Acercamientos a la Distancia Social

Approaches to Social Distance

  • Jahir Navalles Gómez
La distancia social es un pretexto. Pretexto que convoca la convivencia, la sociabilidad, los acuerdos y desacuerdos, la imposición, que la distancia y la cercanía develan como los extremos humanos de la empatía, esa es mi intención en las presentes líneas, deambular sobre aquellos emplazamientos cotidianos, entre las relaciones posibles que se pudiesen generar, de manera crítica y lúdica reflexionar sobre esas prácticas sociales y sus consecuencias.
    Palabras clave:
  • Distancia
  • Ciudades
  • Gente
  • Sentimientos
Social distance is a pretext. Pretext calls conviviality, sociability; agreements and disagreements imposing that the distance and closeness as the extremes reveal human emphaty. That is my intention in this lines, wandering on those sites daily, between relationships possible that could be generated, critically and reflect on these playful social practices and their consequences.
    Keywords:
  • Distance
  • Cities
  • People
  • Feelings


¿Cómo aproximarse a la distancia cuando ésta misma, por sus características y por las maneras de explicitarla, lo que recrean son un espacio que está en pugna, una idea, un discurso, un sentimiento, que expone una distinción?, ¿cómo acortarla?, ¿es necesario?, ¿acaso de eso se trata?, ¿no sería mejor simplemente reconocerla?, será convocando la convivencia, la sociabilidad, los acuerdos y desacuerdos, la imposición, que la distancia y la cercanía se develen como los extremos humanos de la empatía, así guardando las distancias, “a lo Herder”; esa es mi intención en las presentes líneas, deambular sobre esos emplazamientos tan cotidianos, entre las relaciones posibles en ocasiones irreconocibles impregnadas de esas prácticas habituales, recreando escenarios desde los más públicos, extra-públicos hasta los más íntimos o privados. Escenarios que insinuarían una sola idea, la de sociedad.

If you come closer, I’ll show you how it feels

The Gathering, 2003

Toda sociedad inició a partir de un contacto, con el fuego, con la rueda, con el arte o con alguno que otro primate. Eso cuenta la historia de las civilizaciones, eso dicen los antropólogos y los paleontólogos (cfr. vgr. Berr, 1925; Binford, 1983; Wundt, 1926/1990), eso dictan los intelectuales, de eso hay rastros y vestigios, del cómo se reunían para comer y para cazar, para protegerse o abastecerse, alrededor de un muerto o de un cadáver. Y desde ahí iniciaron las sociedades (Serres, 1990/2004, pp. 78-79), bajo el supuesto de una comunidad, bajo el resguardo y el refugio hacia el ambiente, eso lo dijo Montesquieu cuando interpeló por el espíritu de las leyes, y luego lo secundaron muchos más, ahí puede datarse el instante mismo cuando las distancias se acortaron, cuando todos juntos empezaron a compartir, a temer, a reconocerse, a increparse.

Una sociedad ideal es una que se asentaría en la estabilidad, por eso se elaboran estrategias, medios o tecnologías para que esta sea preservada, sin embargo ese ideal siempre es trastocado por su contraparte procedente de las prácticas efectuadas en la vida real.

Se podría suponer que existe una forma básica de relación, una que permita los acuerdos, la seguridad y la permanencia de un solo estado, de preferencia uno de calma, donde todo sea “miel sobre hojuelas”, mundos de color rosa o de caramelo, donde no tengan cabida los disgustos, los malentendidos, esos que logran separar o suprimir ciertas estabilidades, por ello siempre se pretenden atajar las diferencias en las opiniones dichas y expuestas, y se exhorta la homogeneidad de alguno que otro comportamiento, porque se sabe que habrá consecuencias a partir de hacer evidentes los grados de separación que implican los razonamientos propios y ajenos, o las actitudes semejantes y las vecindades en torno a una constante actitud, a partir de la cual se despliega la idea de ser objeto y sujeto (Serres, 1990/2004), la idea de ser cosa, adorno o mueble.

Los griegos lo sabían, y por ello actuaron consecuentemente, algunos lo hacían de palabra y petulancia, creando conceptos o discursos que nadie más entendiera, propondrían que el conocimiento si debía de existir tendría que ser cada vez más especializado, donde el único requisito para acceder al mismo y gozar de sus privilegios sería el de aprehender y/o justificar lo dicho por tal o cual maestro o escuela, como lo hizo Platón, al colocar fuera de su Academia una inscripción que decía: “Manténgase alejado de este lugar quién no sea geómetra”; “¿Una frase arrogante” –pregunta Peter Sloterdijk-, sin duda lo es, ya que lo único que logra esclarecer es aquella alusión que refiere al conocimiento como un asunto estrictamente elitista (1998/2003, p. 21); siendo esa la forma en la cual las diferencias intelectuales dispusieron el uso y la práctica de la distancia, donde las palabras, los conceptos, lo único que hacían es que “objetaban”, fundaban objetos lo suficientemente distantes, lejanos o irrelevantes, o a la inversa, sugerían que algunos de estos fueran cercanos, íntimos e interesantes.

La distancia no es un asunto estrictamente físico o material, también puede evidenciarse su presencia a partir de las exclusiones al ostentar un cierto discurso, ideología o conocimiento; creadores y provocadores de relaciones, de situaciones, de emplazamientos afectivos –un colectivo, un insulto, un indulto, más de dos o uno mismo- que estén a favor o en contra de ese mismo discurso, ideología o conocimiento, de racionalidades que les resguarden, justifiquen o ideologicen, por caso, acumulando citas, slogans, definiciones, autores, referencias, que tanto enriquezcan como fortifiquen –una estrategia con doble filo dependiendo de su ejercicio- el apego a esos discursos, ideologías o conocimientos.

Lo preocupante de todo esto es que se dejó de pensar la relación, lo que se priorizó fue el objeto, el final, la conclusión, la palabra última dicha por aquel primer autor, y no la forma que se requería para llegar o desapegarse del mismo, la preeminencia del objeto creó el desdén al mismo, el descrédito y el sobre valor (del objeto, del sujeto, del autor, de la ideología), empero, las relaciones que lograrían su transformación quedaron desplazadas de la discusión; porque las relaciones son las que cambian, no los objetos, y la distancia y la cercanía son relaciones. Que requieren un tiempo y solicitan su espacio para reflexionarles, para posicionarlas como aquello que hace posible la convivencia entre las partes, por ejemplo, la relación entre el ciudadano y su urbe, o entre las parejas y sus sentimientos, entre sí mismo y lo que dice que siente, entre los muchos y los pocos, entre los semejantes y los diferentes. Ese entre es lo que se dispone a partir de reconsiderar una relación, ese entre puede ser un afecto, un cariño, un rechazo, una gentileza en el trato, una mirada intercambiada y cómplice. Ese entre es la pre-posición espacial que materializa a la distancia. Y su discusión se justificaría al pretender saber y re-conocer que tan lejos, que tan cerca, estoy de eso, esto o aquello que me duele, me hace sentir distinto, me hace pensar casi igual, me provoca actuar para evitarlo. Y esto es lo que reclama nuestra atención.

El quid de todo eso es que el conocimiento es empático, así es como cualquiera se involucra con el mismo, y sea de lo que sea, o se hable de lo que se hable, el conocimiento absorbe a aquellos interesados en el mismo, los reúne, los organiza, les asigna tareas, da criterios y atisbos, dispone espacios y tiempos, y los que no los cumplan o acepten quedan fuera, o ya no entran por quejumbrosos o disidentes o desconfiados, lo que les convoca no es ni tan real, ni tan verdadero, ni tan compartido como ellos –que no son los otros- lo quisieran.

Pero eso sólo lo hacían los que presumían el saber, los que decían y decían y no decían nada, los que se robaban frases de otros, los que se parapetaban en medio de una plaza pública y gritaban sus opiniones, los que cooptaban pero no interactuaban, empero los que intentaban distinguirse del resto a partir de confrontar toda realidad o mirada. Instaurando supuestos y presupuestos, premisas y axiomas a determinar. Lo cual no significa que todos fuesen de esa manera, había otros que, en efecto, evidenciaban esa “retórica de la distancia”, material y psíquica a la vez, de eso da constancia Michel Onfray (1990/2002, p. 52), cuando habla y recapitula lo que Diógenes hacía al cargar siempre consigo un bastón –y solicitarle también como el único artefacto que lo acompañase hasta el día de su muerte- con extensión de casi su propio tamaño, con el cual golpeaba a todo aquel a su alrededor, a los que le fastidiaban, y a los que le preguntaban, a los que lo interrumpían o a los que se le anticipaban. Ese citado bastón implicaba la capacidad, la facilidad y la responsabilidad de incluir o excluir a cualquier otro, de reprenderlos sin sufrir desquites colindantes, de anexarles si es que lograban con sus planteamientos coincidir. Y para dejar abierta la discusión siempre, donde cualquier persona sería –será- bien recibida no mientras coincida con sus ideas más bien siempre y cuando esté en disposición de ponerlas a discusión. Con base en lo dicho ese bastón aludido se sugiere como la cristalización de lo empático en las relaciones posibles con los otros, con la realidad, consigo mismo. Ese bastón es una invitación a discutir, a proponer, a asumir que estaríamos en el mismo tiempo y espacio, y que existirá la disposición por vernos, leernos y escucharnos, todo a la vez. Conclusión apresurada, yo quiero un bastón como el de Diógenes.

Por su parte, Michel Serres (1990/2004), expone que el debate implica la integración en un mismo tono intelectual, y que por ejemplo, entre más técnico sea el lenguaje para describir y comprender algo, lo que sea, más reducido será el círculo de interesados, “las palabras técnicas no tienen otra finalidad que separar a los iniciados de los excluidos” (p. 19). Porque a través de lo específico y puntual de ese discurso se logra identificar con quien sí se puede lograr algo, un mínimo entendimiento, desde una comunión hasta idealizar al “enemigo común”. A veces se logra, otras veces no. A razón de la carga de pre-textos o pre-juicios que marcarían la diferencia, válidos por supuesto, y que no son sino el terreno primigenio a partir del cual se desplegaría cualquier latente discusión. Y ese es el primer contrato que se hace, el del escenario –supuestamente- compartido, y al cuál más reconocimiento se le debe, haciéndole extensivo a los contrarios o a los distintos, para ver si es que estos caben o se prefieren mantener ajenos al mismo, así ya no sólo se está apelando al intercambio con aquellos distantes sino también con lo que se estaría abrevando del territorio mismo, al cual de manera comunicada o en solitario- se le estaría conquistando, re-conquistando, usurpando, “parasitando”.

No se trata sólo de evidenciar el distanciamiento sino también las consecuencias de su uso, abuso o ejercicio, ya que la defensa a ultranza de esa inclusión, distinción, separación o expulsión conllevan un desgaste, a punto de erosión, a saber, “toda batalla o guerra acaba por luchar contra las cosas o más bien por violentarlas” (Serres, 1990/2004, p. 25), de ese mismo espacio y tiempo invocados cada vez que la disputa, el debate sobre, se estaría realizando.

Así, cabría involucrarse a partir de un ejemplo de entre los muchos posibles…

1 Las ciudades

Los griegos se sentían muy orgullosos de su ágora, eso se nos ha dicho y con eso es más que suficiente para creerlo, esa ágora es una digna ilustración de cómo cada cual logra manejar o manipular el espacio a su antojo y preferencia, esa idea-sentimiento que prevalece históricamente en distintas latitudes, tiempos y con los más diversos personajes; porque el ágora es la expresión máxima de la distancia, de la convocatoria, de la reunión y por supuesto de la exclusión de toda idea, personajes, bestia, argumento o conocimiento, el ágora es la representación histórica de la convocatoria y necesidad de un espacio legítimo y original para llevar a cabo cualquier discusión; y cuando esa ágora, que su sustento es el reconocimiento de lo público, se extralimita, cuando ya sus discusiones internas son lo suficientemente excesivas, incluyentes, propositivas, esa ágora se despliega y se extiende más allá de sus fronteras físicas o materiales, dispone símbolos y significantes, crea recorridos y formas de pensamiento que conforme se alejan de eso dicho, de ese primer espacio, y crean su propia distancia, comienzan los entrecruces, los senderos más cortos o más largos sobre un tema, se hacen caminos sobre lo mismo y con los mismos, se proponen atajos, y así, es como las ciudades se fueron edificando (cfr. Le Corbusier, 1957/1973), cuando se tomó por inicio y origen un punto, un tema, una ocurrencia, que se transformó en el centro de las cosas, a eso se refería el urbanista Maurice Halbwachs con respecto a la Morfología Social (1938), al cómo alrededor de un espacio se disponen, o mejor dicho se imponen, otros espacios –tal cual lo remite Michel Serres (1993/1996)- mismos que contienen a su vez otros tantos espacios, pensamientos, ideologías, pretextos que los justifican o los solidifican, parafraseándole: “todo origen implica exclusión, expulsión, purificación, principio de unicidad y diferenciación”.

Por eso es que a las ciudades, con todo y sus edificaciones construidas, con sus plazas y placitas, con sus parques y banquetas, con sus vialidades expeditas, siempre se procuro verlas como un resguardo, como una sólida distinción de que ahí se pensaba así, de esa manera, ahí se hacen ciertas cosas que en otros lados no, ahí, son distintos a lo que sucede en otros lados; y que mejor manera de comprobarlo que cuando se crearon los muros y las murallas, las barreras y los puentes, los fosos y las guardias, tal y como lo acotaría el historiador Henri Pirenne (1971/2001), la gestación de todas esas disposiciones, marca por un lado las intenciones de protección hacia los que ahí estén, y por otro, un autoritarismo velado que circunscribe las fronteras en todo sentido, intelectual, virtual, económico, social o cultural (cfr. Castro Nogueira, 1997).

Las ciudades ejemplifican lo que la distancia social, a nivel material o evidente sucede, por ejemplo en su propia transformación como lugar de residencia o de desplazamientos, en otras palabras, toda ciudad es un vaivén de recorridos, los cuales se comparten o no, los mismos que hacen que se logre coincidir con alguien más o con muchos más, y donde esa idea, como lo relata Marshall Berman (1982/2004), data de tiempos modernos, cuando la misma división de un recorrido hizo que sólo algunos los pudieran recorrer, las banquetas se construyeron para eso, para hacer clara la distinción entre clases sociales, entre agregados o entre personajes flotantes (Castro Nogueira, 1997, p. 55), para los que sí podrían transitarla y para los que tendrían que evitarla.

Eso en lo público, en lo privado sólo basta con situar las pequeñas restricciones a lo semi-privado, o la apropiación de los espacios comunes y compartidos, cada cuál supongo que tiene una reja frente a su casa o departamento, alrededor de su jardín e incluyendo su estacionamiento; a eso Zygmunt Bauman (1998/2004) le adjudica la recreación del anonimato, la territorialidad y la recreación funcional del espacio, así la distancia sigue siendo convocada como una “protección civilizada” de los otros, hacia los otros, contra los otros. Eso habla de dos cosas, por un lado, de lo enquistado de la modernidad en la vida cotidiana, y por otro lado, de la desconfianza latente hacia nuestros vecinos, nuestros aliados, nuestro barrio.

Una constante disputa donde el asentamiento juega un papel fundamental, donde el espacio se defiende o se corrompe (cfr. Simmel, 1908/1986), donde se abandona para construir otro más, o cimentar otro completamente distinto, matizados con añoranzas o melancolías, empero estilizados con desdén, “el éxodo es diferente del desplazamiento obligatorio” dice Paul Virilio (1976/1993, p. 12). Asentarse es equiparable a “echar raíces”, arraigo es parte de la defensa de lo que se construye y edifica, de lo que se pretende pueda permanecer, los que están ahí desde el principio son los que lo viven como lo más cercano a su existencia, los que llegaron después son los que se obstinarán en su transformación.

Las ciudades convocan toda representación de edificación, cada conjunto de éstas proponen una zona particular y una forma de pensamiento social, cada construcción incluye y excluye, logran ser acogedoras o logran simplemente el reconocimiento como un lugar de paso, así lo más fácil es irse, lo complicado es quedarse, habituarse y eso sólo se logra cuando es posible percibir eso que de entrañable tiene ese emplazamiento, ese espacio que posiblemente se quiere compartir, empero, se trata de, como lo dice Peter Zumthor (2006, p. 4): “un entendimiento inmediato, un contacto inmediato, un rechazo inmediato”. Y es que no hay nada más triste que sentirse ajeno en un espacio propio. Por ello el habitar se torna una exigencia, un reconocimiento, una asimilación de normas sociales (cfr. Asch, 1952/1964; Mailhiot, 1971/1984; Bauman, 1998/2004).

Lo grupal y lo urbano pueden ser abordados desde una dinámica psicosocial (vgr. Mailhiot, 1971/1984), a partir de los vínculos y las relaciones que se podrían suceder, más allá de “lo físico, lo psíquico y lo social”; cual procesos análogos, lo urbano y lo grupal son inserciones de significantes y de gesticulaciones compartidas, de paso, de estancia, y se vislumbran como posibles atajos, las ciudades por eso se dividen y subdividen a partir de las actividades que en ese escenario se disponen, pero que se ven trastocadas por los que están implícitos en éstas, emplazarlas no será lo mismo que ejecutarlas, desde ahí se lograrían reconocer los vínculos (inerciales o espontáneos) que describirían el sentido tanto de la actividad como del escenario mismo. Cada actividad realizada representa al lugar que la contiene. Poner en tela de juicio la relación entre el lugar y la actividad preestablecida sugiere la latencia de un conflicto. Porque en ese conjunto de actividades dispuestas o impuestas en tal o cual espacio, las transgresiones también pueden suceder.

A nivel grupal sucede lo mismo, o se vuelve más evidente, depende cuál sea el sentido del grupo como tal, la de la preservación de un individuo o la transición o manifestación como colectividad. Tensiones posibles cuyo punto de partida implicaría consecuencias distintas, a saber: el individuo condensa y canaliza, expone la intencionalidad parcial de lo grupal, es exhibición; la colectividad es la representación compartida de los ideales que grupalmente se gestaron, es enseñanza, es conmemoración. El segundo implica involucrarse, el primero distinguirse. Lo grupal y lo urbano se proponen como la persistente pugna por el espacio. Por las relaciones ahí registradas o por su proyección, planeación e intervención. Y es en la transformación y manipulación de ese espacio a partir de las dinámicas donde se evidencian el tipo de relaciones que se justificarían realizar.

Lo urbano coincide con lo grupal, proponen la misma dinámica, pero varían en los procesos, la dinámica fluctúa entre estar dentro/estar fuera, a partir de la imposición de la diferencia y la confrontación entre los implicados (los de afuera/los de adentro/los liminales), los escenarios (lo céntrico/lo periférico/lo intersticial) y las posibles consecuencias (la exclusión/la inclusión/la expulsión). Implica aceptación, asimilación o sumisión, en contraste, provoca irrupción, transgresión e indignación. Cada grupo social para existir exige distinguirse de cualquier otro grupo (Simmel, 1908/1986). Se es parte del mismo o se es todo lo contrario. Extremos llenos de experiencias que se entremezclarían cuando desde uno se intentaría acceder al otro. Ahí es donde se develan los procesos, a nivel material, a nivel psicosocial.

2 Deambulares

Las ciudades se transforman de acuerdo a las ideologías que les den cabida, i e., orden, progreso, modernidad, movilidad (cfr. Harvey, 1998/2008), desplegándose a través de la dominación y la de la visualización de los elementos que la configuran, la mirada vigilante o protectora que una urbe despliega requiere de la evidencia del poder que le configuró e impuso ciertas edificaciones para dar constancia de ello. La constante transformación de las ciudades son la evidencia de que el tiempo ha transcurrido, de que los grupos han desaparecido, de que a otros se les ha extinguido, de que conforme ese tiempo pasa, cada vez la distancia afectiva -intermediada por el poder- será expuesta, impuesta, para sobrevivir (Castro Nogueira, 1997, pp. 47-51).

Vistas en extremo, la apropiación y la territorialidad exponen las siguientes consecuencias, por caso, crear daño a los contrarios, a los distintos, al “enemigo”, a todo aquel que con nosotros, o conmigo no logren compartir mis ideas, principios, formas de relación; y eso es posible tanto en la intimidad como en lontananza, y cada quien acudirá a tal o cual manera de hacerlo, eso será parte de sus creencias, de su ideología o de su cobardía, justificables a partir de cualquier discurso o retórica- esa otra forma de distancia-, donde la acción de lastimar, de erradicar, se fundamenta en un oración, un comportamiento, una actitud polarizada.

El territorio o aquel espacio/discurso convocado con el cuál lograría identificarse todo aquel extraño, todo aquel ajeno, es también objeto de coerción, expulsión, depuración, ahí mismo las reglas cambian, ahora se imponen, a partir de nuevos criterios, los cuales ya no estarían asentados en una cordial socialización, porque ahora la convocatoria se desplegaría a partir del exterminio o la expulsión, tal cuál Sloterdijk (2003) lo argumenta, porque en algún momento de la historia esto ya ha sucedido, y se ha justificado, de la manera más sutil e higienista, se estableció la depuración, la ambientalización, la cosificación de la humanidad, bosquejando una hiperpolítica cuyo sustento es el desplazamiento y la indistinción de las responsabilidades por las consecuencias de los ataques perpetrados, por la re-zonificación de las comunidades y de las ideas, porque amparados en la lejanía también se logra intervenir en el aquí y en el ahora. Expuesto en los ataques satelitales, el nuevo armamento atmosférico (virus, plagas, gases), la detonación de emplazamientos. A la distancia se creería que las relaciones no tienen implicaciones, a la distancia se tendría la seguridad de que lo sucedido en lo lejano no afecta a los que se resguardan aquí, no allá, donde es que se hicieron explotar esas realidades.

Y la dinámica puede ser la siguiente: cuando el territorio ya ha sido despojado de todo rastro de resistencia, de toda fuerza contraria a la imposición, se comienza desde cero –en el mejor de los casos- la reparación de los lazos y se dividen las zonas para una nueva edificación, y las nuevas (dis)posiciones son difíciles de asimilar, los que se quedan ahí están obligados a obedecerlas, ya que sólo así serán reubicados, (in)corporados, a partir de esas premisas (Virilio, 1976/1993, p. 25), andar por ahí ya no será lo mismo, los trazos ya cambiaron, la ciudad ya no es la misma, pero aun así los deambulares se justifican. Una ciudad es mucho más que las construcciones que la conforman, es las sinuosidades que permiten que los que la habitan la transiten, los que hacen bulla, los que la desgastan y usan. A las fronteras que dan la cara al exterior se les complementa con los recorridos que se suceden en los interiores.

Pero la distancia no puede reducirse a lejanía, y es que para tener injerencia sobre cualquiera, individuo, país, comunidad, no basta con lograr un control de sus acciones, ya que la permanencia de ese mismo control se basa en la previsión, en la anticipación, en la mirada puesta a futuro que delimitaría el presente, la evidencia de la distancia social es a la vez una cuestión de tiempo. La sutileza de las invasiones y de la territoralización así como la de la redención es una cuestión que se fue forjando con las experiencias, de dejar de estar basadas en la proximidad y la sujeción, tal como se hiciera en sus inicios con las hordas y la degradación salvaje, se transmuta en, según Virilio (1976/1993, p. 19), “la planificación, la neutralización, la destrucción obligatoria, la eliminación de cualquier obstáculo”. Poco a poco, la sumisión se manifiesta, en la coerción, en las fronteras impuestas -ideológicas y psicológicas-, en el temor a intentar transgredir la transgresión. La ocupación se sigue manifestando, la ocupación se ha transformado, la ocupación cada vez restringe las relaciones y las hace tan distantes a partir de los materiales al uso (Serres, 1990/2004, pp. 22; 74-75).

A nivel, ideológico, psicológico y psicosocial, coincidimos con Michel Onfray (1990/2002), quien critica a unos “lugares comunes” –la familia, el matrimonio, la procreación, la patria- que llegan a ser asfixiantes a partir de su institucionalización, de la fe exacerbada en los mismos, y son bien vistos, aunque en sus adentros sucedan las peores de las atrocidades, y en su nombre se defiendan, para permanecer y no ser expulsado, relegado, siendo ajeno a los cánones que abogan por la cohesión social, y por la velada indiferencia que conllevaría ponerlos entredicho. La crítica versa no sobre la destitución de esas normas sociales que les conforman sino de la transformación y el uso extremo de las mismas hasta el punto de volverse imposiciones únicas de existencia o realidad.

En efecto, hay una fuerza extraña al interior de los muros (materiales o afectivos) impuestos, sediciosa, casi siempre disidente, hecha de cercanía pero ante todo de empatías, que no requiere más que su propio espacio, con su propio estilo y que remarca los límites sobre los nuevos y los viejos espacios, y ese espacio que se instauro como forma urbana, y se representó en las ciudades ahora se ve recreado en el andar de otro ejemplo…

3 La gente

Considerando lo dicho, la distancia social adquiere una tesitura distinta, y, por sí no se nota, distinto y distancia comparten la misma etimología (Corominas, 1961/1973), la de distinguir y separar, tal vez sea por eso que a los psicólogos sociales del siglo XX y XXI, se les ocurrió -como siempre- acudir a la misma para disipar a esas personificaciones impresionantes como lo fueron las masas y las multitudes (no porque sepan mucho de etimologías, sino porque les encanta separar las cosas), ya que en éstas la distancia social se vería completamente desvanecida, o sustituida por la cercanía que hace que estas sigan aquí, tan presentes y tan tautológicas como siempre, porque eso es lo que se les reconoce, le llamarían supraindividualidad, a la latencia de que toda ella, es algo único, integro, original y para toda ocasión, las multitudes no pasan de moda, no así los individuos que dicen que las componen, por eso es que a la psicología colectiva le parecieron interesantes, por eso es que se volvieron su referente primigenio, por eso es que a los que se las dan de científicos sociales tienen toda la intención por hacerlas desaparecer. “Divide y vencerás”, es un lema que también se aplica en la investigación social.

Basándose en una división de las fuerzas presentes, la idea central sería por concentrarle en una persona, individuo o entidad visible que se responsabilizase de las consecuencias de esa condensación de fuerzas y sentires. “Follow the leader” sería entonces un estribillo aclamado popularmente. Exhortando al reconocimiento de aquella imagen del líder al que todos siguen y aclaman, inmersos en discursos –demagogia aparte- que todos asumirían, en la representación de los sentimientos y el clamor al unísono, serán ilustraciones que aportan algo a ésta reflexión, la de la manipulación con toda intención, la de hacerlos prioridades y así olvidarse o relegar a la multitud a un segundo plano, ya que lo que importaría, si es que se estuviera convencido de que estos son suficientes, es por negociar con el líder, o armar un discurso con la suficiente retórica incluyente, o reinterpretar sentimentalidades que lograsen ser incendiarias. Y así se justifica, se legitima, cualquier forma de desaparición de las multitudes.

Y que mejor forma de hacerlas desaparecer que hablando mal de las mismas, a manera de chisme o de rumor, a manera de desprecio intelectual basado en las premisas que el pensamiento positivista y las dificultades económicas capitalistas fueron explicitando e imponiendo (cfr. Arciga y Tinoco, 2007), en el pensamiento social, y sí a eso le sumamos que el conservadurismo y el estilo de escritura panfletario inundaban los textos de la época, una conclusión que no es muy difícil de deducir es aquella donde todas las referencias o disposiciones contra las masas/multitudes serían bien recibidas en el argot universitario. Primero, para tener “algo” de que platicar y estar insertos en los temas en boga; segundo, para escribir sobre las mismas, sobre ese “algo”, y trascender a la historia como un interesado por resolver, dar cauce y posicionarse por encima de los que no sabrían ni un ápice de esa entidad jactanciosa.

Por ello es que al psicólogo E. Bogardus (1925, citado por Alvaro y Garrido, 2003), sí el que inició sus estudios sobre escalas de distancia social, le fue accesible el disponer de su idea para objetivizar eso que haría manipulable la interacción humana, ya luego, esa misma idea circundaría otros estudios, por ejemplo, los referentes a la noción de “actitud”, que en sus orígenes no es sino sinónimo de pensamiento social, y que como dato adicional fue también enquistada a partir de las siempre eficientes escalas Lickert, sí, sí, “Lickert por aquí, Lickert por allá, y la actitud dónde quedará”, esa sería la pregunta obligada. Las actitudes y los valores sociales, tal y como los pensaron W. Thomas y F. Znaniecki (1918-1920, citado por Javiedes, 2009), implican una manera de anticiparse a la interacción del otro, de distanciarse con respecto a lo que los diferencia y de incorporarlo a lo que se está haciendo, es una acción que permite la constante convocatoria a proyectos futuros y compartidos, y donde una actitud se complementa a partir de los valores sociales que ostentamos.

Las actitudes son una disposición a involucrarnos con lo que nos rodea, con sus penurias y sus inercias, con lo expuesto por cada una de las partes involucradas, discursos, objetos o individuos, con la convocatoria a seguir participando, o en caso inverso, detenerse ante esas barreras que no permiten cercanías ante lo que se ha dicho o hecho o visto, “cuestión de actitud” dicen coloquialmente, “me choca su actitud” sería hacer una referencia personalmente, “no tiene actitud” es equivalente a alguien indiferente, y al final, polémicas y dinámicas –de vaivén, de tensiones, de fuerzas y sentidos- hacen explícita la distancia implícita de cada relación social. Una relación por eso es atractiva, porque son polos opuestos que se repelen o se siguen convocando, y lo que está en medio, o mejor dicho alrededor, hacen que esa atracción sea más y más, o menos, débil o fuerte.

Eso es posible de visualizar en las multitudes que aparecen en un lugar y tiempo porque hubo algo que detonó su apariencia, su fusión, su amalgamamiento en una sola “cosa”, así también se logra ubicar en los públicos que se desplegaron durante todo el siglo XX, donde la presencia sugerida ya no es tan física como en las masas, pero aun así hay algo que los hace ser semejantes, o pensar semejante, o indignarse ídem, alguna prerrogativa que hace que se reconozcan como iguales, como parte de una misma demanda o emplazamiento, los públicos comparten aún a la distancia.

Algo que ya había reflexionado Gabriel Tarde, a buen tiempo y con toda dedicación (vgr. 1904/1986), al decir que detrás de todo público existe una multitud latente, lo cual invita a una reflexión a la inversa, donde se puede decir que inmerso en una multitud se concibe un público palmario, que lograría condensar las afectividades colectivas en conversaciones específicas sobre temas a convocar constantemente, si después de la discusión proviene una manifestación o un exabrupto ya que se caldearon los ánimos, y las sillas, las mesas y los estrados sobraron, eso no se sabrá hasta que esté sucediendo.

Y eso el siglo XX lo ha sabido sobrellevar con la suficiente dignidad, aun cuando a las masas se les trataba mal, siempre se les seguía esperando volverlas a ver aparecer, para beneficio de una idea, de un linchamiento o de una canción, para que algún supuesto líder le pusiera a su discurso el suficiente empeño y dedicación, para que se sintiera excelso en el aplauso, para que se hundiera en el posible abucheo y para que siempre recuerde que él, sin ella, no sería nada.

Como se dice corrientemente, “uno siempre se debe a su público”, y porque públicos hay para todos, desde los más selectos y exclusivos hasta los que consumen lo que sea, hay que considerar lo que cada cual dice y hacia quien lo dice, lo que puede lograr una identificación grupal a nivel ideologías, comportamientos o vestimentas, y persuadir a los otros de que ahí no serán bien recibidos, argumentando que para eso están las diferencias, para alejarse cada vez más y más de los otros, o de los menos parecidos a ellos o ellas, por eso es que los públicos actúan democráticamente en sus adentros y son déspotas en sus afueras. A los que son partícipes casi siempre les va bien, pero en el momento que se inconformen habrán que asumir las consecuencias. Al final, la democracia no es tan democrática como se quisiera.

Pero más allá de los públicos y las muchedumbres, está lo que comúnmente se conoce como la gente (vgr. Fernández, 1992), personificación que para lo único que sirve es para reconfortar, sólo en la gente se puede confiar, no así en las multitudes ni en los públicos, las masas son por demás volubles, son excesivamente afectivas a diferencia de la gente, esa es cálida y no más, tiene la cantidad exacta de sentimiento para acercarse a la misma o para dejarla en paz, en cambio la masa es absorbente, asfixiante y egoísta, por eso no es tan buena compañía; y la gente no puede compararse con los públicos, estos son convenencieros, son déspotas, estos sólo permanecen cuando algo les llame la atención, cuando no se van a sus casas, o tiran el periódico o dejan de vanagloriar o repeler, por eso hay públicos de Abba, de Zappa, de lo que se les ocurra o dé la gana, con estos perviven dos opciones o se quedan hasta el final cuando se llegan a prender las luces o apagan el televisor.

Las multitudes y los públicos se distinguen a partir de una idea, una teoría de los contrarios, inspiración teórica de –nuevamente- Gabriel Tarde (cfr. Arciga y Tinoco, 2007), que requisa su transformación de ser una a ser lo otro, históricamente situados, cada cuál es hija/hijo pródigo de su propia época, ya que no pudieron existir si no inmersos en su contexto, necesidades, exposiciones y exenciones. Multitudes y públicos estuvieron separados por una temporalidad de casi 100 años, porque así se gestaron, porque cada cuál requería de un escenario propio, para explayarse o contraerse según fuera el caso, por eso es que son tan distintas, por las características que les recubren y la atmósfera original que despliegan; las masas así es como justificaron su supraindividualidad, su unicidad para irrumpir y derrocar, y los públicos sólo en el siglo XX pudieron difundirse, dispersarse, evaporarse a partir de los artificios y gadgets que con estos se justificaron.

A la gente no le interesan las distancias, las que se dice que son, y las que se exponen como únicas, siendo gente, todos son como todos, todos se reconocen y se aprecian, todos interceden por todo, y eso es más de lo que se puede decir de un individuo, de una persona, de un grupo o de una colectividad. La gente es entrañable, por eso cuesta tanto trabajo ser reconocido como tal.

A la gente no se le puede dividir, no se le separa por más torniquetes y asientos reservados que se dispongan, y mucho menos a partir de una división a partir de las calles que transita, que si por la acera o por la avenida misma, la gente se junta o arrejunta, no se reúne, la gente se va cuando quiere y no cuando se le intenta dispersar o desaparecer, la gente es cariñosa y no sólo una personificación afectiva con pies y pancartas. Ser gente es ser parte de la gente.

Las multitudes no se comunican, porque ni esta misma escucha lo que podría decir a través de sus gritos; los públicos no hablan sólo cuchichean, aplauden, proclaman, y cuando quieren ponen atención, cabe la posibilidad de que se queden impávidos lo cuál no sería muy recomendable independientemente del espectáculo que estén observando. Y la gente afortunadamente sí lo hace, con gestos o con chiflidos, con muletillas o refranes y con lugares comunes, porque sólo así es como se entiende, porque requiere las explicaciones más sencillas, más coloquiales, con las que se pudiese topar y porque para compartirlas lo tiene que hacer a su estilo, es decir, a la gente no le interesa la erudición, eso es de públicos y especialistas, a estos es a los que les gustan las citas para después hacerlas proclamas; y la gente sólo aclama y reclama; mucho menos le hace a los martirios, las plegarias o la indolencia; con la gente las ideas se entremezclan, los discursos se multiplican, los significados se transforman y readaptan de acuerdo a las necesidades, a las contingencias. A la gente se le reconoce porque no hay necesidad de buscarla, y es que siempre está ahí.

4 Interacción

Nadie puede autoproclamarse como “buena gente”, pero cualquiera puede decir de otro u otros que ellos sí lo son. Y eso es una simple gentileza. Un trato de civilidad. Una relación simple y honesta. Lo que está en medio es la manera de decirlo y fundamentarlo. Mientras la gente sigue su vida; mientras la vida rebosa entre la gente.

Así como las ciudades implican ciertas distinciones con respecto a lo físico y lo material, a lo evidente de la cercanía, de la exclusión y la inclusión, con la gente se torna manifiesto el resguardo y el consuelo, no sólo hacia un lado, el de los afectos sin sentido y con toda la euforia posible, sean estos amor u odio, venganza o redención, como sucede al estar inmerso en una multitud; en consecuencia, la materialidad de las ciudades, logra complementarse a partir de las afectividades colectivas, de los ríos de gente con características entremezcladas, de gritos y sombrerazos, de socialización institucional que siempre se convoca pero que nunca se respeta, y que a nadie le importa, de los tantos rostros con los que se confronta una sentencia o se gesta una desilusión, y que se juntan y desjuntan, se hacen uno o se diseminan en cuanto la ocasión lo amerite, se hacen vanguardia en una huelga o manifestación o se resguardan frente a algún ataque o intrusión. Y todo eso puede ser reconocido bajo un apelativo: interacción.

La idea clásica que da la psicología social sobre la interacción es una que, para ilustrarla lo hace a partir de dos individuos que están disputando lo que entre los mismos se podría generar, ese planteamiento tal cuál lo expondría un psicólogo más que clásico como lo fue Solomon Asch (1952/1964) es parte de la historia y de la tradición psicosocial preocupada por describir un objeto de estudio original y autónomo con respecto a las demás disciplinas sociales, y la interacción parecía que como tal daba en el clavo, empero la descripción propuesta se volvía insuficiente cuando de fenómenos más amplios o a destiempo se hablaba, ya que esa versión sobre la interacción, donde se clamaba por el estar implicados en ese instante, se volvió mecánica y presentista, o al menos así se leyó.

En efecto, los psicosociólogos y su versión sobre la interacción no supieron como desplegarle más allá de los manuales, una lástima ya que la noción es por sí misma extensible, la interacción aparte de estar ubicada en ese momento, también perdura y concibe significados que permanecen más allá, lazos que se estrechan a partir del sentido explícito o implícito de la convocatoria, ese entre dos, tres o veinte, es parte de los niveles en los cuales se ve sumergido cada objeto, personaje, individuo o sentimiento con cada ocasión; la interacción es el referente de un posible intercambio en todos los niveles, porque se interactúa con base en la identificación con la escena, las fuerzas que se hacen presentes y los sentidos que se intentan contrarrestar.

Los psicólogos de la gestalt lo supieron y por eso su sentencia original de que “el todo es diferente a la suma de sus partes” funciona en cualquier ocasión, porque las partes son las que logran el desmembramiento, la parcialización de esa realidad convocada, sea el amor, el odio, el rencor, realidades que son reales porque se sienten y se viven como tales, y eso lo saben quienes se apegan a éstas con la mayor intensidad, porque se sabe que cuando los sentimientos fallan ni el argumento más razonable –por ejemplo, ese que dice que los pienses, no los sientas, por separado- sirven para nada. Sentir y pensar son dos realidades que por sus características o recovecos son experiencias separadas. Último ejemplo:

5 Los sentimientos cotidianos

Pero ni las ciudades se hicieron en un día, ni existen afectos que persistan una eternidad, al contrario, las ciudades pueden ser derrumbadas en un instante y los afectos se disipan en tanto cada cual se aísle de los mismos, o pretenda otros, es por ello que las dinámicas urbanas de exclusión e inclusión requieren del día a día, así también los afectos y sentimientos que sólo se logran cristalizar en la cercanía, y en esa odisea es como deviene la cotidianeidad, por ejemplo, el odio implica la distancia suficiente para odiar, considerando que también esa misma logra ser una disposición a la inversa, es decir, cuando el odio pasa a ser amor, empalagoso amor, donde una y otra persona no quisieran separarse de la otra ni siquiera un instante. Y así pasa también con la venganza que según se dice requiere tiempo para ser exquisita, en el mismo plano están los rencores, las envidias, de la cual decía Hannibal Lecter de la manera más macabra posible que uno envidia lo que tiene más cerca en su vida; el orgullo que llega a cuajar cuál soberbia incita a no visualizarse en el reflejo de los otros.

Georg Simmel, acudiendo a la gentileza de las cosas y de las formas y de las personas, lo ilustra así:

Los instintos eróticos, los intereses materiales, los impulsos religiosos, los fines de defensa y del ataque, el juego y el trabajo lucrativo, la prestación de ayuda, la enseñanza e incontables otros, hacen que el ser humano entre con los otros en una relación de estar juntos, de actuar unos para otros, con otros, contra otros, en una correlación de circunstancias, es decir que ejerce efectos sobre otros y sufre efectos por parte de éstos (1917/2002, p. 78, cursivas agregadas).

Asimismo, uno se ve inmerso, o desplazado en la acción, en esa práctica que estrecha lazos y los difumina al gusto de los que la convocan, disponiendo las reglas del acercamiento, permeando desde el estrechar una mano, besar algunos labios o aunque sea una mejilla, corresponder a una mirada hasta el intercambio de sentimientos y anécdotas epistolares, acudir en respuesta a un grito de auxilio, hacer donaciones transnacionales, recordar a un supuesto desconocido.

En efecto, los sentimientos cotidianos implican el gusto por compartir el mismo espacio y tiempo, ya sea en una cama donde esto puede ser seductor y a la vez escalofriante –como amantes o como enfermos en un hospital- o alrededor de una taza de café, donde (en este caso en específico) la cercanía y la conversación que delimita la distancia pueden generar otra mejor situación, ya sea un romance o una revolución. Por eso es que los cafés no siempre han sido bien vistos, y se les desaparece o se les institucionaliza, por ello es que la cercanía se vuelve peligrosa, aterradora y sospechosa, porque de la cercanía, de la proximidad, surge la complicidad.

Y ser cómplice de algo no es más que estar cerca y estar lejos a la vez, y entenderse con cualquier señal o gesto compartido, con frases o palabras que ni los susodichos micro-interaccionistas entenderían, por más que digan que ellos sí saben leer entrelíneas, o entre-gestos, o entre-tiempos, la complicidad es como lo que Simmel decía sobre la coquetería, “una promesa que nunca se cumple”, un acto conjunto que se debate entre la permanencia y lo efímero.

La complicidad es un ejercicio que se remarca con cada ocasión, y aunque esta no sea de manera continua, el vínculo que la hace permanente es aquel que se basa en el entendimiento mutuo, sea entre las parejas o sea como el que tienen las madres con los padres, lazos casi iguales, pendientes de los cambios porque dependen de a quién se dirigen los regaños, los reclamos, los guiños y los forcejeos. La complicidad es algo que básicamente sólo lo utilizan dos, sin embargo, la complicidad se incrementa cuando, por ejemplo, una idea o un discurso o una intención está en disputa, cuando no se quiere involucrar a los más en la misma, pero es inevitable hacerlo para que la idea, el discurso o la intención perviva. No así cuando un secreto está en juego, cuando toda una reunión, manifestación de lealtad o cariño se ve restringida a ese secreto, a no contarlo a nadie más, a que se quede entre nosotros, a que si se difunde se trastocarían las relaciones que crecieron alrededor de éste, y a eso se teme y por eso se resguarda; a que no quede nada más cuando el secreto ya se volvió evidencia de una coerción, de una manipulación, de una imposición por quedarse ahí, así, y sin posibilidad de cambiarle.

Y el contacto anteriormente citado, ese, el que se dijo que era el primer elemento para concebir una sociedad se transforma en una tensión, en un no saber qué hacer ante la evidencia, si quedarse o marcharse, si indignarse o mofarse, lo que queda es jugar con las fuerzas que se despliegan en ese escenario, y que se recrean con toda intención, en una especie de magnetismo donde los iguales se repelen y las disposiciones o posicionamientos distintos se tornan atractivos, por eso las trifulcas son tan seductoras, por eso gustan tanto a nivel personal como multitudinario, porque absorben, porque son participativas, porque tienen consecuencias y porque todo lo que en estas sucede obliga a que cada uno de los elementos de esas maneras de interactuar se pongan a prueba, lúdicamente hablando.

Acostumbrados a vivir en habitaciones insalubres donde lo único que hacían era dormir, y a pasarse los días en los cafés, necesitaron mucho tiempo para percatarse de que las funciones más triviales de la vida cotidiana –dormir, comer, leer, charlas, lavarse- exigían cada una un espacio específico, cuya ausencia notoria comenzó desde entonces a dejarse sentir.

George Perec, Las Cosas (1965/2001, p. 23)

(Introduciendo a) Jérôme y Sylvie, esos personajes entrañables creados por Perec, sabían de eso, de lo que anteriormente estuvimos hablando, de que cada forma de sentir, requiere un espacio propio, autónomo, un lugar donde se pudiese “estar a sus anchas”, donde el que lo habita no se sintiera como intruso pero donde, a su vez, sea posible percibir intromisiones no deseadas, el espacio que se corresponde con los sentimientos ahí gestados y enraizados se defiende por todos los medios, y sólo se comparte con quien se crea merecedor del mismo, de no transgredirlo, y si las habitaciones de cualquier casa ilustran lo dicho, más detalles surgen al compartir dormitorios o camas, cuerpos o aromas, palabras y confidencias, cada cual destila cierta cercanía, cierto vaho de intimidad, y que no fueron fáciles de concebir, de asimilar, tomaron su tiempo, intentaron no ser instantáneas, porque si lo hubiesen sido se habrían asegurado una apropiación de ese espacio.

En efecto, acortar distancias requiere su tiempo para adentrarse, para despistar ante los cambios y la re-territorialización a partir de la manipulación de los sentimientos, para que al usar uno se pueda ocultar otro, para avanzar y retroceder en ese mismo emplazamiento, para que lo que se ponga en juego sea la evidente lejanía con la que se empezó y lo que se hizo para que ésta misma dejase de existir, y es que no se sabe hasta donde se llegaría si con un solo sentimiento se llevase una relación, porque los lazos afectivos no provienen de un único sentimiento, son varios, entremezclados, jerarquizados, vueltos fusión, porque así abarcan más, porque así es como afectan, y porque todo afecto lo es en relación con aquello que lo confronta.

A ningún enamorado, por más embebecido que esté, le gusta admitir que fue conquistado, decirlo sí, pero aceptarlo jamás, porque la conquista entre enamorados es muy sutil, casi imperceptible entre ellos, pero al fin y al cabo es conquista, es ir ocupando poco a poco el espacio y el tiempo de aquel otro, sus pensamientos, sus maneras de hacer y de amar, y establecer –en teoría- unas nuevas formas creadas entre los implicados. Los enamorados saben que sus sentimientos destilados no sólo son suyos, y su intención es la de hacerlos extensivos a todos.

6 Empatías

Y ya que implicamos a Simmel en esta conversación, es éste autor quién se dedicó a argumentar por una psicosociología del espacio, dónde el único personaje capaz de transitarlo es una especie de emulación de lo cotidiano, el extraño, un extraño, siendo extraño, se puede pasar desapercibido y dejar de exigir atención, así el extraño logra hacer lo que le venga en gana, disponiendo de la libertad suficiente que le permite responsabilizarse de sus acciones y palabras, pero reconociendo que no sólo son sus actos y palabras si no que a partir de estas se manifiesta lo dicho, hecho o pensado por los otros (1908/1986, pp. 566-567).

Sin embargo, no vendría mal, para lograr no sortear si no deambular entre las distancias y las cercanías, reclamar una sociedad no de ciudadanos y si más de extraños que con la libertad suficiente pongan a esa misma sociedad de cabeza, y por extraños me refiero a todos aquellos que tengan la capacidad de ser gente, tal y como The Doors alguna vez lo expresaron, la Gente es Extraña (People are Strange).

Hay otra versión sobre la presencia de un extraño, y ésta la da el novelista Milan Kundera (1973) en sus relatos sobre los amores ridículos, ahí, y sí mal no recuerdo, en parte de la trama hay un acuerdo donde los personajes, en lugar de actuar como seres cercanos lo hacen como dos perfectos extraños, lo que genera que entre ellos no exista al menos por ese instante, ningún límite o barrera, y así es como logran ser como un todo, son eternos y son sensuales, al amarse con todo, pero ¡oh decepción! la que sufren al regresar a la realidad, ésta ya no es como se quiere, ya que la misma dejo de ser lúdica y divertida. Por ello es que los cínicos tienen razón, no se extraña más a nadie que cuando se le tiene lo suficientemente lejos, ya de cerquitas esa misma nostalgia, aburre. En efecto, en una sociedad tan sobrevaluada, tan mentirosa, con tendencia a la unicidad, tan llena de ínfulas sobre “lo verdadero”, tan hipócrita en sus convocatorias civiles, tan políticamente correcta (y mal-parafraseando a Sloterdijk 1983/2006 y a Onfray), el cinismo es la onda.

Y lo es, porque no hay nada más gentil que no ser intrusivo con los demás, el cauce que toman los conflictos y las respuestas va de la mano de los que creen que pueden acotarlo o resolverlos, al tiempo habría que darle su propio mérito, porque precipitar un fin o una conclusión sólo hace que los problemas no se acaben y que las penurias se consideren eternas; la aceleración siempre será transgresión, ese es el formato de las emergencias, de las sociedades emergentes, de los discursos emergentes, de los sentimientos emergentes, de los libros al vapor, de las terapias exprés, de los cuerpos sin olor, sin dolor, sin clamor. Y porque los individuos que todo el día andan con prisas, saturados u ocupados, siempre caen mal.

Según Onfray los cínicos preferían “la falta de proximidad antes que el exceso” (1990/2002, pp. 162-163), y en lo político esa será su proposición a seguir, en lo erótico no tanto, porque el erotismo que develaban los cínicos era de mucho contacto, era allí y así, era de lo más natural e inmediato, porque no sucumbir al deseo lo único que engendraría sería la convencionalidad, y a partir de ésta la sumisión, así es como se legitima en poder. El cinismo es contrapoder (p. 166).

Y el poder es un contrato (Serres, 1990/2004). Acercarse al poder es coincidir con las barreras, con las fronteras, con la expulsión, con la incriminación, con lo que sea necesario para crear consecuencias, para buscar enemigos que por supuesto serán detractores, donde un giro en los sentimientos originales es posible, donde se vale lo que no se vale, al fin y al cabo se cuenta con otros tantos más que piensan, actúan y sienten igual; y que se asumen como diferentes, porque ellos pueden hacerlo, porque el poder absorbe y sofoca.

El poder se ejerce, el poder se impone, rompe toda estabilidad, y como así debe de ser, el poder se despliega en todo espacio, en vertical o en horizontal, como las invasiones sucedidas sobre todo territorio o planicie, como las plagas y las turbas enardecidas, o como los derrumbamientos provocados, las acciones kamikaze o tan simple como el golpe que se da para romper la cadena en el juego infantil de “los maderos de San Juan”. Ejercer el poder se vuelve un sentimiento de aprehensión, un sentimiento hecho a la imagen y semejanza del embellecimiento ante lo majestuoso y del envilecimiento sobre la coerción.

Cuando se ejerce el poder debe quedar constancia de que eso ha sucedido, de que no hay obstáculos que se interpongan en el camino, ahora se reconstruye con base en otros criterios, cada emplazamiento es parte de la sujeción, por eso es que las conquistas siempre se han realizado por todas las vías y espacios, por cada tránsito posible, una conquista que se jacte de ser ideal implicaría haberla hecho por cielo, mar y tierra (cfr. Virilio, 1976/1993), sino, es que sólo ha sido una irrupción a medias.

Y la coerción que despliega el poder es justificación del orden, y todo orden requiere separación para su mayor control (cfr. vgr. Onfray, 1990/2002; Serres, 1993/1996), nada de distinciones, todo igual y parejo, todo debe guardar su distancia, como lo hacen los niños en la escuela primaria para separarse de los demás, como lo hace cualquiera en la fila pública para tener acceso a un lugar, lugares asignados donde tengan cabida todos los que –se supone- sí son iguales, lugares comunes para los que no puedan distinguirse, lugares que hacen distancias.

Una forma de distancia total es la erradicación (cfr. Virilio, 1976/1993), y ese temor sigue latente, ya que el hecho de ser tan distante es porque ya no hay manera de crear ninguna simpatía, ni cariño, ni nada, y significa un total autoritarismo, ya no velado, sino manifiesto y con tendencia a la universalidad. Esa distancia se torna indiferencia, y ahí ya no hay paso atrás; allende las convocatorias porque esto no suceda, pasa, cada década y tomando como pretexto a cualquiera, los judíos, las mujeres, los obreros, los niños, los pobres, los latinos, los migrantes, la manifestación frontal de la indiferencia es la erradicación. Dice Castro Nogueira: “El capital produce espacios físico-mentales que constituyen destituyen subjetividades: jóvenes, mujeres, negros, homosexuales, yuppies, minorías étnicas, etc.” (1997, p. 55, cursivas en el original).

Para devengar esas distancias, para que estas no fueran tan evidentes se justificaron las aglomeraciones, los asentamientos, el consumismo, la moda y la moneda igual para todos, lo “políticamente correcto”, y estos se aceptan sin ningún reparo; la intención de acortar las distancias muy propia de la modernidad, de que todos quepan en la economía mundial a partir de un changarrito si lo sabes acomodar, de que todos son iguales a todos, de que nadie está por encima de nadie más, es una lectura por demás ortodoxa del funcionamiento de una sociedad, donde a las multitudes y a las masas se les pretende comprimir de tal manera que lo único que queden son ciudadanos, donde a las ciudades, a las naciones, a los países, se les imponen demarcaciones y fronteras; y donde a los sentimientos se les diagnóstica a partir de escalas u otras quimeras.

7 Colofón

Richard Rorty (2008/2009) sugirió que una de las discusiones pendientes entre todos, es aquella involucrada en que las imposiciones en cualquier forma que se manifiesten son inaceptables (por caso, una línea delgada: dictamen y dictadura comparten la misma etimología -Corominas, 1961/1973-), y nada las justifica, por más retóricas que les amparen, por supuesto, es respetable cambiar de parecer pero no lo es el imputar ese cambio, la coerción, la extorsión, la sujeción, son las expresiones más evidentes de una violencia contra las relaciones humanas. Y allí está implicada la distancia y la cercanía, la integración y la exclusión de los iguales y los diferentes, cuya solución no es esa ramplona que dicta que “todos son lo mismo”, sino aquella otra que reconoce las diferencias implícitas en la construcción de esa o cualquier otra relación.

Replantear las relaciones permite un entendimiento distinto de cada acontecimiento, confrontándole con esas diferencias tácitas o sutiles que en ocasiones no permitirían lograr ningún acuerdo, y así provocar un despoblado, un territorio vedado, un campo de dominio o exterminio, productos de esa intolerancia hacia lo que podría ser algo cercano, y de lo que se podría aprender, o disfrutarlo, o amarlo, pero eso no se sabe hasta que por un instante uno se aleja de sí mismo y se permite acercarse a aquello que pareciera que por toda una vida ha sido distanciado.

Ese bastón que acompañó a Diógenes hasta la muerte es un ejemplo de que la indiferencia creada por la distancia social también tiene sus límites. Pero Diógenes no dependía totalmente de éste, de su bastón, lo complementaba con una lámpara que nunca dejaba de brillar, y con esta convocaba, buscaba a alguien con quien discutir, la imagen si todavía no logra ser remontada, fue ilustrada en el cuarto disco de Led Zepellin, así, pueden suceder varias cosas, 1.- que el lector indague sobre esa imagen para creerme y validar la idea; 2.- haga caso omiso a éste frívolo comentario; 3.- inicie –ideologice- una colección con figuritas de Diógenes; y 4.- que abandone la lectura y convoque a muchos/muchas más y se ponga a escuchar ese gran disco. Esto último es lo que yo haría.

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