo de la estación de Atocha. Aun así, quizá podamos adelantar una mínima definición de cada uno de los casos. Es necesario resaltar que, aunque en cada una de las casillas de la tabla cabe una acción en concreto, estamos pensando en, por así decir, tipos ideales de configuraciones espaciotemporales, es decir, tipos ideales de cronotopoi, en términos weberianos6. El caso A sería lo que habitualmente se entiende como un lugar, es decir, un espacio en el que se establece un vínculo estable entre la persona y el lugar. El caso D es, desde esa misma lógica, lo que habitualmente se entiende como un no-lugar, es decir, aquel espacio por el que se pasa sin dejar huella. Los casos B y C son, por el contrario, los que plantean más claramente el conflicto. Podría darse la situación de que una sola escena vivida en un aeropuerto o una autopista pudiera configurarse como un hecho significativo, que dejase huella, a partir del cual fuese posible contar una o varias historias. Si esto es así, estaríamos en la casilla B de nuestra tabla. Por lo mismo, podríamos transitar todos los días por el mismo sitio, por el mismo espacio y que esa acción no fuese significativa para nosotros. Seguramente muchos de los viajeros que pasan todos los días por el vestíbulo de la estación de Atocha no han llegado a establecer un vínculo identitario, histórico o como quiera que lo denominemos, con el espacio. En este último caso estaríamos en la casilla C de nuestra tabla.
Conviene, no obstante, hacer una última aclaración. Bajtín (1975/1989) estudia el cronotopos en la novela, por lo que cada uno de los cronotopoi de cada una de las novelas que analiza o, mejor dicho, de cada uno de los tipos de novela que analiza, va a permanecer estable. La configuración espacio-tiempo-personaje(s) de una determinada novela, obra de teatro o película va a ser, obviamente, siempre la misma, independientemente de que en esa obra concreta haya uno o varios cronotopoi. Sin embargo, cuando nosotros estamos trasladando la idea de cronotopos al vestíbulo de la estación de Atocha, el problema se hace algo más complejo. Los personajes se convierten en personas, usuarios, habitantes de la estación en alguno de los sentidos que hemos querido ilustrar con nuestra tabla. Por lo tanto, lo que en un momento determinado pudiera ser considerado, pongamos por caso, como una configuración tipo C, en otro momento posterior podría cambiar, por ejemplo, a una situación tipo B. Imaginemos a una persona que todos los días pasa, sin otorgar significación alguna, por determinadas zonas del vestíbulo de Atocha; deambula, hasta que, un día, en uno de esos tránsitos, tiene lugar un acontecimiento significativo, digno de mención, que deja huella. Por ejemplo, un robo o el encuentro fortuito con un viejo compañero o vecino de su ciudad natal. El vestíbulo de la estación de Atocha podrá pasar a ser recordado como un lugar significativo, cambiando así, de configuración en cuanto al tipo de cronotopos.
En cualquier caso, lo que queremos resaltar es que no estamos queriendo establecer, con nuestra tabla, una taxonomía cuyos casos sean siempre del mismo tipo. Más bien, como hemos dicho, estamos pensando en tipos ideales de configuraciones que, si vamos bien encaminados, nos permitan pensar en todos los casos posibles.
Para pensar en los diferentes casos que se pueden llegar a dar dentro de la estación, creemos necesario contextualizar el espacio en el que estamos trabajando: Atocha. De esta manera, creemos que el lector podrá situarse mejor en el ambiente que hemos realizado la investigación.
La estación de Atocha se inaugura el 9 de febrero de 1851. Después de un incendio que la destruyó casi por completo, en 1888 comienza a levantarse nuevamente. Una nueva nave de 152 metros de largo, cerrada por un extremo, se convierte en el lugar que albergó la salida y llegada de trenes durante casi 100 años. En esta nave es donde actualmente se encuentra el invernadero (Cuevas, 2009).
La apariencia actual de Atocha, que incluye el intercambiador y la conexión interna metro/RENFE, cercanías/AVE, es obra del arquitecto Rafael Moneo quien, entre 1985 y 1992, construyó y reformó la estación (Cuevas, 2009). En esta remodelación, Moneo tiene en cuenta que está dentro de la ciudad y que el resultado no puede funcionar de manera independiente de ella, siendo necesario “entender la relación dialéctica entre la estructura de la ciudad y la estructura formal (…), conocer cuál es el frame (sic) o la trama en la que se va a producir una determinada obra” (Moneo, 2004, p. 23).
Durante todo el proceso de remodelación de Atocha, Moneo no perdió de vista que la ciudad y la vieja estación representaban el telón de fondo en el que se desarrollaría el nuevo proyecto, tratando entonces de que la estación quedara integrada: “la propuesta aceptó, íntegramente, la conservación de la antigua marquesina (...), reclamando para ella servicios y actividades que siempre tuvo” (Moneo, 2004, p. 206).
No sólo existe una preocupación por parte de Moneo (2004) por incluir la estación dentro de la ciudad, sino también por respetar y continuar con su historia, contribuyendo, de esta forma, a que exista un reconocimiento por parte de los ciudadanos, los cuales no pierden ni el lugar ni los usos y servicios que ésta ofrece. Existe también una preocupación porque la estación quede potenciada por un movimiento de peatones y por la presencia de una actividad comercial rica y variada, a través del reciclaje de los antiguos edificios que, una vez hecha la reforma, acogen nuevos usos: tiendas, cafeterías, oficinas de la compañía ferroviaria, invernadero, etc. Moneo (2004) sabe que hoy el mundo es más proclive a buscar la similitud, lo fácil, lo rápido y económicamente viable, reconociendo la semejanza existente entre los aeropuertos, oficinas de trabajo o supermercados en el mundo. Pero él trata de dotar a la estación de un sentido, como también estamos seguros que otros arquitectos lo hacen, con el objetivo de convertirla en un lugar.
Por cierto, la reforma de Moneo y su manera de concebirla son sólo la propuesta arquitectónica, por así decir, del “autor”. Conviene señalar que coincide con la nuestra en lo que se refiere al modo en que puede ser concebido un espacio tal que una estación de tren: algo distinto a un mero espacio en el que se dejan y recogen viajeros. Seguramente otros arquitectos hubieran reformado la estación de otro modo, es decir, con otra factura final, pero también hubiesen concebido el espacio como un lugar antropológico.
A través de la fotografía intentaremos obtener los elementos necesarios para el estudio de las relaciones, estructuras, vicisitudes y demás acontecimientos que suceden en el área del jardín botánico que está dentro de Atocha. Nuestro propósito es ofrecer una salida al debate sobre si la estación de Atocha debe ser entendida como lugar o no-lugar.
Con este fin realizamos 625 fotografías. Fueron tomadas a distintas horas del día, 6 al día, entre enero y mayo de 2010. Este procedimiento comprende 103 días fotografiados, los cuales no son todos consecutivos, es decir, existen días en que no hicimos fotografías. Principalmente son del interior de la antigua nave de la estación de Atocha. Las fotografías están tomadas desde la mitad del pasillo de la última de las terrazas de la estación, consiguiendo así una visión general de toda esa zona (Ver Imagen 2). Cada fotografía corresponde a un espacio de 6 posibles. La vista general es el primero, luego hicimos encuadres más acotados: a la escultura de “El Viajero”, al lado izquierdo y al derecho del estanque, la terraza y, finalmente, al exterior de la nave7. Hemos elegido estos diferentes elementos que conforman el encuadre debido a la variedad de aspectos que presentan. A través de ellos creemos que se podrá vislumbrar la dinámica de interacciones que se establecen a diario en esta nave de la estación de Atocha.

Figura 2
ista general de la remodelada marquesina de la estación deAtocha
Durante todo el siglo XIX se desarrolla, al menos en occidente, toda la tecnología que hace posible la fotografía. Podríamos decir que el siglo XIX es el siglo de la imagen fotográfica o, tal y como lo denomina Pierre Sorlin (1997/2004), el siglo de la imagen analógica, frente a la imagen pictórica o sintética.
La fotografía comenzó a ser, en algunos países, un medio al alcance de una gran cantidad de personas que, a través de un sencillo procedimiento (frente a lo complicado de una pintura), podían obtener imágenes directas de la realidad. Su invención se celebró como el modo de hacer patente la realidad del mundo. Una vez que esto se legitimó en el saber popular de la sociedad, la cámara fotográfica comenzó a ser usada para registrar cualquier momento de la vida de su propietario o sus allegados. De esta forma la fotografía adquiere la función de duplicar la vida, resultando un instrumento de medida a la vez que encargada de designar, dentro de la sociedad, qué es digno de ser registrado y observado (Sorlin, 1997/2004).
Muy pronto, sin embargo, nos damos cuenta, históricamente, de que las fotografías dejan de ser un calco de la realidad y, tal y como nos indica Sorlin (1997/2004, p. 16), “sólo mantienen una relación de analogía con la realidad”. Como consecuencia de ello, ha sido necesaria la adaptación de la mirada, ha sido ineludible que se aprenda a leer una fotografía, puesto que “introdujo otra forma de reconocimiento, de interpretación del mundo. La `lectura´ de una imagen no es evidente, sino que depende de lo que el observador se dedica a descubrir en ella” (Sorlin, 1997/2004, p. 16).
Por lo tanto, hay que comprender que una fotografía puede ser “leída” de diferentes maneras, dependiendo de los diferentes criterios que podamos adoptar, de las diferentes situaciones y contextos en los que nos encontremos. Es necesario saber quién es el que interpreta la fotografía y el propósito del fabricante de la imagen, para conocer si existe o no una consonancia entre estos factores. No será lo mismo, entonces, que la fotografía de La Torre Eiffel sea interpretada por un arquitecto, un historiador o un turista. Ni tampoco que la fotografía aparezca en un catálogo de una agencia de viajes, un museo o una revista de arquitectura, puesto que cada una de estas situaciones significa una representación de alguien en particular en un contexto particular y para ciertos fines.
Una fotografía es, por un lado, una huella, ya que la luz proyectada sobre el nitrato de plata adherido al celuloide o captada por el sensor digital de las cámaras de última generación, puede entenderse como una parte del mundo que queda atrapada en nuestro dispositivo fotográfico, un trasvase. Los pescadores de Enoshima impregnan de tinta sus pescados, los estampan a modo de sello sobre pliegos de papel e indican el precio de venta, es decir, así es como hacen los carteles publicitarios de lo que pueden vender ese día. Por otra parte, tal y como acabamos de ver, también es un metadocumento, es decir, es un documento que necesita de una leyenda para ser interpretado, para ser leído, y, por tanto, la información que muestra dependerá de la relación entre fotografía y leyenda. Esta relación se hace viable, a su vez, gracias a un sistema de convenciones de interpretación (por ejemplo, las cosas importantes suelen (1) estar en primer plano, (2) bien enfocadas y (3) bien iluminadas) y un cierto discurso, o ideología, que permite generar hipótesis respecto al papel de una fotografía concreta dentro de cierto argumento (“la familia es muy importante”, “visitar lugares exóticos es importante”).8
Por el contexto, por la representación social que transporta una imagen, etc., podemos considerar entonces importante tener en cuenta la mirada fotográfica dentro del presente trabajo. Es imprescindible comprender que no se trata de estudiar la realidad, sino un momento de su representación escogido arbitrariamente, visto a través de una mirada específica, seleccionada también por diferentes atributos considerados pertinentes para el propósito de nuestro estudio.
Lo que importa, sobre todo, en este caso, es que fotografiar a menudo lo que (se) sucede en un cierto espacio nos permite leer con una cierta precisión lo que permanece y lo que cambia, lo transcendente y lo efímero, las estructuras relacionales que la vida se traga y las que, en algún momento, cristalizan y dan sentido al espacio para convertirlo en un lugar.
De las fotografías que hemos realizado, sólo vamos a resaltar algunos casos que nos parece que pueden llegar a representar un momento o instante típico. No queremos encontrar, por ejemplo, el número exacto de personas que pasa todos los días por Atocha, pero sí pretendemos señalar que, por ejemplo, hay personas que aparecen en más de una fotografía, en distintos días o, también, que hay dinámicas de acción que se van sucediendo dentro de la estación a lo largo del tiempo. Es decir, pretendemos ver qué espacios son culturalmente viables (Blanco, 2002), qué ámbitos (lo que define, acota, limita o segmenta un ámbito es lo que hacemos en él; es decir, los límites de un ámbito son revelados por las acciones que tienen lugar en ese ámbito) dentro de la estación permiten realizar acciones que comúnmente podemos apreciar en otros espacios públicos a los que no se les tacharía como no-lugares. En efecto, pensamos que la estación de Atocha no está concebida como un espacio que a priori funciona como un no-lugar, sino que pretende ser un espacio en el que es posible merendar, besarse, pasear, jugar, beber, etc.
Recordemos la Tabla 1, en la que establecíamos una cierta distribución de los diferentes tipos de configuraciones espaciotemporales para un espacio concreto, esto es, diferentes tipos de cronotopoi en relación con una doble significación (lugar vs. no-lugar).
Como hemos dicho, del material recopilado hemos encontrado fotografías o series de fotografías cuyas acciones podrían ubicarse en alguna de estas cuatro categorías. Categorías, recordémoslo, narrativas, discursivas, más que taxonómicas. Cada una de ellas indica un tipo ideal de uso del espacio, en nuestro caso, del vestíbulo de la estación de Atocha. Por razones de espacio, sólo pondremos un ejemplo de cada caso.
Uno de los descubrimientos que más nos sorprendieron fue encontrarnos con el hecho de que había muchas personas que salían en más de una fotografía. En las imágenes 3 y 4 hemos señalado a la persona que más veces hemos registrado.

Figura 3
Persona repetida el 24/02/2010

Figura 4
Persona repetida el 29/04/2010
Aquí hemos traído solamente dos imágenes, pero en realidad a este individuo lo hemos podido encontrar en 11 fotografías, que corresponden a 5 días diferentes: dos en enero, uno en febrero, uno en abril y uno en mayo, es decir, durante cuatro meses diferentes. En marzo no pudimos encontrarlo.
Parece claro que estas fotografías nos permiten pensar que este individuo frecuenta de forma asidua la estación. Probablemente no está de paso, sino que pasa cierto tiempo dentro de la estación. Creemos que si fuera alguien de paso, nos hubiese costado mucho llegar a fotografiarlo en diferentes momentos, puesto que hubiese tenido que darse la casualidad de que él hubiese estado ahí justo en el momento en que nosotros las hubiésemos hecho. Considerando que la acción de hacer la fotografía no dura más que una fracción de segundo, que nos ocupaba menos de cinco minutos hacer la serie completa del día y que las hacíamos siempre en diferentes horas, esto nos parece altamente improbable. Por otro lado, si es una persona que está en la estación regularmente, y por un período prolongado, es mucho más probable que lo hayamos podido captar tantas veces como lo hemos hecho.
Pensamos que no es baladí que él decida pasar parte de su día en la estación. Si es una persona que vive en el barrio, o bien si es alguien que viene de otro lugar, podría haber elegido muchos otros sitios donde estar. Cerca de Atocha encontramos el Real Jardín Botánico, El Retiro, el museo CaixaForum, el Paseo del Prado, etc., lugares cercanos a la estación e idóneos si alguien quiere ir a pasar el rato; a esta persona en particular le agrada Atocha; o, en todo caso, para él la nave de la estación representa un lugar con el que ha creado un vínculo.
Hemos visto que este individuo ha estado presente a lo largo de 4 meses y, aunque este tiempo no es una vida entera, sí que puede ser un tiempo considerable para estar yendo al mismo lugar, por lo menos varios días a la semana. Esta persona tiene una costumbre, un hábito. Seguramente, la concepción que él tenga sobre la estación no sea la de un espacio en el que indeterminarse para convertirse en alguien que podemos confundir o perder de vista dentro del tumulto; constituye, por el contrario, un lugar donde estar, un lugar significativo en el que desarrollar alguna línea particular de su drama vital, un lugar en el que, más que perderse, se encuentra.
De esta manera, si nuestras hipótesis son correctas, esta persona constituye a través de su acción en la estación un cronotopos estable, lo que denominamos cronotopos de tipo A. Esto significa que, si se lo preguntásemos, para él Atocha representaría un lugar, mucho antes que un no-lugar. Es decir, si al acabar el día le preguntásemos qué ha hecho mencionaría la estación de Atocha, siquiera como complemento circunstancial de lugar, como algo que cualifica y especifica el sentido general de su acción.
La casilla D de la tabla con la que encabezábamos este epígrafe representa justo el modo de relación con el espacio antagónico al que acabamos de ilustrar. Dentro de esta categoría podrían estar cualquiera de las personas que aparecen junto a nuestro individuo, personas que tal vez, si las hubiésemos buscado, no las hubiésemos encontrado en ninguna otra fotografía y que, a fin de ejemplificar la categoría D, podríamos suponer que solamente han estado una vez dentro de la estación, tal vez, y únicamente, para utilizar alguno de los servicios que ofrece.
Quienes hacen un único uso de Atocha, sin que éste signifique algo especial para ellos, es probable que no lleguen a otorgarle un significado a la estación, que no lleguen a crear un vínculo con ella, siendo entonces imposible, por ejemplo, que esas personas lleguen a apropiarse del espacio o que realicen acciones que vayan más allá de lo que se estima que debe pasar dentro de la estación.
La categoría D sería entonces la más cercana, o la que mejor ejemplifica, el pensamiento que Augé (1992/2000) tendría con respecto a quienes utilizan los espacios que él considera como no-lugares. Sería, de esta manera, la categoría que podría ejemplificar mejor la imposibilidad de que se dé una relación antropológica, tan importante para Augé (1992/2000) como para determinar si un espacio es un lugar o un no-lugar.
Una de las dinámicas de flujo de transeúntes que más nos ha llamado la atención dentro de la estación de Atocha, tiene que ver con el hecho de que la gente circula, en su mayoría, por el pasillo que ocupa la parte izquierda del campo fotográfico.
Esto no tiene relación con la cantidad de personas que están presentes. De las fotografías seleccionadas hay una en que no apreciamos mucha gente (Imagen 5), en contraposición a la otra (Imagen 6). Sin embargo, podemos ver como es siempre el pasillo izquierdo el elegido por la mayoría. Probablemente esto tenga una explicación lógica. Cuando uno viene caminando desde el tren, podemos encontrar a mano izquierda la salida que comunica la nave con la parada de taxis. Además, al final de la nave hay dos salidas que podemos utilizar para abandonar la estación, siendo la del lado izquierdo la más próxima al paso de peatones de la glorieta de Carlos V. Por otra parte, existen dos cafeterías dentro de esta nave. Ambas están ubicadas en el lado izquierdo. Una es la que tiene la terraza en medio y la otra está un poco más allá del estanque.

Figura 5
Pasillo izquierdo: menor circulación de personas

Figura 6
Pasillo izquierdo: mayor circulación de personas
La circulación de las personas dentro de la estación sería, en principio, una de las acciones que caracterizarían el espacio como un no-lugar. Sin embargo, el hecho de que exista mayor circulación por uno de los dos pasillos nos está indicando una forma característica que tiene la gente de desplazarse. Probablemente quienes todos los días recorren ese pasillo por el mismo lado, una y otra vez, vayan reconociendo los espacios, la gente que trabaja, los horarios de los trenes, etc. Creemos que estas cuestiones podrían conducir, de cierta manera, a crear un vínculo con el lugar. Y aunque no hay una intención de la persona en utilizar la estación más allá del fin último que ésta propone, es decir, el servicio del transporte público, es posible que llegue a conformar una relación con Atocha como consecuencia del tiempo que allí pasa. Estaríamos, entonces, ante un cronotopos tipo B.
Sin embargo, si una misma persona, en la misma situación que la anterior, o sea, que pasa todos los días por los pasillos de Atocha, no llega a significar nunca el espacio, hablaríamos de la constitución de un cronotopos tipo C dentro de nuestro cuadro de configuraciones espacio-temporales, puesto que tendría una relación estable con la estación (pasa por ahí todos los días), pero no llega a significar el espacio de la estación como un lugar.
A diferencia de lo que pasa en el caso D, en que la persona solamente pasa una vez por la estación, creemos que el mero hecho de que haya un tránsito diario por la estación, significa que, por lo menos, Atocha se encuentra presente para la persona, aunque sea solamente por rutina, pudiendo, quizás, algunos años después de que esa rutina se acabe, volver a pensar en Atocha de otra forma, resignificándola. Por ejemplo, la persona que vimos que se repetía en varias fotografías, tal vez pasó parte de su vida utilizando Atocha con el único fin de transportarse al trabajo, pero nunca llegó a significar la estación, pero una vez que se jubiló y ya no tenía que pasar obligatoriamente por Atocha, se dio cuenta que ese se había convertido para él en un lugar especial.
Lo más significativo de este conjunto de acciones es, como tal vez ya habrá notado el lector, que pueden hacer que el espacio sea considerado, a la vez, como un lugar o un no-lugar.
Dentro de Atocha pudimos encontrar diversas y variadas acciones por parte de los usuarios. Las imágenes 7 y 8 dan cuenta de algunas. En la imagen nº 7 podemos ver a diferentes parejas que están merendando, tomando un café o comiendo algo. Mientras tanto pueden estar conversando de diversos asuntos o simplemente mirándose sin mediar palabra.

Figura 7
En la terraza de la estación de Atocha

Figura 8
En la escultura “El Viajero”, dentro de la estación de Atocha
Dependiendo si algunas de estas parejas se encuentran siempre en este espacio, si es la primera vez que están en esa cafetería, si están hablando de algún tema crucial o se están conociendo, podrán, entonces, llegar a significar la estación de diferentes maneras. Tal vez en esta terraza se hablaron por primera vez. Era un miércoles, él era el camarero y ella una clienta frecuente. Ahora se encuentran todos los miércoles ahí. Tal vez han estado antes en el café, dos o tres veces, pero por simple casualidad y nunca lo han considerado un lugar especial para ellos. Así, dependiendo de la relación espacio-temporal que tenga cada uno de los integrantes de las diferentes parejas podrán estar (teóricamente) en cualquiera de los diferentes cronotopoi que hemos propuesto.
De esta misma manera, el personaje que aparece en la imagen nº 8 puede ser que, simplemente, después de una noche de fiesta se haya quedado durmiendo en la base de la escultura mientras esperaba que comenzaran a salir los trenes, pero, una vez que se suba al tren que lo lleve a su destino, nunca más volverá a Atocha. O tal vez vive en un pueblo cercano a Madrid y ya ha adoptado la base de la escultura como un segundo hogar. De esta manera, dependiendo de la significación asignada por esta persona, podrá estar en cualquiera de las 4 configuraciones espaciotemporales de las que venimos hablando.
Estas no son las únicas acciones que hemos encontrado dentro de Atocha. En otras fotografías (que aquí no adjuntamos) hemos visto, por ejemplo, a una mujer que está sentada sobre la escultura mientras dos chicas, quizá sus amigas, la miran y una le toma una fotografía. Tal vez son turistas, tal vez madrileñas que se divierten. En otra hemos visto a una persona con un portátil, que está trabajando, está buscando trabajo o, quizá, está teniendo un momento de ocio. Hemos visto a una pareja que se besa: uno de los dos se va, se despiden. Puede ser también que se reencuentren o que, cansados de mirar a las tortugas, decidieran sentarse un rato. En el mismo lugar, un día diferente, hemos encontrado a dos chicas que “chocan los cinco”; acaban de enterarse de la nota de un examen en el que les fue bien o, quizás, acaban de resolver el sudoku del periódico. Mientras tanto, un niño maneja su triciclo; es lo único que le interesa, está entretenido, despreocupado del resto, no piensa en la posibilidad que tiene de encontrarse en un no-lugar. Finalmente, también hemos fotografiado a un grupo de señoras sentadas en la terraza. Han juntado dos mesas, son 9 visibles y una silla con una chaqueta que nos indica que tal vez una ha tenido que ir al lavabo. La están esperando para comenzar una partida de cartas o para comenzar a comentar el libro que semana a semana se van proponiendo leer.
Quién sabe, probablemente hayamos acertado con pocas de las historias que contamos, tal vez con ninguna. El número de posibilidades que ofrece la vida es, seguramente, mucho mayor que el número de historias que nosotros podemos inventar para estas páginas. Sin embargo, las personas que pueblan estas fotografías y cuyas historias nosotros tratamos de adivinar, han escogido tener esas vivencias en Atocha. Y sino han elegido Atocha queriéndolo del todo (la madre los obligó a ir, la mayoría eligió el lugar, a la esposa le viene bien citarse ahí porque le queda cerca del trabajo, etc.), por lo menos han decidido, estando en ese espacio, poner en juego la posibilidad de hacer lo que, sencillamente, están haciendo. Si viene de una fiesta, ese chico podría haber dormido en cualquier otro lugar. Si las parejas de la cafetería simplemente quieren un café, podrían haber escogido entre los miles que hay en Madrid y así sucesivamente.
Atocha se convierte, así, en parte del contexto de la vida de esta gente, pasa a representar un lugar en el que estas personas han llevado a cabo acciones que formarán parte de sus historias, a la vez que, mediante estas acciones impropias de un no-lugar, van haciendo de Atocha un lugar en el que se entrecruzan las acciones e historias de cada uno, formando una red propia, que sostiene el entramado social presente en el lugar.
Los espacios pueden ir guiando los comportamientos, las acciones, las dinámicas de las personas. Su diseño influye en el modo en que la gente se va comportando. Pero el hombre no es un ser pasivo por definición y también puede ejercer su particular forma de apropiarse del lugar; puede practicar su forma de apropiación. Sin embargo, esta idea no tendría cabida dentro de espacios como los no-lugares, cuya apropiación es imposible, cuyo tiempo es el presente, sin dejar paso a la historia. Atocha, de acuerdo con la revisión crítica que hemos hecho, quedaría atrapada dentro del debate “lugar vs. no-lugar”. Sin embargo, a través de estas páginas hemos podido ir desmontando, poco a poco, esta idea y de paso, ofrecer una salida a través del concepto de cronotopos bajtiniano.
Las reflexiones de Moneo (2004) nos proporcionaron un punto de partida para sospechar que Atocha podía escapar de ser entendido simplemente como no-lugar. Nuestras propias fotografías, después, nos permitieron encontrar dinámicas, gestos, acciones, ejemplos de prácticas que no se deberían dar nunca en un no-lugar. Hemos identificado cada una de ellas y las hemos presentado, no como estadísticamente significativas, sino como culturalmente relevantes, esto es, como acciones que es posible llevar a cabo en nuestra cultura viajera del nuevo milenio.
Pudimos ver que existen personas que se repiten en las fotografías, lo que nos indica que hay usuarios que hacen parte de su vida dentro de la estación. Una y otra vez encontramos gestos, movimientos y acciones que nos fueron indicando que Atocha tiene carácter de lugar. ¿Cuántas personas es necesario que consideren un espacio su lugar para que éste pase a ser considerado por los demás como un lugar?, ¿qué acciones de las que hemos señalado son las que caracterizan un determinado espacio para definirlo como lugar? Creemos que se trata de un callejón sin salida. Tal vez la prueba más fehaciente de ello es que, después de cinco meses sacando fotografías, para nosotros también se ha convertido en un lugar especial, en el que somos observadores, sí, pero que también ha dejado huella. Somos ahora parte del escenario, tal vez hay algunos lugareños que nos reconocen.
El cronotopos bajtiniano, tal y como hemos visto, nos ha permitido organizar el campo de otro modo. Hemos propuesto cuatro categorías de configuraciones espaciotemporales en un espacio concreto, desde las cuales entender los tipos de relaciones culturalmente viables que se pueden dar entre los usuarios y un espacio. Desde este punto de vista, las categorías lugar o no-lugar no son, ni exhaustivas ni excluyentes, sino que dependen, más bien, de las acciones que los habitantes de dicho espacio puedan llevar a cabo y por supuesto, de su significación. Dicho de otro modo, la presunción de que un espacio sea lugar o no-lugar deja de depender de las características físicas o arquitectónicas de dicho espacio, esto es, de su denominación, y pasa ahora a depender de quienes los habitan: los usuarios.
Con esta propuesta creemos que estamos ofreciendo una posible vía de escape a un debate que, desde nuestro punto de vista, resulta estéril, a saber: el de si un espacio es un lugar o un no-lugar, e intentar, a partir de ahí, convertir una serie de criterios en normas que pretenden ser generales. Creemos que el cronotopos bajtiniano, por ejemplo, permite un mayor empoderamiento del usuario. Vuelve a ser el usuario quien aporta las referencias necesarias para la clasificación de los espacios, teniendo entonces que recurrir, los futuros investigadores, a ellos, para conocer los elementos, criterios y características que influyen en cómo un determinado espacio puede ser significado.
Las pruebas de imprenta ya están corregidas, el texto ya está en su mano, paciente lector que nos ha acompañado hasta este último momento. Francisco y Luisa, quién sabe, un día volverán a encontrarse en la mesa del restaurante del vestíbulo de la estación que les vio despedirse. Nosotros, agazapados tras una barandilla, tomaremos nuestra última fotografía.
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