La ANT tal como yo la imagino. Breve ensayo sobre el cosmos semafórico

Actor-Network Theory as I image it. Brief essay on traffic lights

  • Carlos Enrique Silva Rios
Hace tres años llegué a Barcelona con una intención firme que pasados unos dos meses tuve que echar por tierra. Quería estudiar a la gente cruzando la calle en esta ciudad y luego comparar sus actos con los de la gente de mi ciudad de origen, Caracas. Mis evaluadores, apenas se enteraron de mi propósito, me desaconsejaron, ya que comparar requería de un tiempo que no tenía. Debía dedicarme sólo a una de las ciudades. Escogí Barcelona. Más tarde, en una segunda consulta, volvieron a desaconsejarme: en lugar de estudiar a la gente que cruza la calle, me recomendaban que tomara como punto de partida el semáforo; específicamente, el cambio de luz y si era posible la luz misma. Esta especie de atomización del interés, en lugar de amilanarme, redefinió y acicateó mi entusiasmo cogitativo, y con ese impulso emprendí la tarea de elaborar un diario de campo. Como no se podía hacer eso de una manera ingenua, tomé la decisión de asumir una mirada y luego una escritura sesgada por algunas de las nociones de la Teoría del Actor-Red tal como las plantea Bruno Latour. Su manera de ver el mundo, más que recibirla como un conjunto sistemático de conceptos, la he incorporado muy lentamente como un dispositivo de imaginación, es decir, como una serie de formas que promueven y facilitan la re-creación de los acontecimientos mundanos. En este ensayo hablo brevemente de parte de esa experiencia investigativa, centrándome en una idea que para mí no deja de ser fascinante: es posible componer un mundo común, un cosmos, partiendo de una entidad aparentemente discreta; en mi caso, el semáforo.
    Palabras clave:
  • Semáforo
  • Teoría del Actor-Red
  • Descripción Densa
  • Imaginación
Three years ago I came to Barcelona with a firm intention that I had to change after about two months from my arrival. I wanted to study people crossing the street in this city and then compare their actions with those of the people in my hometown -  Caracas. Since carrying out a comparison between two cities was time consuming, I decided to do my research in Barcelona only. Later on, for studying people crossing the street, I decided to consider traffic lights as a starting point. Then I undertook the task of preparing a field diary based on some of the notions of Actor-Network Theory as Bruno Latour puts them. I did not use his approach as a systematic set of concepts, but as a device for imagination, i.e., as a number of ways that promote and facilitate the re-creation of worldly events. In this essay, I briefly present a part of my research experience, and I focus on the following idea: we can compose a common world, a cosmos, from a seemingly discrete entity, in my case, a traffic light.
    Keywords:
  • Traffic Light
  • Actor-Network Theory
  • Thick Description
  • Imagination


Comenzaré con una confesión que al mismo tiempo es una advertencia: lo que diré se acerca más a una actitud que a un saber. Se trata más de una doxa semi-informada que de un conocimiento sesudo, exhaustivo y sistemático. Es, para decirlo de una vez, un ejercicio de imaginación. De allí que pido a las lectoras la caridad hermenéutica de asignar al término ANT, al menos mientras dure este texto, una interpretación light. Sé que puede resultar académicamente incorrecto, seguramente cuestionable y sin duda descarado, que en una publicación de este corte alguien comience confesando que sabe poco de lo que hablará, y, peor aún, que aquello que no sabe lo inventará, pero tengo la esperanza de que mi confesión deje claro que en el complejo y heterogéneo universo de las asociaciones hay un nexo, a veces sutil a veces evidente, entre ignorancia, retórica y perdón. Hecha esta advertencia voy al grano.

1 Breve apología de la insignificancia

Siempre que revelo, a petición de algún interlocutor curioso, el tema de mi investigación, la primera reacción que se genera es de un asombro parecido al que causa la ridiculez. A veces, las personas sueltan una carcajada de incredulidad tipo grito en el cielo, como si dijeran ‘Fin de mundo’. El efecto es tan reiterado que he tenido que adoptar una actitud que vela mi decepción –o si se quiere, mi orgullo herido– y muestra una especie de comprensión compasiva. Entonces busco las palabras que puedan hacer sentir al Otro no lo que siento ni lo que me motiva a realizar el trabajo que realizo, sino que lo ubican a él o a ella en la zona inusitada del tema, es decir, la zona donde se torna interesante o deja ver sus aristas de utilidad. Así, pues, usando las pocas herramientas de retórica elemental que tengo, acabo armando los argumentos mínimos necesarios para convencerle de que mi interés de investigación sobrepasa los límites de la insignificancia. No obstante, con el tiempo comprendí que ese esfuerzo –digo el esfuerzo de querer darle importancia a lo que parece no tenerla–, era inútil, no porque me ganara la desesperanza o la resignación, sino porque la insignificancia no es lo que a primera vista se cree que es.

En las primeras de cambio, lo insignificante parece pertenecer al orden de la negatividad. La razón es relativamente sencilla y de naturaleza puramente gramatical: comienza con un prefijo que niega o priva la raíz a la que está unido: -in. Si digo Es cierto, predico la certeza de algo; si digo Es in-cierto, niego esa certidumbre. Si digo Es significante, predico la importancia y consecuencia de una entidad o de un acontecimiento dado; si digo Es in-significante, predico todo lo contrario, es decir, que no es ni lo uno ni lo otro sino simplemente baladí. Sin embargo, sólo en las ocasiones heroicas, casi siempre vistas retrospectivamente, describir todas las entidades implicadas en un curso de acción específico tiene como punto de partida lo importante o lo significativo. Todo lo contrario, si se rastrean las conexiones entre un acontecimiento y otros, cercanos o distantes, más temprano que tarde nos damos cuenta que la insignificancia es más determinante de lo que cualquiera pudiera esperar. Hace 77 años atrás, Junichiro Tanizaki (1933/2008, p. 69) citó un fragmento de una canción tradicional japonesa que resume de buen grado esto que digo:

Ramajes

reunidlos y anudadlos

una choza

Desatadlos

la llanura de nuevo.

Así, pues, en mi caso, como ya he venido anunciando, lo insignificante es ya mi tema de investigación, i.e., observar personas y cosas en cruces gestionados por semáforos en puntos dispersos de la ciudad de Barcelona.

A primera vista, además de insignificante, esto de ver gente cruzar la calle e interesarse por ello, planteado como lo planteo, no sólo cuesta justificarlo sino que también parece muy poco serio, es decir, que parece estar reñido con el rigor que los científicos consideran garante de lo real y de lo verdadero. No obstante, según mi punto de vista, el pequeño acontecimiento importa tanto como el gran acontecimiento. Parafraseando a Sherry Turkle (2007), el pequeño acontecimiento tiene el poder de limitarse y de limitar y, al mismo tiempo, posee todo lo necesario para que se elaboren enunciados sobre una generalidad que excede esas limitaciones. Aclaro que esta autora hace referencia a los objetos pero para mi caso el recurso del parafraseo me sirve para extraer de lo objetual su condición de pequeño acontecimiento. De hecho, en su libro un objeto puede ser tanto una zapatilla de ballet como un nudo. En el primer caso podemos admitir con un margen de duda casi inexistente que se trata de un objeto, pero en el segundo tendemos a inclinarnos hacia la idea de que algo tuvo que haber sucedido para que una determinada cuerda se estrechara y se cerrara de un modo específico. El nudo y la zapatilla hacen confluir el ser y el acontecimiento. Así, pues, y por modo de ejemplo, en 1868, a petición de un grupo selecto de parlamentarios ingleses, un fabricante de señales ferroviarias construyó enfrente del Parlamento londinense un artefacto conformado por un mástil, un travesaño móvil y una luz ubicada en la parte superior del mástil, con el fin de proteger a los miembros del Parlamento del fuerte tráfico vehicular de ese punto. Cuando el travesaño estaba en posición horizontal el tráfico debía detenerse. Cuando estaba en posición vertical, el tráfico podía seguir su curso. Cuando estaba inclinado a unos 45° los conductores debían conducir con precaución. La luz sólo funcionaba de noche: roja cuando el travesaño estaba en posición horizontal y verde cuando estaba en posición vertical. La luz, que se producía gracias al gas, debido a un desperfecto, estalló dando muerte a un operario. No obstante, la Cámara de los Comunes concluyó que el público era capaz de obedecer al semáforo y, de allí, promovió la seguridad vial (Buiter y Staal, 2006).

El pequeño acontecimiento también cataliza la creación, es heurístico por excelencia; invita a indagar y a descubrir. Por ejemplo, Julian Beinart (en Turkle, 2007), profesor de arquitectura en el MIT, a comienzos de los años 60 se encontraba caminando por una calle de Durban, en Sudáfrica, cuando vio pasar a un joven que llevaba consigo una radio de transistores hecha de madera. Beinart se acercó al joven para detallar aquel artefacto y notó que no se trataba de una radio real, sino de un objeto que parecía una radio; esto es, que había sido construido para que tuviera la apariencia de una radio. Beinart, un poco desconcertado, le preguntó al joven de qué servía una radio que no era tal, entonces el joven le respondió: “No suena, pero mientras la llevo canto. Algún día tendré una de verdad.” A partir de ese acontecimiento, súbitamente, Beinart comenzó a notar cosas que antes no había notado, concluyendo lo siguiente: En todas partes hay objetos productos de la emulación o de la imaginación que responden a una tecnología que no se puede comprar pero que se puede re-inventar.

El pequeño acontecimiento hace que confluyan pensamiento y sentimiento. Por ejemplo, hace ya un par de meses estaba esperando cruzar la calle que se forma cuando confluyen Gran de Gracia y Príncipe de Asturias, justo en Plaza Lesseps, Barcelona, España. Yo estaba con mi pareja y un amigo. A nuestro lado, también esperando, estaban dos chicos de unos 12 años de edad; ambos sostenían sendas patinetas. La luz estaba en rojo para los peatones y verde para todos los vehículos que subían y bajaban. De pronto cambió a rojo para los vehículos particulares pero no así para el autobús, por lo que seguía en rojo para los peatones. Justo en ese momento, uno de los chicos decidió cruzar sin percatarse de que venía un bus. Mi amigo le hizo una señal de alarma y los chicos recularon inmediatamente. Pasó el bus a una velocidad considerable y el que había sugerido cruzar le dijo al otro “Me he equivocado”. Cambió a verde para nosotros y cruzamos, todos un poco alterados por el episodio instantáneo en el que casi son atropellados dos jóvenes. Yo me asusté y me atrevo a conjeturar, por sus rostros, que los chicos también se asustaron. Evidentemente, un acontecimiento pequeño (que uno de los chicos calificó como equivocación) y la continuidad de unas vidas a las cuales les queda mucho por delante, tienen una conexión casi directa con el cambio de la luz del semáforo, la impresión repentina que dispara el miedo y el razonamiento inmediato que producen los actores.

El pequeño acontecimiento permite que nos identifiquemos con él y que a su vez nos sintamos identificados con nosotros mismos respecto de él; por ejemplo, podemos decir este semáforo no cambia nunca y, también, decir soy una persona a quien le impacienta esperar que la luz cambie a verde (aunque también es algo que el Otro puede predicar del Uno respecto del acontecimiento, es decir, al ver que alguien cruza en rojo cualquiera puede afirmar: Es una persona que no sabe esperar el cambio de luz o Es una persona que tiene demasiada prisa, etc.)

Esta potencia que tienen los pequeños acontecimientos es la que me inclina a preferir algo tan simple como cruzar la calle y sus conexiones con otros acontecimientos. De hecho, desde mi perspectiva, la vida en general, el mundo en general, no están compuestos por acontecimientos discretos, sino por acontecimientos que se relacionan entre sí. En este sentido, cualquier acontecimiento puede servir para explicar o para comprender el todo de los acontecimientos. Tal como afirman Steve Brown y Paul Stenner (2010), el mundo está hecho de eventos y estos eventos son los ladrillos de la realidad. Por ejemplo, en 1991 el filósofo francés Michel Serres decía que “el enemigo objetivo del mundo humano” somos nosotros mismos, pero no en forma de individuos, sino en forma de “redes entrecruzadas de relaciones” humanas y el conjunto de “objetos-mundo” (1991, p. 33) de los cuales disponemos. En efecto, el ser humano y sus extensiones instrumentales han pasado de ser una insignificancia apenas distinguible en el paisaje, por ejemplo, el campesino y su azada, a ser una amenaza global, por ejemplo, los grandes conglomerados humanos que pululan por todo el planeta, apercibidos de objetos que para producir un resultado local generan un perjuicio global, por ejemplo los ejércitos y sus armas. Si cambiamos ‘humano’ por inconsciente, o por dinero, o por política, o por afecto, o por semáforo, el resultado es el mismo. Lo único que cambia es la manera como se ordenan y conectan los acontecimientos. Así, no todo es sólo un acontecimiento, pero también todo puede ser sólo un acontecimiento. Es un poco como la idea de situación ofrecida por Alain Badiou (1999). Según este filósofo, lo uno no existe como un en sí, sino como una operación, es decir, como algo que acontece. Este acontecer se da según un régimen de presentación múltiple que Badiou llama situación. Una situación es “una presentación estructurada” (1999, p. 35) cuya multiplicidad es al mismo tiempo consistente e inconsistente. En el primer caso la situación es un múltiple que se da como un uno; por ejemplo, cruzar la calle es el resultado de la asociación entre múltiples existentes: peatón, calle, semáforo, acera, etc. En el segundo caso, lo múltiple está compuesto por existentes discernibles que se pueden contar: un peatón, una calle, un semáforo, una acera, etc. En este sentido, una situación es una multiplicidad que se presenta como un uno y que se compone de muchos. Así, acontecer o actuar es darse en la multiplicidad.

Ahora bien, dicho como está y aunque ya he asomado lo contrario, pareciera que los acontecimientos se dan en el mundo de manera dispersa o cercana pero que siempre son discretos. No es así. Darse en la multiplicidad sólo es posible porque los acontecimientos se conectan, se relacionan. Hay entre ellos, aunque no siempre, una conjunción copulativa: ‘y’. En la próxima sección le daré un poco más de densidad a esto que digo.

2 Y

En el alto siglo XX, fue publicado un trabajo cuya escritura se atribuyó a Friedrich Nietzsche (1901/1968). La obra llevaba por título La voluntad de poder. Digo que fue atribuida al filósofo alemán porque para el momento de su publicación ya éste había muerto, y durante los últimos doce años antes de su deceso Nietzsche estuvo sumido en lo que algunos califican como locura. Sin embargo, Martin Heidegger (1961/2000) afirma que este libro, que bien pudiera considerarse su obra capital, y que consiste en una recopilación de un conjunto extenso de aforismos, fue proyectada por el propio Nietzsche el 17 de marzo de 1887, es decir, 2 años antes de sufrir el colapso nervioso que lo incapacitó para la actividad filosófica.

Pormenores de autoría y de estulticia aparte, desde su primera edición hasta su última, el libro, curiosamente, ha ido medrando en contenido. De 483 fragmentos numerados, ha llegado a 1067. Estas variaciones han obligado a quienes lo citan a no atenerse a las páginas de cada edición, sino a lo que en efecto no varía de una edición a otra: la numeración de los fragmentos. Uno de mis argumentos principales se basa en dos de ellos. El primero es el 558; el segundo, el 568. Para regocijo de los románticos estacionales, el 558 fue escrito entre la primavera y el otoño de 1887; mientras que el 568 fue escrito comenzando el verano del año siguiente.

Según el fragmento 558, lo que en filosofía se conoce como la cosa en sí, y lo que en la vida cotidiana se conoce, simple y llanamente, como realidad, carece de sentido. Su existencia no es más que un invento de algunos seres humanos para saldar una cuenta que se tenía con otro invento, a saber, la lógica. Dicho de otra manera, para que las leyes sobre cómo funciona y se organiza el conocimiento hicieran sentido, se requería inventar algo de lo cual se ocupara ese conocimiento y que, al menos en principio, no dependiera de él para existir; es decir, la cosa en sí; es decir, algo que no precisa de relaciones para lograr el status de entidad, a lo sumo sólo necesita de otras entidades independientes entre sí, autocontenidas, de las cuales sólo se puede predicar que son algo en sí mismas; en resumen, se puede saber de ellas, no se las puede hacer.

Nietzsche tenía para sí que la cosa era muy otra, y su argumento era relativamente sencillo. Si no se toman en cuenta todas las relaciones, todas las propiedades, todas las actividades de una cosa, la cosa deja existir, pues no queda nada que haga que la cosa exista. Dicho de modo redundante, la cosa es el conjunto de cosas que la hacen cosa. No hay un corazón de la cosa, fijo, inmutable, autogenerado, alrededor del cual se adhieren las relaciones, los atributos y las actividades, sino que la cosa es la multiplicidad de esas relaciones, atributos y actividades.

El fragmento 568 extiende este argumento un poco más. En él, Nietzsche afirma que el mundo que habitamos, siempre y cuando no lo reduzcamos a nuestra lógica y a nuestros prejuicios psicológicos, no existe como un mundo en sí mismo. Para sostener su refutación de buena parte de la tradición filosófica de Occidente, utiliza unas palabras que luego habrían de ser muy caras al Construccionismo Social (Gergen, 1985, 1996, 2000) y, seguramente, al resto de las perspectivas que consideran que el crisol de todo sentido es lo que acontece entre una persona y otra, entre una cosa y otra: El mundo es esencialmente un mundo de relaciones.

Un mundo así no puede definirse sobre la base de un principio unitario, pues todos los puntos de este mundo relacional difieren entre sí. El ser del mundo difiere de cada punto, ejerce presión sobre cada punto y cada punto ofrece resistencia. La suma de todo esto es, siempre, una incongruencia. Lo interesante es que los seres humanos y sus artefactos (aunque a esto habría que agregar a las entidades naturales no-humanas) son los autores de esa incongruencia que llamamos mundo. No obstante, los humanos hemos producido un mundo y una concepción de mundo para poder vivir en él, y tanto el proceso como el resultado son otramente que lógicos.

Esto último, aparentemente, comporta una contradicción. Si el mundo y lo que predicamos de él provienen de nosotros mismos, entonces un mundo donde decimos que la realidad es independiente de aquel que la conoce es tan ontológicamente válido como un mundo donde decimos que no existe tal cosa como la realidad independientemente de aquel que la conoce. En ambos casos, hay la gente que se relaciona de cierta manera para crear un mundo y una concepción donde esa relación pueda sostenerse en el tiempo. Si es así, entonces ¿por qué Nietzsche arroja sobre nosotros la refutación de la lógica y de la cosa en sí? Pues porque, precisamente, una concepción que tiende a suprimir el resto de las concepciones, a la larga acaba consigo misma (lo que el mismo Nietzsche denomina nihilismo) y, en ese sentido, hay que ponerle coto o, en todo caso, abogar por la coexistencia en la incongruencia y no por la desvalorización de todos los valores.

En efecto, los mundos, diferentes entre sí, coexisten. A ratos pueden parecer inconmensurables, es decir, que no están regidos por los mismos principios, pero las más de las veces se mezclan, se hibridan; por ejemplo, cuando decimos ‘Gracias a Dios llegó el doctor, si no se nos muere.’ En ese enunciado se cruzan el mundo de la fe y el mundo de la ciencia médica. El mundo del alma y el mundo del cuerpo. Según el primer mundo, para que el médico se encargue del cuerpo, receptáculo material, funcional, de la vida que en él insufló Dios, éste debe infundir en aquél cierta diligencia en atender el caso del moribundo. Según el segundo mundo, el médico salva la vida que no es otra cosa que el funcionamiento más o menos óptimo de algunos órganos corporales.

En el ejemplo o, mejor dicho, en los argumentos de Nietzsche no vemos necesaria la consideración de una esencia de la cosa, de algo que existe desde sí y para sí como si flotara en un cielo ontológico libre de todo roce epistemológico. Todo lo contrario, si hay algo de lo cual puede predicarse algo, es porque ese algo está hecho de predicados; es decir, de concordancia convenida entre elementos diversos. El médico, el paciente, Dios, el creyente, la medicina, el padecimiento, la fe, la religión, todo es relación.

Aun cuando se pudiera considerar que el ser humano es el núcleo de producción de la relación, no necesariamente es así. Gilles Deleuze y Claire Parnet (1977/1997) lo dicen de una manera tajante: “No hay sujeto, lo que hay son agenciamientos colectivos de enunciación” (1977/1997, p. 33). Algo muy parecido afirma Michel Foucault (1991): cuando uno se libera de las formas inmediatas de la continuidad, se libera el dominio que interesa; es decir, el dominio constituido por el conjunto de todos los enunciados efectivos en su dispersión de acontecimientos y en la instancia que le es propia a cada uno. Al interior de ese dominio el sujeto es una función vacía, un lugar que habrá de ser ocupado por el cruzamiento de ciertos enunciados. Cuando, por ejemplo, decimos que alguien es el Presidente de la República no estamos haciendo referencia al generador y protagonista de los acontecimientos relacionados con el gobierno de una nación, sino al resultado o efecto de esos acontecimientos. Dicho de un modo más directo, el Presidente es lo que resulta de las votaciones, de las simpatías, de las alianzas, de los intereses, de los acuerdos, de los desacuerdos, de bloques de organización convenidos colectivamente como la República, la Democracia, la Ley, etc. No es un individuo solo; es un nudo en una red.

Hay un término en la cita de Deleuze y Parnet en el cual es necesario detenerse. Me refiero al término “agenciamiento”. Aclaro que detenerse significa aquí exponer algunos de los argumentos que esos dos autores ofrecen al respecto. Agenciar es estar en el medio, en la línea de encuentro de un mundo con el Otro; es decir, un agenciamiento es la forma por excelencia de una relación. Cuando decimos ‘cuerpo y alma’, el agenciamiento se ubica en la palabra ‘y’. “Las relaciones están en el medio y existen como tales” (Deleuze y Parnet, 1977/1997, p. 65); esto es, “[l]as relaciones son exteriores a sus términos” (1977/1997, p. 65) y tienen un status existencial tan valioso como el de los términos mismos.

Las consecuencias ontológicas de este argumento son de amplio espectro. Buena parte de la filosofía de Occidente ha tendido a considerar que la respuesta a la pregunta por el ser del ente se encuentra en los términos de la relación y no en la relación en cuanto término. La relación siempre se ha considerado un territorio sin sustancia, y los términos han merecido ser calificados como sustantivos, i. e., como entidades cuya existencia es real, independiente, discreta, individual. Se trata, todavía, de la cuestión del Ser; del verbo Ser. Deleuze y Parnet (1977/1997) sugieren trasvasar ese linde ontológico:

Hay que ir más lejos: hacer que el encuentro con las relaciones penetren y corrompan todo, minen el ser, lo hagan bascular. Sustituir el ES por el Y. [...] El Y como extra-ser, inter-ser. Aun así las relaciones todavía podrían establecerse entre sus términos, o entre dos conjuntos, de uno a otro, pero el Y da otra dirección a las relaciones y hace que los términos y los conjuntos huyan siguiendo la línea de fuga que activamente él ha creado. Pensar con Y, en lugar de pensar ES, de pensar para ES. (Deleuze y Parnet, 1977/1997, p. 67).

En inglés la ‘y’ a veces es suplantada por el guión, formando una palabra que no es compuesta sino que es una relación. Se trata de una semántica relacional que no quiere ser profunda, sino que se aviene a una resolución superficial o, mejor dicho, que deja claro y a disposición de todos el recorrido que hay entre un término y otro; la necesidad y al mismo tiempo la contingencia de ese recorrido: afore-mentioned (que es antes Y mencionado), whole-heartedly (que es todo Y corazón Y pasado Y adverbio).

El castellano, visto de cerca, está repleto de términos subsidiarios de la ‘y’, pero que han tenido el efecto genético de crear una palabra nueva, completa: cardiograma (que es corazón Y escritura), penumbra (que es casi Y sombra), megalomanía (que es grande Y locura).

En resumen, para comprender el darse en la multiplicidad de los acontecimientos es necesario, precisamente, que se tome en cuenta la preeminencia de la ‘y’, esa forma comprimida de la relación. Una perspectiva que permite, hasta cierto punto, satisfacer esa necesidad es la Teoría del Actor-Red, siempre y cuando se use un poco la imaginación.

3 La ANT imaginaria

Asumir de esta manera la vida de las asociaciones, tal como he anunciado, tiene que ver directamente con la perspectiva teórica en la que me baso, a saber, la Teoría del Actor-Red, conocida comúnmente por su acrónimo en inglés: ANT. Cabe decir que muchos de sus practicantes no la consideran una teoría, pero como no soy quién para esclarecer el status de lo que me excede, opto por llamarla así. Aunque también cabe añadir que esta opción no es caprichosa, sino producto de mi imaginación analógica. La ANT, por un lado, es un conocimiento especulativo que no necesariamente aspira a la aplicación; por el otro, elabora ciertas proposiciones que sirven para relacionar entre sí ciertas entidades de un modo más o menos sistemático; esto es, le hace guiños a la condición de teoría.

La ANT, tal como yo la imagino, considera que la comprensión de los acontecimientos se da en el presente. Hay que centrarse en el instante y en la manera como se relacionan los acontecimientos:

Para que la luz roja me detenga o para que yo pase de ella, deben existir ‘ya’ el semáforo, la acera, los coches, el trazado peatonal, etc., en resumen, todo lo que pudiéramos denominar la red del evento. Este ‘ya’ del existente no se refiere al pasado, como en la expresión El semáforo ya estaba ahí; tampoco se refiere al futuro, como en la frase Ya atenderé al semáforo cuando llegue a la esquina. Se refiere al presente inmediato, como en la oración: ¡Cruza ya! (Silva e Íñiguez, 2010)

A la luz de los expertos, acaso esto que digo resulte fuera de lugar, ya que uno de los movimientos característicos de la ANT es seguir el rastro que van dejando los acontecimientos (Latour, 2005). Como es bien sabido, rastrear implica dirigirse hacia el pasado partiendo del presente para luego orientarse hacia el futuro. Dicho de otra manera, rastrear supone la intelección actual de aquello que estuvo aquí y que nos conducirá al sitio donde ese algo se encuentra ahora. El rastro quiere decir que el agente se mueve y que va dejando huellas. Estas huellas parecen desplegarse en un marco temporal que va de un antes a un después, y, a la vez, nos remiten a lo que sucedió. No obstante, en el caso de la ANT, siempre desde mi perspectiva, rastrear no pertenece al orden de la linealidad y, por ende, no se detiene a considerar en retrospectiva la trayectoria de la flecha del tiempo. Todo lo contrario, la ANT se mueve por territorios o campos de intensidades heterogéneas (Deleuze y Guattari, 1980/1988). Se interesa por los lugares donde se actualizan las diversas fuerzas de los agentes. Esas fuerzas pueden ser físicas, pero también afectivas, cualitativas, etc. Y en última instancia, lo que importa es poder distinguir aquello que hace que un acontecimiento dado sea considerado como tal y como perteneciente a la esfera de la realidad. Dicho de otra manera, lo que importa son sus relaciones. En este sentido, un existente gana realidad si se lo asocia con aquellos existentes que colaboran en el aumento de esa ganancia. Contrariamente, si no podemos conocer los existentes que colaboran material o inmaterialmente, entonces pierden realidad (Latour, 2000). El semáforo existe no sólo por la conjunción funcional de sus partes, sino también por la norma que habita en su tricromía, que establece los lindes de su programa de acción y que acaba en el peatón que la acata o no. Del mismo modo, para que todo esto tenga lugar, es necesario el paso de zebra, la calle donde está pintado, las aceras, las rejas imbornales, y la lista pudiera extenderse indefinidamente, pues, como afirma el mismo Latour (2005, p. 50), siempre hay otras agencias que nos hacen actuar de una determinada manera y sobre las cuales no tenemos control alguno.

En pocas palabras, el orden semafórico, por llamarlo de alguna manera, es lo que Latour (2004) llama un cosmos, un mundo común, donde confluyen una serie de elementos heterogéneos, humanos y no humanos, y partir de lo cual cabe esperar que asuntos como, por ejemplo, la seguridad vial, la cultura catalana, los estragos del clima, el turismo y, en general, la sostenibilidad relacional urbana puedan hacerse realidad. A continuación mostraré un par de ejemplos, tomados de mi diario de campo, no sin antes resumir un poco a qué me refiero con eso de diario de campo.

4 Inciso metodológico

Hasta aquí he hablado de los aspectos teoréticos de mi trabajo, aun cuando aquí y allá he traído a colación uno que otro ejemplo provenientes de las asociaciones que he estado observando. Para poder realizar esas observaciones, me he tomado la licencia de versionar la perspectiva etnográfica propuesta por Clifford Geertz a principios de los años 70. Para Geertz (1973/1987), la etnografía supone la puesta en práctica de un cierto esfuerzo cognitivo, “una especulación elaborada en términos de […] ‘descripción densa’” (1973/1987, p. 21). Aunque Geertz no define con precisión diacrítica qué cosa sea la descripción densa, deja más o menos claro de qué se trata. Dicho gruesamente, este tipo de descripción implica un movimiento comprensivo cuyo punto de partida es un acontecimiento particular, en apariencia insignificante o trivial, para luego ir generando conjeturas y forjando tramas relacionadas con otras estructuras de significación con el fin de determinar “su campo social y su alcance” (1973/1987, p. 24). La idea es poder dar cuenta de un cosmos, de un cierto mundo, “partiendo de los conocimientos extraordinariamente abundantes que [reunimos] de cuestiones extremadamente pequeñas” (1973/1987, p. 33). En este sentido, me he concentrado en un acontecimiento aparentemente mínimo, es decir, cruzar la calle, y, como se ha podido ver y se verá, he generado un conjunto de inferencias sobre su posible relación con otros acontecimientos destacando las acciones de agentes humanos y no humanos. Esas inferencias que componen la descripción densa, las reuní en un diario de campo que comencé a redactar el 25 de septiembre de 2007 y que, dado el carácter flotante, intermitente y asistemático de mi registro, sigue abierto. Van entonces las entradas que anuncié.

4.1 El dispositivo semafórico (20-28/10/2010)

Accidentalmente y acaso tarde me enteré de la existencia en Barcelona de una institución que funciona según los principios de la ecología urbana.1 El encuentro se produjo mientras leía una entrevista que le hicieran a su director en Econoticias. Animado por su interés en hacer de Barcelona una ciudad sostenible y por su idea, sin duda acertada, de lograr ese objetivo con equipos interdisciplinarios, visité su sitio web. Introduje en el buscador la palabra ‘semáforo’ y, sorpresivamente, hubo 0 resultados. La ausencia de un tema que desde mi punto de vista es fundamental a la hora de re-definir la movilidad urbana, me motivó a establecer un vínculo con esa agencia, de modo que pudiera, eventualmente, iniciar un diálogo e incorporar mi trabajo al suyo evitando así la posibilidad cierta de que permanezca en un anaquel de la biblioteca universitaria esperando que algún curioso le remueva el polvo y lo lea. Escribí un mensaje electrónico comunicando mi interés y dos días después recibí una respuesta favorable. Pautamos una entrevista para el 28 a las 11 horas.

Fui puntual y mi interlocutor también. Me condujo a una sala de reuniones cuyas paredes estaban cubiertas por estantes repletos de libros. Desde mi lugar y por la comisura del ojo, pude ver que los libros pertenecían al mundo de la arquitectura y del urbanismo, cosa bastante coherente para un sitio como aquel. Mi interlocutor me dio la palabra y le expliqué de manera resumida de qué iba mi trabajo de investigación y de la centralidad que tenían tanto los semáforos como la sostenibilidad urbana. Hecho esto, tomó la palabra sin referirse para nada a lo que yo acababa de decir. Comenzó a explicarme qué hacía la agencia y trataba de dibujar sus ideas en una hoja ad hoc. Luego de un esbozo general, llegó a lo que me atrevería a calificar como el corazón de ese organismo institucional. Como he hecho hasta aquí, por razones de confidencialidad, no usaré el nombre que usan en la agencia. Sólo describiré someramente de qué se trata. Para este organismo la relación que establece Barcelona con el mundo automotor es a largo plazo insostenible. A pesar de eso, todavía se sigue apostando a la construcción de vías que no sólo dejan clara la prioridad e importancia que tienen los coches y motocicletas en esta ciudad, sino que también promueven su uso. Para contrarrestar esta tendencia, la agencia propone un tipo de diseño urbano donde se reducen significativamente las vías de desplazamiento automotor y se incrementan las de desplazamiento peatonal. En este sentido, propone crear cotos urbanos semi-cerrados, es decir, grandes manzanas conformadas por pequeñas manzanas. En esas manzanas las calles de acceso están bloqueadas por bolardos, y sólo pueden entrar los coches de residentes y de distribuidores comerciales. Los desplazamientos cotidianos que no requieran salir del coto han de hacerse a pie. Esto facilita la recuperación del espacio público y la seguridad, en especial de los niños, en el entorno residencial y comercial próximos. Además, reduce significativamente las emisiones de CO2. En una organización como esta, me dijo mi interlocutor, el semáforo es innecesario, ya que la supresión o disminución al mínimo de la circulación de coches supone a su vez la desaparición de ese artefacto nefasto signo vivo de la sociedad de control. Escuché esto y algo en mí se puso en alerta. ¿Cómo era posible que ese artefacto tan útil no tuviera cabida en la ecología urbana sostenible? Me resultó curioso que en su concepción el semáforo fuera considerado un accesorio, un intermediario del cual se puede prescindir en plena ciudad. La entrevista acabó y quedamos en que enviaría a mi interlocutor un resumen de mi proyecto y que luego me contactaría. Le envié el resumen, pero el contacto no se realizó. Obviamente, si desde su perspectiva el semáforo no tiene lugar, mi investigación tampoco. Aunque quiero creer que todavía se lo están pensando. A todas estas, no es difícil concluir que el cosmos semafórico, al menos para agencias como esa, es finito y perecedero. Sin embargo, tengo para mí que la cosa es muy otra: la forma-semáforo, el dispositivo diría Foucault, no necesariamente se reduce a su presentación artefactual. Aun en un coto cerrado ha de haber señales que indiquen cuándo es posible pasar sin peligro y cuándo no. Los bolardos telescópicos hidráulicos, por ejemplo, son una modalidad semafórica. Allí donde están, cuando hacen un ruido y comienzan a hundirse en el pavimento, las personas se comportan como si vieran el ámbar del semáforo: comienzan a observar alrededor para distinguir el vehículo que seguramente se aproxima. Cuando se hunde por completo, se detienen a esperar que el vehículo pase. El hundimiento se traduce como ‘rojo’. En cierto modo es un semáforo por delegación; un semáforo de intermitencia variable y que por inercia semántica adopta la función sígnica de la tricromía semafórica. En resumen, acaso estos bolardos no tengan la sistematicidad y frecuencia de los semáforos formales, pero en ellos duerme y despierta su sentido.

4.2 Entre lo casual y lo trópico (24/11/2010)

La Plaça de la Universitat es un lugar complejo a la hora de describir los cruces y, también, a la hora de cruzar la calle. Unos 24 semáforos ayudan a gestionar la movilidad de personas, coches, motos y bicicletas. Esa gestión, aunque pretende ser sistemática, si se la mira con detenimiento durante unos minutos, no lo es tal. Pueden distinguirse flecos de indeterminación o, si se quiere, pequeños rizos caóticos, que parecen tener que ver más con las salidas del azar que con las leyes de la razón. Hay un punto donde acaba la Ronda de Sant Antoni y comienza la Plaça de la Universitat. Esa frontera está determinada por el final del Carrer dels Tallers. Justo en esa esquina hay un semáforo que permite cruzar de la Ronda a la Plaça y viceversa. También en esa esquina está una farmacia relativamente famosa, que tiene este curioso letrero: Central d’Epecifics Universitat; aunque su nombre formal creo que es Farmacia Valls Biosca. En su vitrina principal, además de toda una miríada de productos farmacéuticos, hay varias cruces luminosas que de manera intermitente dejan ver su luz verde. Si uno intenta cruzar de la Plaça hacia la acera que da a la farmacia, hay dos cosas que destacan y que al mismo tiempo se confunden: el semáforo y las mencionadas cruces. Curiosamente, el verde de la farmacia está muy cerca del verde del semáforo y una mirada rápida puede fácilmente hacernos tomar una luz por otra. Eso precisamente sucedió hoy. Un hombre, de unos 30 años, bien constituido y visiblemente apurado, se lanzó a cruzar la calle aunque el flujo de vehículos no se había detenido. Yo, interpretando rápidamente la acción de aquel hombre y el especioso verde de la farmacia, me apresté a hacer lo mismo, pero mi acompañante me detuvo y me hizo notar que estaba viendo el verde equivocado. Esta es otra conexión inusitada y, sobre todo, inesperada de cómo funciona la forma-semáforo. El verde no tiene que estar en el artefacto, no tiene que hacer sistema cerrado e inteligible para disparar el proceso normativo. En ocasiones, casualidades como la que he relatado dan cuenta del carácter flotante que tiene el dispositivo. Así, la luz en la vitrina funciona tan semafóricamente como en esta expresión que acabo de leer en La Razón: “Rasmussen da luz verde a la OTAN del siglo XXI.” En un caso el acontecimiento pertenece a la esfera personal (yo cruzo); en otro, a la esfera de las relaciones estratégicas internacionales con miras a lograr “un ambiente de seguridad en Europa y en toda la zona Atlántica.” En ambos casos el ser-ahí del semáforo no se remite a una esquina, sino que se extiende hacia el ámbito global. La conexión casual (farmacia) y la conexión metafórica (OTAN) colaboran en la conformación y ampliación del cosmos semafórico.

5 Palabras finales: el semáforo blaugrana

Hay una página web llamada ‘blaugranas.com’ que ofrece varios links a foros donde el tema principal es el Futbol Club Barcelona [FCB]. Uno de esos foros lleva este título: “Semáforo verde/semáforo rojo de la jornada”. Básicamente el blog conecta el semáforo a la Persia del siglo III al considerar, como lo hacía Manes, que es posible predicar cualquier cosa del mundo a partir de dos principios dicotómicos: uno para el Bien y otro para el Mal. Los blogueros blaugranas, cuyo mundo es el futbolístico, hacen precisamente eso: el verde, que representa lo bueno de ser, se le atribuye a lo que debe seguir sucediendo en el mundo del FCB; el rojo, que representa lo malo de ser, se le atribuye a lo que no debe seguir sucediendo en ese club. Este ejemplo, al igual que los ejemplos anteriores, resume de buen grado el argumento de este artículo: el semáforo más que un artefacto es un acontecimiento que remite a un cosmos y para hacerlo basta con identificar los acontecimientos con los cuales se conecta. Esa identificación o rastreo puede realizarse desde una perspectiva como la Teoría del Actor-Red que lleva en ese guión la ‘y’ que hace que ese cosmos se realice como tal. Al investigador, además de seguir los dictados de la lógica racional, también le corresponde imaginar, en el sentido de Richard P. Feynman, científico estadounidense, ganador del Premio Nobel de Física en 1965. Me explico ya para cerrar. Alentado por el didactismo imaginativo, Feynman (1996) razonaba de esta suerte: si algún cataclismo, inesperado y asolador, acabara con todo el conocimiento científico, y tuviésemos que escoger sólo una frase para legarla a la próxima generación de seres humanos, ¿cuál expresión contendría la mayor información utilizando apenas unas cuantas palabras? La respuesta, parafraseando al mismo Feynman, sería esta: Todas las cosas están hechas de átomos, pequeñas partículas en movimiento perpetuo que se atraen entre sí cuando están a una distancia muy corta, pero que también se repelen y se estrujan unas con otras. Al margen de que ciertas modas epistemológicas nos sugieran refutar este tipo de concepciones, en esa frase hay un enorme montante de información acerca del mundo y un portento de ensueños paradójicos acerca de lo vasto y lo diminuto. No obstante, lo interesante, para mi causa argumentativa, es el requisito de intelección que Feynman asoma en su trabajo: si usted quiere acceder a esa información, debe aplicar un poquito de pensamiento y también de imaginación. El átomo está ahí, es real, pero para verlo hay que inventarlo, imaginarlo o, mejor dicho, realizarlo; o, tomando prestadas algunas palabras de Latour (2001), hay que poner a circular su condición de referente, de modo tal que podamos comprender cómo y por qué esa partícula puede hallarse en el 'modelo de partón', en la ‘hormiga atómica’, en el logo de ‘Ariel’, en el LED del semáforo, en el cierre de este artículo, etc.

6 Referencias

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