No pretendo con este trabajo ser original ni alardear de adentrarme en un tema nuevo. Por el contrario, lo que pretendo es traer a la memoria un tema viejo, pero del que aún pueden extraerse grandes enseñanzas para los tiempos que ahora corren. Es más, creo equivocada esa necesidad que parecen tener los científicos sociales de estar siempre “a la última” en los temas estudiados y si es posible incluso estar “a la siguiente de la última”, pues con frecuencia ello no lleva sino a modas estériles y, olvidando al viejo Guillermo de Ockham, a multiplicar los entes sin necesidad y, con nombres nuevos, a estudiar fenómenos ya conocidos. Además, todo ello tiene también otra implicación, a mi juicio más peligrosa, consistente en olvidarnos de temas fundamentales sólo porque son viejos y/o ya no están de moda. Y así, por aproximarme ya al terreno que aquí me interesa, hoy día que tanto se habla de capital social (véase Putnam, 2002, 2003) y de la importancia que tanto para la salud psíquica y hasta física del individuo como para la de los pueblos y de la comunidad entera tiene el que haya unas extensas redes sociales de comunicación y de relación interpersonal y, sobre todo, de apoyo mutuo y de solidaridad; ahora que tanto se vuelve a insistir en la eficacia laboral del trabajo en grupo y en equipo; ahora que tanto se recalca la eficacia del aprendizaje cooperativo no sólo para objetivos de enseñanza/aprendizaje sino también para el campo interpersonal y social (véase Ovejero, 1990, 2003); etc., se olvida totalmente una experiencia histórica realmente única que hace casi setenta años tuvo lugar en suelo español. Me refiero a las colectivizaciones libertarias, experiencia que en cientos de pueblos puso en práctica la solidaridad y el apoyo mutuo, el trabajo en grupo cooperativo y una educación bien diferente de la oficial y tradicional, tanto en sus fines como en su filosofía subyacente y en sus prácticas cotidianas. Pues bien, aunque todo ello está estrechamente relacionado entre sí, me referiré exclusivamente al tercer aspecto mencionado: la educación libertaria. Porque no olvidemos que las colectivizaciones no hubieran sido posibles sin varias décadas previas de educación libertaria.
Anarquismo español, educación libertaria y colectivizaciones son tres términos que necesariamente deben ir juntos. No obstante, para entender cabalmente estas cuestiones me gustaría hacer estas tres puntualizaciones. En primer lugar, la cooperación en sentido neutro y sin un fuerte componente de solidaridad es algo indiscutiblemente eficaz, pero no necesariamente positivo para la sociedad en su conjunto, pues puede llevar a profundas desigualdades. Y lo que pretendieron los colectivistas libertarios era implementar una cooperación repleta de solidaridad. Es más, es que frente a la definición que daba Lenin de socialismo como electricidad más soviets, yo casi me atrevería a definir las colectivizaciones como cooperación más solidaridad más ideología revolucionaria de transformación radical de la sociedad, transformación que se basaría justamente en la cooperación y en la solidaridad y cuya finalidad última no sería otra que la igualdad entre las personas (recuérdese que las desigualdades tienen consecuencias nefastas de muy diferente tipo, como muestra claramente Wilkinson, 2001). Las colectivizaciones libertarias serían, por tanto, la puesta en práctica real de la máxima “a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades”. En segundo lugar, para los anarquistas españoles, como he mostrado en otro lugar (Ovejero, 2005b), por fuerza tenía que sustentarse todo ello sobre el cambio de mentalidad de la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas, por lo que la educación, tanto la formal como la no formal, inevitablemente se tenía que convertir en el elemento básico y fundamental del proyecto anarquista. Y en tercer lugar, tal educación, libertaria, se basaba en la Razón, de donde le vino el nombre de educación racionalista, dada la inquebrantable fe de los anarquistas españoles en la Razón y en la Ciencia. Al fin y al cabo, el Programa Emancipatorio de la Ilustración aún no se había visto desenmascarado por sus auténticas y reales consecuencias, que no fueron otras que la colonización, Autschwitz, Hiroshima y la destrucción de la capa de ozono. Por tanto, como señala José Álvarez Junco (1991: 66), “es constante en el anarquismo español la presentación de su programa social como ‘el reinado de la razón’, ‘el imperio de la ciencia’, ‘la realización del ideal racional’. Lo cual da una inmensa fuerza a sus argumentos, ya que, por un lado parece evidente que la difusión de la ciencia y de la visión racional del mundo es creciente e inevitable, con el consiguiente retroceso de las concepciones del mundo y de la sociedad basadas en ‘absurdos prejuicios’ como la religión, la magia, el linaje, la violencia, la costumbre, etc.; y, por otro, toda concepción racional se autoafirma”. Por consiguiente, no es raro que los anarquistas, frente al oscurantismo y el dogmatismo clerical, abrazaran entusiasmados los supuestos emancipadores de la Ilustración. Y ello se refleja claramente en su modelo educativo.
Como es conocido, cuando el 18 de julio de 1936 parte del ejército español se sublevó contra el gobierno democráticamente elegido, buena parte de los trabajadores, mayoritariamente anarquistas de la C.N.T., pero también muchos socialistas de la U.G.T., respondieron con la revolución social, revolución que tuvo un gran éxito en aquella parte del país no controlada por el ejército rebelde y que se concretó principalmente en las colectivizaciones, tanto industriales (en Madrid, Valencia y sobre todo Barcelona) como, sobre todo, campesinas: cientos de pueblos en Castilla, en Levante, en Cataluña y especialmente en Aragón, eligieron colectivizarse implantándose espontáneamente el comunismo libertario y comprometiéndose muy activamente en un nuevo concepto de educación. Al fin y al cabo la existencia misma de las colectivizaciones se debió en gran medida a la educación racionalista que habían tenido muchos anarquistas (véase Ovejero, 2005b; Solà, 1978). La revolución social no fue, pues, algo producto del azar ni algo que se produjera por generación espontánea, sino que, como señala Víctor Alba (1991: 35-36), reflejaba especialmente “una larga historia de educación obrera. Los padres de los colectivizadores habían ido a las escuelas del Ayuntamiento de Barcelona -que eran de un tipo muy distinto a las adocenadas del Estado- o a las escuelas sostenidas por sindicatos. Los abuelos de los colectivizadores habían acudido a estas escuelas sindicales inspiradas en el ejemplo de la Escuela Moderna de Ferrer. Los bisabuelos habían formado parte de los coros de hombres organizados por Anselmo Clavé para apartar a los obreros de las tabernas, o, si procedían de fuera de Cataluña, posiblemente habían tenido contacto con algunos de los campesinos u obreros llevados de un extremo a otro de la Península en lo que se llamaba conducción ordinaria, caminando de pueblo en pueblo delante de una pareja de la Guardia Civil, que ni se fijaba en que el ‘perturbador’ señalado por el cacique local que llevaban a otro pueblo para alejarlo de los suyos sería, de hecho, un propagador. Estas tres o cuatro generaciones de educación obrera habían ido creando un ambiente especial, de confianza en sí mismos y de absorción de información de la que los mismos obreros no se daban cuenta, pero que estaban allí, en ellos”. Por tanto, aunque fue un fenómeno espontáneo y totalmente imprevisible, las colectivizaciones no hubieran sido posibles sin el poso que durante varias décadas fue dejando la educación libertaria en miles de trabajadores españoles y sin la firme convicción de los anarquistas españoles de que la transformación radical de la sociedad sólo puede conseguirse a través de la educación y de la cultura. No olvidemos que, como escribe Alejandro Tiana (1987: 87), “ante todo, es preciso señalar que el anarquismo español dedicó siempre una atención especial a la educación dentro de su estrategia revolucionaria (véase Álvarez Junco, 1976). Baste con recordar el conjunto de resoluciones sobre enseñanza aprobadas por la C.N.T. en sus congresos de 1910, 1919, 1931 y 1936 (véase González y Revilla, 1981), aparte de numerosos plenos, plenarias y asambleas orgánicas de todo tipo. Ese interés por la educación sería valorado por sus contrincantes políticos como un factor decisivo para explicar la importancia de la C.N.T. y su extensión entre las clases trabajadoras”. Y más en concreto, las colectividades siguieron en gran medida las teorías y las directrices de la Escuela Moderna de Francisco Ferrer, que destacaban tanto por su originalidad como por su crítica radical a la organización educativa estatal. Fue, en definitiva, el tipo de educación libre, cooperativa, solidaria y crítica que habían recibido miles de obreros anarquistas lo que provocó que, al darse las circunstancias propicias, surgieran espontáneamente las colectivizaciones libertarias. De ahí que Walter L. Bernecker (1982: 113) llegara a afirmar que “los anarquistas fueron sorprendidos por el movimiento colectivizador”. Incluso un militante tan significativo como Mariano Vázquez, en un mitin celebrado en Barcelona el 9 de agosto de 1936 dijo: “Dicho de otro modo, señores, burgueses, si hay comunismo libertario, es asunto de la base, pero la frenamos lo más posible” (Solidaridad Obrera, 11 de agosto de 1936: 4-5). De hecho, podríamos definir el anarquismo como “la permanente exigencia de libertad individual en los terrenos más diversos, la autogestión y el federalismo como soluciones políticas y económicas, la fe en la cultura como instrumento emancipador o las críticas al dogmatismo y al dirigismo como tácticas revolucionarias.” (Álvarez Junco, 1991: 11).
Está muy extendida la falsa idea que identifica anarquismo con violencia e incluso con terrorismo. Ciertamente hubo violencia y terrorismo en el anarquismo español, pero ni estuvo tan extendido como desde tantos lugares se quiere hacer creer, ni esa violencia fue siempre contra las personas, sino que con más frecuencia lo fue contra la propiedad, ni fueron los anarquistas los protagonistas de todos los actos de violencia que se les ha imputado, siendo en ocasiones incluso la propia policía la responsable con el objetivo explícito de culparles a ellos, además de que otras veces la violencia anarquistas fue una reacción a la violencia que la patronal o la propia policía ejercía contra ellos (véase sobre ambos aspectos la película La verdad sobre el caso Savolta, basada en la novela que con el mismo título publicó Eduardo Mendoza). Sin embargo, aunque es cierto que sí existió un sector violento dentro del anarquismo español, hubo también otra tendencia, que además fue siempre mayoritaria en el movimiento libertario, pacífica y hasta pacifista (véase Álvarez Junco, 1991), que tenía puestas todas sus esperanzas en la cultura y en la educación como auténtico motor del cambio social. A diferencia de los marxistas, ellos creían que era el cambio de las mentalidades, a través de la educación, y no la lucha de clases, el principal instrumento para transformar radicalmente la sociedad. En efecto, y frente a la minoría que defendía la violencia para conseguir la sociedad libertaria, la mayoría optaba sin titubeos por la educación y la cultura que llevan a cambios sociales profundos a través de la modificación de las mentalidades y la internalización de los valores libertarios. De hecho, “entre los anarquistas, el planteamiento es, en principio, tajante: cada militante debe realizar una ‘revolución interior’, fundamentalmente intelectual, antes de poder aspirar legítimamente a transformar la sociedad..., y sólo cuando, gracias a la cultura, se haya creado un número considerable de seres ‘conscientes’ de sus derechos y liberados personalmente del militarismo, la religión, los vicios y la ignorancia de la sociedad actual, será positiva una acción revolucionaria tendente a derribar las estructuras sociales y sustituirlas por otras en las que esos individuos transformados previamente puedan iniciar la práctica de la libertad. Esta revolución previa no es, para empezar, exclusivamente intelectual, sino que debe afectar también al conjunto de los sentimientos y de la conducta del revolucionario.” (Álvarez Junco, 1991: 519). Más en concreto, “el extraordinario relieve que se confiere a las cuestiones pedagógicas dentro de la filosofía anarquista no sólo se debe a la necesidad de la elevación del nivel cultural del pueblo como primer paso para su emancipación política, sino también al valor en sí mismo atribuido a los experimentos educativos.” (Álvarez Junco, 1991: 527).
Por resumir este asunto, digamos que si a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX hubo algún momento en que no estaba claro si el anarquismo español acudía o no a la vía violenta, pronto adoptó la línea pacifista y no violenta, como seguidores en gran medida que eran los anarquistas españoles de la bondad idílica de Rousseau e incluso, en cierta medida, del modelo educativo del Emilio, aunque, evidentemente, con connotaciones propias que venían definidas por su interés revolucionario. En efecto, como señala Álvarez Junco (1991: 517), la violencia no fue “lo típico del anarquismo español. Su fe en la expansión del pensamiento ‘racional’ como motor del progreso histórico es tan inequívoca que se puede observar, en el terreno intelectual, un curioso fenómeno de flexibilidad y concesiones típicamente ‘reformistas’, que son rechazadas con ardor en los demás terrenos”.
En resumidas cuentas, la preocupación por la educación y la cultura ocupó siempre un lugar central en el pensamiento político del anarquismo español, impregnando totalmente la ideología y hasta la forma de vivir de sus miembros, hasta el punto de que en cuanto podían abrían por doquier tanto ateneos libertarios culturales como escuelas libertarias y editaban infinidad de periódicos. La educación libertaria se basaba en las siguientes ideas centrales, ideas que, por otra parte, conformarán la Escuela Racionalista (Tiana, 1987: 89-106):
1) La educación es inseparable de la revolución: “Para los anarquistas españoles, el tema de la educación estuvo siempre estrechamente liado al de la acción revolucionaria. Su relación fue doble: sin educar al pueblo explotado no podría producirse una revolución liberadora y, a su vez, serían las transformaciones revolucionarias las que permitirían culminar dicha tarea educativa... De acuerdo con esta idea, la revolución social, objetivo último de la acción anarquista, no podría llevar a cabo sin un cierto grado de cultura y transformación de las conciencias.” (Tiana, 1987: 89-90). Y es que, contrariamente a los marxistas, los anarquistas tenían una interesante psicología (véase Vidiella, 1934), que no tenían aquéllos, según la cual la conducta humana no depende tanto de las condiciones materiales de vida cuanto de la voluntad y los deseos del propio hombre, dado que el ser humano es, para ellos, un ser esencialmente libre, libertario, por lo que su conducta no puede obedecer a ningún determinismo ni económico, ni histórico, ni siquiera psicológico. En consecuencia, “los anarcosindicalistas españoles mantuvieron la idea de que sus organizaciones debían desarrollar una acción educativa y cultural, permitiendo al trabajador adquirir conciencia de su función social y de su poder colectivo y obtener una formación ideológica que le permitiese plantear y resolver los problemas de la construcción de una nueva sociedad.” (Tiana, 1987: 91). De aquí a considerar que la educación es la tarea fundamental de la revolución no hay más que un paso, que algunos anarquistas dieron, cayendo en una postura que se ha dado en llamar pedagogista, y que defiende que la educación del pueblo conducirá inevitablemente a la revolución. No es raro, pues, que el obrero anarquista dejara de ser analfabeto y se convirtiera en una persona culta, en el más profundo de sus sentidos: le gustaba leer, discutía de temas culturales e intelectuales, asumía el pensamiento crítico, etc. En consecuencia, no es de extrañar tampoco la gran cantidad de personas admirables que a nivel cultural e intelectual produjo el anarquismo español, muchos de los cuales apenas habían asistido a la escuela, a causa de la pobreza extrema de sus familias y de la necesidad que tuvieron de trabajar desde muy niños. Tal vez fuera sobre todo en esos obreros anarquistas en los que pensaba Ortega y Gasset al distinguir tajantemente entre la élite y la masa, o mejor dicho, entre hombre-élite y hombre-masa (véase Ovejero, 2001).
2) La educación debe desarrollarse en y para la libertad: No es raro que exista una estrecha relación entre educación anarquista y libertad, dado que tal vez sea ésta, la libertad, la principal característica del anarquismo. De hecho, las obras de los escritores anarquistas están plagadas de referencias a la libertad (véase Guerin, 1977 y Horowitz, 1975). Claramente lo decía Diego Abad de Santillán (1976): “Nosotros encarnamos el polo de la libertad, el anhelo tradicional de las minorías que pugnaron siempre por la justicia... La anarquía no es negación; es la filosofía más sólida del progreso, la más consecuente, la más armoniosa... presupone la afirmación de la libertad, de la libre iniciativa, del pensamiento y de las manos libres”. Pero ello dependía ante todo de la educación y la cultura, que tanto interesaron siempre a los anarquistas. “Si la libertad es la esencia de la naturaleza humana y debe ser la base de todas las relaciones sociales, lógicamente debe estar presente como objetivo fundamental del proceso educativo. Una educación que no tienda a formar personas libres, no tiene ningún valor; la eficacia de una acción educativa puede medirse por la autonomía que consigue en el educando. Pero, en el pensamiento anarquista, la libertad no es sólo una meta, sino también el instrumento para alcanzarla. Por lo tanto, el método educativo defendido será libertario tanto por sus objetivos como por los medios adoptados. Dicho de otra manera, la libertad es el punto de mira, pero también el camino a seguir... De acuerdo con este presupuesto, la educación deberá respetar el libre desarrollo físico, intelectual y moral del individuo.” (citado en Tiana, 1987: 92-93).
3) La educación debe desarrollar al hombre integralmente: Como escribía el pedagogo anarquista francés Paul Robin, “con el nombre de educación integral designamos a la que tiende al desarrollo progresivo y bien equilibrado de todo el ser, sin lagunas, ni mutilación, sin descuidar ningún aspecto de la naturaleza humana, ni sacrificarlos sistemáticamente a otro. En el conjunto de la educación, y en cada una de sus partes consideradas por separado, perseguimos la aplicación del mismo principio de integridad... persuadidos de que dependen de ello la felicidad del mismo individuo y su aptitud para concurrir a la felicidad para todos” (citado en Alejandro Tiana, 1987). La idea de educación integral, según es utilizada por los escritores ácratas, encuentra su fundamento en el principio de la igualdad natural de los hombres, del que se deriva la exigencia del desarrollo de todas sus posibilidades y que pretende formar en el niño una personalidad equilibrada y alejada de todo prejuicio y de todo dogmatismo.
4) La educación debe promover lo específico de cada persona: Según los anarquistas, todos los hombres somos iguales, pero a la vez somos también diferentes, que no desiguales. Por ello la educación debe cultivar la diferencia y sacar lo mejor de cada persona para promover lo específico de cada uno: los anarquistas españoles creen plenamente que toda persona es valiosa en algún aspecto y que la educación debe desarrollar aquello para lo que cada uno está mejor dotado. “La tarea de la educación no consiste, pues, en adaptar a los educandos a un molde establecido de antemano, sino en posibilitar la construcción de su propia vida. El papel del maestro en este contexto es el de ayudar a cada cual a descubrir sus posibilidades y a actualizarlas.” (Tiana, 1987: 98-100).
5) La educación debe hacer al hombre moral y solidario: La concepción anarquista del hombre y la sociedad descansa sobre dos valores tan fundamentales como inseparables: la libertad y la solidaridad. Y la educación debe fomentar ambas cosas. De ahí que tanto se preocuparan por la educación moral. Como escribía el propio Ferrer (1976: 77-78), “la misión de la Escuela Moderna consiste en hacer que los niños y niñas que se le confíen lleguen a ser personas instruidas, verídicas, justas y libres de todo prejuicio... Enseñará los verdaderos deberes sociales, de conformidad con la justa máxima: “No hay deberes sin derechos; no hay derechos sin deberes”. En definitiva, como señala Tiana (1987), los anarquistas abogan por una nueva educación, opuesta a la dogmática y sectaria impartida por las instituciones oficiales, pero fiel a los principios de la moral natural, laica y racional. Y esa educación moral se asienta sobre dos apoyos, antitéticos e interdependientes: la libertad y la solidaridad.
6) Una educación nueva exige un medio social libre: Aunque los anarquistas españoles estaban convencidos de que la sociedad sólo puede transformarse a través de la educación y de la cultura, también sabían que ello no es suficiente. El cambio ha de ser más extenso y, como señala Tiana (1987), debe abarcar todas aquellas estructuras sociales que fundamentan la convivencia y las relaciones políticas y económicas entre los hombres. Será necesario construir un medio social libre, para que la revolución pueda dar todos sus frutos, y entre ellos, los educativos... en la medida en que las condiciones cambien, será posible desarrollar una educación nueva que restituya al pueblo la autoconfianza perdida. Ese cambio debe abarcar las relaciones de poder, las estructuras de propiedad, los modos de organización familiar, las formas de producción e incluso las relaciones interpersonales e intercomunitarias, en el sentido de la desaparición de las relaciones de autoridad y de la explotación económica, de la implantación de relaciones igualitarias y de la cooperación económica.
7) La educación no reduce su acción a la infancia: Para los anarquistas, sin embargo, la educación no es algo reservado exclusivamente a los niños. “La educación infantil tiene un carácter peculiar por el especial grado de inacabamiento de la persona en esa fase de la vida. Pero eso no quita para que se emprendan acciones educativas específicamente dirigidas a los adultos... En innumerables párrafos hablan de dar al pueblo una formación que permita a los obreros tomar en sus manos la producción, lo que supone simultáneamente una preparación cultural de base, una formación ideológica y una capacitación técnica... En esta línea, los anarquistas organizan gran cantidad de clases nocturnas para adultos, cuya finalidad es doble: capacitar cultural e ideológicamente a los trabajadores, especialmente a los militantes. También se crean ateneos, grupos artísticos y otras instituciones culturales, se abren bibliotecas, se dan conferencias, y se desarrolla una amplia y diversificada acción cultural.” (Tiana, 1987: 104-105).
8) La educación no está circunscrita a unas instituciones escolares: De los dos principios anteriores deducen los anarquistas este tercero, que mantiene que la educación es función de un grupo social y no sólo de unas instituciones escolares, por lo que la educación no formal adquirirá para ellos un valor extraordinario.
A pesar de que ya existen numerosos y buenos estudios sobre las colectivizaciones libertarias1, sin embargo sigue siendo un fenómeno casi totalmente desconocido no ya sólo por la opinión pública, sino incluso por muchos profesionales como es el caso de los psicólogos. Por poner ahora un solo ejemplo, diré que la Enciclopedia Salvat, en su edición de 2003, tras explicar lo que es el “colectivismo”, añade: “Se han experimentado diversas formas de colectivismo, que van desde los regímenes socialistas de Europa hasta los ensayos de tipo comunitario realizados en diversos países emancipados del Tercer Mundo”. Y ni siquiera menciona las colectivizaciones que tuvieron lugar hace setenta años en nuestro país, experiencia única en el mundo, como reconoció el propio Noam Chomsky (1969: 128), quien, tras leer un texto sobre tal experiencia, escribió: “Un relato como éste, con su preocupación por las relaciones humanas y el ideal de una sociedad justa, tiene que parecer muy extraño a la conciencia del intelectual sofisticado, y por eso se le considera con desprecio, o se le toma como ingenuo o primitivo o también como irracional. Sólo cuando abandonen ese prejuicio será posible para los historiadores acometer un estudio serio del movimiento popular que transformó a la republicana España en una de las más notables revoluciones sociales que registra la historia”.
Por otra parte, para entender cabalmente el significado auténtico de las realizaciones que en el campo de la educación llevaron a cabo las colectivizaciones, habría que considerar la situación real de la que partían. En este sentido, la descripción que hacen Simoni y Simoni (1984: 57-58) de la situación del pueblo aragonés que ellos estudiaron, Cretas, puede reflejar perfectamente la de la mayoría en aquella época: “Todavía bajo la República, como ya hemos visto, el pueblo tiene más de un tercio de analfabetos entre sus habitantes. Los conocimientos de los alfabetizados consisten, la mayor parte de las veces, en saber firmar y leer con dificultad. En efecto, los niños de los campesinos no van más allá de dos o tres años a la escuela en donde están unos 40 alumnos con un solo maestro, en locales pequeños de algunas casas particulares alquiladas por el Ayuntamiento2. Durante ciertas temporadas no hay clase mas que media jornada, a turno, a causa del espacio reducido. Y será sólo hacia los años treinta cuando el municipio alquilará el cine para instalar cuatro clases. Algunos testimonios hablan del desinterés y de las condiciones económicas precarias de los maestros, y cuando hay un maestro que se interesa realmente por los problemas de la escuela y enseña bien a los alumnos, entonces las personas más influyentes de Cretas le hacen la vida imposible. En casa, después de la escuela, nadie puede ocuparse de los deberes de los niños: los padres y aún más los abuelos a menudo saben menos que los alumnos. Sus conocimientos se quedan pues en un nivel muy elemental. Además, desde que dejan la escuela ya no tienen más ocasión de leer, o de ver, un libro, o alguien que lea. Únicamente los más acomodados y los más sensibles al problema envían a sus hijos a clases particulares que cada noche da un maestro jubilado: se trata, en efecto, de pagar cuatro pesetas. Una decena de niños van a esta clase, donde aprenden mucho más en algunos meses que en la escuela pública durante un año. La mentalidad de los padres contribuye también a poner un freno a la instrucción de los hijos: a menudo la madre riñe al hijo que está leyendo porque está ‘perdiendo el tiempo’ en lugar de hacer los trabajos que le manda. La amenaza más frecuente es: ‘Voy a tirarte el libro al fuego’. En general hay cierta desconfianza hacia la escritura: los documentos escritos que más a menudo recibe un campesino son: las contribuciones, las multas, la cartilla militar, que no inspiran evidentemente ninguna confianza. La gente es también desconfiada con los que emplean estos papeles: el recaudador, el secretario, el maestro. La sospecha puede transformarse en desprecio hacia el pobre que quiere instruirse. Se acepta con resignación que la instrucción pertenezca al rico y sólo a él. La gente acude, pues, a él cuando necesita un consejo para un asunto importante, para rellenar papeles, para expresar un voto”.
Más en concreto, según los datos que podemos leer en los estudios sobre este tema, la tasa media de escolarización pública de la población infantil española superaba sólo ligeramente el 50% y en muchas zonas era incluso muy inferior a esa cifra. Si a ello se añade que únicamente un 70% de los niños matriculados acudían a clase con asiduidad, comprenderemos las enormes proporciones del problema de desescolarización que la sociedad española tenía planteado al comienzo de la guerra civil. Pues bien, a pesar de esta deplorable situación y a pesar también de las tremendas dificultades que planteaba la situación bélica, la labor educativa y cultural que hicieron las colectividades fue realmente extraordinaria, como enseguida veremos.
En efecto, si para los anarquistas españoles era la educación y la cultura la base principal de su emancipación, no es raro que, una vez constituidas las colectivizaciones, lo primero que persiguieran éstas fuera erradicar el analfabetismo. Y para combatir el analfabetismo, hicieron uso de múltiples estrategias, incluyendo hasta cursos por correspondencia. De hecho, y frente a la falta de profesorado, sobre todo de profesorado competente, en el Pleno Regional de Sindicatos de la C.N.T. de Levante, celebrado en Valencia entre los días 9 y 15 de noviembre de 1936, adoptaron las siguientes decisiones: 1) En cuantos pueblos haya carencia de maestros, los sindicatos se comprometerán a buscar compañeros que reúnan las condiciones debidas; 2) Una vez en funciones, no podrán ser relevados por titular alguno, siempre que la organización esté satisfecha de su labor pedagógica. Como éstos han de sustituir a los anteriores, cobrarán del fondo que cobran los demás maestros, pasando esto a cargo de los Municipios. En algunas localidades, esta labor fue realizada por los miembros más instruidos de las Juventudes Libertarias. “De este modo, las escuelas relacionadas con las colectividades libertarias, especialmente las rurales y las de ciertas regiones, como Aragón, vieron al frente suyo a numerosos militantes libertarios, imbuidos de ideas más o menos vagas sobre educación racionalista y que, con ilusión y empuje, aunque con eficacia variable, pusieron manos a la obra de educar a los niños” (Tiana, 1987: 165). Y a pesar de las dificultades existentes, la tarea realizada por las colectividades en la reorganización educativa de la región aragonesa fue realmente importante, abriendo escuelas3, aumentando el número de maestros o fijando la edad escolar obligatoria hasta los 14 ó 15 años. ¡Y eso en tiempos de guerra, con más necesidades y menos brazos que nunca!
Pero la empresa educativa de las colectivizaciones no se circunscribió sólo a la educación primaria ni siquiera sólo a la educación formal, sino que también se ocuparon de abrir bibliotecas en todos los pueblos colectivizados, fomentar conferencias y charlas culturales así como la educación de adultos, implementar cursos y centros de formación profesional4, etc. También adquirieron un cierto auge las escuelas de párvulos y guarderías infantiles, dada la necesidad de atender a los niños y niñas pequeños a causa de la incorporación de la mujer al trabajo fuera de casa para suplir la falta de brazos. Por otra parte, el arte y la cultura general fueron también objeto de diversas iniciativas, con objeto de procurar un ambiente rico y estimulante para el desarrollo integral de la población colectivista (apertura de Ateneos, veladas culturales, giras dominicales, etc.).
Finalmente, no deberíamos olvidar algo tan central en la concepción anarquista de la cultura como es la educación no formal que englobaba una muy variada serie de actividades como la educación artística, la divulgación científica y cultural, el desarrollo de una nueva estética, el debate sobre temas de actualidad, la edición de obras literarias o científicas, etc., y que fueron llevadas a cabo principalmente por los propios sindicatos de la C.N.T., por las Juventudes Libertarias, por el colectivo feminista Mujeres Libres y por los Ateneos Libertarios, y siempre bajo la concepción de la cultura y la educación como instrumento de liberación de la clase trabajadora. Así, por ejemplo, entre los objetivos de Mujeres libres se contaban los siguientes (Nash, 1975): a) Emancipar a la mujer de la triple esclavitud a que, generalmente, ha estado y sigue estando sometida: esclavitud de la ignorancia, esclavitud de mujer y esclavitud de productora; b) Combatir su ignorancia capacitando a las compañeras cultural y socialmente, por medio de clases elementales, conferencias, charlas, lecturas comentadas, proyecciones cinematográficas, etc.; y c) Preparar una poderosa aportación femenina a la tarea revolucionaria constructiva, ofreciendo a la misma enfermeras, profesoras, médicas, artistas, puericulturas, químicas, obreras inteligentes: algo más efectivo que la sola buena voluntad llena de ignorancia. Y para construir una nueva educación, crearon los Institutos Mujeres Libres de Madrid y Valencia y el Casal de la Dona Treballadora de Barcelona, donde se desarrolló la principal labor educativo-cultura de la organización. “Su objetivo era doble: por un lado, contribuir a la preparación cultural básica de la mujer, y por otro, ofrecer un conjunto de posibilidades de formación profesional. Así, desarrollaron clases para preparar a las muchachas proletarias para su ingreso en los Institutos Obreros, organizaron cursos de alfabetización y clases de idiomas, impartieron enseñanzas de Sociología y Economía, organizaron cursos de enfermeras, puericultoras, mecánica, electricidad, comercio, corte y confección, avicultura, etc., y establecieron un programa de conferencias semanales de temas generales.” (Tiana, 1987: 285).
No sería extraño que al leer este trabajo, algunos me hayan acusado de “meterme en política”, acusación que, sin duda, estaría bien fundamentada, pues es cierto: me meto en política. Sin embargo, resulta didácticamente muy interesante hacernos la siguiente pregunta ¿por qué cuando se cita profusamente a Kropotkin, como he hecho en alguna ocasión (Ovejero, 2005a), o cuando se habla de la tradicional concepción solidaria de los anarquistas españoles o de la colectivización que éstos llevaron a cabo en 1936, muchos opinan que nos estamos metiendo en política (¡claro que sí!), mientras que si se habla de la importancia del motivo de logro, de lo útil que resulta elevar el autoconcepto a través de logros y éxitos personales (por ejemplo en el campo de la escuela o del deporte), o de cómo contribuir a la mejora, desde la psicología social, de la competitividad de las empresas, etc., a nadie se le ocurre decir que nos estamos metiendo en política?
Por otra parte, el enorme interés que los anarquistas tenían por la educación y la cultura les llevó a colocar a éstas en el centro mismo de su programa política y de sus realizaciones sociales, como se constató en las colectividades libertarias en la España de los años treinta, hasta el punto de que podemos decir que éstas, las colectividades, y su funcionamiento concreto, fueron ante todo el producto de años de educación libertaria, es decir, de educación integral, cooperativa y solidaria. Como dice Félix Carrasquer (1986: 267) son de admirar “esos 300.000 colectivistas (aragoneses) ofreciendo al mundo entero el insólito espectáculo de un convivir solidario y la prueba irrefutable de que es posible para el hombre organizar sus intercambios sin propiedad, autoridad ni burocracia”. Pero para ello fue necesario otro tipo de educación. Por tanto, no es importante sólo la educación, sino también -¡y de qué manera!- el tipo de educación. Y los anarquistas españoles pretendieron construir una escuela bien diferente de la tradicional, que no enseñara ni reprodujera las relaciones de dominación propias del sistema capitalista. En efecto, “la escuela actual, apéndice del Estado y cada vez más burocratizada, no puede ser más que el reflejo de la sociedad a la que sirve y condicionar a los jóvenes para devenir más tarde los defensores y mantenedores de esa misma sociedad . Pero este condicionamiento no se produce sin que el equilibrio psicosomático de la persona de los educandos sufra gravísimos daños. Para valorarlos en su verdadera dimensión tendríamos que tener en cuenta dos cosas: En primer lugar la angustia con la que vive el alumno este sistema esquizoide de selección-competición y la agresividad que, unas veces volcada hacia fuera, otras hacia dentro, se va generando de la propia angustia. En segundo lugar la edad tan temprana en que esta dinámica selectiva comienza; pues ya desde que el niño ha cumplido seis años –muchas veces antes- ha de ir interiorizando esa estampa maniquea que –en virtud de unos criterios totalmente arbitrarios si nos atenemos al conocimiento de la ciencia psicológica en materia de inteligencia humana- viene dividiendo al grupo clase en dos bandos: de un lado, los alumnos supuestos inteligentes y superiores; de otro, los torpes e inferiores, no pudiendo faltar entre éstos los que llevan la etiqueta de enfermos y hasta de irrecuperables muchas veces. Coincidiendo con Daniel Laurent, al que acabo de citar, yo digo con él que es una forma perversa esa de habituar a los niños, día tras día, a reconocer como natural la relación social de dominación-sumisión que encontrarán más tarde en su vida de adultos... Nosotros proyectábamos una escuela donde los niños pudieran hacer la experiencia de su autonomía al objeto de que por el libre ejercicio de su iniciativa llegaran al conocimiento de las cosas y de los fenómenos tanto físicos como sociales; pues teníamos la convicción de que sólo así se consigue estructurar sólidamente la facultad de observación y de crítica que permiten al individuo ser auténticamente libre, máxime si en la búsqueda de cada día se practica la cooperación en un ámbito de confianza recíproca y de estímulos satisfactorios... educar no es, como mucha gente cree, atiborrar de conocimientos en escabeche la mente de los chicos. Pretender colocar desde fuera en su cerebro el saber que se halla registrado en los libros o en la mente del magister sin que el alumno se sienta motivado realmente, es querer convertirlo en un robot y atrofiar su imaginación creadora que es el rasgo más genuino del hombre. Educar, por el contrario, es crear el medio y las condiciones para que el niño pueda desarrollar todo el potencial humano que lleva dentro” (Carrasquer, 1986: 98-99). Y ésa fue siempre –y lo sigue siendo- uno de los principales objetivos de los anarquistas: propagar una educación realmente libre, cooperativa y solidaria que pueda transformar radicalmente la sociedad, frente a la escuela oficial que lo que pretende es justamente lo contrario, es decir, reproducir tanto las diferencias sociales como la misma sociedad actual desigual e injusta.
Abad de Santillán, Diego. (1976). El anarquismo y la revolución en España: Escritos 1930/38 (Selección y estudio preliminar de Antonio Elorza). Madrid: Ayuso.
Alba, Victor. (2001). Los colectivizadores. Barcelona: Laertes.
Alvarez Junco, José. (1976). La ideología política del anarquismo español, 1868-1910. Madrid: Siglo XXI.
Beauvois, Jean L. y Joule, Robert. (1981). Soumission et ideologie: Psychosociologie de la rationalization. París: P.U.F.
Bernecker, Walter L. (1982). Colectividades y revolución social: El anarquismo en la guerra civil española, 1936-1939. Barcelona: Crítica.
Bernecker, Walter L. (1996). La revolución social. En Stanley Payne y Javier Tusell (Eds.). La guerra civil: Una nueva visión del conflicto que dividió España (pp. 485-553). Madrid: Temas de hoy.
Casanova, Julián. (1985). Anarquismo y revolución en la sociedad rural aragonesa, 1936-1938. Madrid: Siglo XXI.
Carrasquer, Félix. (1978). La escuela de militantes de Aragón: Una experiencia de autogestión educativa y económica. Barcelona: Ediciones Foil.
Chomsky, Noam. (1969). La responsabilidad de los intelectuales y otros ensayos históricos y políticos (Los nuevos mandarines).Barcelona: Ariel.
Ferrer, Francisco. (1976). La Escuela Moderna. Barcelona: Tusquets (original, 1909).
García, Félix. (1977). Colectivizaciones campesinas y obreras en la revolución española. Madrid: ZYX.
Guérin, Daniel. (1977). Ni dios ni amo. Madrid: Campo Abierto (2 vols.).
Guérin, Daniel. (1988). Las colectividades campesinas, 1936-1939. Barcelona: Tusquets.
Gutiérrez, José Luís. (1977). Colectividades libertarias en Castilla. Madrid: Campo Abierto.
Horowitz, Irving L. (1975). Los anarquistas. Madrid: Alianza (2 vols.).
Leval, Gastón. (1972). Colectividades libertarias en España. Buenos Aires: Proyección (original francés, 1971; También en Madrid, Aguilera, 1977).
Mintz, Frank. (1974). La autogestión en la España revolucionaria. Madrid: La Piqueta.
Nash, Mary. (Ed.). (1975). Mujeres libres: España 1936-1939. Barcelona: Tusquets.
Ovejero, Anastasio. (1990). El aprendizaje cooperativo. Barcelona: P.P.U.
Ovejero, Anastasio. (2001). La rebelión de las masas 75 años después: El imperio del hombre masa. Revista de Historia de la psicología, 22, 447-456.
Ovejero, Anastasio. (2003). Aprendizaje cooperativo: Una escuela diferente para una sociedad diferente. En A. Guil (Dir.). Psicología social del sistema educativo: Líneas actuales de trabajo e investigación (pp. 71-90) Sevilla: Kronos.
Ovejero, Anastasio. (2005a). Psicología Social de la Educación y cooperación: Otro mundo es posible. Encuentros en Psicología Social (en prensa).
Ovejero, Anastasio. (2005b). Colectividades y educación racionalista: Una experiencia de cooperación y solidaridad (en prensa).
Paniagua, Xavier. (1982). La sociedad libertaria: Agrarismo e individualismo en el anarquismo español, 1930-1939. Barcelona: Crítica.
Pérez-Baró, Albert. (1974). 30 meses de colectivismo en Cataluña, 1936-1939. Barcelona (original catalán, 1970).
Putnam, Robert. (2002). Sólo en la bolera: Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.
Putnam, Robert. (Ed.) (2003). El declive del capital social: Un estudio internacional sobre las sociedades y el sentido comunitario. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.
Rodrigo, Natividad. (1985). Las colectividades agrarias en Castilla-La Mancha. Toledo: Junta de Comunidades Castilla-La Mancha.
Simoni, Encarna y Simoni, Renato. (1984). Cretas: La colectivización de un pueblo aragonés durante la guerra civil española, 1936-1937. Alcañiz (Zaragoza): Centro de Estudios Bajoaragoneses.
Solà, Pere. (1976). Las escuelas racionalistas en Cataluña (1909-1939). Barcelona: Tusquets.
Souchy, Agustín. (1977). Entre los campesinos de Aragón: El comunismo libertario en las comarcas liberadas. Barcelona: Tusquets. (original, 1937).
Tiana, Alejandro. (1987). Educación libertaria y revolución social: España 1936-1939. Madrid: UNED.
Vidiella, Rafael. (1934). Psicología del anarquismo español, Leviatán (Madrid), número 1 (mayo).
Wilkinson, Richard. (2001). Las desigualdades perjudican: Jerarquías, salud y evolución humana. Barcelona: Crítica.
Willense, Hanneke. (2002). Pasado compartido: Memorias de anarcosindicalistas de Albalate de Cinca, 1928-1938. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza.