Manuel Delgado (2011). El espacio público como ideología. Madrid: Los libros de la Catarata. ISBN: 978-84-8319-595-6
Manuel Delgado reúne en este libro una compilación de ensayos presentados en distintos foros entre 2006 y 2008. Es imposible no relacionar su contenido con los recientes movimientos sociales ejemplificados en las revueltas de la primavera árabe, las protestas del 15 de marzo en España y otras acampadas y revueltas asamblearias producidas en distintos países occidentales y del Medio Oriente. A pesar de haber sido escritos en años anteriores, el libro ofrece valoraciones y análisis que definen, y a la par cuestionan, las bases conceptuales y la filosofía sociopolítica que sustenta la praxis de estos movimientos. La coherencia de la compilación, sin embargo, es desigual, y quizá se echa en falta una introducción más extensa, en la cual el autor ofreciera una discusión de conjunto. A mi parecer, el título del libro sintetiza bien sus dos primeros capítulos, pero pone en riesgo a los dos restantes de ser valorados como un añadido circunstancial, a pesar de su interés y de compartir la preocupación por ciertos conceptos.
En la tradición de la ecología social, el espacio público forma parte de las dinámicas urbanas de la territorialización, es el espacio que se presta a ser conquistado, el que no tiene un propietario que ejerza la defensa activa del mismo. Definido en términos negativos, lo público es lo que no ha sido privatizado, y las connotaciones positivas se reservan para los espacios denominados semipúblicos (o semiprivados, que es lo mismo), aquellos en los que los grupos residenciales, entre otros, pueden imponer su control mediante las estrategias simples de ocupación y presencia, con ciertos apoyos mínimos en forma de personalizaciones y barreras simbólicas (Taylor, 1988), o aquellos que las oleadas de turistas se apropian para su disfrute rápido y algo irrespetuoso en su nuevo rol de territoriantes (Muñoz, 2008), dejando a los residentes extrañados de sus espacios tradicionales –públicos porque eran de todos, (semi)privados porque eran los suyos– (Fernández-Ramírez, 2010). El espacio público queda entonces como un no-lugar (Augé, 1993), un espacio meramente físico, sin historia, sin ritos que lo revistan de connotaciones, significados y normas sociales; pero también un límite, un espacio liminal, como el mismo Manuel Delgado reivindica (2004), un territorio virgen que puede ser explorado, recreado y apropiado, inaugurando nuevas formas sociales que sugieren una ciudad verdaderamente viva, la que escapa al diseño y la previsión planificadora y se presta a la innovación y el mantenimiento espontáneo de la vida social (García Vázquez, 2004; Vivas, Pellicer y López, 2008).
La discusión ecológica no aparece, sin embargo, en las reflexiones del profesor Delgado. El espacio público pasa a ser exclusivamente objeto de discusión ideológica y marco invisible de las dinámicas situacionistas del happening y la reunión asamblearia, un espacio metafórico asimilado al campo semántico de la sociedad civil, la opinión pública –voz ideológicamente soberana y pura–, la educación o la sanidad pública, el espacio físico resituado como un derecho universal inalienable que puede ser reclamado sin oposición por la reunión libre de los ciudadanos constituidos a sí mismos en pueblo por antonomasia. En las páginas de nuestro autor, el espacio público es una excusa para definir una antropología política, para reivindicar y criticar la socio-lógica que anima y fundamenta la práctica política del ciudadanismo, considerado como una ideología según la cual las personas son competentes para redefinirse mutua y continuamente a través del debate en público –ante todos los demás, abierto a la mirada de todos–, en un espacio inespecífico cuya relación con el recipiente urbano en que sucede es meramente circunstancial: “el lugar en que se ejercen los derechos de expresión y reunión como formas de control sobre los poderes y el lugar desde el que esos poderes pueden ser cuestionados” (p. 28). Se crea así la impresión de que la plaza entonces ya no es un lugar1, sino un mito, el símbolo imaginario del ágora y la reunión de los ciudadanos libres. El lugar como ecología es lo de menos, puesto que la interacción ciudadanista puede ser transportada a otros espacios, trasladarse de una a otra plaza, sin supuestamente perder potencial político o simbólico, dado que es la interacción la que define como público al espacio en que se inscribe, por ejemplo, en los locales y edificios abandonados, donde la ocupación pacífica inaugura un contradiscurso que trasciende el sentido liberal de la propiedad y diluye lo privado y lo público en el triunfo comunitario del espacio asambleario.
La lógica ciudadanista define y legitima al individuo como protagonista político en el marco de la asamblea o de la movilización performativa de la acción pública, “con frecuencia meramente artística o incluso festiva” (p. 22). Reunidos en comunidad constituyente, el grupo se dota de normas amables y de “estructuras de acción y organización lábiles” (p. 22), como corresponde a una acción transitoria que surge espontáneamente en reacción ante una queja social, para disolverse con igual rapidez y reproducirse en la próxima situación de queja. La movilización queda como una muestra de las ideologías light del urbanismo socialdemócrata, “refugio doctrinal al que han venido a resguardarse los restos del izquierdismo de clase media” (p. 20-21), como un modo de disciplinar o domesticar la crítica, una evolución de los antiguos conceptos de muchedumbre y masa, convertidos ahora en opinión pública, ciudadanía y usuario, reenmarcados en una ideología de tolerancia cero, “una vida pública declarada por decreto amable y desproblematizada” (p. 39). Con su crítica a la ligereza socialdemócrata, Delgado traslada la discusión al terreno de la confrontación entre opciones políticas, y sus palabras resuenan como una añoranza de la revolución como práctica de cambio, reducida ahora a concentración socialdemócrata, pequeño-burguesa o incluso de derechas –cita incluso a Giuliani y a Sarkozy–; añoranza de un discurso que tacha de cómplice a la moderada protesta asamblearia, mientras la anima para que vaya más allá y tenga efectos en el añorado juego histórico del conflicto de clases2.
Nuestro siglo –el pasado y el que apenas ha comenzado– es también el tiempo de la sociologización3, entendida como un conjunto de discursos que han contribuido significativamente a definir nuestro modo de entendernos y de ser en sociedad. La sociologización impregna completamente el mundo de la empresa, el discurso económico de los gobiernos, las relaciones laborales, la política y el arte. Lejos de enclaustrarse en los reductos académicos, las teorías sociológicas se han extendido, prestando conceptos, marcos y valores a todas las esferas de lo humano. Nuestro siglo no puede entenderse sin la teorización sociológica, no porque ésta lo explique, sino porque ha contribuido sustantivamente a su construcción.
Como acertadamente apunta el profesor Delgado, la base conceptual que hace posible el discurso ideológico del espacio público es el mismo situacionismo que hemos heredado del interaccionismo simbólico, la etnometodología y otras corrientes construccionistas. Cada situación social es instituyente, un acontecimiento único autoorganizado y autogestionado, ontología situacional o relacional, sin que exista más orden social que el articulado en el plano simbólico y práctico por los propios individuos participantes. Los construccionistas desconfiamos de los conceptos que se presentan como si fueran esencias ajenas a los procesos de construcción social en que han venido a ser elaborados, y los reducimos a meros constructos e ilusiones conceptuales reificadas, efectos del discurso y cómplices de los juegos de poder. Si no hay nada detrás ni más allá de la situación, debemos pensar luego que son las claves situacionales las que recrean y mantienen las propiedades de lo social a través de un sutil efecto constituyente. Algo hay en la conversación que dispone el significado y las propias reglas del juego social, que no nos preexisten, sino que se instituyen una y otra vez en la práctica fundante de la interacción social (Garfinkel, 2006; Íñiguez, 2006).
¿Cómo encajar entonces las estructuras sociales (el lenguaje, los roles, la historia), y cómo suponer que lo previo a la conversación, lo que ya no es presente, puede determinar la actualización fundante? ¿En qué clase de espacio o de estado residen las estructuras si las intentamos pensar como algo ajeno a las personas que las sostienen en un aquí y ahora incesante, ubicuo, múltiple y continuo, en todo momento y en todo lugar entre todos? ¿En qué memoria quedará cualquier estructura si dejamos de actuarla, de re-crearla, de traerla a la realidad de la interacción? Pensamos que los hechos sociales son productos instituidos en la interacción que deben ser continuamente renovados, actualizados (y sutilmente cambiados) o quedar reducidos al olvido. Pero también que la interacción no se produce en un vacío social, que el contexto (el entramado de textos que se cruzan y actualizan, que se ponen a disposición para posibilitar la actualización instituyente) se hace presente y debe ser considerado para entender, tal como apunta Delgado, cómo las personas llegan a ser aceptadas como participantes competentes en la interacción. La variedad de elementos nos obliga a fantasear, a poetizar sobre una situación ideal de interacción donde entran en juego lo presente y lo ausente, lo actual y lo pasado, incluso lo futuro instituible, el tú y el yo mínimos para la interacción, junto al ellos o al Otro que están extraña e ineludiblemente presentes. Pliegues y cajas negras, pervivencias desprendidas de su origen, futuros que ya han sucedido y olvidos de lo que fue.
Delgado responde desde un objetivismo estructural ortodoxo. El adanismo situacionista es una ilusión tramposa, la ilusión de un anonimato y un punto de partida cero absoluto que elude las claves estructurantes de lo social. El interaccionismo del que hacen gala los participantes en los encuentros asamblearios, presentes o virtuales, requiere de un ciudadano ideal libre de condicionantes previos. La falta de identidad es el requisito imposible, la contraseña utilizada para definirnos como individuos a quienes reconocemos las competencias comunicativas suficientes para actuar como pieza fundante del orden social interaccional. Delgado rechaza la distinción entre contexto estructural y contexto de negociación (Goffman, 1973), puesto que la autonomía de la estructura social se revela ficticia, y cada persona traslada a la situación los discursos y esquemas de actuación “propios del lugar del organigrama social desde el que y al servicio del cual gestionan a cada momento su presencia ante los demás” (p. 59). El adanismo o grado cero situacionista sólo es posible entonces entre quienes ya son estructuralmente iguales, por ejemplo, entre los miembros de una clase media no estigmatizable que puede presentarse en público con los caracteres visibles mínimos para ser aceptada como un igual en el anonimato, alguien no sospechoso. Sólo el que no levanta sospechas es aceptable para el juego urbano del anonimato, sólo él puede ser un ciudadano de pleno derecho público entre iguales.
Descontextualizada, falsamente desvinculada de la estructura social, la asamblea queda como una mera efervescencia festiva, una experiencia estética efímera y pasajera (plenamente postmoderna, diría yo), constituida como un “órgano inorgánico, cuyos componentes se pasan el tiempo negociando y discutiendo entre sí” (p. 52), renunciando a cualquier “proyecto de transformación o emancipación social que vaya más allá de un vitalismo más bien borroso” (p. 52), y “que no tienen nada que ofrecer que no sea su autenticidad comunitaria” (p. 54), “una verdad comunicacional intensamente vivida” (p. 55), y poco más hasta la próxima revuelta asamblearia.
Delgado recupera en el tercer capítulo del libro una versión ecológica del espacio urbano, resituada en un discurso de corte marxista, para tratar sobre las revueltas barriales y obreras protagonizadas por inmigrantes franceses desde hace décadas. No obstante, aparte de ciertas menciones al espacio público, el capítulo se centra en el problema de la vivienda social guetificada y los correspondientes movimientos de protesta vecinal.
Las (ausentes) políticas de vivienda social han pasado desde la concentración residencial, hasta su dispersión con ánimo de (des)integración social. El ensayo se resume en la tesis de que la concentración espacial en los polígonos y barrios de viviendas sociales en vertical ofrecen la oportunidad del cara a cara para compartir socialización, queja y acción común, cerrando el círculo de las antiguas concentraciones barriales francesas, de la solución Haussman -derribar las callejuelas por donde no entra la policía y crear avenidas que impidan la construcción de barricadas obreras (Delfante, 2006)- y del análisis político-policial que intenta dividir al adversario “proletario” para mejor vencerlo. El gueto deviene entonces “prisión social” cuya “misión es confinar a una población estigmatizada con el fin de neutralizar la amenaza material y/o simbólica” que supone para el resto de la Sociedad (p. 93).
Delgado insiste en la crítica, “osada, aunque plausible” (p. 87), de que el discurso político antigueto, que defiende la heterogeneidad social, no sería sino un modo de dividir a los desfavorecidos, “los jóvenes sin perspectiva de acomodarse a la clase media, la depauperada y todavía desarticulada clase obrera que alimentan los inmigrantes, los nuevos marginados de toda la vida” (p. 94) y evitar así todo foco de concentración que facilite la agitación social masiva, mediante la supresión de los “contextos espaciales que favorecen la interacción inmediata y recurrente” (p. 86).
Por cierto, hay que reparar en que, junto a la dimensión ecológica del espacio público (la de la territorialización y el conflicto urbano clásico), ahora Delgado argumenta desde el interaccionismo situacionista para componer su propio discurso militante, con lo cual, el cara a cara vecinal capaz de crear un movimiento social espontáneo de protesta, las “formas extremadamente enérgicas de sociabilidad fusional” (p. 85) vienen a ser el mismo planteamiento teórico que tan duramente ha criticado en los primeros y brillantes capítulos del libro. Quizá ahora el objetivo político sí está claro, y el happening festivo y desestructurado de los nuevos movimientos sociales recupera aquí la legitimidad y el tono de la lucha de clases que sí parece contar con la aprobación del autor (“se pasa de la lucha de los vecinos-obreros, como obreros […] a la lucha de los vecinos-obreros, como vecinos”, p. 82). ¿Nostalgia de la revolución, quizá?
La última vuelta de tuerca. Ni el estructuralismo de los roles ineludibles que destapan la ilusión situacionista, ni el objetivismo historicista de la exclusión y la lucha de clases, ni la ecología del territorio y la heterogeneidad social; el espacio público, como antonomasia de la vida urbana, se resuelve finalmente en la apelación al imaginario, a las representaciones colectivas que “no son en Durkheim un espejo de la realidad social, sino la realidad social, desvelada como constructo construido” (p. 99). “Todo ciudadano es en realidad un mitodano, el habitante de un mito” (p. 105). Más allá de volúmenes, redes, segmentos e instituciones, afirma el autor, la ciudad se visualiza como “un campo de significaciones” (p. 97) en continua mutación y reconstrucción, más próximo al lenguaje postmoderno de la invocación, el sueño y el deseo, en el que emerge “todo lo que anuncia su nacimiento; todo lo que se niega a morir. Un montón de restos; lo que está a punto de suceder” (p. 105).
Cierta multifrenia subyace en esta mezcla de orientaciones teóricas que se cuestionan mutuamente y conviven de maneras complejas. Quizá sea la esquizofrenia múltiple de nuestro tiempo, una época intelectual teórica que no acaba de alumbrarse por completo, que no acaba de reinterpretar o de arrinconar a sus predecesores, la del fin de las ideologías que no se resignan a su desaparición, la del (post)objetivismo confuso que reconoce su debilidad frente a las críticas pero reclama ser preeminente, en la que los grandes exponentes del poderoso estructuralismo, lo eran también del postestructuralismo que socava sus cimientos, mientras ya muchos demandan un más allá. Pecados de origen no resueltos que evocan capas de análisis encontradas y la necesidad de continuar la lectura y la reflexión sobre nuestra sociabilidad, ahora que apunta la ruptura cultural e histórica de la forma urbana (Cacciari, 2011; Soja, 2001). El libro del profesor Delgado es una magnífica oportunidad que recomiendo a todos para que amplíen sus propios planteamientos y disfruten del variado panorama conceptual de la teoría social urbana.
Augé, Marc (1993). Los “no lugares” espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Barcelona: Gedisa.
Cacciari, Massimo (2011). La ciudad. Barcelona: Gustavo Gili.
Delfante, Charles (2006). Gran historia de la ciudad. De Mesopotamia a Estados Unidos. Madrid: Adaba.
Delgado, Manuel (2004). La no-ciudad como ciudad absoluta. En Félix de Azúa, Félix Duque, Luis Fernández-Galiano, Eduardo Mendoza, Rafael Moneo, Manuel Delgado, Vicente Verdú (Eds.), La arquitectura de la no-ciudad (pp. 123-153). Pamplona: Universidad Pública de Navarra.
Delgado, Manuel (2011, 21 de mayo). 15m: El peligro ciudadanista. Extraído el 10 de diciembre de 2011, de http://manueldelgadoruiz.blogspot.com/2011/05/el-peligro-ciudadanista-intervencion-en.html
Fernández-Ramírez, Baltasar (2010). El contexto psicológico de la ciudad contemporánea. Psyecology, 1(2), 1-8.
García Vázquez, Carlos (2004). Ciudad hojaldre. Visiones urbanas del siglo XXI. Barcelona: Gustavo Gili.
Garfinkel, Harold (2006). Estudios en etnometodología. Barcelona: Anthropos.
Goffman, Erving (1973). Estigma. La identidad deteriorada. Buenos Aires: Amorrortu.
Íñiguez, Lupicinio (2006). El lenguaje en las ciencias sociales: fundamentos, conceptos y modelos. En Lupicinio Iñiguez (Ed.), Análisis del discurso. Manual para las ciencias sociales (pp. 47-87). Barcelona: UOC.
Muñoz, Francesc (2008). Urbanalización. Paisajes comunes, lugares globales. Barcelona: Gustavo Gili.
Soja, Edward W. (2001). Postmetropolis. Critical Studies of cities and regions. Oxford, UK: Blackwell.
Taylor, Ralph B. (1988). Human Territorial Functioning. New York: Cambridge University Press
Vivas, Pep; Isabel Pellicer, y Óscar López (2008). Ciudad, tecnología y movilidad: espacios de sociabilidad transitoria. En Baltasar Fernández-Ramírez y Tomeu Vidal (Eds.), Psicología de la Ciudad. Debate sobre el espacio urbano (pp. 129-136). Barcelona: Editorial UOC.