La opinión pública y los imaginarios sociales: hacia una redefinición de la espiral del silencio

Public opinion and the social imaginary: towards a redefinition of the ‘spiral of silence’

  • Rubén Dittus
El artículo desarrolla un análisis crítico de la teoría de opinión pública conocida como la espiral del silencio. Según el autor, afirmar que el ser humano biológicamente quiere ser aceptado y teme el rechazo de sus pares tiene una connotación esencialista. La autoprotección social que reflejaría el denominado miedo al aislamiento es sólo una reacción institucional, apoyada por los medios de comunicación como recreadores simbólicos de la realidad y por las emociones que actúan como dispositivos de control social. En otras palabras, la opinión pública no es más que un imaginario social, al igual que las emociones o la noticia, pero elevada a la categoría de institución: hay un discurso hegemónico que ha facilitado esa legitimación.
    Palabras clave:
  • Opinión pública
  • Imaginario social
  • Emociones
  • Discurso
This article critically examines the ‘spiral of silence’ theory of public opinion. I examine the claims that humans possess a biological desire for peer acceptance and a fear of peer rejection, and I argue that both these claims have an essentialist connotation. I argue that an individual’s ‘social self-protection’, which allegedly reflects the so-called fear of isolation, is better understood as an institutional reaction sustained by the mass media (which acts as the symbolic re-creator of reality), and by the emotions (which act as devices of social control). In other words, I argue that public opinion is merely a social imaginary, like the emotions or the news, elevated to the category of institution. Finally, I argue that this legitimation has been facilitated by a hegemonic discourse.
    Keywords:
  • Public opinion
  • Social imaginary
  • Emotions
  • Discourse


La investigadora alemana Elisabeth Noelle-Neumann a través de su Teoría de la Espiral del Silencio -propuesta a finales de los años 70- amplía la definición de opinión pública hacia temas no exclusivamente políticos. La autora concibe la opinión pública en su dimensión psicosocial, distanciádosedistanciándose así de las tesis elitistas que dominaron su interpretación durante el siglo XIX y gran parte del XX, convirtiéndola en una especie de ojo público que vigila todos los ámbitos de la esfera social.

En este sentido, toma la idea manifestada años antes por José Ortega y Gasset (1937). “La vida pública no es sólo política, sino, a la par, y aún antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar”, dice el pensador español. Y es que el concepto de “pública” -según Noelle-Neumann- debe entenderse en el sentido de apertura, es decir, ver al público como un tribunal, como un juez ante el cual el individuo tiene que comportarse correctamente, si es que quiere evitar que los aislenaíslen. Pero esta noción de la opinión pública como control social, que todo lo ve y todo lo juzga, es invisible ante los ojos de la sociedad. Y me permito citar textualmente a la autora: “Nos damos cuenta de la enorme presión que ejerce sobre todos los miembros de la sociedad, de la misma manera que no nos fijamos en la presión atmosférica, pero lo cierto es que es tremenda” (Noelle-Neumann, 1984)

La teoría de la espiral del silencio se explica a partir de cuatro supuestos básicos, todos relacionados entre sí: primero, las personas tenemos un miedo innato al aislamiento; segundo, la sociedad amenaza con el aislamiento al individuo que se desvía; tercero, como consecuencia de ese miedo, el individuo intenta captar corrientes de opinión; y cuarto, los resultados de ese cálculo afecta la expresión o el ocultamiento de las opiniones. Sin embargo, estos supuestos se pueden resumir en un solo razonamiento: la opinión pública es entendida como un mecanismo social que hace posible la cohesión y la integración de los grupos humanos.

Y es en este punto donde un análisis de las emociones desde la perspectiva de los imaginarios sociales cobra sentido. Si entendemos que las emociones, al igual que otra serie de constructos, tienen una naturaleza lingüística y una connotación simbólica, el denominado miedo al aislamiento no es una excepción. Partimos de la base, entonces, que el miedo es una emoción que aprendemos a sentir, producto de un complejo proceso de socialización. Se presenta como algo creado, intangible, que sólo puede ser expresado a través del lenguaje y en cuyo significado están presentes discursos dominantes cargados de una gran dosis ideológica. En síntesis, se trata de un imaginario social. Como dice Carolyn Saarni (1993), “las emociones tienen la característica de ser emergentes y resultan de la convergencia de diferentes condiciones tales como el escenario social donde se desarrolla, el estado cognitivo del sujeto e inclusive su misma disposición fisiológica (...)”.

En este sentido, Miquel Rodrigo (2001), parafraseando a Armon Jones (1988), expone los postulados que podrían definir una concepción construccionista sobre las emociones. Primero, se caracterizan en que sus contenidos no son naturales sino determinados por sistemas de creencias culturales y morales de una comunidad determinada; segundo, son asimiladas por la persona al aprender ésta las creencias, los valores, las normas y las expectativas de su cultura; y tercero, son patrones socioculturales determinados por la experiencia y que se manifiestan en situaciones sociales específicas. Es decir, y citando a Rom Harré (1988), “ira sólo puede ser aquello que cierta comunidad designa con la palabra ira”. Si aplicamos esta premisa para analizar la teoría de Noelle-Neumann, obtenemos algunas conclusiones que desde un análisis crítico no merecen duda: la espiral del silencio tiene perfecta aplicación práctica en cualquier Estado occidental, pero esa lógica se pierde al aplicarla a otra dimensión espacio-temporal.

1 El miedo al aislamiento y su connotación esencialista

La investigadora parte de una premisa aceptada como verdadera, y que es apoyada desde una perspectiva bio-antropológica. Sostiene que las personas, al igual que los animales, tienen un miedo innato al aislamiento. La idea es reforzada por un reciente estudio que indica que este temor al aislamiento se encuentra localizado en una zona del cerebro, es decir, se trataría de un miedo orgánico. Sin embargo, también es cierto que para zanjar definitivamente este tema -que aún está en discusión- habría que investigarlo empíricamente en diversas formas de interacción social. El problema surge de inmediato. Hoy día todas las teorías sociales sobre comunicación concuerdan en que por muy reducido o por muy rudimentaria que sea una forma de grupo social, siempre está presente el elemento cultural. Es decir, el ser humano no tiene posibilidad extra-cultural, y un estudio antropológico arroja la misma dificultad.

Llegar a un acuerdo sobre este tema resultaría costoso e improductivo. No se podría analizar este miedo al aislamiento fuera de lo que se considera “la naturaleza humana”. Porque tal como señalan Peter Berger y Thomas Luckmann (1966), el organismo humano sigue desarrollándose biológicamente aún después de nacer, cuando ya ha establecido relación con su ambiente (y por ende con su cultura).

Señalar que el ser humano biológicamente quiere ser aceptado y teme el rechazo de sus pares tiene una connotación esencialista. Y eso hace suponer que todos los individuos de todas las culturas que existen y que han existido sufren o han sufrido este temor innato a ser aislado del grupo. De hacerlo se estaría imponiendo una característica propia de la cultura occidental -que parece evidente- al resto de las sociedades. Quienes nos hemos criado en la parte del globo donde predominan la democracia, la igualdad, la libertad económica, la estratificación por clase social, etc., podemos corroborar, sin temor a equivocarnos, que este temor al aislamiento existe en nuestras prácticas sociales y probablemente siga existiendo. Pero eso dista muchísimo a afirmar que sea algo inherente a la sola condición de ser humano. Se trata de un imaginario con profundos efectos colectivos.

El rechazo al aislamiento sólo puede expresarse en la relación de un individuo con otros individuos, es decir, en procesos de interacción humana. Y si la realidad simbólica es fruto de procesos sociales, ni las personas ni sus emociones tienen una naturaleza determinada previamente. Parafraseando a Berger y Luckmann, es el hombre quien construye su propia naturaleza. “Los hombres producen juntos un ambiente social con la totalidad de sus formaciones socio-culturales y psicológicas. Ninguna de estas formaciones debe considerarse como un producto de la constitución biológica del hombre” (Berger y Luckmann, 1966).

La tesis del miedo al aislamiento sería una teoría psicológica como cualquier otra, producto de una época y de una cultura, y por lo tanto no podría arrogarse el mérito de describir la naturaleza social definitiva del ser humano. Tal como sostiene Vivien Burr (1995), “si todas las formas de conocimiento son específicas desde el punto de vista histórico y cultural, el conocimiento generado por las ciencias sociales no puede ser una excepción”. Aceptar lo contrario sería hacer un planteamiento realista, es decir, aspirar a descubrir la verdadera naturaleza de las personas y de la vida social, en oposición a lo que se ha denominado “la especificidad histórica y cultural del conocimiento”. Este antirrealismo recoge la idea principal de este punto de vista transdisciplinario, y pone en duda aquel discurso que sostiene que nuestras observaciones del mundo representan una imagen fiel, objetiva e imparcial de la realidad.

El principal argumento en el que se sustenta la teoría de Noelle-Neumann, es el de una visión “individualista” de las relaciones sociales. Ello porque descarta la posibilidad de que ese miedo al aislamiento pueda ser parte de un proceso de construcción cultural a partir de una forma de discurso imperante: aquel que nos dice que debemos comportarnos u opinar como lo hace la mayoría. La importancia de este discurso individualista se reconoce al momento de ver en los sentimientos determinadas cualidades que llegan a constituir lo humano, entre ellos la emoción como contrapartida de la razón. Ejemplo de esto es la gran influencia de marcos conceptuales típicos como los discursos sobre el amor romántico o el instinto materno. Es decir, ese miedo al desprecio que da origen a la espiral del silencio tiene validez única y exclusivamente en formas de organización como la nuestra: donde el discurso individualista del prestigio social es básico para lograr una buena autoestima (si no se es igual al resto se es inferior), con un sistema económico basado en la libre competencia y la igualdad individual, con un sistema político basado en la participación democrática, con medios de comunicación tecnológicos influyentes y donde la dimensión individual del ser humano constituye el punto de partida del conocimiento. Todo este conjunto de normas escritas y no escritas, convenciones, modas, hábitos y costumbres representan el repertorio discursivo perfecto capaz de alimentar las ideas de respeto, aprecio y aceptación, y que el individuo “reifica” como si fueran resultado de leyes cósmicas y universales. Se trata de imaginarios sociales.

Pero ¿qué ocurriría en otras formas de organización social?, ¿allí donde el ser diferente al resto no constituye un castigo social? Probablemente ese temor al aislamiento quedaría reducido a pequeños casos individuales, pero que de ningún modo alimentan una argumentación biologicista de la naturaleza social del hombre, tal como lo destaca la investigadora en cuestión. Según uno de los pilares en los que se sostiene la teoría de los imaginarios sociales, el mayor error en el que puede caer todo ser humano -y sobre todo un investigador- es el de conceder al orden institucional vigente un status ontológico, capaz de validar teorías sociales que superen los límites del tiempo y el espacio. Porque tal como señala el psicólogo Kenneth Gergen (1973), “no tiene sentido crear descripciones definitivas de las personas ni de la sociedad, porque lo único perdurable de la vida social es su capacidad de cambio continuo”.

El intento por validar desde un punto de vista esencialista la concepción de opinión pública elaborada por Noelle-Neumann va más allá de la propia autora. La investigadora española Elisa Chuliá Rodrigo describe algo similar en su tesis de master titulada “La opinión pública en Don Quijote de la Mancha. Una comprobación de teoría de la espiral del silencio”. En dicha investigación, Chuliá ofrece una nueva interpretación de la novela de Cervantes, a partir de la conflictiva relación del escritor español con la opinión pública. En uno de los apartados referidos a los límites de la opinión pública, reconoce que en cualquier análisis sobre este fenómeno es necesario tener en cuenta las variables de “tiempo” y “lugar”, pero aplicando dicha relatividad sólo a su contenido temático. “(...) el contenido de la opinión pública, al contrario que su mecanismo y función, carece de una naturaleza universal, es decir, no representa un complejo estable de elementos con validez general. La opinión pública no posee restricciones temáticas, pero sí límites temporales y geográficos. Así, lo que hace unas décadas estaba castigado socialmente, puede constituir hoy un comportamiento tolerado; una conducta que en una sociedad determinada suscita aceptación, en otra, simultáneamente, puede provocar un rechazo” (Chuliá, 1993). En dicha cita, Chuliá provoca confusión al considerar sólo como argumento construccionista la ubicación espacio-temporal de los denominados temas de opinión pública, pero dejando fuera cualquier análisis sobre el proceso de formación de aquella. Es decir, implícitamente se reconoce como universalmente válido el principal postulado de la espiral del silencio, pero se relativiza la temática pública.

La interiorización que el individuo hace de determinadas pautas de comportamiento para ser aceptado en el grupo es la alternativa que el construccionismo haría a la propuesta biologicista de Noelle-Neumann. Es decir, el hecho que los miembros de la sociedad tengamos que adoptar determinadas maneras de ser o de opinar no es más que otra forma de institucionalización.

Siguiendo el razonamiento que hacen los autores del clásico “La construcción social de la realidad”, esta forma de ser y de opinar en conformidad a un entorno social ha sido internalizada por el individuo, convirtiéndola en su realidad objetiva, y por ende, en un aspecto relevante de su vida cotidiana. Así, sabe de antemano qué opiniones puede expresar en público y cuáles no, si no quiere arriesgarse a ser “castigado”. Tan reales se han convertido esas normas de conducta, que el individuo es capaz de desarrollar mecanismos de control interno que son expresados en forma de vergüenza o bochorno. De este modo, no es que una actitud conformista obligue al individuo a actuar imitando a sus semejantes. Es sólo el producto de su “socialización primaria”, aquella fase de la internalización del mundo exterior que se caracteriza por contar con una enorme carga emocional. Una etapa donde el individuo aprende a ser “sí mismo” y a sentir, a partir de la imagen que de él tienen los demás y a actuar conforme a esa realidad objetivada.

En el análisis que hace la alemana, también menciona los riesgos reales que para la sociedad tendría la aceptación de la disidencia de unos pocos. Según ella, la sociedad exige una rápida conformidad en torno a las cuestiones que están experimentando cambios, es decir, cualquier alteración de las normas no sólo afectaría a la unidad del grupo, sino también su integridad. De este modo, y tal como lo sostiene el jurista alemán citado por la autora, Rudolph von Ihering (1883), en la tesis del aislamiento está presente también una reacción de autoprotección de la comunidad ante el peligro de que puedan verse lesionados sus intereses.

Al deconstruir el imaginario llamado "sociedad" se obtiene la siguiente máxima: no es que ésta reaccione como un organismo vivo que ve el peligro ante sus ojos, sino que se consolida una especie de afectividad institucional. Son determinadas instituciones las que ponen de manifiesto su preocupación cuando ven afectada su legitimidad, y por ende, su existencia. Así como en su etapa de nacimiento, las instituciones necesitan de “principios estabilizadores” que impidan su muerte prematura (M. Douglas, 1986), en períodos de crisis recurren a los mismos mecanismos: justifican su existencia en la naturaleza y en la razón, evitando así cualquier renovación “desde dentro”. Sólo en situaciones de crisis extrema -como revoluciones políticas o morales- las instituciones afectadas son capaces de adaptarse al cambio, como última estrategia para no desfallecer.

A partir de los ejemplos descritos por Noelle-Neumann en su libro (1995), se llega a la conclusión que efectivamente los individuos tienen temor a sufrir reacciones adversas cuando el clima de opinión está en su contra. “Ruedas pinchadas, carteles arrancados o rotos, ayuda negada a un forastero perdido...esta clase de situaciones demuestra que la gente puede sufrir incomodidades e incluso peligros cuando el clima de opinión está en contra de sus ideas”. Pero son estos climas de opinión el resultado de la acción desastiabilizadora de los discursos dominantes empleados por las instituciones como mecanismos de autodefensa, y que afectan una denominada “afectividad colectiva”.

En este punto parece oportuno citar lo escrito por Berger y Luckmann en relación a los problemas que enfrentan aquellos individuos que comparten versiones divergentes acerca del universo simbólico oficial. Según los autores, la versión alternativa de la realidad objetivada representa una amenaza teórica no sólo para el universo simbólico, sino también una amenaza práctica para el orden institucional legitimado. Si bien los sociólogos no detallan los “procedimientos represivos empleados contra tales grupos por los custodios de las definiciones oficiales de la realidad”, un buen ejemplo mencionado es el de la herejía como castigo más allá de lo terrenal aplicado, en una época pasada, a quienes se atrevían a cuestionar un discurso autocalificado como verdad absoluta.

De este modo, el mantenimiento de los universos simbólicos que dan sustento teórico a las diversas comunidades sería un factor decisivo en la existencia de situaciones de aislamiento. Ante el peligro de que las instituciones vigentes puedan verse afectadas por cambios en la percepción de la realidad social (cambios de opinión), operan mecanismos conceptuales encargados de mantener el amplio abanico de subuniversos simbólicos: el derecho, la ciencia, la filosofía o la mitología. Cualquier alteración al statu quo provoca la reacción inmediata de las instituciones afectadas, creando por todos los medios prácticos de que dispone la percepción de cuál es la opinión minoritaria y cuál la dominante.

Esta tesis se puede aplicar en el ejemplo de los pigmeos del Congo, utilizado por Noelle-Neumann. Cuando Cephu -un viejo cazador de la tribu- transgrede las reglas de la caza, es aislado por el resto del grupo. El hecho de que haya puesto en secreto su red en la selva por delante de las demás, puso en peligro la institución de la caza, y con ello la subsistencia de todo el grupo. De haberse aceptado la acción de Cephu, existía el riesgo de que el universo simbólico de la cooperación terminara para siempre. Se impuso la institucionalidad.

2 Los medios de comunicación como recreadores simbólicos de la realidad

En el análisis que hace la autora no están ausentes los medios de comunicación de masas. Al contrario, el fenómeno de la espiral del silencio se basa en el supuesto de que son los medios la fuente más importante de observación de la realidad con que cuenta el individuo para enterarse de cuáles son las opiniones dominantes y cuáles las que conducen al aislamiento. Es decir, no influirían en cómo pensar, sino en cuándo hay que hablar o quedarse callado. Según este razonamiento, lo que dicen o dejan de decir los medios de comunicación es relevante en la construcción de la opinión pública.

Noelle-Neumann resume esta particular influencia mediática en lo que denomina principios de "consonancia" y "acumulación", según los cuales todos los medios y todos los periodistas insisten en los mismos temas y adoptan las mismas posiciones, "canalizando" (Dader, 1990) la atención del público. Se trataría de una especie de presión ambiental con un efecto de amplificación o unificación temática, creadora -como dice Noelle-Neumann- de una "mayoría silenciosa" incapaz de compartir públicamente su postura, cuando la posición de los media aparece como opuesta. Se crea, así, un marco narrativo que rodea a la afectividad. Este poder de los mass media se explica al analizar su rol como agentes constructores de la realidad social, pero entendiendo esta realidad no como una cosa ontológicamente dada, sino como el resultado de acciones sociales intersubjetivas. En este sentido, los medios de comunicación tecnológicos son capaces de crear o "recrear" simbólicamente lo cotidiano, lo normal y lo que es por todos aceptado. Construyen lo real (David Altheide, 1985); aún cuando, como diría Paul Watzlawick, se trata de una versión de la realidad entre muchas otras, y no por ello más o menos válida.

Si la realidad no escapa a como los medios la interpretan o la definen, entonces debemos hablar de objetivación y no del papel objetivo de los medios. En este sentido, el concepto de objetividad -enseñado en todas las facultades de periodismo- entra en crisis (Adam Schaff, 1976), y pasa a ser el resultado de internalizaciones y reelaboraciones completamente subjetivas, que una vez externalizadas alcanzan su objetivación. Tal objetivación se confirma al ver como los media se han legitimado como "reflejos de la realidad" o "depositarios de la verdad", categorización que se entiende a partir de lo que Berger y Luckmann (1966) definieron como el proceso de institucionalización de las prácticas y roles. Esto se aprecia en la preocupación constante por lo que muestra o deja de mostrar la televisión o en el terror que significa para algunos ciudadanos leerse a sí mismos en una entrevista.

Este rol socialmente legitimado e institucionalizado de los medios está tan asumido, que no somos capaces de cuestionarlo. Esto se debe, en parte, a que los media ejercen funciones sociales que ya están institucionalizadas. Como señala Gaye Tuchman (1978), ofrecen información a los consumidores y refuerzan otras instituciones sociales ya consolidadas. Se sitúan, en definitiva, en una especie de papel mediador entre el Estado y los ciudadanos. Se trata de un rol presente en el sentido común, el cual lo entiende como parte de su "régimen de verdad" . Citando a Michel Foucault (1981), "cada sociedad tiene su política general de la verdad, es decir, los tipos de discurso que acoge y hace funcionar como verdaderos o falsos, el modo como se sancionan unos y otros; las técnicas y los procedimientos que están valorados para la obtención de la verdad; el estatuto de quienes están a cargo de decir lo que funciona como verdadero". Así, los medios están dispuestos a dar su cuota de verdad, y se les reconoce por ello. Noelle-Neumann ratifica esto implícitamente cuando describe que los media crean la opinión pública en tanto proporciona la presión ambiental a la que las personas responden con solicitud, ya sea con el consentimiento o con el silencio. Es decir, los individuos ven en los mass media el verdadero barómetro de la discusión pública: el "fiel reflejo" de las opiniones dominantes y minoritarias presentes en la comunidad. Si ello no fuera así, la influencia de los media en la espiral del silencio sería sólo aislada.

Asimismo, este encapsulamiento de temas que se produce a partir de la consonancia y acumulación se entiende en la necesidad de "sedimentar" la realidad (Berger y Luckmann, 1966), es decir, estereotipar parte de la totalidad de las experiencias humanas para que sean fácilmente reconocibles, sin necesidad de reconstruir su proceso inicial de formación. Lo anterior se complementa con el concepto de "simplificación" acuñado por Niklas Luhmann (1981) como respuesta a la creciente complejidad de la realidad social. Como dice José Luis Dader (1990), el individuo corriente busca que le den las cosas hechas y tal deseo de simplificación resulta especialmente importante en el plano de la comunicación social. "En los medios periodísticos se comparte una unidad de lógica selectiva, conforme a los estereotipos de actualidad y captación de atención, que resultan indispensables en los restantes subsistemas".

No sólo la labor de los medios está institucionalizada sino que también su contenido. Donde mejor se aprecia esto es en lo que el discurso periodístico ha denominado "noticia", y que se percibe como un imaginario que es parte integral de un discurso, y que existe y tiene significado sólo en relación con otras instituciones y discursos que actúan a la vez. Es más, probablemente su proceso de producción no sea tarea fácil para cualquiera, pero un individuo normal podría identificarla de inmediato: existe un sentido común que nos dice cuándo un hecho merece la pena ser contado por los media. O como diría Alfred Schutz, nuestro acervo de conocimiento así nos lo indica. Gaye Tuchman (1978) plantea esta cuestión al ver la noticia inserta en una institución social y encargada de otorgar un carácter público a los sucesos de que se ocupa, por lo que cumple con los requisitos propios de una institución (en el mismo sentido otorgado por Berger y Luckmann). Tiene una historicidad propia, refleja las relaciones de lo público y lo privado, objetiva y clasifica los hechos susceptibles de convertirse en noticia, institucionaliza fenómenos sociales como problemáticos y construye su propia escala de valores. Además, construye el rol social del periodista, cuyo atributo socialmente más reconocido es, paradójicamente, el de la objetividad.

Sin embargo, este reconocimiento de los medios como creadores de climas de opinión es una cuestión no dilucidada por aquellos autores críticos que estudian la relación entre discurso y poder. Esta postura ve en aquellos, el instrumento y el cauce a través del cual las fuerzas con poder expresan su enfoque de la realidad. Según esta lógica, los medios de comunicación no actúan independientemente, y sólo serían capaces de cumplir un papel como intermediarios entre estas fuerzas y el público. El problema está en el determinar hasta qué punto los media son utilizados como altavoces que magnifican las opiniones de otros, o se les considera partidarios de la acción política ( Casas, 1999).

En este sentido, resulta interesante la crítica al discurso androcéntrico que efectúa la historiadora española Amparo Moreno (1986) como influenciador de los medios de comunicación. Según la autora, el androcentrismo informativo -forma de explicar la realidad a partir de un punto de vista del colectivo de varones que se sitúan en el centro hegemónico de la vida social- comete el error, entre otras cosas, de potenciar todo lo relacionado con el ámbito público, de construir hechos noticiosos prototípicos y de crear enfoques en relación no con temas, sino con personas. "Los medios enfocan a personas y las convierte en protagonistas del espacio social", señala. Detrás de este enfoque estaría el poder de una clase de varones -y de mujeres- dominante que se autoacusa al proclamarse como conocimiento universal y generalizable.

Pero la teorización sobre la función unificadora de los media pierde toda su utilidad práctica en aquellos lugares donde la presencia de los medios masivos es reducida o prácticamente inexistente. Sin consumidores mediáticos, la influencia tecnológica que describe Noelle-Neumann para explicar la espiral del silencio queda en el aire. Tal como lo describe el periodista y escritor polaco Ryszard Kapuscinski, "(...)en diversas regiones de Africa, la televisión, la radio e incluso los periódicos, son inexistentes. En Malaui no hay más que un periódico; en Liberia, dos, bastante mediocres por otra parte y ninguna televisión. En numerosos países la televisión no funciona dos o tres veces al día. Y en vastas extensiones de Asia -por ejemplo en Siberia o en Mongolia- hay algunas redes de televisión pero las personas no disponen de receptores que les permitan captar los programas (...) Una gran parte de la humanidad vive todavía fuera de la influencia de los media" (Kapuscinski, 1998). Las preguntas que surgen, entonces, son dos: ¿qué parámetros utilizan estos individuos para darse cuenta de cuál es la opinión mayoritaria? y ¿quiénes amplifican las palabras o los argumentos que se puedan utilizar para defender un punto de vista?

La respuesta está en el papel de las emociones en este tipo de cobertura mediática. Su carácter de dispositivo de control social podría darnos algunas pistas. En este sentido, la tesis que planteo es la siguiente: el discurso sobre la universalidad, la no relatividad, la naturalidad y la autenticidad de las emociones permite legitimar las coberturas informativas mediáticas y con ello la construcción de un tipo de opinión pública.

Los efectos de esta tesis se aprecian en la construcción de la agenda informativa. De este modo se objetivan determinados hechos como temas de interés público a través de las emociones. Y esto explica una seguidilla de consecuencias: al mismo tiempo se asegura una misma “frecuencia” noticiable; se construye una agenda supuestamente más humana, ya que se está hablando de lo que no se discute (lo que se siente); se crea un clima de opinión unánime, con una supuesta universalidad de las emociones (por ejemplo, condenar un atentado sería lo lógico y lo natural, propio de la raza humana); y con ello, se puede hablar de un “sexto sentido” capaz de percibir el clima de opinión o postura dominante.

3 La opinión pública como sistema de control social

Otro postulado en el que se basa Noelle-Neumann es el que entiende la opinión pública como un tribunal, ante quien el individuo debe comportarse correctamente. O sea, una “inferencia”. Así como muchos otras construcciones teóricas, la idea de ojo público no puede ser corroborada mediante alguna prueba objetiva que demuestre su existencia. Es decir, se nos ha enseñado que nuestro comportamiento es juzgado continuamente por un ojo censor, que aprueba o desaprueba lo que hacemos en público.

La misma lógica reduce esta definición a un discurso que distingue lo público de lo privado, como si fueran dos realidades separadas, con códigos de conducta completamente opuestos e irreconciliables, y en un intento por liberar de cargas morales todo aquello que queda fuera de la “mirada” de este tribunal. Sería otra forma de categorizar nuestra relación con los demás. El problema, entonces, está en esta insistente percepción de lo público y lo privado como elementos de una dicotomía. Como lo sostiene Edward Sampson (1989), aludiendo a Jacques Derrida, estas formas de dicotomía, están presentes en el discurso de las sociedades occidentales hace muchos años, creando oposiciones binarias como instrumentos para comprender la realidad social. En lugar de aceptar lo público y lo privado como realidades humanas opuestas, se debe apelar a la desconstrucción de estas dicotomías, porque permitirían reflejar una nueva dimensión del ser humano, dejando de lado los discursos que constantemente lo construyen.

Finalmente, la función de control social que la investigadora le otorga a la opinión pública no hace sino elevarla a la categoría de institución. Para Noelle-Neumann, la opinión pública -al igual que la familia, la educación, el derecho o la política- “tiene la misión de integrar la sociedad y asegurar un grado suficiente de cohesión en lo que atañe a valores y objetivos”. De este modo, el concepto racional de la opinión pública, centrado en la participación democrática y en el intercambio de opiniones sobre asuntos públicos, queda relegado a un segundo plano. La autora reconoce que el control social se puede ejercer de muchas maneras, tanto explícita como implícitamente. La opinión pública se ubicaría en el último grupo, incluso con ventajas. Pero a pesar de esta característica, se trata de un fenómeno poco estudiado por los investigadores que se dedican al área.

Noelle-Neumann tiene el mérito de haber descrito el funcionamiento de una forma de control social no reconocida, pero aplicando la perspectiva de los imaginarios sociales es necesario ir más allá y analizar cómo algo que no vemos es capaz de influir tan fuertemente en nuestra vida cotidiana. Siguiendo el razonamiento que hace Mary Douglas (1986), la opinión pública no piensa independientemente, no tiene objetivos propios, ni ha podido crearse a sí misma. Ha sido creada, al igual que todas las instituciones, a partir de una convención. Pero una convención que ha ido legitimándose en el tiempo mediante múltiples procesos de habituación. Con el tiempo, la opinión pública ha ido adquiriendo una “realidad propia”, alcanzando -en términos de Durkheim- una coseidad. Si en el siglo XIX había quienes dudaban de la existencia de algo llamado opinión pública, hoy día muy pocos lo discuten. Y son precisamente estos últimos quienes legitiman, de paso, su carácter de realidad objetiva. Vemos, entonces, como con este fenómeno se cumple al pie de la letra lo escrito por Berger y Luckmann: “Un mundo institucional se experimenta como realidad objetiva, tiene una historia que antecede al nacimiento del individuo y no es accesible a su memoria biográfica. Ya existía antes que él naciera y existirá después de su muerte”. La opinión pública está fuera del alcance del ser humano como individuo, y no puede hacerla desaparecer a su antojo.

Para entender la opinión pública como una forma de control social, habría que situarla en el contexto de un discurso determinado que ha facilitado su institucionalización. Ello, porque todos los pensamientos que habitan nuestra mente son construidos a partir de discursos. En este sentido, esta definición de opinión pública no es sino el producto de discursos que constantemente la avalan. Así, podría estudiarse este fenómeno como un mecanismo de creación y mantenimiento de una determinada forma de organización social. Porque cualquier análisis discursivo tiene necesariamente un alcance que va más allá: el poder que está detrás de ese discurso. Se trata de la doble función discursiva "legitimadora-encubridora" de las relaciones de poder. Así como hay discursos que prevalecen, y que nos hablan del amor romántico, del éxito económico, de la relación machismo/feminismo, también existe un discurso que dice que existe algo llamado opinión pública que actúa como un instrumento de cohesión y como pilar de la democracia, indispensable para el buen funcionamiento del sistema político vigente.

Lo anterior es refrendado por Vivien Burr (1995), cuando señala que los discursos no pueden separarse de las relaciones de poder, y por lo tanto, tienen repercusiones políticas. Y si no es posible separar -como dice Foucault- saber de poder, cualquier estudio crítico sobre la naturaleza y las funciones de la opinión pública nos llevaría siempre a lo mismo: ¿qué o quiénes están detrás de esto llamado opinión pública? La respuesta a la pregunta fue planteada hace algunos años por Herbert Blumer, desde el interaccionismo simbólico. El autor ve la opinión pública como el producto de la integración de los grupos sociales. Es decir, no sería fruto de la interacción de individuos aislados, sino que reflejaría la composición y organización funcional de la sociedad. "Gran parte de la interacción por medio de la cual se forma la opinión pública, es producto de choque entre los puntos de vista y posturas en el seno de estos grupos". Blumer va más allá al reconocer en esta interacción la presencia del poder de determinados grupos, y que él denominó "diferencias de prestigio, posición e influencia" (Blumer, 1948).

En la misma línea, pero negando la existencia de la opinión pública como expresión de los sondeos, opina Pierre Bourdieu . Según el sociólogo francés, hablar de opinión pública es hablar de un instrumento de acción política. Un medio a través del cual se expresan aquellas problemáticas subordinadas a los intereses políticos, y que se encuentra acompañado por discursos que lo legitiman. "En pocas palabras, para decirlo sencillamente, el político es aquel que dice "Dios está con nosotros". El equivalente de "Dios está con nosotros" es hoy día "la opinión pública está con nosotros" (Bourdieu, 1972).

En la actualidad, Murray Edelman (1993) y Lisbeth Lipari (1999) se han referido a esta cuestión, pero destacando la naturaleza simbólica de la comunicación política. Edelman ve el conflicto como un elemento fundamental en su análisis cuando señala que "hay política cuando hay controversia (...)" o " sin consenso no hay opiniones", y cuando define a la "política" como aquel conjunto de procesos de interacción entre distintos grupos sociales que crean la opinión pública y la realidad política en general. Es decir, relaciona los procesos de formación de opinión sólo en casos de conflicto o controversia. Por lo anterior, Edelman cuestiona la existencia de una opinión pública real, argumentando que ha sido construídaconstruida a través del lenguaje y la interacción. Asimismo, Lipari entiende la opinión pública como un mecanismo que dirige y legitima la democracia, a partir del discurso que construye un poder político que en realidad no existe.

Según el análisis hecho por el español José Luis Dader (1992) -quien identifica varios enfoques que explican la naturaleza cualitativa de la opinión pública-, existe una "visión racionalista" que sustenta esta idea de que los seres humanos nacen libres e iguales, y con derecho a tener puntos de vista sobre las cuestiones que les afectan: el discurso del humanismo liberal. Se trata de un discurso que se origina en la Ilustración y donde se reconoce una supuesta capacidad innata del individuo para superar sus problemas por medio del ejercicio de la razón. Esa lógica es la que ve a la opinión pública como la cristalización de un proceso racional de discusión y de confrontación de juicios en un debate público, y situándola como el símbolo sobre el que se asientan aquellas sociedades autodenominadas libres, abiertas, pluralistas, avanzadas, modernas y democráticas.

Dader también identifica un enfoque completamente opuesto al anterior: la "visión irracionalista", según la cual la opinión pública surge de prejuicios irracionales e intransigentes, escasamente basados en la realidad de los hechos y sin embargo comúnmente compartidos por la mayoría de la comunidad de modo visceral. En otras palabras, se trata del rostro caprichoso, emotivo e ignorante de la opinión pública, presente en un discurso que igualmente la legitima. Se trataría, más bien, de un discurso académico más ligado a la psicología y que se ha encargado de explotar este lado más oscuro del fenómeno, poniendo a los instintos como la base que explicaría muchos aspectos del comportamiento humano, y entre cuyos exponentes se encuentran Walter Lippman (1922), Gustave Le Bon (1895), Sigmund Freud (1920, 1930), Vilfredo Pareto (1916), y últimamente -en palabras de Dader- la propia Elisabeth Noelle-Neumann, "condensada en su formulación de la espiral del silencio".

Esta institucionalidad se refleja también en la llamada “memoria colectiva” de las sociedades. Se trata, sin embargo, de una construcción discursiva avalada constantemente con formas de afectividad legitimadas. En este punto, rescato la reflexión que hace la psicóloga Adriana Gil sobre el recuerdo. “Nadie decide por sí solo qué cosas son o dejan de ser interesantes, necesita constantemente referentes, que exista una relación en la que se marque socialmente un suceso y lo convierta en carne para recuerdos” (Gil, 2000). Tesis que explica, en parte el proceso de construcción de la opinión pública y al recuerdo inmediato en la agenda informativa. Ello, porque si los medios informativos actúan como referentes de la opinión pública de lo que se debe recordar, ésta, al mismo tiempo, actúa como referente de la agenda mediática de lo que se debe hacer público (y que sea digno de ser recordado). En otras palabras, la memoria colectiva es referente de los climas de opinión, donde la institucionalización de los sentimientos y de la memoria colectiva construyen una opinión pública que se mueve dentro de ciertos márgenes de maniobra. Así, las posibilidades de que surjan corrientes de opinión no previstos, desaparece.

4 El poder disciplinario de la opinión pública

Siguiendo la lógica foucaultiana, el poder que está detrás de la opinión pública es un "poder producido". No se trataría de una práctica represiva, porque produce saber a través de la preeminencia de un discurso dominante que lo legitima. Es decir, todo lo que rodea al fenómeno de la opinión pública no es más que un tipo de conocimiento extraordinariamente poderoso, que es capaz de controlar la sociedad y a todos sus miembros sin necesidad de emplear la fuerza, mediante el ejercicio de lo que Foucault llama "el poder disciplinario".

En su análisis sobre el poder, Foucault (1978) desnuda la realidad de las cárceles como expresión extrema del mismo, y destaca el único ambiente social donde el ejercicio del poder no necesita de máscaras. "Meter a alguien en la prisión, mantenerlo en la prisión, privarle de alimento, de calor, impedirle salir, hacer el amor, etc., ahí tenemos la manifestación de poder más delirante que uno ser pueda imaginar (...) La prisión es el único lugar donde el poder puede manifestarse en su desnudez, en sus dimensiones más excesivas, y justificarse como por moral (...) Esto es lo fascinante de las prisiones; por una vez el poder no se oculta, no se enmascara, se muestra como feroz tiranía en los más ínfimos detalles, cínicamente, y al mismo tiempo es puro, está enteramente justificado, puesto que puede formularse enteramente en el interior de una moral que enmarca su ejercicio: su bruta tiranía aparece entonces como dominación serena del Bien sobre el Mal, del orden sobre el desorden" (Citado en Morey, 1983).

Esta reflexión aclara la forma cómo opera el poder detrás de la opinión pública: se trata -a diferencia de la prisión- de un poder disfrazado, cínico, aunque igualmente moral, pero no por ello menos potente. Tal como sostiene Foucault, el poder no es una propiedad, sino que se ejerce; y no se aplica sobre algo o alguien, sino que pasa a través de algo o alguien. Y no existen razones para dudar que este "algo" por donde pasa un tipo de poder político sea la opinión pública.

Pero ¿qué envuelve a la opinión pública que no nos damos cuenta del poder que está detrás de ella? Según el pensador francés (1970), todos los discursos que enmarcan nuestra experiencia cotidiana forman parte de procesos de control social. Pero para nosotros es imperceptible. Se trata de formas de poder absolutamente tolerables, en la medida que se presentan como beneficiosas para la sociedad. Son discursos que se imponen como verdaderos y generalizables a todo lo humano, que se amparan en la naturaleza y en la razón. O como bien dice el mismo Foucault (1976), "el poder solamente es tolerable cuando se oculta una parte substancial. Su eficacia es directamente proporcional a la capacidad que tiene de disimular sus mecanismos".

La alternativa que propone el pensamiento crítico para determinar las fuerzas de poder que operan detrás de un discurso es la "desconstrucción" textual. Se trata de una técnica que se utiliza como una verdadera disección de cualquier tipo de discurso, como una forma de diferenciar lo incluídoincluido de lo excluídoexcluido, y las formas de oposición que existen. "En principio, cualquier texto puede ser desconstruido; es decir, todos los discursos que operan son susceptibles de ser identificados", dice V. Burr (1995). Aplicado al discurso que legitima la existencia y el funcionamiento de la opinión pública, se puede determinar qué clase de grupos detentan poder, pero a partir de sus expresión en los discursos dominantes, y que se caracterizan precisamente por su opacidad.

Una forma de desconstrucción es la planteada por Foucault, conocida como "la genealogía del saber". El autor la define como una metodología que se caracteriza por un cierto "encarnizamiento en el saber", como una investigación que se opone a las tradicionales explicaciones históricas que se basan en el origen del conocimiento. Es decir, descarta la búsqueda de un punto cero o de inicio. La búsqueda del saber, por tanto, debe hacerse recorriendo el pasado y los aportes que se han hecho en ese pasado, cercano y lejano, identificando las transformaciones y el desarrollo que ese saber ha tenido en su recorrido histórico. La fórmula de la genealogía se explica porque el análisis foucaultiano no se ocupa sobre el origen del poder, sino "cómo funciona, cómo ocurre y cómo se distribuye". Es por ello que un análisis de la opinión pública desde el discurso calza perfectamente con este método, porque la genealogía permitiría identificarla como un claro instrumento por donde el poder se ejerce.

5 A modo de conclusión

Lo que propongo en estas líneas es una re-lectura de la teoría de la espiral del silencio. La tarea no es fácil, dada la constante tendencia a biologizar el funcionamiento de las instituciones y sus estructuras. Pretender, por un lado, que el temor al aislamiento es natural a la condición de ser humano, y no identificar, por otro, el papel de la opinión pública como mecanismo de control social, otorga una visión simplista y poco crítica de la vida en sociedad. Es no abrazar la idea de que gran parte de lo que nos rodea es fruto de lo simbólico de nuestras relaciones y de los imaginarios sociales que las sustentan. Asimismo, no es menos importante el rol de los medios de comunicación en la construcción de la agenda y su influencia en esta especie de opinión pública que juzga y condena los actos del hombre. El discurso y el poder no tradicional que alimentan este tribunal imaginario cobran, a su vez, víctimas inocentes que creen encontrar en él las orientaciones adecuadas para la subsistencia en el complejo sistema social con un rápido poder de absorción, tal como la esponja lo hace con el agua que encuentra en su camino.

La opinión pública a la luz de la espiral del silencio -concebida como imaginario social- constituye parte del saber. Como tal, es sólo el reflejo de una visión de la realidad que prevalece en una cultura determinada en un momento dado, y surge en situaciones discursivas particulares, pero amparado por un contexto discursivo más general. Nada existe fuera del texto desde el momento en que hay algo denominado realidad social. Y esta idea de opinión pública no es la excepción.

Las implicancias de esta re-lectura van, incluso, más allá si consideramos que gran parte de las ciencias sociales “tejen“ criterios que son considerados muchas veces universales, sin evaluar las variantes que surgen en el contexto histórico-cultural. Esta observación no sólo debe hacerse a la comunicología. Las ciencias sociales en general deben revisar sus fundamentos epistemológicos, y otorgarle al falsacionismo popperiano la máxima instancia de reflexión.

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