El Trabajo de Investigación que presento a continuación no es más que mi relato sobre el dolor. Un relato que muestra el trayecto realizado hasta el momento sobre el tema estudiado. Un viaje llevado a cabo, básicamente, a través del diálogo donde se han conformado como interlocutores, en primer lugar, todas aquellas personas con las que, de forma directa o indirecta, he hablado del tema (dentro y fuera del contexto académico), en segundo lugar, los autores y autoras de la bibliografía consultada y, por último, un conjunto de notas etnográficas tomadas en dos centros médicos: un centro de rehabilitación de un Centro de Atención Primaria (C.A.P) y, especialmente, una corta estancia en una Clínica del Dolor de un hospital público de nuestro país1.
Cuando pienso en el inicio de mi interés por el dolor me viene a la cabeza, curiosamente, una sonrisa. La sonrisa de mi abuelo, dirigida desde el mundo de la evidencia, mientras escuchaba los “debates teóricos” que con mi hermana llevábamos a cabo a la hora de cenar. Era mi último curso de Psicología y estaba descubriendo, no sin cierto vértigo, los postulados construccionistas que me invitaban a romper con mi propio sentido común en el marco de un practicum sobre las emociones.
La sonrisa de la evidencia. Y es que pocas cosas nos son tan evidentes como el dolor. Así, su experiencia entra en el dominio de lo que es incuestionable, de la verdad fáctica que nos muestra nuestra vulnerabilidad, nuestra condición última de seres humanos. El dolor confiere humanidad y dicha humanidad se apoya en la evidencia de nuestra fragilidad.
Todo en el dolor remite a los límites. Límites de la existencia humana. Límites impuestos a la vida de quiénes lo padecen. Límites a la posibilidad de su explicación. El dolor totaliza a la persona haciéndola devenir tan frágil como el intento de explicar su naturaleza. Bajo un escenario apocalíptico, la articulación de la historia del dolor en nuestra cultura va de la mano de la metáfora bélica que implica la propia historia humana en una lucha constante por abolirlo, encontrando su máximo exponente en la creación de lo que nos gusta denominar como “Estado del Bienestar”.
Así, nada escapa a su fuerza abrumadora de la misma manera que ninguna definición ha sido capaz de aprehenderlo de forma completa. Fue precisamente esta característica de inaprehensibilidad del dolor, que más tarde comprendí formaba parte de su definición cultural, aquella que motivó mi elección del mismo como tema de investigación. El dolor empezaba a perfilarse, ya des de buen principio, no tan sólo como un objeto de estudio con interés en si mismo sino como un espacio privilegiado de reflexión entorno a las teorías psicosociales que en aquel momento estaba descubriendo. El abordaje de la fragilidad del dolor evidenciaba, de forma relevante, mi propia fragilidad como psicóloga social.
De este modo, los límites explicativos comenzaban a presentarse como verdaderos movilizadores del pensamiento,y yo me proponía empezar un camino que me llevase a intentar deshacer, hilo a hilo, el tejido de la red discursiva en que se articula el dolor en nuestra sociedad para, así, poder comprender los procesos sociales por los cuales el dolor se ha construido tal y como lo comprendemos, y experienciamos, en la actualidad. Siguiendo con este punto de vista puedo afirmar que, paradójicamente, y como he intentado mostrar a lo largo de mi trabajo, es precisamente este mundo que huye del dolor aquel que lo construye en todas y cada una de sus terribles dimensiones.
Será así como no hablaré aquí de nuevo del dolor que inflige fragilidad, sino de la fragilidad misma del dolor. El dolor, pues, es frágil y lo es en los diferentes sentidos que nombraré a continuación:
El dolor es frágil, en primer lugar, porque la institución social que se ha erigido como máxima fuente de conocimiento sobre el mismo, la Medicina, no le ha otorgado un estatus dentro desu clasificación de enfermedades (Kleinman et al. 1994). Por lo tanto el dolor, y en especial el dolor crónico, en aparecer tan sólo parcialmente legitimado como enfermedad, ocupa una posición precaria dentro del conocimiento biomédico que tiene consecuencias directas en su terapéutica. El emergente proceso de disciplinarización de aquello que ya se denomina como Medicina del Dolor (MD) muestra el esfuerzo por conferir entidad propia al dolor como enfermedad dejando de lado su tradicional definición como síntoma. Este esfuerzo va acompañado de la voluntad de construir una parcela específica, un espacio especializado, en el dolor. La evidencia de la su actitud beligerante es, a la vez, la evidencia de la fragilidad de sus fundamentos que deben ser defendidos continuamente para poder legitimar su actuación.
La fragilidad conceptual dentro del sistema clasificador médico abre paso a otras voces, otros discursos que pretenden ofrecer respuesta a aquellos espacios que la medicina admite no alcanzar. Pero la función de estas respuestas no se limita a llenar “vacíos conceptuales” sino que a cada nueva definición del dolor este emerge como algo también nuevo y diferente. La beligerancia en que se articulan en la actualidad estos intentos de teorización, especialmente enmarcados dentro de la MD, muestran un terreno inestable y sujeto al éxito o el fracaso de cada ofensiva. Es así como la defensa de un abordaje multidisciplinar del fenómeno, lejos de cristalizar muestra la naturaleza cambiante del mismo sujeta a esta continua negociación de su significado y abordaje. Y es en este segundo sentido, en que diferentes disciplinas luchan por obtener la legitimidad a definir y tratar el dolor, que el dolor deviene frágil.
Pero estos procesos anteriormente nombrados de disciplinarización no pueden abstraerse de un proceso cultural e histórico más amplio, y es en este tercer sentido que el dolor es frágil. Así, la medicina es un sistema cultural de producción de sentido y, como tal, se alimenta de los procesos históricos y culturales a los cuales, a su vez, impregna mediante el proceso de medicalización (White, 2002). De esta manera, incluso la evidencia de su negatividad intrínseca es deudora de la definición actual del dolor como problema médico y, por lo tanto, como patología que invita a la búsqueda de alivio. En este proceso histórico, pasar del dolor como síntoma al dolor como enfermedad, como he comentado antes, es algo más que un cambio conceptual que tiene consecuencias en el tratamiento médico. Esta redefinición, acompañada del desarrollo de los productos analgésicos, implica un cambio en el imaginario colectivo sobre el dolor: se pasa del “dolor útil” (el dolor señal de alarma de que algo en el organismo va mal) que invita a la resignación, al “dolor vacío”, el “dolor sin sentido”, que deviene el dolor evitable que requiere intervención en él mismo. La legitimidad de la práctica médica se hace evidente.
Pero la significación cultural e histórica del dolor no crea experiencias unívocas. Al contrario, podemos encontrar ejemplos en los cuales la experiencia del dolor se gestiona promoviendo prácticas diversas dentro de un mismo espacio-tiempo. Estas prácticas, además, no se insertan nunca en el terreno de la neutralidad sino que responden a las dinámicas de relaciones de poder que, tal y como anunciaba Foucault (1976), son inmanentes a lo social. Hablamos, así, de los usos sociales del dolor los cuales hacen referencia a la forma como la experiencia del dolor ha sido gestionada en las diferentes sociedades para obtener tales o cuales efectos. Es en este sentido que podemos hablar, por ejemplo, de los ritos iniciáticos de ciertas culturas, del sufrimiento como medida de “masculinidad” a través del esfuerzo en el deporte, de su valor como fuente de creatividad en el período romántico, y de su función en el ejercicio del control doméstico o en el uso político de la tortura. Y este es el cuarto sentido de la fragilidad del dolor: su praxis.
Pero hablar de la praxis del dolor nos lleva no tan sólo a ver cómo “se utiliza” el dolor, concepto que guarda una cierta imagen de “manipulación externa” de algo que pre-existe, sino que abre paso a reflexionar sobre la gestión local del su significado, el quinto sentido en que el dolor deviene frágil. Es así como podemos ver que incluso esta legitimidad a sufrir y obtener alivio que parece ser una cuestión indudable en nuestra cultura, es un derecho que debe ser ganado en el transcurso de la interacción cotidiana y, en especial, de la consulta médica. La misma experiencia del dolor no puede darse a priori de tal negociación y su estatus pasa por procesos relacionales que le confieren (o no) legitimidad. El dolor no legitimado deja de ser dolor para convertirse en locura o mentira, y el cambio no es nunca en vano dado que moviliza efectos en el entorno y en las subjetividades bien diferentes. Tenemos como ejemplos paradigmáticos la diferencia en la definición y tratamiento del fenómeno del miembro fantasma y la fibromialgia. Ambos, dolores de etiología desconocida que difieren en su estatus como enfermedad: mientras que la respuesta al fenómeno del miembro fantasma se busca en la fisiología corporal y es tratado farmacológicamente por defecto en las personas a las que se les debe amputar un miembro, la fibromialgia se sitúa de forma preeminente en el espacio psicológico, que es prácticamente lo mismo que situarlo en el espacio de la duda e incluso de la mentira, y recibe un trato deficiente.
Los procesos de negociación del significado remiten a la naturaleza retórica del dolor. El estudio de la interacción en la consulta médica nos permite visibilizar las dinámicas discursivas que se llevan a cabo en una búsqueda de la apropiación de la palabra, es decir, el derecho a hablar, a establecer de qué se habla y en qué sentido se hace, la legitimidad, en este caso, a definir incluso a sentir y expresar dolor. Pero ya no nos encontramos ante discursos monolíticos que articulan el poder en bloques de argumentos, sino con posiciones estratégicas dentro del gran abanico argumentativo que nuestra cultura nos proporciona. La clásica distinción entre lenguaje lego y lenguaje experto se difumina y ofrece posibilidades de repensar la gestión del poder en la consulta médica. Así, el dolor es frágil no tan sólo porque su significado emerge de un espacio de negociación entre diferentes personas sino porque en tal negociación de significados son las mismas posiciones de quienes se ven involucrados las que están sujetas a cambios constantes pudiendo ser incluso contradictorias. El dolor es frágil, en un sexto sentido, porque la entidad de quienes negocian su significado también lo es.
Y es así como también se puede afirmar que, a lo largo de una misma consulta médica, el dolor de los/las pacientes va deviniendo ahora “suma de procesos fisiológicos”, ahora “entidad psicológica”, ahora “verdad” y ahora “mentira”. Es decir, las diversas construcciones del dolor, del cuerpo del enfermo y de la enferma, de su subjetividad, se van sucediendo a lo largo de la conversación, por lo cual no podemos abstraer una sola construcción del dolor coherente y vertebradora, sino una sucesión de cuerpos y subjetividades que se dibujan a lo largo de la conversación. Y es este el séptimo sentido en que el dolor es frágil, su carácter procesal y cambiante al lo largo de una misma interacción.
Hablaba antes de la historicidad del dolor. Pero el dolor no tan sólo tiene historia sino que tiene memoria. La memoria del dolor es su encarnación, la forma en que los significados gestados en un proceso histórico, cultural, social y local, emergen en los cuerpos de aquellos y aquellas que lo padecen construyendo experiencias concretas. La definición precaria del dolor por parte de la Medicina construye subjetividades precarias sustentadas en una eterna búsqueda de sentido (Honkasalo, 1998). Aquello que define la experiencia de las personas con dolor crónico es la disrupción, la fragmentación, de su narración vital, la cual se convierte en una idealización del pasado que guarda la esencia personal y la eternización de un presente que les ofrece la imagen de la diferencia, de la extrañeza. La falta de sentido a la experiencia actual no hace posible ver una salida y, por lo tanto, imposibilita una proyección de futuro fundamentada en la esperanza. La fragilidad del conocimiento biomédico, pues, genera subjetividades frágiles. Lo importante a destacar llegados a este punto, es que la fragilidad de la experiencia del dolor no se establece como un a priori incuestionable, sino como resultado de procesos psicosociales de construcción de significación. La subjetividad de las personas que sufren dolor es frágil dado que el dolor es frágil, y si varios son los posicionamientos que apuestan por defender que el dolor es su experiencia, la fragilidad de ésta es la octava forma de ser frágil del dolor.
Resumiendo, pues, podríamos decir que el dolor es frágil dado que se encuentra en continua construcción sin poder nunca dar por definitivos sus cimientos (cualquier pretensión de conseguirlo sería en vano). El dolor no tan sólo puede romperse, sino que se rompe a cada instante, a cada nueva interacción y cada nueva interrogación que sobre él se establece, para reconstruirse de nuevo bajo el mismo impulso que lo ha quebrado. Pero, a la vez, el dolor no es débil, es consistente. Tan consistente como los cuerpos que encarna, las subjetividades que produce y las prácticas que promueve. A pesar de su situación precaria, o precisamente por ella, el dolor duele.
En estas ocho formas de ser frágil del dolor que he presentado brevemente, podemos distinguir aquellos elementos que hacen referencia a su definición cultural, a su entidad significativa pero, también, aquello que tiene que ver con su naturaleza procesal. Es así como el estatus inconsistente del concepto de dolor dentro del conocimiento médico, tal y como he comenzado a indicar al inicio del texto, deviene un espacio privilegiado de interrogación entorno a lo social y la producción de conocimiento, que transciende su interés como objeto de estudio. Estudiar el dolor permite, a la vez, de forma especial, un ejercicio de reflexividad.
Este trabajo, pues, no puede ser más que un estudio sobre la fragilidad del dolor articulado desde la fragilidad de toda elaboración académica, dado que nuestro conocimiento es siempre contingente. Pero aceptar la fragilidad no remite a una actitud de resignación, sino a una actitud de búsqueda constante, dado que tan sólo cuando algo deviene frágil nos muestra sus límites y es tan sólo a partir de estos límites que podemos seguir construyendo discursos alternativos a los actuales. La fragilidad es positiva en cuanto que productiva y generadora de cambio. Y por eso ante lo que es consistente, lo coherente, lo fijo, defiendo un quehacer académico llevado a cabo desde las rupturas, desde los límites, desde la propia fragilidad.
Pero hablar desde la fragilidad no corresponde tan sólo a una opción teórico-metodológica sino que también deviene una opción ética y política. Sin olvidar que esta terminología ha nacido de la reflexión entorno al sufrimiento, cambiar el signo negativo de lo frágil pretende también ofrecer un espacio de resignificación del dolor que rompa con un discurso totalizante e impositivo, restrictivo y lleno de vacíos, y abra un espacio real para la introducción de las voces de quienes lo sufren.
Abordaje donde se hacen evidentes, de nuevo, los propios límites de mi trabajo, mi propia fragilidad, los hilos que han quedado inevitablemente desprendidos después de esta tarea de tejer y destejer, cual Penélope, en que Tomás Ibáñez (1994) nos dice que consiste la Psicología Social. El traje está tan sólo hilvanado, pero quizás no sea más que esta su finalidad, permanecer continuamente inacabado, la incompletud que deviene posibilidad.
Foucault, M. (1976). Historia de la sexualidad. La voluntad de saber. Madrid: Siglo XXI, 1998.
Honkasalo, M. (1998). Space and Embodied Experience: Rethinking the Body in Pain. A Body & Society, 4:2.
Ibáñez, T. (1994). Psicología Social Construccionista. Guadalajara: Universidad de Guadalajara.
Kleinman, A. (et al.) (1994). Pain as Human Experience: An Introduction. A Mary-Jo Delvechiol Good (et al.) (edit) Pain as Human Experience. An anthropological perspectiveK. Berkeley: University of California Press.