«¡No calcularás!» o cómo simetrizar el don y el capital*

“Thou shall not calculate!” Or how to symmtricalize gift and capital

  • Michel Callon
  • Bruno Latour
Este texto se publicó originalmente como Callon, Michel y Latour, Bruno (1997). “Tu ne calculeras pas!” ou comment symétriser le don et le capital. Revue du MAUSS, 9, 45-70. En sus páginas, los autores ofrecen una mirada completamente inesperada sobre lo que denominamos “mercado mundial” y, en términos más generales, otra manera de comprender el fenómeno del capitalismo.
    Palabras clave:
  • Antropología simétrica
  • Mercado
  • Performatividad
  • Capitalismo
This text is the translation of Callon, Michel y Latour, Bruno (1997). “Tu ne calculeras pas!” ou comment symétriser le don et le capital. Revue du MAUSS, 9, 45-70. In its pages, the authors show a new and refreshing way of figuring out what we called “world market”, and in more general terms, another way of understanding capitalism.
    Keywords:
  • Symmetrical anthropology
  • Market
  • Performativity
  • Capitalism

Para asombro de los espíritus reflexivos, una riqueza inaudita era inseparable de una pobreza inaudita. Los eruditos proclamaban al unísono que se había descubierto una ciencia que no dejaba ninguna duda sobre las leyes que gobernaban el mundo de los hombres. Bajo la autoridad de esas leyes, la compasión desapareció de los corazones y una determinación estoica a renunciar a la solidaridad humana, en nombre de la mayor felicidad de la mayoría, adquirió la categoría de una religión secular

Karl Polanyi, La Grande Transformation. Aux origines politiques et économiques de notre temps, Gallimard, 1983 (1945), p. 144.

Ahora que el capitalismo parece haber triunfado, quizás sea posible estudiarlo por sí mismo sin añadirle monstruosidades que no tiene, sin otorgarle virtudes que jamás ha tenido y, sobre todo, sin creer que leyes inflexibles guíen su desarrollo. Parodiando unas palabras de Marx, se podría decir que «los filósofos (o los economistas) no han hecho hasta ahora más que transformar el mundo, ahora se trata de comprenderlo». Nuestro artículo desearía reabrir cuestiones clásicas a partir de una hipótesis simple: por muy paradójico que pueda parecer a primera vista, el imperativo categórico «¡No calcularás!» se aplica a todas las formas de movilización de bienes y personas. Esta consecuencia imprevista del estudio antropológico de los instrumentos científicos ampliada a todos los “valorímetros” nos permitirá reformular el debate entre liberalismo y antiutilitarismo, evaluar de otro modo el papel performativo de las ciencias económicas y sociales y, por último, reutilizar la antropología simétrica para establecer otras reglas de conducta frente a ese monstruo de mil brazos al que se denomina demasiado apresuradamente “el mercado mundial”.

1 Una forma entre otras de organización de los mercados

De entrada planteemos algunas definiciones a fin de orientarnos posteriormente y limitar nuestro propósito. Definiremos aquí el capitalismo como una forma entre otras de organización de los mercados. Esta definición nos permite, en línea con una tradición bien consolidada desde Karl Marx, Karl Polanyi y Fernand Braudel, no identificar capitalismo y mercado, sin por ello prohibirnos pensar en sus relaciones. ¿Qué es, efectivamente, un mercado? Las respuestas a esta pregunta son múltiples, pero la definición que da Guesnérie nos parece que se adapta bien a nuestro argumento1. Según este autor, un mercado es un dispositivo de coordinación en el que: a) los agentes persiguen unos fines determinados y proceden para alcanzarlos a un cálculo económico que puede asimilarse a una operación de optimización y/o de maximización; b) los intereses de los agentes son generalmente divergentes, lo que les lleva a comprometerse en c) transacciones que resuelven el conflicto al hacer aparecer un precio. En consecuencia, y retomamos los términos de R. Guesnérie, «un mercado confronta a unos compradores y unos vendedores, y los precios que ponen fin a esta confrontación son el dato, pero también, en cierto modo, la resultante del cálculo económico de los agentes» (p. 18). Esta definición tiene el mérito de insistir sobre lo esencial: la descentralización de las decisiones, la puesta en escena de agentes calculadores, conflictos de interés que se resuelven en transacciones que establecen una equivalencia medida por unos precios. El punto que hay que retener es que los agentes entran y vuelven a salir del intercambio como extraños. Una vez concluida la transacción, los agentes se marchan: se liberan un instante del anonimato para volver a sumirse en él rápidamente2.

Esta definición nos permite igualmente operar una distinción entre mercado y economía de mercado. En una economía de mercado, los mercados en plural desempeñan un papel central, lo que supone especialmente el despliegue de derechos de propiedad, que constituyen al mismo tiempo dispositivos de incitación y una garantía contra la expoliación, así como la existencia de una moneda que tiende a constituirse, a pesar de todas las fuerzas contrarias, en equivalente universal. Finalmente, la economía de mercado como programa, jamás acabado, de formalización, de interconexión, de agregación, de coordinación de mercados dispersos y locales, nos lleva a la noción de capitalismo. Si estamos guiados por un deseo de realismo y por la voluntad de llegar a una clasificación razonada, deberíamos hablar de capitalismos en plural como se habla de mercados en plural. Lo que nos autoriza a utilizar el singular para describir un fenómeno evidentemente multiforme y que escapa a toda definición, es que los capitalismos tienen en común que llevan el mercado al extremo. Aquí, llamaremos, por tanto, “capitalismo” a ese esfuerzo violento, continuo, incansable, para definir, formatear, reunir, unificar, extender una esfera autónoma, la “economía de mercado”, que tendría sus propias leyes, su propia historia, su propia esencia y que llevaría ese nombre “el capitalismo”, agente único, terminal de toda historia posible. La fuente de ese movimiento sin fin se halla en la construcción incansable de centros de beneficio que ahondan permanentemente en una asimetría entre unos agentes económicos en lucha para aumentar sus capacidades de cálculo y de especulación con el objetivo de integrar y de preformar las capacidades de los demás agentes. El capitalismo no es, en consecuencia, ni un ser de razón ni un fenómeno observable directamente; no es ni una construcción teórica que, sobre la base de conceptos y de abstracciones sucesivas descubriría una realidad oculta, ni una evidencia que se desvelaría al observador avisado. Es ambas cosas al mismo tiempo: es la teoría de su propia práctica y la práctica de su propia teoría, el formateo de su propio formateo. Como veremos, el capitalismo supone un fenómeno de creencia y de fascinación que explica una gran parte de sus efectos y contra el que vamos a tener que luchar mediante un esfuerzo contrario de antropologización.

2 Disciplina, formateo, performación de la economía

Pero, ¿qué quiere decir formateo? Toda la dificultad de nuestro argumento proviene del hecho que queremos darle un sentido extremadamente fuerte a este término, a fin de designar un trabajo que se situaría al mismo tiempo en las representaciones, en los aparatos institucionales, en los cálculos de los agentes económicos3. Cuando se habla de mercado en singular, de economías de mercado o incluso de capitalismos, se designan de ese modo unos tipos de economía poblados de agentes calculadores y optimizadores. Se plantea entonces la cuestión general de la emergencia de esos agentes, ya que de un tipo al otro sólo cambia la distribución, la concentración y la extensión de las agencias calculadoras. El término de formateo nos permite evitar dos escollos: la naturalización de las categorías económicas por una parte; y su socialización, por otra parte, como si estas categorías disimulasen una realidad social más compleja. El término formateo designa una performación eficaz y constante de las categorías económicas que son, por tanto, muy reales, pero a condición de ser constantemente mantenidas por otros dispositivos que no las disimulan sino que, al contrario, las realizan.

La historia social de las ciencias sociales ha planteado el mismo argumento acerca de muchas otras de sus disciplinas y no se trata para nada de un descubrimiento. Sabemos bien, desde Michel Foucault, que el sexo no se parece a una fuerza irreprimible que se opondría al discurso, sino que el sexo proviene de lo que el discurso, mediante una indagación incesante y obsesiva, acaba por elaborar como una pulsión peligrosa de la que hay que hablar indefinidamente. Sabemos bien, desde Pierre Nora y sus discípulos, que la historia de Francia mantiene relaciones complejas con lo que ha pasado en el Hexágono, y que la historia-disciplina moldea incesantemente las representaciones, las decisiones, las acciones de la historia como cosa. Sabemos bien, especialmente por los trabajos del grupo Heródoto o por los de la revista Espace-temps, que la geografía, lejos de ser el “marco” en que se ordenarían acontecimientos ostensibles, performa activamente la escena donde tendrá lugar la historia —empezando desde luego por el famoso Hexágono, él mismo incesantemente pintado, dibujado, alzado, exhibido. Sabemos bien, aunque se trata de un saber menos seguro, cuán inciertas relaciones mantiene la sociología como disciplina, desde Auguste Comte, con el mundo que no se atreve a llamar “social”. La sociedad como cosa tiene poco que ver, se sospecha, con el mundo social concebido por la sociología, pero ésta, por mil canales, performa activamente qué es el mundo social, de qué se compone, y cómo se podría reformar. En todas estas disciplinas, el objetivo gráfico, práctico, transformador, performador, e incluso el objetivo emancipador, revolucionario, siempre ha prevalecido sobre la “simple descripción”. En esto, por otra parte, las ciencias sociales sólo han imitado a las ciencias exactas, sus hermanas mayores, mucho más fuertes todavía en la performación, en el laboratorio, de los contextos experimentales y en la fabricación meticulosa de los hechos, pero esto es otra historia en la que no vamos a entrar aquí4.

Pero para sacar provecho de las nociones de disciplina, formateo y de performación en el caso de la economía, conviene no cosificar el “capitalismo”, confundiéndolo con lo que pasa entre los humanos y las cosas cuando unos y otras se ponen en movimiento. Una multitud de bienes pasan de mano en mano, salen de la nada, vuelven a la nada; multitudes humanas se animan, se agitan, se usan, se enriquecen, se empobrecen, se desplazan. Esta movilización general de las cosas y de las personas no puede ser requerida, evidentemente, por el concepto de capitalismo, que se refiere, como hemos dicho, a un formateo de los mercados y no a lo que pasaría, de algún modo, “bajo” ese formateo. Dicho de otro modo, no sabemos del todo lo que pasa en esta movilización multiforme que hace girar a unos humanos alrededor de unos bienes que los animan y los transforman, y que hace girar a unos bienes alrededor de los humanos que los animan y los transforman. Y, especialmente, no sabemos si hay que buscar el origen de este movimiento permanente en agentes calculadores o generosos. Esta movilización, este dominio de las cosas y de las personas, constituye no el objeto bien conocido del mundo social, sino su terra incognita, su reserva —volveremos sobre este punto al final.

Pero existe, añadiremos, una ciencia económica que tiene justamente por objeto, a través de mil discusiones sobre el método, ”describir” tan completamente como sea posible esa movilización, “preverla” y “calcularla”. Se podría decir, por lo tanto, que esta terra incognita ya ha sido completamente identificada, levantada, cartografiada por la economía como disciplina. ¿Esta última no ha acabado, a fuerza de cortes epistemológicos, de abstracciones sucesivas, por hacer visible lo que estaba oculto, por hacer aparecer el recurso último, la omnipresencia del cálculo bajo los comportamientos falsamente desinteresados? En consecuencia, no reconocer el trabajo limpio y más que centenario de la disciplina económica sería un absurdo que incluso los sociólogos no podrían permitirse. Sí, pero nosotros somos sociólogos de las ciencias, y es precisamente el gigantesco trabajo limpio y respetable de las disciplinas económicas lo que debemos reconocer y evaluar. Este artículo no tiene otro objetivo que extraer las consecuencias prácticas y políticas de ese pequeño cambio de ángulo: coger la ciencia económica con las redes de la sociología de las ciencias sociales, considerar seriamente los efectos que produce en lugar de considerarla como simple descripción, por muy teórica que esta sea, de una realidad que se le escapa.

No se extrae nunca la consecuencia de estos hechos tan conocidos porque se imagina erróneamente que la economía, ella sola, escaparía a ese destino performativo. Además, numerosas mentes, y de las más eminentes, se sirven de la economía como algo para explicar el desarrollo o el subdesarrollo de las demás ciencias sociales. La convierten en el “contexto” indiscutible “en cuyo interior” se situará el resto, y multiplican las metáforas económicas para explicar el desarrollo de la historia, de la geografía, de la sociología. Otras mentes, igualmente eminentes y a menudo representadas en esta revista, se baten valerosamente contra estas metáforas y, bajo el nombre de antiutilitarismo, se esfuerzan en salvar una humanidad que tendría otras motivaciones y otros recursos. Esos esfuerzos opuestos por aumentar o ralentizar la economización de las relaciones históricas y sociales olvidan el trabajo de formateo propio de la economía como disciplina, trabajo sin el que la noción de capital —real o simbólico— quedaría sin ningún efecto.

Llamaremos economía-disciplina al conjunto de las actividades que concurren en la producción de agentes calculadores. La ciencia económica más teórica trabaja a tiempo completo en esta empresa de formateo, ya que su trabajo es mucho más práctico, realista, efectivo de lo que ella misma piensa. De la movilización de bienes y personas extrae con qué hacer los intercambios calculables, y es a esta serie de operaciones a lo que llamamos formateo. La economía-disciplina extrae en las situaciones a partir de qué hacer el cálculo, con qué producir unos agentes económicos calculadores comprometidos en una actividad de intercambio. La economía como disciplina no describe el exterior y más o menos fielmente una cosa objetiva, la economía, que existiría fuera de ella. Ella performa activamente esta cosa que no existía antes que ella y que no existiría sin ella. Lejos de ser el objeto de una definición ostensiva, la economía-cosa (economy) es el resultado performativo de la economía-disciplina (economics). La primera deriva de algún modo de la segunda, por paradójico que pueda parecer a primera vista. Los economistas modelan incesantemente algo que no es del todo económico para extraer por filtración, purificación, imposición, alguna cosa que se parezca a la calculabilidad, a la gubernamentalidad, a la organización de los mercados. No es porque sí que hablamos de disciplina.

3 ¿Cómo limitar los desbordamientos del intercambio?

Para evaluar la contribución esencial de la economía-disciplina, hay que volver sobre lo que constituye la originalidad de esta forma de organización: la presencia de agentes capaces de calcular sus intereses, que se comprometan en transacciones limitadas en el tiempo y el espacio, y que acaben por conducir a un compromiso satisfactorio para las partes implicadas.

Este formateo elemental de dos voluntades calculadoras que persiguen sus propios fines y extrañas la una a la otra supone inversiones importantes. Para participar en una actividad de cómputo, un agente debe establecer una lista de estados de cosas futuros, jerarquizar esos diferentes estados de cosas, identificar y describir las acciones que permiten, con una cierta probabilidad, producir cada uno de ellos. Tal como han demostrado varios estudios ejemplares5, el agente, tanto si se sitúa del lado de la oferta como de la demanda, sólo puede realizar todas estas operaciones —en una palabra convertirse en calculador— si está equipado. Una empresa sin contabilidad por partida doble, sin reporting, sin cuadro de objetivos ni control de gestión, sin estudios de mercado, sin medidores de calidad, se niega toda posibilidad de comprender las vías de acción posibles, de anticipar sus consecuencias y de dotarse de preferencias6. Lo mismo le ocurre al consumidor que, privado de los dispositivos de clasificación, de calibración, de comparación y de calificación de los productos que se le proponen, sólo puede decidirse a ciegas. Y lo mismo le ocurre al Estado que, sin contabilidad nacional, consultas entre profesionales, índices de precios, seguimientos escrupulosos de las diferentes categorías (debidamente definidas y medidas), sólo puede ser condenado a la impotencia y a la parálisis7.

El término cálculo no debe entenderse metafóricamente, como si existiese eternamente en la cabeza de los agentes una especie de “cálculo mental” que sólo necesitaría “aplicarse” a, “materializarse”, “concretarse” en cálculos reales, sobre papel, sobre el libro de cuentas. Todos los trabajos históricos realizados sobre la contabilidad demuestran, al contrario, que hay que tomar el cálculo en el sentido material de lo que se hace sobre una mesa con cifras contando con instrumentos gráficos en ese cuasi-laboratorio del contable, y con el objetivo de convencer a los socios. Se trata tanto de la metrología del cálculo económico como de la metrología del metro o del kilo: de manera previa al establecimiento de los estándares y de la intercomparación meticulosa de sus réplicas, todo no se puede medir8. Todos los instrumentos de medida, desde este punto de vista, son medidas mensurantes [mesures mesurantes] y no medidas medidas [mesures mesurées]; este hallazgo ya antiguo de la historia de las ciencias exactas acaba de ser ampliado brillantemente al instrumental de las ciencias administrativas.

Afortunadamente para nosotros, los economistas han producido por sí solos los conceptos que permiten pensar este trabajo dándole un nombre a lo externo de su actividad de formateo, a esas virutas que son limpiadas de su mesa de trabajo. La noción de externalidad, efectivamente, viene muy al caso. Las internalidades ajustan lo que se tendrá en cuenta —en el sentido literal del término— en una interacción que no es nunca en ella misma una relación de intercambio. Todo lo que desborda este marco, y que los economistas admiten de buena gana que es algo indefinido, será identificado con otras tantas externalidades, es decir, como lo que pesará quizás más tarde sobre la interacción enmarcada, pero que, por el momento, no podrá integrarse en el cálculo9. Se llamará externalidad positiva a lo que viene a favorecer por casualidad una interacción que no esperaba tantos vínculos causales insospechados; y externalidad negativa a lo que se había eliminado demasiado rápidamente y que asedia desde el exterior, bajo la forma de consecuencias inesperadas, cálculo demasiado rápido y simplificado. Todo el trabajo de la disciplina, al menos microeconómica, será el de ir sacando provecho poco a poco de las externalidades a fin de tener en cuenta, mediante una metrología siempre atenta y meticulosa, al mayor número de las entidades dejadas en el exterior, al otro lado del limes sagrado del cálculo.

De entre todos los investigadores en ciencias sociales, los economistas son los únicos que han previsto explícitamente el cuadro de mando de su disciplina. Hay quien se burla a veces de su indiferencia hacia la auténtica realidad, de su complacencia por los modelos abstractos, de su impaciencia hacia todo lo que vendría a complicar sus “casos” estilizados. Pero, al contrario, han previsto detalladamente por qué este desbordamiento del cálculo no podía y no debía ser tomado en cuenta, si se quería que la cuenta funcionase y acertase. Se les paga justamente para que produzcan internalidades y no para desbordar permanentemente este marco inestable y sumergirse sin esperanza de retorno —y por tanto sin esperanza de ganancia—, en las externalidades que dispersarían permanentemente los actos de compra y venta más simples. Debemos sacar todo el partido posible de esta extraordinaria capacidad de la economía como disciplina: haber comprendido al mismo tiempo que ella define un conjunto y su complementario.

Las internalidades permiten efectuar un cálculo acertado. Digamos, para ser más precisos y generales a la vez, que permiten de-terminar (de-finir) una interacción, enmarcarla, acabar con ella, tanto si se trata de un precio como de un contrato. Sin este formateo de las internalidades, efectivamente, todos los saben, los economistas primero y los agentes después, no se acabaría nunca, no sabríamos nunca quien posee y quien saca provecho. Digámoslo de manera aún más simple: nunca nos liberaríamos. Estamos tan impregnados por este formateo, está tan pegado a nuestra piel, sobre todo si estamos acostumbrados a denunciar el poder del capitalismo, y a luchar contra el utilitarismo, que simplemente olvidamos hasta qué punto sería difícil, en la práctica, saber quién posee y quién saca provecho si la diferencia entre internalidades y externalidades no fuese constante e incesantemente ejecutada (enforcée), para utilizar un anglicismo muy útil. Sólo los economistas, por paradójico que pudiera parecer, saben que, justamente, sin el trabajo constante de formateo, las externalidades correrían el riesgo de perturbar, invadir y ahogar a las internalidades. El cálculo finito se haría indefinido, la apropiación privada imposible, el beneficio siempre discutible. Cada una de las entidades que componen el colectivo, si no se controlasen, tendría algo que decir en el más pequeño intercambio entre personas particulares —privadas justamente de los vínculos que desbordan incesantemente del marco de la interacción-. La obsesión de los economistas es producir la economización del mundo reemplazando en todas partes desbordamientos poco económicos, digámoslo, costosos, por relaciones que son económicas en todos los sentidos del adjetivo. Se baten, por tanto, contra los desbordamientos de las externalidades. Reprocharles que «no tengan en cuenta la realidad» es pedir a los servicios de aduanas y a la policía de fronteras que dejen entrar todas las mercancías y todas las personas sin examinarlas de cerca.

En su forma más acabada, el teorema de Coase explica lo esencial de ese trabajo de economización en el que está comprometida la economía-disciplina. El encuadre siempre recomenzado de los desbordamientos, la internalización que siempre vuelve a empezar por las externalidades, sólo puede conseguir alguna cosa si se apoya en una distribución razonable de sólidos derechos de propiedad10. “Razonable” significa que los agentes no sólo deben estar en condiciones de calcular de manera bilateral sus transacciones sino que, además, hay que incitar a invertir a aquellos/aquellas de ellos que, maximizando su función de utilidad, contribuyan al máximo a la riqueza colectiva. El bucle es así el cierre que establece la cadena metrológica que va del interés individual al interés colectivo.

Lejos de definir el fondo de las relaciones subjetivas y objetivas, la economía-disciplina aparece así como lo que extrae, deduce, elige, selecciona, tipifica unas relaciones para hacerlas calculables. Se trata justamente de una disciplina ya que no tiene un punto de cese que no haya obtenido en el mismo movimiento una doble conformación, la de los agentes y la de los economistas. La primera para enmarcar las interacciones de aquellos, la segunda para evitar a éstos toda tentación de dejarse llevar por los desbordamientos en lugar de internalizarlos. El encuadre y la internalización no se acaban nunca. Sería fácil leer la historia de la economía política como un trabajo constante de volver a resolver las fugas y encuadrar los desbordamientos intempestivos. La función está lista. A la economía estándar le corresponde la pesada tarea de mantener los encuadres; a todas las variedades de economías heterodoxas, desde la crítica de la economía política inaugurada por Marx hasta la socioeconomía más reciente, el privilegio de hacer que abunden, con un poco de alegría, las asociaciones, mostrar que los agentes calculadores no dejan de desbordar11.

Marx, por ejemplo, reprocha efectivamente a la economía clásica engañarse al reemplazar el valor trabajo, que sólo pone en evidencia una plusvalía, por el valor de cambio. Pero, bueno, los economistas hacían su trabajo. Con la metrología del valor de intercambio los cálculos acertaban, y el contrato entre el patrón y el obrero se cumplía con la “satisfacción” de las dos partes que eran libres. Si se cuentan estas mismas relaciones en valor trabajo, no existe manera de ser libre, justamente, y el patrón continúa siendo indefinidamente el deudor de su obrero que le ha hado más de lo que ha recibido. La cuestión no es saber si el valor trabajo es más real que el valor de cambio —hace cien años que se discute lo mismo sin haber progresado ni un kopek12—, sino saber cómo formatear las interacciones para obtener contratos acabados o contratos definidos de otro modo. Los marxistas han intentado, exactamente como los economistas clásicos que pretendían criticar, acabar los cálculos, es decir, absorber otras externalidades negativas —la miseria atroz y el desarraigo— echando a los demás a la calle, por ejemplo la vía pública y política.

Y aquí tenemos el mismo movimiento que se repite con las innumerables críticas del homo œconomicus, acusado de traicionar la riqueza del hombre real, de poner entre paréntesis las relaciones personales en las que entra, de negar la existencia de las relaciones de confianza que establece, o de reducir a simples efectos los marcos institucionales que conforman sus valores y sus preferencias. Pedir a un economista —clásico o marxista— que tenga en cuenta todas las externalidades, es pedirle que cambie de ser, es correr hacia la impotencia, es negar la pertinencia propia de la economía como disciplina performadora del intercambio acabado. Pero, de modo inverso, no ver que al focalizar el análisis crítico únicamente sobre los desbordamientos, se echa más leña al fuego, es decir, se le proponen constantemente nuevas tareas de encuadre, es no tomarse en serio su capacidad para participar tal y como hacen los actores y en estrecha relación con ellos en el formateo del mercado.

4 Pequeña crítica del antiutilitarismo

Hacer del cálculo económico y de la equidad que permite el resultado de un largo y paciente trabajo de formateo conduce a examinar dificultosamente los movimientos, tomas de posición y análisis que se agrupan bajo la bandera del antiutilitarismo. Efectivamente, el antiutilitarismo no es la crítica del liberalismo, sino su asunto pendiente. Si el liberalismo pretende creer que la verdadera naturaleza del hombre es la del individuo calculador, dotado de referencias estables y que actúa con vistas a maximizar su utilidad, el antiutilitarismo rechaza lo que considera como una grave reducción y apela a un fondo antropológico común a todas las sociedades, sean primitivas o modernas, rica matriz en la que encajarían todas las relaciones económicas.

Como el MAUSS13 se ha distinguido en esta investigación, no es superfluo señalar aquí nuestro desacuerdo con la teoría del capitalismo que implica —sobre el fondo de un acuerdo general sobre las intenciones y de una simpatía evidente por los proyectos empíricos-. Si nuestra hipótesis es justa, el antiutilitarismo le otorga demasiado al utilitarismo que combate y demasiado poco a las otras sociedades, en cuyo nombre pretende hablar. Hay que saber, en efecto, cuando se ataca la economía capitalista, si se habla de internalidades, si se liga a las externalidades, o si se considera la totalidad formada por el conjunto, por su complementario —las externalidades— y por el trabajo de recorte del conjunto a partir de su complementario.

Si se habla únicamente de internalidades, en efecto, la discusión no nos parece demasiado productiva. Decir que en el capitalismo existen agentes individuales calculadores y maximizadores de beneficio, es tomar, ciertamente, el efecto por la causa, el gofre por la gofrera. No se puede decir nada más sino es que, mediante un gran trabajo de formateo, se acabe por obtener localmente ciertos efectos que pueden entenderse, del interior del intercambio, como un contrato celebrado entre individuos que se encuentran liberados tras el intercambio. No puede concluirse de este deslinde de las relaciones que existan individuos, que estos calculen, que exista una transferencia de equivalentes, y que el intercambio entre ellos pueda finalizarse. Ello quiere decir únicamente que se ha limitado la escena, encuadrado la interacción, para obtener justamente esos efectos. ¡Creer que existen individuos calculadores es interpelar al malvado en la pantalla imaginándose que es de carne y hueso! No, el malvado resulta que está proyectado. Se trata de un flujo de fotones que ilumina con mucho esfuerzo el blanco de la pantalla en el interior de una sala oscura que puede cerrar de un momento a otro por falta de clientes, corriente eléctrica o bobinas. Los antiutilitaristas creen que existen realmente malvados utilitaristas en escena contra los que hay que indignarse y a los que, guiados por una sana cólera, se lanzan tomates para que se marchen avergonzados. La pantalla se manchará, evidentemente, pero huelga decir que nada habrá cambiado al final de la película…

Si se consideran sólo las externalidades, la escena cambia evidentemente del todo, como cuando la película se detiene y vuelve la luz. Se alude entonces a todo lo que desborda la escena, a toda la inmensa industria cuya única institución permitía a la escena desvincularse provisionalmente en la oscuridad. Desde este nuevo punto de vista, no hay evidentemente más mercado que el capitalismo. No existiría ningún medio conocido por la humanidad para tomar el conjunto de la movilización de las cosas y de las personas en una relación de intercambio entre agentes económicos calculadores que pudieran quedar libres tras ella. Como tampoco se puede, siguiendo nuestra metáfora, insertar en la pantalla la sala oscura donde está colgada —incluso si se trata de una película sobre la fabricación de otra película como La noche americana de Truffaut. Está más allá del poder del capitalismo no tener externalidades —positivas o negativas—, ya que las produce en número alucinante, que es su trabajo, quizás su único trabajo; volveremos más adelante sobre este punto. Para decirlo de otro modo, el capitalismo no es la explicación profunda de su propio desarrollo. La acumulación primitiva no se ha detenido jamás, el formateo no tiene fin: presten atención únicamente al complementario, y nada de lo que observarán tendría lugar en lo que se esperaría de un mundo capitalista. Es por ello que la metáfora del embeddedness no funciona, las externalidades no son la habitación donde duerme la economía mercantil, sino lo que está fuera de la cama de Procusto, lo que no puede servir ni para hacer contexto social, ni para hacer, al menos por ahora, un cálculo.

¿A qué se debe el error del antiutilitarismo, error simétrico al que se comete en manuales y discursos políticos por el liberalismo? Al olvido del formateo, pero esta vez del formateo del desinterés.

Para restablecer una visión más simétrica, hay que tomar como objeto el conjunto y su complementario añadiéndole, para ser mesurados, el delicado desglose que permite extraer el primero a partir del segundo. Inmediatamente, la diferencia tan ponderada entre el paradigma del don y el del cálculo no parecerá tan grande. En ambos casos, es necesario un formateo preciso que decida qué es lo que se está en condiciones de calcular y qué es lo que se desplazará, de momento, a la oscuridad. La impresión de una inmensa diferencia entre el don y el intercambio de equivalentes procede, en efecto, únicamente de la creencia en la escena aislada de las internalidades. Esta creencia ha tenido como efecto que se haya psicologizado esta diferencia imaginando agentes económicos individuales que tendrían en la mente motivaciones de cálculo. Ahora bien, esta hipótesis es demasiado fuerte. Los agentes que efectúan cálculos no son cognitivamente calculadores. Ya lo mostramos, hace tiempo, para los eruditos que servían sin embargo de modelo, desde Locke, para toda la economía clásica14, pero la antropología cognitiva lo ha mostrado magníficamente respecto a todos los agentes ordinarios15. Calcular es una práctica colectiva compleja que utiliza mucho más que las capacidades cognitivas prestadas a los agentes por epistemólogos y economistas. Recíprocamente, la realización material del cálculo, las cifras, los medios de escritura, las inscripciones importan de manera decisiva en la performance del cálculo16. Del hecho que unos cálculos se efectúen en los cuasi-laboratorios de las agencias económicas —el término agente ofrece demasiado al individuo— no hay que deducir que existan seres calculadores, por muy bien informados que estén. De la performance colectiva no puede deducirse una competencia individual, esa es toda la revolución introducida en las ciencias cognitivas por Ed. Hutchins17.

El razonamiento que vale para el calculador utilitarista vale también para el héroe que entusiasma tanto a nuestros amigos del MAUSS, ese famoso donante y receptor, no-calculador antiutilitarista que constituiría nuestra única reserva contra el capitalismo, nuestra única esperanza de vencerlo18. Sin embargo, así como no existe calculador utilitarista, no existe donante, y es por ello que se discute el interés o desinterés relativo de los “salvajes” desde hace casi tanto tiempo como el cálculo del valor-trabajo19. ¿Por qué esta cuestión no tiene un final? Pues por la razón bien evidenciada por Hutchins y que se aplica a todas las formas de cálculo: de la performance colectiva de una donación recibida y entregada no se puede deducir ninguna competencia individual del agente. Atravesado por el cálculo sin ser él mismo calculador en los regímenes de formateo capitalista, el mismo agente se halla atravesado por el don sin ser ni donante ni receptor en los regímenes de formateo pre- o anticapitalista. Como máximo, el agente puede internalizar, como “deformación profesional”, una práctica de cálculo antes que una práctica de donación, al igual que un panadero con los brazos manchados de harina acaba por ser diferente de un matemático con las manos manchadas de tiza. Sin embargo, no se puede deducir de estas diferentes performances competencias radicalmente diferentes. Existe un lugar desde el que ahora nos vigilan felizmente tanto la sociología de las ciencias como la antropología cognitiva.

5 Formateo tanto para el don como para el intercambio

Este aspecto de psicología distribuida es de gran importancia, ya que se aplica simétricamente a los antiguos “salvajes” y a los actuales “capitalistas”, lo que nos permitirá redefinirlos a ambos. Se necesita exactamente tanto trabajo de formateo para definir un acto colectivo de donación como para de-terminarlo (dé-finir), es decir, terminar un acto colectivo de intercambio, ésta es nuestra hipótesis central. Una vez desaparecida la psicología que poblaba el mundo capitalista de calculadores interesados y el mundo precapitalista de donantes desinteresados, se ha hecho posible finalmente distinguir de manera muy precisa cuál es la auténtica diferencia entre los regímenes de formateo. No se diferencian de ningún modo por el imperativo categórico que continúa siendo el mismo en todos los casos. «¡No calcularás!», sino que se distinguen por la lista de lo que no debe tomarse en cuenta.

En el don, como ha demostrado Marcel Mauss, se define meticulosamente la prohibición de calcular de modo que ninguna persona pueda llamarse nunca liberada. Como demuestra toda la antropología económica, no es en absoluto el interés o desinterés psicológico lo que se busca, sino únicamente esto: «No cumplirás jamás, no rescatarás jamás, no escaparás jamás al entanglement» para recuperar las palabras de Nicholas Thomas. Cuanto más circulen los bienes y las personas, más vinculados, unidos y ligados estarán20. Ahora bien, en un régimen capitalista, se plantea exactamente la misma cuestión de lo que no debe calcularse, de lo que a ningún precio debe aparecer en el cálculo, de lo que, si apareciese, arruinaría al mismo tiempo el cálculo y toda la fabricación de la sociedad. La única cosa que cambia es el reparto entre lo que se calcula y lo que no debe calcularse. El formateo capitalista tiene como imperativo: «Calcula las internalidades a fin de poder ser libre y devuelve a todas las demás asociaciones a unas externalidades positivas o negativas que tú no debes tener en cuenta». El intercambio no es lo contrario del don: ambos producen prohibiciones de calcular, la primera es a la que se llama “externalidad” en el régimen capitalista; y la segunda es a la que se llama “desinterés” en el régimen no capitalista. La primera permite no calcular porque se ha enviado fuera a la multitud de los vínculos; la segunda permite no calcular, ya que se prohíbe seguir las relaciones mediante un cálculo de inscripciones rastreables.

La diferencia es importante, decisiva para la historia, pero no hay que exagerar y, sobre todo, no hay que psicologizarla. No se puede de ningún modo deducir de esta “pequeña diferencia” el hecho de que habría individuos calculadores intercambiando equivalentes en el capitalismo, e individuos que se prohibirían calcular en el precapitalismo. Creerlo es “hacerle la cama” al capitalismo y caer en el exotismo más tenebroso imaginando que los salvajes o los “primitivos” tendrían virtudes o defectos que nosotros habríamos perdido. No tanto desde el punto de vista del interés como del desinterés, somos exactamente los mismos, pero nos repartimos de otro modo las relaciones que queremos marcar y las que no queremos marcar a ningún precio. El don ya no es más primario, más natural, más elemental, más normal que el intercambio, puesto que se obtiene por una violencia tan extraña, tan artificial, por un formateo tan violento, tan institucionalizado como el del beneficio.

¿Cómo resumir esta diferencia sin exagerarla? Digamos que existen regímenes que enrarecen los desbordamientos y otros que los hacen proliferar. Los Achuar, que hizo célebres Philippe Descola, multiplican, efectivamente, las intrincaciones de forma que nadie, ni los dioses, ni las verduras, ni los árboles del bosque, ni los animales, ni las demás familias pueda ser nunca libre; es decir, se abstienen de volver siempre a las asociaciones pasadas21. Es necesario que el muerto mantenga siempre al vivo, que la antigua asociación mantenga siempre a la nueva. Cuanto más se mueve, más se liga a la vida y a la muerte como la presa de una araña que se va enredando más al intentar liberarse de la tela. Las circulaciones de cerdos descritas por Pierre Lemonnier en los Anga de Nueva Guinea se disponen —y no está calculado— de tal manera que se evite absolutamente ser libre de modo definitivo, lo que interrumpiría justamente la cadena que moviliza, temporada tras temporada, a los cerdos y a las personas22. Y precisamente porque no hay más que una ligera diferencia los antropólogos del mundo moderno, como los de los demás mundos, apenas llegan a distinguir sus formas y multiplican, como Nicholas Thomas, o como Arjun Appadurai23, los ejemplos mixtos, inextricables.

Esta fabricación del desinterés no ha sido nunca tan clara como en nuestras sociedades, donde debe batirse para imponerse al otro formateo, el del interés y el utilitarismo. Piénsese, por ejemplo, en el impresionante dispositivo establecido año tras año por la AFM (Asociación Francesa contra las Miopatías) para que salgan a la escena pública donantes embargados por un movimiento de generosidad colectiva24. La emisión de televisión, que da su nombre al Téléthon y a lo largo de la cual se recogen las donaciones, está totalmente dirigida, tanto en su desarrollo como en su preparación, hacia la fabricación de una red abundante de vínculos que mantienen a los protagonistas y los hacen cada vez más dependientes unos de otros. La televisión posee esta maravillosa facultad de recomponer el tiempo y el espacio. Hace presentes los compromisos pasados y hace visible lo que habría podido caer en el olvido. Convoca en una misma escena telespectadores lejanos, donantes institucionales, investigadores, miembros del Lyons Club, industriales y enfermos con sus familias: a medida que se van sucediendo las intervenciones, los animadores despliegan un conjunto de vínculos y asociaciones, viniendo cada nuevo vínculo a añadirse a los precedentes y acabando la emisión por no ser más que un largo inventario, abierto, de las relaciones que se tejen y se enredan. Removiendo estos vínculos, agitándolos por antena, la televisión emociona y conmueve, ya lo dice la palabra, al telespectador. El cálculo no está completamente ausente, pero no se realiza como en el formateo del interés, sobre una operación de cierre, o incluso de maximización.

No se trata de una contabilidad cerrada y equilibrada, sino de una contabilidad abierta que registra los vínculos y las relaciones a medida que se establecen para mostrar su carácter indefinido. La carga de esa extraña contabilidad, que no tiene otra razón de ser que mostrar el irresistible movimiento de los desbordamientos, es incumbencia del contador del Téléthon, presente a lo largo de toda la emisión, y sobre el que se va registrando minuto a minuto el importe de las promesas de donación. El recuento nunca es bueno, ya que el contador no cierra. Se trata de un instrumento de nuevo tipo, perfilado por un régimen de donación, que no tiene otra función que la de seguir en continuo, guardándolos en la memoria, la creciente profusión de los vínculos y de las asociaciones que tejen los donantes con los enfermos y los investigadores, manifestando visualmente que la lista no está cerrada. La carrera para conseguir el récord, ya que cada Téléthon debe superar al anterior, no tiene otra razón de ser que organizar este desbordamiento y convertirlo en un fin en sí mismo. Y tal como muestra la energía desplegada para la orquestación del Téléthon, no es más sencillo organizar ese desbordamiento y levantar el inventario de los vínculos que establecer los cuadres rigurosos que requiere una economía de mercado. Para inclinarse hacia el don, ¡no basta con dejar que las relaciones se desplieguen protegiéndolas de las fuerzas del utilitarismo! El don, el desinterés no son ni más artificiales ni más naturales que el intercambio y el interés: ambos son el efecto de acciones colectivas debidamente formateadas25.

Evidentemente, las dimensiones de las inversiones de formateo depende de las circunstancias y del dispositivo a establecer. Pero en todos los casos, los agentes están atravesados por inversiones alternativas, como lo demuestra esta escena primitiva que se desarrolla en una granja situada en pleno monte bajo de Córcega, a sesenta kilómetros de Ajaccio. La temporada del brocciu acaba de empezar26. En la habitación donde Madame Casalta fabrica el queso, se apretujan los vecinos y amigos que parlotean esperando su parte de brocciu. Madame Paoli, anciana señora de ochenta años, interviene con su voz alta y aguda en todas las discusiones. Se encuentra visiblemente en su casa porque la patrona la llama por su diminutivo, como a alguien de la familia. Llega el momento de pagar. Madame Paoli se arregla para presentarse la última a Madame Casalta en la habitación vecina donde se ha instalado una mesa, una especie de mostrador que enmarca la transacción mercantil. El brocciu se pesa, se envuelve en una bolsa de plástico, y cambia de manos al mismo tiempo que el billete de 50 francos ofrecido por Madame Paoli para saldar toda la cuenta. Una vez ha guardado el billete en la caja de acero blanco que hace las veces de caja registradora, Madame Casalta concluye el intercambio con un sonoro: «Gracias, Madame Paoli; ¿volverá mañana a comprar más?». La frase produce su efecto y hace enrojecer de indignación el rostro de la anciana dama que se vuelve hacia el sociólogo: «Cada vez es lo mismo. Ella sabe que eso me da rabia. Dese cuenta, la conozco desde que era pequeña. Soy incluso la madrina de su hija. “Comadre” en corso quiere decir madrina, señor, es mucho más fuerte que en francés. Soy como la madre de su hija. ¡Y me trata de Madame Paoli cuando voy a pagar!». La indignación es el único recurso del que dispone para intentar un formateo alternativo, para hacer inoperante el encuadre y la internalización tan cuidadosamente preparadas por Madame Casalta, con el cobertizo convertido en sala de ventas, la mesa-mostrador, la caja registradora, y la fórmula de cortesía que al establecer una relación entre extraños se revela ofensiva.

Confrontada a ese formateo mercantil al que pretende resistir, la anciana señora no tiene otro recurso que hacer proliferar las relaciones, las asociaciones, a fin de hacer bascular la transacción hacia el régimen de donación: «Soy la madre de su hija». Se puede ver que la transacción puede ser indiferentemente formateada en el modo mercantil o en el modo del don. Pero el formateo, sea cual sea, es costoso y supone un mínimo de inversiones, siendo la indignación y apelar a los testigos lo único que está al alcance de la anciana señora, a quien su silencioso marido apoya con un movimiento de cabeza. Estamos lejos del Téléthon, pero es la misma historia la que se desarrolla. ¿Estamos en el mercado o en el desinterés? Ello sólo depende de la capacidad de los agentes para enrarecer las asociaciones o hacerlas proliferar, para organizar el encuadre o dirigir el desbordamiento. Se trata de lo que nos advirtió Thomas: «The transformation and contextual mutations of objects cannot be appreciated if it is presumed that gifts are invariably gifts and commodities invariably commodities27». La única cosa que marca la diferencia es la estrategia de intrincación o de desentrincación que se utiliza. El formateo del don vale tanto como el del interés.

Llevemos la simetría más lejos. Ya que hacen falta tantos esfuerzos, ingenio e investigación para hacer proliferar relaciones como para encuadrarlas, es posible que las ciencias sociales presten sus fuerzas a la empresa. Es ahí donde el trabajo de los antropólogos simétricos como Nicholas Thomas es nuevamente valioso. Su posición es sutil. Él no repudia toda diferencia entre donación y transacción mercantil y le seguimos en este punto, adoptando incluso su solución. Lo que él combate es la idea de un gran reparto entre sociedades mercantiles y sociedades de donación. Y para mostrar la inanidad de una oposición similar, tiene que revisitar la antropología que, al menos en una determinada época, se ha dedicado a la única finalidad de radicalizar las diferencias, de hacer infranqueable el abismo entre desinterés e interés. Este trabajo le lleva a retomar Malinowski para volver a sumergirse en el corazón de la kula y mostrar que, contrariamente a lo que afirma este último, aquí las transacciones comerciales son numerosas; transacciones comerciales que suponen una simple desintrincación y no la existencia de un mercado formal, con una oferta y una demanda constituidas que negociarían unos precios. Demuestra posteriormente que las realidades son compuestas, híbridas, y que sólo se puede hablar de un régimen del don cuando se postula la existencia de una economía de mercado28.

¿Por qué los antropólogos tienen tanta facilidad para mostrar que no existe ningún caso de encuadre mercantil que no desborde inmediatamente de las relaciones sociales? Porque la antropología es una disciplina como la economía y, ella también, formatea las relaciones, pero de otra manera. Del mismo modo que la economía-disciplina no tiene otra ambición que internalizar, encuadrar, enrarecer, y hacer calculables unas transacciones, la antropología cultural se otorga como único objetivo hacer visible lo invisible, manifestar lo que estaba disimulado y latente, desvelar mecanismos ocultos en el inconsciente colectivo, mostrar la multiplicidad de las capas y de los niveles que requieren estas thick descriptions tan caras a Clifford Geertz. El antropólogo no carece de herramientas para hacer emerger relaciones sociales tras el intercambio y para formatear el desinterés. Le basta con mostrar la singularidad de una situación, multiplicando los testimonios y los puntos de vista, o aún más eficazmente reconstruyendo la historia de las transacciones.

Evidentemente, la carga del formateo del desinterés no se halla sólo sobre las espaldas de los antropólogos. Los agentes son también absolutamente capaces de producir las herramientas y los dispositivos que permitan el don y el desbordamiento necesarios para el encuadre y la internalización. Esta antropología centrada en las competencias de los actores —competencias que no explican la generosidad de los actores, sino su capacidad para participar en la empresa de formateo del desinterés— queda en gran parte por hacer; pero hemos sugerido su posibilidad en los dos escenarios precedentes, el del Téléthon y el del brocciu. El contador, por ejemplo, no es un invento de los antropólogos, sino de los diseñadores de la emisión. Ello no excluye que las ciencias sociales se movilicen (o sean movilizadas) para participar en el establecimiento de un dispositivo más amplio que produzca siempre más desbordamientos e intrincación, como por ejemplo en las encuestas destinadas a conocer las motivaciones de los donantes o las reacciones en directo de los telespectadores: el reto, común al contador y a los sociólogos, es seguir muy de cerca los desbordamientos no para encuadrarlos, sino para dejarse llevar por ellos y darles todo el espacio que necesitan para desplegarse. Las ciencias sociales, como se puede ver, ya no son prisioneras, si nuestra hipótesis es exacta, de una distinción paralizante entre el don y el intercambio mercantil. Una vez convertidas en simétricas, pueden estudiar tanto las operaciones de encuadre como las de desbordamiento.

6 ¿Es el capitalismo «el horizonte insuperable de nuestra época»?

La constatación comúnmente admitida por la que hemos empezado, la de la ineluctabilidad del capitalismo, se ha reformulado actualmente en unos términos un poco diferentes. Ya no se trata de juegos de suma cero, sino de que lo que uno gana, el otro lo pierde. Ya no se trata únicamente de seguir el desplazamiento de un cursor que marque el grado de desterritorialización conseguido. Se trata de inversiones de formateo a partir de las cuales hay quien fabrica utilitarismo y quien fabrica desinterés. Es, por lo tanto, a su dinámica a la que hay que ligarse.

¿Qué pasa con nuestros regímenes de movilización, con lo que nosotros llamamos capitalismo? No decimos que escapen a las relaciones. Sería volver al estudio únicamente de las internalidades y tomar el capitalismo por lo que dice que es, por lo que se esfuerza en ser, por lo que los economistas performan. En nuestros regímenes, compartimos con cuidado las internalidades que hay que tener en cuenta y todo el resto, inmenso, indefinido, que remitimos al estatuto incierto, sorprendente, consecutivo, de externalidades positivas o negativas. Los ingredientes son los mismos que en otros lugares, las familias, el bosque, los dioses, las verduras, los cerdos, las molestias. Son, efectivamente, como uno de nosotros ha señalado en otro lugar, indefinidamente más numerosos y cuentan con un elevado número de no-humanos socializados literalmente y no simbólicamente en el seno del colectivo29. Pero continúa siendo cierto que el reparto es diferente: todos esos elementos indefinidos se toman como externalidades que no cuentan en el mismo momento, en la misma temporalidad que lo que está incluido en el cálculo. Es esta la diferencia entre lo interior y lo exterior, entre lo que cuenta y lo que no cuenta, entre lo que es conmensurable e inconmensurable, entre lo que es calculable y lo que es incalculable, entre lo que está presente ahora y lo que se presentará quizás más tarde, lo que permitirá, a algunos, llamarse libres de cualquier deuda con quien sea.

No es el intercambio de equivalentes lo que es importante en capitalismo —lo que tiene lugar sobre la escena estrecha y encuadrada de las internalidades— sino la inconmensurabilidad que se asegura entre el intercambio de equivalentes por un lado, y por otro, la multiplicidad difusa e incalculable —en sentido propio— de las externalidades. La fabricación de intercambios de equivalentes sólo es posible si las internalidades difieren absolutamente de las externalidades. Sin esta producción forzada de inconmensurabilidad, nada evidentemente sabría equi-valer a otra cosa. Nada, sobre todo, sabría acabarse y limitarse; cada desplazamiento de una persona o de un bien se reflejaría en el conjunto del colectivo, la apropiación se haría ilegible, el propio beneficio no podría inscribirse, ya que las consecuencias indefinidas vendrían a ahogar instantáneamente las ventajas adquiridas costosamente en la situación bien encuadrada del intercambio. Desde Locke, la atención se ha dirigido obstinadamente al intercambio de equivalentes, que no tiene, en la práctica, ningún tipo de privilegio, ya que sólo es el resultado provisional de una producción de inequivalencias, bajo la forma de externalidades, que se han rechazado en la oscuridad pero que esperan más o menos ruidosamente su hora.

Si bien no hay que minimizar la diferencia, no hay tampoco que exagerarla. Las sociedades no capitalistas no son más capaces de externalizarlo todo que los capitalistas de internalizarlo todo. En efecto, en todas las sociedades precapitalistas existen tipos de relación que se parecen extraordinariamente a los del capitalismo así redefinido. Se trata de todas aquellas que se comprometen con auténticos extraños o las que se esfuerzan en poner distancia entre las personas, como en el caso de Madame Paoli. En los márgenes de las sociedades, en los mercados a largo plazo, la máxima capitalista se aplica obstinadamente: «Efectúa intercambios que sean susceptibles de acabarse de una vez por todas, a fin de ser libre; ellos no son de tu mundo y quizás no los volverás a ver nunca». De modo inverso, el capitalismo no es nunca como se cree, definitivamente libre de cualquier deuda con quien sea, como acabamos de decir. Al contrario, existen relaciones de confianza —entre banqueros, entre clanes, entre camarillas, entre mercados, en las relaciones entre proveedores— para los que la ley de hierro de los demás regímenes se aplica completa y obstinadamente: «Actúa de modo que no seas nunca libre, a fin de no tratarme como a un perfecto extraño». El trabajo para prohibirse calcular fracasa en ambos regímenes, tanto en el capitalismo como entre los salvajes.

Al reconocer la aplicación de la máxima de uno de los regímenes en la del otro, quizás se comprende cómo se pasa de uno al otro, aunque la historia de este paso no debe retenernos aquí. Para pasar del primer régimen al segundo, basta con efectuar dos pequeñas, dos minúsculas deformaciones: tratar a los próximos como a perfectos extraños con los que se será libre, y tratar a los extraños lejanos como a íntimos de los que nunca se será libre. El capitalismo no es el monstruo extraterrestre que habría venido a destrozar a la antigua humanidad primitiva y antiutilitarista que se bañaba hasta ese momento en el Edén del don. Se trata sin duda de un monstruo, pero su teratología, como la de los terneros de dos cabezas y las ranas de tres ojos, se explica por razones absolutamente terrestres: basta con deformar ligeramente el único reparto entre lo que se calcula y lo que no debe calcularse a ningún precio —el paradigma del desinterés— para obtener lo que no es en ningún caso su inverso, o su antónimo, sino estrictamente su anamorfosis, es decir, la proyección de una superficie sobre otra superficie.

Reconocer una deformación no vuelve a atenuarla sino a reemplazar una discontinuidad brutal por una transición continua. Hay algunas cosas espantosas, efectivamente, en el hecho de tratar a los próximos, con los que hasta aquí se entremezclaban todos los intercambios, como a extraños de los que se es libre. Alguna cosa, en efecto, se ha quebrado, ese es justamente el objetivo. Sí, a lo indefinido del intercambio le ha sucedido el cálculo gélido del interés. Pero, ¿qué es lo que hiela en este cálculo? Que puede acabarse. Mi pariente próximo, mi protegido, mi servidor, mi padre quizás se hallen repentinamente tratados como extranjeros lejanos que no se volverán a ver jamás y con los que el intercambio tenía como objetivo ser libre; digámoslo aún más brutalmente, que el intercambio tenía como objetivo abandonarse para siempre. Existe todavía algo más espantoso, efectivamente, al ver a este antiguo próximo, convertido en extraño, rendir cuentas a unos íntimos, situados a centenares o millares de kilómetros de allí, y obligado a encontrarse respecto a ellos en una situación de total e indefinida dependencia. Todo lo indefinido del intercambio, que servía para unir localmente a las personas de un mismo pueblo, sirve ahora para atar de pies y manos a un agente local que no se liberará nunca de la dependencia de los lejanos, con los que no cumplirá nunca más. Este doble espanto se encuentra en la imagen que los capitalistas creen dar de los primitivos, siempre confinados por el estrecho marco de su tribu y siempre escandalosamente incapaces de colocarse de una vez por todas en el mercado mundial con “culturas de renta” que les arrancaría finalmente de su vida despreocupada.

El liberalismo como teoría del capitalismo exagera la distinción entre los regímenes. Se equivoca dos veces, en efecto, al reemplazar el trabajo de recorte y el trabajo de relación por leyes universales que vienen directamente de la epistemología. El corte furioso que hace tratar brutalmente a próximos como extraños, el liberalismo lo analiza como la liberación finalmente consumada respecto a un pasado arcaico que hacía imposible hasta aquí el «desarrollo de las fuerzas productivas» al relacionar el intercambio con consideraciones sociales y morales. En lugar de ver el trabajo de formateado que abandona las externalidades, el liberalismo ve la irrupción de la racionalidad poniendo fin a la barbarie o al salvajismo. Según él, el fondo natural de la humanidad emerge finalmente de su envoltorio social y antropológico. Pero el liberalismo se ciega una segunda vez, ya que se disimula el pequeño grupo de comparsas, de cómplices, al que el intercambio local se encuentra ahora afiliado a la fuerza. Sustituye los grupos, clanes, camarillas por el “mercado mundial”, pretendidamente desterritorializado, que no conocería ni demora, ni patria, ni freno. Los vínculos perdidos con los próximos convertidos en extraños, el liberalismo los pierde nuevamente en un vasto mundo de sueños y de leyes universales que se aplicarían sin agentes, sin telégrafos, sin facturas, sin oficinas, sin instituciones, sin territorios. Lo universal de las leyes económicas oculta, por lo tanto, al mismo tiempo, la producción local de extraños apartados y su relación local con grupos lejanos en cuyo seno la confianza y la intrincación juegan un papel cada vez más importante. Por dos veces consecutivas el trabajo de relación y de separación se pierde a causa de esta loca idea de que podría existir un capitalismo sin vínculo.

El liberalismo es perdonable, ya que acompaña performativamente a la producción del capitalismo por sí mismo, participa en ese esfuerzo por separar las internalidades de todas las externalidades; pero ¿qué decir de sus enemigos, de aquellos que estarían, sin embargo, directamente interesados en no creerlo? Esos son imperdonables porque creen de veras que existe un capitalismo mundial desterritorializado cuya evolución no conoce ninguna otra ley que él mismo y que sería, en efecto, universal y ahistórico, inhumano, y si se osa decir, anantropológico. Los enemigos del capitalismo, por una terrible ironía que explica bastante bien el obstinado fracaso de varias izquierdas sucesivas, aceptan bajo palabra que el liberalismo avanza, salvo que hallen detestable esa ley universal que el otro celebra como una maravilla. Se indignan por todo lo que el capitalismo ignora, pero aceptan creer que no hay externalidad y que el intercambio gélido de los intereses ordena efectivamente el mundo, en todo caso el mundo producido por el capitalismo. Más extraño aún, aceptan creer que el capitalismo, después de haber roto todos los vínculos de la sociedad, existe efectivamente sin territorio y sin patria, mientras que las adhesiones precisas a lugares y grupos precisados mediante inscripciones precisas deberían ponerlos sobre la pista de los territorios donde se ha desplazado simplemente la interacción. Lo que el liberalismo corta y oculta, los enemigos del liberalismo lo cortan y ocultan aún más. La razón de esta exageración se comprende fácilmente: los capitalistas saben lo que hacen y, por tanto, saben lo que ignoran, sienten la presión de las masas incalculables que externalizan y de los vínculos locales que se estrechan hasta estrangularlos.

Los enemigos del capitalismo sólo ven la escena brillante en que se pavonea el capitalismo, y por lo tanto se indignan tanto con el intercambio como con el mercado mundial. No existe intercambio, sin embargo, y menos mercado mundial, salvo para ignorar que los conjuntos tienen siempre complementarios.

Para deshabituarnos de esta fascinación complaciente, hay que empezar a entender, en nuestra opinión, el término capitalismo como el de orientalismo30. Entre todos los exotismos, éste es el más pernicioso. Al tratarlo como una deformación local de la antropología ordinaria, se evita exagerar la diferencia que se esfuerza tanto por introducir; en todo caso, no se le ayuda en absoluto, que es lo menos que se puede exigir de los que se dicen sus enemigos. Pero hay que hacerlo aún mejor, y explicar en parte lo que está en el origen de la deformación.

El hilo que el liberalismo corta y que a los anticapitalistas les cuesta tanto volver a encontrar no tiene, sin embargo, nada de invisible. Se da por la introducción en todos los puntos de redes nuevamente trazadas de elementos científicos y técnicos, en el sentido amplio del término, que permiten la dislocación de los marcos temporales y espaciales31. En efecto, ¿cómo llegar a tratar a los próximos como a extraños y a los extraños como a próximos, sin dislocar las definiciones de lo local y lo lejano, del pasado y del futuro? ¿Y cómo obtener esos efectos de desgarramiento, apego, alejamiento, de relaciones a largo plazo, de acción a distancia, sin la mediación de esos innumerables agentes producidos por las ciencias y las técnicas32? Sin ellas, la capitalización sería una palabra vacía, y no habría nadie que pudiera desligarse de modo duradero de sus próximos y conectar, a través del abismo del tiempo y del espacio, a camarillas lejanas. Incluso Dios, del que tanto se ha hablado como patrón —en todos los sentidos del término— de la capitalización, no tendría ningún efecto sobre el desgarramiento y el apego. Hay que hacer historia de las ciencias, de las técnicas y de la metrología hasta el fin. Es ésta quien, efectivamente, nos ofrece los medios prácticos para explicar la ruptura de las localidades, y quien nos permite reemplazar la ilusión de un mercado mundial por una serie de redes de poder enteramente trazables y asignables.

Si bien la historia de las ciencias sociales es indispensable para comprender cómo el formateo del capitalismo es posible, únicamente la historia de las ciencias exactas permite comprender cómo ese formateo se convierte en real. Lo que deforma el paradigma del don y lo que causa esa ligera excrecencia, esa anamorfosis local, es una cierta configuración de las ciencias y las técnicas: decimos cierta porque, como veremos más adelante, las ciencias y las técnicas no están necesariamente ausentes del formateo del don. Al reintroducirlas en escena, allí donde tanto los enemigos del liberalismo como sus adeptos no veían más que rupturas y discontinuidades, sólo veremos continuidades, asociaciones, redes. Las leyes universales del liberalismo reinan como dueñas y señoras, nada puede oponerse a ellas sin irracionalidad; en cuanto al anticapitalismo, se basa en un exotismo confuso que permite admirar el mercado mundial y detestarlo sin riesgo, ya que no es posible ampliarlo ni cambiarlo completamente. Pero una red de hilos asignables sí se puede cortar.

7 ¿Cómo actuar correctamente frente al capitalismo?

Ahora que ya hemos esbozado nuestra hipótesis, ¿qué hacer contra el capitalismo? En primer lugar, evidentemente, no creer en él. Este ateísmo, este agnosticismo nos parece mucho más importante que el otro, que ha perdido literalmente su objeto. El capitalismo, en singular, sólo es el formateo furioso de todas las interacciones bajo el reino único y singular “del” capitalismo. Sí, ¡el capitalismo es nuestro único horizonte pero afortunadamente no existe! La primera regla de método, de política y casi de moral es, por tanto, ese imperativo categórico: no hacer nada en sus actos, pensamientos, investigaciones, que unifique más o haga existir más al capitalismo como único resorte de su propio desarrollo. Aquí tenemos ya una buena regla para liberarse de un gran número de propósitos del liberalismo, y para eliminar del antiguo marxismo todo lo que se debía a una fascinación malsana por ese monstruo al que había que derribar “dialécticamente” acabando con él —las ruinas de esa locura aún están entre nosotros; ¡el viejo topo33 ha debido perderse en sus galerías, ya que yace aplastado entre los escombros!-

Posteriormente, respetar a los economistas en lugar de quejarse insistentemente que no sabrían ni prever ni calcular. La atención apasionada a la práctica performativa de la economía como disciplina debe ser el sustituto de la ironía fácil y la denuncia simple de sus límites. Es evidente que tiene límites; es justamente por ello que existe y reina, para limitar, acotar, encuadrar, internalizar el intercambio y hacer algo con ello que pueda limitarse a lo que dice. La economización se convierte en el monstruo cuya extensión, y cuyos medios y cuasi-laboratorios hay que seguir, y del que hay que mostrar incansablemente las dificultades y avivar las controversias. La economía no es el fondo del mundo, el fondo de la humanidad, el fondo de los intercambios, sino su superficie, superficie brillante y rutilante. Lejos de acotar definitivamente el horizonte con leyes universales, insuperables, indiscutibles, a la economía, más que a todas las demás ciencias sociales, se le puede dar la vuelta, está hecha para ello y no, como creían los sociólogos de lo social, para ser imitada ni, como piensan los antiutilitaristas, para ser combatida.

La tercera regla de acción se deduce de nuestro razonamiento: el capitalismo no existe como un conjunto, sino como el conjunto de un complementario. Añadámosle las externalidades que produce, y el capitalismo deja de existir como capitalización, apropiación, beneficio. Deja incluso de diferir radicalmente de su pasado precapitalista, y evidentemente de su futuro no-capitalista. El capitalismo, en este sentido, no tiene ni pasado, ni presente, ni futuro. Entendámonos: existen innumerables efectos, pero no desea justamente describirlos en su orbe, ya que los remite, al menos provisionalmente, al estatuto de externalidades. La cuestión resulta por tanto: ¿cómo considerar al conjunto y su complementariedad, o formulada de otro modo, cómo manejar las externalidades?

Evidentemente, ya lo hemos indicado, no se puede pedir a la economía que las absorba todas; ello sería contradictorio con su objetivo que es crear el espacio calculable y gobernable para la producción de internalidades. La economía puede ir sacando provecho de lo que la supera, pero no hay que maltratarla. No se puede permitir que la sociología del embeddedness, que sustituiría la idolatría del capital por la de las relaciones sociales o los marcos institucionales, no se haga cargo de las externalidades. Las sociologías de lo social creen hacerlo bien al envolver el mundo económico en el sentido estricto de un mundo económico, en sentido difuso; pero, al hacer esto, pierden justamente el sentido exacto de la diferencia inconmensurable que separa a las internalidades y las externalidades. Creyendo denunciar los intereses, los cálculos maquiavélicos, las maniobras, las relaciones de poder, los conflictos de intereses, no “empotran” la economía soñada en una sociedad real, sino que aniquilan las externalidades haciendo del mundo social un simple bantustán de la economía como disciplina. Por su culpa, la sociología se ha convertido, al menos en algunos de sus ámbitos oficiales, en economía sin cálculo, una gran empresa de preformateo de la transacción mercantil. Esta empresa no es en absoluto indigna (ya volveremos sobre ello), pero no es la única posición posible.

Por lo tanto, la cuestión sigue siendo: ¿cómo manejar las externalidades producidas incesantemente por las máquinas de formatear de las ciencias sociales? Evidentemente cambiando de terreno, situándose en una lógica del formateo del don, es decir, de proliferación de asociaciones, de fabricación de entanglement. La antropología económica está ahí para demostrárnoslo. En lugar de distinguir lo que entra en el intercambio acabado y lo que es indefinido e inconmensurable en el intercambio, los demás regímenes trazan la movilización de los bienes y de las personas a fin de que no se acabe nunca, a fin de que no se sea nunca libre. Estas marcas señalan los apegos, subrayan la existencia de vínculos, fabrican una memoria de las asociaciones siempre disponible y lista para surgir en el momento de la transición, para hacer actual el pasado, presente lo lejano. A semejanza de la antropología económica, de la que hemos visto el papel que podía jugar en esta lógica de la intrincación (no cerrar nunca la lista, multiplicar las ramificaciones y enredos), las ciencias y las técnicas duras pueden movilizarse para fabricar marcas, para señalar apegos, sin por ello permitir la contabilización, el requerimiento de vínculos e intercambios. Igualmente, hacen posible la coexistencia y la disyunción de ambos regímenes34. Estos dispositivos que establecen la exterioridad de ambos regímenes, organizando las diferentes inversiones en formateo, haciéndolas compatibles y conectables, constituyen la respuesta práctica a la cuestión teórica que hemos planteado. Ahí puede encontrarse al mismo tiempo el encuadre y la proliferación de asociaciones. Sin embargo, el encuadre ya no es concebido como una reducción mutiladora de la realidad, ni el desbordamiento se asimila a un vestigio del paraíso perdido. El encuadre permite la acción calculadora y eficaz; la intrincación hace presente el cuerpo social.

Esa posible coordinación de los formateos y su puesta en compatibilidad desemboca en una mejor apreciación de los dos regímenes. La virtud del mercado es que lo hace criticable a los ojos de los antiutilitaristas: permitir cálculos, facilitar la expresión de intereses particulares divergentes, multiplicar transacciones que permiten a las partes ser libres. Constituye, desde este punto de vista, una máquina de gran eficacia para multiplicar los valores de uso, hacer compatibles planes descentralizados y movilizaciones de recursos. Por el contrario, la virtud del don es tejer la trama del tejido social fabricando apegos, volviendo a dar vigor y extensión a los vínculos y asociaciones. Los dos en conjunto resuelven la cuestión del colectivo. El intercambio mercantil individualiza, internaliza, fabrica y separa agencias calculadoras e interesadas que, una vez acabada la transacción, son libres de toda obligación; el don, por el contrario, hace proliferar los apegos ligando de manera indefectible las existencias unas a otras. El frío y el calor son necesarios para la maquinaria social, e incumbe al político el delicado ajuste de ese extraño ciclo de Carnot. Político que en ningún caso debe confundirse con los poderes públicos y el gobierno, ya que el Estado es tan superficial y formateado como el mercado.

Esta hipótesis permite salir de la calamitosa oposición entre “el mercado” y “el Estado”. La política no tiene nada que ver con una esfera que habría que añadir a la esfera económica —o que sería necesario, al contrario, hacer desaparecer a fin de “liberar” las “fuerzas del mercado” —. La política surge en cualquier lugar donde los actores tomen la palabra para hacer proliferar asociaciones: «Existimos y nuestra existencia se confunde con la vuestra. No intentéis escapar, demasiados lazos nos unen». Habrá una marca pero ésta no podría distinguirse en dos elementos, una inscripción contable por un lado, y por otro lado, algo indefinido que no se cuenta. La movilización de los transportistas nos lo recordaba ayer: existen mil maneras de hacerse presente fuera del intercambio de equivalentes y de romper el escenario de las internalidades a fin de aumentar la intrincación e impedir que se sea libre. Los caminoneros furiosos no estaban pidiendo una indemnización, sino que describían a nuestros ojos la trama del colectivo que formamos con ellos, exigiendo que se reconsidere el frágil y provisional equilibrio entre formateo mercantil y formateo del desinterés. Igualmente, Bernard Barataud, presidente de la AFM, cuando arbitra entre los poderes públicos, las financiaciones ligadas al don colectivo y a las inversiones privadas para decidir el apoyo a las investigaciones de base, al desarrollo o a la subvención de las prótesis para enfermos, se lanza a este trabajo político fundamental: establecer el equilibrio y las complementariedades entre los diferentes formateos. Trabajo que supone incesantes investigaciones para sond(e)ar los riñones y los corazones de los donantes y hacerles expresar lo que quieren, y especialmente porque piensan que la generosidad pública debe y puede sustituir al Estado o a las inversiones de las potentes empresas industriales.

Si ninguna ciencia social puede hacerse cargo de las externalidades, salvo por lo que respecta a participar en su inscripción y en su internalización, la vida política puede. No existe una esfera económica que ate de pies y manos a la esfera política. Existe un formateo superficial de las interacciones, que remite a una masa indefinida de relaciones al estatuto de externalidades. Éstas, en consecuencia, constituyen el ejército de reserva, siempre disponible, siempre visible, que puede venir en cualquier momento a complicar, o más bien a implicar, podríamos decir incluso a “comprometer” a la economía. Aprovechadas por la política, las externalidades no vuelven como intereses contra otros intereses, sino como extraños que piden ser próximos, como consecuencias inesperadas que exigen ser esperadas, presentadas, aceptadas, incluidas. Permitir a ciertos actores, multiplicando las marcas y los índices no capitalizables, convertir en incalculables las consecuencias de un capitalismo que no deja de construir y de extender centros de cálculo; ésta podría ser la modesta contribución de las ciencias sociales al formateo del desinterés, pero con una condición: que se despidan de esta moral de contable: el cálculo de las relaciones de poder al que no dejan de dirigir su indignación moral contra cualquier forma de cálculo