Aventuras y desventuras de la educación en el reino de psicolandia: el supuesto respaldo cientifico del Espacio Europeo de Educación Superior

Misadventures of education in the kingdom of psycholand: the alleged scientific support of the European Higher Education Area

  • José Carlos Loredo Narciandi
  • Arthur Arruda Leal Ferreira
En este trabajo se valora críticamente el discurso que arropa las últimas reformas educativas de la enseñanza superior europea y española. Se lo presenta como un discurso que intenta justificar tecnocientíficamente una de las más importantes prácticas de subjetivación actuales -la educativa- recurriendo a una determinada definición de la psicología que deja en un segundo plano el hecho de la pluralidad irreductible de las prácticas y saberes psicológicos. Se hace, así, una valoración crítica conjugada de, por un lado, el uso retórico de los saberes psicopedagógicos como respaldo científico -indiscutible- de las reformas, y por otro lado, de la asunción de que existe uma disciplia bien definida -la psicología- unificada, asentada científicamente y en la cual cabe buscar ese respaldo. La crítica toma en consideración, además, el escenario sociocultural actual de la globalización y el neoliberalismo como contexto en que cobra sentido, dentro de la ideología del emprendedorismo, dicho uso de la psicología como garante científico de la reforma de la enseñanza. Se hace especial hincapié en el fomento de la subjetividad ligado a esa ideología, que exige individuos dotados de flexibilidad, capacidad de autorregulación y responsabilidad total sobre su destino.
    Palabras clave:
  • Constructivismo
  • Emprendedorismo
  • Psicopedagogía
  • Subjetividad
This paper critically assesses the discourse that justifies the latest educational reforms in European and Spanish higher education. It is presented as a techno-scientific discourse that attempts to support one of the most important current practices of subjectivity -the educational one- using a particular definition of psychology that forget the fact of the irreducible plurality of psychological practices and knowledges. This paper aims thus to make a double critical assessment. On the one hand, about the rhetorical use of psycopedagogic knowledge as scientific (indisputable) support for the reforms. On the other hand, about the assumption that there is a well definite discipline -psychology- which is unified, scientifically established and able to offer that support. The paper consider also the current socio-cultural scenario of globalization and neoliberalism as a context that makes sense, within the ideology of entrepreneurship, such use of psychology as a scientific guarantor of education reform. Special emphasis is placed on the promotion of subjectivity linked to that ideology, which requires individuals gifted with flexibility, self-monitoring skills and full responsibility for their fate.
    Keywords:
  • Constructivism
  • Entrepreneurship
  • Psychopedagogy
  • Subjectivity

1 Introducción1

La educación constituye uno de los ámbitos de la actividad humana en que más presentes se hallan las concepciones sobre lo psicológico. En el mundo occidental, y desde al menos el siglo XVI, la escuela aparece como un escenario privilegiado donde diferentes dispositivos psicológicos se entrelazan (Larrosa, 1995). Tal presencia no ha afectado sólo a la educación infantil, sino también a la enseñanza media y superior. A ello se añade que el uso explícito de la psicología ha ido adquiriendo una fuerza creciente, hasta el punto de que las reformas del sistema educativo se apoyan en la psicología científica como si constituyeran deducciones incuestionables de ésta. De hecho, hace tiempo que posee carta de naturaleza universitaria toda una disciplina, la psicopedagogía, que viene a arropar académicamente la existencia de un grupo de especialistas que la propia trabazón entre las concepciones de lo psicológico y los procesos educativos ha segregado.

El contexto histórico en que surgieron los saberes psicológicos modernos a finales del siglo XIX se caracterizaba por la necesidad de gobernar unas poblaciones que, según la lógica de la construcción de los Estados-nación liberales, debían ser instrumentalizadas a fin de convertirlas en conjuntos de ciudadanos dotados de ciertas adscripciones identitarias, ciertos comportamientos políticos y ciertas capacidades productivas y de consumo, estas últimas especialmente relevantes conforme avanzaba el siglo XX. La sociedad industrial y las formas liberales de gobierno exigían criterios científicos-técnicos de gestión, y entre ellos se encontraban los relativos a la gestión de la subjetividad (Rose, 1998). Las disciplinas psicológicas suministraban esos criterios poniéndose de acuerdo con técnicas de gestión menos coercitivas y más relacionadas con el autogobierno. Así, las categorías y técnicas psicológicas –en un sentido amplio que incluye las psicobiológicas y las psicosociales– fueron inundando toda la vida social en un proceso acelerado que llega hasta nuestros días. Hoy la psicología se presenta casi como una panacea para resolver los más diversos problemas personales y colectivos. Se presenta como una ciencia aplicada y por tanto moralmente neutral, con capacidad técnica para afrontar problemas que van desde los más amplios, como la crianza de nuestros hijos o los conflictos de pareja, hasta los más puntuales, como la evaluación de las competencias y habilidades de un individuo. Sin embargo, es un hecho que la psicología está compuesta por tantas perspectivas teóricas y posibilidades prácticas que su voluntad de ser una ciencia aplicada parece más bien voluntarismo. En cuanto acudimos a ella su entidad se desvanece en medio de la furia del debate (cuando se permite siquiera que lo haya) y la confusa abundancia de posibilidades de intervención.

Las recientes reformas educativas europeas y españolas al hilo del Espacio Europeo de Educación Superior (en adelante EEES)2 tienen tras de sí una abundante bibliografía que se podría distribuir en dos grupos. De un lado, y como no podía ser menos, escriben quienes las apoyan -un ejemplo excelente es el de José Luis Caramés (2000), reseñado por José Carlos Loredo (2007)-, ya sea proporcionándoles soporte teórico, ya sea introduciendo matizaciones pero sin cuestionar los principios que las inspiran. De otro lado escriben quienes critican esas y otras reformas poniendo en tela de juicio tales principios (por ejemplo: Bermejo, 2009; Brunet y Altaba, 2010; Capella, 2009; Fernández-Liria y Serrano, 2009; Fuentes, 2005; Fuentes y Callejo, 2002; Mestre, 2005; Recio, 1997; Ruiz, 2003; Villa, 2005). Lo hacen adoptando puntos de vista que van desde el liberalismo hasta el marxismo, aunque predomina de largo una tendencia genéricamente izquierdista que suele hacer hincapié en la mercantilización de la enseñanza y, con menor frecuencia, en la hipertrofia de los aspectos didácticos y procedimentales en detrimento de los contenidos. Menos frecuente aún es subrayar la arbitrariedad de los presupuestos psicopedagógicos en que se asientan las reformas, procedentes de ciertas propuestas teóricas, constructivistas, que son cualquier cosa menos incuestionables.3 En este trabajo quisiéramos señalar precisamente eso: que las ideas psicológicas subyacentes a las reformas son sólo unas entre otras muchas. Por lo demás, nos hallamos ante un fenómeno muy similar al que se manifiesta en otras decisiones políticas importantes, que no se presentan como opciones entre otras posibles –es decir, elecciones, apuestas– sino como meras decisiones técnicas basadas en principios –económicos, por ejemplo– cuya validez ha de darse por supuesta.

Ahora bien, no pretendemos ir tan lejos como para ponernos a discutir sobre psicopedagogía. No se trata de denunciar la falta de cientificidad de unas teorías y reclamar su sustitución por otras que, por mayor cercanía a la verdad, apuntalasen unas reformas más adecuadas. Eso sería como desnudar un santo para vestir otro, pues seguiríamos aceptando que cabe imaginar teorías psicológicas capaces de respaldar por sí mismas ciertas políticas educativas, al igual que determinados principios biológicos, pongamos por caso, respaldan determinadas intervenciones médicas. Seguiríamos aceptando que una cosa es la ciencia y otra la política, y que la relación entre ambas tiene lugar a posteriori. Nuestra intención, pues, no es denunciar los aspectos políticos presentes en los dispositivos científicos, sino la mala política consistente en apelar a la autoridad científica ante cuestiones que están abiertas desde un punto de vista científico-político. Deseamos subrayar el hecho de que las recientes reformas educativas europeas y españolas al hilo del EEES ignoran una cosa tan evidente como la pluralidad de la psicología, al tiempo que ilustran a la perfección el uso de la psicología como ariete científico de unas decisiones que son en última instancia políticas. Centraremos nuestros comentarios en la reforma de la enseñanza universitaria española, la última en llegar y la que, reflexivamente, moldeará la formación de los futuros psicólogos. Nos apresuramos a aclarar que en absoluto consideramos ociosa la discusión acerca de las ideas psicopedagógicas. Simplemente queremos poner nuestro énfasis en algo que en cierto modo es previo a ella: el propio reconocimiento de que la discusión tiene sentido. Sólo así podría sospecharse algo acerca de la debilidad teórica o los problemas conceptuales de unas ideas que hoy suelen tomarse casi como dogmas.

Desde un punto de vista teórico, nuestra aproximación se acerca a las versiones genealógicas y críticas del análisis del discurso (Fairclough, 1995). Sin embargo, no deseamos realizar un análisis del discurso propiamente dicho, si por tal entendemos la aplicación de una metodología bien definida a un conjunto de textos seleccionados de antemano. Creemos que un análisis del discurso metodológicamente muy acotado tendría sentido en la medida en que nos permitiera sacar a la luz algo difícil de percibir. Sin embargo, las estrategias del discurso psicopedagógico dominante se pueden detectar y criticar sin recurrir de forma específica a métodos analíticos estandarizados. Además, ya existen algunos buenos trabajos que sí constituyen -formalmente hablando- análisis del discurso aplicados a las políticas educativas de dentro y fuera de España (Fairclough, 2008; Pini, 2010). Hemos preferido, pues, adoptar un tono ensayístico y dejar que nuestro análisis de los discursos sobre la política educativa vaya implícito en un argumento que, de ese modo, queda libre para hacer explícito lo que no siempre se advierte: la alianza entre una determinada manera de entender la psicología y una determinada manera de construir la subjetividad. En concreto, subrayaremos el hecho de que el EEES genera prácticas de subjetivación que, de acuerdo con la ideología del emprendedorismo, constribuyen a producir sujetividades caracterizadas por rasgos como la interiorización del mercantilismo, la flexibilidad total, la monitorización de sí mismo o la responsabilidad absoluta sobre la propia vida.

2 Psicolandia

Para proponer nuestras concepciones sobre la pluralidad de la psicología, vamos a partir de un conjunto de imagenes geopolíticas. Si la psicología fuera un país, digamos Psicolandia, se parecería más a un archipiélago confederado que a una república. Su estabilidad política dependería del interés por mantener la paz antes que de un modelo de ciudadanía homogéneo asumido por todos. Y el interés por mantener la paz dependería del grado en que la psicología pudiera prestar sus servicios en los más diversos ámbitos de la vida: educación, trabajo, sexualidad, medicina, etc. Claro que el consenso pacífico es, como todos los períodos de paz, producto del conflicto y la victoria de unas facciones sobre otras. Las guerras civiles de Psicolandia dejan vencedores y vencidos. En términos generales, y al menos en Occidente, los vencedores se agrupan más bien del lado de los conductismos y los cognitivismos (o del psicoanálisis en algunos dominios). En términos más específicos, en las áreas directamente vinculadas a la intervención sobre la vida humana, los vencedores puede que vistan otros uniformes. El del constructivismo psicopedagógico es uno de ellos, hecho con retales de los constructivismos piagetiano y vygotskiano y de ciertas ideas procedentes de la psicología cognitiva norteamericana. A eso se suman, en el caso de las reformas educativas, complementos que provienen del management, la gestión de recursos humanos, las ciencias de la administración, la teoría de sistemas, el lenguaje políticamente correcto, etc. Todo ello teje el ropaje retórico de las reformas.

En esa situación de estabilidad relativa, el grueso de la psicología actual parece cerrar filas para presentarse no ya como una ciencia, sino incluso como garante de la cientificidad de otras áreas profesionales a las que supuestamente serviría de base teórica, como la administración, el derecho, los servicios sociales, la criminología o la propia pedagogía. Si hace décadas el interés por la psicología se centraba en funciones bien delimitadas como la selección y el control en espacios específicos (por ejemplo la escuela o la fábrica), hoy la psicología se distribuye por prácticamente todos los sectores y actividades, desde la burocracia hasta las fuerzas armadas, pasando por el sistemna penitenciario, el trabajo comunitario o el deporte. Lo hace, además, con funciones muy diversas: el análisis organizacional e institucional, el diagnóstico de individuos y grupos, la planificación de actividades, el manejo de colectividades, la prevención terapéutica, etc. Pese a la competencia –a veces feroz– de disciplinas como la psiquiatría, se diría que la psicología es a menudo una correa de transmisión de cientificidad y autoridad que traslada a los problemas de la vida cotidiana y de la vida social conceptos y métodos análogos a los de las ciencias duras. Psicolandia es, en ese sentido, una especie de país fronterizo de intenso comercio externo. Es casi un paraíso fiscal, cuya existencia no se cuestiona.

3 La pluralidad de la psicología

El uso de las ideas psicopedagógicas para apoyar científicamente las reformas educativas pone entre paréntesis la diversidad de la psicología y el conflicto teórico que la caracteriza. Hace como si se tratara de una ciencia unificada, epistemológicamente estable y capaz, por tanto, de proporcionar aplicaciones técnicas fiables. Así, estas aplicaciones y su soporte teórico se presentan como un asunto de expertos que nadie, salvo ellos, se halla capacitado para discutir. Las reformas son algo incuestionable, algo que va “con los tiempos” y viene exigido por el progreso económico y científico-técnico de la sociedad, que a la postre es también un progreso moral:

[L]a Universidad tradicional […] tendrá que transformarse muy profundamente para poder cumplir con lo que en todos los campos del conocimiento, investigación, docencia, administración, gestión y servicios va a demandar la sociedad del siglo XXI. [...]

[U]na mejora de la calidad educativa va a representar la clave para aumentar la competitividad internacional pero dentro de una sociedad no excluyente y de futuro solidario (Caramés, 2000, pp. 10 y 11).

Se escamotea la discusión, una discusión que es ante todo política, referida al tipo de sociedad que deseamos. De esta manera se encubren retóricamente las reformas con un discurso cientificista que, tras su aparente transparencia, oculta lo verdaderamente importante: qué clase de sociedad y de subjetividad promueven las reformas.

En el caso de la educación es particularmente claro que ciertas ideas acerca de lo que es un sujeto humano contribuyen a producir ciertos tipos de sujetos humanos. En general, las ideas psicológicas tienen un efecto performativo sobre la subjetividad misma. Y es muy posible que este efecto vaya ligado a un fenómeno que pocas veces se advierte (Blanco, 2003; Ferreira, 2001; Gergen, 2001; González y Pérez, 2007; Parker, 2010): la relación entre la diversidad teórica y la diversidad de formas de vida. Esta última se manifiesta tanto histórico-culturalmente como en el interior de cada sociedad, y se adopta como un valor –o eso se presume– en las sociedades occidentales modernas. De hecho, quienes se escabullen de la pluralidad de la psicología seguramente rechazarían enérgicamente la posibilidad de una sociedad “cerrada” o monolítica. Su punto de vista se limita a confiar en que la incómoda diversidad de perspectivas psicológicas sea, a lo sumo, mero residuo de un pasado felizmente superado. La adopción del método científico y la anhelada ruptura con la filosofía y las ciencias blandas han permitido la unificación. Si acaso, la pluralidad es una mera apariencia que encubre una unidad esencial en donde reside la realidad de la naturaleza humana. Hoy suele definirse tal naturaleza en términos de flexibilidad y adaptabilidad, pero la actitud sigue siendo igual de esencialista.

No es nuestra intención recrearnos en la pura diversidad de la psicología como si constituyera un estado deseable por sí mismo. Las tendencias unificadoras son constitutivas de los esfuerzos de las grandes opciones teóricas (conductismos, cognitivismos, psicologías dinámicas, etc.) y del funcionamiento de las microteorías y las prácticas más específicas (como los tests o los experimentos), puesto que trabajan buscando la coherencia y, por tanto, con un cierto horizonte de articulación de lo psicológico. Por eso sería algo ingenua, aparte de estéril, una defensa de la pluralidad a palo seco. La nuestra pretende ser más bien una constatación. Queremos llamar la atención sobre uno de los lados de la moneda: el que refleja el hecho de la pluralidad teórica y aplicada. El otro lado de la moneda, el de discutir acerca de cuáles son, y por qué, las opciones por las que merece la pena apostar en detrimento de otras, es también importante, desde luego, y a él se han dedicado algunos trabajos anteriores (Fernández, Sánchez, Aivar y Loredo, 2003; Loredo, Sánchez-Criado y López, 2009; Sánchez y Loredo, 2009). Ahora bien, esa discusión obliga a tener en cuenta el hecho de que en una disciplina como la psicología es imposible separar del todo los proyectos científicos de los político-antropológicos. Como acabamos de apuntar, la “descripción” de lo que es ser un sujeto es inseparable de la “prescripción” de lo que debe ser un sujeto. Gran parte de las perspectivas psicológicas han jugado –y lo siguen haciendo– a naturalizar la subjetividad sin ser conscientes de que ellas mismas, a diferentes niveles (entre ellos el educativo), contribuyen a producir esa subjetividad que pretenden estudiar científicamente. Estamos tentados de decir que las reglas del juego deberían obligar a hacer explícitas las apuestas político-antropológicas que, en todo caso, siempre han ido cuando menos implícitas en las grandes teorizaciones de lo psicológico. Esta cuestión, desde luego, nos introduciría en otro debate, enormemente complejo (Loredo, en prensa). De ahí que ahora nos conformemos con subrayar el hecho de la pluralidad.

Y es que para aplacar la furia del debate lo primero que debe hacerse es reconocer que lo hay. Optar por una definición simple de la psicología significa automáticamente excluir las demás definiciones. Es obvio que definirla como una ciencia de la conducta, por ejemplo, excluye hacerlo como una ciencia de la mente. Menos obvio será, para algunos, que no todos los conceptos en torno a los cuales se puede definir la psicología son equivalentes. Normalmente esta equivalencia se asume, como hemos indicado hace un momento, desde perspectivas eclécticas o armonistas, para las cuales hay, en el fondo, una realidad esencial común –aunque oculta– a la que se refieren las aparentemente contradictorias concepciones de lo psicológico. Esa especie de posición teosófica4 olvida que la única realidad psicológica de la que cabe hablar –pues postular otra es un acto de fe– es aquella que nos ofrecen las diferentes perspectivas teóricas. En el siglo XIX la psicología de la experiencia (la psicología científica) se propuso contra la psicología del alma previa, pero en el siglo XX las psicologías de la mente y de la conducta se propusieron, en cierto modo, contra la psicología de la experiencia. Desplazar el problema de la definición de lo psicológico hacia una supuesta unidad esencial que algún día se revelará es desplazar el problema de la pluralidad. Tampoco acudiendo al “método científico” podríamos justificar ese desplazamiento, pues las definiciones de los métodos psicológicos son asimismo excluyentes, además de estar ligadas a sus respectivas legitimaciones teóricas. Hay métodos para todos los gustos, desde los más experimentales y cuantitativos hasta los observacionales y los cualitativos. Suponer que sólo los primeros son científicos constituye una petición de principio tan grave como suponer que sólo los segundos son psicológicos. No hay, en suma, objeto, método o cuestiones comunes en psicología. Hay diferentes proyectos –unos más afines a otros–, cada cual con distintos objetos, métodos y cuestiones pertinentes; cada cual con distintos campos de acción y diferentes redes de psicólogos e instituciones dándoles cobertura y, a menudo, compitiendo entre sí; cada cual, en suma, con distintos horizontes político-antropológicos –casi siempre implícitos–, desde los cuales optar por unas y otras posibilidades de vida para las personas.5

4 La pluralidad del constructivismo

La psicopedagogía constructivista que vertebra las reformas educativas actuales, incluyendo las de la enseñanza superior, es sólo una de las posibles. No se elige por su mayor cientificidad, sino por su mayor utilidad, porque se coordina mejor con la distribución actual del poder político-económico, propio las formas de gobierno liberales (Foucault, 2004/2009). El constructivismo psicopedagógico ha cobrado vida propia, independizado de los “padres fundadores” como Jean Piaget o Lev Vygotski. Se ha convertido en un ámbito de especialización a veces indistinguible de la gestión y el pensamiento administrativo, donde la terminología técnica, cada vez más desarrollada, va de la mano de una creciente colaboración –a menudo tanto más eficaz cuanto más ciega– con las directrices políticas y empresariales dominantes, uno de cuyos componentes básicos es el emprendedorismo. Por supuesto, la alianza entre psicología y poder no es criticable en sí misma, pues difícilmente puede pensarse en una psicología ajena a algún horizonte político-antropológico, como ya hemos dicho. Lo criticable es que se presenten las cosas en términos de teorías psicopedagógicas que han de respetarse porque son científicas.

Para bien o para mal, en la obra de autores como Piaget o Vygotski aún quedaba mucho del espíritu comprehensivo de la psicología de finales del siglo XIX y principios del XX. Era una psicología algunas de cuyas corrientes –las menos cientifistas, reduccionistas y gremialistas– aspiraban a elaborar teorías completas de la subjetividad humana que atendieran a su filo, onto, socio e historiogénesis, esto es, a todas las dimensiones necesarias para hacerla inteligible. Los constructivismos clásicos, por ello, eran teorías complejas y, en cierto modo, conscientes de que su relación con las técnicas pedagógicas no podía ser sencilla (Piaget, 1974). Si acaso, lo que aporta un constructivismo como el piagetiano a la educación, en lugar de aplicaciones, es algo muy genérico de lo cual la obra de Piaget es representativa en tanto que psicología genética: la idea de que el niño no es un adulto en miniatura que reciba pasivamente la educación, sino un ser idiosincrásico que se desarrolla activamente.

Pero es que, además, el constructivismo no es una posición sino, a lo sumo, una tendencia. Tampoco en él hay paz. Dista de ser una teoría del sujeto clara y distinta. Se parece más bien a un campo de batalla algunos de cuyos contendientes tienen entre sí menos afinidad que con otros ajenos a dicho campo. Por eso no cabe concebir el constructivismo como algo dado de lo que puedan extraerse aplicaciones pedagógicas –entre otras cosas porque, si el constructivismo fuera cierto, constituiría una descripción de cómo el sujeto se desarrolla antes que una prescripción de cómo enseñarle a desarrollarse–. El panorama de los constructivismos contemporáneos en psicología y disciplinas afines es cualquier cosa menos armónico (Sánchez y Loredo, 2009). “Constructivismo” es una etiqueta que a menudo se aplica a perspectivas tan dispares como las de Piaget, Vygotski, Ernst von Glasersfeld, Humberto Maturana o Heinz von Foerster, por ejemplo. No es posible agarrarse a esa etiqueta para justificar las reformas educativas, salvo que se incurra en una petición de principio según la cual el constructivismo psicopedagógico –el que, influído por autores como Philip Johnson-Laird, Barbara Rogoff o David Ausubel, ya es neopiagetiano y neovygotskiano e incorpora elementos de la psicología cognitiva anglosajona– es el mejor para la educación, o sea, es el mejor porque el mainstream de los pedagogos así lo cree.

La situación, en definitiva, es endiablada, en las antípodas del simplismo tecnocrático con que a veces se venden las reformas. Porque no es ya sólo que no podamos agarrarnos a “la” psicología como soporte científico de éstas: es que ni siquiera podemos agarrarnos a una de las versiones de la psicología –la constructivista–, dado que también en ella hay debate y pluralidad.

5 La posmodernidad educativa

El escenario en el que aparecen las reformas –y que éstas consolidan– no es nuevo, aunque tenga componentes novedosos. Es el escenario de la sociedad posindustrial, la globalización, el neoliberalismo, las políticas de la identidad, la precarización laboral, etc. De hecho, sorprende que la mayor parte de las críticas que ha suscitado el denominado Proceso de Bolonia –marco del EEES– no parezcan haberse percatado de eso. Quizá aquellos a quienes las reformas pillan por sorpresa no han leído La condición postmoderna de Jean-François Lyotard, cuyo subtítulo es bastante revelador: Informe sobre el saber. Hace más de veinte años el autor francés exponía los derroteros que a la sazón estaban tomando la investigación científica y la enseñanza, las cuales ya no seguirían dependiendo de algún tipo de planificación central al servicio de los ideales del Estado-nación, sino del propio curso del juego de poderes sociales y políticos dentro del cual los saberes no tendrían otra utilidad que la pragmática: no servirían a ninguna verdad ni a ningún proyecto de emancipación colectiva, sino simplemente al mantenimiento de dicho juego. Lyotard escribía en 1984 cosas como las siguientes, cuyo carácter profético justifica, creemos, la extensión de la cita:

La gestión de los fondos de investigación por parte de los Estados, las empresas y las sociedades mixtas obedece a esta lógica del incremento del poder. Los sectores de la investigación que no pueden defender su contribución [...] a la optimización de las actuaciones del sistema, son abandonados por el flujo de los créditos y destinados a la decrepitud. El criterio de performatividad6 es invocado explícitamente por los administradores para justificar la negativa a habilitar cualquier centro de investigaciones (Lyotard, 1984/2006, p. 88).

[L]a enseñanza superior […] debería continuar proporcionando al sistema social las competencias correspondientes a sus propias exigencias, que son el mantenimiento de su cohesión interna. Anteriormente, esta tarea implicaba la formación y la difusión de un modelo general de vida, que bastante a menudo legitimaba el relato de la emancipación. En el contexto de la deslegitimación, las universidades y las instituciones de enseñanza superior son de ahora en adelante solicitadas para que fuercen sus competencias, y no sus ideas […]. La transmisión de los saberes ya no aparece como destinada a formar una élite capaz de guiar a la nación en su emancipación; proporciona al sistema los 'jugadores' capaces de asegurar convenientemente su papel en los puestos pragmáticos de los que las instituciones tienen necesidad (Lyotard, 1984/2006, p. 90).

Sólo desde la perspectiva de grandes relatos de legitimación, vida del espíritu y/o emancipación de la humanidad, el reemplazamiento parcial de enseñantes por máquinas puede parecer deficiente, incluso intolerable. Pero es probable que esos relatos ya no constituyan el resorte principal del interés por el saber. Si ese resorte es el poder, este aspecto de la didáctica clásica deja de ser pertinente. La pregunta, explícita o no, planteada por el estudiante profesionalista, por el Estado o por la institución de enseñanza superior, ya no es: ¿es eso verdad?, sino: ¿para qué sirve? En el contexto de la mercantilización del saber, esta última pregunta, las más de las veces, significa: ¿se puede vender? Y, en el contexto de argumentación del poder: ¿es eficaz? (Lyotard, 1984/2006, p. 94).

La perspectiva de un vasto mercado de competencias operacionales está abierta. Los detentadores de este tipo de saber son y serán objeto de ofertas, y hasta de políticas de seducción. Desde ese punto de vista, lo que se anuncia no es el fin del saber, al contrario. La Enciclopedia de mañana son los bancos de datos. Éstos exceden la capacidad de cada utilizador. Constituyen la 'naturaleza' para el hombre postmoderno (Lyotard, 1984/2006, p. 95).

[L]a deslegitimación y el dominio de la performatividad son el toque de agonía de la era del Profesor: éste no es más competente que las redes de memorias para transmitir el saber establecido, y no es más competente que los equipos interdisciplinarios para imaginar nuevas jugadas o nuevos juegos (Lyotard, 1984/2006, p. 98).

Tal vez la de Lyotard haya sido una profecía autocumplida. En cualquier caso, importa señalar que su constatación de la muerte del sujeto del saber es solidaria de la constatación de la muerte del sujeto en general, o mejor, de la muerte de un tipo de subjetividad y la producción de cierto tipo de sujeto específico que las sucesivas reformas educativas han ido cebando. Se trata de un sujeto que ya no está dado de una vez por todas, sino que se halla en formación continua y ha de ser dúctil y flexible. Ahora bien, tampoco deja de ser irónico que, justo cuando la posmodernidad decreta la muerte del sujeto “clásico” –el individuo hecho a sí mismo, de una pieza, autoconsciente y plenamente responsable–, ese otro nuevo sujeto que la educación contemporánea promueve haya de ser también un individuo autónomo, emprendedor y responsable de su propia biografía.

6 El sujeto del Espacio Europeo de Educación Superior

El EEES es un producto típicamente posmoderno en el sentido en que acabamos de indicar. Sigue preñado de constructivismo pedagógico e incorpora grandes dosis de conceptos procedentes del pensamiento administrativo (conceptos del mundo del management, la organización empresarial, la teoría del capital humano...) (Brunet y Altaba, 2010). Las líneas básicas del discurso que arropa al EEES están trazadas con tópicos constructivistas y se mueven dentro de un universo terminológico que resulta familiar a cualquiera que haya tenido un cierto contacto con las enseñanzas medias: proceso de “enseñanza-aprendizaje”, protagonismo del estudiante (hoy el lenguaje políticamente correcto obligaría a decir “los y las estudiantes”), transversalidad, unidades didácticas, módulos, objetivos actitudinales, competencias, virtualización, atención a la diversidad, tutorías, integración, programaciones, mapas conceptuales... Todo un aparato teórico-burocrático ampara y fomenta una determinada forma de concebir la subjetividad. Constituye, así, una buena muestra del modo en que los saberes psicológicos reobran sobre la sociedad contribuyendo a producir aquello mismo que describen.

El fundamento psicopedagógico general del EEES es el aprendizaje permanente y las “nuevas metodologías” docentes. Ambas cosas están ligadas a una concepción del sujeto como un ser en perpetuo cambio que debe adaptarse a un mundo en perpetuo cambio. Este mundo no es otro que el del mercado laboral actual:

Puesto que el mercado laboral requiere niveles de capacidad y competencias transversales cada vez mayores, la educación superior deberá dotar a los alumnos de las necesarias habilidades y competencias y los conocimientos avanzados a lo largo de toda su vida profesional. La empleabilidad faculta al individuo para aprovechar plenamente las oportunidades del cambiante mercado laboral. Aspiramos a elevar las cualificaciones iniciales así como a mantener y renovar una mano de obra cualificada a través de una cooperación estrecha entre administraciones, instituciones de educación superior, agentes sociales y alumnos (Declaración de Lovaina, 2009, p. 4).

De acuerdo con la filosofía del emprendedorismo, se trata de formar a los estudiantes (y a los futuros investigadores y profesores) como profesionales que se adapten al mercado laboral, y además lo hagan activamente. Esa adaptación les exige construir su propia “empleabilidad” e interiorizar la mentalidad mercantilista convirtiéndose en empresarios de sí mismos -versión del sujeto propio de la gubernamentalidad liberal tal y como ha sido analizada por Michel Foucault (2004/2009) y Nikolas Rose (1998)-:

Para resolver los desajustes que existen entre las cualificaciones de los licenciados y las necesidades del mercado de trabajo, los programas universitarios deben estructurarse de manera que se mejore directamente la empleabilidad de los licenciados. Las universidades deben ofrecer planes de estudio, métodos docentes y programas de formación o readiestramiento innovadores que, a las capacidades más propias de la disciplina, sumen otras de carácter más amplio relacionadas con el empleo. En los planes de estudio deben integrarse períodos de prácticas en las instituciones y empresas con créditos reconocidos.

Esto se aplica a todos los niveles de la educación, es decir, diplomatura, licenciatura, máster y doctorado. [...]

Incluso se pretende ir más allá de las necesidades del mercado de trabajo y estimular una mentalidad emprendedora entre los alumnos y los investigadores. Por lo que se refiere al doctorado, esto significa que los doctorandos que aspiren a desarrollar una carrera profesional como investigadores adquieran, además de la formación científica propia de su área de conocimiento y en técnicas de investigación, capacidades en materia de gestión de la investigación y los derechos de propiedad intelectual, comunicación, creación de redes, espíritu empresarial y trabajo en equipo (Junta de Andalucía, 2007, pp. 51-53; cursivas nuestras).

Por supuesto, ni siquiera es del todo adecuado hablar ya de “estudiantes”, pues estudiar se convierte en una profesión más. Dado que el único objetivo de la enseñanza es preparar para el mercado de trabajo, la jornada estudiantil se convierte en una jornada laboral. El Sistema Europeo de Transferencia y Acumulación de Créditos (ECTS) –en realidad, la idea misma de crédito como unidad de trabajo del alumno (Comisión Europea, 2007; Pagani, 2002)– convierte el estudio en una tarea entre burocrática y laboral, de gestión casi obsesiva del propio tiempo y las propias capacidades. De acuerdo con la teoría del capital humano, la formación de uno mismo es, estrictamente, una inversión. Son criterios económicos, de gestión del yo con vistas a conseguir cierto rendimiento futuro, los que cada cual ha de tomar en cuenta a la hora de planificar su formación y, en último término, su vida.

La consecuencia de todo lo anterior es que no hay lugar –porque literalmente no cabe– para la sorpresa, la búsqueda personal, la protesta, la lectura reposada, la reflexión, la discusión, la crítica o el debate. De hecho, “la universidad ya no es más un lugar tranquilo para enseñar, realizar trabajo académico a un ritmo pausado y contemplar el universo como ocurría en siglos pasados. Ahora es un potente negocio, complejo, demandante y competitivo” (Skilbeck, 2001, citado por Brunner, 2009, p. 24).7

El aprendizaje permanente, por su parte, es el correlato educativo de la inestabilidad laboral, el reciclaje constante y la licuefacción de la vida. La “sociedad del riesgo” (Beck, 1986/1994) lleva aparejada una inseguridad permanente. Esta nueva forma de vida exige un nuevo tipo de educación que ha de ser continua. Ya no contamos con la disciplina de las viejas formas de educación, sino con una especie de autocontrol constante y abierto (Deleuze, 1992). Las nuevas metodologías docentes, amparadas por determinadas concepciones psicopedagógicas, proporcionan los instrumentos para ello. Están basadas en la exclusión de los contenidos y el énfasis en los procedimientos, sobre todo los relacionados con la informática y la comunicación. Se centran en las competencias que han de adquirir los alumnos, de acuerdo teorías importadas de la gestión de recursos humanos. Sólo importan los productos tangibles y mercantilizables del aprendizaje. Pero las competencias no són sólo “técnicas”, sino que incluyen algunas que están a medio camino entre las habilidades y las cualidades personales, como la capacidad de comunicar persuasivamente resultados o proyectos, y otras que definen claramente formas de ser, como la capacidad emprendedora o la de trabajar en equipo. En general, la educación por competencias pretende totalizar la subjetividad y convertir al individuo en una síntesis perfecta de trabajador, consumidor y ciudadano modélico:

Las personas que consiguen conocimientos, adquieren destrezas y transforman todo ello en competencias útiles, no sólo estimulan el progreso económico y tecnológico sino que también obtienen satisfacción y bienestar personal de sus esfuerzos. (EURYDICE, 2002, p. 10).

A menudo se habla de la necesidad de aumentar la formación de los trabajadores para garantizar así un crecimiento sostenible de las economías basadas en el conocimiento, las cuales dependen cada vez más del sector servicios. Esta mejora se considera un proceso dinámico, que comienza con una sólida educación básica y se mantiene a través del aprendizaje a lo largo de la vida. [...] (EURYDICE, 2002, p. 10).

[L]as competencias clave son necesarias para que los individuos lleven una vida independiente, rica, responsable y satisfactoria (EURYDICE, 2002, p. 15).

Los productos de la enseñanza se clasifican en tres categorías que han vertebrado el diseño de los últimos planes de estudio universitarios: los conocimientos concretos vinculados al “saber hacer”, las destrezas para resolver problemas específicos, y las actitudes (Tobón, Pimienta y García, 2010). Estas últimas definen todo un modo de estar en el mundo, un modo de ser sujeto, y constituyen algo así como la cobertura moral de la nueva subjetividad deseable al servicio de la nueva sociedad. Suelen asociarse a valores marcados positivamente como la solidaridad, la empatía, la iniciativa, la tolerancia, la cooperación, etc. Que sean objeto de educación explícito revela hasta qué punto la gubernamentalidad actual busca un modelo de ciudadano ideal en cuya subjetividad se armonicen la buena conciencia capaz de autogobierno y un comportamiento idóneo como consumidor y productor.

A menudo se subraya, en efecto, que las competencias se definen como capacidades generales de resolución de problemas en las cuales siempre están presentes los componentes éticos (p.ej. en Tobón et al, 2010). En ocasiones se declara explícitamente que la educación por competencias afecta al proyecto vital del individuo en su conjunto:

[L]as competencias son procesos integrales de actuación ante actividades y problemas de la vida personal, la comunidad, la sociedad, el ambiente ecológico, el contexto laboral-profesional, la ciencia, las organizaciones, el arte y la recreación, aportando a la construcción y transformación de la realidad, para lo cual se integra el saber ser (automotivación, iniciativa y trabajo colaborativo con otros) con el saber conocer (conceptualizar, interpretar y argumentar) y el saber hacer (aplicar procedimientos y estrategias), teniendo en cuenta los retos específicos del entorno, las necesidades personales de crecimiento y los procesos de incertidumbre, con espíritu de reto, idoneidad y compromiso ético (Tobón, 2010, p. 3).

En las “competencias transversales” para los graduados en Psicología mencionadas en el Libro Blanco de la ANECA se habla, entre otras, de las siguientes: “sensibilidad hacia temas medioambientales”, “capacidad para expresar los propios sentimientos”, “relativizar las posibles frustraciones”, “mostrar sensibilidad hacia los problemas de la humanidad” y “mostrar preocupación por el desarrollo de las personas, las comunidades y los pueblos” (ANECA, 2005a, p. 83). Podría pensarse que este tipo de competencias son propias de los psicólogos porque ellos desempeñan actualmente funciones pastorales (Foucault, 2004/2006) semejantes a las que antaño desempeñaban los sacerdotes. Sin embargo, en los Libros Blancos de Física y de Bioquímica y Biotecnología, por ejemplo, encontramos competencias transversales como “motivación por la calidad” (ANECA, 2004, p. 122), “iniciativa y espíritu emprendedor” (ANECA, 2004, p. 122; ANECA, 2005b, p. 98), “conocimiento de otras culturas y costumbres” (ANECA, 2004, p. 122), “sensibilidad hacia temas medioambientales” (ANECA, 2004, p. 122), “compromiso ético” (ANECA, 2004, p. 122; ANECA, 2005b, p. 98), “entender la diversidad y la multiculturalidad” (ANECA, 2005b, p. 98) o “negociar ante una situación laboral” (ANECA, 2005b, p. 98).

La insistencia en las actitudes y la dimensión moral de la acción va ligada además a los sustitutos de las viejas formas de adoctrinamiento basadas en la ética religiosa o la formación nacional. También está muy ligada a la corrección política y las nuevas formas de puritanismo propias del capitalismo actual. Se busca un modelo de ciudadano cuya característica principal no sea la capacidad crítica y la independencia intelectual –bases de la ciudadanía democrática en algunas tradiciones progresistas del primer tercio del siglo XX– sino la aceptación de unos valores que debe asumir como incuestionables y que, además, debe interiorizar activamente y autogestionándose conforme a ellos. La idea de que cada cual es responsable exclusivo de las circunstancias en que vive forma parte asimismo de esa nebulosa de prácticas y formas de pensamiento.8 Nunca se cuestiona o problematiza el modelo de sociedad o de organización socioeconómica existente, aunque sí se ejerce una vigilancia constante sobre los efectos más oscuros de la misma, que se psicologizan atribuyéndolos a la responsabilidad de individuos que no han actuado de un modo moral y gerencialmente adecuado. La responsabilidad social corporativa o los códigos de conducta y de buen gobierno de las instituciones, cumplen la función de individualizar los conflictos objetivos achacándolos al incumplimiento de ciertos compromisos éticos o morales. Actúan, así, a favor de la despolitización de los problemas sociales, que ya sólo pueden ser de carácter técnico (asunto de expertos) o consecuencia de la mala conducta de unos individuos que, de todos modos, también son susceptibles de ser reeducados por vía técnico-psicológica. Además, ese tipo de códigos de conducta exigen de las personas un compromiso total, que involucre hasta el último rincón de su subjetividad, sin que funcione ya la vieja distinción histórica entre lo público y lo privado: “Se espera de los miembros que busquen, de manera continua, alcanzar la máxima calidad profesional y personal, contribuyendo así al crecimiento de la universidad a la vez que favorecen su desarrollo personal” (UNED, s/f).

Sea como fuere, quedan excomulgadas cosas como la reflexión, la sorpresa, la ironía, el distanciamiento, el goce intelelectual lúdico, el pensamiento o la discusión teórica. Y quedan excomulgadas con criterios científicos, es decir, indiscutibles. La homogeneización de la subjetividad cuenta, por un lado, con la autoridad de los expertos que hacen incuestionables las reformas y, por otro lado, con esa profecía autocumplida generada por el hecho de que las nuevas generaciones estén formadas de acuerdo con la misma ideología que justifica esas reformas. Nada ni nadie puede quedar fuera de ese sistema. Por eso quienes critican las reformas suelen ser tachados de reaccionarios o de izquierdistas trasnochados:

[E]ste ensayo parecerá, a más de un experto sin mucho sentido de la innovación, como un salto equivocado desde una institución portadora de los valores más profundos del ser humano, como ha sido y es la Universidad, hacia el mundo de la empresa, en el cual se supone que el empresario es un poderoso flagelador de espaldas que sigue torturando en el patio de la fábrica a los obreros responsables y más críticos (Caramés, 2000, p. 10).

Se diría que el objetivo es que pronto no haya siquiera capacidad de crítica, pues –por arriba– las políticas educativas se gestionan con criterios científico-técnicos (incuestionables) y –por abajo– la formación en contenidos y la independencia intelectual se habrán sacrificado en aras de las destrezas laborales y de la buena conciencia ciudadana.

El EEES está al servicio, pues, de una determinada concepción del sujeto a partir de la cual se busca producir una especie de subjetividad ideal caracterizada por la adaptabilidad ilimitada, única que garantiza la “empleabilidad” (véase a este respecto el cap. 7 de Rose, 1998). Sólo sirven los sujetos que hayan incorporado la idea de que ellos son los responsables exclusivos de lo que les pasa. Por tanto, deben ser activos, extrovertidos, animosos, positivos, colaboradores, etc. Así podrán encajar en las necesidades de las nuevas formas de organización empresarial y ajustarse a los nuevos estilos de producción y consumo, que exigen una aceleración sostenida de los cambios socioeconómicos, la gestión de grandes equipos de trabajo, el flujo inmediato de información y la interacción constante entre diferentes agentes económicos y políticos. No en vano los empresarios o “empleadores” tienen en mente una determinada personalidad ideal que constituye casi una subjetividad utópica, pues suelen lamentarse de que no se dé en la realidad:

Descartada la experiencia, es la predisposición al trabajo (en forma de responsabilidad, disponibilidad, espíritu de sacrificio, disciplina, aceptación de la autoridad, fácil inclusión en los grupos, etc.) lo que más se valora con diferencia; y la ausencia de esta buena predisposición está considerada como algo bastante general (aunque lógicamente con excepciones), culpando de ello no sólo a la universidad, sino también al sistema educativo en su conjunto, la familia, la sociedad actual y nuestro estilo de vida desde la infancia (Alonso, Fernández y Nissen, 2009, p. 121).

7 Conclusión

¿Como enfrentarse políticamente a esos dispositivos donde la psicología es invitada a intervenir como autoridad científica, como la última palabra en nombre de la buena ciencia? La existencia de la psicología debe cuestionarse. No para negarla, sino para problematizarla. Es ahí donde cabe discutir en torno a su pluralidad constitutiva y al sentido de ésta. Obviamente, la pluralidad de la psicología tiene raíces históricas. Pero ¿cómo se sostiene hoy en día? ¿Cuál es su significado actual? ¿Cómo gestionarla? Las respuestas pasan por subrayar el hecho de que nosotros mismos, como sujetos psicológicos, cambiamos considerablemente de acuerdo con lo que la psicología haga con nosotros, a causa precisamente de su supuesta autoridad científica sobre nuestra naturaleza. Debido a ese poder, la psicología produce lo mismo que describe. Como dirían Bruno Latour (1997) y Vinciane Despret (2004), mientras que los entes no humanos son recalcitrantes, los seres humanos somos hasta cierto punto dóciles ante la autoridad científica; nos amoldamos –obviamente no de modo consciente o intencionado– a lo que se espera de nosotros. No hace falta insistir en que el problema, por lo demás bien conocido, es de hondo calado, pues afecta a la pretensión misma de una psicología científica: ¿cómo ser al mismo tiempo sujeto y objeto de una práctica y un discurso científicos?

La psicología no puede aspirar a desvelar, bajo las sucesivas capas de nuestra ignorancia, la realidad última de un objeto psicológico natural. Ese objeto se crea en el mismo momento en que se intenta desvelar, de acuerdo con una suerte de efecto placebo epistemológico. La psicología modifica los entes que estudia, ya sea por su intervención práctica, ya sea simplemente a través de la difusión de su discurso entre la gente. De ahí que todas las psicologías aplicadas posean algún grado de eficacia. La preeminencia de ciertas formas de psicología en detrimento de otras no es una función directa de su eficacia o de su cientificidad, sino que varía de acuerdo con la intensidad con la que resuenen, por así decir, junto con las prácticas de subjetivación más generales de la sociedad. Las prácticas psicológicas académico-profesionales son en principio una más de entre las diversas prácticas de subjetivación dadas culturalmente (confesión, escritura, cartomancia, counselling, etc.), pero de inmediato se yerguen hacia un lugar que les permite juzgar esas otras prácticas de acuerdo con criterios de cientificidad.

Si el cielo de la psicología es el de las teorías científicas, su suelo es el de las prácticas constituidas a lo largo de la historia. Y, justamente por su carácter algo divino, ungida por la ciencia, ella no va a ser “una entre las prácticas”, sino “la” práctica por antonomasia. Así pues, ¿cómo elegir entre las diversas posibilidades que nos ofrece esa práctica?

Una opción es adoptar una determinada perspectiva y seguir adelante a sabiendas de que esa perspectiva es sólo una de entre las posibles. Otra opción es detenerse a pensar en la profusión de las psicologías. Y entonces se abren dos caminos: ceder al relativismo cómodo y al escepticismo (todo es verificable, todo vale, da igual lo que escojamos) o hacer de la necesidad virtud y tomarse en serio que, en efecto, en psicología sujeto y objeto son la misma cosa y, por tanto, no cabe soñar con separarlos construyendo una psicología científica objetiva que pueda dar la espalda a los problemas antropológicos, éticos o políticos. Quizá merezca la pena, pues, utilizar a nuestro favor la autoverificación de la psicología a través de su producción de subjetividades.

La psicología, entonces, puede servir para mostrar que hay otras posibilidades, que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, que caben otras formas de vida, que podríamos ser otros. Si los modos de subjetivación ligados a la pluralidad de la psicología han sido históricamente posibles –antes aludimos de pasada a que el “secreto” de la pluralidad de la psicología reside en su historia–, ello significa que esos modos de subjetivación no han sido errores sino más bien tanteos. Pero no tanteos dirigidos a una meta final que nos permita reencontrarnos –a través de una psicología científica unificada– con nuestra verdadera naturaleza humana. La “naturaleza humana” no es más que ese sistema de tanteos. La pluralidad de la psicología es determinante en su propia definición. Por eso reconocer la pluralidad de la psicología es el primer paso para hacer psicología.

Así, la moraleja que de lo anterior cabe extraer para el problema de la enseñanza es que, en cierto modo, no hay moraleja. Pues no se trata de reconvenir a los psicólogos o los pedagogos por haber elegido el mal camino. Se trata de contribuir a que seamos conscientes de que ni la educación ni nada de lo que atañe a nuestra vida como seres humanos puede ser un puro asunto técnico, susceptible de ser gestionado únicamente por expertos, ya sean científicos de la educación, ya sean científicos de la mente, la conducta o el cerebro. Las “ciencias” que atañen a la subjetividad no pueden dejar de albergar en su seno efectos de subjetivación. Por eso están ligadas, quiéranlo o no, sépanlo o no, a ciertas agendas ético-políticas. En el caso de las últimas reformas educativas, se trata de agendas que promueven una subjetividad a la vez conformista (el modelo socioeconómico no se cuestiona, los conflictos políticos se psicologizan) e impetuosa (cada cual es responsable de su suerte, las actitudes positivas pasan a un primer plano).

Lo que deseamos señalar desde nuestra perspectiva pluralista es que la cuestión no está cerrada, sino abierta en la constante producción de saberes, sujetos y formas políticas.

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