La teoría del actor-red (TAR) vive horas claves y con ella también las ciencias sociales. Durante los últimos 30 años, y de la mano de los trabajos de Bruno Latour (2005; Latour & Woolgar, 1986), Michel Callon (1986, 1998), John Law (1986, 2004), ésta se ha ido consolidando como una perspectiva productiva y sugerente para el estudio del mundo contemporáneo, y que ha transformado significativamente la comprensión sociológica y antropológica de la producción de conocimiento científico, del desarrollo y la innovación tecnológica, de prácticas médicas y de cuidado, de controversias sociotécnicas y ecológicas, etc. La TAR involucra, de hecho, mucho más que una teoría particular sobre un determinado ámbito societal, y su alcance e impacto ha comenzado a traspasar los límites de los estudios de ciencia y tecnología donde fuese primeramente desarrollada. De esta forma, lo que crecientemente comienza a estar en juego, a ponerse a prueba en trabajos de investigación y publicaciones, a evaluarse y discutirse en la comunidad académica, es la capacidad de la TAR para transformar fundamentalmente la manera cómo las ciencias sociales conciben y practican sus objetos de investigación.
Callon es probablemente el principal pionero de esta acelerada expansión de la TAR a nuevos terrenos. Desde mediados de los años 90, su apuesta ha sido someter la TAR al 'test del mercado' (1998; 1999), y dar luz así a un programa alternativo de sociología económica (Çalışkan & Callon, 2010; Callon, 2006). Tal empresa no sólo ha cambiado la sociología económica contemporánea, desplazando la atención a la construcción sociotécnica de mercados y al rol de las ciencias económicas en la performación de agentes y objetos de mercado. También ha permitido enriquecer la propia TAR, expandiendo sus vocabularios conceptuales y capacidades analíticas. Un problema de la primera TAR que la sociología económica deja en evidencia es la relativa pobreza de sus análisis de la figura del actor, el cual tiende a ser convertido en héroe del management sociotécnico (Latour, 1988), o a permanecer indeterminado, diluido en redes sociotécnicas (Latour, 1996a). El estudio de la economía obliga, entre otras cosas, a hacerse cargo de la pregunta por la determinación del actor económico y sus capacidades calculativas sin renunciar a los principios metodológicos de la TAR que involucran, precisamente, no dar una definición a priori de los actores, o del rol de humanos y no-humanos en su constitución.
Este artículo persigue un objetivo equivalente: explorar los desafíos asociados al establecimiento de unos estudios urbanos inspirados en la TAR y al mismo tiempo ampliar el repertorio conceptual y capacidad analítica de la misma TAR. Obviamente, este ejercicio descansa en contribuciones claves realizadas por un número importante de sociólogos, geógrafos y urbanistas. El propio Latour junto a la fotógrafa Emilie Hermant (1998) llevaron a cabo un proyecto de investigación de extrema originalidad sobre las múltiples formas y espacios en los que se enacta la ciudad de París. El libro-web Paris Ville Invisible muestra que París no existe en un espacio o escala espacial delimitada, sino que es compuesta de formas diversas en diversas redes sociotécnicas. De la misma forma, los libros Cities: Reimagining the Urban, de Ash Amin y Nigel Thrift (2002) y Splintering Urbanism, de Stephen Graham y Simon Marvin (2001) son obras claves que anteceden esta exploración. Ninguna de ellas, sin embargo, se propone discutir sistemáticamente los desplazamientos y transformaciones en los estudios urbanos que se derivan de la TAR. Ese es precisamente el aporte que este artículo pretende realizar.
Esta es una tarea particularmente difícil, pues la misma TAR constituye un objeto-conocimiento dinámico y fluido, que no sólo ha mutado su forma, sus vocabularios y sus énfasis en los últimos 30 años, sino que se encuentra atravesada por múltiples vertientes teóricas. Es de hecho notable el sinnúmero de conceptos invocados en distintos contextos y momentos para definir aquello que caracteriza a la TAR: sociología de la traducción, sociología de la mediación, lecciones sobre objetos, antropología simétrica, perspectiva sociotécnica, programa performativo, sociología de las asociaciones, semiótica híbrida, etc. La misma noción de 'teoría del actor-red' ha sido criticada, rechazada y recientemente reivindicada por los mismos quienes primeramente la acuñasen (ver Law & Hassard, 1999). Esta fluidez y dinamismo se debe en parte a la tremenda prolifidad de los académicos trabajando en este campo; en parte también a la diversidad de vertientes teóricas que informan y empujan a la TAR en diversas direcciones: la filosofía de Michel Serres (Serres & Latour, 1995), el método genealógico de Michel Foucault (1977), la ontología fluida de Guilles Deleuze y Félix Guattari (1987), el pragmatismo de John Dewey (2000), la sociología de la imitación de Gabriel Tarde (2006), la noción semiótica de actante de Algirdas Greimas (Greimas & Courtes 1990), etc. Al mismo tiempo, la TAR se desarrolla en constante interacción y confrontación con una serie de programas sociológicos y antropológicos contemporáneos: las distintas tradiciones de estudios de ciencia y tecnología (Bloor, 1991; Collins & Pinch 1982; Pinch & Bijker, 1989), el feminismo cyborg de Donna Haraway (1991), la sociología de la política y la moral de Luc Boltanski y Laurent Thevenot (2006), la postfenomenología de Don Ihde (1993), la antropología de la naturaleza de Philippe Descola (2003), la antropología del medio ambiente de Tim Ingold (2000), por nombrar solo algunos de los más prominentes.
Por otra parte, los estudios urbanos constituyen también un ámbito extremadamente heterogéneo, multidisciplinario y atravesado por múltiples programas de investigación, tal como queda en evidencia en lo que sigue de este artículo. El punto clave entonces es que el encuentro entre la TAR y los estudios urbanos involucra el encuentro de dos multiplicidades. En consecuencia, el ejercicio que se propone en este artículo no consiste en la simple importación de un concepto o de un método determinado para el estudio de un campo nuevo, sino en producir un primer mapa de los puntos de encuentro entre dos espacios intelectuales heterogéneos, y en constante construcción y reconstrucción. Todo análisis del ‘impacto’ de la TAR en los estudios urbanos es en este sentido imposible. La pregunta clave es, más bien, cómo la TAR se extiende y desenvuelve en el espacio de los estudios urbanos.
Las primeras dos secciones de este artículo exploran transformaciones puntuales en el estudio de la ciudad que se siguen de dos principios analíticos claves de la TAR. La primera sección sugiere que la TAR, con su énfasis en una relacionalidad híbrida, obliga a ampliar la ecología urbana para incluir simétricamente sistemas técnicos, entorno construido y naturalezas urbanas. La segunda sección discute el aporte que el seguimiento plano de asociaciones puede hacer a la comprensión del espacio, la escala y las economías urbanas. Las siguientes dos secciones proponen un ejercicio inverso. Este comienza, en la tercera sección, con un análisis crítico de las distintas concepciones de la ciudad en cuanto objeto de estudio que predominan en los estudios urbanos, para proponer luego, en la cuarta sección, los principios de una ontología alternativa para el objeto ciudad. Aquí se introduce la noción de ensamblajes urbanos. El artículo concluye enunciando uno de los mayores desafíos que la ciudad plantea a la TAR, esto es, dar cuenta del carácter complejo, y no sólo complicado, de la vida urbana.
En una intervención programática, Bruno Latour (1999) identificó los que a su juicio constituían los cuatro problemas centrales de la teoría del actor-red. Los tres primeros eran precisamente los tres conceptos que dan nombre a esta perspectiva: teoría, actor y red. El cuarto problema era el guión que une y separa actor y red. El problema con la teoría es evidente: la TAR no es una teoría. Algunos la consideran más bien un método basado en el principio de simetría generalizada, otros prefieren hablar de una sensibilidad. Probablemente la mejor alternativa sea considerarla un paradigma. La TAR no se verifica, demuestra o refuta en ninguno de sus objetos de estudio, sino que ofrece una posición ontológica sobre la cual fundar la investigación empírica y a partir de la cual definir parámetros, no de verdad o veracidad, pero sí de plausibilidad y éxito de descripciones y explicaciones.
Los problemas del compuesto 'actor-red' son claves para entender el principio de relacionalidad híbrida que quiero destacar aquí. La noción de red ha sido ampliamente usada en los últimos años para hacer referencia a redes técnicas, informáticas y cibernéticas, con lo que ha perdido toda relación con la noción francesa original de reseaux más cercana a la idea de rizoma o de enredo. La noción de actor, por su parte, es problemática especialmente dado el guión que la vincula a la noción de red, y que sugiere que mientras 'actor' captura el problema de la agencia, la red captura el contexto social en el cual la acción tiene lugar. En ese sentido, el problema del compuesto 'actor-red' es que sugiere que la TAR busca proponer una alternativa o, peor aún, una solución, a la oposición acción y estructura. Este no es, sin embargo, el objetivo de la TAR, sino más bien dar cuenta del carácter híbrido del espacio en el cual ocurre lo social. En tal espacio híbrido, las nociones de actor y red designan dos caras de una misma moneda, dos formas complementarias de dar cuenta de lo social y su incrustación en un principio de relacionalidad híbrida (cfr. Latour 1999).
Ahora bien, es importante precisar que los enfoques relacionales son prácticamente omnipresentes en la teoría social y cultural contemporánea, y en ningún caso patrimonio de la TAR. Al menos desde el auge del estructuralismo en la mitad del siglo 20, se propagó la tesis de que las entidades sociales se constituyen a partir de su posición en redes de relación más amplias. La antropología estructuralista y la semiótica dejaron en evidencia que mitos, símbolos, normas, parientes, objetos cotidianos, objetos mágicos, e imágenes emergen y se constituyen relacionalmente (Barthes, 2003; Baudrillard, 1969; Lévi-Strauss, 1979). Por otro lado, la sociología de redes norteamericana se orientó también a demostrar que la identidad y capacidades de acción de individuos y otros actores sociales, especialmente empresas y grupos, se ve afectada en forma significativa por la posición que ocupan en espacios relacionales (White, 2008). Las perspectivas relacionales abundan: los conceptos de habitus y campo en la sociología de Pierre Bourdieu (1985) se construyen también relacionalmente, de la misma manera que la sociología de sistemas sociales desarrollada por Niklas Luhmann (2007) se basa en un concepto de diferencia relacional, que coincide en forma importante con la noción derrideana de différance (Lehmann, 2004).
En consecuencia, lo que distingue a ANT no es la perspectiva relacional, sino el carácter híbrido o heterogéneo de las relaciones que estudia, es decir, que las redes de relaciones observadas consideren simétricamente entidades propias de distintos ámbitos materiales y semióticos. Así, dado que el énfasis está puesto en relaciones transversales entre cuerpos, objetos, animales, tecnologías, materialidades, textos, individuos, esto es, entre elementos heterogéneos y no por sí mismo sociales, lo social no puede ser reducido a un tipo de entidad o medio como intención, significado o comunicación. Las relaciones sociales implican más bien relaciones de fuerza entre los distintos elementos enredados, las que hacen posible su inter-acción (ver Callon 1986, Latour 1996b). Hacerse cargo de este principio de relacionalidad híbrida en los estudios urbanos implica ampliar la ecología de la ciudad en tres direcciones fundamentales: sistemas técnicos, entorno construido y naturalezas.
En primer lugar, la TAR transforma el estudio de los sistemas sociotécnicos de la ciudad, tales como sistemas de transporte, carreteras, telecomunicaciones, redes de energía o de agua. En buena parte de la investigación urbana, especialmente de corte sociológico y antropológico, estos sistemas han sido ignorados debido a su presunto carácter técnico. Al menos desde los años 80, la geografía urbana más tradicional ha seguido derroteros similares influenciada fuertemente por la geografía humana y cultural. Así, cuando estos sistemas devienen objeto de investigación urbana, la pregunta que se plantea refiere más bien a la forma en que son administrados o manejados por determinadas instituciones y culturas políticas urbanas. Esto es sumamente interesante, pues precisamente la geografía es también la disciplina que se ha hecho cargo de la pregunta por la forma como estos grandes sistemas técnicos de la ciudad – entendidos como infraestructuras - determinan sus configuraciones espaciales, económicas y sociales. De esta forma, la geografía encarna muy bien una dualidad más general en la aproximación a los sistemas sociotécnicos de la ciudad, ya como instancia infraestructural que determina lo que ocurre en la ciudad, ya como dimensión técnica sujeta a estrategias de gobernanza, pero irrelevante para el estudio de la cultura urbana.
En este contexto, la TAR refuerza y radicaliza aproximaciones alternativas que asumen que no es posible trazar una diferencia a priori entre lo técnico y lo urbano, y que entienden que estos sistemas sociotécnicos son mediadores claves de buena parte de los fenómenos urbanos. Ahora bien, la idea de que las ciudades constituyen grandes artefactos sociotécnicos fue primeramente desarrollada por historiadores y sociólogos de la tecnología abocados al estudio de los así llamados 'grandes sistemas técnicos' (Coutard, 1999; Summerton, 1994); objetos complejos cuyos límites tienden a coincidir con los de la ciudad. Tanto esta perspectiva, como la que se enfoca en la construcción social de la tecnología (Pinch & Bijker, 1984), ponen en evidencia, primero, que estos sistemas no son simplemente técnicos o construidos socialmente, sino socio-técnicos y, segundo, que mueven consigo toda la ciudad. Dos estudios claves en estas líneas son el de Thomas Hughes (1983) sobre la electrificación de las metrópolis occidentales y el de Eduard Aibar y Wiebe Bijker (1997) sobre las controversias en torno al plan Cerdá de extensión de Barcelona. Ambos enfatizan cómo distintos grupos de actores conciben y negocian estos sistemas u operaciones tecnológicas y su articulación en el tejido urbano.
La instalación definitiva de tales perspectivas sociotécnicas en los estudios urbanos ha sido obra de Stephen Graham y Simon Marvin (2001). En su libro Splintering Urbanism(2001) presentan de forma integrada y coherente buena parte de la literatura existente y de sus propias investigaciones sobre tecnología y ciudad, y proponen una interesante distinción entre las infraestructuras de la ciudad como ensamblajes sociotécnicos, y la ciudad como proceso sociotécnico resultante de la interacción de estos múltiples ensamblajes (Farías, 2009b). El aporte clave de este libro es precisamente abordar y explicar temas clásicos de la sociología urbana, como segregación, pobreza, desigualdad, movimientos urbanos, consumo etc., a partir de su entrelazamiento en sistemas sociotécnicos. Aun cuando a juicio de Olivier Coutard y Simon Guy (2007), este trabajo incurre en una forma de determinismo tecnológico suave, que se expresaría en su excesivo alarmismo y aproximación universalista a procesos de astillamiento urbano, su enorme potencial para dar cuenta de fenómenos de otra forma invisible para los estudios urbanos queda en evidencia en los últimos trabajos de Graham (2005, 2006a, 2006b) sobre estrategias de guerra urbana que demuestran hasta qué punto estos sistemas sociotécnicos pueden devenir cuestiones de vida o muerte para ciudades y ciudadanos. Junto a Nigel Thrift, Graham (2007) ha sido pionero en mostrar la centralidad de políticas y prácticas de mantenimiento y reparación en las ciudades y cómo éstas se integran en ciclos económicos de adquisición y consumo.
Además de lo anterior, el principio de relacionalidad híbrida transforma también el estudio del entorno construido y de la arquitectura, cuyo diseño y forma han sido concebidos en los estudios urbanos fundamentalmente en términos de su cualidad simbólica y como parte de formas de representación política. Un ejemplo de lo anterior son los trabajos de Sharon Zukin (1991, 1996) sobre la economía simbólica de las ciudades y sobre los llamados 'paisajes de poder', los que precisamente buscan descubrir las negociaciones cotidianas, políticas y simbólicas en torno a la forma de las ciudades, sus espacios públicos y edificaciones que ocurren entre distintos grupos sociales y étnicos. Ahora bien, si se observa este entorno construido con una lupa híbrida, deviene evidente que más que un reflejo de procesos de otra naturaleza, el entorno construido abre, media y posibilita prácticas urbanas y formas de acción que se despliegan en la ciudad (Guy & Moore 2005). Un número reciente del Journal of Urban Technology, editado por Ralf Brand, explora precisamente el rol activo que juega el entorno construido en la mediación de la radicalización y violencia urbana en distintas ciudades europeas (ver Brand, 2009; Fregonese & Brand, 2009).
Esta perspectiva ofrece así buenas razones para resistir la sugerente definición de lo urbano que propone Manuel Delgado (1999) como la ciudad menos la arquitectura. Delgado tiene razón en destacar el carácter fluido, impredecible, contingente, efervescente de lo urbano, pero establece una innecesaria ecuación del entorno construido con pura estabilidad, persistencia y obduración. Tal comprensión del entorno urbano construido se deriva a su vez de una comprensión reduccionista de los procesos de diseño urbano y arquitectónico como basados en una mirada abstracta, totalizadora, estratégica. Frente a ella, es posible situar una serie importante de estudios etnográficos, inspirados en la TAR, sobre prácticas de diseño arquitectónico y urbano, que muestran el carácter situado, distribuido y negociado de estas prácticas y cómo ellas dependen de múltiples tipos de conocimiento, actores y criterios de valor (Brain, 1994; Callon, 1996; Ewenstein & Whyte, 2009; Houdart & Chihiro, 2009; Neff, Fiore-Silvast, y Dossick, 2009; Yaneva, 2009). También es posible hacer referencia a una segunda línea de investigación etnográfica, también inspirada por la TAR, sobre procesos de construcción, deterioro y remodelamiento del entorno construido, y que pone en evidencia la tremenda maleabilidad y flexibilidad del entorno construido (Gieryn, 2002; Guggenheim, 2009; Jacobs, 2006; Yaneva, 2008).
Lo anterior permite entonces contrarrestar la lectura dicotómica de la ciudad y lo urbano propuesta por Michel de Certeau (1988) cuando opone las estrategias de poder del planificador urbano inscritas en el entorno construido a la resistencia inmaterial desplegada en tácticas y prácticas del transeúnte. Tal como lo ha mostrado Nigel Thrift (2004), tal lectura no sólo se basa en un cierto romanticismo humanista, sino que además es incapaz de dar cuenta de prácticas claves que tienen lugar en la ciudad, como la conducción de automóviles, las cuales son posibilitadas precisamente por el entrelazamiento de humanos y no-humanos, tácticas y sistemas. Ciertamente, es posible y necesario sostener que lo urbano no se puede reducir a la arquitectura, que la ciudad implica un plus de vida, de efervescencia, pero el punto es que ese plus de vida debe ser pensado no en oposición a la arquitectura, sino como mediado e incluso posibilitado por ella.
Una investigación urbana basada en la TAR se conecta también con aquellas perspectivas que ponen el acento en la noción de 'urbanización cyborg' (Chatzis, 2001; Gandy, 2005; Swyngedouw, 1996). Bajo esta denominación es posible reunir trabajos con énfasis diversos, algunos todavía atrapados en un cierto determinismo tecnológico (Mitchell, 1998, 2003), otros, más interesantes, orientados a dar cuenta no tanto del rol de los sistemas técnicos en la ciudad, sino de las transformaciones que lo anterior implica para las naturalezas urbanas. En la mayoría de los casos, se tratan naturalezas no-humanas y los devenires animales y geológicos de la ciudad, pero es importante también dar cuenta de la proliferación de formas híbridas de existencia humana en la ciudad.
Al menos desde el Manifiesto para Cyborgs de Donna Haraway (1985), la noción de una “hybrid creature composed of organism and machine” (1985, p. 1) desafía radicalmente las nociones de naturaleza humana. En consecuencia la idea de una urbanización cyborg implica desplazar nuestra atención desde la ciudad como sistema sociotécnico hacia formas híbridas de ser humano en la ciudad y de participación en la esfera pública urbana. En Flanerie for cyborgs, Rob Shields (2006) argumenta que al igual que el flaneur, el cyborg es una figura que emerge situacionalmente. Su 'naturaleza' no resulta de la adición de prótesis técnicas a un cuerpo, sino que se constituye en situaciones locales y concretas: en el hogar, en la oficina, etc. Ahora bien, en la ciudad y en los espacios urbanos es posible encontrar una multiplicación y concentración de tales devenires cyborg. Los sistemas de transporte urbano son el ejemplo más evidente de lo anterior, pero también la actividad política, movimientos sociales, protestas y asambleas urbanas constituyen otro espacio interesante de cyborgizacion en la ciudad. Dos ejemplos notables de lo anterior son el estudio de Israel Rodríguez, Daniel López y Noel García (2009) sobre el papel jugado por tecnologías sonoras en la mediación de sensaciones de conmoción y convicción política, así como el estudio de Monique Girard y David Stark (2007) sobre asambleas ciudadanas y foros híbridos en Nueva York después del 11 de Septiembre. Ambos ponen en evidencia que movimientos sociales y espacios públicos urbanos congregan y constituyen sujetos políticos cyborg, cuyas demandas, voces, conocimientos, reivindicaciones y protestas emergen mediadas por dispositivos tecnológicos.
El entrelazamiento entre naturaleza y ciudad destacado por esta noción de urbanización cyborg involucra también entidades geológicas, vegetales y animales, y ha conducido a una serie de estudios sobre la llamada ecología política de la ciudad (Heynen, Kaika y Swyngedouw, 2006; Swyngedouw, 1997). Si bien en esta reciente literatura se encuentran múltiples referencias a la TAR, hay un énfasis en la gobernanza de las naturalezas urbanas y su articulación con cuestiones de modernización, estructuración escalar del capitalismo, justicia social y otros temas claves de los estudios urbanos. De esta forma, sin embargo, el estudio de las naturalezas urbanas se encuentra en ocasiones todavía basado en una distinción a priori entre lo natural y lo social, y en una comprensión de la naturaleza como objeto de prácticas y políticas de metabolismo urbano más que como un agente que participa y transforma el colectivo urbano en direcciones no previstas. De hecho, hay todavía muy pocos trabajos que traten las naturalezas urbanas en este sentido activo (Hinchliffe, Kearnes, Degen y Whatmore, 2005). El ejemplo clásico es el estudio de William Cronon (1991) sobre el papel del río Chicago en la historia de Chicago, el cual muestra el rol determinante que juegan formaciones geológicas en procesos de desarrollo urbano y económico. Tal como Latour (2005) lo ha destacado, aquello que distingue el trabajo de Cronon es que no amplía su descripción a los contextos políticos o sociales de la época, sino que se propone seguir detalladamente las cadenas de casualidad mediadas por el río a fin de dar cuenta de cómo éste promueve una particular vía de desarrollo. Otro ejemplo, menos conocido, es el estudio de Manuel DeLanda (2000) sobre cómo la historia de los asentamientos urbanos y sus fases más importantes se corresponde con distintos procesos de mineralización, esto es, por la incorporación de ciertas capas minerales al casco urbano que posibilitan nuevas formas de crecimiento en altura, nuevas economías y nuevas intensidades urbanas.
El segundo tipo de desplazamientos que la TAR impulsa en los estudios urbanos se deriva de su ferviente anti-estructuralismo y el consiguiente énfasis en el estudio empírico de asociaciones actuales entre entidades heterogéneas y la composición de programas de acción y de colectivos. Lo social no equivale a ningún tipo de estructura o sistema, sino a este trabajo de asociación. Para Latour (2005), ése sería el significado original de la sociología. Socius es aquel actor que sigue a otro, un compañero, un asociado. Tales consideraciones lo llevarían incluso a reconciliarse con la noción de teoría del actor-red. Su sigla en inglés, ANT, observa Latour, contiene la idea de una hormiga y ofrece así un modelo sugerente para pensar la perspectiva metodológica y analítica necesaria para estudiar lo social; una perspectiva que se basa en el seguimiento de los rastros que dejan los actores con una mirada micro, casi corta de vista, pero que lleva a cubrir grandes distancias. La imagen de la hormiga deja en evidencia el carácter colectivo y distribuido de toda línea de acción (para una crítica ver Ingold, 2008), y sobretodo, y esto es lo más importante, el carácter plano de las asociaciones.
En consecuencia, la TAR rechaza distinciones entre lo global y lo local, lo micro y lo macro, estructura y situación. Tales diferencias hacen referencia a niveles cualitativamente distintos de lo social y a diferentes tipos de vínculo social. Para la TAR, sin embargo, el vínculo social es el resultado de un trabajo siempre local de traducción y asociación entre entidades actuales y constituidas situacionalmente. Ella se propone entonces seguir translocalmente las asociaciones entre los distintos actores enredados en una línea de acción determinada. En consecuencia, la TAR permite dar cuenta de importantes diferencias cuantitativas en la extensión de las asociaciones, así como de asimetrías en las capacidades de acción de distintos actor-redes, pero sin distinguir a priori distintos tipos de espacio o de niveles para actores de distintos tamaño. Esta perspectiva tiene profundas implicaciones para los estudios urbanos, en especial en lo que refiere al tema de la producción del espacio, el que subyace además al estudio de las economías urbanas.
Buena parte de los estudios urbanos críticos contemporáneos se basa en el esfuerzo pionero de autores como Manuel Castells (1974), Henri Lefebvre (1991, 2003) y David Harvey (1989) por realizar un análisis marxista de la ciudad. Para Castells (1974), por ejemplo, La cuestion urbana, tal como la planteaba siguiendo la ortodoxia althuseriana, pasaba por comprender cómo funciona el modo de producción capitalista en contextos urbanos y cómo se dan en la ciudad las relaciones sociales de producción y de clase. La crítica clave que Lefebvre haría a esta aproximación es que no se hace cargo de la pregunta por la producción del espacio (ver Merrifield, 2000). Por su parte, aquello que convirtiera a Lefebvre en un autor clave para los estudios urbanos fue precisamente su reformulación de la pregunta por el modo de producción capitalista desde la economía al espacio. En su libro de 1970 La Revolución Urbana, Lefebvre (2003) sugiere que lo que sigue a la revolución industrial en la historia del capitalismo es una revolución urbana. El fenómeno urbano suplantaría a la industrialización como la principal fuerza histórica del capitalismo y motor para la acumulación. En ese contexto, la producción del espacio constituye el ámbito clave que subyace y explica todas las otras transformaciones del capitalismo contemporáneo. Esta tesis de Lefebvre, condenada primero a la exclusión por el Althusserianismo ortodoxo en los años 70 (Merrifield, 2000), fue lentamente recuperada por autores como David Harvey (1989) y Edward Soja (1989) durante los años 80, hasta devenir en un punto de paso obligado para los estudios urbanos críticos, especialmente tras la publicación en inglés de The production of space (Lefebvre, 1991). A la tesis de una fijación espacial (spatial fix) del capitalismo (Harvey, 1989), se ha sumado en los últimos años la tesis de su fijación escalar (Brenner, 1998). La noción de escala geográfica, así como los procesos históricos de producción y articulación de múltiples escalas espaciales, se encuentran así en el centro de los más recientes debates en los estudios urbanos.
Más que reconstruir esta discusión, quisiera intentar precisar la crítica y el aporte que la TAR puede hacer y está haciendo a esta línea de investigación (Latham & McCormack, 2009; Slater & Ariztía, 2009). Evidentemente las ideas de que el espacio es producido por medio de distintas prácticas, estrategias y circulaciones, y de que el espacio es múltiple, son importantes puntos de partida común que facilitan el diálogo entre los estudios urbanos y la TAR. Neil Smith (1992), por ejemplo, sugiere que las formas de circulación del capital son claves para la producción de escalas geográficas y observa que múltiples escalas se encuentran en una relación de dependencia e interacción entre unas y otras. La ciudad constituiría además una escala clave, pues ofrecería un espacio privilegiado para la articulación espacial del capitalismo. Sallie Marston (2000), por su parte, ha investigado el papel central que juegan concepciones y relaciones de género y reproducción social en la constitución del hogar como escala geográfica clave del capitalismo. Crítico de perspectivas que se enfocan en la producción de escalas en singular, Neil Brenner (2001) se ha concentrado en el papel que juega el Estado en la producción y articulación de múltiples escalas y en la estructuración escalar del capitalismo.
Ahora bien, más allá de si se trata de una producción de escalas en singular o plural, aquello que distingue a estas perspectivas es la comprensión de procesos de producción del espacio como procesos de estructuración que traen consigo una suerte de autonomización de los espacios producidos respecto a las prácticas que los constituyen. Ciertamente, esta geografía crítica coincide con la TAR en que estos espacios o escalas se corresponden con redes de actores y objetos, pero la diferencia clave es que comprenden estos espacios como subyacentes a las prácticas de estos agentes. Este 'subyacer' supone una separación entre agentes y espacios que no es sólo analítica, sino también una separación histórica y real. Esta es precisamente la tesis de que las escalas espaciales son productos históricos. Dicho esto, el gran aporte que la TAR puede hacer a esta discusión no pasa tanto por insistir en que '¡No hay escalas!', como lo hacen Nigel Thrift (ver Farías, 2009a) o Richard Smith (2009), sino más bien por redefinir aquello que se denomina 'productos'. Pensar el espacio y la escala como productos que de alguna manera devienen independientes de las prácticas y procesos que les dan origen – esto es lo que significa estructuración – implica caer en la trampa del fetichismo, en el sentido marxista de considerar como real y ontológicamente autónomo aquello que es más bien un atributo de redes de asociación. En ese sentido, la TAR permite pensar en esos productos desde un modelo de guerra, es decir, como resultados que hay que mantener, sostener, defender. Más que un producto reificado, el espacio constituye un efecto relacional, ciertamente histórico, pero que requiere un constante trabajo de mantenimiento. Esto, a su vez, hace necesario prestar atención a los sitios donde ese trabajo de producción y mantenimiento del espacio tiene lugar. Tal como en Paris Ville Invisible (Latour & Hermant, 1998), el énfasis se desplaza entonces desde la pregunta por el espacio o la escala de la ciudad a la pregunta por los múltiples sitios donde se produce y enacta la ciudad.
Lo anterior tiene también importantes consecuencias para el estudio de las industrias y economías urbanas, cuyas dinámicas dejan de poder ser explicadas en virtud de las escalas y espacios en que se encuentran incrustadas ('embedded'). Por una parte, y como se explica en la siguiente sección, los estudios urbanos han tendido a concebir las ciudades como unidades económico-políticas incrustadas en redes de competición inter-urbana por la atracción de capitales globales (Harvey, 1989; Sassen, 1994). Por otra, la geografía económica ha explicado la competitividad y capacidad de innovación de industrias urbanas a partir de su aglomeración e incrustramiento en redes económicas, sociales e institucionales posibilitadas por la ciudad y las regiones que las circundan (Porter, 1995; Storper, 1997). Esta noción es precisamente lo que la TAR, por medio de su principio de asociatividad plana, permite poner en cuestión. Tal como observan Ash Amin y Nigel Thrift (2002), el estudio detallado y microscópico de incluso las economías urbanas más aglomeradas revela que éstas no se encuentran sometidas a una tiranía de la proximidad y del cara-a-cara, y que dependen más bien de una multiplicidad de espacios, instituciones y conexiones que desbordan los límites espaciales de estos clusters y de la ciudad misma. Estos autores sugieren que si las ciudades juegan un papel clave para las economías urbanas, éste radica más bien en sus efectos sobre la demanda. Más que como recursos para la producción económica o como máquinas de regulación, las ciudades funcionan como catalizadores de demanda agregada por medio de la producción de mercados. Y, tal como han observado Koray Çalışkan y Michel Callon (2010), los procesos de mercadización dependen no sólo de una multiplicidad de actores y agentes situados en espacios diversos, sino que dependen además de tipos de conocimiento económico. La TAR transforma así radicalmente la forma de pensar la relación entre ciudad y economía. En vez de partir desde la ciudad para estudiar el sistema económico-productivo que se constituye en su interior, la TAR obliga a partir con el estudio de redes tecno-económicas translocales para observar cómo éstas atraviesan la ciudad constituyendo tanto industrias como mercados.
Las secciones anteriores describen transformaciones específicas que la TAR impulsa y refuerza en los estudios urbanos. Es importante sin embargo ir más allá de estos aspectos relativamente puntuales, para comprender el desafío global, o más fundamental, que la TAR plantea a los estudios urbanos, y el cual está relacionado con su objeto de estudio, la ciudad, y la forma como ésta ha sido y puede ser concebida. La TAR dispone de las herramientas analíticas y conceptuales para embarcarse en tales discusiones sobre la ontología de los objetos, pues si algo la ha distinguido desde sus orígenes hasta hoy es su tremenda precisión etnográfica y sofisticación analítica para seguir y conceptualizar objetos. Esta ocupación con la noción y la forma empírica de los objetos comenzó muy tempranamente con la descripción, por ejemplo, de los hechos científicos como 'móviles inmutables' (Latour, 1987), esto es, como objetos que a pesar de su desplazamiento en un espacio euclidiano mantienen una posición e identidad estable en el espacio-red en que se constituyen (Law, 1986). Esta ocupación con objetos difíciles ha continuado especialmente de la mano del trabajo de Annemarie Mol sobre tecnologías fluidas (de Laet & Mol, 2000) y cuerpos múltiples (Mol, 2002).
Estas 'lecciones sobre objetos' (Law & Singleton, 2005) pueden ser de especial utilidad para los estudios urbanos, donde si bien se ha planteado muchas veces la pregunta respecto a la perspectiva adecuada para comprender y estudiar la ciudad, tales discusiones no han puesto en cuestión la unidad ontológica del objeto ciudad. De hecho, a pesar de las importantes diferencias de perspectiva que revisaré a continuación, predomina en los estudios urbanos una concepción de la ciudad como un objeto único, coherente y estable. Es más, aún cuando buena parte de la investigación urbana contemporánea ha explorado y revelado aspectos relacionales, transaccionales y procesuales de la vida urbana (por ejemplo, Michael Smith; 2001), en la mayoría de los casos la ciudad se concibe como una entidad que puede ser identificada, observada e investigada como una entidad estable en múltiples contextos de representación y práctica. La discusión metodológica que levantasen Robert Beauregard (2003) y Neil Brenner (2003) sobre el papel de los estudios de caso en los estudios urbanos es un ejemplo de lo anterior. Brenner critica las distintas estrategias retóricas que usan diversos autores para extrapolar sus resultados de investigación a otras ciudades, presentando las ciudades bajo estudio como arquetipos, prototipos o estereotipos del urbanismo contemporáneo. El problema que se discute sin embargo es el de la extrapolación, no el de la unidad del objeto de estudio que se asume como ontológicamente dado.
Es posible distinguir al menos tres formas de concebir la ciudad que desde los primeros días han informado los estudios urbanos y que comparten este énfasis en la unidad ontológica del objeto ciudad. En términos simples, éstas implican comprender la ciudad como un objeto espacial, como una entidad económico-política y como una formación/práctica socio-cultural. Éstas perspectivas no son por supuesto alternativas excluyentes. Es difícil de hecho concebir trabajos de investigación urbana interesantes que no propongan múltiples conexiones entre estas tres y otras dimensiones. Para efectos analíticos, sin embargo, resulta conveniente distinguir estas tres formas de concebir la ciudad, y explorar hasta qué punto ellas convergen en la comprensión de las ciudades como entidades estables, coherentes y delimitadas.
En primer lugar, predomina una comprensión de la ciudad como una formación espacial, como una mancha urbana, caracterizada estructuralmente por su tamaño, densidad, diferenciación funcional, etc. Esta perspectiva ha ejercido una tremenda influencia al menos desde la fundación de la Escuela de Chicago y la difusión de su perspectiva ecológica. La premisa básica del trabajo de Ernest Burgess (1925), Roderick McKenzie (1926) y, en menor medida, Robert Erza Park (1952) era que las ciudades constituyen un nicho espacial delimitado al interior del cual se asientan las comunidades humanas siguiendo patrones reconocibles, los cuales son resultado de procesos ecológicos de competencia, invasión, sucesión, etc. Buena parte de la investigación urbana contemporánea sobre procesos de gentrificación (Hamnett, 1984, 1991), mercados inmobiliarios, exclusión y segregación espacial (por ejemplo, Sabatini, 2000), es heredera de esta concepción de la ciudad como sistema espacial unitario. El principal objetivo de investigación en este contexto es comprender las dinámicas espaciales y de diferenciación de la ciudad como resultado de fuerzas económicas y presiones poblacionales. Más allá de las sofisticaciones analíticas de algunos de estos modelos, lo que estas perspectivas testifican es la persistencia de una comprensión de la ciudad como unidad o sistema espacial delimitado y constituido por lugares estables y fijos.
Frente a este énfasis en la ciudad como sistema espacial cerrado, es posible encontrar, especialmente en los EEUU, una larga tradición de investigación centrada en procesos de suburbanización, metropolinización y fragmentación urbana que ponen en crisis tal noción de ciudad (Fishman, 1987; Garreau, 1991). Cabe destacar el papel clave que juega aquí la Escuela de Los Angeles (Dear, 2002; Scott & Soja, 1996), la que enfocando sus investigaciones empíricas en la gigantesca zona metropolitana de Los Angeles propone una visión posmodernista del urbanismo basada en la inversión de las relaciones entre periferias urbanas y centro, y en preguntas sobre la disolución espacial de la ciudad moderna. La noción de postmetropolis introducida por Soja (1996) es un buen ejemplo de lo anterior. En términos espaciales, explica Soja, la postmetropolis tiene la forma de una exopolis, una ex-ciudad:
Some have called these amorphous implosions of archaic suburbia ‘Outer Cities’ or ‘Edge Cities’; others dub them ‘Technopoles’, ‘Technosuburbs’, ‘Silicon Landscapes’, ‘Postsuburbia’, ‘Metroplex’. I will name them, collectively, Exopolis, the city without, to stress their oxymoronic ambiguity, their city-full non-cityness. These are not only exocities, orbiting outside, they are ex-cities as well, no longer what the city used to be (Soja, 1996, p. 238).
Resulta particularmente interesante observar que si bien este diagnóstico es radicalmente opuesto al de la Escuela de Chicago, ambas tradiciones de investigación urbana comparten una misma ontología de la ciudad como forma espacial delimitada o, mejor, como un objeto geométrico en un espacio euclidiano. En un espacio de esta naturaleza, existen solo dos posibilidades empíricas: o bien estamos frente a un objeto delimitado, frente a una ciudad o metrópolis como Chicago, o bien este objeto desaparece, deviene una ex-ciudad o una postmetrópolis como Los Angeles.
Una tradición distinta de estudios urbanos, que pone el énfasis en la dimensión económico-política de la ciudad, conduce a una disyuntiva similar. Los trabajos de Max Weber (1986) sobre las primeras ciudades de la Europa medieval, y su rol en el desarrollo del capitalismo, son claves para definir esta perspectiva sobre la ciudad. Weber fue, de hecho, uno de los primeros en señalar que criterios espaciales estructurales, tales como tamaño o densidad, no bastaban para definir la ciudad, y que el rasgo distintivo de las mismas era más bien su función como unidades productivas y plazas de mercado. Esta función económico-productiva de las ciudades, destacaba Weber, estaba a su vez posibilitada por ciertas estructuras políticas de gobierno que regulaban el funcionamiento de las ciudades. Weber ciertamente no sería quien concibiera las ciudades como nodos económicos en un sistema económico más amplio, pero sus trabajos prepararon ese camino. El geógrafo alemán Walter Christaller (1933) desarrolló en los años 30 la influyente teoría de los lugares centrales en la que precisamente explicaba las características espaciales de la ciudad y su bienestar material a partir de su posición relativa en redes económicas regionales. Aun cuando el criterio primordial fuera la centralidad geográfica de la ciudad en un espacio euclidiano, la teoría de Christaller enfatizaba también la importancia del tipo de nodos que la ciudad representaba y el alcance de sus conexiones. Tal perspectiva, posibilitada por la comprensión de las ciudades como unidades económico-productivas, se encuentra a la base de muchos estudios contemporáneos sobre las ciudades mundiales (Friedman, 1986), ciudades globales (Sassen, 1991), competición inter-urbana (Harvey, 1985) y muchos otros enfoques contemporáneos. En la mayoría de los casos, las ciudades no sólo son consideradas como unidades económico-productivas, sino además como entidades que actúan en espacios regionales o globales. Una noción clave que se repite constantemente es que las ciudades son “the major actors in the new global economy” (Sassen, 1991, p. 14). En este contexto la ciudad se constituye como un tipo distinto de objeto, no espacial, sino una entidad económico-productiva que mantiene su identidad y coherencia en virtud de las relaciones que mantiene con otras entidades equivalentes.
Ahora bien, el problema con la descripción de la ciudad como una entidad es el de la sinécdoque, esto es, tomar una parte de la ciudad por la totalidad de la misma (Amin & Graham, 1997). Peter Marcuse (2006), por ejemplo, insiste en que tales representaciones de la ciudad no son sólo reduccionistas, sino también ideológicas, ya que contribuyen a esconder, tapar las profundas divisiones sociales y económicas que persisten en las ciudades. Por otra parte, y esto es lo interesante, la constatación y análisis de las profundas divisiones que atraviesan la ciudad trae consigo el colapso del objeto. Las nociones de 'ciudad dual' (Mollenkopf & Castells, 1991) y de ciudades divididas (Fainstein, Gordon & Harloe, 1992) son usadas en los estudios urbanos al menos desde los años 80 para enfatizar la polarización socio-económica de las ciudades contemporáneas. Aun cuando estas nociones han sido justamente criticadas por movilizar distinciones analíticas simplistas – los pobres y los ricos, lo local y lo global –, las alternativas sugeridas, tales como la ciudad fragmentada (Häussermann & Kapphan, 2005) o la ciudad descuartizada (Marcuse, 1989), si bien involucran un análisis más preciso de la polarización socioeconómica, subrayan la misma idea de la ciudad como un objeto partido. Aquí, la teoría urbana desemboca en el mismo problema mencionado anteriormente: si la ciudad no se puede concebir como una entidad económico-política, entonces simplemente no puede ser. Marcuse (2006) es muy claro al respecto: “you don't get 'a' city, when you put all [interest] groups together” (2006, p. 5). Por lo visto, o bien la ciudad es un nodo, o bien pura diferencia; o bien es una o simplemente no es.
Por último, es clave revisar aquellas tradiciones de estudios urbanos que describen la ciudad como una formación sociocultural y analizar acaso también aquí surgen problemas equivalentes en la definición de la ciudad como objeto. Tal perspectiva puede remontarse al innovador trabajo de George Simmel (1903) sobre la vida mental de los habitantes de grandes ciudades, el cual sería además de gran influencia para Park (1925, 1929) y su comprensión de la ciudad como un estado mental, y para la subsecuente idea del urbanismo como un estilo de vida (Wirth, 1938). Esta tradición de investigación concibe la ciudad como una determinada forma cultural, anónima, vertiginosa, pública, y propone una aproximación etnográfica a sus diversas manifestaciones. Aquello que define y constituye a la ciudad no es una forma espacial ni una función económica, sino su cultura urbana:
Much of what we ordinarily regard as the city – its charters, formal organisation, buildings, street railways, and so forth become[s] part of the living city only when, and in so far as, through use and wont they connect themselves, like a tool in the hand of man, with the vital forces resident in individuals and in the community (Park, 1925, p. 3)
La comprensión de la ciudad como una herramienta que deviene parte de la ciudad viva por medio del uso y los hábitos de individuos y comunidades desplaza el foco de atención hacia las costumbres y prácticas de los urbanitas. En la tradición de la Escuela de Chicago, influenciada por las nociones ecológicas discutidas, el barrio constituía la unidad analítica clave para observar las distintas formas de esta cultura urbana. En la tradición más contemporánea de estudios de vida cotidiana en la ciudad, que sigue los pasos de Michel de Certeau (1988) y de Henri Lefebvre (1991), la unidad analítica clave son los espacios públicos y de tránsito, especialmente la calle (Delgado, 1999, 2007). Es en las tácticas ciudadanas de desplazamiento y movilidad en espacios públicos donde aquello que constituye la ciudad, la cultura urbana, se despliega. La ciudad podrá entonces no constituir una formación espacial delimitada o una entidad político-económica integrada, pero lo que sí tiene es una cierta cultura que la caracteriza, distingue, conecta y mantiene unida, pues constituye una suerte de gramática generativa. La ciudad se imagina entonces como un objeto fluido, esto es, capaz de mantener su identidad a pesar de – e incluso gracias a – sus pequeñas variaciones y adaptaciones locales. La forma como se manifiesta la cultura urbana ciertamente varía en distintos lugares, pero en todos ellos mantiene una unidad de estilo.
Ahora bien, incluso esta comprensión de la ciudad como objeto cultural fluido, conduce al mismo tipo de dilemas que observamos antes y en dos niveles. Por una parte se plantea la pregunta de si acaso la cultura urbana se despliega por definición en toda ciudad. La respuesta es evidentemente negativa. Tal como observa Delgado (ver Farías, 2004), esta cultura urbana se encuentra directamente asociada a un tipo de espacio público característico de las ciudades europeas. En ciudades como las latinoamericanas tal espacio público urbano sencillamente no existiría, ni en los barrios ricos, ni en los barrios pobres. Así, más que una formación sociocultural característica de todas las ciudades, esta cultura pública urbana constituye más bien un ideal de convivencia urbana característico sólo de ciertas ciudades (Zukin, 1996). La pregunta que es preciso plantear entonces es: ¿cultura o práctica urbana de quién? Y con ello, nuevamente, la ciudad comienza a disolverse y desaparecer frente a nuestros ojos.
Esta breve revisión es ciertamente incompleta e incurre en gruesas simplificaciones de un campo de estudios mucho más complejo y plural. Sin embargo, es posible también conceder que las revisadas son nociones claves que subyacen a buena parte de los estudios urbanos. Tal como observáramos al comienzo, una buena investigación urbana implica ciertamente la articulación de estas tres dimensiones, pero su combinación no resuelve el problema de fondo, y es que la ciudad se concibe o bien como un objeto delimitado, estable y coherente, o bien como un objeto imposible, sin límites claros y fragmentado.
La contribución central que la TAR está en condiciones de hacer a los estudios urbanos pasa precisamente por el delineamiento de una ontología alternativa de la ciudad; una concepción descentrada de este objeto esquivo y confuso que enfatiza su multiplicidad. Si bien tal ontología múltiple puede aquí solo comenzar a ser imaginada y esbozada, es importante destacar tres de sus principios claves.
El primero sugiere que la ciudad no existe en un afuera, sino en un adentro. Este principio se deriva de la crítica que John Law (2004) hace del realismo subyacente a los métodos de las ciencias sociales, los que imaginan sus objetos de estudio como entidades independientes e incluso anteriores a las redes y prácticas que los constituyen. Desde sus orígenes, la TAR ha impugnado esta metafísica de la presencia, dando cuenta de cómo objetos son hechos y deshechos en sitios y contextos de prácticas particulares. El adentro en el que habitan los objetos, sean estos hechos científicos, obras de arte, aviones militares, sistemas de transporte, destinos turísticos, o ciudades, es el adentro de redes de prácticas sociomateriales. Incluso la noción de un afuera real y objetivo, de la res extensa por ejemplo (Latour, 2009), se produce al interior de una red translocal de actores y prácticas orientadas precisamente a representar el mundo como independiente y anterior a las propias prácticas de representación. Ahora bien, es precisamente esta concepción de lo real como un adentro, y no un afuera, lo que permite comenzar a entender las ciudades como un efecto relacional e interior de redes de prácticas urbanas. Éstas redes de prácticas no devienen urbanas por el hecho de estar situadas en la ciudad, sino precisamente porque se orientan a la performación de la ciudad. Los sistemas sociotécnicos, las redes de abastecimiento, los flujos medioambientales, la circulación de personas, trabajadores y turistas, en fin, las distintas redes de objetos y prácticas que sustentan la operación de la ciudad, y que producen representaciones de la misma, conectan múltiples espacios dispersos geográficamente, los que pueden incluso estar situados a miles de kilómetros de distancia de las ciudades que performan. Esto hace evidente que, al mismo tiempo, una infinidad de prácticas que tienen lugar en la ciudad no se orientan necesariamente a la performación del objeto ciudad. En ese sentido, la ciudad deviene real, se actualiza y, en definitiva, existe al interior de determinadas redes de prácticas.
El segundo principio que se sigue del anterior es que la ciudad no es construida socialmente, sino que implica un trabajo de composición. Si bien es cierto que la noción de construcción social concibe a los objetos como constituidos en un adentro, ésta apela a una noción homogénea de sociedad o de cultura como un espacio simbólico e imaginario. Por lo mismo, la noción de construcción social no es capaz de dar cuenta del papel activo que juegan cuerpos, tecnologías, materiales, naturalezas y humanos en las redes de prácticas en las que la ciudad se actualiza y deviene un objeto. Es más, dado que tales entidades no sociales, así como sus formas de acción y resistencia no son consideradas en los relatos de la construcción social, ésta se concibe como un proceso ex nihilo (Latour, 2003). Frente a ello, la TAR propone una alternativa distinta basada en la noción de composición (Latour, 2010). La ciudad entonces no sólo se actualiza en redes heterogéneas y depende de la acción colectiva de entidades heterogéneas, sino que resulta además de un trabajo composicional por el cual se definen las formas de convivencia entre distintos tipos de objetos y agentes. El énfasis en el trabajo de composición permite además entender que lo real, el mundo, la ciudad puede ser compuesto de forma más o menos cuidada, más o menos cosmopolítica, pero que no puede existir sin un trabajo de composición.
El tercer principio es que la ciudad constituye un objeto múltiple, esto es, compuesto simultáneamente de múltiples maneras. No se trata entonces de una multiplicidad epistemológica, que se deriva de las distintas perspectivas desde las que se puede conocer a un objeto único, sino de una multiplicidad ontológica. El trabajo de Mol (2002) es clave para comprender que las distintas formas como se enacta un objeto en distintos espacios y tiempos implica la movilización de ontologías diversas: “(i)f it is not removed from the practices that sustain it, reality is multiple” (2002, p. 6). Una ciudad como Barcelona existe de múltiples maneras. Se compone en distintas redes de prácticas simultáneamente como ciudad turística, como sistema de transporte, como jurisdicción territorial, como mercado inmobiliario, como patio de recreo para skaters y practicantes de parkour, como espacio de consumo, como paisaje de poder, como espacio público para acciones políticas y manifestaciones ciudadanas, como espacio vigilado, como espacio de tránsito, como milieu creativo, como un lienzo gigante para graffiteros y street-artists, como red de alcantarillado, etc. El punto clave es que la ciudad no es simplemente un agregado de niveles o redes, sino que es simultáneamente todas estas cosas. No estamos entonces frente a varias ciudades superpuestas, sino frente a un objeto múltiple.
Al respecto, es preciso hacer dos precisiones. La ciudad difiere de los cuerpos estudiados por Mol (2002) en que las múltiples formas en que ésta se actualiza no dependen sólo de las redes de prácticas por las que circula, sino además del crecimiento conjunto, esto es, de la concrecencia de entidades heterogéneas:
The city is made up of potential and actual entities/associations/ togetherness ... The accumulation of these entities can produce new becomings – because they encounter each other in so many ways, because they can be apprehended in so many ways, and because they exhibit ‘concrescence’ (Amin & Thrift, 2002, p. 27)
Esta concrescencia no sólo sugiere que los encuentros y asociaciones de entidades producen realidades urbanas emergentes, sino que además da cuenta del carácter procesual de la ciudad. Esto hace necesario considerar la noción bergsoniana de multiplicidad, la cual precisamente enfatiza un tipo de multiplicidad cualitativa que resulta de tensiones temporales o duracionales: entre lo real y lo posible, y entre lo actual y lo virtual (ver Deleuze, 1988). Por una parte, lo real abre horizontes de posibilidades realizables, los que multiplican la realidad, aun cuando estén condicionados por ella. Por la otra, una multiplicación de lo real tendría lugar como resultado de las tendencias virtuales de lo actual – fuerzas no actualizadas que empujan lo real hacia actualizaciones no previstas. La multiplicidad no resulta así sólo de las distintas redes de prácticas en las que se actualiza un objeto, sino que resulta de las potencialidades y tendencias virtuales internas al objeto y que implican múltiples posibilidades de devenires conjuntos.
La noción de ensamblajes urbanos es particularmente adecuada para dar cuenta de esta multiplicidad de la ciudad (Farías & Bender, 2009). Cabe destacar que la noción de ensamblaje (o agenciamiento) no proviene del repertorio conceptual de la TAR, sino de los trabajos de Deleuze y Guattari (1987). Esta noción sin embargo ya ha comenzado a ser importada por la TAR y puesta en uso especialmente para el estudio de los agenciamientos sociotécnicos que median la relación entre la ciencia y el conocimiento económico y los mercados y mundos económicos que éstos performan (Çalışkan & Callon, 2010; Callon, 2006; Callon, Millo & Muniesa, 2007). Por otra parte, y sin referencias explícitas al trabajo de Deleuze y Guattari, Latour (2005) introduce el verbo 'ensamblar' para dar cuenta de cómo lo social es producido por medio de asociaciones entre entidades humanas y no humanas. Ahora bien, más allá de la forma como el concepto ensamblaje/agenciamiento es usado por estos autores, la noción de ensamblajes urbanos debe ser especificada en dos sentidos puntuales que se derivan directamente de la propuesta de Deleuze y Guattari (1987).
Tal como explica Manuel DeLanda (2006; Farías, 2008a), la noción de ensamblaje permite pensar todos como constituidos por partes heterogéneas. Ahora bien, la clave del concepto está en la forma como concibe las relaciones entre estas parte y el todo. La noción clásica veteroeuropea de unitas multiplex concibe relaciones de interioridad entre las partes y el todo, en el sentido que las partes se constituyen por el papel que juegan en el todo. Ahora bien, esto implica que las partes devienen inseparables del todo que las constituye y que el todo deviene una totalidad indivisible. Los ensamblajes no constituyen totalidades en ese sentido, pues las relaciones entre partes y todo se basan en un principio de exterioridad. Cada componente o entidad que forma parte de un ensamblaje se constituye con independencia de su participación en ese ensamblaje. Los ensamblajes se basan entonces en relaciones exteriores entre las partes. Estas relaciones exteriores son posibles por las capacidades de estos componentes o entidades para afectarse mutuamente. Sin embargo, estas interacciones afectivas no constituyen su identidad actual. Los ensamblajes tienen así una cualidad emergente, en el sentido de que involucran conjuntos de relaciones que no se explican a partir de las partes, aunque dependen de ellas. Éste es precisamente el principio al que apela Latour (2005) cuando señala que lo social son las asociaciones entre entidades no sociales. La distinción clave que, según DeLanda (ver Farías, 2008a), es preciso introducir es entre propiedades actuales de las partes y sus capacidades que devienen actuales solo en la interacción con otras entidades. Los ensamblajes urbanos involucran así la actualización de ciertas capacidades de producir la ciudad.
Un ejemplo de lo anterior es la ciudad turística, la que emerge como tal por medio del ensamblaje de elementos altamente heterogéneos y que incluyen desde elementos del entorno construido (edificios, monumentos, parques, museos etc.), grandes sistemas sociotécnicos (buses, aeropuertos, sistemas de transporte público, etc.), prestadores de servicios de hospitalidad (hoteles, restaurantes, etc.), diversos actores humanos (guías turísticos, transeúntes, etc.), instituciones culturales, etc. (Farías, 2008b). Ahora bien, el punto clave es que ninguno de estos elementos se agota, estabiliza o consume en el ensamblaje turístico, y que participan de múltiples otros ensamblajes urbanos, lo que permite que la ciudad se constituya como un objeto múltiple, deviniendo actual en múltiples ensamblajes urbanos.
Es importante observar también que la noción de ensamblaje describe la emergencia de nuevos espacios y tipos de actividad y acción colectiva, cuya causa no es atribuible a ninguna de las entidades que participa de un ensamblaje o agenciamiento. De hecho, la noción francesa de agencement tiene una evidente cercanía etimológica a los conceptos de agente y agencia. Según Çalışkan y Callon, “agencements are arrangements endowed with the capacity to act in different ways, depending on their configuration” (2010, p. 9). La referencia a estas capacidades de acción es clave, pues pone en evidencia que mientras los ensamblajes urbanos resultan de la actualización de capacidades de las entidades que los componen, éstos al mismo tiempo pueden ser analizados a partir de la distinción entre propiedades y capacidades. Los ensamblajes urbanos no constituyen, en ese sentido, realizaciones finales de la ciudad, sino que se hallan entrelazados y concatenados en múltiples niveles, haciendo proliferar los planos y capacidades de acción en la ciudad. Así, la ciudad como entidad múltiple que resulta del entrelazamiento de ensamblajes urbanos se caracteriza por la producción de complejidad urbana.
La introducción de la TAR a un nuevo ámbito de estudio no puede ocurrir sin transformaciones. Tal como Callon (1999) lo explica para el caso de la sociología económica, tales transformaciones no implican cambiar las premisas analíticas de la TAR, pero sí ciertos énfasis a fin de tratar problemas específicos de los campos en cuestión. La introducción de la noción de 'ensamblajes urbanos' es un ejemplo de lo anterior. Sin renunciar a los principios básicos de la TAR, ésta noción importada desde la filosofía de Deleuze y Guattari (1987) permite dar cuenta de una característica clave de la ciudad que no puede ser capturada adecuadamente con las herramientas conceptuales de la TAR. El problema del que es preciso dar cuenta es el de la complejidad urbana como una experiencia cotidiana.
En un artículo programático, Latour (1996b) excluye lo complejo del estudio de las sociedades con humanos, por considerarlo un rasgo característico de sociedades de primates. En las sociedades con humanos, objetos y tecnologías jugarían un rol clave en la estabilización de lo social y la transformación de la complejidad en algo distinto, que Latour prefiere llamar complicación, esto es, la “successive presence of discrete variables, which can be treated one by one, and folded into one another in the form of a blackbox” (Latour, 1996b, p. 233). En consecuencia, la TAR ha sido principalmente aplicada para el estudio de objetos y espacios complicados: laboratorios científicos, grandes sistemas sociotécnicos, mercados financieros, bolsas de comercio, oficinas de arquitectos globales, hospitales, etc. Y se ha especializado en el estudio de proyectos y controversias, esto es, procesos y eventos en los que queda en evidencia el complicado trabajo de asociación de humanos y no-humanos. Ahora bien, cuando se aplica al estudio de la ciudad, esta predilección por la sofisticación y complicación sociotécnica lleva en el mejor de los casos a una fascinación con las redes sociotécnicas de la ciudad. En el peor de los casos, ella lleva a perder de vista la centralidad de la articulación de lo cotidiano y lo complejo en la vida urbana.
La ciudad y la vida urbana confrontan a la TAR con la cotidianidad de lo complejo. Esta complejidad urbana resulta de las capacidades de interacción de ensamblajes urbanos y la multiplicación de posibilidades de acción. Tal como observa Luhmann, “la complejidad es la unidad de una multiplicidad” (2007, p. 101). La ciudad es una unidad compleja en el sentido que representa el límite de un orden abierto a la posibilidad de que en cualquier momento elementos diversos pueden interactuar y establecer relaciones. Esto es posible porque en la ciudad las posibilidades de interacciones entre elementos son siempre infinitamente mayores a las relaciones que pueden ser establecidas entre elementos. En ese sentido, la complejidad representa un horizonte de posibilidades de actualización, no una operación actual. En la medida que Latour (1996b) iguala la complejidad a una operación actual, que implica “the obligation to take into account a large number of variables at the same time” (1996b, p. 228), le resulta fácil caricaturizar situaciones de complejidad como propias de sociedades primates. La ciudad y la vida urbana ponen, sin embargo, en evidencia que la complejidad equivale más bien a un horizonte virtual de posibilidades que resulta de la imbricación de múltiples ensamblajes urbanos. Este horizonte virtual es precisamente lo que rescata el concepto de lo cotidiano entendido como ese nivel de las prácticas que no puede ser reducido a ninguna actividad especializada (Lefebvre, 2002) o como lo infraordinario (Sheringham, 2000). El estudio de lo cotidiano en la ciudad implica entonces dar cuenta de las posibilidades y tendencias no actualizadas, de los cabos sueltos, de aquello que no participa directamente en ningún programa de acción, pero que puede irrumpir de pronto y transformar la acción. El estudio de la ciudad requiere entonces dar cuenta del carácter cotidiano de la complejidad de lo urbano.
El concepto de ensamblajes urbanos, y la pregunta por el ensamblaje de los ensamblajes (Bender, 2009), resultan particularmente adecuados para dar cuenta del papel clave que juegan fuerzas, capacidades y procesos virtuales en la ciudad. La teoría del actor-red está diseñada para dar cuenta simétricamente, por medio de la noción de actante, del papel que juegan entidades humanas y no-humanas en la producción de lo social. Ahora bien, tal como el concepto de actante denota, se trata entonces de las complicadas asociaciones entre entidades actuales. La TAR carece de herramientas conceptuales para dar cuenta de lo virtual (Harman, 2009). El concepto de ensamblajes urbanos, en la medida que se deriva de la filosofía deleuziana, permite además dar cuenta del papel que juegan los afectos, las capacidades y, en general, las tendencias virtuales inherentes a las entidades y ensamblajes que conjuntamente producen la ciudad.
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